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Lo único a perdonar es lo “imperdonable” he ahí la imperfección de la paz

Por: Efraín Alzate Salazar

Plantearé en este texto, unas ideas alrededor de un tema que nos preocupa a muchos colombianos, como es el caso de los debates insultantes en el Congreso y demás escenarios de debate político por las posiciones encontradas alrededor de la búsqueda de la paz. El odio, el rencor, los señalamientos, ánimo exacerbado de castigo y discursos encaminados solo hacia lo imperdonable, nos permiten concluir que el escollo de la paz está en las percepciones y posiciones radicales que se tienen frente a términos y comportamientos tan complejos en nuestra Cultura como lo son: El odio y el perdón. Me apoyaré para esta disertación en los textos: “perdonar lo imperdonable y lo imprescriptible” de Jackes Derrida y la obra de Carolin Emcke “Contra el odio”.

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En una sociedad como la nuestra con sobredosis de ideas religiosas que ha establecido murallas entre lo venial y lo mortal, trascender la idea del perdón a los asuntos de orden político resulta complejo y difícil de entender, sobre todo porque es acá cuando ideólogos de partidos que se han lucrado de la guerra pasan al “mesianismo profético”, para decir qué es y a quién se le se puede perdonar o no.

Para dar el paso a la superación del odio, y transitar el empinado camino hacia el perdón, Carolin Emcke recomienda observar las distintas fuentes que alimentan el odio o la violencia en un caso concreto para rebatir el consabido mito de que el odio es algo natural, algo que nos viene dado. Como si el odio fuese más auténtico que el aprecio. Pero el odio no está ahí, sin más. Es algo que se fabrica. Tampoco la violencia se produce de forma espontánea. Es algo que se incuba. La dirección que toman tanto el odio como la violencia, las personas contra las que se dirigen, los umbrales y obstáculos que es necesario derribar… todo eso no es aleatorio, no viene dado sin más, sino que se

canaliza. (Emcke, 2017)

Los dos bandos enfrentados en los que quedó el Congreso después de los acuerdos de paz firmados entre el Gobierno y las Farc y luego del supuesto voto mayoritario de los colombianos al NO al plebiscito, nos han hecho ver ante el mundo como una

sociedad apegada a un pasado violento, aferrada a una historia sangrienta y temerosa de la paz. Desde esta perspectiva, en el parlamento colombiano existen dos fuerzas ideológicas enfrentadas: los que quieren volver a la guerra, o eliminar físicamente a los hombres y mujeres que se desmovilizaron de la guerrilla de las FARC y los que quieren dar la salida política definitiva a este conflicto armado que por más de cincuenta años ha enlutado a Colombia. No es esperanzador las medidas que pueda tomar el Congreso en favor de la paz o el bienestar de los colombianos, toda vez que en su mayoría los congresistas que llegaron a este escenario lo hicieron enarbolando las banderas en contra del proceso de paz.

Es aún más paradójico y complejo cualquier intento de diálogo ya cercamiento hacia la paz, cuando medios de comunicación-radio, televisión y la mayor parte del periodismo- se han hecho voceros de la guerra, toda vez que los propietarios de estos medios son los mismos que se han lucrado con la guerra y el sometimiento por el miedo a los colombianos.

Desde estas circunstancias, los postulados vengativos están en la mentalidad individual y colectiva de los ciudadanos y en un alto número de líderes políticos, que no han logrado entender la importancia de proponer nuevos discursos y permitir así la construcción de escenarios de concordia para todos. La ONU, la OEA y la gran mayoría de países del mundo han apoyado los intentos de paz que han planteado gobiernos en las últimas décadas, y que se gestó finalmente en la presidencia de Juan Manuel Santos, con la insurgencia de las FARC. El camino tal como vengo sosteniendo no ha sido nada sencillo; nuestros 200 años de historia como República han patinado entre el odio, el miedo a la paz y la imposibilidad del perdón, así mismo la intolerancia al contendor político llegando incluso hasta su exterminio.

La construcción de la paz implica romper el miedo a la tolerancia política, al sacrificio de los postulados de la venganza por la alternativa del diálogo, a resolver las desigualdades anacrónicas de lo rural, a plantear un modelo de desarrollo basado en la obtención de libertades sustanciales, a entender el conflicto armado como un fenómeno complejo, y por tanto, carente de soluciones simplistas y cobardes como la guerra (…). El miedo a la paz es aún más deprimente que la guerra misma; porque esta se nutre de héroes de papel, de enemigos compartidos, de patriotismos oportunistas, en cambio la paz, al ser más compleja y radical, por ser la manifestación sublime del significado de la humanidad y del entendimiento colectivo, se es más fácil de ignorar y desconocer; y por tanto de asumir. (Trujillo, 2015)

Nuestro devenir y nuestra antropología fueron cruzados en todo su proceso por la violencia atroz. Si bien una cultura no es el resultado de besos y abrazos sino la imposición del más fuerte sobre el más débil, para el caso de nuestra América y de Colombia para el tema que se plantea en esta oportunidad, sí fue una imposición despiadada un crimen generalizado, un exterminio calculado que dio como resultado lo que hoy somos: una cultura fundamentada en el odio y en el miedo a imaginar al menos la paz dentro de lo utópico que ella encierra; nuestra sociedad tiene la venganza en su alfabeto antropológico, cultural y religioso. Desde esta perspectiva, el odio, el miedo a la paz y la imposibilidad del perdón se tornan contagiosos, y resulta fácil, al odio responder con el odio. Es extraña la forma como se construye una sociedad cuando su enfermedad más contagiosa es la que está alimentada por el virus del odio.

Es necesario construir nuevos discursos y combatir el odio rechazando su invitación al contagio. Quien pretenda hacerle frente con más odio ya se ha dejado manipular, aproximándose a eso en lo que quienes odian quieren que nos convirtamos. El odio solo se puede combatir con lo que a ellos se les escapa: la observación atenta, la matización constante y el cuestionamiento de uno mismo. Esto exige ir descomponiendo el odio en todas sus partes, distinguirlo como sentimiento agudo de sus condicionantes ideológicos y observar cómo surge y opera en un determinado contexto histórico, regional y cultural (Emcke, 2017).

Hay diversas miradas a nivel del mundo que nos motivan a dar el paso hacia la paz. Carolin Emcke, autora del libro sobre el odio, nos dice que, esto puede parecer insuficiente. Puede parecer modesto. Cabría objetar que los verdaderos fanáticos no se darán por aludidos. Es posible; pero bastaría

con que las fuentes de las que se nutre el odio, las estructuras que lo permiten y los mecanismos a los que obedece fuesen más fácilmente reconocibles. Bastaría con que quienes apoyan y aplauden los actos de odio dudasen de sí mismos. Los feroces debates llenos de vísceras, en el parlamento colombiano nos demuestran la manera como la mayoría de políticos están armados de dentro hacia afuera por el odio, y esto gusta a un grueso de colombianos que también caen en el barril sin fondo de las pasiones humanas.

Al exponer unas ideas para el debate en temas tan álgidos y coyunturales como el perdón y el odio para el caso de nuestro país, que ha dado unos tímidos pasos en la construcción de paz, puede verse un tanto contradictorio, toda vez que lo cotidiano y normal en nuestro medio es el odio: quien escribe este texto reconoce que, en algunos momentos de la vida no ha escapado al virus del rencor. Mi misma posición radical frente a los que pregonan la guerra es una muestra del contagio en el que he caído, y que de alguna manera se acerca al odio hacia aquellos que no piensan de manera favorable por el perdón y la paz. También caí en el contagio que nos advierte Carolin Emcke. Trataré de hacer mi propia catarsis para entender esta trama humana en la que nos desenvolvemos, y asumiré mi propia autocrítica para entender de otra manera el perdón y así motivar miradas diferentes que le den fortaleza a los debates académicos que no pueden estar ajenos a la realidad política de nuestro país . El perdón en las circunstancias históricas de nuestro país por todas las atrocidades en las que se ha cimentado el conflicto armado, es una actitud compleja, tal como lo explica Derrida. Cada vez que el perdón está al servicio de una finalidad, aunque ésta sea noble y espiritual (liberación o redención, reconciliación, salvación), cada vez que tiende a restablecer una normalidad (social, nacional, política, psicológica) mediante un trabajo de duelo, mediante alguna terapia o ecología de la memoria, entonces el “perdón” no es puro, ni lo es su concepto. El perdón no es, no debería ser, ni normal, ni normativo, ni normalizante. Debería permanecer excepcional y extraordinario, sometido a la prueba de lo imposible: como si interrumpiese el curso ordinario de la temporalidad histórica” (Derrida, 2015)

El perdón considerado como uno de los actos más nobles del ser humano se define según el Diccionario de la Lengua Española, como la “Acción de perdonar”. “Remisión de la pena merecida, de la ofensa recibida o de alguna deuda u obligación pendiente”. El perdón tiene que ver con algo que alguien da, un obsequio, un presente, una decisión de dar, de obsequiar. En este sentido, se podría decir que, nuestra cultura, nuestra sociedad arropada en miles de normas, con una Constitución Política remendada permanentemente para favorecer el poder, con códigos punitivos para cada acción humana, no dan más que espacio a la ley del Talión: “ojo por ojo, diente por diente”.

El perdón desde esta perspectiva no trasciende los linderos de los pecados veniales para los que bastaría un “vete en paz y no peques más del confesor”. El perdón que se encamina a la construcción del tejido social y del país se encumbra por las laderas de lo imposible para hacer posible la vida en sociedad. Es tan complejo este paso en la vida de cada ser humano, que por lo general en las relaciones laborales, familiares e institucionales siempre aparece el odio y la dificultad del perdón.

Por ello comparto plenamente la idea del filósofo francés Derrida, cuando nos expone que, el perdón puro va más allá de lo que para muchos podría ser imaginable, pensable, o admisible. Para abordar el concepto mismo de perdón, la lógica y el sentido común concuerdan por una vez con la paradoja: es preciso, partir del hecho de que, sí, existe lo imperdonable. ¿No es en verdad lo único a perdonar? ¿Lo único que invoca el perdón? Si sólo se estuviera dispuesto a perdonar lo que parece perdonable, lo que la Iglesia llama el “pecado venial”, entonces la idea misma de perdón se desvanecería. Si hay algo a perdonar, sería lo que en lenguaje religioso se llama el pecado mortal, lo peor, el crimen o el daño imperdonable. (Derrida, 2015)

Agrega Derrida que, lo propio de quien perdona es la capacidad de olvidarse de sí mismo para situarse más allá de todo sufrimiento y asentarse en el lugar y cara a cara del ofensor. Pero no es un acto de intuición en el sentido de que el ofendido, de cara al verdugo, no construye razonamientos lógicos para perdonar al culpable; no

es tampoco un acto de comprensión, porque la perversidad no tiene explicación ni justificación alguna. Más bien es una relación en la que lo que acontece es un acto de amor y desprendimiento que carece de explicaciones racionales. El acto que emerge de la víctima es, al conferir el perdón, un acto de coraje. Es el miedo y nuestra cobardía la que nos impide dar el paso para salir del odio y alcanzar el perdón, único camino posible para reconstruir nuestro tejido social.

Recuerdo hace unos años un cuadro conmovedor que presentó la televisión de un encuentro entre víctima y victimario en un país africano en donde las luchas entre grupos, castas y por la liberación, fueron atroces. Un joven excombatiente de uno de los bandos se arrodilló ante una abuela a la que este joven soldado, le había asesinado su nieto. La abuela le preguntó: ¿por qué asesinaste a mi nieto? El sólo respondió: abuela perdóname, estábamos en guerra. Ella lo abrazó y le dijo: te perdono.

Para el caso de nuestro país, pervive el pesado lastre del odio que cruza nuestra historia como República y por ello aun siendo uno de los pises más religiosos del mundo, hemos hecho altares al odio cuando muchos de nuestros dirigentes políticos se proclaman apóstoles del odio y la venganza; son los mismos que desde el Congreso con vísceras en mano expelen el odio con el que contagian a los incautos los que se convierten en caja de resonancia de los que anhelan la guerra, ya sea como negocio o como estrategia política. Aquel que permite que su esfera privada lleguen los tufos del odio, de una vez queda atrapado sin salida confinado en sus miedos repitiendo lo que escuchan sus profetas. En Colombia es muy diciente la actitud de Paloma Valencia, la que copia como párrafos de la Biblia lo que dice su jefe político para acrecentar el miedo y el odio.

Al respecto la estudiosa de los conflictos a nivel del mundo encuentra que, los egoísmos y miedo a perder liderazgos ganados a partir del miedo son los que impiden ver el gesto más importante contra el odio cuando se advierten los peligros del individualismo. No dejarse confinar en la tranquilidad de la esfera privada, en la protección que brindan el propio refugio o el entorno más próximo. El movimiento más importante tal vez sea salir de uno mismo y dirigirse hacia los demás para reabrir juntos los espacios sociales y públicos. (Emcke, 2017) Quizá esta es una tarea que hace rato se viene dando en espacios de construcción de sociedad civil, a pesar de lo romántico que ello parezca, pero retomando el optimismo que la ONU y demás organismos y gobiernos internacionales le vie-

nen aportando a nuestro imperfecto proceso de paz.

Las imperfecciones que le señalan al acuerdo de paz firmado con la insurgencia de las FARC y desde donde argumentan el odio, los que se han lucrado de la guerra-empresarios, terratenientes, banqueros ganaderos y demás-, a través de los años de nuestra precaria república, tienen razón para advertir estas imperfecciones, ya que llegar a un acuerdo de paz luego de un conflicto armado interno de más de 50 años no es lograble desde los sesgos de la perfección y sobre todo por los que de ella se han lucrado. Cuando los debates frente a un acuerdo de paz, antes que mirar las circunstancias históricas y sociológicas del conflicto armado, se centran en la búsqueda de imperfecciones o en la negativa por no ser perfecto, el camino se torna sombrío, y la sociedad pierde su ruta. Mientras tanto, las ruralidades, el campo y los territorios que han vivido por más de 50 años el flagelo d ela violencia son ignorados en sus percepciones.

Cuando la cultura se encamina a la construcción de la concordia entre los ciudadanos es algo que nos inspira optimismo, y esto se logra con acciones vinculantes desde la perspectiva de nación, municipio, ciudad territorio, frontera o territorialidad. Los espacios académicos y culturales han de cumplir un papel fundamental para pintar de nuevos colores los grises que han sustentado nuestra memoria histórica como nación.

Quizá aquellos que han padecido la guerra y la violencia en los territorios, en pueblos lejanos y casi olvidados, son los que podría asumir una posición frente a la urgencia de la paz. Lo paradójico es que son aquellos que se han lucrado de la guerra los que desde alfombradas oficinas en las grandes ciudades deciden las agendas de paz, guerra, odio o perdón que les conviene. Son los habitantes de los territorios los que han vivido conquista, colonización, desplazamiento, trasgresión y sufrimiento y por lo tanto los que tienen la claridad sobre las atrocidades de la guerra. Son ellos los que han salido despavoridos de sus tierras para salvar sus vidas amenazadas por los despojadores, muchos de ellos incrustados en la dirigencia política y económica del país.

De igual manera el conflicto armado interno que ha vivido Colombia por más de 50 años, ha afectado a unos territorios más que a otros. Por ello, quienes definen las estrategias frente a la guerra lo deciden desde las grandes capitales, sin conocer las particularidades que viven los ciudadanos en los diferentes territorios.

Es más sencillo disparar un fusil que discutir con argumentos y esa ha sido la lógica en nuestro país y que estamos dando algunos pasos para cambiarla. Buscar la perfección en los procesos que apuntan a la búsqueda de la paz y la convivencia es una gran equivocación. Los clásicos de la filosofía se refirieron al tema. Perfecto en sí se dice por tanto o de aquello a que no falta nada de lo que constituye el bien, de aquello que no es superado en su género propio, o de lo que no tiene fuera de sí absolutamente ninguna parte. Otras cosas, sin ser perfectas por sí mismas, lo son en virtud de aquellas, o porque producen la perfección, o porque la poseen y están en armonía con ella, o bien porque sostienen alguna otra especie de relación con lo que propiamente se llama perfecto. ”. (Aristóteles, La Metafísica. Libro V, 16, 1994)

Intelectuales, académicos, y el mundo universitario creemos que es desde los debates, políticos y sociales, desde los argumentos como llegamos a la necesaria búsqueda de la paz, por ello aportamos elementos para un debate racional en este momento histórico; en este sentido dejamos claro que la paz en ninguna parte del mundo ha tenido como paradigma la perfección y quienes solo aceptan la perfección en la búsqueda de la paz, de por sí están parados en una imperfección. Imaginar una paz perfecta, sería la realización de la Utopía, el logro de la felicidad.

Lo que sí ha tenido como base la perfección ha sido la guerra: una perfecta bomba atómica para matar a miles de personas al menor costo posible; un perfecto avión de espionaje para contar el ejército enemigo y saber cuántos fusiles y soldados se requieren para el exterminio del enemigo; un perfecto dron para escuchar las conversaciones del enemigo y saber dónde están los jefes de la guerrilla para eliminarlos. Una perfecta mina quiebra patas que mutile bien al soldado que está en zona de combate. Los politólogos, violentólogos y estrategas militares han dedicado su vida al estudio de la guerra y los éxitos que esta reportó a un bando. Muy poco se estudia o se difunde procesos de

paz que se han dado y aquellos hombres que han liderado la búsqueda de la paz, y que incluso han sido asesinados cumpliendo esta noble tarea y paradójicamente han quedado en el olvido. Pienso que existe mucha literatura para exaltar la guerra como faceta propia de la condición humana, y poca literatura que da cuenta de procesos exitosos en los que pueblos hastiados de la fiesta de la guerra asumieron la posibilidad de la paz desde diálogos racionales, para darse nuevas opciones de vida

La paz imperfecta podría ser un buen instrumento para que los/as investigadores/as de la paz podamos incorporarnos al debate y a la construcción de nuevos paradigmas para comprender y construir mundos más pacíficos, justos y perdurables. Es necesario edificar desde la epistemología y adjuntar a las teorías políticas el concepto de imperfección, de tal manera que se abra la posibilidad de alejarnos de aquellas visiones objetivas cerradas, dogmáticas que han sido nuestro constructo histórico, para hacer posible el acercamiento a nuevas intersubjetividades abiertas y dispuestas a la palabra y la argumentación. ¿Qué proceso de paz ha sido perfecto en el mundo?

Paradójicamente desde el mundo universitario hemos sido parcos frente a la enorme propaganda que se le hace a la guerra y a sus afectos. Hemos ejercido de manera sutil cierta fascinación por la violencia. Tenemos a la mano todo tipo de teorías y epistemologías sobre la guerra y todas sus formas de degradación de la condición humana mientras que por la paz es poco lo que se escribe y se argumenta. Esa emocionalidad por la violencia ha traído como consecuencia: “la descompensación conceptual y epistemológica entre la violencia y la paz. (Muñoz, 2010)

La historia de Colombia ha estado cimentada en teorías y epistemologías violentas fáciles de multiplicar en auditorios de las grandes ciudades con aire acondicionado y sonidos estereofónicos por aquellos que se lucran de la guerra. Se le ha dado más cámara y sonido al video de Iván Maquez con su nueva Marquetalia y a la muerte de Santrcich que a los excombatientes que aún permanecen en los territorios en donde trabajan en proyectos vinculantes hacia la paz. Los espacios territoriales de paz con proyectos productivos en donde están hombres y mujeres que dejaron las armas poco se muestran por las cadenas de televisión de Colombia, las mismas que han tomado posición política hacia la estigmatización de la paz. Todo acto violento que afecta la paz, es primicia al igual que las posiciones bélicas de los dirigentes políticos con poder económico

La muerte gana auditorios y sintonía, la paz se percibe huérfana y solitaria. En la confrontación bélica la invitada principal es la muerte. La guerra es también fiesta, es la fiesta de la muerte. Su solemnidad es su fin. Pero con la guerra inevitablemente implica ver como hazaña el estar rodeado de cadáveres y de cuerpos mutilados. En la conflagración se alteran los cánones éticos para dar paso a la incitación desmesurada. “Son excesos permitidos y de cierta manera regulados; pero el goce mismo se escapa a toda regulación posible, en tanto es lo más particular al sujeto”. (Castro, 1999)

El lenguaje de la guerra es el elemento que ostenta el sujeto en estos tiempos y con ello quiere dejar plasmada su huella en la historia. Algunos pueblos curtidos por la guerra en Colombia intentaron plasmar una nueva huella, una nueva historia; otros en cambio a pesar del dolor de su pasado optaron por seguir las huellas que tenían la marca del dolor y el sufrimiento. Unos por la imposibilidad de vivir sin el dolor ni el rencor como razón de vida, otros por ser una opción de fructífero negocio. El analfabetismo político es la opción más lucrativa sobre la que cabalgan desde hace décadas los que llegan a gobernar y enriquecerse con los dineros del erario de la nación.

Quienes han vivido y usufructuado la guerra, no tienen otra alternativa que quedarse ahí por ser esta una opción que afianza sus privilegios y para ello se blindan con la armadura de congresistas o de gobernantes. Saben muy bien que el despojo de tierras y el desplazamiento forzado son trofeos que les pertenecen y sin ellos se sentirían huérfanos de poder. Los territorios de guerra son su lugar favorito, para ello las cámaras y el periodismo amarillista son voceros e invitados preferidos al teatro de la guerra.

En su círculo de encantamiento mortífero, la guerra deja sus marcas: ciudades descombradas y campos arrasados, cuerpos fragmentados, destruidos, huellas

imborrables. Esa es su gloria y también su miseria. El verdadero soldado se miente a sí mismo, cuando dice que detesta la guerra. Ama profundamente la guerra. (Fallaci, 1992)

Mostrar los mutilados por los bombardeos, incluso cuerpos de niños víctimas de la guerra, o gastar cámaras para hacerle ver a los incautos televidentes los aviones bombardeando poblados para atacar a las guerrillas, aunque esto conlleve a la muerte de campesinos inocentes al arrasamiento de poblados y a la muerte de ganados; o mostrar los aviones fumigando con glifosato acabando la selva y los ríos, nos hacen ver ante el mundo como un país que vive en la fiesta de la guerra.

Que desaparezcan los pueblos, que ardan las aldeas tal como ardió Cartago en las guerras antiguas, así lo describe Albert Camus en su texto sobre los horrores de la guerra: “El gran Cartago lideró tres guerras: después de la primera seguía teniendo poder; después de la segunda seguía siendo habitable; después de la tercera ya no se encuentra en el mapa”. No ha sido suficiente medio siglo de atrocidades en Colombia para que sus ciudadanos no sientan el hastío por tanto dolor. El carácter siniestro de la guerra irrumpe para el sujeto cuando la guerra se hace familiar y comienza a atisbarse como un modo de vida. Cuando se torna cotidiana, próxima e íntima, puede hacerse insoportable porque ella a su vez entraña la muerte, la fragmentación, el horror. (Castro, 1999)

Educar para la paz: hablar de paz en un escenario candente como Colombia, resulta aventurado por la polarización de ideas entre los que consideran la derrota de la insurgencia y los que consideran el fin del Conflicto armado desde una negociación. Aun así imaginar un país más en el postconflicto armado nos permite pensar además en un país cuyos conflictos sociales podrán resolverse desde el debate racional y argumentado. Muchos de los que hemos sido testigos de las secuelas de un conflicto armado que lleva más de medio siglo pensamos que vale la pena apostarle a la búsqueda de la paz, sabemos que la educación en este difícil proceso ha de cumplir un papel fundamental. Tan solo si conociéramos las investigaciones sobre número de niños inmersos en la guerra en Colombia, nos daría escalofrió. Sin embargo hablar de paz en los colegios y universidades suena como algo destemplado, y aun así se debe insistir. No es extraña esta indiferencia cuando se ha hecho de la guerra y de la muerte algo cotidiano.

Una cátedra para la paz desde la consolidación de una pedagogía para la paz podría ser una alternativa en la búsqueda de encuentros entre la escuela, la universidad, el territorio y la comunidad. De no ser así, la cátedra para la paz será una asignatura más llena de aburrimiento en la que los alumnos hacen lo menos posible. La escuela y la universidad son escenarios de vida, de encuentro entre seres humanos, muchos de ellos han vivido los dolores de la guerra, y desde sus sentimientos puede motivarse la importancia de una vida digna y en paz. No se puede caer en el error de pensar que sólo con obtener conocimientos los estudiantes desarrollarán capacidades que les permitan respetar y solidarizarse con los otros y dirimir situaciones conflictivas de manera pacífica.

Es necesario hacer de la paz un elemento de cultura escolar para que sea mediadora entre las relaciones educativas y las relaciones de poder. Por ello debemos tener apertura hacia nuevas opciones de vida para nuestros jóvenes, imaginando al menos la paz. No podemos tener como algo dado por cierto que: A los alumnos previamente se les ha decidido su futuro, es decir, que van a estudiar y hasta donde pueden llegar. Entonces, en el campo educativo, lo que se ve es una lucha constante” (Bourdieu, 2009)

Las lecciones del paro nacional. El gobierno ha estigmatizado a los jóvenes. Incluso Senadores de la Republica les señalan de “Vagos”; el haberse negado a escuchar a los jóvenes y haberlos puesto como vándalos creó mayor resentimiento hacia las estructuras democráticas y de seguridad que ostenta hoy el Estado. Asesinatos, desapariciones y violaciones a mujeres que reclamaban escenarios de dialogo nacional nos demuestran que el mismo gobierno no cree en una paz justa y duradera. La ONU y la CIDH se pronunciaron sobre estos hechos desbordados en Colombia. Hoy muchos de los jóvenes que fueron líderes de la protesta popular, vienen siendo asesinados o asediados por el Estado para inculparlos por rebeldía. La tercera línea que fue una forma de autoprotección a los excesos de la policía ha sido

estigmatizada como acto subversivo. Es la realidad en un país que mira con desprecio la democracia y pasa a ser policivo y punitivo

Colombia ha optado por apostarle a la creación de condiciones para buscar salidas negociadas al conflicto armado colombiano, a pesar de las incertidumbres después del plebiscito, y las imperfecciones en las que se han centrado los detractores del acuerdo de paz, acrecentando con ello el odio, nos indican que no debemos bajar la guardia para la construcción de cultura hacia la paz y para ello es necesario que los conflictos no produzcan violencia; las diferencias se abordan con un espíritu de correspondencia; y las disputas resueltas de un modo que concilie y fortalezca las comunidades. Disparar fusiles es más sencillo que hablar, que ponerse de acuerdo.

El odio es un virus tan contagioso como el Covid, y para evitar su propagación no es suficiente el tapabocas. A aquellas personas ciegas por el odio es importante observarlas detenidamente para imaginar al menos esos comportamientos en uno mismo. A muchas conclusiones podemos llegar tales como: distinguir este sentimiento agudo de sus condicionantes ideológicos y prestar atención sobre la forma cómo surge y opera en un determinado contexto histórico, regional y cultural.

Lo propio de quien perdona es la capacidad de olvidarse de sí mismo para situarse más allá de todo sufrimiento y asentarse en el lugar y cara a cara del ofensor. Pero no es un acto de intuición en el sentido de que el ofendido, de cara al verdugo, no construye razonamientos lógicos para perdonar al culpable; no es tampoco un acto de comprensión, porque la perversidad no tiene explicación ni justificación alguna. Por ello tal como he venido sosteniendo, será necesario mantener la esperanza intacta y la tenacidad para avanzar hacia la construcción de escenarios de concordia y de debate racional.

Por ello creo con Derrida cuando expresa: El perdón no es, no debería ser, ni normal, ni normativo, ni normalizante. Debería permanecer excepcional y extraordinario, sometido a la prueba de lo imposible: como si interrumpiese el curso ordinario de la temporalidad histórica. El perdón que se encamina a la construcción de tejido social y de país se encumbra por las laderas de lo imposible para hacer posible la vida en sociedad.

El perdón puro va más allá de lo que para muchos podría ser imaginable, pensable, o admisible. Para abordar el concepto mismo de perdón, la lógica y el sentido común concuerdan por una vez con la paradoja: es preciso, partir del hecho de que, sí, existe lo imperdonable. ¿No es en verdad lo único a perdonar? ¿Lo único que invoca el perdón? (Derrida, 2015)

El pesado lastre del odio que cruza nuestra historia como República ha construido sus propios apóstoles en el entramado político, los mismos que desde el Congreso con vísceras en mano expelen el odio con el que contagian a los incautos, los mismos que se convierten en caja de resonancia de los que anhelan la guerra. Intentemos acudir a lo que nos recomienda Carolina E para combatir el odio. El gesto más importante contra el odio tal vez sea no caer en el individualismo. No dejarse confinar en la tranquilidad de la esfera privada, en la protección que brindan el propio refugio o el entorno más próximo. El movimiento más importante tal vez sea salir de uno mismo y dirigirse hacia los demás para reabrir juntos los espacios sociales y públicos. (Emcke, 2017)

Bibliografía

Aristóteles. (1994). La Metafísica.

Libro V, 16. Madrid: Gredos.

Bourdieu, P. (2009). Los herederos. Buenos Aires: Siglo

XXI. Castro, M. C. (1999). El fin de la guerra. Affectio Societatis No 4, 24.

Derrida, J. (2015). Perdonar lo imperdonable y lo imprescriptible. Madrid: Alvarigani.

Emcke, C. (2017). Contra el odio. Taurus.

Fallaci, O. (1992). El fin de la guerra. Buenos Aires: Emcke.

Muñoz, F. (28 de 01 de 2010). www.ugr/Fmuñoz/documentos/pdf. Recuperado el lunes de enero de 2018

Trujillo, J. J. (06 de 09 de 2015). El miedo a la paz. Diario del Huila, pág. 4.

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