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Murakami Haruki: Dance Dance Dance

Había una mujer que de vez en cuando se quedaba a dormir en mi apartamento. Luego desayunábamos juntos, y ella se iba al trabajo. Tampoco ella tiene nombre, pero sólo porque no es un personaje de esta historia. Aparece brevemente y desaparece enseguida. Por eso no le pongo nombre, para no liar las cosas. Pero que nadie piense que me la tomo a la ligera. La apreciaba mucho, y la sigo apreciando ahora que ya no está.

Eramos amigos, por así decirlo. Era, al menos, la única persona con la que podía decir que me unía cierta amistad. Tenía un novio formal, que no era yo. Trabajaba en una compañía de teléfonos, preparando las facturas con el ordenador. Ni yo le pregunté sobre su trabajo ni ella me contó demasiado, pero creo que era eso. Calcular el montante de las facturas telefónicas de otras personas, preparar los recibos, algo por el estilo. Por eso todos los meses, al ver en el buzón el recibo del teléfono, me daba la impresión de estar recibiendo una carta personal.

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Además se acostaba conmigo. Dos o tres veces al mes, más o menos. Pensaba que yo había caído de la luna o de algún lugar semejante. ``¿Aún no te has vuelto a la luna?’’, me pregunta entre risas. Estamos en la cama, desnudos, nuestros cuerpos muy juntos, sus pechos contra mi costado. Así pasmos muchas noches, charlando hasta el amanecer. El ruido de la autopista no cesa ni un momento. En la radio suena monótona una canción de los Human League. Human League. ¡Qué nombre tan absurdo! ¿Por qué usarán un nombre tan sin sentido? Antes la gente era mucho más moderada a la hora de ponerle nombre a un grupo. Imperials, Supremes, Flamingos, Falcons, Impressions, Doors, Four Seasons, Beach Boys.

Ella ríe cuando me oye decir estas cosas. Y luego dice que soy un tipo raro, distinto. En qué soy distinto, eso es algo que desconozco. Yo creo que soy una persona tremendamente normal con una forma de pensar tremendamente normal. Human League.

``Me gusta estar contigo’’, me dice. ``A veces me vienen unas ganas tremendas de estar contigo. En el trabajo, por ejemplo.’’

``Aha.’’

``A veces’’, dice ella marcando las palabras. Y luego deja pasar unos treinta segundos. La canción de los Human League ha terminado, y ahora suena algo de un grupo que no conozco. ``Ese es tu problema’’, continúa. ``Me encanta estar así los dos juntos, pero no se me ocurriría pasar todo el día contigo, de la mañana a la noche. ¿Por qué será?’’

``Ni idea’’

``No es que esté incómoda contigo. Es sólo que, cuando estamos juntos, a veces me da la impresión de que el aire se vuelve increíblemente liviano. Como si estuviéramos en la luna.’’

``Este es un pequeño paso para el hombre...’’

``No estoy bromeando’’, me contesta incorporándose en la cama y mirándome de frente. ``Lo digo por tu bien. ¿Hay alguna otra persona que te diga estas cosas? ¿Qué me dices? ¿Acaso tienes a alguien?’’

``A nadie’’, le digo sinceramente. Absolutamente a nadie.

Vuelve a tumbarse, apoyando sus pechos en mi costado. La palma de mi mano le acaricia suavemente la espalda.

``Pues eso. Cuando estoy contigo, hay veces que el aire se hace muy liviano, como en la luna.’’

``El aire de la luna no es liviano’’, le apunto. ``En la superficie de la luna no hay absolutamente nada de aire. Por eso...’’

``Es liviano’’, susurra ella. No sé si ha ignorado mis palabras o si no las ha oído en absoluto. Pero oirla hablar en voz baja me pone nervioso. No sé por qué, pero hay algo en su susurro que me inquieta. ``Increíblemente liviano, a veces. Es como si tu y yo respiráramos aires totalmente distintos. Lo sé.’’

``Faltan datos’’, le digo.

`` ¿Quieres decir que no sé nada sobre ti?’’

``Tampoco yo sé demasiado de mí mismo’’, contesto. ``Lo digo en serio, no es que trate de filosofar. Es más real que todo eso. Faltan datos así, en general.’’

``Pues ya eres mayorcito. ¿Qué edad tienes? ¿Treinta y tres?’’ Ella tiene veintiséis.

``Treinta y cuatro’’, la corrijo. ``Treinta y cuatro años y dos meses.’’

Ella mueve la cabeza. Luego se levanta de la cama, se acerca a la ventana y abre la cortina. Se ha puesto mi pijama.

``Vuélvete a la luna’’, me dice mientras la señala con el dedo.

``¿No hace frío?’’, le pregunto.

``¿Quieres decir en la luna?’’ ``No, estoy hablando de ti’’, contesto. Estamos en Febrero. Junto a la ventana, su respiración se ha vuelto blanca, pero sólo al oir mis palabras parece tomar consciencia de ello.

Se apresura a volver a la cama. La abrazo, y noto el frío del pijama. Aprieta su nariz contra mi cuello. Está helada. ``Te quiero’’, me dice.

Quiero decir algo, pero no me salen las palabras. Ella me gusta mucho. El tiempo se pasa volando cuando estamos los dos así, en la cama. Me gusta dar calor a su cuerpo y acariciar su pelo. Escuchar el leve sonido de su respiración al dormir, llevarla al trabajo por la mañana, recibir la factura de teléfono que ella ha calculado (o eso quiero creer), verla con mi pijama puesto, que le queda grande. Pero no puedo expresarlo con palabras cuando llega el momento. No estoy enamorado de ella, pero tampoco vale decir simplemente que me gusta.

¿Qué se supone que debo decir?

El caso es que no soy capaz de decir nada. No se me aparecen las palabras necesarias. Sé que mi silencio la hiere. Ella no quiere que me dé cuenta, pero lo siento. Lo siento mientras acaricio la suave piel de su espalda sobre la espina dorsal. Muy claramente. Nos abrazamos en silencio durante unos instantes, escuchando una canción de título desconocido. Su mano está apoyada en mi vientre.

``Cásate con una mujer de la luna y crea con ella una estupenda familia de lunáticos’’, me dice con dulzura. ``Es lo mejor que puedes hacer.’’

Sin dejar de abrazarla, observo la luna por encima de su hombro, a

través de la ventana abierta. De vez en cuando atraviesan la autopista enormes camiones cargados de algo muy pesado y levantando un estruendo lleno de malos presagios, como un iceberg que comienza a derrumbarse. Me pregunto cuál será su carga.

``¿Qué tienes para desayunar?’’, me pregunta.

``Nada fuera de lo normal. Lo de siempre. Jamón, huevos, tostadas, la ensalada de patata que me hice ayer, y café. Si quieres, te lo preparo con leche caliente’’, contesto.

``Estupendo’’, me dice con una sonrisa. ``¿Por qué no preparas unos huevos con jamón, y me sirves el café con tostadas?’’

``Ningún problema’’, le aseguro.

``¿Sabes qué es lo que más me gusta del mundo?’’

``Francamente, no tengo ni idea.’’

``Lo que más me gusta’’, me dice mirándome a los ojos, ``es estar en la cama una fría mañana de invierno, sin ninguna gana de levantarme. Y entonces oler el aroma del café, y oir el sonido de los huevos con jamón al freírse, y el crujir de las tostadas cuando las cortan, y saltar de la cama sin poderme contener.’’

``Pues vamos a verlo’’, le digo riendo.

No soy un tipo raro.

Eso creo, de verdad.

No voy a decir que sea el prototipo de la persona corriente, pero no soy raro. A mi manera, soy un ser humano absolutamente normal. Soy, necesariamente, todo lo normal que se pueda ser. Y esto es tan obvio, que lo que piensen los demás no me preocupa lo más mínimo. No es mi problema; en todo caso, será su problema.

Hay quienes me tienen por más imbécil de lo que soy. Otros, en cambio, me creen excesivamente calculador. Pero eso me da igual. Además, ese ``más de lo que soy’’ es sólo una forma de expresar una comparación con la imagen que tengo de mí mismo. Los demás me pueden ver imbécil o calculador, pero ése es un problema que no me preocupa. No hay malentendidos en el mundo, sólo diferentes formas de pensar. Y esta es mi forma de pensar.

Pero también hay personas que pueden extraer la normalidad que hay en mí. Son muy escasas, pero existen. Ellos/as y yo nos atraemos mutuamente de una forma completamente natural, como dos planetas flotando en el espacio oscuro del universo, y luego nos separamos. Aparecen en mi vida, se relacionan conmigo, y un buen día desaparecen. Son mis amigos, mis amantes, mi esposa incluso. A veces acabamos enfrentados. Pero siempre, en todos los casos, acaban yéndose. Se rinden, o pierden las esperanzas, o caen en el silencio (no sale nada del grifo, por muchas vueltas que le den), y finalemente desaparecen. Tengo una habitación con dos puertas. Una de entrada, otra de salida. Las dos no son compatibles. No se puede salir por la entrada, ni entrar por la salida. Esas son las reglas. La gente entra por la entrada, y sale por la salida. Hay muchas formas de entrar y muchas formas de salir. Pero lo que no cambia es que todos acaban saliendo. Unos se fueron en busca de nuevas posibilidades, otros por ahorrar tiempo. Otros murieron. No ha quedado nadie. No hay nadie en la habitación, sólo yo. Tengo siempre muy presente su ausencia. La de quienes se fueron. Las palabras que dijeron, los alientos que exhalaron, las canciones que tararearon,... Todo lo veo flotando como un polvillo por las esquinas de la habitación.

Probablemente, la imagen que ellos vieron de mí se acercaba bastante a la realidad. Por eso se me aproximaron, y por eso también se fueron. Ellos reconocieron la normalidad que hay en mí, y mis sinceros esfuerzos por conservarla. Me hablaron y me abrieron su corazón. Casi todos se portaron bien conmigo. Pero no había nada que yo pudiera darles, y si algo les di no fue suficiente. Siempre me esforcé por darles todo lo posible. Hice todo lo que pude. Y también buscaba algo en ellos. Pero al final no resultó. Y se fueron.

Es duro, por supuesto.

Pero más duro aún es el hecho de que salieran de la habitación mucho más tristes que cuando entraron. Salían con una parte de sí mismos erosionada. Yo me daba cuenta de ello. Es curioso, pero ellos parecían estar mucho más erosionados que yo. ¿Por qué será? ¿Por qué siempre quedo yo? ¿Y por qué queda siempre en mis manos la sombra de alguien erosionado? ¿Por qué? No lo sé.

Faltan datos.

Por eso nunca obtengo la solución.

Hay algo que falta.

Un día, al volver de una reunión de trabajo, encontré una postal en el buzón. Era una foto de un astronauta caminando por la superficie de la luna. No había remite, pero al primer vistazo supe quién me la enviaba.

``Será mejor que no volvamos a vernos’’, había escrito. ``Pronto me casaré con un terrícola.’’

Escuché el sonido de la puerta al cerrarse.

Datos insuficientes. No hay solución. Pulse Borrar.

Pantalla en blanco.

Me pregunto cuánto tiempo más van a continuar así las cosas. Tengo ya treinta y cuatro años. ¿Hasta cuándo?

No estaba triste. Al fin y al cabo, estaba claro que yo era el único responsable. Era natural que ella se alejara de mí, y lo sabía desde el principio. Los dos lo sabíamos. Pero perseguíamos un modesto milagro, una oportunidad de cambiar las cosas en lo fundamental. Pero esa oportunidad no se presentó, claro. Y ella salió. Cuando se fue me sentí solo, pero era una soledad que ya había experimentado antes. Sabía que acabaría superándola.

Ya estoy acostumbrado.

Pensar estas cosas me hace sentir mal. Siento surgir en mis entrañas un líquido negro que pugna por subir hasta la garganta. Me pongo delante del espejo del cuarto de baño. Este soy yo. Sí, ése eres tú. También tú estás gastado, mucho más de lo que crees. Me veo la cara más sucia y envejecida que nunca. Me lavo la cara meticulosamente con jabón, y me doy una friegas con la loción. Luego me lavo las manos, y me seco bien con una toalla nueva. Voy a la cocina y ordeno los contenidos del frigorífico mientras bebo una lata de cerveza. Tiro los tomates echados a perder, alineo las cervezas, cambio de sitio las fiambreras, hago la lista de la compra.

Al amanecer estoy solo, y mientras miro distraídamente la luna me pregunto hasta cuándo seguirá esto. Seguramente encontraré a otra mujer dentro de poco. Y nos atraeremos de forma natural, como dos planetas. Y esperaremos inútilmente un milagro, malgastando el tiempo, erosionando nuestros corazones. Hasta que nos separemos.

¿Hasta cuándo?

ENTREVISTA A HARUKI MURAKAMI

Canción triste de Tokio

Los personajes del escritor suelen ser gente corriente, que a menudo sobrellevan vidas grises y se refugian

de las tormentas del mundo en la calidez de la música y del alcohol. “Me encanta el tofu, Radiohead, García Márquez y, al mismo tiempo, soy un escritor japonés”, señala Murakami. Su libro “Tokio blues” se presentará en la Feria del Libro de Santiago a finales de octubre.

Xavi Ayén

Mu-ra-ka-mi. Cuatro sílabas que retener, que condensan el universo del acaso mayor escritor japonés de la actualidad. El hipnótico Haruki Murakami (Kobe, 1949) publicó recientemente “Tokio blues” (Tusquets) novela fenómeno aparecida en su país natal en 1987 y que consiguió vender más de cuatro millones de ejemplares y subyugar a lectores de medio mundo a partir de su muy posterior traducción al inglés. Se trata de una de las obras maestras del autor, que, sin demasiada publicidad, se ha encaramado a la lista de los libros más vendidos. Autobiográfica historia de un estudiante japonés en los setenta, “Tokio blues” es un relato de amor generacional y una exploración de los abismos del yo contemporáneo.

Los narradores de Murakami suelen ser gente corriente, que a menudo sobrellevan vidas grises y se refugian de las tormentas del mundo en la calidez de la música y del alcohol. Seres a los que, de repente o progresivamente, les sucede algo excepcional que les sume en un mundo convulso, donde todo parece desajustado y confuso, especialmente los sentimientos. El universo Murakami es melancólico, etéreo, y en él suceden cosas tan extrañas que algunos críticos hablan de surrealismo, a pesar de que lo narrado resulte verosímil. Con un lenguaje simple en superficie, su literatura alcanza realidades muy profundas.

Novela de título original difícil, “Tokio blues” es, en inglés, “Norwegian wood”, es decir, Madera noruega, en referencia a una canción de Los Beatles que actúa a modo de magdalena proustiana que activa los recuerdos del protagonista. Sus otros libros traducidos en España son “La caza del carnero salvaje”; “Sputnik, mi amor”; “Al sur de la frontera, al oeste del sol”, y “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo”.

Novelista de los sentimientos contemporáneos, que trata sin moralina, con la pasión de comprender, Murakami - que regentó un club de jazz durante varios años- cede la voz esta vez a Toru Watanabe, un hombre de 37 años que recuerda sus años universitarios en la ciudad de Tokio. Su mejor amigo, Kizuki, se suicidó un año antes de que él entrara en la universidad y, a partir de ahí, él inició una relación - más romántica que sexual- con la novia del fallecido, Naoko. Pero la frágil estabilidad mental de ella la acaba recluyendo en un sanatorio y Watanabe entabla una nueva relación con la alegre Midori. El dilema, nada banal, de Watanabe será entre su amor ideal (Naoko), consumido por la locura, o la felicidad presente (Midori).

“NO SÉ QUÉ ES SER JAPONÉS” -Sus libros, repletos de referencias occidentales, son tildados a veces de poco japoneses. ¿Por qué?

-Sinceramente, no sé lo que significa ser realmente japonés. Quizás por haber sido durante toda mi vida y en todo momento un japonés, me gustara o no, no poseo una noción exacta de lo que es japonés y de lo que no lo es. En otras palabras, soy demasiado japonés para estimar desde fuera cuán japonés soy. Pero si usted espera de mí ese tipo de historia en la cual los personajes comen sushi o tofu todos los días y van a ver teatro kabuki vistiendo kimonos y se hacen reverencias entre ellos todo el tiempo, es mejor que lea los libros de los viejos maestros, como Kawabata o Tanizaki. Si usted busca algunas escenas o paisajes exóticos, le recomiendo que llame a otra puerta y no a la mía. No estoy interesado en ese tipo de cosas. Es más, creo que a la mayoría de los lectores japoneses contemporáneos tampoco le interesa leer esa clase de relatos.

-¿Qué es lo que les interesa, pues?

-Supongo que -especialmente los jóvenes- buscan libros que les muestren una visión

más clara del mundo en el que están viviendo en estos momentos. Y eso es lo que intento darles en mis novelas y relatos. Me parece que estamos viviendo en un mundo de caos absoluto. A veces es muy difícil para cualquiera de nosotros decidir cuál es el correcto camino que seguir y cuál el equivocado. Hay tantos caminos y tan pocos principios... En ocasiones, incluso no sabemos ni siquiera qué camino es el de delante y cuál el de atrás, qué lado es la derecha y cuál la izquierda, qué emoción es real y cuál de ellas es fingida. Por supuesto, no tengo la respuesta correcta a todo eso. No soy un profeta ni un líder de opinión. Pero, como escritor profesional de ficción, he estado intentando representar la situación de una manera fácilmente aceptable, tangible, a través de una narrativa viva y cautivadora. Como hizo Franz Kafka maravillosamente hace más de cien años.

-¿Pero usted se inscribe en la tradición japonesa?

-Ése es un tema que no me concierne, y que imagino que no importa a la mayoría de mis lectores. Me encanta el tofu, la música de Radiohead, mi chaqueta de Comme des Garçons, leo a García Márquez y, al mismo tiempo, soy un escritor japonés. Auténtico o no, eso ya no lo sé. Pero escribo seria y sinceramente, y eso es lo que importa.

-La novela deja una sensación de extrañeza referida a las cosas del mundo...

-A mí me parece -al menos a mí- que la mayoría de las cosas que suceden en este libro son bastante naturales y sencillas.

-¿Utiliza la enfermedad mental de uno de los personajes como metáfora de todos nosotros?

-No me parecería correcto utilizar ninguna enfermedad mental como metáfora. Eso sería algo deshonesto o improcedente. Más bien quiero utilizar la metáfora como un síntoma de la enfermedad mental.

-Dicen que usted refleja la abundancia del consumismo y al tiempo su vacío espiritual, ¿está de acuerdo?

-Me gustaría reflejar el vacío del consumidor y la abundancia espiritual, escribir sobre eso tiene bastante sentido.

-Los diálogos son muy importantes en sus libros, que reflejan realidades profundas con un lenguaje sencillo. ¿Qué es lo que pretende?

-Siempre me ha encantado escribir diálogos porque me resulta muy fácil. Llevo 26 años escribiendo novelas y cuentos, y jamás he sufrido ninguna dificultad a la hora de realizar los diálogos. En mi mente, los personajes hablan libremente, exponiendo sus propias razones y argumentos. Todo lo que tengo que hacer es escuchar lo que están diciendo y plasmarlo sobre el papel. Es una tarea muy agradable, a pesar de que uno debe ser muy cuidadoso para no olvidarse nada de lo oído. Cualquier cosa que se pierda será para mal. Cuando escribí “Tokio blues” sucedió exactamente la misma cosa. El único trabajo era perseguir sus

voces. Fue divertido. Me gusta creer que soy bastante bueno en eso.

-¿En qué trabaja ahora?

-Trabajé hasta febrero en un puñado de cuentos, que serán publicados este otoño en Japón como un libro de relatos. Su título será “Cinco cuentos extraños desde Tokio”. Son historias en efecto extrañas. Y ahora estoy descansando. Bueno, traduzco una novela del inglés al japonés. Siempre hago traducciones en las pausas entre libro y libro. Un descanso productivo, podríamos decir. La verdad es que si a uno no le gusta escribir compulsivamente, este oficio de escritor es una auténtica pesadilla.

© La Vanguardia (The New York Times Syndicate)

En la imagen Haruki Murakami, escritor japonés. Por sus obras ha recibido diversos premios y reconocimientos. En varias ocasiones ha sido considerado como candidato al Premio Nobel de Literatura; sin embargo, nunca se ha llevado el galardón.

21 dic 2021

“La soledad” en las obras de Haruki Murakami

Los libros que escribe Murakami suelen ser tildados de surrealistas, pero hay otro componente que los caracteriza: personajes con una profunda sensación de soledad.

Danelys Vega

https://www.elespectador.com/ el-magazin-cultural/la-soledaden-las-obras-de-haruki-murakami/

Un mundo surrealista, lleno de personajes con sueños ocultos. Sucesos que parecen irreales. De otro mundo. Lugares repletos de significados. Protagonistas tan humanos que “asustan”. Una música que se repite en cada historia. El jazz, el “acompañante ideal”. Dilemas tan comunes, pero que pocos se atreven a mencionar. El cansancio. La fatiga. El hastío de la vida…Del mundo…De la gente. La muerte. El llanto silencioso, ese que no se expresa, que no se llora, pero que se siente en el “alma”. El mundo interior. El escape de la realidad. El sentimiento de no pertenencia… De no encajar. Los secretos. Lo que se elige callar. Las mentiras. Las máscaras. Y por supuesto… La soledad. Parece un “checklist”, pero no lo es. Son algunos de los componentes presentes en las obras de Haruki Murakami.

Si hay un patrón que se repite sin cesar en los libros de Murakami es la soledad, a veces ni siquiera por la ausencia de compañía física, sino por algo que va mucho más allá: la dificultad para expresarse… Para comunicarse con el otro. Eso mismo sucede en “Tokio Blues”, una de las obras de este escritor. Por un lado, tenemos a Toru Watanabe, el protagonista de la historia, quien carece de amistades. Quizá, su único amigo es “Nagasawa”, un chico de su universidad. Aunque ni siquiera con él es capaz de expresarse y de mostrarse tal cual como es. Por eso, Watanabe crea “el personaje” que más se ajuste a la situación. Las conversaciones con “Nagasawa” son superfluas y las reuniones se centran en lo que sabe que este le puede ofrecer. De esta manera se termina creando una relación de “cambio”, pero que jamás alcanza a “elevarse” a una amistad verdadera.

Entonces aparece Midori en la vida de Watanabe. Con ella las cosas resultan más naturales, menos fingidas. Sin embargo, la relación que se construye entre los dos nace de una necesidad que ambos comparten: un lugar donde descansar de sus vidas. Porque Midori no puede ser ella misma con su novio, ni con su padre, y siempre, según ella, se ha sentido “reprimida”. En una de las conversaciones sobre los padres de Mi-

dori, esta le confiesa a Watanabe “(...) Si ellos me hubiesen querido un poco más, yo, por mi parte, ahora me sentiría de otra forma. Siempre estuve hambrienta”. Por su parte, Midori es para Watanabe quien lo ancla al mundo real, a ese en el que no termina de encajar, sobre todo luego de sus visitas al “centro psiquiátrico” donde se encuentra Naoko, la mujer de la que se encuentra enamorado. Cada vez que él regresa de ese lugar le cuesta, aún más, relacionarse con los demás. Ver gente e ir a la universidad se convierte en todo un suplicio, pero con Midori las cosas son a otro precio.

Por otro lado, tenemos a Naoko, con quien la soledad está latente. Una chica que ha tenido una relación con la muerte muy cercana. El suicidio ha marcado su vida. Primero fue el de su hermana mayor, de 17 años, a la que encontró muerta. “Algo murió en mi interior”, le confiesa un día Naoko a Watanabe. Pero el sufrimiento no paró ahí. Más adelante vino el suicidio de su novio Kizuki, el mejor amigo de Watanabe. A partir de ahí, a Naoko se le imposibilita habitar el mundo que otros habitan, hasta el punto de que termina recluida, por iniciativa propia, en un “centro psiquiátrico”. El lugar ideal para huir de la realidad. Watanabe es el único contacto que termina teniendo con el mundo exterior. Y aunque lo intente, ni siquiera este chico puede salvarla de ella misma.

Entonces, uno lee otros libros como “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo” y “Al sur de la frontera, al oeste del sur” y observa que el patrón se repite. La soledad vuelve a ser la protagonista. Como si Murakami retratara la realidad a través de sus personajes. Como si quisiera darles una voz a esos “marginados” de la sociedad.

En “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo” aparecen personajes como Tokutaroo Mamiya, un militar que estuvo combatiendo en la guerra rusojaponesa. Un soldado que se encuentra afectado por las cicatrices que solo la guerra es capaz de dejar. Por la muerte de uno de sus compañeros. Por tener que ver con sus propios ojos cómo la vida de un ser humano se iba apagando de a poco mientras era desollado vivo. Por el oscuro pozo al que estuvo desterrado hasta que alguien vino a su rescate. Por aquel pequeño rayo de luz que era su única compañía. Y después de todo eso nada vuelve a ser igual. “Desde que volví a Japón he vivido como la muda vacía de un animal que ha cambiado la piel. Y viviendo como una muda, por más larga que sea la vida, no se puede decir que se haya vivido de verdad. Del corazón de una muda vacía y del cuerpo de una muda vacía no puede nacer más que la vida de una muda vacía”, le comenta Mamiya a Tōru Okada, el personaje principal de esta novela.

Y luego debuta Creta Kanoo, una mujer que tiene una conexión especial con Tōru Okada a través de sueños. Esta mujer, durante mucho tiempo, se siente perturbada por el dolor físico del que sufre. Un dolor diferente al que sienten los demás. Como si su cuerpo fuera un recipiente de dolor. A causa de esto, decide acabar con su vida, aunque nunca llega a hacerlo. “(...) cuando cumplí los veinte, llegué a la conclusión de que, en realidad, la vida no los valía. Había desperdiciado veinte años. Ya no podía soportarlo más”. La única persona con la que lograba comunicarse era con su hermana Malta. Creta veía el mundo a través de los ojos de Malta. Una vida en soledad era lo que tenía. “En mi familia yo me sentía completamente sola. Mi vida era solitaria. Mi adolescencia estuvo llena de angustias —más tarde le hablaré de ello— y no tenía a nadie a quien pedir consejo”, le dice Creta Kanoo a Tōru Okada, en una de las conversaciones que ambos sostienen.

Y después uno se traslada al mundo de “Al sur de la frontera, al oeste del sur” y ahí uno se encuentra con Shimamoto, una mujer con una vida secreta. Hajime, el protagonista, nunca logra descifrar lo que esconde Shimamoto. La soledad vuelve a aparecer. En un viaje, Shimamoto desea morir, pero se da cuenta de que no es el mismo camino que Hajime quiere tomar. Luego de ese suceso, ella desaparece de la vida de Hajime, dejándolo sumido en una vida vacía. Porque, aunque se encuentra casado y con dos hijos, para él ya nada es igual. Como si Shimamoto se hubiera llevado la luz que alumbraba su vida y estuviera destinado a la penumbra, hasta llegar a la oscuridad.

Tres obras distintas, pero de un mismo autor y con un mismo componente: la soledad como protagonista. Personajes que tienen gente a su alrededor, pero que se sienten como un frasco vacío. ¿No está solo el que está “acompañado”? ¿Qué es acaso la compañía? Preguntas para hacerse en nuestra era…

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