Revista Coroto 1

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Literatura para llevar

foto portada Icamole, GarcĂ­a N.L. Erick Estrada Bellmann


(sumario Director Daniel Centeno Maldonado Subdirector Daniel Ríos Lopera Editor Diego J. Bustos Deaza Asistente editorial Nick Rodríguez Diseño y concepto gráfico Mirian Luque Asesores editoriales José Garza/ Enrique Cortazar Consultor en poesía Agustín Abreu Cornelio Ilustrador invitado Manolo Campoamor http://manolocampoamor. blogspot.com/ Fotógrafo invitado Erick Estrada Bellmann Colaboradores Romina Pistacchio/ Catalina Arango Correa Comité de lectores Martín Letona/ Marco Pena/ Marcela Conambre/ David Lopera Osorio/ Ari Goldstein.

501 E University Ave. El Paso, TX. 79902 USA | número 1

Coroto es una revista literaria, asentada en El Paso, Texas, que tiene como finalidad promover las mejores firmas del panorama iberoamericano y las traducciones al castellano de autores sobresalientes de otras lenguas. Está hecha para los entusiastas de las letras en español dentro y fuera de los Estados Unidos. Es una publicación sin ánimo de lucro, de distribución gratuita en El Paso, que aprovecha su carácter fronterizo para llevar a cabo su cometido editorial. Coroto acepta colaboraciones de escritores y artistas de todas partes del mundo. Recibimos: cuentos, fragmentos de novela, teatro, guión, poesía, crónicas, microficción, entrevistas, aforismos, semblanzas, críticas, reseñas, fotografías e ilustraciones. Todo el material que nos llega será sometido a selección antes de ser publicado. Para más detalles acerca de la convocatoria puede dirigirse a nuestra página web: www.revistacoroto.com o escribirnos a: redaccion@revistacoroto.com Ninguno de los trabajos acá publicados podrán ser reproducidos total o parcialmente, ni registrados o transmitidos por un sistema de recuperación de información, ni en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el previo aviso de su autor. Los temas, mensajes, ideas u otro que se expresen en los trabajos publicados constituyen los puntos de vista de sus autores. Coroto no se hace responsable por los mensajes vertidos, ni representan necesariamente las opiniones de la publicación.

{ editorial Éste es un artefacto portátil de lectura. Dúctil, ameno, manejable. Cabe en las palmas de las manos, en los bolsillos convenientes de un viaje de metro, en el rincón de las maletas que se alistan cuando se deja todo. Un coroto que no pesa y se deja llevar, disponible: el coroto definitivo. El lema lo dice: literatura para llevar. Y de la buena. Este primer número no lo desmiente. El corotero de este parto es diverso, anguloso, su aparente arbitrariedad desdice un orden. Propone otros. Allí está nuestro dossier, dedicado a la inocencia y a su fin, donde aparecen trabajos de Juan Gelman, Dulce Chacón, Diego Paszkowski, Andrés Burgos, Daniel Riera, Rodrigo Hasbún. Por lo demás, tenemos el honor de contar con los textos de varias de las firmas que están empezando a despuntar en el panorama literario. Junto a ellos aparecen nombres como el de Antonio Gamoneda o Juan Villoro. Esperamos que estos encuentros sean moneda corriente en las páginas de Coroto. El esfuerzo está hecho en esta entrega. Hay traducciones de Ryunosuke Akutagawa y de Jonathan Coe. También están las líneas de Myriam Moscona, Justo Navarro, Inma Chacón, Alberto Salcedo Ramos, María Auxiliadora Álvarez, Ana María Shua, Federico Pizano, Manuel R. Montes, Nerea Dolara Hernández, Bárbara Mingo Costales y Ednodio Quintero. Todas ellas, hay que decirlo, acompañadas de las mejores imágenes de Manolo Campoamor y de Erick Estrada Bellmann. Y por si esto fuera poco, al pasar las páginas, arrancamos con una declaración.

revistacoroto.com facebook.com/pages/Revista-Coroto/135419576557071 twitter.com/#!/RevistaCoroto número

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[contenido Ficción el mentidero Novela (fragmento) Justo Navarro el espía Poesia a puro verso Antonio Gamoneda Faik Myriam Moscona six feet under adiós a Emily Dickinson

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20 23 26

Crónica la pura verdad Alberto Salcedo Ramos alabanza de la máscara

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Corototeca Entrevista Juan Villoro, condenado por sus pasiones

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Dossier el fin de la inocencia Microrrelato Dulce Chacón morir de error Cuento Diego Paszkowski mil palabras Cuento Andrés Burgos flashforward Poemas Juan Gelman héroes juguetes los amigos explicaçao Cuento Rodrigo Hasbún la casa grande Crónica Daniel Riera un tatuaje, una puñalada

Traducción casa babylon Ednodio Quintero Akutagawa, el elegido Ryunosuke Akutagawa mandarinas Jonathan Coe la espantosa intimidad | número 1

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Corototeca Ensayo Manuel R. Montes death by water: o memoria: o fortuna: laberintos 116 Ficción el mentidero Cuento Bárbara Mingo Costales mi padre

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Poesía a puro verso Inma Chacón Arcanos Maria Auxiliadora Álvarez las otrora risas en condición sin entrañas desarrollar no es cumplir

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Corototeca fenómenos de circo Microrrelatos Ana María Shua enanismo el deseo del secreto evolución del circo prometeo del circo sorprender nos pasa a todos Reseñas Nerea Dolara Juliet naked Federico Pizano missing

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artistas invitados

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Dios les pague

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(declaración corotera Una leyenda apócrifa sostiene que no hay algo más difícil que re-

dactar la declaración de principios de una revista. En ésta se tienen que asentar la razón de ser, alma y filosofía. Debe ser clara con lo que refleje y cimentará las bases de la línea de pensamiento de la publicación. Y, tal como dicen en las bodas, esta carne y espíritu del magacín tendrán que perpetuarse hasta que la muerte los separe. Otra leyenda apócrifa tiene que ver con el nombre que se eligió para esta publicación: Coroto. Es menos sentenciosa y de un carácter lúdico que combina con su cometido. Cuentan las malas lenguas, si es que las buenas existen, que el paisajista francés Camille Corot (1796-1875) fue el padre de tan singular palabra. Como muchos tantos otros patriarcas es seguro que éste murió sin conocer la existencia de su criatura. Su único e inocente acto fue el de procrear unas telas que terminaron en poder del presidente Antonio Guzmán Blanco. El mandatario venezolano, de gustos exquisitos y cosmopolitas, los guindó en su casa no sin antes alertar a la servidumbre, una y otra vez, de que tuvieran “cuidado con los Corots”. Casi cortada con la misma tijera se ubica otra leyenda, pero que cambia de personajes dentro de un mismo país. En este caso los cuadros del mentado pintor estaban en posesión del presidente José Tadeo Monagas. Al momento de sufrir un derrocamiento, su casa fue saqueada y los lienzos arrastrados por la ciudad. La exclamación del momento: “¡Adiós, corotos!” Otros entendidos prefieren dejar en paz al artista francés, y sostienen que la palabra es tan vernácula como la empanada, aunque con un radio de acción que alcanza a Ecuador, Colombia, Panamá, República Dominicana y Puerto Rico. Su raíz es indígena y le da nombre a la escudilla realizada con la mitad de una totuma. Del mismo modo, en la etnia opone de la Amazonía el vocablo es dueño de un plumífe-

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ro significado: perico. Y, para no enredar más la cosa, mejor no decir que en el ayuntamiento de Oleiros, ubicado en la gallega localidad de A Coruña, existe una zona llamada Coroto. Lo cierto es que la palabra es inasible hasta en su nacimiento y acepción. Como pasa con todo lo que vale la pena en esta vida, algunos de sus usos son afortunados y otros no tanto. Sin embargo en ella caben todas las cosas, sentimientos y expresiones habidas y por haber del ser humano. Es democrática, el comodín por excelencia; y hasta sirve para designar lo que no se comprende, lo desconocido, lo que sólo los dedos pueden señalar. Lingüistas e historiadores no se ponen de acuerdo con el coroto. ¿Y acaso en el terreno del arte no pasa lo mismo? Tal pregunta planeará sobre estas páginas en cada entrega. Como sucede con el vocablo, este territorio también será democrático, polisémico y fértil en discusiones. Se buscará emular la envidiable naturaleza de la palabra, la misma que va de lo regional a lo universal, de la erudición a la sencillez. Y la revista se transmutará en artefacto, expresiones, párrafos y creencias de los contertulios que transitarán entre sus líneas e imágenes. Cada uno tendrá su idea del coroto y la defenderá con el mayor de los celos, hasta que se demuestre lo contrario. Sólo existirá un oportuno límite y no es nada complicado de entender. Los espacios fronterizos de la comarca se trazarán en torno a ciertos géneros literarios con todas sus variantes y aspiraciones. Con esta lección bien asimilada los expertos y entendidos, que tendrán cabida en las páginas de esta publicación, intentarán cristalizar con éxito la gran misión encomendada para con sus lectores: hacer de sus bibliotecas el único e indudable cuarto de los corotos posible.

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Los Corotos firmantes: Daniel Centeno Maldonado, Daniel Ríos Lopera, Diego J. Bustos Deaza

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icción

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[el mentidero]

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(página 8) Río Ramos Paraje Raíces, Allende, Nuevo León Erick número Estrada1Bellmann |


( ( el espía (fragmento)

Justo navarro *

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l 24 de mayo de 1945 Ezra Pound fue trasladado al DTC, Disciplinary Training Center, del MTOUSA, Mediterranean Theater of Operations United States Army, en Metato, a pocos kilómetros de Pisa. Era un campo para soldados americanos presos, al borde de la Via Aurelia, que desde Porta Aurelia, en Roma, llega a Marsella y deja atrás Pisa, Rapallo, Génova y el valle del Po. En una nube de polvo y humo subían al norte por Via Aurelia las tropas angloamericanas. Cuatro torres guardaban el campo alambrado. (Llegué a Pisa el 3 de junio de 2009, y tuve una habitación en San Giuliano Terme, municipio pisano al que pertenece Metato. Uno va paseando por Pisa y de pronto se ve en San Giuliano Terme, pero no en Metato. Nadie sabía de Metato en Pisa. En la parada de autobuses, a unos doscientos metros de donde viví, la Compagnia Pisana Trasporti S.P.A ofrecía un cuadro del Servizio Straordinario/Extra Urban Ser-

JUSTO NAVARRO. Nació en Granada, en 1953. Ha publicado los libros de poemas Los nadadores, Un aviador prevé su muerte (Premio de la Crítica 1987) y Mi vida social, y las novelas El doble del doble y Hermana muerte (Premio Navarra 1989). Entre sus mejores historias se cuentan La casa del padre, El alma del controlador aéreo y F.

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vice, Loca­lità/Destination, la lista de pueblos de la provincia a los que llegaba el autobús, de Agnano a Vicopisano, por orden alfabético. De Marina se saltaba a Mezzana. No existía Metato.) Fueron dictadas órdenes para la estancia de Pound en Pisa: debían imponérsele las máximas medidas de seguridad con el fin de evitar el suicidio o la fuga. Lle­gó, le hicieron la foto carcelaria, lo encerraron en una jaula al aire libre, la primera en una fila de jaulas igua­ les. De día daba el sol en la jaula, de noche la ilumina­ba un foco. De día era muy caliente; de noche, muy fría. Mary Shelley también llegó a Pisa en mayo, pero en 1818, el año de Frankenstein, y llamó a la ciudad el nido de los pájaros cantores. Su marido, Percy, le escri­bió a su primo preferido para invitarlo a aquel paraíso de exiliados y refugio del paria, Pisa. Pero en invierno Mary le contó por carta a una amiga que le faltaban palabras para describir a los pisanos de 1820, bribones harapientos de pelo estropajoso, estudiantes de la uni­versidad sin 11 educación, mendigos innumerables, escla­vos de las galeras con sus ropas amarillas y rojas y car­gados de cadenas, mujeres que arrastrael espía Justo Navarro ban batas sucias por la basura de las calles, feas. Hay que espantarlas con el sombrero, dijo la señora Shelley, esconderse bajo el sombrero de seda rosa para no verlas. "...El tiempo lo marcaban la El nido de Pound era una jauluz solar y eléctrica, el calor la de menos de dos metros cuadrados especial para prisioneros y el frío, las comidas, el paso incorregi­bles. Le dieron un plato polvoriento de los presos que de aluminio. El tiempo lo marca- iban a comer..." ban la luz solar y eléctrica, el calor y el frío, las comidas, el paso polvoriento de los presos que iban a comer. Y al ritmo de los pasos sonaba en la memoria la música de los paraísos perdidos, restaurantes y salas de baile de París y Londres y Viena y Venecia y Milán y Bolzano, el Sirdar, el Boullier, Les Lilas, Dieudonné, La Rupe, Voisin, Pré Catalan, Armenonville, La Taver­na, Schöners, Florian, Campari, Der Greif, los hoteles y los cafés en desaparición, y al sol volvió a arder el Hotel Windsor, en la Quinta Avenida, [ficción]

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cerca del hotel de los tíos de Pound, y el Hotel Biron, en París, cerca de la casa de Natalie Barney, la que le regaló la radio en Rapallo. No tomaría más en el Café Wiener, cerrado, cerca del Museo Británico, café con nata, a la vienesa, mit Schlag, en Londres. No era el hundimiento del mundo, sino la desaparición. Nunca volvería al Lido Excelsior de Venecia a bromear con el congresista por Massachusetts Tinkham y la princesa de Polignac y el ministro de Finanzas Volpi. Oiría eternamente las con­versaciones de los compañeros de jaula a propósito de la Biblia, el latín, la muerte, las putas, la guerra, la guerra por el progreso internacional. ¿El progreso? Mis cojones. Mala puta la muerte. La suerte no dura mucho, pero la muerte tampoco. Es sólo un momento. Y en el cielo ¿tengo yo algo que hacer? Vio crecer un trébol de cuatro hojas. Presidió un desfile de hormigas. Había en el campamento disciplinario 3.600 pre­sos, soldados del ejército de los Estados Unidos de América, negros casi todos. Había 12 vigilantes con fusiles ametralladores y enfermeros para los locos. Muchos prisioneros eran patológicamente inútiles para la acti­vidad miliel mentidero novela tar, pero el nivel de sus neurosis, paranoias, esquizofrenias, desequi"...Oiría eternamente las librios e inadaptación alcanzaba grado que resultaba imposible con­versaciones de los tal licenciarlos sin pro­vocar una sicompañeros de jaula a tuación de peligro público. Su despropósito de la Biblia, el latín, tino más aconsejable había sido el la muerte, las putas, la guerra, batallón de castigo o el campo pela guerra por el progreso nitenciario. A los psicóticos se sulos crimina­les culpables de internacional... " maban ausencia injustificada, deserción, im­puntualidad impenitente, mal comportamiento frente al enemigo, mala conducta en general, desacato, desobediencia, robo, violación, homicidio. De vez en cuan­do se llevaban a uno para ahorcarlo, pero el DTC, Disciplinary Training Center, era un centro de rehabi­litación y reeducación por el trabajo, catorce horas al día. La obediente extenuación en el trabajo inútil era la vía hacia la clemencia y la salvación. | número 1 [ficción]

Eran sábados de resurrección todos los sábados. Todos los sábados se celebraba una ceremonia de redención y regreso al servicio activo. El cura hablaba. Desfilaba la tropa con caballos y banderas. De este calvario no bajaremos, cantaban los malditos de Dios y de los hombres, reclu­tas réprobos. El mal que hacemos nos sobrevive. El único preso civil era Pound, que miraba y oía desde su jaula para fieras. Le hicieron la foto reglamentaria, carcelaria, en mono de soldado. La fecharon: 26 de mayo de 1945. Ese día Pound miró a la cámara con ojos fieros, sínto­ma de una irritación destructora pero estéril, labios apretados y una larga, oblicua y profunda de Ira e Indignación en la frente, entre ceja y ceja. Los ojos juzgaban la ignominia a la que el reo era sometido, ignominia que revertía sobre sus torturadores infames. El cuello, al aire, estaba viejo, enflaquecido, y el pelo parecía airado también, y más blancas las sienes y la barba que veinte días antes, cuando lo llevaron al man­do del Counter Intelligence Corps en Génova. Cuando Lord Byron, por recomendación de los Shelley, llegó a Pisa en el otoño de 1821 y alquiló el Palazzo Lanfranchi en el paseo sobre el río Arno, quiso eternizar su paso por Pisa y encargó un busto al famo­so escultor Bartolini, que había esculpido a Napoleón y a la familia Bonaparte, especialista en monumentos funerarios. El busto de Byron que esculpió Bartolini le pareció horrible a Byron. Bartolini lo había retratado con cara de viejo jesuita hiperidiotizado, dijo Byron, y llamó al criado para que escondiera el busto de Bar­tolini. Contaba a los pájaros en los alambres. Oía los gritos en la explanada de trabajo y el silbato del sargen­to instructor. Sonaban tambores sin voz inteligible, sólo ronquera retumbante. Ciudad del silencio llamó a Pisa Gabriele D’Annunzio, el que le regaló un broche-pá­jaro a Olga Rudge. Los centinelas llevaban fusiles au­tomáticos Browning, y cascos, que no sirven para nada, sólo para dar valor a quien no lo tiene, dijo un preso. También servían de escupidera y de caldero. El coronel John L. Steele, jefe del DTC, Disciplinary Training Center, no estaba en Pisa cuando llegó Pound, el cri­minal de guerra, y Pound

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14 el mentidero novela

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consideró un desaire que no lo recibiera el comandante en jefe de las instalaciones, pero las órdenes de Washington fueron estrictamente cumplidas. Lo metieron en una celda o jaula de la muerte, aislado, aunque la jaula estaba abierta a los elementos. Un centinela lo vigilaba en silencio: tenía prohibido devolverle o dirigirle la palabra al prisionero solitario. Había fugas en el campo, pero en masa. De las barracas de los locos alguna vez salía hacia la alam­brada un pelotón de presos disparatados, juntos y a toda velocidad, y disparaban las torres y no escapaba nadie. Era imposible que Pound rompiera los barrotes de la jaula, a los que un especialista de los servicios técnicos soldó una rejilla y una plancha metálica para hacer más difícil cualquier intento de fuga, pero podía inventar alguna manera de matarse y eludir la acción de la justicia. Merecía un vigilante perpetuo bajo una luz perpetua. Cuando el sol se ponía, se encendía un foco, y el foco hacía la noche más negra y más honda. Las condiciones de vigilancia para evitar el suicidio eran al mismo tiempo una insistente invitación al suicidio. Escondía la cabeza bajo la manta, peligroso crimi­nal entre criminales peligrosos. Así yacían los hombres en la pocilga de la diosa maga Circe, los compañeros de Odiseo. El veneno de Circe los convirtió en cerdos. Metió la cabeza bajo la manta, empequeñecido, como un pájaro. Vestía uniforme de faena, sin correa en los pantalones, sin cordones en las botas. Así te cambian los gestos, el modo de andar, aunque andes poco, un metro y ochenta centímetros de marcha siempre y otra vez, del sur al norte, del norte al sur de la jaula. Veía más allá de los barrotes cemento y tierra baldía. Tenía el aire y el sol en los ojos. No tenía cama, ni correa, ni cordones, ni contacto verbal con nadie, salvo con el capellán católico. Estaba a la espera de volar a Washing­ton para sacar de su confusión al presidente Truman o ser juzgado. Tenía cincuenta y nueve años. Estaba es­quelético, pero se lo comían los mosquitos de Pisa. Alguna vez gemía. Lo vieron leer a Confucio. Miraba el paisaje, boxeaba con su sombra, jugaba partidos de tenis imaginarios, otra vez con Hemingway en París, o con el farmacéutico de Rapallo,

en el Club de Golf, todos los días, a las tres de la tarde, antes de su captura. Hemingway en París le enseñó boxeo. Se veía como Mussolini en la jaula de la leona, la foto dedicada a Olga Rudge. Alguien lo vio, un médico del campo, como una "Las condiciones de vigilancia pantera en su jaula de circo, arripara evitar el suicidio eran al ba y abajo. Ejercitaba los músculos faciales: era capaz de muecas ex- mismo tiempo una insistente traordinarias. Se sentaba, y no pa- invitación al suicidio". raba de hablar solo, y callaba por fin hasta lanzar un zumbido o rugido o murmullo o canto que no acababa nunca, nada articu­lado, ni palabras ni zumbidos, sonidos casi de ventrí­locuo, como si un poder extraño le farfullase en el pecho un lenguaje no humano que le subía a la cabeza. Un guardián sintió lástima y le dio un toldo para que se protegiera del sol, del viento y de la lluvia en la hú­meda llanura pisana. Las palabras en la cabeza tenían el orden del vuelo de los mosqui15 tos. El sol de junio era violento, y, muy cerca del mar y a nivel del mar, de noche la neblina daba frío. A Shelley, de riñones débi­les, un méel espía Justo Navarro dico, una eminencia de la época, le recomen­dó el clima de Pisa, lejos de los inviernos extremos y los tórridos veranos florentinos. Pasaban sobre la jaula inocuas nubes estratiformes, no las nubes espléndidas de Rapallo y Zoagli, sólidas y suaves, fijas en el aire, escultóricas, que ni siquiera los bárbaros y sus aviones pudieron destruir. Las nubes de Pisa eran irregulares y de repente se convertían en un aguacero caprichoso. Una tarde estalló la tormenta, hubo rayos y truenos nocturnos en la segunda semana de junio, y el enjau­lado soñó con máquinas de escribir hinchadas, teclean­tes, deformes, toc, toc, toc. Le dieron dos mantas más, un libro, un misal de los Padres Paúles, revisado palabra a palabra y hoja a hoja por los servicios de contraespio­naje. Le habían dejado un libro suyo, desde Génova, porque lo creyeron un libro santo, el libro de su religión, Confucio, con un nombre, Angelo Bussoli, escrito a mano en la primera página, y el diccionario de chino, y la semilla de eucalipto que recogió en el camino a Zoagli la mañana en que lo detuvieron dos partisa­nos. [ficción]

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"Lo sacaron de la tumba Dos semanas y media después llegar al DTC, Disciplinary Trade hierro el 18 de junio, un de ining Center, el prisionero Pound domingo, y, al cabo de tres se hundió, o se desintegró, desdías, poco a poco resu­citó atados los cordones y la correa, sin otra vez". corbata, y los guardias avisaron al

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puesto médico. Se cumplían veinte días de vida en la jaula cuando lo examinaron dos psiquiatras. El prisionero declaró haber sufrido un encantamiento la semana anterior, por el sol. No podía concentrarse. La jaula era estrecha, no tenía dónde meterse, y le daba miedo la puerta, el candado. Le preocupaba la posibilidad de olvidar algunos mensajes que quisiera transmitir. Sen­tía un agujero en lo alto de la cabeza. Por ahí se iba la memoria o se filtraba la amnesia. El capitán psiquiatra Fenner descubrió síntomas de agotamiento nervioso extremo, pero no vio al preso especialmente perturba­do. No era un paranoico. No sufría alucinaciones. Sentía claustrofobia, ataques de pánico en la jaula de dos metros. Bajo las mantas sentía lo mismo que el mayordomo de Lord Byron en el palacio de Pisa, gran palacio, como para un regimiento, con mazmorras subterráneas y celdas excavadas en los muros, y lleno de fantasmas. El mayordomo sentía pánico a los fan­tasmas. Muy instruido, rogó que lo cambiaran de ha­bitación, y luego rehusó ocupar su nueva habitación porque tenía aún más fantasmas que la otra, y los más extraordinarios ruidos, terroríficos para los criados e incómodos para los señores. Pero el preso Pound era amable, afable, cooperador, errático, de buena memo­ria a pesar del agujero en lo alto de la cabeza. Hablaba mucho. No hay muestras de psicosis, neurosis o psico­patía, dijeron los psiquiatras del campo de concentra­ción de Pisa. Al capitán Baer le dijo lo que sentía: momentos de confusión, desesperación y angustia, y mucho cansancio, aunque en la jaula no podía mover­se. Baer vio al viejo prisionero en peligro de derrum­barse. Recomendó el traslado urgente a América o a alguna institución más adecuada para la situación. El psiquiatra jefe mayor Weisdorf dio por terminados los

reconocimientos proclamando que Pound estaba en excelentes condiciones físicas. Su discurso era errático, pero defendía con energía su carrera en la radio inter­nacional. No había síntomas de psicosis en los ojos espantados, las cejas hacia lo alto, congeladas y espás­ticas, a causa del calor y la luz. Lo sacaron de la tumba de hierro el 18 de junio, un domingo, y, al cabo de tres días, poco a poco resu­citó otra vez. Lo trasladaron a una tienda grande y piramidal, para oficiales delincuentes, en la zona de la enfermería. Fue un ascenso: ahora era un criminal aristócrata. Tenía tela metálica contra los mosquitos en las ventanas, y estaba rodeado de gráficos y mapas con manchas de café. Un olivo se alzaba frente a la tienda. Como un reflejo del agujero mental de Pound, la pirá­mide de lona se abría al cielo en el techo. Se veían mariposas, blancas en junio, y estrellas. La tienda era un observatorio astronómico. Besó la tierra después de dormir sobre cemento, bendita Italia.

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oesía [a puro verso]

página 19 La Huasteca, Santa Catarina N.L Erick Estrada Bellmann | número 1

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Faik

Antonio Gamoneda*

Te reconozco aunque te escondas bajo la piel del ébano. Finges amor hasta crear un verdadero amor y ahora estás amando en mí. Te reconozco.

Has retornado a mis venas. Es sospechosa tu dulzura, tan semejante a cuando vendías luz y [mentiras sagradas.

Gimes como un perro herido en el interior de mi pecho. [¿Recuerdas cuando te acostabas sobre mi corazón? Ahora, insomne en la muerte, has venido a comprar mis ojos. Así es tu causa, tu astucia kurdistana.

Te reconozco en tu negación. En las tardes inmóviles, entrabas en ti mismo y te ocultabas en un temblor de párpados al advertir la proximidad de los pájaros incandescentes que anidan en tus celdas cerebrales. La locura se abría en ti como una flor. Vi sus pétalos negros. Sucedían tus accidentes: el estertor de tu máquina invisible y, colérica y una vez más, la dulzura.

20 a puro verso

Buscas tus documentos incestuosos, tus profecías en la virtud [de la epilepsia y aquellos códices de la sabiduría que permite ser feliz en el fuego.

Crujías bajo mis manos pero era inútil la misericordia articular. [Crujías atravesado por una música amarilla. Y gritabas. Gritabas hasta que tus gritos creaban el amanecer. Eras intocable como un sable indeciso sobre una mujer que llora. Cuando despertabas, te envolvías en una gran sábana. Volvías a ti mismo y tus heces adquirían en ti la perfección intacta de la luz.

ANTONIO GAMONEDA. Nació en Oviedo, en 1931. Por mucho tiempo fue un poeta oculto y admirado por sus colegas. Todo cambió cuando en 2006 recibió el Premio Cervantes. Ese mismo año fue galardonado con el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y el Prix Européen de Littérature. Es uno de los poetas fundamentales de la literatura española contemporánea. Su obra se caracteriza por su rigor y simbolismo, y ha sido traducida a trece lenguas de Europa, Asia y África. Entre sus libros de poemas se cuentan Libro del frío, Lápidas, Arden las pérdidas, Cecilia y Libro de los venenos. El presente poema, aún inédito, fue cedido directamente por el maestro Gamoneda.

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Tú acuñabas monedas únicamente válidas en los mercados de frutos y tinieblas, pero tú no adquirirías otros frutos que los que arden en el [cuerpo de tus hermanas y también y tan sólo tinieblas maternales. Ah los frutos y las tinieblas en tus manos,

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Faik Hussein. Iraquí de ascendencia kurda, fue torturado en los primeros años 70 por la policía que comandaba el entonces vicepresidente Saddãm Hussein. Logró huir, pero afectado por una epilepsia de origen traumático. Estudió Bellas Artes en España y residió en distintos países de Europa y América. Anualmente buscaba el encuentro con su madre y sus hermanas en Siria. Como poeta, dibujante y grabador, su creación, tejida con sus enloquecidas convulsiones, se confundía con la genialidad. Amaba compulsivamente el dinero y las mujeres. Vivió finalmente en USA. Durante algún tiempo hizo el dibujo de primera página de The New York Times, que lo expulsó a causa de una viñeta de signo antisionista. Murió en Nueva York en el año 2005.

[poesía]

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mercantilmente triste o accidentalmente vivo en Nueva York o en Nasría. Eres bello y horrible. Tú me induces al adulterio con cuerpos [desollados y a la fornicación sobre la púrpura. No puedo abandonarte, sin embargo, a tu propia inclemencia: tú estás soñando mis sueños y amas en mí lo que no es tuyo. Has abrevado en manantiales ciegos y te has erguido en la [demencia. En rigor, no te necesito: hay suficiente impureza en mi corazón. Pero tú eres mi sacramento negro, la última sustancia de mis venas.

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six feet under

Myriam Moscona *

Llamaron esta mañana para ofrecerme un servicio funerario ¿No sabe usted que soy inmortal como dijo Mark Twain casi al morir vistiendo su traje doctor honoris causa en lino blanco? Un poco antes del retiro dio un paseo meciendo los ojos por los enormes ventanales de su casa en Connecticut

23 six feet under Myriam Moscona

MYRIAM MOSCONA. Nació en Ciudad de México, en 1955. Es una poeta mexicana de origen sefardí. Entre sus libros se cuentan Último Jardín, Las visitantes, Las Preguntas de Natalia, El Árbol de los Nombres, Vísperas, Negro Marfil, El que Nada y De Par en Par. Publicó también De frente y de perfil, Semblanzas de Poetas.Tradujo, en colaboración con Adriana González Mateos, La Música del desierto, de William Carlos Williams, labor por la que obtuvo el Premio Nacional de Traducción de Poesía en 1996. En 2006 obtuvo una beca Guggenheim.

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Afuera notó la presencia de un pájaro con plumas color café con leche: un pájaro cualquiera

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No era mensajero ni loro africano era solamente un pájaro sucio mojado por la lluvia que Mark Twain vio caer tras los enormes ventanales de su casa en Connecticut Al recostarse le pidió a su ama de llaves una infusión de ajenjo que sorbió mojando sus bigotes blancos Bebió y en un desliz habló con ella: dormido Todo eso le conté al agente funerario que llamó esta mañana

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para ofrecerme una caja donde guardar una mortalidad tan pasajera como la lluvia que caía en Connecticut la tarde que murió Mark Twain El agente quedó perplejo ante la historia de Samuel Langhorne Clemens verdadero nombre de quien volvió a su casa en Redding Connecticut antes de morir el 21 de abril de 1910 No quise agregar más: es mejor tener la boca cerrada y parecer estúpido que abrirla y disipar la duda como dijo Mark Twain mucho antes de morir en una tarde lluviosa recostado frente a los enormes ventanales de su casa en Connecticut

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adiós a Emily Dickinson Myriam Moscona

hasta que el Musgo nos llegó a los labios y cubrió nuestros nombres – E.D. Abajo del vestido la piel blanca muy delgada donde solía pintar con tinta china una palabra ilegible

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Por las tardes salía a ver avances de la cesta que arriba de los arces habían dejado esos pájaros moteados Le gustaba cernir la harina sobre un plato negro y escribir con la harina esa misma palabra de su piel blanca muy delgada Usaba un pañuelo

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ritual de encajes negros con el hilo desgastado Era el pañuelo que usaban las mujeres de familia para los rezos de los muertos

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Lavinia -la hermana menordijo haberla visto con el pañuelo ritual de encajes negros cubriéndose la cara -mutandocomo lo hacían las mujeres para rezarle a sus muertos Cuando la nieve ya era lodo y los nidos de los pájaros [poesía]

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comenzaban a tejerse murió emily dickinson con la mano izquierda sobre el nombre pintado Su casa se deshizo de adentro hacia afuera

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Quemen esas rimas la cesta el musgo mis labios

El 15 de mayo a los 55 la señorita emily cubierta por un largo camisón apretaba con la izquierda esa palabra

Hualahuises, N.L. Erick Estrada Bellmann

Al fin y al cabo apenas poco: tan sólo un nombre ilegible

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páginas de espia Justo Navarro

Hualahuises, N.L. Erick Estrada Bellmann

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alabanza de la máscara ALBERTO SALCEDO RAMOS *

d rónica [la pura verdad]

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igámoslo sin rodeos: los seres humanos creamos el carnaval para legitimar el derecho a disfrazarnos y, de ese modo, descansar un rato de nuestros propios rostros. Ricardo Rodríguez podría suscribir tal hipótesis. Durante 361 días al año es un peluquero introvertido que paga oportunamente los servicios públicos y expresa su homosexualidad de manera moderada. En los cuatro días de la fiesta, animado por la disolución de las normas sociales, se transforma en una hembra bullanguera de ancas grandes. Entonces, ataviado con su pollerón de vendedora de frutas – la piel ennegrecida con betún, los labios pintarrajeados de morado – recorre las calles zarandeando el cuerpo al ritmo de la cumbiamba.

Alberto Salcedo Ramos Nació en Barranquilla, en 1963. Es autor de cinco libros de periodismo narrativo, entre ellos El oro y la oscuridad: La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé y La Eterna Parranda, su más reciente libro, que ya cuenta con dos ediciones. Ha publicado en revistas de Colombia y otros países. Algunas de sus crónicas han sido traducidas a otros idiomas. Maestro de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Ha ganado varios premios de periodismo, entre otros, el Rey de España, el Premio a la Excelencia de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) y el Simón Bolívar de Colombia, en cinco ocasiones.

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Al maquillarse y enfundarse en su falda larga, Rodríguez se pone a tono con la picaresca típica del Carnaval de Barranquilla. Y se emancipa del papel de sujeto apocado que le impone la rutina. Curiosamente, la mujer negra en la cual se convierte, aunque es un personaje construido para la farsa, le permite cumplir un deseo reprimido desde la infancia. Las caretas – ya lo decía Oscar Wilde – resultan a menudo más reveladoras que las caras. Quienes las usan no se encubren: se muestran. Todo ser enmascarado está habitado por la criatura a la cual pretende imitar con su disfraz. La oruga arrinconada que es Ricardo Rodríguez durante sus días de peluquero contiene a la mariposa expansiva en la que se transmuta cuando empieza la fiesta. En tiempos de carnaval es común volverse lo contrario de lo que se es: el mendigo se viste de rey, el timorato blande una espada, el virtuoso se pervierte, el lampiño se torna barbudo, el conejo ruge como león. El hombre que adopta un rostro ajeno no renuncia al suyo propio: tan solo lo reafirma. Esto es posible porque el artificio, en la medida en que distorsiona la apariencia física, deja al descubierto las fantasías más íntimas. Ahora bien: al enmascarado le importa poco que sus pasiones secretas se transparenten a través de la careta, pues a fin de cuentas lo único que él quiere esconder es su fachada. Escudado en el capuchón, el hombre adquiere el anonimato necesario para desinhibirse y realizar, impunemente, ciertos actos que no se atrevería a realizar si tuviera el rostro descubierto. Para empezar, puede confrontar, como ya dije, a sus demonios interiores. Asumirlos, sacarlos a flote. Puede, además, denunciar al jefe corrupto, festejar el traspié del vecino arrogante, desear a la mujer del prójimo. El disfraz libera y, después, concede licencia para la transgresión. El tigre de Bengala y la osa malaya que en el baile de máscaras se acarician impúdicamente, quizá sean dos conocidos nuestros que se aprovechan de la ocasión para cometer a mansalva una infidelidad. Como en las fiestas dionisiacas de los griegos, en el Carnaval de Barranquilla mucha gente falsifica su identidad para pecar sin preocuparse y, en consecuencia, alcanzar la purificación.

Entre los disfraces ingeniados por los barranquilleros con el propósito de camuflarse, ninguno tan hermético como el de “Monocuco”. La ancha túnica de satín borra las formas del cuerpo, por lo cual es imposible saber si quien va adentro es un hombre "El hombre que adopta o una mujer. Luego, para tapar el rostro, están un rostro ajeno no la capucha y el antifaz. Según la leyenda, este renuncia al suyo propio: disfraz fue hecho a la medida de los señores ritan solo lo reafirma". cos que se adentraban en los barrios marginales de la ciudad para retozar en el catre de algunas muchachas pobres. Había que proteger el anonimato costara lo que costara, y tal vez por eso es que el “Monocuco” lleva en las manos, desde sus orígenes, una vara para espantar sin contemplación a los indiscretos. Al atrincherarse en el traje de “Monocuco”, el individuo se siente seguro, invulnerable. Tan especial ha sido este disfraz para el imaginario colectivo, que los jerarcas de la Real Academia de la Lengua Callejera lo establecieron 35 para denotar el estado anímico de quien se considera a salvo. No es gratuito que cuando a un barranquillero de la vieja guardia se le prealabanza de la máscara gunta si todo en su vida marcha bien, responda: Alberto Salcedo -- Sí, todo bien, todo “Monocuco”. Ramos

❧ La careta y el ropón de raso son tan solo la expresión material del disfraz. Pero más allá de tales piezas, el carnaval es una gran mascarada. En los cuatro días que dura la fiesta todo se vuelve simulación, parodia. Subvertido el orden del Universo, los preceptos son letra muerta. La vida es entonces una chifladura monumental en la cual se tornan normales los sucesos que durante el resto del año resultarían inauditos. La gallina hostiga al zorro, el pez chico se come al grande, el simio se aparea con la jirafa, el blanco se cimbrea con el tambor del negro, el mendigo corteja a la princesa, la monja conduce una ambulancia, los policías llegan a tiempo, el magnate paga sus impuestos, el constructor responde por las casas que vendió y que luego se desmo[crónica]

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ronaron, Bill Clinton es el marido más fiel, Hugo Chávez gana el casting para reemplazar a Cantinflas, Tarzán se casa con Chita, Batman y Robin admiten que son amantes, El Coyote captura por fin al Correcaminos, Supermán sobrevive a la kriptonita, don Ramón le devuelve la bofetada a doña Florinda. La alteración del orden preestablecido obedece, en parte, a la intención de hacer reír a la gente, lo cual se consigue, frecuentemente, mediante los retruécanos más simples: el patrón anda a pie mientras el jornalero conduce el Ferrari; el butifarrero es un mujeriego infalible en Hollywood mientras Brad Pitt suda la gota gorda vendiendo empanadas en el Paseo Bolívar. En ocasiones la hilaridad del público no se logra trastrocando el destino acostumbrado de los elementos sino exagerando, mediante la representación cómica, los mismos sucesos de siempre: Atlético Junior no puede poner en práctica la prueba de alcoholemia, porque sus indisciplinados jugado36 res se encuentran tan atiborrados de licor que la sangre se les evapora en las jeringuillas. También hay comedias sobre los arroyos que la pura verdad en las épocas de lluvia atormentan a los habitantes y sobre el tendero de barrio que adultera la báscula. De repente, los problemas cotidianos, enfocados desde la perspectiva de la burla, ya no provocan El carnaval es eso, penas sino jolgorio. El carnaval es eso, preciprecisamente: un samente: un acontecimiento en el cual se susacontecimiento en el cual pende el tiempo de los lamentos y se desata se suspende el tiempo de el del gozo. Sin embargo, va mucho más allá los lamentos y se desata el del mero hedonismo: abre espacios para que del gozo". el pueblo exprese su inconformidad y ejerza el derecho a la crítica. Las calles, transformadas entonces en un inmenso teatro al aire libre, permiten escenificar el saqueo de las arcas públicas, señalar al político bandido. No es casual que las marimondas, esas figuras socarronas de narices fálicas y orejas de elefante, hagan sonar sus estridentes pitos – conocidos con el gráfico nombre de “pea pea” – justamente cuando se tropiezan en el camino con ciertos personajes nefastos de la ciudad. | número 1 [crónica]

El carnaval es una mascarada de principio a fin – dije – porque en él todo se vuelve disfraz, incluso el lenguaje. Antes y después de esta fiesta, la palabra “asalto” es sinónimo de “atraco a mano armada”, y tan solo se usa para hablar de la inseguridad urbana. En carnaval significa que algunos amigos han invadido sin previo aviso la casa de un compañero, para realizar una pachanga. Antes y después de esta fiesta, un “decreto” es un comunicado que oficializa cierta decisión – casi siempre fastidiosa – del gobernante de turno. En carnaval es el discurso jocoso que pronuncia la reina para contagiar de alegría a sus conciudadanos. Durante estos cuatro días de arrebato colectivo la realidad entera, con todos sus seres y enseres, resulta trocada por la farsa: se enmascaran los rostros, se camuflan los cuerpos, se transforma el idioma. El cosmos, en términos generales, queda envuelto en una gran máscara que lo distorsiona. Los seres humanos apelan a esta ficción para ayudarse a soportar los desencantos de su realidad cotidiana. Inventamos las novelas para poder resistir las noticias. Bien decía Francois de la Rochefoucauld, en uno de sus célebres epigramas, que ni el sol ni la muerte se pueden mirar fijamente. El carnaval le permite al hombre darles una ojeada oblicua a sus propios conflictos. El zapato que nos aprieta a lo largo del año, al ser puesto de revés durante los carnavales se convierte en motivo de risa. Lo que antes era congoja, en carnaval es argumento para la picaresca. Entonces nos resulta posible contemplar el sol sin encandilarnos. Con la muerte sucede lo mismo: antes de la fiesta aparecía en nuestros pensamientos como una señora hosca y temible; ahora es un personaje juguetón que se entrevera con nosotros, sin intimidarnos, en cada desfile callejero. Por eso el carnaval es catarsis. Nos depura, nos alivia. Nos predispone para enfrentar, con las energías renovadas, los 361 días de rutina que comenzarán el Miércoles de Ceniza, veinticuatro horas después de la conclusión de la fiesta. Cuando nos quitemos las caretas y descorramos la gran máscara que le pusimos a nuestra propia realidad, nos toparemos de frente con las mismas contrariedades de siem-

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pre: la intolerancia, el desamor, las deudas, las tareas aplazadas, las fragilidades del cuerpo, los pesares del alma, los miedos. Menos mal que dentro de un año, cuando nos enfundemos de nuevo en nuestros disfraces, la vida volverá a ser una fiesta. Descansaremos de nuestros rostros, convertiremos a la muerte en una marioneta inofensiva y nos animaremos a contemplar el sol que, a pesar de todo, todavía brillará para nosotros.

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Juan Villoro

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POR

Juan Villoro estuvo obsesionado con el deporte desde niño. Fue aficionado a casi todos las disciplinas conocidas en el planeta. No contento con fundir la boletería y la televisión de su casa, el forofo fue extremo derecho de la reserva especial del equipo de fútbol mexicano Pumas, y después se hizo jugador de la preselección olímpica para el equipo de ping pong azteca. Nunca dio el salto definitivo en ninguna de las dos. Pero tampoco se amilanó ante el fracaso: el fanático cubrió tres mundiales como periodista, y nunca dejó de apoyar al Necaxa, el equipo de su barrio, mejor conocido por el continuo sufrimiento al que somete a su fiel fanaticada (más de medio siglo sin ganar y dos descensos a segunda división, hasta la fecha). Pero ésta quizás no sea la mejor entrada para presentar a Villoro. Recapitulemos:

JUAN VILLORO Este escritor mexicano se ha convertido en referencia obligada de ambientes literarios y periodísticos de Iberoamérica. Premios como el Herralde de Novela por su libro El testigo y amistades con escritores como Jorge Pitol, Enrique Vila-Matas o Augusto Monterroso lo sitúan en el parnaso intelectual del idioma español. Sus crónicas, perfiles, reportajes, columnas y ensayos suelen mezclar sus conocimientos eruditos con buena parte de la cultura pop y deportiva de la que también es experto. Esto, lejos de convertirlo en un outsider literario, ha hecho de su propuesta algo digno de respeto.

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Juan Villoro estuvo obsesionado con el rock desde niño. Fue aficionado a casi todas las bandas del planeta. No contento con fundir la boletería y la televisión de su casa, el forofo fue disc jockey, comentarista de discos y habitual gurú de las estridencias. Nunca dio ningún salto al humo y al neón, aunque en un momento llegó a ser un talibán del desenfado lleno de cuero y baquetas. Pero tampoco se amilanó: entrevistó a Mick Jagger, conversó con Peter Gabriel y relató cómo un soldador mexicano armaba la tarima para los Stones. Pero ésta quizás tampoco sea la mejor entrada para presentar a Villoro. Recapitulemos por última vez: Juan Villoro estuvo obsesionado con la literatura desde niño. Fue aficionado a casi todos los buenos libros del planeta. No contento con fundir las librerías y bibliotecas de su ciudad, el forofo se hizo reportero, cronista, cuentista, novelista, dramaturgo, traductor, guionista, ensayista y profesor. Está en lo que parece ser su salto definitivo en casi todas las disciplinas. Ha tenido éxito, no tiene porqué amilanarse: Premio Herralde de Novela, Premio Xavier Villaurrutia, Premio Antonin Artaud, referencia periodística y cita socorrida de párrafos que buscan gasolina ajena. En persona, Juan Villoro resume sus querencias y pasiones. A sus 52 años, y con casi dos metros de estatura, es un tipo atlético que parece estar en buena forma. No cuesta imaginarlo corriendo detrás de un balón sobre un terreno de césped. Tampoco, barbudo, como el baterista de repuesto de Led Zeppelin o como el quinto integrante de Crosby, Stills, Nash & Young. Quizás ahora, vestido de saco, pulcro y educado, recuerda a un profesor de alguna reconocida escuela de Letras.

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❧ A los 15 años de edad a Villoro le cayó en las manos un libro del escritor José Agustín, De perfil. La historia le caló hondo y logró en él dos de las máximas que ha repetido como mantras: ganar a alguien [corototeca]

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para la literatura y el lector ideal es el que hasta ese momento no ha leído un libro por gusto. “Esa novela trata de un muchacho que tiene 15 años como los que yo tenía en esa época, que vive en un barrio muy parecido al mío, que al igual que yo no sabía qué hacer con su vida, que sus padres se estaban divorciando como sucedía con los míos en ese momento y que se liga a una cantante de rock que me hubiese gustado tener –confiesa Villoro. De modo, que fue una lectura en espejo. Me identifiqué con ese personaje, que no tiene un nombre en la novela, y que pensé que José no se lo había puesto para que no me reconocieran. Yo me sentía él. Al leer ese libro me habían raptado. Fue un secuestro para la literatura porque sentí que estaba dentro de ella, que mi mundo, que me parecía absurdo, aburrido, anodino, indigno de ser contado; de repente, podía adquirir forma narrativa, si me animaba a narrarlo como José Agustín. Entonces, me quedé atrapado en esa prisión y no salí nunca más. Por eso digo que escribo por incapacidad de hacer otras cosas, y luego por una especie de síndrome de Estocolmo. Para mí es la vocación definitiva”. Juan Villoro cree que, de algún modo, se había preparado con mucha antelación para la literatura. Desde niño entendió que tenía cierto don porque para entonces ya le gustaba el lenguaje; además, de contar historias. “Yo tenía esa tendencia, que se reforzó mucho cuando estuve por nueve años en un colegio germano. Allí caí en el grupo de los alemanes, y llevaba todas las materias en ese idioma. Sólo pude hablar mi español en la clase de Lengua Nacional. Esta educación tan extraña hizo que nada me gustara tanto en el mundo como el castellano. El no poderlo utilizar en mi escuela, el tener otro idioma que era más difícil, el aprender primero a escribir en eso

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que nadie hablaba en mi familia, me sensibilizó mucho al español como un lenguaje castigado. Al mismo tiempo era el de la libertad, el patio, el recreo, la calle… Allí cobré un amor y gusto especial con un idioma que perdía en clases. Luego reconozco que las crónicas deportivas de Ángel Fernández fueron capitales. Él reinventaba los partidos y hacía que el encuentro más aburrido fuera como la toma de La Bastilla. Me aficioné a su estilo de narrador. No sabía que eso tenía que ver con la literatura. Ahí está el germen de todo, mi gusto por el idioma, por relatar”. Ese gusto por relatar se le ha desarrollado con los años. Juan Villoro es un tipo inquieto, hambriento de conocimientos, sin importar si van de lo más encumbrado de la cultura hasta las barriadas más zafias de lo coloquial. Por eso, para hablar de un concierto recurre a Proust o Kafka; para explicar un partido se asienta en Homero; y para elogiar a un aparato como el Ipod pareciera estar ensalzando el último cuento rescatado de Chéjov. Da la impresión de que nada le es ajeno. Con mucha maña sabe mezclar el champán francés con el taco mexicano. “¿Qué si existe un género que se me resista? –repite ante una interrogante que enumera sus incursiones literarias: reportaje, crónica, cuento, novela, teatro y ensayo. La poesía me es inaccesible. La primera definición que yo haría de mi trabajo es que sólo escribo en distintos formatos de prosa. Ni siquiera sería capaz de traducir un verso, y muy escasamente los he comentado. Eso sí, aunque no me considero una autoridad reconozco que soy ávido consumidor de poesía. Hay un verso de Carlos Pellicer que me gusta mucho: el verde se alimenta de amarillo. Creo que la prosa se nutre de poesía. Es esencial leerla para escribir. Ahora bien, dentro de los géneros de la prosa, todos me resultan difíciles. Lo que más me gusta son las distintas resistencias y desafíos que me ofrecen”.

La primera definición que yo haría de mi trabajo es que sólo escribo en distintos formatos de prosa".

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un libro que quiere ser medianamente bueno debe tener unas 400 horas de soledad, no 100 años". 44 entrevista

Una de las anécdotas que más sobresalen de Villoro tiene que ver con su compulsión por leer. En alguna ocasión llegó a decir que los primeros libros a los que recurrió eran de la editorial venezolana Monte Ávila, y sus razones eran de peso. “Sí, gracias a ese sello, leí por vez primera a Harold Bloom con La angustia de las influencias; a Francis Ponge con Parte de las cosas; a Michel Turnier con Viernes o los limbos del Pacífico; a Guillermo Sucre con La máscara, la transparencia, una extraordinaria revisión de la poesía latinoamericana. Venezuela también llegó a México con el grupo teatral Rajatabla y con la pintura de Jacobo Borges. Siempre digo que esa nación y la mía vivieron una etapa de bastante optimismo en los años 60 y 70. Eran dos países que tenían una visión de modernización parecida, impulsada por el petróleo. Había una utopía de hacer grandes ciudades. Algunas cosas que sucedían en Venezuela tenían un correlato bastante interesante en México. Me acuerdo de las ediciones que salían en nuestras naciones, y al día de hoy son superiores a las de ahora. Tenían un grado de independencia más grande, respecto al mercado español, con novedades muy significativas”. Juan Villoro había cumplido algunos compromisos en Guadalajara. Estuvo a punto de apadrinar una colección de libros de la Universidad Autónoma de Nuevo León, habló de los escritores venezolanos Adriano González León y Eugenio Montejo y presentó su título más reciente, De eso se trata, una colección de ensayos literarios, que abarcan desde Goethe y Borges hasta Onetti y Lowry. Aunque aún no llevaba cumplida la mitad de sus actividades, se le veía con una disposición de cadete primerizo. Un periodista mexicano, el enésimo sorprendido por su aguante, había dicho horas atrás: “es que ese vato es muy disciplinado”. Y Villoro no le quitó razón cuando, al abrir su habitación, respondió la socorrida pregunta ¿de dónde saca tiempo para escribir?

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“¡Esa es la cosa! Si uno viaja tanto, y habla tan a gusto como ahora, no se puede escribir. Si un libro quiere ser medianamente bueno debe tener unas 400 horas de soledad, no 100 años –comenta con una mezcla de sorna y seriedad. Conseguir eso es muy difícil”.

❧ En el ascensor, Juan Villoro conversa sobre algún tema de actualidad. El más candente para el momento tiene que ver con la designación de Diego Armando Maradona como director de la selección argentina de fútbol. El escritor se muestra interesado con la noticia. En su primer partido como estratega de la oncena, el Pelusa había ganado delante de un estadio que rebosaba euforia. “Fíjate que me parece muy interesante y arriesgado por parte de Maradona –dice. Es muy valiente para ponerse como director técnico del equipo de su país. Creo que estamos delante de otra forma que él tiene de aniquilarse, pero sin lograrlo. Diego ha tratado de destruirse a lo largo de toda su vida y aquí busca ponerse en entredicho nuevamente. Hay gente que no se arriesgaría de esta manera. Lo cierto es que hay miedo en Argentina, pero es por cariño al propio Diego. No quieren que le salga mal y se aniquile. También, si le va muy bien, puede caer en la adicción”. Aunque en sus libros Safari accidental, Los once de la tribu y Dios es redondo deja constancia de su gusto hacia la cultura pop, el rock y el fútbol, en la entrevista Villoro finge cierta indiferencia. No se le ve tan apasionado como cuando habla sobre literatura. “El fútbol y la música son dos cosas que me han acompañado de diferente manera -puntualiza. Fui un aficionado que practicaba deportes, pero que se quedó en el límite por no tener condiciones para ser profesional. La [corototeca]

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devoción por el deporte se fue diluyendo, porque, si no, no haría otra cosa que verlos todo el día, y ahora más con la televisión satelital. Así que he reducido todo al fútbol, que es esencial para mí porque es más que un deporte: es una forma de convivencia. Sólo en momentos excepcionales veo béisbol, basquetbol o alguna otra cosa”. Sobre esta religión hacia el balón y la grama, mucho se ha escrito. Son conocidos los libros de cuentos, las novelas, las historietas, las canciones y los análisis sobre el arte de chutar una pelota. El mismo Villoro tiene páginas y páginas escritas con estadios, porterías y barras bravas como protagonistas. Son conocidas las entrevistas que llegó a realizarle al argentino Jorge Valdano, uno de los jugadores con mayor cultura en la historia del balompié. —Valdano ha dicho que el fútbol no tiene aún a su gran autor, como sí sucedió con Ernest Hemingway y la fiesta brava. ¿Comparte esa opinión?

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Hasta ahora he logrado traer nuevos lectores a través de la literatura infantil. Me siento contento cuando hay niños que arrancan a leer con un libro mío". | número 1 [corototeca]

—Yo creo que Valdano tiene mucha razón, pero si pensamos en la ficción. Es muy difícil imaginarse una grandísima novela de fútbol. En cambio, sí podemos reconocer buenos cuentos sobre el tema, como los de Roberto Fontanarrosa, Osvaldo Soriano y el mismo Jorge Valdano. Esto sucede porque el fútbol está muy codificado. Es decir, puede haber buenas novelas como Fiebre en la gradas de Nick Hornby, pero es muy difícil compararla con obras verdaderamente grandes en la historia de la literatura. —¿Por qué sucede eso?

—Porque el fútbol llega narrado. Cuando hablamos de un partido, la gente ya tiene muchas leyendas y mitologías en sus cabezas. Es difícil encontrarle un ángulo que no se haya dicho y lo reinvente. Y eso es lo que debe hacer una buena novela. No necesita centrarse en entregar sólo una crónica de la realidad. Se puede re-

crear una historia interesante sobre la corrupción en un club o una en plan policíaco. Sin embargo, la esencia del fútbol va más allá de eso. Un escritor de peso puede reinventar la realidad, pero no se mete con algo que está tan reelaborado como este deporte. Eso pasa puesto que ya te llega comentado. Por eso se presta tanto para la crónica, porque ésta es volver a relatar lo ya sucedido. Es más fácil contar la guerra de Troya que inventarse otra, ¿no?

❧ Al momento de hablar sobre la crónica, Villoro se inspira y cae en la literatura. Comenta la ilusión de “inventar” nuevos lectores, saber que existieron autores capaces de escribir en clave borgiana, kafkiana o shakesperiana. Para el mexicano ellos crearon una manera de no sólo leer su obra si no la realidad. “Inventar este tipo de lectores es una cosa extraordinaria –dice con entusiasmo. Hay buenos escritores que no lo logran, si no que reproducen los sistemas anteriores. En menor medida hay otros, como Graham Greene, que plantean otras maneras de enfrentar lo que conocemos: con enigmas morales en situaciones que parecen repudiarlos, pero que él introduce en la cotidianidad… No sé, la melancolía de Pessoa es otro ejemplo. Vas por las calles de Lisboa y sientes que lo estuvieras leyendo, porque ya te acostumbró a ese descubrimiento. Me encantaría poder llegar a eso, aunque sea en menor medida. Hasta ahora he logrado traer nuevos lectores a través de la literatura infantil. Me siento contento cuando hay niños que arrancan a leer con un libro mío”. Superado el inciso, Villoro vuelve a la crónica. A ésta, que definió como el ornitorrinco de los géneros periodísticos, siente que se [corototeca]

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Muchas veces los sucesos, y en especial los latinoamericanos, tienen una apariencia absolutamente inverosímil". 48 entrevista

le debe entrar de manera vocacional. Cree que hay que dejar que la experiencia llegue antes de arrancar de lleno. Para los efectos, ilustra su máxima con un ejemplo del escritor británico Bruce Chatwin, conocido por sus relatos de viajes: en una excursión africana, un grupo de cargadores, de repente, se detiene y pone los bultos a descansar sin haber llegado al punto final del trayecto. Un hombre blanco se desconcierta, pregunta por qué se han frenado. Obtiene como respuesta: están esperando a que sus espíritus los alcancen. “A veces, el cuerpo llega antes que el espíritu -subraya. Eso pasa con el cronista latinoamericano. Hay que dejar los bultos y esperar a que venga el alma, para ver si sale una crónica”. —¿Y el pacto con el lector sucede con la crónica como con la ficción?

—Desde luego que eso también sucede con la crónica. La realidad no tiene por qué ser creída, aunque haya ocurrido de ese modo. Muchas veces los sucesos, y en especial los latinoamericanos, tienen una apariencia absolutamente inverosímil. Juan Villoro vuelve a la cultura pop. Atrás quedan Borges y Shakespeare, para confesar una de sus lecturas predilectas cuando contaba 14 años de edad: la revista Duda. La publicación era de medio pelo, pero de un gran interés desde un punto de vista morboso. Sus temas se centraban en los ovnis, lo ultraterrenal, las profecías y otros enigmas. El lema del magacín aún lo lleva grabado en la mente como si fuera el Padre Nuestro: Lo increíble es la verdad. “Eso nunca se me olvidó, porque en la realidad latinoamericana lo verdadero es lo que no podemos creer. Incluso establecemos hipótesis conspirativas para hacer verosímil algo que no tiene ni pies ni cabeza. Por eso digo que uno de los trabajos del cronista es demostrar que eso que escribió fue verdadero. Luego tiene que hacerlo interesante y creíble. En la crónica se cruza la mirada indi-

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vidual y colectiva. Eso me parece que hace que el género lleve las noticias del mundo a las emociones, porque el lector se afecta mucho más si lo que pasa le sucedió a una persona, a un individuo. Me gusta cuando un personaje está en una situación histórica y en él se condensa lo que pasó ahí. Creo que para ser verosímiles debemos hacer creíble que un sujeto determinado vivió eso, cómo lo hizo y de qué manera lo afectó. A partir de ese pacto con el lector, podemos demostrar esa realidad”. —¿Se animaría a visitar Venezuela para realizar una crónica sobre la realidad del país?

—Eso es muy difícil de hacer. Me encantaría pasar una estancia en Venezuela porque allí tengo buenos amigos. Pero desconfío de las asignaturas que no tienen que ver con una pulsión interior. Ahora mismo me parecería artificial e irresponsable decir: “yo le voy a escribir a los venezolanos lo que es el chavismo”. Creo que las buenas crónicas no anteceden a la experiencia, como pasa en la historia de Chatwin. Uno no puede ir a otro país a escribir una porque sí. Debemos dejar que la realidad proponga cosas con las que luego podamos reaccionar. En esa medida, si yo estuviera instalado allá sería una situación distinta, pero ahora vivo en México en otro síndrome de Estocolmo que me pide salir aunque me quede.

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—La pregunta venía, precisamente, por los recientes trabajos que han escrito Enrique Krauze, Alma Guillermoprieto o John Lee Anderson sobre Chávez y Venezuela.

—Sí, es verdad. También es cierto que esa es gente que admiro mucho, pero parte de un presupuesto muy distinto al mío. Es decir, ellos trabajan así. En mi caso, como el de cualquier cronista latinoamericano, no hay ningún medio que me envíe seis meses a algún país para redac[corototeca]

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tar mi mirada. Tendría que vivir en el sitio para elaborar mi propuesta. Sería muy artificial ir dos o tres semanas para escribir. Los cronistas trabajamos de otra manera: tratando de vencer la miseria y falta de apoyo que tenemos de los medios. Pero no debemos quejarnos. Si contamos con muchos recursos para hacer algo, lo realizamos tan sólo porque tenemos ese dinero. Prefiero el periodismo pobre. Ése es el que te obliga a narrar con los medios que tienes y de manera vocacional.

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El rock vuelve a la conversación. Villoro, otra vez, intenta restarle importancia. Dice que ya no le obsesiona, que no suele escuchar tanta música como antes, que hay cosas más importantes en la vida. Parece mentira que sea, precisamente, él quien muestre tanto desapego. “Con el rock tengo una relación distinta, debido a que en un momento fui un fanático casi talibán, integrista –dice sin pensar demasiado. Sólo escuchaba cierto tipo de grupos que no fueran comerciales, y que en aquella época no se transmitían en la radio nacional. Solía comprar discos de heavy metal y de música como la de Led Zeppelin, The Doors, Pink Floyd, Van Der Graaf Generator, Premiata Forneria Marconi, Bruce Springsteen, David Bowie, The Rolling Stones, Bob Dylan, The Clash, The Cure o Joy Division. Había cierto tipo de bandas, como Queen o Supertramp, que me causaban problemas porque estaban en el límite de lo que consideraba comercial. De hecho, no me gustaba colocarlas en mi programa de radio. Con el tiempo he mantenido cierta fidelidad con unos grupos, y he incluido a otros nuevos”. Sin tomar una pausa, y con menos indiferencia que antes, Villoro habla de PJ Harvey, Nine Inch Nails, Pearl Jam, Interpol o Killers.

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Pero después matiza con algo que le puede salvar el discurso: ahora oye ópera, bolero, salsa o flamenco, sin el temor de estar traicionándose. Reconoce que quizás todo tenga que ver con la poca dificultad de acceso al rock que existe en la actualidad. Si algo le fascinó en su momento era esa manera de sentirse marginal, de no contar con buenos grupos, de padecer una época en la que no había conciertos. El rock era cosa de hoyos fonquis, lugares proletarios o lumpen en donde se refugió ese estilo musical en su país. Todavía a sus cincuenta y pocos a Villoro le gusta decir que era de las pocas personas de clase media que frecuentaba esos sitios, que luchó para conseguir los discos más esquivos y que formó parte de una cofradía urbana de la contracultura. Para sintetizar, el asunto se reduce a esto: cuando el rock se globalizó, se disolvieron las grandes agrupaciones y todo se hizo más rutinario. En pocas palabras, el forofo se desencantó. “También influyó que me fui a vivir a Alemania en donde me di cuenta de que, si prescindía de la ópera y de la música clásica, era igual que estar en Brasil y no ver nada de fútbol. Por eso digo que aún conservo la afición por el rock, pero que tampoco es igual a la que tengo con este deporte, porque esta última es más sostenida. Con el rock ahora puedo ser más tolerante. Me comentas que tengo tres pasiones, pero dos de ella son formas de vida. Por ejemplo, las letras me irritan, desesperan y obsesionan, como no lo hace la música… El rock es un placer y la literatura es una condena. Es duro decirlo, lo sé, porque ésta es más importante y por eso mismo me depara más momentos de angustia y desencanto. El fútbol es una inmensa pasión. Y al rock vuelvo pero de manera intermitente. A veces, puedo escuchar otras cosas o no oír nada”.

El rock es un placer y la literatura es una condena".

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—¿Entonces haber estado enfrente de Mick Jagger y tenerlo solo, en un cuarto, para una entrevista, no le provocó ninguna emoción? [corototeca]

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Villoro sonríe. Sabe que está rodeado. De nada le vale desentenderse. El que una vez se hincó de rodillas ante la lengua, quien escribe y reescribe sobre los Stones no tiene oportunidad de mentir: —Está bien, obviamente, no voy a decir que no me emocioné. Es que se trataba de una figura que has visto mil veces, que forma parte de tu vida de muchas maneras distintas y eso es algo que te marca… Además, yo lo vi en una situación especial. El brillo reincide en sus ojos como cuando habla de un buen libro. Juan Villoro vuelve a ser el personaje que transpira rock. Sin que tal vez se dé cuenta, su anécdota sobre el encuentro con el ídolo adquiere proporciones de una gesta arrebatada contra la rutina del mundo: —Mick Jagger sólo dio cinco entrevistas, a igual cantidad de medios, cuando sacó su disco solista. Yo era el quinto pasajero. Jagger se había peleado con el periodista alemán que me precedía, porque había tratado de desmitificarlo. Quería demostrarle que era un fracaso total como compositor, músico, cantante. El artista estaba enojadísimo, y luego se dio esta situación de policía malo y bueno. Yo era el último, y él se quería congraciar con los medios, porque finalmente es un gran seductor. Se abrió más de lo que se esperaba. Te cuento que, como vine de un colegio alemán, tengo tendencia a la obediencia. Esto te lo digo porque me dieron una lista de las interrogantes que no le debía hacer a Jagger, pero que no leí porque sabía que la iba a obedecer. Entonces, me la guardé y, cuando salí del sitio, me di cuenta de que le había preguntado todo eso que estaba prohibido. Y Mick Jagger se soltó y luego… Juan Villoro el autor de El testigo se vuelve de carne y hueso. Guarda el balón y las zapatillas en los vestuarios de su conversación. Y, gracias a Dios, vuelve a ser como todos nosotros. Da gusto verlo descender a segunda división.

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dossier el fin de la

inocencia

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L

❧ a pérdida de la inocencia es una idea extraña. ¿No es

raro decir que extraviamos algo que nunca pensamos que era nuestro? Partamos de que el fin de la inocencia es inevitable, como toda ley de vida, y enfrentemos con incomodidad sus alcances y nuestra incapacidad de hacer algo por recuperarla. Coroto presenta esta selección de textos para invitar a sus lectores a revivir ese tiempo en el que todo parecía estar intacto. El trato es sencillo: vuelva a ser inocente por un momento, así como nosotros lo fuimos cuando armamos este dossier.

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(página 55) sala de paso atheist I Manolo Campoamor

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Morir de error

dossier

DULCE CHACÓN *

Antes de estrellarse contra el suelo, la miró con asombro. Saltaremos juntos Le había asegurado la bella bellísima-. Una. Dos. Y tres. Y él se precipitó. Y la bella bellísima le soltó la mano. Y desde lo alto, asomada bellísima en azul, le juró que le amaría hasta la muerte.

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* DULCE CHACÓN. Nació en Zafra, en 1954. Fue poeta y novelista, publicó los libros de poemas: Querrán ponerle nombre, Las palabras de la piedra, Contra el desprestigio de la altura y Matar al ángel, todos ellos recogidos en el volumen Cuatro gotas. Como narradora escribió las novelas: Algún amor que no mate, Blanca vuela mañana, Háblame, musa, de aquel varón, Cielos de barro y La voz dormida, Premio al Libro del Año 2002 del Gremio de Libreros de Madrid, y traducida al francés y al portugués. También es autora de la obra de teatro Segunda mano y de la versión de Algún amor que no mate. Murió en Madrid, en 2003. Morir de error es un microrrelato poco conocido.

(página 56) sala de paso ejecutando africanizadores Manolo Campoamor

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mil palabras

mil palabras Diego Paszkowski

Diego Paszkowski*

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Alguien me pide un texto de mil palabras, de unas mil palabras, poco menos, poco más, y recuerdo la conocida frase que dice que una imagen vale más que mil palabras. ¿Vale más? No lo creo. Creo que mil palabras valen mucho más que cualquier imagen. En estas mil palabras puedo decir que nací en el barrio de Parque Chas, donde viví hasta los trece años, y que cada tarde me perdía en bicicleta por el laberinto de sus calles arboladas, que iba a una y a otra y a otra de sus tres plazas –la de la vuelta de casa; la del Trébol; la otra, que quedaba un poco más lejos- al salir de la escuela, doble turno la escuela, todo el día, pero después de la merienda –café con leche, siempre, y pan con manteca y azúcar que rodaba por la manteca y se quedaba ahí-, al fin salía con los otros amigos, los de la plaza, no los de la escuela, con quienes era aún más feliz, en un tiempo que por entonces pasaba de otra forma, cuando llegara el año dos mil yo tendría treinta y cuatro años, ¡treinta y cuatro años!, sería todo un viejo, pensaba, pero en el año dos mil los autos flotarían por sobre las calles como en el dibujo animado de los Supersónicos, yo podría conducir al fin el auto de Meteoro y la infancia era eso, el olor de una flor llamada Dama de Noche plantada al frente de mi casa, en el pasaje Nápoles, a tres cuadras nomás de la Escuela Petronila Rodríguez, media manzana entera -y sus dos patios con juegos, y alrededor un jardín para las clases de botánica, allí el gusanito ese, y allí el caracol, que saca sus cuernos al sol- en la otra media manzana la iglesia de San Alfonso, y en medio el Pasaje Sofía, donde a veces con los chicos íbamos a pelear, y peleábamos, y ganábamos y perdíamos y nos enojábamos unos con otros hasta que volvíamos a amigarnos, desde mi aula se veía el

campanario aquel y las palomas, que iban y venían por completo libres de aquí para allá mientras yo seguía en la escuela desde temprano hasta las cinco de la tarde, cuánto faltará para las cinco de la tarde, mamá me ponía un alfajor en el bolsillo del guardapolvo pero a la iglesia de San Alfonso no me dejaba ir, nosotros somos judíos, decía, y éramos los únicos judíos en toda la cuadra, y yo el único judío en todo el grado, en toda la escuela tal vez, pero con los chicos del barrio no pasaba nada, íbamos hasta la Agronomía –cuidado al cruzar la Avenida Los Incas, cuidado al cruzar Constituyentes– para jugar al fútbol entre nosotros o con cualquier equipo que hubiera por ahí -pero más entre nosotros- y yo, que no era muy habilidoso, debía ir siempre al arco, me mandaban al arco todo el tiempo para que no perdiera la pelota, para que no perdiéramos, y tanto me mandaban al arco que aprendí a atajar, después del partido trepábamos a un árbol de moras y de allí bajaban las moras, frescas, jugosas, me como unas cuantas y tiro otras tantas para los que, abajo, las manos extendidas, no se animaban a trepar, la boca toda entintada pero qué ricas las moras, y qué bueno después que mamá me esperara con milanesas, qué rico, Coca Cola no había casi nunca, sólo en cumpleaños y en días de fiesta, y por la noche, porque el calefón casi nunca andaba, mientras papá todavía no llegaba del trabajo –llegaba cansado, papá, y a veces de mal humor– mamá ponía ollas y cacharros sobre las cuatro hornallas y así nos lavaba el pelo, a mi hermana y a mí, primero a mi hermana y después a mí, la caricia tibia del agua tibia en la cabeza y cerrar los ojos, si ahora cerrara fuerte los ojos todavía podría sentirlo, ese estar ahí con mamá y mi hermana y papá que siempre llegaba después –y a veces, por suerte, llegaba de muy buen humor– estar todos juntos y protegidos en esa casa de la que siempre mis padres debían algún mes de alquiler, la plata nunca alcanzaba para nada aunque a veces sí, y nos íbamos a comer afuera, todos a un restaurante y

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flashforward

mil palabras Diego Paszkowski

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Andrés Burgos*

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todos vestidos de domingo aunque era martes, -papá tal vez había ganado en las carreras- y allí iba yo de una mesa a la otra de aquel restaurante para jugar al mozo, en el antebrazo una servilleta de tela doblada en tres y allí sí había Coca Cola para todos en botellas chiquitas, y había Suprema Maryland y de postre Banana Split, si cerrara los ojos podría volver a probarlo, no queda tan lejos la infancia, pasaron treinta años nada más, y aquí estoy, y aquí sigo, en el año dos mil cumplí al fin los treinta y cuatro y no era tan viejo como pensaba, pero los autos no andaban por el cielo y en lugar del de Meteoro yo tenía un auto cualquiera, muy moderno, sí, muy bonito, airbag y dirección asistida y todo eso, pero no era el de Meteoro y ya no me importaba, y qué había pasado entonces con la infancia, adónde había quedado, aunque si cerrara los ojos, si los cerrara, pero no, no lo sé, no lo creo, y después conocí a mi mujer, y después tuvimos a nuestros dos hijos, y al fin llega el momento de poder pasarles algo de todo aquello, algo del recuerdo de todo aquello de lo que no me puedo desprender, de lo que no quiero desprenderme, pasarle a mis hijos algo de todo aquello y asegurar para ellos lo mejor de la infancia, que estén contentos, que la pasen bien, y que un día, cuando sean grandes y alguien les repita esa conocida y vieja frase de una imagen que vale más que mil palabras, puedan decir que no es verdad.

* DIEGO PASZKOWSKI Nació en Buenos Aires, en 1966. Ganó el Premio de Novela del diario La Nación por Tesis sobre un homicidio. También es autor de El otro Gómez y de Alrededor de Lorena. Sus talleres literarios gozan de prestigio en su país. Es director de la colección Narrativa Joven y redactor de cuentos de mil palabras exactas. www.paszkowski.com.ar

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Unir sus labios de niña con las mejillas flácidas y velludas de la abuela y de la tía Carmenza le produce un cosquilleo perturbador. Quizás si las viera con mayor frecuencia, si ellas fueran más amables, si no la llamaran por sus dos nombres completos como si la estuvieran regañando, si alguna vez hubieran visitado su casa o le hubieran enviado un regalo de cumpleaños, quizás así el brazo derecho de Ani no se pondría levemente rígido cuando tiene que vencer su aprensión inicial y obedecer la voz cálida pero imperiosa de Papá, que le dice Saluda con un beso a la abuelita y a la tía.

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Al tío Constantino no tiene que besarlo. El tío Constantino siempre está más allá, detrás de todo y de todos, como una sombra irrelevante en una fotografía. Él se limita a acercarse con timidez a la mesa que está junto al patio central, donde se reúnen los tres que viven en la casa para recibir a los escasos visitantes. No se queda mucho tiempo el tío. Se limita a saludar entre dientes, a preguntar cómo va todo y a esperar con ansiedad que le digan que todo está muy bien. Ah, qué bueno, hay que darle gracias a Dios por eso, responde él a medida que se escabulle. Sólo reaparece, en lo que resta de la visita, durante segundos. Escucha un segmento particular de la conversación antes de irse otra vez con apuro, como si tuviera que ocuparse en alguna cosa que no da espera. Como el tío Constantino mantiene la cabeza gacha y siempre da la impresión de escoger el rincón más oscuro del salón para pararse, a la gente le toma un tiempo darse cuenta de lo mucho que se parece a Papá. número

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" Ella rara vez dice algo y por eso los adultos estan orgullosos de su comportamiento ejemplar".

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A Ani le pasa rápido el cosquilleo incómodo en la boca de los besos protocolarios. Su atención está ocupada ahora con el vaho dulzón que le dejó alrededor de la nariz el perfume de la tía Carmenza. Además tiene que hablar, le ha llegado el turno de ejecutar su pequeña participación en esta obra. De modo que se concentra y desarrolla su parlamento con la corrección y la ausencia de sorpresa que todos esperan de ella. Sí, dice. ¿Sí, qué?, subraya pedagógicamente Papá. Sí, señora, complementa ella con suma educación la respuesta a la pregunta de la abuela. El colegio va muy bien y hace sus tareas con toda la responsabilidad que exige tercero de primaria. De nuevo, como cada visita, le repite su edad a la tía. Se dispara entonces la historia de siempre, en la que Ani es protagonista pero no lo recuerda, donde narran lo graciosa que se oía hace unos años cuando no podía pronunciar la palabra tres, pero eso no le impedía repetir cuantas veces se lo pidieran, tles y tleinta y tles. Los adultos se ríen y pese a que a ella no le hace ninguna gracia decide unírseles. Le gusta complacerlos, es una buena niña. El tío Constantino no se ríe, porque ya no está. Se ha marchado al fondo de la casa, donde el corredor, después de amagar con ponerse oscuro, vuelve a iluminarse gracias a la luz de un patio trasero, mucho más pequeño que el que limita con el comedor donde los adultos en este instante rodean a Ani para pedirle que diga treinta y tres. Comprueban entonces, con desconsuelo, que la erre ya no es un problema para ella. Llega así a su fin el protagonismo y eso la alivia. Ve a jugar por ahí que los grandes tenemos que hablar, le ordena Mamá sin dar mayores indicaciones ni proponer nada. Es más, no ha terminado la frase y ya se está girando hacia la mesa para olvidarse de ella y adentrarse en lo que tengan que decir los otros.

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flashforward Andrés Burgos

Ani se ve en problemas para decidir qué hacer. Hasta hoy le bastaba con seguir el ímpetu de Carlos. Su hermano mayor le permitía quedarse cerca, observándolo entretenerse con cualquier juego improvisado. A pesar de que no la invitaba a participar, ella nunca llegaba a aburrirse. La introspección hipnótica de Carlos la contagiaba. Se aligeraban así las horas que parecen empeñarse en pasar más lentas y pesadas en esta casona vieja y oscura. Pero él no vino hoy. Papá y mamá le dieron permiso para quedarse en el apartamento de uno de sus amigos. Ellos, al igual que Ani, han notado el cambio repentino en él, que pasa horas encerrado en su habitación, se preocupa cada vez más por su apariencia, quiere opinar en las conversaciones de los adultos y empieza a oler diferente.

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Ani oyó cuando Papá y Mamá lo discutieron a solas. Nada tiene de malo que quiera quedarse, él debe aburrirse mucho en esa casa de viejos, Carmenza incluso se queja si se enciende el televisor, argumentó Mamá. Yo sé, está bien, pero que a Carlitos no se le vuelva una costumbre, aprobó Papá. Ani también se aburre mucho en la casa de la abuela, pero no dijo nada. Ella rara vez dice algo y por eso los adultos están orgullosos de su comportamiento ejemplar. El caso es que Ani no sabe bien a qué dedicarse, porque Carlos se encuentra en otra parte. Está con el amigo que se ha quedado solo en el apartamento. Esta última parte él no se las contó a sus padres. Carlos y el amigo invitan a Pilar, la que vive en el edificio de la esquina y es mayor que ellos. La diferencia de edad no importa, porque la muchacha es un poco extraña y eso compensa. No es muy inteligente, sonríe con malicia y disfruta hablando de cosas que no se debería hablar. También les permite tocarle las piernas. Hoy los autoriza a ir más allá y Carlos siente ante sí un vórtice abullonado que lo succiona y no lo deja ir janúmero

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(página 65) sala de paso lanzador de obras maestras Manolo Campoamor

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" La tía se enfurece de inmediato y grita, porque no se pasa todos los santos días colmándolos de atenciones, cambiándoles el agua y dándoles alpiste para que venga un enano malcriado a matarlos de un infarto". más. No lo suelta en lo que le queda de vida. No lo hace en los años que pasa en la universidad, en otra ciudad, mientras descuida sus estudios porque con frecuencia se queda la noche entera recorriendo de arriba a abajo el cuerpo desnudo de cualquier estudiante borracha que después de la fiesta está de acuerdo en que sería divertido acompañarlo al apartamento. Tampoco lo libera en la cumbre de su matrimonio, cuando sin entender muy bien por qué termina encontrándose furtivamente en un hotelito con la esposa de su socio. El mismo vértigo que siente hoy mientras Pilar le quita la ropa lo acompaña hasta que un día, durante un viaje de negocios, aprovecha el anonimato y la libertad que le otorga encontrarse lejos de su mujer y sus hijos para acudir a un burdel de pueblo. De vuelta a su alojamiento un camión le adelanta el final que le correspondía firmar a una enfermedad venérea mal cuidada.

Ani está sola y debe tomar la iniciativa, así que se va a explorar las habitaciones. Por primera vez desde que tiene memoria cruza los linderos del patio. El único adulto que lo nota es la tía Carmenza y su primer pensamiento es regañarla, decirle que se esté quieta, que no se meta donde nada se le ha perdido. Sin embargo, decide ignorarla. Nada muy grave puede hacer la niña y de todas formas es preferible tenerla rondando por ahí, callada como es, que emulando a su hermano en juegos desesperantes. El mocoso, que por fortuna no vino, siempre se las arregla para encontrar una pelota que lleva días perdida. Y más se tarda en tenerla en las manos que en ponerla a rebotar en el patio, muy cerca de las jaulas de los canarios. Los pobres pajari-


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tos revolotean espantados. Ellos no están acostumbrados a esos agites y piensan que se van a morir. La tía se enfurece de inmediato y grita, porque no se pasa todos los santos días colmándolos de atenciones, cambiándoles el agua y dándoles alpiste para que venga un enano malcriado a matarlos de un infarto. Sí, la tía Carmenza sabe que Ani es una niña muy tranquila, que lo que haga suelta por la casa, si bien la enojará, no le proporcionará un disgusto comparable a los que la embargan a diario. No se le llenará la boca de ese sabor a café viejo que la ahoga cuando tiene que enfrentarse a sus hermanos. Los que viven por fuera de la casa, se entiende, porque Constantino no cuenta. Siempre está en la iglesia o metido entre sus escapularios, santorales y oraciones. El problema son los otros, que aunque hace muchos años se fueron se consideran con autoridad para venir a opinar sobre la forma en la que ella lleva la casa. Creen que el hecho de dar dinero mensualmente, una miseria en todo caso, los pone a la altura de sus sacrificios. Unos cochinos pesos no se pueden igualar con la atención que ella le presta a su madre desde que sufrió el derrame y no puede valerse por sí misma. No es que eso le importe, porque ella es feliz así, aunque los otros lo nieguen y algunos incluso la insulten. Amargada, le dijo Alberto cuando el año pasado lo sacó a trompicones de la casa. Desde entonces no lo ha vuelto a dejar asomar las narices por acá. El tufo acre se mantiene hoy en sus justas proporciones. Es con el paso de los meses que toma posesión permanente de una buhardilla en el paladar de Carmenza. La hace estallar en ira más a menudo contra sus hermanos, contra los vecinos, contra sí, contra todo lo que no sea la abuela y los canarios. Constantino no existe. Una rabia continua que sólo para de crecer la mañana en que su madre no despierta.

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(página 66) sala de paso nigth emergency ladder Manolo Campoamor

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" Después se bebe un vaso entero de agua para pasar los dos puñados sobrantes de pastillas recetadas para matizar los dolores de la abuela" .

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Entonces ella de repente siente que le han quitado el apoyo bajo sus pies torcidos. Cuando termina el último día de la novena de difuntos, Constantino desaparece para siempre. A partir de ahí, las tardes se alargan. Las mañanas se mantienen algo frenéticas entre los arreglos que requiere la casa para permanecer limpia y la atención redoblada a los canarios, que la acompañan con cantos indiferentes a todo lo que está pasando. Sin embargo, después del mediodía, lo único que encuentra para hacer es seguir la inclinación de una línea que reparte las porciones de sol y sombra en el muro del patio. La noche que su emisora favorita de radio anuncia que a partir de la próxima semana cambiará su programación y empezará a transmitir música tropical, ella se aplica las últimas gotas de su único perfume, que no recuerda hace cuántos años compró. Después se bebe un vaso entero de agua para pasar los dos puñados sobrantes de pastillas recetadas para matizar los dolores de la abuela. Se diluyen así también los suyos. Ani tiene algo de miedo. Intuye cómo se pondrá la tía si la encuentra metida en su habitación, levantando una botellita de perfume para ver qué pasa cuando los rayos mostaza del sol atraviesan el líquido, cuyo nivel ya ha descendido hace un buen rato la línea ecuatorial. La deja al lado de un cisne de vidrio oscuro que no permite observar lo que lleva en su vientre. Lo abre, mueve para un lado una almohadilla que libera partículas volátiles y descubre que el polvo tiene el mismo color de los pómulos de la tía. Recorre con los dedos la laca de la superficie del tocador y apenas si detiene la mirada en las fotografías viejas que incrustan sus bordes en la mínima hendidura que existe entre el espejo y el marco de madera. Las imágenes que se le han de pegar a las pupilas como un objeto caliente no están acá, la esperan en el cuarto del tío Constantino. Así que no graba en su memoria el

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flashforward Andrés Burgos

pelo oscuro que alguna vez tuvo la tía y que pervive como evidencia en fotos en blanco y negro, donde siempre aparece sola o acompañada por la abuela. Tampoco se entera del detalle de la polaroid que fue recortada. Allí sólo queda a la vista un hombro del tipo que la acompañaba como indicio de que alguien más pudo alguna vez haber tenido cabida junto a Carmenza. En la mesa, Papá termina de darle noticias sobre sus hermanos a la abuela. El inicio de este recuento y la mención de ciertos nombres irritantes para la tía, la habían obligado a ponerse de pie y huir a la cocina. Voy a traer café, se excusó. Regresa ahora con la bandeja en el instante preciso para escuchar cómo la abuela, con suma injusticia hacia ella, se queja de la falta que le hace que los otros hijos la visiten más a menudo. Carmenza no puede evitar que la cara se le arrugue en un gesto de asco. Papá le dedica una mirada que en realidad es un reproche. La tía reacciona, va a decir algo explosivo y Mamá, activando su profunda diplomacia, interviene con sutileza para cambiar el rumbo de la conversación. El anzuelo resulta tan hábil que la abuela se embarca de inmediato en el tema que le proponen. El derrame la ha convertido en una mujer sonriente y nadie ha vuelto a señalar lo mucho que se parece a Carmenza. El ambiente se descarga y Mamá, con la misión cumplida, retorna a su tamaño natural, se encorva pequeñita bajo el brazo monumental de Papá. Su discreción es la que le permite mediar, sin que nadie proteste por su intervención, cuando la abuela muere. Durante toda la noche establece un cronograma tácito en el que ella acompaña a la tía a tomar café, o a fumarse un cigarrillo, cuando los otros tíos se disponen a entrar a la sala de velación. Y viceversa. Al día siguiente deja de fumar, pero vuelve a hacerlo cuando muere Papá. No me quiero quedar mucho rato sola a este lado, explica a quienes la regañan por haber recaído en el vicio.

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" Ani se asusta mucho, pues teme que el tío al notar el vacío se entere de que anduvo fisgoneando entre sus cosas, y procede a buscarla".

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Ani termina de estudiar las láminas con imagenes religiosas que tiene Constantino pegadas en la pared en la que se apoya su cama. La que más aterradora le parece es la que muestra la muerte de un pecador, quien yace agónico en su cama, mientras unos demonios se encargan de arrancarle el alma. Cuando la intenta tomar entre sus dedos para observarla en detalle, la estampa plastificada se desprende del muro y va a parar detrás de un mueble. Ani se asusta mucho, pues teme que el tío al notar el vacío se entere de que anduvo fisgoneando entre sus cosas, y procede a buscarla. No le preocupa el riesgo de que él regrese de repente a la habitación y la sorprenda. Algo le dice que se piensa quedar un buen rato en la parte de atrás de la casa, en el altar donde él y la abuela se la pasan rezando largas horas, según cuenta Papá.

¿Qué estará haciendo la niña? Tengo curiosidad, le dice Mamá a Papá. Él la disuade de llamarla. Sostiene que seguramente está tranquila jugando en cualquier rincón, que no hay razón para molestarla, que mejor le alcance por favor una tajada de esa torta para acompañar el café. La abuela, con buen humor maternal, le recuerda que se está engordando. La tía Carmenza, con bilis, la respalda. Papá les responde con una sonrisa. Se acaricia la panza diciéndoles que aún le falta mucho espacio en esa barriga para cultivar. Efectivamente, lo demuestra cuando decide comprar esa casa en las afueras de la ciudad, adonde termina mudándose con la familia. Harto del tráfico y el hacinamiento urbano, muerta su madre y por lo tanto libre de la culpa que le producía pasarse un tiempo sin visitarla, se dedica allí a dejar crecer su vientre con alegría y a envejecer al lado de Mamá. Ambos agotan sus días viendo florecer las plantas que los rodean mien| número 1

flashforward Andrés Burgos

tras comprueban cómo el ambiente tranquilo y sano ayuda a que Ani vaya dejando, poco a poco, de sufrir esas pesadillas que empezaron a aquejarla de repente sin explicación alguna y que ella jamás describe. La mano de Ani, que tantea el suelo sucio y oscuro entre el pesadísimo mueble y la pared, no sólo encuentra la lámina prófuga, sino que también se topa con un sobre engastado entre tablones internos bajo el colchón. Devuelve cuanto antes al pecador moribundo a su lugar y se dedica a su nuevo descubrimiento. Sopla unas pelusas milenarias que lo cubren y se dispone a despegar con cuidado las cintas adhesivas que lo mantienen cerrado.

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Entretanto, Papá ya ha empezado el ritual de despedida de la abuela, que le toma varios minutos. Resume la conversación que han tenido como si lo necesitara para extraer conclusiones, busca en sus bolsillos y le extiende a su madre un sobre que no se parece al que Ani devuelve con pánico a su escondite. Con múltiples agradecimientos la abuela le pasa el regalo, sin abrirlo, a Carmenza. Acuerdan que se verán de nuevo próximamente y Papá y Mamá se ponen de pie. No tienen que llamar a Ani porque ella aparece, corriendo desde alguna parte que no le queda clara a nadie. Viene llorando y pide a gritos a sus padres que se vayan. La sorpresa es general porque ella nunca llora en público ni mucho menos hace exigencias tan perentorias como las que en este momento les hieren los oídos a los adultos debido a la agudeza del tono. Se niega a despedirse de la abuela y la tía. El tío Constantino ni siquiera asoma la cabeza. La tía Carmenza masculla algo acerca de lo mucho que les hicieron falta los correazos correctivos a los niños de hoy en día. Papá y Mamá deciden que lo mejor es marcharse de una vez. Al fin y al cabo ya iban de salida, así que se retiran entre disculpas. número

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dossier flashforward Andrés Burgos

Papá, sin apartar la mirada del camino ni las manos del volante, reprocha a Ani su comportamiento. No entiendo qué te pasó, eso fue una grosería absoluta, tú no eres así y deberías estar avergonzada, le recrimina con enfado. Mamá, que ya se cansó de preguntarle qué ha sucedido, decide tratarla con indiferencia. Ani, que va sentada en la silla de atrás, no para de llorar. Sabe que encontrará la forma de no regresar jamás donde la abuela y que Carlos tampoco volverá a hacerlo. Quiere responderle a Papá que esa casa es mala, que en las casas buenas no hay fotografías como esas con el tío, con los niños, con las quemaduras… Sin embargo, no dice nada aún, porque en esta vida cada cosa sucede a su debido tiempo.

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página 73 sala de paso paisaje con esferas negras Manolo Campoamor

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ANDRÉS BURGOS. Nació en Medellín, en 1973. Este año fue incluido en la lista de los 25 secretos mejor guardados de América Latina, en el marco de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Su nombre suele pasar a toda velocidad en los créditos de producciones variopintas: películas independientes, reality shows, algún cómic, telenovelas y una cuenta de escritura efímera (www.twitter.com/pelucavieja). Ha publicado las novelas Manual de pelea, Nunca en cines y Mudanza. Escribió y dirigió el largometraje Sofía y el terco, protagonizado por Carmen Maura, que tendrá su estreno en 2012.


héroes

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JUAN GELMAN

los soles solan y los mares maran los farmacéuticos especifican dictan bellas recetas para el pasmo se desayunan en su gran centímetro a mi me toca gelmanear hemos perdido el miedo al gran caballo nos acontecen hachas sucesivas y se amanece siempre en los testículos

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no poca cosa es que ello suceda vista la malbaraja del amor estos días los mazos de catástrofes las deudas amados sean los que odian hijos que comen por mis hígados y su desgracia y gracia es no ser ciegos la gran madre caballa el gran padre caballo el mundo es un caballo a gelmanear a gelmanear les digo a conocer a los más bellos los que vencieron con su derrota

página 74 sala de paso roscón y una copa de pastis Manolo Campoamor

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juguetes JUAN GELMAN

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hoy compré una escopeta para mi hijo hace ya tiempo que me la venía pidiendo y comprendiendo mi hijo que no hay plata que [alcance pero pidiéndola proponiendo los sitios de la [cocina de la pieza donde recién traída la escopeta esperaba que él saliera del sueño donde estaba esperándola para verla tocarla convertirla después en otro sueño no para matar bichos o pájaros o arruinar las [paredes las plantitas o bajar a la luna de su sitio lunar no para esas pequeñas cosas molestas mi hijo [quería su escopeta y esta noche la traigo y escribo para alertar al vecindario al mundo en [general porque qué haría la inocencia ahora que está [armada sino causar graves desórdenes como espantar [la muerte sino matar sombras matar a enemigos a cínicos amigos defender la justicia hacer la Revolución

y además compré una camita para mi hija donde acostará a su muñeca cubriéndola con el [trapo amarillo como esa noche que yo estaba por escribir un [poema intentando apresar los rostros últimos del bello [amor humano imperfecto perfecto como una madre oscura acercándome a ellos casi rodeando su aire cálido como un fuego cara a cara a su fuego oyéndolos temblar inasibles y mi hija me tomó de la mano para mostrarme la [muñeca que ella había abrigado en su cuna tapándole los ojos pintados con un pedazo de [papel para que pueda dormir y le besó la frente le dijo que descanse y yo volví a la mesa y en silencio guardé mis [papeles vacíos

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los amigos JUAN GELMAN

jiri wolker attila jószef yo seríamos tres amigos perfectos jiri hablaba de pragade los ojos del fogonero ciego [mirándonos aún jószef cantaba a Flora y a la Revolución y no había trenes para suicidas ni camas de hospital para morir

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¿qué les parece? jiri jószef yo los tres nos íbamos por áhi a recorrer países y [mujeres y bebíamos vino y escribíamos versos [resplandecientes el mundo era ancho nuestro no teníamos nada lo teníamos todo como una juventud esto acababa entonces como siempre quisimos en una barricada jiri jószef y yo silbando finalmente entregaban sus huesos sus nuncas poderosos jiri cayó en un hospital jószef se tiró bajo un tren mi dios qué bellos éramos silbando finalmente

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explicaçao

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JUAN GELMAN

arthur rimbaud dijo hay que cambiar la vida y dejó de escribir es decir dejó de alucinar la vida y fue al África en cambio y amó a una negra inmensa como un hospital y fue amado por ella con gran rubor de los crepúsculos y entre tantos ingleses franceses portugueses y demás aves de rapiña rimbaud contrabandeó su amor tan increíble y para continuar el espectáculo ante hombres santos como incrédulos arthur contrabandeó oro y pistolas en representación de sus abrazos y cuando fue por ello castigado su culpa verdadera nunca fue mencionada esas bestias cobardes prefieren no meneallo condenan ciertamente las formas de querer intervenir.

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* JUAN GELMAN Es un poeta y periodista argentino nacido en Buenos Aires en 1930. Para muchos es el poeta vivo más importante de su nación. En 1955 fue fundador del grupo literario El pan duro, integrado por jóvenes militantes comunistas que proponían una poesía comprometida y popular, y 12 años después formó parte de las Fuerzas Armadas Revolucionarias para combatir la dictadura militar de su país. Su vasta obra ha recibido varios premios entre los que sobresalen el Boris Vian, el Nacional de Poesía argentino, el de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, el Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda, el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y el Premio Cervantes, el más prestigioso de la literatura en español. Decir que para COROTO es un honor publicar algunos de sus versos es un acto de manifiesta redundancia.

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la casa grande Rodrigo Hasbún

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Celebraban el aniversario del pueblo, esa era la excusa para que la abuela no se diera cuenta. La enfermedad ya estaba muy avanzada por entonces, pero era mejor que siguiera creyendo que los dolores en la espalda se debían a otra cosa. Cuidado con abrir la boca, me advirtió mamá en la camioneta, mientras viajábamos, y yo supe en ese momento que iba a enojarse en serio si decía algo. A menudo nos pellizcaba debajo de la mesa y alguna vez nos había dado cachetadas, pero era aún peor cuando nos ignoraba durante varios días seguidos, si la hacíamos enojar en serio. ¿Me estás oyendo?, dijo sin dejar de mirarme desde su asiento. Papá estaba cantando lo de siempre (en la vida hay amores… que nunca pueden olvidarse), manejando abstraído, y mi hermano se había quedado dormido a mi lado. Asentí apenas y mamá recién entonces se volteó hacia delante. Ahora estábamos en medio del monte, papá, mi hermano y yo. Hacía un calor insoportable, distinto al de la ciudad, más pegajoso, y volvíamos de una caza pésima. La víbora que nos habíamos topado en el camino ya no tenía cabeza, pero seguía sacudiéndose y a nosotros nos costaba entender por qué se aferraba a la vida inútilmente. Dale de nuevo, le dijo papá a mi hermano sin darse cuenta de que el hombro le dolía, el rifle le había pateado duro la primera vez y además dispararle a algo tenía que ser distinto a dispararle a nada, a manchitas en el aire. Sin quejarse, mi hermano cerró un ojo mientras acercaba el otro a la mirilla. Era un luchador, mi hermano, alguien que no se mostraba vulnerable nunca. Años después, cuando nos hicimos hombres y la diferencia de años ya no se notaba tanto, a la salida de las discotecas o en


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algunas tardes de fútbol, lo vi decenas de veces revolcándose como un animal salvaje encima de otros. Aunque estuviera adolorido o mareado, aunque ya casi no pudiera respirar, tenía completamente descartada cualquier rendición. Disparó y el monte nos devolvió el eco. La muy hija de puta no quiere morirse, dijo papá entonces, incrédulo ante los nuevos espasmos de la víbora. Como si esas palabras contuvieran una orden secreta, mi hermano dejó el rifle a un lado, levantó una piedra y la aplastó con todas sus fuerzas. Temblaba un poco, viéndola quieta al fin. Papá dio un paso hacia él y le acarició la cabeza.

83 Las hijas de tío Esteban eran cinco y se parecían demasiado, pero a mí solo me gustaba Lucía, la menor. La madre era sueca y, a pesar de llevar viviendo décadas en el país, todavía hablaba con un acento marcado. Con ellas hablaba en su idioma natal y entre las hermanas lo hacían también, sobre todo cuando se burlaban de nosotros o cuando se contaban chismes o secretos. Yo me desesperaba, a mi hermano no parecía importarle. La que más le gustaba a él era Anna, la mayor. Tenía trece años y su cuerpo era de mujer. Había sucedido de un día a otro y ya no quería jugar a las escondidas. Se quedaba hablando con mi hermano y también fumaban, los vi más de una vez, no en la casa grande del pueblo, ahí no íbamos casi nunca, sino en la nuestra o en la de ellas. Los mayores estaban cerca de la cocina, en el patio, esperando que la comida estuviera lista. Mamá ayudaba a la abuela, que al final de la tarde había descuartizado a las gallinas y que ahora fumaba mientras removía el contenido de una olla. Me quedé mirándola un rato, cerraba los ojos al aspirar el humo y se notaba que disfrutaba un

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" Era lindo saber que te buscaban, que lo único en el mundo que alguien quería en ese momento era encontrarte".

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montón de cada calada. El abuelo y sus hijos estaban sentados en un círculo y reían de algo. Tía Engla también, estrepitosamente, sentada entre papá y tío Lucho. Era lindo saber que te buscaban, que lo único en el mundo que alguien quería en ese momento era encontrarte. Por eso ocultarse entre dos no tenía tanto chiste. Pero a mí me tocó con Lucía y yo con ella podía hacer cualquier cosa. Me agarró de la mano y dijo que tenía una gran idea. A Melisa y a Mia les tocaba contar. Oíamos sus voces todavía, cada vez más lejos. También oíamos las risas de los mayores, se los sentía un poco borrachos. Su mano estaba caliente y sudada y ella caminaba rápido. Salimos al patio de atrás, que en realidad ya era el campo. No creo que valga aquí, dije. No aclaramos, dijo ella, así que vale. Aquí no van a encontrarnos ni queriendo. No seas tonto, por eso mismo. Ven. Los caballos del abuelo empezaron a relinchar cuando llegamos. Les tenía miedo pero no dije nada, Lucía se metió en la caballeriza y le acarició la cabeza a uno. Parecía que la estaba mirando a los ojos, los del animal eran el triple de grandes. Ven, no seas marica, dijo ella. No es por marica. Por qué entonces. Hay víboras. En la tarde le disparamos a una. No se quería morir. Ella dejó de acariciar al caballo y me miró. Con su piel tan blanca y sus ojos tan azules parecía un fantasma. Mamá dijo una vez que a las mujeres se les pueden entrar, seguí yo. ¿Las víboras? Sí. Por eso no tienen que hacer pis en el campo.

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El otro caballo empezó a respirar ruidoso y yo aproveché para mirar hacia la casa y ver si Mia y Melisa se habían dado cuenta. No había nadie, tampoco Anna ni mi hermano. Años después él la embarazó y tuvieron que hacerla abortar. Años después pasaron muchas otras cosas, todos nos fuimos ensuciando un poco. Ya vámonos, dije. Que nos encuentren primero, dijo ella. Nos sentamos en el suelo y la luz se fue repentinamente. Miramos hacia la casa, ahí igual estaba oscuro. Lucía sintió miedo recién. Ahora no seas tú la marica, dije, es solo un apagón. Pero también tenía miedo, por los caballos pero sobre todo porque nadie venía por nosotros ni tampoco gritaban nuestros nombres. Quise abrazarla y me apartó con torpeza. Es tu culpa, dije, tú eres la que quiso venir aquí. Traidor, dijo ella mientras se ponía de pie. Traidor de mierda, dijo, nunca antes le había escuchado decir una mala palabra, y empezó a correr hacia la casa. Yo me levanté y corrí detrás.

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Mamá y papá casi nunca se trataban, eran como extraños. Pero en la procesión, por las calles del pueblo, los vi agarrarse de la mano. Éramos los visitantes ilustres, una de las familias que habían prosperado en la ciudad, y teníamos que aparentar que nos queríamos. Nos queríamos pero, en la ciudad, mamá y papá dormían en cuartos separados y podían pasar días enteros sin decirse nada. Mi hermano caminaba a mi lado. ¿Te la chapaste? ¿Sí o no? La música de la banda sonaba fuerte y yo hice como si no lo hubiera oído. Delante nuestro caminaban los abuelos apenas y los tíos número

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" Olía raro, era posible que así olieran las mujeres por dentro".

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estaban en la primera fila, justo detrás de la Virgen que cargaban entre cuatro. Ahí cerca estaban las chicas también. Yo a la Anna la manoseé entera. Hasta me dejó que le metiera un dedo. No te creo, dije. En ese momento la procesión se detuvo y mamá se dio la vuelta para constatar que estuviéramos rezando. Tenía una mirada dura, mamá. Yo no entendía aún que esa era la mirada de las mujeres que no son felices, la mirada de las mujeres abandonadas por maridos que sin embargo seguían a su lado, por costumbre o por guardar las apariencias o porque tenían claro que las amantes eran para un rato, a diferencia de la esposa, que debía ser una sola para siempre. La de mi hermano tenía esa misma mirada y yo la consolé, años después. Cuando mi consuelo dejó de serle necesario y decidió irse con los niños, a él lo vi llorar por primera vez. Terminó el rezo y mi hermano me miró desafiante. No te creo, repetí. Me vale un huato que no me creas, dijo. Luego se le ocurrió que quizá su dedo todavía olía a ella y lo acercó primero a su nariz y después a la mía. Olía raro, era posible que así olieran las mujeres por dentro. Con la expresión victoriosa, él volvió a preguntar si me había chapado a Lucía. Claro que me la he chapado, dije. Con lengua y todo. Menos de diez metros más allá la abuela se detuvo. Respiraba agitadamente y hubo un desorden momentáneo. Los mayores la llevaron a la sombra, hicieron que se apoyara en una pared. Unos minutos después ella insistió en que ya se sentía mejor y obligó a los demás a que siguieran con la procesión. Por unanimidad fui yo el que terminó quedándose, solo porque Lucía no quiso quedarse conmigo.

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La enfermedad había deteriorado a la abuela. Su cara estaba marcada ahora por mil arrugas, algunas profundas y otras no tanto. Todas se movieron de una forma rara cuando sonrió, apenas le dio la primera calada a un cigarrillo que sacó de su cartera. Y ustedes creen que no sé, dijo justo después de botar una larga ráfaga de humo. Yo me quedé mirando cómo se disolvía en el aire, primero sin entender a quiénes ni a qué se refería, luego sin estar seguro de cómo responder. La advertencia de mamá había sido clara, mi corazón comenzó a palpitar rápido. Como si lo oyera, como si el enfermo al que debíamos custodiar fuera yo, o quizá solo decepcionada de mi cobardía, la abuela volvió a hablar entonces. Vamos, dijo. Ya vámonos de una vez.

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* RODRIGO HASBÚN Nació en Cochabamba, en 1981. Ganó en dos ocasiones el Premio Nacional de Literatura Santa Cruz de la Sierra, obtuvo el Premio Unión Latina a la Novísima Narrativa Breve Hispanoamericana y fue parte de Bogotá39. La revista Granta en Español lo seleccionó recientemente como uno de los mejores narradores jóvenes del idioma. Con guiones co-escritos por él, dos de sus textos fueron llevados al cine. Además de El lugar del cuerpo, publicó el libro de cuentos Cinco.

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La gente se ríe cuando le cuento esta historia: es como si no lo pudiera evitar. Yo mismo me reí cuando la leí por primera vez en un diario, hace tres años. El 12 de enero de 2007, Mario se encuentra con sus amigos y les pide que le tatúen un corazón de Boca, pero Marcos Coronel y Carlos Ramírez tienen otra idea: entonces le atan las manos (le dicen que lo hacen para que no se mueva, porque si se mueve el tatuaje puede salir mal: Mario les cree) y le tatúan una pija en la espalda. Mario está muy nervioso, casi descontrolado. La madre quiere remediar la situación rápidamente: decide llevarlo a otro lugar, para que le hagan un nuevo tatuaje que tape la pija. El corazón de Boca, la idea original, no sirve, no alcanza. Madre e hijo miran el catálogo de tatuajes y toman una decisión: Mario se hace tatuar una virgen, pero hay un error de cálculo y resulta que la virgen tampoco tapa la pija de la espalda de Mario: la cabeza de la virgen está envuelta por la cabeza de la pija, los testículos quedan a los costados de la capa. Le queda, entonces, una especie de virgen-pija, una marca que lo acompañará por el resto de su vida, ya de por sí pródiga en mutilaciones. Mario tiene 19 años y una edad mental que su madre estima en 11 y vive en el barrio Cantera 25, uno de los más pobres de Concepción del Uruguay, provincia de Entre Ríos, a diez cuadras del centro al que muchos de sus habitantes –el propio Mario, entre ellos– descienden, por las noches, con sus carritos de cartoneros. Cantera 25 es, teóricamente, un barrio y no una villa de emergencia o un asentamiento, aunque el nivel de vida de sus habitantes es más o menos el mismo de las villas y los asentamientos. Las calles que lo componen figuran en los planos de la ciudad y hasta algunas casas, inconclusas para siempre, son de material. En noviembre de 2009, el desborde del río

Uruguay saturó el arroyo El Gato, que pasa por delante de Cantera 25. El arroyo inundó el barrio: el agua llegó a más de siete metros de alto y Cantera 25 fue evacuado. Existe un proyecto para construir la llamada Defensa Norte, una barricada de doce metros de alto que, si funciona tan bien como la Defensa Sur, evitaría futuras inundaciones en Cantera 25, pero la Defensa Norte, por ahora, no existe. En enero de 2007, cuando le tatuaron primero una pija y después una virgen, Mario era menor de edad, por eso no se dice aquí su nombre completo ni el apellido de su padre, aunque en Cantera 25 todo el mundo conoce la historia. Allí todos se conocen y casi todos están emparentados. Han pasado tres años de lo sucedido. Mario es mayor de edad, aunque apenas puede expresarse por medio de palabras. Estoy en su casa en Teniente Ibáñez y Eva Perón: a diez cuadras, a un mundo del Grand Hotel y del Casino, donde la clase media delira por la videorruleta y, un poco menos, por la ruleta de paño. En estos días, con el apoyo del Estado provincial, comienzan las obras para ampliar el casino anexándole el inmueble vecino: lo que fuera el teatro Texier, una sala para seiscientos espectadores que ahora será destinada exclusivamente a las máquinas tragamonedas, pero esta digresión no tiene ninguna importancia ni para Mario ni para su familia, que jamás fueron al teatro, ni mucho menos al casino. El padre de Mario dice que coloca aleros y que hace changas en obras en construcción, pero su oficio permanente es lo que llama “el cirujeo”: tiene un caballo, una yegua, un carro, sogas para que la mercadería no se caiga del carro. Junta fierro, aluminio, cartones, botellas y todo eso. El lugar donde viven Mario y su familia no llega a calificar como “casa”: fue entregado por el gobierno de la provincia de Entre Ríos en el marco de esos planes de entrega de “unidades habitacionales” a aquellos que no tienen otra opción. Leonardo Blanc, secreta-

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" El padre de Mario dice que tiene ocho hijos, 23 años el más grande, 4 la más chica. Le pregunto los nombres, enumera siete, después la cuenta se extiende a nueve".

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rio de Desarrollo Social de Concepción del Uruguay, dice que Cantera 25 está habitado por trescientas familias: alrededor de 1500 habitantes en situación de pobreza o indigencia. Basándose en la combinación entre los datos del Censo Nacional 2001 y una encuesta realizada en 2009, Blanc calcula entre diez y doce mil pobres en una ciudad de ochenta mil habitantes. Uno de ellos es el padre de Mario, que me cuenta la historia de su hijo. –El tema empezó porque el gurí era fanático de Boca y le dijeron te vamos a dibujar un corazón de Boca y lo agarran y resulta que se lo hicieron mal. Eran vecinos, pero andaban en el tema de la droga, porque se andaban endrogando por ahí, pero la madre le va a contar mejor. Ella se ocupó de todo. El padre de Mario dice que tiene ocho hijos, 23 años el más grande, 4 la más chica. Le pregunto los nombres, enumera siete, después la cuenta se extiende a nueve. Desde la radio de un minicomponente negro y plateado llega una voz de acento “neutro”, en el sentido que la CNN le da a esa palabra. –Cuando usted piensa cosas negativas, está abriendo su vida al demonio. Mario duerme. El padre supone que ya debe de estar por levantarse. Le pregunto si cree que querrá hablar conmigo. –No creo. Si está la madre, puede ser. Si estoy yo, no. –¿Por qué? –Tuvimos un desacuerdo y no me quiso hablar más, él siempre habló conmigo. Yo laburaba en una frutería y ese día no sé qué se me había perdido, no sé si plata o algo, 200, 300 pesos. Después él no dijo nada y yo le dije boludo, yo la necesito.

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–¿Le pegó? Me la agarré con él y con la madre y le pegué un chirlo, me dolió más a mí que a él, igual ayer me habló algo ya. –¿Cuándo fue esto? –Fue hace unos meses. Él era muy agresivo, antes, tanto con los maestros como con los compañeros. Lo empezó a tratar una psicóloga y depués se emperró, se emperró y no quiso ir más. Después lo agarró una segunda psicóloga y empezó a andar bien bien y bien. La radio insiste: Abra su energía, abra su corazón a estar contento. Mirta Romero, la madre de Mario, está en el hospital. El día anterior, otro de sus hijos tuvo un accidente con la moto: dentro de todo, la sacó barata, porque pegó con la cabeza en el vidrio y cayó justo sobre el chofer, el manubrio de la moto quedó dentro del auto. El padre me cuenta que duermen en una misma habitación él, su esposa y los tres nenes más chicos, y en la casa del fondo duermen otros tres pibes, ah, no, son cuatro, tiene razón. Hay uno que vive en otro lado porque está casado. La casa del fondo está separada de la del frente por un pequeño patio. Parece más una pieza que una casa. En el patio hay una gallina encerrada en un cajón de manzana. Además del caballo, la yegua y la gallina, la familia tiene cinco perros, dos mestizos y tres galgos. El padre de Mario dice que los galgos pueden ser un buen negocio, si se los cruza con otros galgos, que uno de los gurises entiende de esas cosas y se está ocupando. Los galgos son de por sí flacos, pero estos galgos están extremadamente flacos. La familia de Mario vive del cartoneo, las changas, el plan de ayuda social que recibe ella, la pensión por discapacidad de Mario y la asignación universal por hijo. El locutor de la radio cambia de táctica. Ahora tutea a sus oyentes: –Siente tu mundo interior y regocíjate.

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Cuando me estoy yendo, aparece un muchacho como de 18 años, con el cuello torcido. –Ese es el hermano menor –me explica el padre. Enseguida aparece otro muchacho que aparenta la misma edad, con una expresión que denota su retraso. –Es Mario, pero no le hable ahora, hágame caso, venga más tarde.

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Marcos Coronel vivía a una cuadra del hogar de Mario. Su muerte no llegó a Buenos Aires. El apuñalamiento de un hombre en un barrio precario no califica como “noticia” a más de cien kilómetros de distancia. Fue un tema de polleras, me dice una vecina. Fue un tema de polleras, confirma Sergio Solda, Jefe de Operaciones de la Comisaría 1ª. Lo mató un tal Sanabria, me dice, fue condenado por el homicidio y está detenido en la UP4. –Además del episodio del tatuaje, ¿Marcos tenía otros antecedentes? –Uh, de robo calificado para arriba, todo lo que quieras. Era lo que nosotros llamamos un croto delincuente. El padre de Marcos está juntado con la madre del que lo mató – informa Mirta Romero, ya de regreso en su casa. Mirta toma mate en el frente junto a su prima. La prima de Mirta es la suegra de Carlos Ramírez, el otro “tatuador”. Mirta dice que tuvo más hijos que los que nombró su marido: un total de trece, dos de ellos de soltera, y que ahora le quedan once. El primero que perdió le duró siete meses: tenía, dice, el bazo muy grande, el hígado muy grande. El segundo, en realidad no llegó a nacer: cuando pasó lo de Mario, Mirta tuvo un disgusto, demasiados nervios. –Yo soy la única que más o menos lo entiende al gurí, porque él apenas habla y con el padre no se habla de hace tiempo. –Un mes, me dijo él…

–No, cuatro años. A mi marido le faltaban 200, 300 pesos, estaba muy nervioso, los necesitaba, tenía que viajar, le quiso pegar. Mi hijo agarró un palo, él se lo sacó, le pegó en la cabeza y mi hijo no le habló más. Hicimos una denuncia por violencia familiar y se calmó. Igual no es que sea violento, fue violento ese día nomás, un mal momento, perdió la paciencia. Pasa que a Mario hay que saberlo tratar, él tomaba Rivotril, Clonazepán, y ahora ya no toma nada, ya no se trata. Por eso es agresivo, sobre todo con los milicos. Lo miran y ya se relaja. Se acuesta tarde, mira televisión con el hermano, se levanta al mediodía. Y tiene amigos de vagancia, anda en mala junta: con mala junta pero no haciendo nada malo, te aclaro. –Cuénteme su versión de lo que pasó. –Él se fue a hacer un tatuaje de Boca, yo le digo qué te pasa que venís así, lo habían erijeado (sic), la marca profunda. Él andaba buscando y le dicen vení que no te voy a cobrar nada. Lo ataron con cable, quería aflojar el cable, pero no podía. Salí a buscarlos, así como estaba, no los encontré. Fui a la policía a hacer la denuncia, encontraron las cosas con las que le hicieron eso. No se llevaron a nadie. Yo no tengo para pagar abogados. Quedó todo así porque él no se quiso ver con ellos. No se quiso presentar. No sé si estaba amenazado o qué, pero él no se quiso presentar nunca. Herido no estaba, se le hacían granitos con pus, pero nada más, y después le mostré todos los tatuajes que tenían y eligió la virgen porque le tapaba, pero al final no le tapó. Lo querían tapar con láser, pero no: si a él le dice vamos al médico, que te quieren sacar un análisis, él no quiere, y para hacerle el láser había que ir varias veces.

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Los vecinos me indican la casa donde vive Marcelo Coronel, el hermano de Marcos. No puedo golpear la puerta, porque hay una pequeña cerca de por medio. Aplaudo. Sale a mi encuentro un cuzquito que número

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" Dice que la puñalada fue al aire libre, acá a la vuelta, a dos cuadras, a las 11 de la noche, que lo vio un montón de gente".

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ladra un poco y se calma enseguida. Dos personas me observan: uno es un joven que está sentado en una silla plástica blanca con el respaldo roto, apoyada contra un árbol, al lado de una montaña de basura. –Marcelo está trabajando, viene más tarde –dice. Es el propio Mario. El joven que lo acompaña es Luis, su hermano mayor, que vive en la misma cuadra. Me presento ante ambos, le pregunto a Mario si querrá hablar conmigo. Mañana, dice, ahora vamos a trabajar. Los veo perderse con el carrito. Comienza a oscurecer. Un colega me aconsejó que tratara de que no se me hiciera de noche en Cantera 25. Parece un buen consejo. A la mañana siguiente, salgo en busca de la casa de Carlos Ramírez, en Eva Perón y Lorenzo Sartorio, a tres cuadras de lo de Mario. Allí ocurrió lo del tatuaje. Llego hasta la esquina, un vecino me da una pista falsa, no, no es acá, es para allá, dice, y me pierdo entre calles de tierra. Una vecina me devuelve el sentido de la orientación: vas por acá, doblás por allá, vas a ver una casa de madera. Ahí vive, es el que le hizo al pibe el dibujo atrevido. Llego donde me dijeron, estoy a metros de la casa del vecino que me dio la pista falsa. Golpeo la puerta de la casa de madera: una mujer joven me dice que Carlitos Ramírez ya no vive allí, que vivía antes, ahora no. No le creo nada. –Te mintió. Vive ahí, ahí fue –me dirá Mario, más tarde. Me vio cuando preguntaba, yo no lo vi a él. Charlamos apurados, mientras camina a buscar su mochila: le tocó en suerte viajar de urgencia a Gualeguaychú junto con su hermano mayor, para darle una mano en el trabajo a un tío enfermo. –No me acuerdo mucho. Yo estaba remamado. Ataron mano, amigos falsos –me dice. Y agrega: –a Marcos lo mataron. –Lo mató el Panta –dice, más tarde, una vecina que resulta ser la prima del Panta–. Eran hermanastros. Ahora el Panta está preso.

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–A ese Marcos lo vendía la cara de diablo que tenía –dice Mirta Romero. El chico del cuello torcido es Ricardo, uno de los hermanos menores de Mario. Lo operaron, salió mal, quedó así, con el cuellito torcido, dice la madre, sin darme mayores detalles. Tenía cefalia [hidrocefalia], eso. En esa época lo internaron en Buenos Aires, en el Garrahan, y yo lo interné a Mario en Paraná, porque yo no lo podía cuidar y el padre tampoco y parece que andaba fumando porro. Entonces se escapó y se volvió para acá. Ahora hace lo que quiere, se acuesta cuando quiere, se levanta a la hora que quiere. Mientras prepara las milanesas para su familia, Graciela, la esposa de Marcelo Coronel, dice que su cuñado Marcos era bueno, si uno lo sabía llevar, dice también cuando estaba tomado yo no quería que viniera. Dice que Marcos dejó dos hijos, que uno está con la abuela y el otro con la mamá. Dice que el problema fue con la mujer del Panta, que lo buscaba mucho, que ella tomaba mucho y Marcos también. Dice yo la veía a la Silvia, venía acá todo el tiempo, siempre cuando el Panta estaba trabajando. Dice que la puñalada fue al aire libre, acá a la vuelta, a dos cuadras, a las 11 de la noche, que lo vio un montón de gente. Dice que el Panta estaba con la Silvia. Dice que cuando el Panta le pegó la puñalada a Marcos, la Silvia salió corriendo con él. Dice que a él le dieron doce años, a ella la soltaron porque tiene hijos. Dice yo me enteré al día siguiente. Dice tengo la fecha, fue el 4 de noviembre de 2008. Dice yo sé que lo dejaron tirado: él llegó hasta la casa del padre y cayó ahí Ahora soy yo el que llega hasta la casa del padre. Apenas le cuento que vine a hablar de su hijo Marcos, Miguel Ángel Coronel se pone de pie, se cierra los ojos y se estira los bigotes con los dedos pulgar e índice. Hay un notable contraste entre la dureza de su discurso y el aspecto devastado de su rostro.

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–Lo mató otro drogadicto igual que él. Tenía todo para salir adelante: una casa, un trabajo, pero nunca quiso escuchar lo que uno le decía. Era sabido que iba a terminar así: o lo mataba un milico, o lo mataba otro croto como él. Su compañera, la madre de Martín Panta Sanabria, el asesino de Marcos, asiente en silencio. Vuelvo a la casa de Mario, a despedirme de su familia. Le pregunto a Mirta Romero si cree que el retraso madurativo de cuatro de sus hijos, incluyendo a Mario, podría deberse a problemas en la alimentación. –Puede ser –dice–; en aquella época andábamos muy mal, juntando, pidiendo. Aunque también podría ser de herencia, porque yo tengo una hermana con discapacidades. La gente se ríe cuando le cuento esta historia: es como si no lo pudiera evitar. Yo mismo me reí cuando la leí por primera vez en un diario, hace tres años.

* DANIEL RIERA Es periodista egresado de TEA y trabaja como tal desde los 18 años. Actualmente es uno de los editores de Barcelona y colabora con las revistas Soho, Arcadia, Gatopardo y Paula. Fue redactor especial en Rolling Stone y secretario de redacción de La Maga. Escribió en TXT y en la revista mexicana Proceso. Antes lo había hecho en los diarios Página/12 y Sur y en las revistas Pelo, El Porteño y El Periodista, entre otras. Es autor de los libros Vas a extrañarlo, porque es justo, Sexo telefónico y El carácter Sea Monkey. Es coautor de Queríamos tanto a Olmedo; Virus. Una generación y Puto el que lee. Diccionario argentino de insultos, injurias e improperios. Algunas de sus crónicas periodísticas fueron publicadas en las antologías Un mundo muy raro y otras crónicas de Gatopardo; Lo mejor del periodismo de América latina, La Argentina Crónica y Crónicas filosas. Los mejores relatos de Rolling Stone. También en ventrílocuo: formó el dúo Paco y Oliveiro, a quienes acompaña, a veces, la muñeca Leticia. | número 1

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En la antología de cuentos de Ryunosuke Akutagawa (18921927), publicada en inglés (2006) con prólogo del célebre novelista japonés Haruki Murakami, el autor de 1Q84 insiste en ver a Akutagawa como “el elegido” y al mismo tiempo se refiere a su “caída”. Prefiero centrarme en la primera parte de esa propuesta, pues comparto la idea de que entre los narradores japoneses más conocidos y relevantes del siglo XX quizá sea Ryunosuke Akutagawa el que se siga leyendo, a casi un siglo de su fulgurante debut, con mayor fervor y devoción. Ya desde antes de su prematura y trágica muerte a Akutagawa se le leía como a un clásico, despertando incluso entre escritores de su país, como fuera el caso de Osamu Dazai, que lo idolatraba, una devoción reverencial. Es posible que a su fama en Occidente hayan contribuido los tempranos elogios de J. L. Borges, quien lo incluyó en su famosa Antología de la literatura fantástica de 1940. Y luego la eclosión para el cine japonés que significó Rashômon el film de Akira Kurosawa de 1950, basado en dos cuentos de Akutagawa, ganador el año siguiente de la Palma de Oro en el Festival de Cine de Venecia y del Oscar a la Mejor Película Extranjera, seguro que incrementó el interés por nuestro autor. Akutagawa fue, sin duda alguna, un maestro de las formas breves, en especial del cuento, adelantándose y quizá influyendo a maes-

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el elegido

Ednodio Quintero

tros del género como Borges, Hemingway y Raymond Carver. Y si hubiera que elegir al mejor cuentista del siglo XX en cualquier idioma es muy probable que la escogencia recayera en Akutagawa. Entre los atributos que destacan en la obra de nuestro autor están la precisión y la concisión en espacios cerrados de tiempo y lugar. Hay un aspecto, sin embargo, que a veces, tal vez por obvio, se olvida señalar: la amplitud del registro de sus escrituras. Que no se refiere a cambios de estilo o de temática, sino al perfecto ajuste entre la acción y el lenguaje utilizado para la ejecución del relato. Pienso que el mayor mérito de los escritos de Ryunosuke Akutagawa es su capacidad de producir emociones, derivada en parte de sus habilidades innatas como narrador y del uso de las diversas estrategias narrativas que sabía manejar como un consumado tahúr. Pero, más allá de sus capacidades técnicas, predomina su profunda sensibilidad y su magistral y a menudo dramático conocimiento de la condición humana, que solía llevarlo a producir piezas sutiles y delicadas como la que ofrecemos a continuación a los lectores hispanohablantes.

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Ednodio Quintero Sangenjaya, Tokio, 9 de octubre de 2011 [traducción]

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Ryunosuke Akutagawa

Traducción directa del japonés: Ryukichi Terao * Con la colaboración y nota introductoria de: Ednodio Quintero * *

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ucedió un día nublado de invierno. Yo esperaba distraído el silbato de partida del tren, arrinconado en un asiento de segunda clase de la línea Yokosuka con rumbo a Tokio. Extrañamente, no había ningún otro pasajero dentro del vagón, que ya se había iluminado con luz eléctrica desde hacía rato. Y resultaba más extraño todavía, lo pude comprobar con un vistazo al exterior, que en la plataforma tampoco había ni una sombra de gente que viniera a despedirse; sólo distinguí a cierta distancia un perrito enjaulado que de cuando en cuando ladraba de tristeza. Aquel paisaje sintonizaba, como si se tratara de un acto de magia, con mi estado emocional. Un cansancio y un hastío difíciles de definir se habían apoderado de mi cuerpo con todo su peso, como una nube

RYUKICHI TERAO. Nació en Japón. Tiene un Master y un Ph.D. en el Graduate School of Arts and Sciences de la Universidad de Tokio. Ha sido profesor visitante de Literatura comparada en varias universidades latinoamericanas. Es autor de los libros Literaturas al margen y La novelística de la violencia en América Latina: entre ficción y testimonio. Como traductor volcó al japonés a Mario Vargas Llosa (La verdad de las mentiras), Ernesto Sábato (El escritor y sus fantasmas), Juan Carlos Onetti (Juntacadáveres), Juan Gelman (Poemas) y Guillermo Cabrera Infante (Tres tristes tigres). Junto con Ednodio Quintero ha vertido al castellano a sus paisanos Junichiro Tanizaki (Historia de la mujer convertida en mono, Jotaro, el masoquista y La gata, Shozo y sus dos mujeres) y Kobo Abe (Idéntico al ser humano).

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oscura que anuncia la inminente caída de la nieve. Yo permanecía inmóvil con las manos en los bolsillos de la gabardina, sin ánimo siquiera para sacar el periódico vespertino que tenía guardado en uno de ellos. Pronto sonó el silbato. Sintiendo cierto alivio y con la cabeza recostada contra el marco de la ventana, me preparé sin emoción alguna para contemplar el retroceso de la plataforma, que se iba quedando atrás según la marcha del tren. Antes, sin embargo, se escuchó cierto alboroto y una serie de pisadas precipitadas desde el pasillo, y enseguida se abrió con brusquedad la puerta de mi vagón de segunda clase para permitir la entrada apresurada de una chiquilla de trece o catorce años, seguida por los insultos del conductor. Casi simultáneamente, el tren arrancó despacio con una fuerte sacudida. Las columnas que desfilaban allá en la lejanía, el vagón portador de agua que permanecía en otra vía como abandonado, el maletero que le agradecía la propina a algún pasajero todo esto se fue quedando a mis espaldas, no sin cierto rencor, envuelto en el humo polvoriento que golpeaba la ventana. Con la serenidad recobrada, encendí un cigarrillo mientras abría al fin los párpados aletargados para observar de una ojeada a la recién llegada, ahora sentada frente a mí. Se trataba de una típica provinciana, con el cabello sin brillo, peinado en forma de hoja de ginkgo, y exhibía una cicatriz horizontal en las mejillas, agrietadas por la sequedad, que se sonrojaban en exceso, a punto de causar repugnancia. Llevaba sobre las rodillas un gran pañuelo a modo de envoltorio, y también de aquéllas colgaba sin peso una bufanda de lana color amarillo rojizo. En las manos hinchadas

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EDNODIO QUINTERO. Nació en Trujillo, Venezuela, en 1947. Es ingeniero forestal, narrador, guionista de cine y profesor jubilado de la Universidad de Los Andes. Parte de su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano y portugués. Emergió de la literatura premiado por tres mitos de la narrativa hispanoamericana: Juan Rulfo, Juan José Arreola y Edmundo Valadés, quienes integraban el jurado de la revista El Cuento Ilustrado. Dentro de su obra pueden mencionarse los siguientes libros: La muerte viaja a caballo, El combate, El arquero dormido, La danza del jaguar y Mariana y los comanches. Como especialista de la cultura nipona, ha cuidado la edición al castellano la obra del autor Junichiro Tanizaki con excelentes resultados.

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"Durante todo este tiempo nunca por los sabañones, que sostenían pude borrar de mi memoria a la el envoltorio, se veía un pasaje rojo chiquilla que se sentaba frente de tercera clase, empuñado con a mí, como si ella encarnara la fuerza. No me gustó el rostro vulvulgaridad misma de la sociedad".. gar de la chiquilla y me desagradó

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su vestimenta sucia, además de la molestia que me causaba su desfachatez al ocupar un asiento de segunda con un pasaje de tercera. Con el cigarrillo encendido, decidí sin ganas extender el periódico sobre mis rodillas para olvidarme de aquella intrusa. De inmediato, el rayo de sol que alumbraba las páginas se esfumó de repente para ceder su sitio a la luz eléctrica, que hizo resaltar ante mis ojos, en un extraño relieve, las letras mal impresas de algunas columnas. Claro, el tren atravesaba el primero de los tantos túneles que se sucedían a lo largo de la línea Yokosuka. Un recorrido fugaz bajo la luz artificial bastó para darme cuenta de que había demasiados sucesos banales en el mundo, capaces de aligerar mi mente deprimida. El tratado de paz, nuevos matrimonios, casos de corrupción, notas necrológicas pasé una revista maquinal a todas esas columnas desérticas mientras, por un momento, perdí el sentido de la orientación al avanzar por el túnel. Durante todo este tiempo nunca pude borrar de mi memoria a la chiquilla que se sentaba frente a mí, como si ella encarnara la vulgaridad misma de la sociedad. El tren que se desplazaba en la penumbra, la chica provinciana y el periódico vespertino repleto de noticias ordinarias esta triple alianza no era sino un símbolo para mí: un símbolo que representaba lo tedioso de la vida humana. Harto de todo, dejé de lado el periódico y cerré los ojos como un muerto intentando conciliar el sueño, con la cabeza apoyada de nuevo contra el marco de la ventana. Así transcurrieron algunos minutos. Sintiéndome amenazado por algo desconocido, barrí con la mirada mi campo de visión y me di cuenta que la muchachita, que se había pasado con celeridad al lado de mi asiento, forcejeaba con la ventana para abrirla. El vidrio era tan pesado que apenas lograba mover el marco. Con las mejillas aún más

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sonrojadas, la chica respiraba con dificultad, y de vez en cuando se sonaba la nariz. Mientras escuchaba su respiración agitada, no pude evitar cierta sorpresa ante aquella escena, pues no lograba comprender por qué a la chiquilla se le ocurrió forzar la ventana cerrada. Era obvio, a juzgar por la cercanía de las laderas cubiertas por la vegetación marchita que reverberaba bajo la luz crepuscular, que el tren no demoraría en entrar de nuevo a otro túnel. Convencido de que la chica lo hacía sólo por capricho, me abstuve de expresar mis sentimientos y permanecí impasible observando esas manos cubiertas de sabañones que se empeñaban en abrir la ventana, casi con el secreto deseo de que se frustraran sus intentos. Pronto el tren entró al túnel con un ruido estruendoso y, al mismo tiempo, la ventana cedió ante los esfuerzos de la chiquilla. Del marco rectangular irrumpió un viento negro, cargado de hollín, que no tardó en invadir todo el vagón con su humo asfixiante. Yo, que andaba delicado de la garganta desde hacía un tiempo, tuve 103 un terrible acceso de tos ante aquel remolino de polvo que me acometió en pleno rostro, sin darme oportunidad siquiera para taparme la mandarinas boca con el pañuelo. Sin un asomo de preocupación por mí, la mu- Ryunosuke Akutagawa chachita sacó la cabeza por la ventana y dirigió su mirada hacia delante, con su cabello peinado en forma de ginkgo ondulando en el aire oscuro. Si no llegué a regañarla con furia para forzarla a cerrar la ventana, en el mismo instante en que la observé a la luz de la lámpara empañada por el hollín y controlando a duras penas la tos, fue porque de pronto, con el cambio repentino de luz al entrar al paisaje exterior, se filtró una ráfaga de aire fresco con olor a tierra, vegetación y humedad. El tren, que ya había dejado "Sin un asomo de preocupación atrás el túnel, iba pasando por un crucero de los suburbios, situado por mí, la muchachita sacó la entre una colina y un lugar lleno cabeza por la ventana y dirigió de pilas de heno. Ahí cerca se apre- su mirada hacia delante, con tujaban en desorden casas misera- su cabello peinado en forma bles con techos de teja y paja, y una de ginkgo ondulando en el aire bandera pálida flameaba lánguida oscuro". [traducción]

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con los reflejos del atardecer, quizá siguiendo los movimientos acompasados del guardagujas. Al sobrepasar el túnel había experimentado cierto alivio, y ahora distinguía, al otro lado de la barrera, a un grupo de tres niños con las mejillas sonrojadas, apretujados en una fila. Los tres eran bajos de estatura, como si se hubieran encogido bajo aquel cielo nublado, y vestían de manera sombría, casi como el paisaje de ese barrio abandonado. Con las miradas alzadas siguiendo la marcha del tren, los tres niños levantaron las manos al unísono y a pleno pulmón gritaron palabras incoherentes, mostrando sus tiernas y rosadas gargantas. En ese mismo instante, la chiquilla, que había permanecido con la cabeza fuera de la ventana, extendió los brazos y los agitó con fuerza, al tiempo que lanzaba al viento una media docena de mandarinas, que resplandecieron en el aire con la calidez de un sol primaveral, como si quisieran levantar el ánimo, antes de caer una tras otra encima de los niños que no cesaban de expresar su alborozo. Me quedé sin aliento y lo comprendí todo de inmediato: la pobre chica, que iba a trabajar de sirvienta en alguna casa lejana, agradecía la despedida entusiasta de sus hermanitos arrojándoles unas cuantas mandarinas que había guardado en su seno. El crucero de los suburbios teñido por el crepúsculo, los tres niños que lanzaron alaridos de pájaro, y el color fresco de las mandarinas que revolotearon sobre sus cabezas esta escena se disipó en un abrir y cerrar de ojos tras la ventana del tren, pero se quedó grabada en mi mente con melancólica nitidez. Y sentí surgir desde el fondo de mi alma un júbilo misterioso, nunca antes experimentado. Irguiendo la cabeza con resolución, escudriñé el rostro de la chiquilla como si fuera otra persona. Sentada de nuevo delante de mí, la niña seguía sosteniendo el pasaje de tercera en su puño apretado, con las mejillas agrietadas sumergidas en la bufanda de lana color amarillo rojizo... En ese momento logré olvidarme, por primera vez en muchos años y aunque fuera de forma efímera, tanto de mi fatiga y hastío como de esta vida incomprensible, vulgar y tediosa.

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(fragmento) Jonathan Coe *

Traducción del inglés: Javier La Cruz

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Sidney-Watford l ejecutivo le llevó un par de minutos colocarse bien en su asiento y ponerse cómodo. Cuando ya estaba sentado, se percató de que se había dejado el ordenador en una bol­sa en el compartimento de arriba, de modo que tuvo que levantarse otra vez y, jadeando un poco, pegar unos cuantos tirones y cambiar unas cuantas cosas de sitio, antes de que los dos volviéramos a ocupar nuestros asientos. Luego abrió el portátil de golpe y se puso a teclear como loco casi en el acto. A los cinco minutos más o menos dejó de teclear, les echó un vistazo rápido a las palabras del monitor, apretó un último botón con gesto decidido, casi JONATHAN COE. Nació en Birmingham, en 1961. Estudió en las universidades de Cambridge y Warwick, y ha sido colaborador de London Review of Books y The Times Literary Supplement. En Anagrama ha publicado cinco novelas, que lo han consagrado como uno de los mejores escritores de su generación, empezando por ¡Menudo reparto!, que fue galardonada con el Premio The Mail on Sunday/John Lewellyn Rhys y, en Francia, con el Prix Meilleur Livre Étranger. Su novela posterior, La casa del sueño, obtuvo el Writer’s Guild Best Fiction y, en Francia, el Prix Médicis Étranger. La siguiente, El Club de los Canallas, obtuvo el Premio Arcebispo San Clemente, otorgado en Santiago de Compostela.

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"¿Sabe lo que me encanta teatral, y después suspiró y se recosde los aviones? –le pregunté tó en su asiento, jadeando un poco sin desanimarme–. Es el último mien­tras el ordenador se apagaba. sitio que nos queda donde Volvió la cabeza hacia mí, sin misomos totalmente inaccesibles. rarme de verdad, pero aquel gesto me bastó. Lo interpre­té como que Totalmente libres. Nadie puede me estaba dando pie a iniciar una llamarte por teléfono o mandarte conversación, a pesar de que no lo un sms a un avión". hubiera hecho con esa intención.

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–¿Listo? –le dije. Me miró sin verme; era evidente que no esperaba que le dirigiera la palabra. Por un momento pensé que no iba a decir nada, pero entonces se las apañó para contestar: –Ajá. –¿Los correos de última hora? –me aventuré a decir. –Sí. El acento parecía australiano, aunque era difícil decirlo sólo por las palabras «ajá» y «sí». –¿Sabe lo que me encanta de los aviones? –le pregunté sin desanimarme–. Es el último sitio que nos queda donde somos totalmente inaccesibles. Totalmente libres. Nadie puede llamarte por teléfono o mandarte un sms a un avión. Cuando ya estás en el aire, nadie te puede mandar un correo electrónico. Aunque sólo sea por unas horas, te libras de todo eso. –Cierto –dijo el hombre–, pero no por mucho tiempo. Ya hay algunas compañías en las que puedes mandar e-mails y usar internet en tu propio ordenador. Y se habla de dejar que los pasajeros usen sus móviles. Y yo encantado, la verdad. Lo que le gusta a usted de volar es exactamente lo que yo detesto. Es perder el tiempo. Perder el tiempo completa­mente. –Qué va –le dije–. Sólo significa que, si quieres comu­nicarte con alguien durante el vuelo, tienes que hacerlo directamente. Hablando, por ejemplo... Es una oportunidad de conocer gente. Gente nueva.

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Me miró de refilón mientras decía eso. Algo en su mi­rada me dio a entender que podría desaprovechar la opor­tunidad de llegar a conocerme sin arrepentirse demasiado. Pero la negativa que yo estaba esperando no se produjo. En vez de eso, me tendió la mano y me dijo secamente: –Me llamo Charles. Charles Hayward. Pero los amigos me llaman Charlie. –Maxwell –le respondí–. Max, para abreviar. Maxwell Sim. Sim como el actor. –Siempre digo eso cuando me presento, pero normalmente, a no ser que esté hablando con alguien inglés de cierta edad, la referencia se les escapa y tengo que añadir–: O como una tarjeta SIM. –Encantado de conocerle, Max –dijo Charlie; luego cogió su periódico, apartó la vista de mí, y se puso a leer, empezando por las páginas de economía. Pues eso no le iba a funcionar. No puedes ir sentado al lado de alguien trece horas e ignorarlo completamente, ¿ver­dad? De hecho, no sólo trece horas, sino veinticuatro; porque por la tarjeta de embarque que tenía sobre la mesita vi que a Charlie y a mí también nos habían dado asientos contiguos en la segunda parte del viaje. No sería humano ir allí senta­do en silencio todo el rato. Estaba bastante seguro, de todas formas, de que si me esforzaba lo suficiente conseguiría sonsacarle. Ahora que ya habíamos intercambiado unas palabras, ya no me parecía tan antipático, sólo bastante es­tresado y agotado. Debía de andar por los cincuenta y tantos; en la cena me contó que había vivido en Brisbane y ahora 38 tenía un puesto de mucha responsabilidad en la sucursal de Sidney de una multinacional que empezaba a tener dificul­tades económicas. (Supongo que ésa sería la razón por la que no iba en Business Class.) Se dirigía a Londres para hablar de la crisis con algunos de los otros veteranos de la empresa; no me especificó cuáles eran las dificultades económicas, claro (¿por qué iba a contárselo a un tipo como yo?), pero por lo visto todo tenía que ver con el apalancamiento finan­ ciero. Su empresa había conseguido unos préstamos dema­siado financiados, o poco financiados, o algo así. En un determinado momento, [traducción]

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.... "y me puse a hacerle cuando estaba tratando de explicár­ confesiones y confidencias a melo, pareció que se entusiasmaba aquel nuevo conocido que bastante, y pensé que había alguna seguro que a él le parecieron un posibilidad de que se volviera muy rollo, si no le hicieron sentirse un charlatán, pero cuando se dio cuenta de que yo no sabía nada de apa­ tanto incómodo". lancamiento, y que en realidad no

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sabía nada de cualquier instrumento financiero más complicado que un giro en descubierto o una cuenta de ahorro, por lo visto perdió todo interés en mí, y a partir de ahí fue cada vez más difícil sacar­le más de cuatro palabras. Tampoco ayudó el que hubiera bebido varias copas de champán y varias cervezas con la comida, y que empezase a parecer aún más cansado que antes. El otro problema era que, a medida que se iba ponien­do taciturno, a mí me pasaba lo contrario, y (aterrorizado por la posibilidad de que se instalase el silencio entre nosotros) empecé a volverme locuaz, incluso parlanchín, y me puse a hacerle confesiones y confidencias a aquel nuevo conocido que seguro que a él le parecieron un rollo, si no le hicieron sentirse un tanto incómodo. Todo empezó cuando le dije: –Qué suerte tienes de vivir en Sidney, ¿no? Qué ciudad más increíble. Es tan distinta a donde yo vivo... Hice una pausa –¿No vives en Londres, entonces? –No, no es exactamente Londres. Vivo en Watford. –Ah, en Watford –repitió. Costaba saber si pronuncia­ba aquella palabra con curiosidad, desdén, simpatía o lo que fuera. –¿Has estado en Watford? Negó con la cabeza. –Creo que no. He estado en algunas ciudades impor­tantes. París, Nueva York, Buenos Aires, Roma, Moscú... Pero en Watford no, no sé por qué. –Pues Watford tiene muchas cosas interesantes –insistí, con un tono un poco a la defensiva–. Mucha gente no sabe que es la ciu-

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dad gemela de Pesaro, una ciudad italiana muy bonita, en la costa del Adriático. –Seguro que son el matrimonio ideal. –A veces –continué– me pregunto por qué he acabado viviendo en Watford. En realidad yo soy de Birmingham, ¿sabes? Supongo que será porque hace unos años me salió un trabajo en una fábrica de juguetes de St. Albans y Watford queda muy cerca, como ya sabrás. O a lo mejor no lo sabes. El caso es que están pegadas. La verdad es que resulta la mar de cómodo si por lo que sea tienes que ir de una a otra. Claro que dejé de trabajar para esa compañía poco después de mudarme a Watford; qué irónico, ahora que lo pienso, porque luego empecé a trabajar para unos grandes almacenes de Ealing, que está más lejos de Watford que St. Albans. No mucho más lejos, eso sí; sólo..., bueno, unos diez o quince minutos si vas en coche. Que es como iba yo, porque está complicado ir de Watford a Ealing en transporte público. Pero que muy complicado, en realidad. Aunque desde lue­go no me arrepiento de haber cogido ese trabajo, el trabajo de Ealing, digo; porque así fue como conocí a Caroline, mi mujer. Bueno, supongo que pronto mi exmujer, porque nos separamos hace unos meses. Digo que nos separamos, pero lo que pasó de verdad fue que me dijo que ya no quería estar conmigo. Yoye, vale, está en su derecho, y hay que respetar esa clase de decisiones, ¿no es cierto?, y ahora ella está..., pues ya te imaginas, muy feliz con nuestra hija Lucy, se han vuelto al norte, y parece que les va bien, porque por alguna extraña razón, no sé por qué, parece que Caroline nunca llevó bien lo de Watford, que nunca fue feliz del todo allí, lo que es una pena, porque ya sabes que todos los sitios tienen cosas buenas, ¿o no?, aunque tampoco es que por vivir en Watford te levantes cada mañana pensando: «Bueno, puede que la vida sea una mierda, pero mirándolo por el lado bueno, al menos vivo en Watford»; quiero decir que no es que Watford sea unos de esos sitios donde el mero hecho de vivir en ellos ya supone una razón para seguir vi­viendo, eso sería exagerar un poquito. Watford no es un sitio de ésos, pero tiene una biblioteca pública estupen[traducción]

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da, por ejemplo, y también está Harlequin, que es un centro comercial nuevo enorme con algunas... tiendas increíbles, increíbles de verdad, y también tenemos... (esto te va a hacer gracia, ahora que lo pienso) –viendo su expresión helada, ya no estaba tan seguro–, bueno..., puede que te haga gracia de todas formas, también tenemos el Walkabout, que es una especie de bar temático enorme, que tiene fuera un letrero grandísimo donde te ofrece «El increíble espíritu de Austra­ lia», aunque, ahora que lo pienso, cuando estás dentro nunca te sientes realmente como si estuvieras en Australia, nunca te olvidas realmente de que estás en Watford, si hay que ser sincero; pero, bueno, si eres como yo, y te gusta vivir en Watford de todos modos, tampoco pasa nada; quie­ro decir, alguna gente es feliz simplemente con lo que tiene, ¿no?, y a mí no me parece mal; quiero decir, que nunca me planteé como objetivo vivir en Watford, no recuerdo a mi padre sentándome en su regazo y preguntándome: «Hijo, ¿te has parado a pensar alguna vez qué quieres hacer cuando seas mayor?», ni a mí contestándole: «Me da igual, papá, siempre que acabe viviendo en Watford.» No recuerdo nada parecido, es cierto, pero para empezar mi padre no era ese tipo de persona, nunca me sentaba en su regazo, que yo recuerde, nunca fue muy sobón ni muy cariñoso ni... nun­ca estuvo muy presente en mi vida de un modo significativo desde que yo tenía... bueno, desde siempre que yo recuerde, supongo; pero, de todas maneras, lo que quiero decir es que sólo porque Watford no sea el típico sitio en el que sueñas vivir toda tu vida, eso tampoco lo convierte en el típico sitio del que estás deseando salir; de hecho, tuve una conversación sobre este tema hace unos años con mi amigo Trevor, Trevor Paige, que es uno de mis amigos más antiguos, en realidad; nos conocimos en los noventa, en la época esa en la que yo era representante de esa compañía de juguetes que te con­taba antes; él solía encargarse de Essex y de la Costa Este, y yo me encargaba de Londres y los condados de los alrede­dores, aunque dejé ese trabajo después de un par de años, como ya te he dicho, por los grandes almacenes de Ealing, pero Trevor se quedó, ¿sabes?, y seguimos siendo amigos, sobre todo por-

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que sólo vivía a un par de calles de mí en Watford, hasta hace unos dos años, quiero decir, porque hace unos dos años estábamos tomando una copa juntos en el Yates’s Wine Lodge del barrio y de repente me suelta: «¿Sabes una cosa, Max? Estoy harto, en serio, estoy hasta los huevos», y yo le dije: «¿Hasta los huevos?, ¿pero hasta los hue­vos de qué?», y él me contestó: «De Watford», y yo le dije: «¿De Watford?», y él me contestó: «Sí, estoy hasta los mis­mísimos huevos de Watford, ya llevo viviendo dieciocho años en Watford y, para serte sincero, creo que ya he visto todo lo que Watford puede ofrecer, y no mentiría si dijera que Watford ya no guarda más placeres ni más sorpresas para mí; es más, incluso diría que, si no salgo pronto de Watford, seguramente me suicidaré o me moriré de aburrimiento o de frustración o algo parecido», lo que me chocó mucho, tengo que decir, porque siempre había pensado que Watford les encantaba a Trevor y a Janice (que es como se llama su mujer, Janice), y de hecho ésa era una de las 111 cosas que Trevor y yo siempre habíamos tenido en común, la verdad: el hecho de que los dos tuviéramos debilidad por Watford; y más que la espantosa intimidad debilidad, en realidad lo que le teníamos los dos era mucho cariño; la Jonathan Coe mayoría de nuestros recuerdos y los momentos de amistad más bonitos que habíamos... compartido estaban asociados a Watford, como por ejemplo que nos hubiéramos casado en Watford y que nuestros hijos hubiesen nacido en Watford; y si te soy sincero, pensé que Trevor no sabía lo que decía aquella noche, y que todo era efecto del alcohol; y recuerdo que me dije a mí mismo: «No, Trevor nunca se va a ir de Watford, porque obras son amores y no buenas canciones, o una cosa es predicar y otra dar higos», o como se diga; el caso es que pensé que nunca llegaría a hacerlo, pero, la verdad sea dicha, Trevor tenía más palabra de la que yo creía, y aquello no había sido un farol; ..."incluso diría que, si no salgo quería cortar definitivamente con pronto de Watford, seguramente Watford, y eso fue lo que hizo, y me suicidaré o me moriré de seis meses después él y Janice se aburrimiento o de frustración o fueron a Reading, donde él se con- algo parecido". [traducción]

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"En cualquier caso, como me siguió un nuevo trabajo (un trabacomunicaron en ese momento, jo nuevo muy bueno, tal como lo era imposible saber la hora contaba) en una compañía que faexacta (por lo menos hasta que brica cepillos de dientes, o los imencontraran un mé­dico en el porta, vamos; creo que los importa avión), pero al parecer llevaba del exterior pero los distribuye por toda Inglaterra, y no son unos cemuerto cinco o diez minutos". pillos normales sino unos cepillos especializados, ya sabes, con unos diseños muy innovadores, y también hilo dental y líquidos para enjuagarse y otra serie de productos para la higiene bucal, que es de hecho un mercado que está creciendo muy... ¿Sí? ¿Qué pasa?

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Me había percatado de que alguien me estaba dando unas palmaditas en el hombro. Me di la vuelta y vi que era una de las azafatas. –Señor –dijo–. Señor, tenemos que hablar un momen­to con usted sobre su amigo. –¿Mi amigo? Al principio no sabía a quién se refería. Luego me di cuenta de que debía de tratarse de Charlie Hayward. Había otra azafata al lado de la primera y un auxiliar de vuelo. No parecían muy contentos. Recordé que había habido cierto revuelo unos minutos antes, cuando una de ellas había ve­nido a llevarse su bandeja, pero yo estaba muy entretenido hablando, y no me había fijado mucho. En cualquier caso, como me comunicaron en ese momento, era imposible saber la hora exacta (por lo menos hasta que encontraran un mé­dico en el avión), pero al parecer llevaba muerto cinco o diez minutos. De un ataque al corazón, claro. Suele ser de eso.

yward llevaba bastante tiempo teniendo problemas cardiacos (éste había sido su tercer infarto, decían, en los últimos diez años), así que tampoco era que la noticia hubiera cogido a su mujer com­pletamente por sorpresa, aunque, por supuesto, estaba destrozada. Tenían dos hijos, los dos de veintitantos años. El cuerpo fue repatriado desde Singapur y luego incinerado en Sidney. Hasta que llegamos a Singapur, eso sí, no les quedó más remedio que dejarlo en el mismo asiento, pega­ do a mí. Le pusieron una sábana blanca por encima, y me dijeron que podía ir a sentarme con ellos si me apetecía, en unos de los asientos de la tripulación cerca de la cocina, pero les dije que no, gracias, que no pasaba nada. De alguna manera me parecía que habría sido una falta de cortesía, de respeto. Llámenme extravagante si quieren, pero me dio la sensación de que él habría agradecido la compañía. Pobre Charlie Hayward. Era la primera persona con la que había conseguido hablar de verdad después de haber tomado la decisión de volver a conectar con el mundo. Aunque no parecía un buen comienzo. De todas formas, pronto me iba a ir mejor.

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La compañía lo llevó todo con mucha discreción, debo decir. Una semana después de que hubiera regresado a casa, me mandaron una carta en la que me daban unos cuantos detalles más, que me consolaron mucho, la verdad, muchí­simo. Me explicaban que Charlie Ha| número 1 [traducción]

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(página 114) La Huasteca, Santa Catarina N.L. Erick Estrada Bellmann


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death by water: o memoria: o fortuna: laberintos

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Manuel R. Montes*

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.S. Eliot labra en Death by Water un canto y un agravio a la memoria: a su efímera, ambigua perdurabilidad; al ciclo de las hazañas que habrán de olvidar las generaciones; a la única experiencia definitiva que marca el carácter de los hombres: la pérdida. Cuarta pieza del emblemático The Waste Land (1940), el texto vincula lo reminiscente y lo pasajero, que transitan, eclosionan la materia leteica: el agua, textura del poema, lo torna un símbolo iterativo y condensa su movimiento, que deviene vértigo de significados que cifran la arquitectura de un instante. En Hölderlin y la esencia de la poesía, a Heidegger le inquietaba discurrir con respecto a “¿quién capta en el tiempo que se desgarra algo permanente?” Eliot desmadeja un episodio remoto a su siglo y erige la palabra como hurto irreductible a la eternidad.Lee en su época, in-

Manuel R. Montes Escritor, editor y músico mexicano nacido en Zacatecas (1981). Autor de los libros de ficciones El inconcluso decaedro y otros relatos y Loquios. Sus novelas Infinita sangre bajo nuestros túneles y Llanto de Lisboa ganaron el Premio Juan Rulfo para primera novela 2007 y el Premio Salvador Gallardo Dávalos 2009 respectivamente. Colabora regularmente en diversas publicaciones periódicas de México, entre las que se cuentan Círculo de Poesía, Metapolítica, Ficticia y Replicante, entre otras.

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cardinada entre dos guerras mundiales, el errático destino de travesías milenarias y ubica en el desgarre inmemorial del Fenicio una de las infinitas fisuras que vaticinaron la crisis de la modernidad que lo abruma, henchida de capitalismo incipiente y tenaz. Lo desgarrado – la muerte de Phlebas en fecha sin registro–, presupone la urgencia de un eco inevitable en los ámbitos del azar y en el artificio de la historia; presupone un poema futuro,desgarradura bifurcada que capta el autor de Missouri en Death by Water, el cual en sí mismo y pese a su brevedad, comporta una saga que narra el fracaso del héroe, si no desconocido, enigmático, quien protagoniza un percance de razones y gravedades que se ignoran en el amplio, espectral presente de la composición, ya que los versos comienzan a rotar luego de quince días de fallecido el naviero, ahogado hará centurias y cuyos restos exhuma la voz de T. S.Eliot:

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Phlebas the Phoenician, a fortnight dead, Forgot the cry of gulls, and the deep sea swell And the profit and loss. A current under sea Picked his bones in whispers. As he rose and fell He passed the stages of his age and youth Entering the whirlpool. Gentile or Jew O you how turn the wheel and look to windward, Consider Phlebas, who was once handsome and tall as you. El hemistiquio que abreel segundo verso nos participa que Phlebas el Fenicio, ya sin vida desde hace un par de semanas, “Olvidó el llanto de las gaviotas”. ¿Cuándo, en qué momento preciso lo alivia la desaparición de este recuerdo? ¿Justo al perecer, al revestirlo el silencio de lo absoluto? ¿O paulatinamente, al sumergirse, fue que dejó de oír a las gaviotas, las que al irse ausentando lo resignaron en su alejamiento irreversible de la ruta?¿O escuchó todavía ese sonido [corototeca]

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de furia, cry, que Eliot desafina para fraguar la onomatopeya de los graznidos que lloran?¿Lo escuchó en las antecámaras del océano,al hundirse, hasta desconocerlo como referencia de animales limítrofes, a cada tanto inmerso en los fondeaderos de la nada? Forgot the cry of gulls, trocaico en que aturden, guturales, las aves de la distancia, configura el inicio, primero, del tiempo aleatorio, enrarecido del poema, y el inicio de otro trayecto a la revisitación, en retrospectiva, de los capítulos más trascendentes de la existencia del Fenicio, quien no sabe tampoco del “profundo oleaje del mar” ni de “la ganancia y la pérdida”: hundidos con él, se extravían los cargamentos, ya incalculable su valoren el forcejeo inútil de la agonía. Los versos Forgot the cry of gulls, and the deep sea swell/And the profit and loss ofrecen en su parte intermedia –el hemistiquio “and the deep sea swell”–, una significativa polisemia que incentiva la orientación del discurso hacia posteriores asociaciones de naturaleza mercantilista. Swell, además de “oleaje”, posee la acepción de “aumento”. A swell sigue el verso And the profit and loss: encabalgamiento suave que entraña un espejismo desasosegante: Phlebas olvida no sólo el oleaje como embestida del mar que lo vulnera y diluye, sino que olvida el aumento, el éxito y aun la ruina, a propósito del trueque merced al cual es posible que haya perecido, en el descontrol y la premura de una fuga, huyendo acaso del asalto de sus enemigos o arrojado a la marea por el traidor que esgrimiera la espada, aplaudido por la maledicencia de una tripulación amotinada (los pretéritos novelescos que prologarían la saga pueden ser los enumerados, otros o ninguno). Escudriñar los entresijos de Death by Water en busca de la metáfora de una debacle económica no resulta inapropiado si al avanzar el poema sus veladas alusiones hacen permisible intuir en su estructura lo que Rilke denominó “la vibración del dinero”, alegorizada por las inclemencias del agua sepulcral e impredecible, que deslía en visiones al comerciante aventurero: A current under sea/Picked his bones in whispers. As he rose and fell/He passed the stages of his age and youth/Entering the whirlpool. La corriente submarina, implacable, que recoge los hue-

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sos del Fenicio en susurros, ocasiona que Phlebas sea elevado y que la turbulencia lo sumerja con igual ferocidad. As he rose and fell, no sólo por el precepto de la eufonía,rima con and the deep sea swell. El sentido de la expresión “rose and fell” –como anteriormente a la acepción de swell valdría relacionarla con el aumento de ganancias–, redondea el concepto aludido de “la vibración del dinero” y logra, mediante un juego de palabras por conjugación, que se refuerce la tentativa del poemario de representar, en subrepti- "La corriente submarina, cio paralelismo, una crisis finan- implacable, que recoge los ciera, pues rose and fell es en preté- huesos del Fenicio en susurros, rito lo que los sustantivos rise and ocasiona que Phlebas sea fall, a saber, “auge y caída” –en jerelevado y que la turbulencia lo ga bursátil– de una empresa. sumerja con igual ferocidad". (Cabe referir que los fenicios, o “finiki” en su gentilicio primario, acuñado por los griegos, eran así 119 llamados ya fuera por el tono de su piel o por el color que empleaban para grabar sus telas: el rojo. Phlebas, entonces, como un númedeath by water: ro rojo, un “finiki” que por su desubicación inexcusable o ineficaz pe- o memoria: o fortuna: laberintos ricia, o nada más que por su llana mala suerte, origina muerto una Manuel R. Montes pérdida importante en las arcas del primer gran sistema de intercambio comercial y que, como se verá al final del poema, encarna una suerte de fábula patética, ironizada por Eliot, para la comprensión y el óptimo manejo de lo redituable en la era contemporánea.) Truculenta línea interpretativa que zanjan los siguientes dos versos, al conducir el espíritu del héroe hacia otros derroteros, de asunto metafísico; convulsionado por la corriente, He passed the stages of his age and youth/Entering the whirlpool. La efectiva y musical aliteración con la consonante “g” en el primer verso acuña un efecto espiral que se complementa con la alusión metafórica (whirlpool) al laberinto: Phlebas franquea, “pasalas etapas de su vejez y juventud/Entrando al remolino”. Serían tres los itinerarios –casi simultáneos, difusos, antinómicos– sobre los que se organiza Death by Water: 1) el que se ignora y seduce por sus implícitas ficciones, transcurrido antes de un–hipoté[corototeca]

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tico– naufragio; 2) el de la transportación de los huesos del negociante por las voliciones marinas; y 3) el que adviene dentro del remolino, ahí donde ya sin memoria del llanto de las gaviotas y como contrapeso a su gradual desaparición del mundo, el Fenicio atraviesa (He passed), atisba y se reconoceen el joven que es o fue y en el viejo que ya no será, dada la irrupción de su dramático, fulminante desenlace. As he rose and fell había anticipado ya la imagen áurea del remolino (whirlpool), en tanto la rosa (rose) – que en el poema violenta, por sinonimia, el verbo axial con que se trasmite una victoria momentánea – dibuja otro nombre y otro arquetipo del laberinto. La rosa y el remolino en que pasado, presente y futuro son consubstanciales, trazan el crucigrama que antecede las regresiones, o vaticinios, que devuelven, reintegran su identidad a un Phlebas perdido, mísero y sin edad, quien posee de pronto la gracia inveterada de recordarse luego de haber olvidado todo, luego de reducirse a un ente anóni120 mo en las modulaciones inhóspitas del mar, esa otra representación, también inmensurable, de la morada de Minos. ensayo Death by Water exalta la posesión material irrecuperable y el despojo de la memoria, que hace retornar o difumina lo extinto al manifestarse la inminencia de la fatalidad última, que no debieran soslayar aquellos en quienes el destino ha repartido las obligaciones de los presupuestos y los códigos especulativos. La estrofa que clausu"Ejercicio de gravitaciones ra el poema convida a un destinaque alucinan la inmortalidad, tario de dos estirpes, “Gentil o juel poema de T. S. Eliot dío”, a no olvidar el caso del desobsesivamente engrana una avenido Phlebas: Gentil or Jew/O serie de elementos que traman you who turn the wheel and look to windward,/Consider Phlebas, who un inquietante círculo". was once handosome and tall as you. La conjunción disyuntiva que escinde, en un pronóstico visionario, a “gentiles o judíos”, nivela en el siguiente verso la categoría de ambos practicantes del poder al comunicar su deseo de que aquel que “gira la rueda y columbra a barlovento”,considere a su antecesor, “quien fue | número 1 [corototeca]

una vez tan hermoso y tan alto como tú”: who was once handsome and tall as you, verso que ondula en una rítmica muy acorde a las oscilaciones del agua, que ha victimado a otro Narciso, atraído hacia los dominios de lo profundo por el embeleso de la codicia, el regateo y la transacción. Aquel que gire la rueda, personificará una variación del Fenicio y provendrá de cualquiera de aquéllas dos antítesis religiosas. Ejercicio de gravitaciones que alucinan la inmortalidad, el poema de T. S. Eliot obsesivamente engrana una serie de elementos que traman un inquietante círculo: a swell (oleaje, aumento) sigue rose (elevación, rosa), luego whirlpool (remolino) y finalmente wheel (rueda), que hace aún más eficaz el verso a que pertenece, por su inmanencia rotativa, al rematar con windward (barlovento), sustantivos todos que remiten a un viaje que no necesariamente finiquita sus vuelcos en la muerte sino que a partir de ésta reincide en sus procesos de perennidad, en tanto “el que gira la rueda” designa al sucesor, en la centuria encarnizada de los bienes raíces, de Phlebas: un businessman capitalista en estado germinal (gentil o judío), que operará con idénticos resultados la amenaza y el deleite de un artefacto seductor: el timón, distintivo de otra rueda, la de la fortuna, entendida ésta como sino y como jeroglífico actual de los negocios redondos que al resquebrarse y zozobrar cimbran los reinos de la compraventa. A los que han heredado este difícil talento les habla, ¿con sarcasmo?,¿con admiración o esperanza?, ¿con empatía?, T. S.Eliot, cuyo padre fue un tesorero prominente y director de una compañía –es menester subrayarlo– hidráulica (dato que resulta menos una futilidad que una pauta para cometer otras elucubraciones). Death by Water, primordialmente un hito verbal de recurrencias, autentifica su validez literaria por ensayar una consecución de lo profético y lo fundacional en el plano caótico de la decadencia moderna. P.B. Shelley había sentenciado en el naciente XIX: Every original language near to its source is in itself the chaos of a cyclic poem. La figura del Fenicio entronca y pretexta estas conexiones del lenguaje de Eliot con su fuente (el mito como fenómeno primigenio de la poesía), dado que dicha figura constituye un detonante crucial para la civilización pro-

121 death by water: o memoria: o fortuna: laberintos Manuel R. Montes

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"Un cauce inhumano recogerá los gresista, además de que los fenihuesos, traficará con ellos y con cios imitaron y llegaron incluso a otras, insondables mercancías, confundirse, por fusión y adopción no importando el precio de los culturales, con los griegos. Consiefectos que hayamos obtenido derando a Phlebas, T. S. Eliot entrevera los arcanos de la influencia del durante el desorbitado viaje de mundo antiguo desde sus recursos nuestra existencia". y sus innovaciones y extrae de allí

122 ensayo

su originalidad, demostrando que “crear significa extraer de la fuente”, como aduciría Heidegger en su profundísimo “¿Y para qué poetas?” Phlebas, en algún momento alto y hermoso, es ejemplo trágico de ruina para sus continuadores y aprendices: los hombres todos, pues no habemos sino náufragos que acumulan y a quienes repentinamente nos es arrebatada la ambición impostergable de seguir viviendo, cuando son ya insalvables los niveles ascendentes de la muerte que nos fue acechando para saquearnos, sean pocas o muchas las experiencias, pobres o invaluables, que nos arrebate al extinguirnos bajo los ímpetus del maremoto que arrasará nuestra memoria. Como el navegante, olvidaremos vanidades y quebrantos y olvidaremos el llanto de las gaviotas. Un cauce inhumano recogerá los huesos, traficará con ellos y con otras, insondables mercancías, no importando el precio de los efectos que hayamos obtenido durante el desorbitado viaje de nuestra existencia, que nadie rememorará y que para el cálculo y los intereses de la eternidad no será más que una singular bagatela en permanente devalúo.

Fuentes: Martin Heidegger, Arte y poesía, FCE, Buenos Aires, 1992 P. B. Shelley, Essays, Letters from Abroad, Translations and Fragments, Edward Moxon, Londres, 1845. T.S. Eliot, The Waste Land, Faber and Faber, Londres, 1940

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icción

[el mentidero]

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mi padre

BÁRBARA MINGO COSTALES*

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el mentidero cuento

i padre era modelo de esas postales que de confuso emblema han pasado a ser admirada reliquia por lo kitsch: las que muestran en un patio andaluz a una pareja de bailaores, y sobre la foto de ella se ha bordado el corpiño con hilo de verdad, y la falda es un gurruño de tela de verdad. En esta que conservamos mi padre posa con donosura algo anticuada, me temo que la donosura no puede no ser anticuada. Adelanta un pie en extraño ángulo, con la mano izquierda parece acariciar el borde de la chaquetilla, y en la otra lleva un sombrero que supongo se acaba de quitar, arrebatado por la intensidad del baile flamenco, o quizá se dispone a lanzarlo al aire en vital volteo. Que su rostro aparezca, lamentablemente, algo cerúleo en la foto no le resta fuerza a su expresión, sin la que toda la gallardía de su postura no sería nada. Mi padre mira al infinito y a saber qué pro-

funda revelación atraviesa su ánimo en ese momento; quizá los geranios que en la foto no se ven le abismen en el recuerdo de la serranía de Ronda; quizá no piense en nada, porque ha dejado que el duende sustituya a su conciencia. Tiene una mata de pelo como sólo puede producir un cráneo español, pero lo lleva limpiamente organizado en una precisa raya al lado y una patilla hasta el lóbulo. En esta foto sólo se le ve una oreja. No mira a su compañera de baile, a la que describe todo lo dicho sobre él, pero en contundente femenino, y ella tampoco está mirando a mi padre. Mi madre guarda esta imagen con el mismo celo que el recuerdo de mi padre. Verla pasar un dedo por la postal, y cómo a pesar de la diferencia de escala le acaricia los labios, le recompone el pelo irrecomponible, trata de desviar hacia ella su imponente concentración, le tienta con un dedo en la oreja o le invita a hacer manitas resulta tierno, aunque a mí me ha llegado a irritar una costumbre que considero maniática. Muchas tardes las pasamos así, en su cuarto de estar mal iluminado. Mi madre encogida en su butaquita recuerda lo guapo que era aquel marinero irlandés, mientras yo escucho y asiento y por la ventana detrás de ella compruebo que sigue lloviendo sobre Bremen.

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Bárbara Mingo Costales Española nacida en 1978.Traduce literatura anglosajona y vive seis meses al año en una cabaña lacustre en la Albufera de Valencia. Sus poemas adolescentes se pueden leer en la plaquette De ansia de goznes mi alma está llena, publicada por la editorial riojana 4 de agosto. Ahora escribe cuentos y novelas.

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127 La Estanzuela, Monterrey, N.L. Erick Estrada Bellmann

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arcanos

Inma Chacón* Me pregunto si existirán los poemas que nunca trascendieron, esas heridas que tanto debieron de sangrarte, ese vértigo infinito.

oesía

Me pregunto a qué profundidades tuviste que bajar para que lograra sepultarte tu silencio. ese monstruo que aprieta la garganta sin piedad,

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ese hedor que se cuela por los poros de la piel transformado en gritos inaudibles.

No te imagino callada.

[a puro verso]

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INMA CHACÓN. Nació en Zafra. Es doctora en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid y profesora de Documentación. Ha sido decana de la facultad de Comunicación y Humanidades en la Universidad Europea. Fundó y dirigió Binaria: Revista de Comunicación, Cultura y Tecnología, y fue directora del Doctorado en Comunicación, Auge Tecnológico y Renovación Socio-cultural. Sus novelas La princesa india, Las filipinianas y Nick han cosechado numerosos éxitos. También ha publicado los libros de poemas Alas y Urdimbres. Desde finales de 2005 es columnista de El Periódico de Extremadura. Por último: cuando estaba por terminarse de escribir esta biografía, y en nuestras narices, Inma Chacón se hizo la primera finalista del actual Premio Planeta con la novela Tiempo de arena.

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Los días son muy largos cuando las palabras no sustituyen al vacío,

Arcanos que tú misma destinaste a convertirse en epitafio.

esa negrura insoportable que se parece tanto a la nada.

Me pregunto en qué aguas buceaste cuando decidiste cerrar todas las puertas, qué algas te arroparon, qué desvelos.

130 a puro verso

Me pregunto si es verdad que no hubo más versos que los últimos,

131 arcanos Irma Chacón

esos versos tristes, rotos. Versos de aire. Abatidos, dulces. Esos versos tuyos. Versos ocultos. Escritos desde el otro lado. Dolientes, íntimos, escasos. Versos libres.

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A Silvia Plath, después de leer los poemas que escribió cinco días antes de suicidarse. [poesía]

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las otrora risas

María Auxiliadora Álvarez* vamos cubriendo ahora el óvalo superior Sin [saber cómo reservar el espacio para los ojos Que antes iban adelante en azarosa pareja Y a [donde siguen apuntando a desmedro de los deseos para sorprender-nos

132 a puro verso

en condición

María Auxiliadora Álvarez*

un mínimo movimiento de Lo Más Y [Empieza a t-e-m-b-l-a-r Lo Menos

Mirando alrededor con extrema dificultad [Como quien debe aprender En condición un nuevo idioma para (des)entrañar Intenciones tal vez Finales

vamos descubriendo ahora el óvalo superior [reflejando en su nueva pulitura lo que no debió ser reflejado: un paisaje [superior impuesto en lo Opaco y Seco y Digno en tiempos imaginados de tantos [cuidados

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Cada privación cae de un nuevo silencio [doblando mudeces sobre las otrora risas

MARÍA AUXILIADORA ÁLVAREZ Nació en Caracas. Ha publicado los libros Mis pies en el origen, Cuerpo, Ca(z)a, Inmóvil, Pompeya y El eterno aprendiz/ Resplandor. Su obra ya tiene dos antologías: Lugar de pasaje y Las nadas y las noches. El libro Paréntesis del estupor será editado en el 2011. En la actualidad es profesora de Literatura en Miami University, Ohio.

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sin entrañas

María Auxiliadora de médula indigente por nacimiento y decorrer [La evocación carecía Álvarez* de Aliento propio o Crujir

134 a puro verso

-desarrollar no es cumplirMaría Auxiliadora Álvarez*

Habiendo concluido la suma de los días Una [ristra de ponderaciones ensambladas (por duración) unas con otras Quedó a las claras el Error

Su envés desaparecía en la mudez de la Nada [(reina brusca o lenta de todo al fin)

en el Error había estado la esperanza [desarrollándose -desarrollar no es cumplir-

La noche y la mañana se habían convertido en [una sóla idea sola Sin persona de aquí o de allá

Qué amplitud (de lugar) la de no levantar La [mano Y actuar sólo con el pensar en lo contemplado

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(des)interpretadapor el horror de un reloj que De Pronto se percibió a sí mismo Sin entrañas

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136 Mina N.L. Erick Estrada Bellmann

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[fenoフ[enos de Circo]

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el deseo secreto

Ana María Shua *

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microrrelatos

omo bien lo saben los empresarios circenses, el tamaño no es un destino sino una elección. Cualquier persona adulta puede convertirse en un enano siguiendo una serie de instrucciones sencillas que exigen, eso sí, una alta concentración. Por ejemplo, este minúsculo hombrecillo que ven ustedes aquí fue hasta hace dos meses un robusto mocetón de un metro ochenta y dos centímetros de altura y noventa y un kilos de peso. Por ejemplo, este microrrelato que está usted leyendo, fue hasta ayer mismo una novela de seiscientas veintiocho páginas.

Ana María Shua Nació en Buenos Aires, en 1951. Ha publicado más de cuarenta libros. Algunas de sus novelas son: Soy Paciente, Los amores de Laurita, (llevada al cine), El libro de los recuerdos (Beca Guggenheim) y La muerte como efecto secundario (Premio Club de los XIII y Premio Municipal en novela). También ha escrito libros de cuentos: Los días de pesca, Viajando se conoce gente y Como una buena madre. Su último libro Fenómenos de circo, del cual su autora nos cedió algunos textos, ha gozado del beneplácito de la crítica.

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enanismo

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n el fondo del corazón de cada niño, de cada madre, de todo espectador, anida el deseo secreto de ver caer al trapecista, de verlo destrozarse los huesos contra el suelo, derramada su sangre oscura sobre la arena, el deseo esencial de ver a los leones disputándose los restos del domador, el deseo de que el caballo arrastre a la écuyère con el pie enganchado en el estribo, golpeando la cabeza rítmicamente contra el límite de la pista, y para ellos hemos inaugurado este circo, el mejor, el absoluto, el circo donde falla la base de las pirámides humanas, el tirador de cuchillos clava los puñales (por error, siempre por error) en los pechos de su partenaire, el oso destroza con su zarpa la cara del gitano y por eso, como las peores expectativas se cumplen y solo se desea lo que no se tiene, los anhelos de los espectadores viran hacia las buenas intenciones: asqueados de calamidades y fracasos empiezan a desear que el trapecista tienda los brazos a tiempo, que el domador consiga controlar a los leones, que la écuyère logre izarse otra vez hacia la montura, y en lugar de rebosar muerte y horrores, el lugar más secreto de su corazón se llena de horrorizada bondad, de ansias de felicidad ajena, y así se van de nuestro espectáculo felices consigo mismos, orgullosos de su calidad humana, sintiéndose mejores, gente decente, personas sensibles y bien intencionadas, público generoso del más perfecto de los circos. [corototeca]

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microrrelatos

os antiguos romanos aceptaban como lícito disfrute el espectáculo de los leones atacando, matando y devorando seres humanos. En las corridas de toros el animal tiene menos posibilidades, aunque se le da la oportunidad de defenderse y en ocasiones se le perdona la vida. En los circos de mi infancia, los animales amaestrados hacían lo que les mandaba el domador: era un espectáculo de obediencia pura, que los seres humanos suelen confundir con inteligencia, como si no fuera la rebeldía la más obvia señal del pensamiento propio. Pero en el circo actual ya no hay animales, no se considera correcta ni edificante nuestra presencia, se habla de los castigos y torturas con los que nos enseñan a hacer nuestros números. Como los hombres sin brazos y las mujeres barbudas, los animales amaestrados hemos caído en desgracia, de qué sirve, por ejemplo, esta osa con habilidades literarias en un mundo en el que tan pocos leen. Tengo la esperanza de que pronto nos den de comer gente otra vez.

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prometeo de circo

evolución del circo

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rte o entretenimiento? Si el buitre escarba hondamente con su pico en el hígado de Prometeo, ¿es arte o entretenimiento? Es arte si es sangre verdadera el líquido que tiñe el pico del pájaro, si es sangre la que brota a borbotones y se derrama por el costado del cuerpo, si es sangre la que colorea de rojo las rocas a las que está maniatado el hombre. Pero si es una mezcla de glicerina con kétchup, es solo entretenimiento, puro circo. Por supuesto, hay quien opina precisamente lo contrario. Entretanto, como a esta distancia no es posible comprobarlo, habrá que limitarse a disfrutar del espectáculo. Hay funciones todos los días.

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os artistas de circo nos preguntamos con desesperación cómo sorprender a los espectadores. Ser perfectos en la tradición no basta. Intentamos, entonces, el exceso en las suertes conocidas: un salto mortal con cinco vueltas en el aire, malabares con diez yunques y diez plumas, tragarnos un paraguas, o un poste de alumbrado, sostener en la cuerda floja una pirámide humana del tamaño de una pirámide egipcia, entrar a una jaula con trescientos cincuenta leones y dos tigres, hacer desaparecer para siempre a los enemigos de una persona del público elegida al azar. ¿Cómo sorprender a los espectadores? En los nuevos circos, adornamos los viejos trucos con el vestuario, con la coreografía, con las luces, con la actuación. Pero a medida que envejecemos nuestros cuerpos ya no resisten los excesos, y ya no somos lo bastante bellos, lo bastante cómicos, lo bastante elásticos, lo bastante ingeniosos para formar parte de los nuevos circos. ¿Cómo sorprender a los malditos, a los cínicos espectadores que ya lo han visto todo? En un intento de brindar el espectáculo supremo, nos dejamos morir entre aplausos sobre la arena y no es suficiente, no es suficiente. Eso lo hace cualquiera.

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sorprender

nos pasa a todos

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i la contorsionista tiene artrosis y el trapecista sufre de vértigo, si a la écuyère se le rompió el menisco por desgaste y el mago perdió los reflejos, si el malabarista tiene presbicia y una tendinitis supraespinal le impide al domador hacer restallar el látigo, qué importa, la vejez no existe. Se tiene la edad de los sueños, la edad de los deseos, la edad de la más joven de tus amantes, la edad de tu corazón. Y siempre habrá un lugar para nosotros en el circo: solo se trata de maquillarnos un poco más cuando los años nos conviertan a todos en payasos.

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Juliet, desnuda

NEREA DOLARA HERNÁNDEZ *

Nick Hornby | Editorial Anagrama | 352 págs.

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a ironía dramática parece guiar las líneas de Juliet, desnuda. La ironía dramática y una especie de certeza de tiempos perdidos, sueños frustrados y madurez no asumida. En la nueva novela de Nick Hornby (Alta fidelidad, Fiebre en las gradas) tres personajes dibujan para el lector la evolución que el escritor inglés ha sufrido en estos años con respecto a sus doppelgangers literarios. Sí, aún son obsesivos y sufren de un innegable síndrome de Peter Pan. Pero en esta oportunidad la piedad y cariño tácitos que Hornby les imprimía se transmuta no en un juicio, pero sí en lo que podría parecer una mirada padre severo, pero comprensivo. La historia es la siguiente: Annie y Duncan viven en un pequeño -y muerto- pueblo de la costa británica. Tienen una relación de años y se sienten, más que enamorados, hermanados en medio de la ari-

La pastora, Guadalupe N.L. Erick Estrada Bellmann

Nerea Dolara Hernández Nació en Caracas en 1984. Es periodista, trabajó en El Nacional como periodista de la fuente de cine. Estudió un master de Guión de cine y televisión en la Universidad Carlos III de Madrid, ciudad en la que vive actualmente.

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dez intelectual que los rodea. Duncan es un fanático empedernido de Tucker Crowe, músico de culto que en medio de su exitosa carrera desapareció sin dejar rastro. El detonante de los acontecimientos es el lanzamiento de un nuevo disco de Crowe, Julieta, desnuda, que reproduce versiones sin arreglos del último disco que publicara el cantante, Juliet. Duncan lo adora, Annie lo odia. Ambos escriben críticas opuestas en la web de fans –que tienen mucho de trekies musicales– que Duncan tácitamente comanda y Tucker responde… a Annie. En Julieta, desnuda Hornby desenmascara muchos mitos encantadores de sus narraciones previas. Es como si Duncan y Annie fuesen un Rob y una Laura post final de Alta fidelidad: sumergidos en la rutina, cansados, reales. En medio de la crisis en que se sume la relación producto de ese instante, en que ambos se dan cuenta de cuán diferentes son –especialmente Annie–, y producto de la aparición de Crowe, los personajes viven un proceso de maduración en el que cada uno, por razones diferentes, descubre que ha perdido la mejor etapa de su vida sin darse cuenta y descubre que mientras el tiempo transcurrió no tomar una decisión se convirtió, también, en una decisión tomada, la peor. Tal vez Desnuda -como los trekies musicales deciden llamar al segundo disco- no le haga justicia a Juliet, pero es ciertamente honesto y, para cada uno de los personajes, es una metafórica y cruda radiografía de sus vidas.

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FEDERICO PIZANO *

Alberto Fuguet | Alfaguara | 386 pgs.

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issing, la última novela del chileno Alberto Fuguet, es un libro difícil de clasificar desde su título en inglés (Desaparecido, en español). Una palabra cargada de significado dada la nacionalidad del autor. Pero ésta no es una historia sobre la dictadura y la tragedia de las desapariciones. Por lo menos, no lo es en el sentido en el que está acostumbrado el lector. Tampoco es una novela común, y allí reside su principal característica: su capacidad de sorprender, de poner en jaque sin llegar a derrotar al que la lee. De jugar con un género por el que se han tocado las campanas muchas veces. Missing trata sobre un personaje desarraigado que se pierde y que es encontrado (el tío de Fuguet). Va sobre el exilio y la migración, sobre cómo esas situaciones afectan a las personas que las viven. También es un relato biográfico sobre la familia del autor, una cita en donde son posibles los ajustes de cuentas privados, cortesía

FEDERICO PIZANO Promotor cultural ecuatoriano. Ha escrito en diferentes blogs literarios de América Latina. Su línea de investigación es la reseña literaria de los últimos cien años. Éste es apenas un ejercicio de lo cree que debe recuperarse en algunas revistas.

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148 reseña

del novelista. Y es, sobre todo, una crónica sobre cómo se escribió el texto final. Esta última definición es esclarecedora y acoge a todas las anteriores: Missing es un relato que ficcionaliza el proceso de creación del autor. Es una novela sobre la novela que no cae en el amaneramiento cerebral del que adolecen algunos intentos de metaficción. Y no lo hace porque para Fuguet el intento de aprehender el relato que su tío le propone no es un mero juego de la inteligencia, sino una cuestión de vida o muerte, una materia evasiva que pone en duda su validez como autor y la naturaleza misma del esfuerzo novelístico. En ese sentido el relato de su tío no es lo único que se trata de recuperar sino, a través de éste, la literatura misma, su pertinencia y validez. El de Fuguet es un relato sobre el poder redentor del recuerdo y los vericuetos de la invención. Una especie de Proust con aditamentos químicos. Por eso el libro se agradece con su refrescante extrañeza: porque, después de confundir al lector, de hacerlo interactuar con un entorno desconocido, de recitarle las palabras nunca dichas por su tío como si fuera un poema épico (literalmente, dos terceras partes de la novela tienen ese formato); el autor lo deposita al final en terreno conocido. Y éste es el de buena literatura, la misma que le concede el perdón al que la intenta.

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149 la hacienda del muerto en Mina N.L. Erick Estrada Bellmann

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(Artistas invitados

Dios les pague

ERICK ESTRADA BELLMANN Nació en Monterrey, México, en 1949. Es Licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de Nuevo León y Diplomado en Cinematografía por la Universidad de París III, Sorbonne Nouvelle. En 1998 fue Premio a las Artes por la Universidad Autónoma de Nuevo León. En 1999 Mención Especial, en el Salón de la Fotografía de Nuevo León. En 2001 fue invitado por Diafragma Foto y la Asociación de Fotógrafos de Córdoba, España, a participar en el CDROM Fotógrafos de fin de milenio. Es autor de Monterrey en imágenes, La Cuarta Pared y Rostros de Apodaca. Ha participado en numero-

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sas exposiciones individuales y colectivas en México, Estados Unidos, Japón, Francia y Cuba. MANOLO CAMPOAMOR Tras un efímero paso de poco mas de un año por el mundo de la música moderna española (Kaka de Luxe, Los Pegamoides y Radio Futura), este artista madrileño comenzó a pintar en serio. Realizó una primera individual en 1988 en la que se vendió prácticamente todo. Después participó en las inauguraciones de potentes galerías que se abrían por entonces en el subidón económico español. Ha participado en colectivas internacionales con un recorrido tan exótico que le hizo envidiar a sus propios cuadros. Sus retratos a deportistas de elite cubanos aún son bien recordados. Colabora para un puñado de revistas y editoriales como ilustrador de postín. Desde 1988 realiza audiovisuales de manera independientes. Vive en su ciudad natal entre pinceles y discos. | número 1

Los editores de esta edición salpicada de candor e inocencia quieren agradecer a todas las personas que hicieron posible este corotero: el comité de lectores, la Editorial Anagrama en el hacer de Paula Canal, Manolo Campoamor, Amelia y Antonio Gamoneda, Juan Gelman, Justo Navarro, Jonathan Coe, Erick Estrada Bellmann, Lila Zemborain desde la New York University, Carlos Fuentes, Myriam Moscona, Alberto Salcedo Ramos, Juan Ferret y todos los de Glasbox, Celso José Garza, Ana María Shua, Juan Villoro, Victoria de Stéfano, Manuel R. Montes, Nerea Dolara Hernández, Rodrigo Hasbún, Guadalupe Nettel, Andrés Burgos, Yasmin Ramirez, Myriam Cruz, David Smith-Soto, Zita Arocha, Andrés Muro, Yuri Herrera, Iván Solbes, Juan Casamayor y su Editorial Páginas de Espuma, Ednodio Quintero, Ryukichi Terao, Inma Chacón, Daniel Riera, María Auxiliadora Álvarez, Javier La Cruz, Adriana Romero de Alfaguara, Jorge Humberto Chávez, Sol Aramendi, Lourdes Cárdenas, Rodrigo Blanco Calderón, Ernesto Cardenal, Sergio Ramírez, Javier Molea de McNally Jackson Books, Bárbara Mingo Costales, David Lopera Osorio, Dirección de Publicaciones de la Universidad Autónoma de Nuevo León, Federico Pizano, Enrique Cortazar desde el Consulado de México en El Paso y a todas la personas que enviaron sus trabajos para ser publicados.

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