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rank y Jerry Lee Flannigan son 2 hermanos que se tienen el uno al otro y que intentan mantenerse a flote. Abandonados por su padre—un ludópata que endeudó a la familia— y huérfanos de madre cuando aún eran adolescentes, Frank y Jerry crecieron por su cuenta, dedicados a malgastar sus días y quizás sus talentos. Tal vez en otras circunstancias los 2 hubiesen sido artistas, pero algo quedó roto en la debacle familiar. Frank es capaz de narrar historias que trastocan la borrosa cotidianidad que atraviesan. Jerry, por su parte, dibuja mujeres, fachadas de locales, vaqueros, autos. Ahora un sentimiento de mediocridad guía sus pasos. No son malos chicos, como diría de ellos algún personaje secundario, pero crecieron sin demasiadas expectativas. Viven en moteles, gastando el poco dinero que ganan en packs de cervezas y botellas de Jim Beam. Hasta que una mañana cualquiera, un accidente de tránsito sacude sus vidas y a la fuerza les traza un rumbo. La noche en que ocurre, Frank está en la habitación del motel donde se hospedan, durmiendo la borrachera. Llega Jerry Lee, su hermano mayor, llorando porque ha atropellado a un muchacho que iba en bicicleta. Lo que sigue es una huida por carretera, cargada de remordimiento y evocación. En el transcurso del viaje los hermanos
van desgajando su pasado mientras beben cervezas y escuchan a Willy Nelson. Vida de motel es la primera novela de Willy Vlautin. Un conmovedor debut quizá demasiado lineal y sencillo para lectores amantes de la pirotecnia, pero que sacude a quienes aún se pueden emocionar con una buena historia. Nacido en Reno-Nevada —la pequeña ciudad más grande del mundo según la conocen sus habitantes— tiene hasta la fecha 3 novelas publicadas: Vida de motel, Northline y The free (esta última aún sin doblarse al español). Sus 2 primeras obras se relacionan por retratar a una USA desarraigada y llena de abolladuras emocionales. Vlautin es además el compositor y vocalista de la banda de folk-rock Richmond Fantaine, que ha publicado, entre otros discos, el melancólico The Fitzgerald, que puede tomarse como la banda sonora de Vida de Motel. Su estilo y los temas que surca han causado que lo comparen con leyendas de la música y las letras como Tom Waits, Raymond Carver o John Steinbeck. Dos atributos resaltan en esta novela: la atmósfera triste que abraza la historia y su prosa sencilla, rectilínea y sensitiva. Frank es el narrador y Jerry, tras atropellar al muchacho, es quien detona la narración. Annie James, exnovia de Frank, otro personaje ‘downbeat’ que
viene a aportar su cuota de traumas a la novela, también es una especie de luz, no al final del túnel sino dentro del mismo. Cuando ha corrido un buen tramo de la historia, Frank y Annie se vuelven a encontrar. Así describe Frank el momento previo: “Se me hizo un nudo en el estómago y me puse nervioso. Quería seguir gustándole, supongo que era eso. Incluso después de todo lo que había ocurrido, eso era lo que esperaba”. Hay apuestas, latas de cerveza, nieve, desamparo. Hay realidad, dureza y ternura. Incluso, para quienes profesan ese fervor neo-hippie por los cachorros y los gatos, hay un perro que en una parte del viaje es rescatado por uno de los protagonistas: lo habían dejado atado en un patio, bajo “un frío de los mil demonios”, y Frank decide llevarlo a su habitación. Hay por supuesto moteles de paso: lugares en los que los extraviados de Norteamérica se quedan a vivir sus desestabilizadas realidades. Si una sola de sus frases pudiera definir una novela, esta sería la que definiría a Vida de motel: “Tenía esperanza, porque tener esperanza es mejor que no tener nada en absoluto”. Descontextualizada podría sonar cursi pero, dentro de la novela, suena como debe, y no hay más vueltas.