Crítica 143

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EL SUEÑO DE LA ALDEA

La memoria herida de Félix Luis Viera

La narrativa de Viera asume en extenso e intensivamente un tiempo reencontrado desde su interior: vida cotidiana privada, experiencia social e imaginarios AIMÉE G. BOLAÑOS son narrados desde el individuo en sus le tocó vivir, como a casi todos intrincados nexos. Es el caso del erotislos hombres, tiempos difíciles mo, que siendo distintivo de la escritura Jorge Luis Borges del autor, se desenvuelve gozosamente en esta novela para retratar interiormente a los personajes, sus motivaciones LA REFLEXIÓN profundas, modos de relacionarse y par1 El corazón del rey, la más reciente no- ticipar en un imaginario colectivo. vela de Félix Luis Viera, suscita emoEl corazón del rey ofrece una viciones y reflexiones intensas. En ese sión de realistas trazos socioculturales sentido, me parece formidable la elec- y marcados efectos de referencia. Consción del punto de vista personal. Al tituye una puesta en trama de profunfinal es como la de cualquier autor y dos conflictos cuyo referente mayor es lector, aunque no siempre asumido. Y la sociedad cubana de los años sesenta, con lo personal quiero decir escribir localizada en Santa Clara. Esta ciudad desde las pertenencias culturales, socia- tiene un papel protagónico, su cartograles, modos de ver y estar en el mundo, fía aparece con notable precisión iluincorporando todo aquello que singu- sionista, se describen prácticas sociales, lariza, especialmente la diferencia. instituciones, tipos, calles, bares, hoteles, Al calor de la escritura de Memo- restaurantes, tiendas, lugares de esparrias de Adriano, Marguerite Yourcenar cimiento y trabajo, a la par y de mapiensa: “En nuestro tiempo, la novela nera sobresaliente, modos de vivir la histórica o lo que, por comodidad, se ciudad, su clima espiritual y aura, creanadmite considerar como tal, solo puede do una imagen de múltiples facetas, ser inmersa en su tiempo reencontrado, un cosmos en miniatura, de convincenapropiándose de un mundo interior.”2 tes detalles y trazado. La ciudad contiene el enmarañado tejido social en Félix Luis Viera, El corazón de rey, Innovación Editorial Lagares, México, 2010. 2 Marguerite Yourcenar, Caderno de notas 1

× FÉLIX LUIS VIERA

das Memórias de Adriano, Record, Rio de Janeiro/ São Paulo, 1995. 3


plena épica revolucionaria. No es marco, sino contexto-praxis del vivir novelesco. Una fascinante ficción de ciudad entra en la topografía imaginaria de la narrativa cubana. En esa ciudad-prisma, quien ve y escucha, quien piensa y narra es un sujeto escéptico, contemplativo, analítico, entre la vagancia y los devaneos, que se está descubriendo como poeta, con su peculiar escala de valores y maneras de interpretar la perturbadora temporalidad en que está inmerso. La novela de Viera me lleva de manera natural al concepto de ficción de Juan José Saer. Para el escritor argentino, la ficción es una antropología especulativa; por consiguiente, no podría pretender saber de antemano cómo la realidad está hecha. Y argumenta: “Aun cuando la intención de veracidad sea sincera y los hechos narrados rigurosamente exactos, sólo que no siempre es así, sigue existiendo el obstáculo de la autenticidad de las fuentes, de los criterios interpretativos y de las turbulencias de sentido propios a toda construcción verbal.”3 Me inclino a pensar que en la ficción, más significativa que la verdad —“Nunca sabremos cómo fue James

Joyce”—,4 resulta la verosimilitud. El mundo narrado de El corazón del rey es coherente y verosímil, dialoga eficazmente con el discurso de la historia, la sociología y el pensamiento contemporáneo sobre esos asuntos, así como apela a las experiencias y expectativas del lector interesado en este tipo de novela. El novelista pone en duda, conjetura, cuestiona con sus efectos de realidad y convincente imaginario. Nos sumerge en las “turbulencias del lenguaje”, también en las de la historia. Su visión especula en profundidad y de manera abarcadora. Viera se interesa no solo en la historia, sino en cómo contarla. Obsesionados por la narración, los narradores de la metaficción historiográfica colocan en primer plano el paso del conocer al decir, privilegiando la subjetividad, las visiones contrastantes y las disonancias. No por casualidad, Paul Ricoeur piensa la ficción como laboratorio de formas. En ese espíritu estético, más específicamente de poética narrativa, El corazón del rey desenvuelve “una historia personal, existencial, íntimamente universal”, en la que la época llegará, dice su autor, como “en aluvión”.5 La microhisIdem., p. 9. Véase más adelante la conversación con el autor. 4

Juan José Saer, El concepto de ficción, Seix Barral, Buenos Aires, 2004, p. 10. 3

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toria desata la macrohistoria y el foco se sitúa en el conflicto entre el sujeto y el proceso social a través de discursos y prácticas irreconciliables, de modo que las interpretaciones chocan en el cotidiano relevante, es ahí que las personas tocan con sus propias manos el abstracto y, a veces, ininteligible curso de la historia. La poética narrativa de Viera da rango principal a la constitución de un sujeto que se hace al contar una fase de su vida, es decir, la novela traza una identidad narrativa.6 Percepción, memoria e imaginación se entretejen en esa identidad que pone de manifiesto el carácter temporal de la vida humana tejida por la ficción y configura al sujeto como acontecimiento estético. El protagonista innominado relata un tiempo de la historia social cubana al contar avatares de su vida. Esos fragmentos de la temporalidad personal y social al interrelacionarse en el texto, también en la lectura, hacen la historia interpretable, legible, lo que en modo alguno significa conclusiva, ni limitada a una interpretación de las tantas posibles, sobre todo si no perdemos de vista que el pasado en la ficción es una construcVer Paul Ricoeur, Sí mismo como otro, Siglo XXI Editores, Madrid, 1996, y Del texto a la acción, FCE, México, 2001. 6

ción literaria, de la que participa el trabajo de la imaginación. El corazón del rey ficcionaliza la temporalidad histórica desde la subjetividad de figuras humanas atrapadas en el laberinto de sí mismos que es, a la par, el laberinto de una revolución, cuyo movimiento, significados y realizaciones concretas están en debate. Por tanto, resultan esenciales las maneras de sentir y pensar en medio de grandes conmociones y cambios radicales, asumida la sociedad en sus pulsaciones vitales, singularizada en sujetos que 5


piensan y discuten, no en abstracto, sino comiendo, bebiendo, haciendo el amor y las “colas”, buscando trascendencia y “buscándose” la vida, medrando o apenas sobreviviendo en las turbulencias de una época muy compleja por la confrontación extrema de las utopías con las prácticas sociales. En ese contexto, el protagonistapersonaje-narrador es fabuloso y precario. El corazón del rey tiene la forma de una novela de formación y de artista (una especie de versión criolla del Bildungsroman y Künstlerroman). A la vez, bordea la autoficción que le concede una cualidad memorial y de testimonio muy atrayente a su enunciación de primera persona. La novela no es, en lo fundamental, de intertextualidad historiográfica, sino de lo vividorecordado-imaginado porque ese sujeto narrador de sí mismo está reconfigurando vestigios de su ser que han quedado en la memoria. Pero además, al escribir el autor partes significativas de una historia de vida, quién sabe si utilizando un material autobiográfico, mantiene con los acontecimientos biográficos narrados una relación de identidad, también de otredad, trasmutado en otro yo al constituirse en personaje de ficción, mezcladas sus identidades. De cierta forma, proyecta deseos y aspiraciones que tal vez nunca fueron “reales”, pero 6

definen a la persona como si lo fueran, mostrando el continuo proceso de hacerse/deshacerse. Como un héroe de la alta modernidad, el protagonista busca sentidos en un mundo que parece estarlos perdiendo, pero es un héroe problemático; tampoco está por encima de esa enajenación. Y aunque lleva en sí muchas de las contradicciones de su tiempo —según san Agustín, somos el tiempo—, no renuncia a la búsqueda problemática, como le aconseja su mentor Robertón Pérez, ya entre el delirio y la muerte: “Escúchame bien, que de tantas cosas importantes que te he dicho en la vida, creo que ésta es la más importante de todas… Escúchame: dedica tu vida a buscar y hallar el corazón del rey, búscalo siempre, existe, existe, el corazón del rey existe, que ésa sea tu divisa: buscar y hallar el corazón del rey y tomarlo para ti… Si lo hallas, habrás triunfado y triunfarás toda la vida, ¿entiendes?...” Ese protagonista tiene sentimientos contradictorios, propios de los años iniciales de la revolución y de sus años, pues es muy joven y vive su iniciación como hombre, ciudadano, artista, con sus ritos de paso. Habita y es habitado por la frustración, piensa por negación y puesta en duda, a la par, tiene sus certezas que le vienen de su sensibi-


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lidad poética, una vocación intelectual de “pensar el mundo” y un entrañable sentido humano —no ha leído a César Vallejo sin consecuencias—, humanidad nada impoluta o irreal, sino hecha de furias, carencias y miserias, posiblemente las que hicieron desear una revolución antes de la revolución. Como dice el autor, su personaje “está en el camino infinito del automejoramiento humano”.7 En medio de tan grandes tensiones, la novela continuamente desestabiliza, incitando al lector a preguntarse, a trazar su trayectoria. Y no me refiero sólo al significado de la historia social, un poco menos enigmático por los años transcurridos, aunque existan tan contrapuestas versiones y una guerra de la memoria; sino a la manera de vivir la historia, a la participación, a las creencias, a los actos de fe y oportunismo o cobardía. El corazón del rey da de lleno en el corazón de uno, conduce a nuestra propia narrativa de vida. Y es así que son abiertas preguntas cardinales para el lector, tanto el que ha vivido el tiempo narrado como el que se depara con el tema desde una relativa exterioridad. Cualquier lector podrá preguntarse sobre la eficacia de las utopías, Véase más adelante la conversación con el autor. 7

sobre el desfasaje entre los ideales y las prácticas sociales, sobre las derivas humanas cuando las palabras parecen caer en el vacío del ejercicio del poder, sobre el derecho a ser uno mismo, a apartarse, a disentir. Preguntas que no son de una específica generación, o mundo cultural y social, sino relativas a la significación de las personas y en las personas de un proceso social que ha puesto en su centro las aspiraciones de justicia social y desalineación. Pudiera decirse, siguiendo la lógica ficcional de Viera, de “grandes expectativas” e “ilusiones perdidas”, tema mayor de la modernidad literaria que, desde Balzac y Dickens, no cesa de ser reinterpretado. Ese choque sordo pero violento, con las tendencias deshumanizadoras del entorno, sin posibilidad de conciliación, sitúan al protagonista “fuera del juego”, permitiéndole asistir de manera crítica y advertida a un teatro de época. Con el desarrollo de la trama, esa figura principal deviene una especie de conciencia crítica que intenta entender y explicar problemas como el dogmatismo, la falta de correspondencia entre los hechos y la historia oficial, el antagonismo insalvable entre las aspiraciones personales y la política del poder. Y quien analiza no es un nihilista, ni un individualista típico burgués. No son las memorias del subdesarrollo, 7


sino las de un ex-céntrico en relación a la estructuras del poder, las de un sujeto con sentido creciente de su lugar de enunciación, palabras y postura vital. El corazón del rey despliega un sutil juego de temporalidades. Los eventos narrados se sitúan en el presente o en un pasado perfecto (tiempo performático, dramático), con algunas retrospectivas al pasado reciente, típicas del canónico tiempo narrado. Pero también, y abriendo el foco, los contenidos se tornan más complejos con la perspec8

tiva del tiempo transcurrido entre el tiempo novelado y los de la escritura/ lectura. Vale reparar en esta declaración que, aunque hecha una vez, se proyecta a todo el texto, modelando sus estrategias de lectura: “Dejo constancia para ti, eventual lector en ese futuro que ya será pasado remoto.” En esa dimensión retrospectiva de más largo alcance, cobra relevancia el trasiego de la memoria que recupera y transfigura; selecciona e imagina. Reparando en el lapso que media entre el tiempo de la escritura y el de los eventos, se destaca la efectiva amalgama del horizonte del narrador, el personaje actuando y el autor que está escribiendo. El medio siglo transcurrido, entre el tiempo de la trama figurado por la memoria y el tiempo de su escritura, hace a la novela aun más envolvente. En verdad, ese autor-narradorprotagonista está en posición privilegiada y sabe aprovecharla para, desde su marginalidad, ver más allá de ella. Como Tiresias es diferente, su relativa ceguera existencial le confiere el don del vaticinio. Escuchado hoy, se percibe más nítidamente su tono profético, de augurios agoreros: “El caos de lo habitual, que traza una épica de lo cotidiano que tal vez no sea registrada en ningún libro —porque éstos se dedican fundamentalmente a la épica de las armas, o, en


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general, a aconteceres supuestamente menos nimios—, requiere de un tesón para vencer el Absurdo, que estará más allá de la resistencia de muchos seres cuyas vidas, de principio a final, en este devenir socialista, se convertirán en uno de los más pulidos emblemas de la zozobra. Y, según lo que se anuncia, podrán irse por este camino de la angustia sin final varias generaciones.” La novela me recuerda a La montaña mágica, hasta Hans Castorp anda por una de sus páginas. No lo apunto para empequeñecerla en la comparación con una obra maestra de la cultura espiritual contemporánea, sino para referirla a una genealogía, a una tradición creativa en la que las novelas se articulan, dicen lo que tienen que decir de manera original, como lo hace El corazón del rey. En esta reescritura de paradigmas sobresale su estética del cotidiano revisitado y desacralizante humor, por momentos humor negro. La novela pide ser leída con un ojo que llora y otro muerto de risa, hasta para salvarse uno de la autoconmiseración. Su lectura es un banquete cubano, de frutos humildes, minimalistas, si bien suculentos, porque menos puede ser más, cuando es así trabajado narrativamente. Dentro de tanto desafuero, deslenguada, iconoclasta, jocosa, grosera e irreverente, nos hace partícipes

de una portentosa conversación interminable, como lo está la historia. Viera es brillantemente reflexivo, de pensamiento polémico desplegado de modo consistente. Su narrativa recoge una buena parte de los discursos de época, lo que fue dicho y lo que se sigue diciendo en el discurso doctrinario, con sus dogmas y cantaletas extenuantes porque el sujeto —la muy ilustrativa situación del protagonista— debe ser esclarecido, reclutado, salvado, reprimido, asustado. Simultáneamente, y en contrapunto, está el discurso de este protagonista con su auténtica vibración humana, así como el de otras voces singulares que vienen a matizarlo. Tanto sus argumentos, enriquecidos por las variaciones temáticas de Robertón (con sus apuntes) y la Samaritana (antológico el manuscrito real-delirante de las “colas”), como los de los antagonistas (Benito de Palermo, Magalí, Maritza), son desarrollados por extenso. El texto, siendo de pensamiento, hace pensar al lector, moviliza su horizonte moral y sus experiencias. Con sus voces plurales, los personajes argumentan y replican, exponen percepciones y modos de ver. Sus interpretaciones de lo que están viviendo causarían la envidia de no pocos hermeneutas de profesión. Así sucede con la Samaritana y Robertón, filósofos de la 9


existencia, populares y de tradición oral, que viven en el límite, transgresivos, ambivalentes. Su saber no ha sido canonizado por ninguna academia, más que la del cotidiano y la picaresca, de ahí sus trazos ingeniosos, divertidos, que también pueden ser patéticos y grotescos. En este ámbito, el habla resulta deslumbrante por su fluencia poderosa y diversificados registros, hacedora de realidades. Los personajes hablan sobre y con la historia, desde otra sensibilidad, hablan y viven humanamente, sobreviviendo en la picaresca actualizada, por tanto, sin moralizaciones hipócritas ni declaraciones grandilocuentes, al darle cuerpo de palabras a temas de envergadura universal: la amistad, el amor, la busca de sentido. Hablan de ellos, para ellos y entre sí de una manera esclarecida, elocuente, juguetona, dramática. Sus palabras tienen resonancia porque no han enajenado el vínculo con la vida. En este incesante “hablar la época”, recurre la reflexión sobre el curso de la historia que los personajes críticos interpretan como un tiempo que no ha llegado a ser ni será. Significativamente ese tiempo perdido no es narrado desde la nostalgia (punto de vista que ya dio sus mejores frutos en la literatura del exilio cubano), aunque se configura como un mundo declinante, en 10

el que casi todo está acabando cuando, en teoría, debía comenzar; mundo en el que muchos se van o se quieren ir, se mueren o se están quedando mudos porque no hay espacio real para ser oído y participar, o ya no se tiene nada que decir. Pocas veces la literatura cubana actual ha logrado ir tan a fondo en la conciencia individual dilacerada. La novela es de cuestionamientos candentes porque son la persona, su identidad en crisis que a duras penas logra ser y expresarse. Una época paradójica está aquí fabulada, época sobre la que nos es vital escribir y leernos. Dominantemente memorialista, pero sin pretensiones de abarcar el movimiento de la sociedad en un metarrelato totalizante, Viera recrea, ¿exorciza?, la memoria herida. Esa memoria subterránea, clandestina y marginal, tematizadas sus zonas de silencio, entra en el flujo, ya sin fin, de las memorias soterradas que vuelven a la luz. El corazón del rey marca un punto de giro en la cultura literaria cubana por la mirada en profundidad, en cierto modo liberadora. Su crítica nos permite reconocernos imperfectos, limitados, frágiles, para vislumbrar otras posibilidades en la ficción inagotable, acaso tan relativas e inciertas como cualquier obra humana. Novela sin-


cera (que no es una palabra más en la cultura cubana), de indagación en las tremendas implicaciones morales y creativas de interpretar una historia difícil del tiempo humano. Novela fluida, leve, lúdica; de densidad de la memoria y reflexiva admirables. Novela sorprendente por su capacidad de iluminar nuevas dimensiones de la historia y la recusa a resolver las contradicciones, como pudiera leerse en este final que imprime otros sentidos a lo narrado, con su forma abierta y elíptica, tal vez alusiva a la impasible presencia de la vida en medio de tanto Absurdo: “Mira, está lloviznando.” LA CONVERSACIÓN

—¿Qué me dices de ese título: El corazón del rey? ¿La busca de algo así como un Santo Grial? ¿Tendría algún vínculo con tu cita inicial de Tomás Moro, creador por excelencia de utopías? —Un símbolo si quieres, un símbolo de lo máximo o algo así... Cosas de Robertón: alcanzar los atributos intelectuales y espirituales (¿cuáles serán?) para resultar un vencedor o algo parecido. O quizá sólo el camino infinito del automejoramiento humano. No, no tiene que ver con el epígrafe de Tomás Moro, que está ahí en el pórtico

porque hoy, mirando aquella cosa que llamamos revolución, hoy, digo, queda claro que tomamos por una montaña a lo que era no más que una piedrita. Pero una piedrita generadora de tantas tragedias, que abarcaría infinitud de montañas. —¿Cómo ha influido el transcurso del tiempo entre la historia narrada 11


(años sesenta) y tu visión actual? ¿Gravita la experiencia de posexilio en la novela? Y hablando de tiempo: ¿dialogan los tiempos en el interior del texto? —Empecé a escribirla en abril de 1990, como consta en la fecha al pie. En máquina de escribir, con trozos de cinta en mal estado “conseguidos” aquí y allá. Y con hambre, yo estaba pasando hambre. Demoré cerca de tres años en el primer borrador. La reescribí, dos años más, y la pasé en limpio en las mismas circunstancias, trozos semidestruidos de cinta, y hambre. Y de nuevo vi que el tono del narrador protagonista no me “daba”. Y que había sobrante: eran 751 páginas, en cuartillas de máquina de escribir, a 30 líneas, 60 golpes de tecla; lo notaba, había sobrante. Vine con esa “jaba de novela” para México en 1995. Entonces pensé que era mejor escribir Un ciervo herido y dejar El corazón... para luego. Dediqué a la primera desde principios de 1996 a 2000. Retomé El corazón del rey en 2000 hasta el 2005 (si bien en el lapso 1996-2000 le pasaba la mano y la mente constantemente). Y volví sobre ella, para afinar más detalles, del 2006 al 2008. (Asimismo, de 1995 a 2009 escribí el poemario La patria es una naranja, publicado el año pasado en Miami por Ediciones Iduna.) 12

Ésta es la historia, a grandes rasgos, de la escritura de El corazón del rey. De la versión primera a la última (¿será la última?) le rebajé aproximadamente 150 cuartillas y le cambié no pocos tonos, personajes, desenlaces. Lo más difícil resultó siempre “literaturizar” un contenido tan árido. No, no gravita la experiencia posexilio, porque yo concebí y escribí el primer borrador en Cuba, en el insilio, en la fecha dicha. Los tiempos que se cruzan son los de aquellos asuntos de la década de 1960, autoralmente hablando, y la mirada hacia atrás, que no se ve, pero que es una ventaja del autor cuando el narrador vaticina el desastre, que ya ha ocurrido cuando el autor comienza la novela. —¿Quisieras darnos, a tus lectores, algunas pistas? ¿Autoficción? ¿Podrías referirte al protagonismo de Santa Clara y a las extraordinarias figuras de la Samaritana y Robertón? —Si te refieres al narrador, no, no se parece a mí. Ése era uno de los problemas que tenía la primera versión: el narrador se parecía a mí. Bueno, hay que escoger una locación, y la locación que conocía para tal novela era Santa Clara. La Samaritana y Robertón me ayudaron mucho para escribir esta obra,


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y aún me ayudan para luchar en la vida. Los personajes novelísticos existen, tienen vida autónoma después que son creados o, tal vez sería mejor decir, después que se “aparecen” en una obra. Estos dos existen, como el gran Benito de Palermo y otros; unos para bien y otros para lo contrario. Siempre escribo —no sé hacerlo de otra forma— a partir de mis vivencias. Lo que pasa es que las vivencias de uno no son sólo las que uno vive como protagonista, sino además las que otras personas te trasvasan. Éstas también son vivencias personales. Por ejemplo, yo no tengo senos y por tanto no he padecido cáncer de seno. Ni tampoco he trabajado como enfermera. Pero en la novela breve de este servidor, Inglaterra Hernández, tenemos a una enfermera que padece cáncer de seno. Ésa es una vivencia mía: ese problema lo viví como mío, se hizo mío en la medida en que se metió en mi vida por quien sí era enfermera y padecía cáncer de seno. Creer que lo que uno vive es sólo lo que uno vive en “directo”, es un error. —Siento deambular por esta novela algunas sombras generosas, tal vez las de los novelistas del Bildungsroman, Balzac, Mann, la picaresca, y acorto para no hacer una lista interminable. ¿Te consideras un buen lector?

—No, no soy un buen lector. No he leído ni leo con un orden lógico, ya sea por autores, regiones, épocas... Lo hago más bien de manera arbitraria. Los llamados autores “clásicos” quizás no pasen, hoy, de ser, en alguna medida, y en algunos casos, una manía nuestra. Ha pasado el tiempo, siglos, todo ha cambiado. Hoy se leen obras que superan a las de aquellos “clásicos”, y es natural, por lo antes dicho. Sólo que sería muy difícil, creo, determinar si éstos que escriben hoy dichas obras serán clásicos en el futuro. Si dentro de cien años seguimos citando como clásicos a los que enumeras en esta pregunta, pues deberá ser por haraganería... Porque cada día —por la abundancia de autores, por la calidad de sus obras— ha resultado y resultará más difícil desbrozar ese monte para destacar los mejores árboles. Es mejor seguir citando a Calderón de la Barca —sin dudas, un clásico— hasta el infinito. Es más cómodo. Hago pocas relecturas. Rindo tributo a todo autor que he leído, desde Cervantes a otros muchos muy humildes. —Me gustaría oírte pensar sobre asuntos principales que tu novela relaciona con riqueza de matices. Me refiero a ficción, historia y memoria. ¿Cuáles son para ti los principales problemas de un abordaje crítico de la historia en 13


partir de los documentos “establecidos” sobre una época remota, sí ya va siendo más difícil, y más insensato en ciertos casos. Si, por ejemplo, alguien publicara hoy en día una novela sobre José Martí, yo no la leería. Pero creo que la leerían muchas personas, precisamente porque a la mayoría de las personas les gusta la ficción. Los principales problemas de un abordaje crítico de la historia en la ficción son la lealtad a los hechos, costumbres e idearios, primero, y luego está el tremendo problema de darle categoría de arte a estos aspectos. Pero lo que sucede, o al menos a mí me sucede, es que uno escribe la historia, la novela, y lo demás va surgiendo... el asunto de época digo. Dicho con otras palabras: uno está tentado por tratar (y digo “tratar” con toda intención) de la ficción? ¿Tu novela pudiera ser de escribir una historia personal, existenuna memoria profundamente herida? cial, “íntimamente universal” —o como En relación a experiencias sociales trau- quiera definírsele— y arranca; y luego, máticas ¿acreditas en la reconciliación como en aluvión, llega la época, el marde la memoria lo que Ricoeur llama el co histórico, lo que sea. Pensar en la “difícil perdón”? época y luego en los personajes es tra—La ficción es algo relativo en mu- bajo de algunos autores que escriben chos casos; en la literatura es más re- las llamadas novelas históricas, según lativo aún. Ya se sabe que, sobre una he visto; y según he visto, otros de este época determinada, hemos aprendido mismo género se fascinan con un persomás con las obras narrativas de los au- naje histórico e investigan lo suficiente tores de esa época que con la historio- sobre éste y sobre su época. Es cuesgrafía. Lo contrario, escribir novelas a tión de registro narrativo, hay quien pue14


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de hacer esto, hay quien no. Como todo en la vida. Un novelista, un cuentista, un poeta, pueden mentir en su obra, y estas mentiras son “para siempre”; son más “para siempre” que las mentiras de un historiador, porque éstas se pueden desmentir. Creo que sólo en muy pocos casos de la vida el perdón es algo “difícil” y, en menos, “imposible”.

Guillermo Rosales* JOSÉ MANUEL PRIETO

Fácil es establecer un paralelo entre la vida que llevó en los Estados Unidos el escritor cubano Guillermo Rosales (La Habana, 1946, Miami, 1992) en los márgenes de la experiencia americana y la existencia imaginada de su alter ego William Figueras en un asilo para locos e indigentes o boarding home, como se les llegó a conocer en Miami. Rosales, un eterno inadaptado a quien tempranamente los médicos le habían diagnosticado una severa equizofrenia, había llegado al exilio en 1979 con un *

Prólogo a la edición en inglés de La casa de los náufragos.

historial de padecimientos mentales y no tardó en descender al único lugar disponible para él: “uno de esos refugios marginales a donde van a dar las gentes desahuciadas por la vida”. De su paso por varias de estas instituciones, Rosales sacó el material para escribir la novela que el lector tiene en sus manos. La obra misma, la fuerza con que denuncia desde sus primeras páginas la dantesca existencia de los alineados que malviven en asilos bajo la mirada cómplice de administradores tramposos, invita a ser leída en esa clave. Rosales habría querido destapar la existencia de aquel infierno, contar las muchas casas como esas que funcionaban ante la mirada indiferente de una comunidad obnubilada por la consecución del sueño americano, de exiliados del castrismo que, si bien seguían rumiando su dolorosa expulsión de Cuba, se habían propuesto triunfar a toda costa. El asilo de la novela no es sin embargo la eficaz institución carcelaria, trasunto del estado opresor que aparece en One flew over the Cuckoo’s Nest de Ken Kesey, un lugar donde reina el orden y la limpieza. En Rosales la descripción del boarding home abunda en símiles cenagosos con baños siempre “tupidos con sábanas, camisas, cortinas”, inundados las más de las 15


veces, “lleno de heces, papeles y otras inmundicias”. La misma piel de Arsenio, el siniestro lugarteniente de Curbelo, es “sucia como el agua de un charco”, mientras que el ojo de uno de los locos, Reyes, supura constantemente. El lugar es una suerte de cloaca donde van a dar los inadaptados y donde preda Curberlo, el administrador, que no casualmente tiene como su principal afición la pesca submarina. A este lugar siniestro como círculo del infierno han ido a parar personajes provenientes de todos los estratos de la sociedad miamiense: Ida, “la gran dama venida a menos”; René y Pepe, “retrasados mentales” a quienes Figueras observa pelear con indiferencia; Hilda, la vieja decrépita de quien Arsenio abusa sexualmente; Edy, un loco que lo perdió todo en Cuba y que pide con insistencia que los Estados Unidos tire una bomba atómica que acabe con los comunistas. Los cubanos no son los únicos inquilinos, está Louis, el norteamericano, que jura y maldice todo el tiempo, y Napoleón, el peruano, un enano de cuatro pies, “macizo —dice Rosales con esa increíble precisión suya— como una pera de box”. En contraste con los demás inquilinos, Figueras es un hombre ilustrado: “Yo, William Figueras, que leí 16

a Proust completo cuando tenía quince años, a Joyce, a Miller, a Sartre, a Hemingway, a Scott Fitzgerald, a Albee, a Ionesco, a Beckett...” Rosales, que poseía él mismo una impresionante cultura literaria, también dota a su personaje de un rico bagaje intelectual. Será Figueras, poseedor de una fuerte voz narrativa, quien conduzca con firmeza la narración sin que en ningún momento trastabille, caiga en el desvarío de un habla demente. Tan sólo un detalle destaca en él: es un hombre postrado, ha llegado al asilo acabado por la historia, con mayúscula. “Creyeron que llegaría un futuro triunfador, un futuro comerciante, un futuro playboy… y lo que apareció en el aeropuerto… fue un tipo enloquecido, casi sin dientes, flaco y asustado…” En esencia, y esto es importante para comprender el libro, Figueras es un sobreviviente, alguien que no logra hacerse una vida fuera de Cuba. Es alguien que ha escapado de la avasalladora experiencia totalitaria, pero en quien el daño perdura. Es el gólgota de la heroína de William Styron en Sophie’s choice y también el de la galería de personajes “dañados” de la novela Enemigos, de Isaac Bashevis Singer. Esto explica su pasividad, su incapacidad de adaptarse al nuevo país, el que haya descendido al boarding


home sin hacer resistencia alguna. Pero lo que hace verdaderamente complejo a este personaje es que Figueras no es tan solo una víctima sino también un victimario. Se trata —y Rosales lo entendió bien, la ambigüedad de su personaje es su mayor logro— de la manera absolutamente más destructora con que el Estado totalitario te convierte en cómplice de su crueldad y del terror. Al final del pasaje que ya cité anteriormente, el que comienza con “Yo, William Figueras, que leí a Proust completo cuando tenía quince años…”, añade: “Que viví veinte años dentro de una revolución siendo victimario, testigo, víctima…” (Las cursivas son mías.) En ello radica la profundidad de la tragedia de Figueras. Más que una denuncia del boarding home, del Miami o el capitalismo inhumano en el que no hay lugar para los perdedores como él, Rosales desplaza decididamente los orígenes del drama de su personaje al pasado, el momento anterior a su llegada al exilio. De ahí la importancia que tienen los sueños, los recuentos de su sueños proféticos de los que en este libro hay siete. En ellos Figueras escudriña zonas enteras de su vida en Cuba, que afloran en sus sueños como imágenes y revelaciones. En la novela, la función de estas visiones es explorar más allá del

presente cenagoso del boarding home, mostrar los sustratos donde ha ocurrido el daño. Así, en el primer sueño, Figueras describe una ciudad fantasmal y abandonada, imagen que luego se amplifica en el quinto sueño en que se pasea por una Habana devastada. En el segundo, el personaje se ve amarrado a una roca, un ser “con uñas… largas y amarillas como las de un faquir”. Una suerte de Prometeo encadenado que, sin embargo, se halla rodeado de 17


pulpos a los que tiraniza con sadismo: “los pulpos lloraban gruesos lagrimones cristalinas por mi crueldad”. Está amarrado a la roca pero los tiraniza hasta el llanto, los obliga a buscarles tesoros que al instante descarta con risa diabólica. Sueña luego con que bombardea una casa en la que Fidel Castro (también uno de los personajes de la novela, aunque sólo aparece en sus sueños) se movía “con la agilidad de un gato montés”, eludiendo sus disparos. Fidel Castro y todo lo que representa es un pasado profundamente instalado en él, difícil de eliminar, indestructible. En el penúltimo sueño Fidel ha muerto pero se abre el ataúd, sale de él, se sienta, pide un café: “Bien. Ya estamos muertos —dijo Fidel—. Ahora verán que esto tampoco resuelve nada.” El daño inflingido, quiere decirnos Rosales, va más allá, persistirá aún después de la muerte. En otro pasaje revelador, Figueras está viendo en la televisión al Puma, un célebre cantante latinoamericano, y no deja de establecer una clara diferencia entre la vida de éste, una existencia apolítica, y la suya propia, la carga que arrastra. El Puma es alguien que vive sin ese dolor, superficialmente podría decirse, porque: “Jamás abrazará desesperadamente una ideología y luego se sentirá traicionado por ella… 18

Nunca su corazón hará crack ante una idea en la que se creyó firme, desesperadamente. No sabrá quiénes fueron Lunarcharsky, Bulganin, Trotsky, Kamenev o Zinoviev. Nunca experimentará el júbilo de ser miembro de una revolución y luego la angustia de ser devorada por ella. Nunca sabrá lo que es la Maquinaria. Nunca lo sabrá.” Es la misma diferencia que existe, vale la pena señalarlo, entre los demás internos del boarding home, locos reales, enajenados y la imagen que el narrador tiene de sí mismo. En ningún momento, en las cien páginas del libro, el autor apunta a algún problema realmente serio, “médico” o “mental”, de su personaje. Difiero radicalmente de la lectura que se ha dado de la novela como un trasunto del drama biográfico, puntualmente real del autor, según lo cual nuestro protagonista sería alguien como el propio Rosales, con agudos problemas mentales. Esta distinción es también importante, porque apunta a que los demás internos han ido a parar al boarding home sin culpa o como sin culpa. Son verdaderos dementes. Sólo Figueras, que se sabe culpable, conserva paradójicamente la razón. Los otros son víctimas puras, por decirlo así. Figueras se sabe culpable (siempre en el sentido antes señalado, de alguien que tomó parte activa y entusiasta en


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la crueldad inevitable de la Revolución) mienza a estrangular a la mujer hasta la pero no ha hallado la redención. Se asfixia, la hace perder el conocimiento. asocia en “mafia” con Arsenio y en un Francis no se opone a la tortura porque momento hacia la mitad del libro llega se confiesa quebrada, “vacía” y es la a reconocer: “he dejado de ser un tes- única que, como él, ha entendido su tigo y comienzo a ser un cómplice de las culpa, la dualidad terrible de su concosas que pasan en el boarding home”. dición. Y esta culpa compartida se De vez en cuando es visitado por su constituye en la base de su entendimienamigo, el Negro, un poeta con quien ha- to. Durante su primer paseo por la Pebla de literatura y en los ratos de ocio, queña Habana, ya como novios, hablan lacerado por el deseo, hojea revistas de eso. “Mi cielo”, le pregunta Francis, pornográficas: su personaje no está del “¿Fuiste comunista alguna vez?” “Sí”, todo muerto, quiere decirnos el autor. responde Figueras. “Yo también”, conEs entonces que aparece Francis: firma Francis. Y acto seguido, en una “Hay una loca nueva sentada frente al escena desgarradora por su profundo aparato [del televisor]. Debe tener mi significado y que para mayor simboedad. Su cuerpo, aunque parece ultra- lismo el autor coloca en los portales de jado por la vida, conserva aún algunas una iglesia bautista, “grande y gris”, redondeces.” Es una mujer todavía jo- ambos entonan un himno “de los priven, pero lo más importante es que la meros años de la revolución”. Los dos “nueva loca” no ha perdido su huma- parecen decirse: sí, tuvimos un pasado nidad, y Figueras lo percibe al instante. en la Revolución, creímos en ella, entoEste detalle está dado en el libro de namos himnos y consignas, fuimos parte manera magistral en el temblor que de su maquinaria terrible. Asombra que este momento haya acomete a la mujer cuando Figueras se acerca a ella por primera vez y la pasado inadvertido por casi la totalidad inspecciona inescrupulosamente. Fran- de la crítica. Y estamos ante lo que cis, como él mismo, está totalmente puede considerarse el centro neurálconsciente de la sordidez del boarding gico del libro. De aquí parte todo, su home. No es una “loca”; es más bien importancia, su génesis misma. Porque una “náufraga”, como Figueras, y éste una vez comprendida la culpa, se recuse siente atraído al instante por ella. rre al arte para redimirla, para dejar Figueras oscila entre la ternura testimonio de lo pasado. y la crueldad. En dos ocasiones coEs lo que hace grande este libro, 19


palabras. De ahí la importancia que tiene la literatura para su personaje, las conversaciones que éste sostiene sobre sus ídolos literarios: Hemingway, Truman Capote. De ahí también que Figueras llegue al asilo con un libro de poetas ingleses: la literatura es la herramienta para la gran tarea que ve ante sí, la de dejar un testimonio veraz y contundente del infierno del boarding home, pero más que nada y significativamente, de su pasado como parte de la gran Maquinaria. Tan sólo un obstáculo se opone a ello: la experiencia de esa existencia dentro de “la historia”, la naturaleza del fenómeno totalitario es de una otredad tal que resulta virtualmente intraducible. Es una queja recurrente en la le aporta su profundo significado huma- literatura escrita por exiliados, por sono. Rosales, como ningún otro escritor brevivientes del totalitarismo. Aparece cubano antes que él, supo abandonar en Milán Kundera, en Joseph Brodsla estrecha vía del victimismo por la ma- ky, en el propio Alexander Solzhenitsin. yor, aunque más ardua, responsabilidad Es un escollo que se les antoja insaladmitida. Miró al fondo de la tragedia vable. “Nadie entiende esta historia”, y se descubrió parte de ella. Ésta es su confiesa Francis en otro momento clave verdad, el importante descubrimiento del libro al hablar de los años vividos que su libro aporta: todos somos res- en Cuba, durante la euforia de la Revoponsables, todos, de un modo u otro lución. “Yo se la cuento al psiquiatra participamos en ello, fuimos pequeñas y sólo me da pastillas de estrafón forte.” Se requiere entonces del talento piezas, no importa que inconscientes, de ese aparato mayor opresor. Nece- de un gran escritor para articularlo, el sita, entonces, imperiosamente, comu- tesón de quien vislumbra tal tarea conicar su descubrimiento, ponerlo en mo el gran objetivo de su vida, aunque 20


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se declare vencido desde el comienzo mismo: “La casa decía por fuera Boarding home, pero yo sabía que sería mi tumba.” Una vez allí, sin embargo, luchará por dejar una huella; se sabe perdido, pero aportará su testimonio. Para su infinito asombro, Figueras descubre que Francis es también artista. Pinta y lo hace tan bien que él reacciona asombrado cuando la mujer le muestra los dibujos que ha venido haciendo de los habitantes del asilo: “Está dibujado en el estilo de los pintores primitivos. Es muy bueno (…) Todo es exacto. Y todo tiene vida... ¡Es admirable! El alma de todos nosotros ha sido captada.” Igual que la hazaña de las Memorias, de Primo Levi (otro suicida como Rosales), igual que la hazaña de los poderosos Relatos de la Kolyma, de Varlam Shalamov, de todo sobreviviente artista. En su arte la tragedia innombrable adquiere voz, es vencida. El artista lucha por dejar su huella, se sabe perdido, pero hará que las víctimas hablen en su libro. Aquí cierra con fuerza majestuosa la novela, el momento en que fulgura la posibilidad de vencer el destino: los novios hacen planes, optan por creer en un milagro que los saque de allí. Figueras se imagina viviendo con Francis como un hombre normal: “Con unas libras de más y un poco de cuidado

será bonita”. Se siente tan seguro que, durante el paseo que da una vez que ha acordado con Francis dejar el boarding home, confraterniza con desconocidos en la calle y se encuentra, ¡gran suerte!, a una vecina de su niñez en Cuba. Figueras se sabe salvado en lo interior, el tono de la narración cambia: “Al pasar junto a Reyes… le cojo la cabeza calva entre las manos y le doy un beso en ella… Me echo a reír.” Finalmente, el sueño de la huida se frustra, pero para Figueras ya no importa. No sólo encontró el amor, sino a una persona que, como él, se ha purificado por el arrepentimiento, ha logrado la refundación moral… Poco es lo que se conoce sobre cómo el desconocido que fue Guillermo Rosales llegó a convertirse en el escritor de excelentes recursos que aquí aparece, dueño de un estilo único y autor de lo que es sin duda uno de los mejores libros cubanos de la segunda mitad del siglo XX, sólo comparable quizá con la ya mítica Hombres sin mujer, de Carlos Montenegro, o con las célebres memorias Antes que anochezca, de Reynaldo Arenas, llevadas al cine por Julian Schnabel en el 2001. Aunque Rosales hizo periodismo en Cuba y se consideró siempre un escritor, entre el año de su arribo a Miami y la mañana aciaga de su suicidio, es poco 21


lo que se puede destacar literariamente hablando. Participó, eso sí, junto al hoy conocido internacionalmente Reynaldo Arenas en el más interesante proyecto cultural de esos años: la Revista Mariel (1983-1985). En ella Rosales público la única entrevista que le hicieron en vida y en la que, aparte de hacer referencia a la experiencia de su doble exilio, del Miami pequeñoburgués y de la Cuba revolucionaria, hace una aclaración muy reveladora sobre sus personajes que confirma la lectura que propongo aquí y que sitúa la denuncia de los estragos del totalitarismo como tema central de esta novela. Sus personajes, dice Rosales, “son cubanos afectados por el totalitarismo castrista, guiñapos humanos”. En algún momento de 1987 su amigo, el también escritor Carlos Victoria, envió el manuscrito de Boarding home al prestigioso concurso Letras de Oro, organizado bajo el patrocinio de American Express y con Octavio Paz, el futuro premio Nobel mexicano, en el jurado. El libro resultó premiado por sus patentes cualidades formales y la fuerza cataclísmica de la historia. No obstante, nada pasa: el libro es recibido tibiamente por la crítica y durante años es conocido tan sólo por unos pocos. En 2003 aparece la edición espa22

ñola con el título La casa de los náufragos. Al año siguiente la edición francesa de Actes/Sud con el título de Mon ange tiene una recepción clamorosa. El periódico Le Monde la elogia como “una espectacular fábula autobiográfica”, una novela “lírica y lapidaria”. Todavía en Cuba, Rosales rozó la fama o tal vez la esperanza de una mejor suerte para su literatura con El juego de la viola, novela que en 1968 quedó finalista en el prestigioso concurso “Casa de las Américas”. De una colección de cuentos aún inédita, El alambique mágico, de 1990, han aparecido cuentos en publicaciones periódicas. Guillermo Rosales tenía al morir 47 años.

La lenta muerte de la crítica literaria académica PETER ACKROYD Traducción de Alberto Sierra Méndez

Ahora que se escriben frenéticas cartas en The Times sobre el estado de la crítica artística contemporánea es bueno recordar que hay problemas de la crítica más severos en otra parte. La crítica literaria —para referirnos al ejemplo más importante pero menos discutido—


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está ahora casi paralizada; esto no tiene que ver con los reseñistas, quienes realizan una función pública necesaria y quienes, en cualquier caso, nunca aspirarían a las vertiginosas alturas de “los críticos”. Me refiero a los críticos universitarios, los cuales publican largos artículos en revistas arbitradas, escriben libros sobre Henry James o Samuel Johnson y, en suma, están por encima de Grub Street y sus alrededores. En diez años no han producido nada original. Aún no leo a un crítico académico contemporáneo que escriba más inteligentemente, o lea más cuidadosamente, que un buen reseñista. Aún tengo que conocer a alguien que no sea un siervo voluntario de alguna de las modas ideológicas que mantienen a la academia en la esclavitud. La Universidad de Cambridge viene al caso. Fue aquí donde se fundó el “estudio” de la literatura inglesa y donde ha degenerado ahora en un sinnúmero de disputas académicas sobre una tendencia u otra: confundiendo a los estudiantes y provocando ataques generalizados de nervios entre los profesores. Cambridge había sido, hasta hace poco, el tranquilo hogar de críticos liberales, humanistas, que escribían ensayos sobre La tempestad y que, por lo que sé, nunca le hicieron daño a ninguna alma viviente. Pero su humanismo

se hizo cada vez más chapucero y la atmósfera cambió. El socialismo y la sociología se pusieron de moda y hubo una crecida de críticos marxistas que discutían los libros como si fueran un agregado de la teoría social. Y ahora los franceses, o cuando menos los discípulos de los franceses, han llegado armados con textos y meta-textos, dispuestos a jurar que el suyo es el único modo de leer libros. Y, cuando todos los demás se han acobardado, ¿qué puede ser más atractivo que un complejo conjunto de instrucciones terriblemen23


te rígido sobre cómo leer y cómo escribir? Para los asediados académicos que no saben lo que están haciendo o por qué lo están haciendo, esto les llega como una bendición inesperada. Es como volver nuevamente al libro de primaria. Esto es, por supuesto, una historia abreviada pero algo muy parecido es el contexto de dos libros de dos académicos: Explorations, de L. C. Knights, y The unnatural scene, un estudio de las tragedias de Shakespeare, de Michael Long. Hay algo en esos libros más profundo que sus diferencias en tono y método, aunque ambos podrían negarlo: Cambridge. Los libros fueron concebidos, nacieron y se desarrollaron en esa atmósfera, y se nota. El problema central puede plantearse de manera muy sencilla: ¿qué es esta literatura que aceptamos sin poner en duda, y cuáles son sus características particulares que la hacen susceptible de ser enseñada y objeto de conferencias? Estas preguntas merodean en alguna parte de la mayoría de los libros de crítica académica, con la punzante duda que tiene que ser constantemente apaciguada: que tal vez, después de todo, la literatura no sea realmente una disciplina universitaria. Así, Mr. Knights, en este civilizado conjunto de ensayos sobre una variedad de tópicos literarios, 24

se siente obligado a describir la literatura como “una forma de conocimiento”, como un “medio irremplazable para llegar a verdades que son de la máxima importancia para nosotros”. Quien preguntara ¿cuáles son esas verdades?, no necesitaría esperar una respuesta, porque no hay ninguna. “Verdad” y “conocimiento” se sugieren pero nunca se definen; le prestan una espuria fuerza al argumento crítico sin iluminarlo en ningún momento. Por supuesto, los literatos académicos siempre han dependido de esta imprecisión para reforzar la demanda por sus estudios y, de hecho, la torpeza y la confusión pueden a menudo ser tomadas por virtudes; ésta es la peculiar característica de los estudios literarios que se reclaman “una forma de conocimiento” al mismo tiempo que rechazan cualquier investigación especial o general por no ser concreta, no estar presentada refinadamente o no ser humana. Pero el problema es más amplio. Describir la literatura como una forma de conocimiento, y luego dejar el asunto en la vaguedad como Mr. Knights hace, es hacerla rehén de la fortuna ideológica. Una “forma de conocimiento” que en realidad no tiene ninguna forma está deplorablemente mal equipada para resistir las lisonjas de cualquier moda sociológica, ideológica o crítica que sea


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arrastrada a la escena. De ese modo el marxismo, el estructuralismo, el formalismo, la crítica práctica, e incluso el simple y viejo humanismo, son suministrados alternativamente de acuerdo con el colegio, la política y la edad del autor, y la inteligencia del estudiante. Mr. Kinights es, sospecho, un honesto, viejo humanista él mismo; su ideología viene de Coleridge y Arnold y es uno de los que sostiene cosas como “la unidad” del trabajo creativo y —más importante— su utilidad moral. Como Knights dice, “cuál, para decirlo crudamente, es su utilidad moral, educativa e incluso política”. O, para decirlo todavía más crudamente, si los estudiantes llegan a Cambridge a estudiar literatura, y a mí se me paga para enseñarla, gracias a Dios, tiene que ser útil. Si no lo fuera la facultad de literatura se derrumbaría como un castillo de naipes. Hay algo más en juego aquí, pero es un terreno difícil de cruzar en un pequeño artículo: sin embargo, por mucho que los profesores puedan discutir complejidades morales y fragilidades de la respuesta, no obstante lo mucho que Mr. Knights pueda disculparse en su libro por parecer demasiado “predeterminado” para extraer ejemplos o lecciones morales, por más refinado y cuidadosamente expresado que sea, lo

que los críticos académicos tratan y gustan hacer es devaluar el lenguaje escrito y convertirlo en un simple vehículo para la transmisión de ciertas verdades y valores humanos. Como dice Knights de La tempestad : “nos ayuda a enfrentar con algo que no es tristeza ni desesperación las dificultades y limitaciones de la vida”. No sorprende que las academias estén en confusión cuando los críticos literarios se complacen en trillados sermones, cuando una obra es utilizada como calmante, y cuando la crítica se convierte en una suerte de adjunto de la filosofía moral. Cuando la literatura es examinada en este contexto, permanece subordinada a cualquier teoría nueva, por brillante y entretenida que le sea impuesta; no se le concede una forma por sí misma. Michael Long no es un humanista, hasta donde uno puede distinguirlos estos días, pero ha adoptado un lenguaje cuasi-científico que está cercanamente alineado al estilo más urbano de Knights. En el libro de Mr. Long se encuentra también ese énfasis constante en la utilidad de lo que él y sus colegas están haciendo: “convertir la experiencia de sus tragedias [de Shakespeare] en una especie de entrenamiento en la intensidad de los sentimientos, en el refinamiento de la respuesta emocional”. Hubo un tiempo en el que sólo los pre25


ller ansiaba los lujos de la soledad pero arreciaban las visitas: “Buscar un escondite de acceso más difícil es inútil. El fan que quiere conocerte, que está decidido a conocerte, aunque más no fuera para estrecharte la mano, no se detendrá ni con el Himalaya.” Todavía le quedaba media vida por delante, pero consideró que era momento de hacer memoria y balance: “Para hacer un buen autorretrato, uno debe estudiar las cenizas. El hombre se crea a partir de las ruinas de sus previas identidades.” Si cada libro de Miller es una retrospectiva —de un periodo, de amigos, de lecturas—, Big Sur y las naranjas de El Bosco es un repliegue panorá(1976) mico, en el centro y la cima de una vida, para dar cuenta de lo escrito y perpetrado hasta esa fecha. El resultado es uno de sus mejores libros y lo pueblan, entre otros, dos hijos y una mujer de la que se está sepaUn coloso en Big Sur rando. En sus libros Miller se plantea casi constantemente cómo vivir, y Big Matías Serra Bradford Sur se pregunta además cómo vivir junPunto de encuentro de aves migrato- tos. (Otro de los leit-motif en Miller es rias, coyotes, mar y silencio, Big Sur es uno de los más peligrosos y más evauna zona montañosa en la costa de Ca- didos de la literatura: la felicidad.) No lifornia, a doscientos kilómetros de San faltan en Big Sur conversadores recalFrancisco. Sin electricidad y sin teléfo- citrantes y personajes bizarros. Miller no hacia el año 1947, que es cuando el esperaba la llegada del correo como autor de Trópico de Cáncer y Trópico quien espera al Mesías: “Una de las de Capricornio se mudó allí. Henry Mi- pocas recompensas que un autor obdicadores y psicólogos realizaban esa impráctica tarea. Y para Long también la crítica literaria se convierte en un vago sustituto de la sociología y la teoría ética: “Las obras contienen una comprensión sutilmente ejecutada, en la base de su visión trágica, de la distancia social y los sistema de estratificación, de etnocentrismo…” Pobre Shakespeare, para Knights se convierte en teólogo y para Long en sociólogo. Y la literatura, cuando es vista en esos términos estéticos y morales, va a dar, atada y amordazada, a manos de los académicos con una tarea que cumplir. No es sorprendente que los estudios literarios se estén derrumbando; cuando antes mejor.

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tiene por su trabajo es la conversión de un lector en un amigo íntimo.” La correspondencia fue siempre un asunto capital para Miller y Hugo Manning decía que se la había pasado escribiendo una larga carta abierta al mundo. Lo prueban las misivas que intercambió con virtuosos epistolares como Durrell y John Cowper Powys. (Algunos críticos se han preguntado por qué escritores que eran mejores que Miller lo admiraban.) La protagonista de Big Sur pudo haber sido la naturaleza: soberbios paisajes que aún hoy no han envejecido un solo día. Ya conocemos la geografía como narración épica en la literatura norteamericana: Thoreau, Faulkner, Wolfe y Kerouac, que también tiene un Big Sur más oscuro. En este caso, y como en casi toda su obra, Miller se concentra en el arte del retrato. Lo más destacable de Miller no está, como podría pensarse, en la descripción de sí mismo o de mujeres sino en la de hombres, sobre todo artistas, escritores y esforzados de toda laya. (Donde más detalló lugares fue en el mejor de sus libros, El coloso de Maroussi, que de todas maneras incluye una larga galería de personajes notables.) Ya desde los años cuarenta, Big Sur funcionaba como una especie de colonia de artistas: “Es mi convicción que el artista in-

maduro muy raras veces prospera en ambientes idílicos”, soltaba Miller oteando el horizonte. Henry Miller nació en Nueva York en 1891 y se crió en Brooklyn. Sus primeras andanzas están narradas en El libro de mis amigos, escrito para honrar a sus camaradas de infancia. Paseaba horas en bicicleta, que aprovechaba para refinar el arte de hablar solo. Trabajó en una fábrica de cemento Portland, en la sastrería de su padre y en el correo. Abandonó estudios de piano porque su lema, decía, era “todo o nada”. Empezó a escribir tarde, en 1924. Hizo su primer viaje a Europa en 1928, adonde regresó en 1930. En París hizo vida de desocupado serial y se convirtió definitivamente en escritor cuando decidió que lo suyo sería, precisamente, derribar la barrera entre vida y literatura. No se consideraba un escritor en el sentido ordinario de la palabra, sino “un hombre que cuenta la historia de su vida”. Un epígrafe de Emerson abre el primer Trópico —“En el futuro, ¿las novelas cederán el paso a las obras autobiográficas?”— y sigue resonando. Miller era efectivo a la hora de contar el momento de la transformación —fugaz, inasible— de una vida, gracias al cual, por ejemplo, alguien se vuelve un escritor. (A propósito, el paso que 27


convierte a un alguien en escritor no es disímil al que convierte a otro en otra clase de lector, por ejemplo dejando atrás a un autor como Miller.) El autor de Días tranquilos en Clichy era una rara avis: un megalómano modesto. Es una extraña demagogia la de quien declara a los cuatro vientos su humildad y su deseo de anonimato. Miller era una criatura enfática, de subrayados: leía con un lápiz en la mano, como después le pasaría a no pocos de sus lectores. Como el ajedrez que practicó desde los ocho años, la escritura de este eximio jugador de ping-pong mejoró poco y nada en décadas. Era cada vez más indiferente “a su destino como escritor, y me sentía más y más seguro de su destino como hombre... No me importaba si lo que escribía era considerado malo. Lo bueno y lo malo fueron erradicados de mi vocabulario... Mi vida misma se convirtió en una obra de arte. Había encontrado una voz”. En Primavera negra alude a “una especie de tartamudeo divino”. Lo que logró y lo que más se recuerda de Miller es, en efecto, la voz (y es una y la misma, no importa en cuáles y cuántos idiomas se lo lea). El ensayista Frank Kermode lo tomó al pie de la letra cuando afirmó que el modo en que Miller escribía mal era similar al modo en que lo hacía cuando escribía bien. En La sabiduría 28

del corazón Miller se le anticipaba por apenas meses: “El artista se expresa a sí mismo con y por medio de la imperfección.” Nada más literario, parecía retrucar Kermode, que posar de antiliterario. Y no hay dudas de que la irregularidad de Miller —exceptuando Cáncer, El coloso de Maroussi, Recordar para recordar, El libro de mis amigos, Los libros en mi vida, Cartas sobre Hamlet, Big Sur— provoca cierto mareo y desazón en el lector. Hay algo anacrónico en Miller que se hace patente en los momentos en que se larga a sermonear o a posar de incomprendido, o del único que puede comprenderlo todo. Miller más gusta cuanto más se deja distraer, cuando se olvida de su brío misionero. Según Miller, la médula pasaba por otro lado, por un recurso tan despreciado en ciertos casos como sobrevalorado en otros: la intensidad. Ir hasta el fondo de las cosas, ése fue el norte de Miller. Igual que Céline, Baron Corvo y Harold Pinter, Miller fue un escritor con bruxismo: tipeaba o redactaba con los dientes apretados. Allí está Trópico de Cáncer para ratificarlo. Miller fue un buen retratista de tiempos estrechos —“el culo al aire y la lengua afuera”—, un excelente radiólogo de París. Leídas a los quince años, las proezas sexuales de Miller eran la promesa de un espejismo; re-


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leídas hoy, suenan teatrales, tediosas y aun risibles. Como con Cortázar, la lectura de Miller es un gusto temprano, inaugural, que nos inocula al pasar gustos ajenos, acaso más perdurables. Los de Miller se centraban en escritores que no se parecían a él pero sí había sabido detectar la singularidad que enarbolaban: Blaise Cendrars, Kenneth Patchen, John Cowper Powys y Knut Hamsun. Son sugestivos los modos con que Miller buscaba delimitar un territorio propio: “La única diferencia que hay entre los demás y yo es que por mi parte expreso lo que ellos esconden debajo de las palabras cuando escriben sus libros.” Cyril Connolly lo llamaba “el mejor escritor amateur contemporáneo”. Entre sus admiradores había reclutado a T.S. Eliot, Aldous Huxley, Raymond Queneau, Edmund Wilson, Colin MacInnes, Norman Mailer y Alain RobbeGrillet. En referencia a la censura que pesó sobre los Trópicos, Ezra Pound dijo: “Por fin un libro que no puede darse a la imprenta, pero que es conveniente leer.” George Orwell, que sabía lo que era pasar hambre, dentro y fuera de París, decía que los primeros libros de Miller supieron crear un mundo propio. Gore Vidal hacía sus salvedades pero reconoció en Miller a un luchador que contribuyó a derrumbar las barreras de la censura.

HENRY MILLER

Una de las actividades a las que más se entregaba Henry Miller en la paz de Big Sur era la acuarela. Admitía que no tenía ninguna habilidad: “Tal vez estos ‘defectos’ son el resultado de mi esfuerzo inconsciente por dejar mi sello.” Adoraba los cuadros de George Grosz y de Paul Klee. Escribió diversos ensayos sobre pintura y hay numerosos pasajes en sus libros consagrados al arte. Alguna vez apuntó: “Lo importante que aprendí con las acuarelas fue no preocuparme, que no te importe demasiado. No tenemos que 29


producir una obra maestra por día.” Y agregaba: “El júbilo más grande y la mayor victoria en arte llegan en el momento en que, al caer en la cuenta de que has dominado el medio en toda su extensión, deliberadamente lo sacrificas con la esperanza de descubrir una verdad vital, oculta dentro tuyo... El gesto descuidado es tan correcto, tan cierto, tan válido, como la pincelada más cuidadosamente planeada.” Este hombre de aspecto oriental —a él mismo lo impresionaba el parecido de su cara con la de Mishima— era un entusiasta de Hokusai y Hiroshige, y de varios frutos originados en Japón: las novelas de Tanizaki, las recopilaciones de Lafcadio Hearn, Rashomon de Kurosawa, las mujeres nacidas en esa isla invencible. En su libro Sexteto señaló “la mezcla en los japoneses de crueldad y ternura, y de violencia y apacibilidad”, y aseguró que la seriedad absoluta le jugó una mala pasada a Mishima. Le parecía a Miller que, excepto en el humor de los maestros zen, esta seriedad absoluta es una característica típica del japonés. Fue el budismo zen, sobre

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todo, lo que produjo en él una especie de conversión laica. La literatura y el zen en Estados Unidos tienen una historia respetable y una distinguida serie de aficionados: los poetas Gary Snyder y Philip Whalen, J.D. Salinger y Peter Matthiessen, John Cage y Thomas Merton. El zen, decía Henry Miller, es “lo más cercano a lo que soy incapaz de decir en palabras”. Esa tregua, esa obediencia al silencio, nos insinúa acaso que Miller es un autor ideal para cuando un lector está pasado de literatura. Un soplo de aire, una desintoxicación. “Muchos de los libros con los que uno vive en su mente son libros que nunca ha leído”, escribió una vez. Quizás a Henry Miller tampoco lo hayamos leído todavía (fue hace tanto, éramos tan distintos). En una oportunidad, el poeta Robert Creeley comentó lo siguiente sobre uno de los grandes héroes de Miller, D.H. Lawrence: “Para tener una literatura Lawrence juzgaba necesario tener un alma. Y nos hemos reído de él. Qué divertido. ¿Qué tan gracioso resulta ahora?”


Tres poemas LUIS VICENTE

DE

AGUINAGA

DE LA NADA

Apareces, te asomas de la nada, y el sol, tras la tormenta, parece respaldarte como un cómplice. Yo pienso de inmediato en otros tiempos: recuerdo con ternura la mirada inicial de aquel otoño y desempolvo aromas, paisajes, ocurrencias y charlas animadas —dijera el novelista. Hoy, lo que son las cosas, paso a tu lado sin mirarte, cuidándome, ya que no el corazón, sí ―no me culpes― la bolsa del dinero.

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JUST FOR THE RECORD

Nunca he debido preguntarme cómo ―en la práctica― llegaron los astronautas a la luna, las vueltas a la tuerca, Dios al octavo día. Siempre mis dudas fueron otras. Comenzando por hoy en la mañana, siempre ―que significa casi siempre― me han urgido cuestiones de otra índole, como qué da sosiego a los imanes, por qué nos duele que se rompa un vaso, cuándo la noche se hace madrugada, qué hay tan incómodo en los tres pies del gato, cuándo la madrugada también es la mañana, cómo ―en la práctica― llegaron los pájaros al pico, la serpiente al veneno, el oro a la moneda fraccionaria, las fortunas al índice de Forbes y otras dudas acaso menos tontas pero que, por pudor, mejor se olvidan.

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A LA ESPERA

Por ahora no estoy muriéndome. No estoy cantando ni despidiéndome de nadie ni llorando por gracias o de nada ni compartiendo el pan o el vino por ahora. Ya sé que no tengo razón, que le pido al serrucho que haga un árbol con trozos de madera y al martillo, en silencio, que acaricie. Pero en dónde, como no sea en la sombra, puedo siquiera buscar luz o nada más buscar y encontrar, por ahora, lo que sea. Estoy a la espera de señales claras, explícitas, rotundas en el tiempo, en el agua, en una nube o en los asientos del café: señales que desmientan que, hasta la fecha, nada quiere decir ni ha dicho nunca nada.

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Amigo sólo en las malas NORMAN PODHORETZ Traducción de Pedro Santander

El mayor cumplido que me hizo Norman Mailer fue llamarme un “foulweather friend”. Me lo dijo sonriente, satisfecho con el ingenio y felicidad de su expresión.* Yo reí también, tanto porque compartía su apreciación por la forma graciosa que había impreso a su cumplido como porque sabía que, habiéndome mantenido firme a su lado tanto en los buenos como en los malos tiempos, lo merecía. Nuestra amistad comenzó en un periodo particularmente duro para él y poco a poco comenzó a desmoronarse conforme él, de nueva cuenta, volvía a subir alto. Yo, por mi parte, tenía graves problemas en ese momento y él no mostró ser un amigo en las malas también para mí. Pero hay más mucho más que contar y falsearía la historia si diera la impresión de que el desarrollo y caída de nuestra amistad fue, para emplear una frase de Jay Gatsby, un asunto “meramente personal”. En la época en que conocí a Lillian Hellman, a finales de los años cincuenta, Mailer había escrito tres novelas y algunas secciones de lo que resultaría la abortada cuarta. La primera, The naked and the dead, había sido una sensación desde su publicación en 1948, lanzándolo a los 25 años a la celebridad y las grandes ventas como autor de lo que la prensa popular consideraba “la mejor y definitiva novela sobre la Segunda Guerra Mundial”. Pero —y esto es una indicación de lo mucho que cambiarían las cosas en una década— el éxito de ese libro volvió sospechoso a Mailer a los ojos de la comunidad de críticos serios, igual que las obras de teatro de Lillian la habían hecho sospechosa. * La expresión usual en inglés es fairweather friend, o amigo sólo en los buenos tiempos, amigo interesado. Foulweather friend sería por lo tanto amigo sólo en los malos tiempos.

× NORMAN MAILER

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NORMAN PODHORETZ

Mailer, por lo que supe cuando lo conocí, unos diez años más tarde, se sintió anonadado cuando descubrió que había un mundo literario cuyos personajes principales desdeñaban, si no es que definitivamente despreciaban, los best sellers y a las personas que los escribían. Podía ser un graduado de Harvard, pero se las ingenió para pasar cuatro años en Cambridge sin llegar a enterarse de que a finales de los años cuarenta la cultura en Norteamérica se dividía en tres: highbrow [alta o intelectual o elitista], middlebrow [mediana] y lowbrow [popular], y que la highbrow desdeñaba más o menos automáticamente cualquier best seller como producto middlebrow o lowbrow y por lo tanto no lo consideraba digno de ser tomado en cuenta; y que esa minúscula y oscura minoría highbrow, incapaz de dominar o desembolsar las mundanas recompensas del gran dinero y de la fama nacional, misteriosamente disfrutaba, sin embargo, del virtual monopolio de conferir un estatus verdaderamente literario. Había, por supuesto, excepciones a la regla de que el éxito comercial excluía a un escritor de la aceptación o aclamación highbrow, la principal era la del dios de Mailer, Ernest Hemingway, cuya carrera probablemente lo había desorientado en ese punto. Pero incluso Hemingway era sólo una excepción parcial, pues había comenzado a publicar en las que alguna vez se denominaron “pequeñas revistas” y, cuando alcanzó el éxito comercial, se había establecido ya como un importante escritor experimental (con el imprimátur de uno de los cardenales de la iglesia avant-garde, Gertrude Stein). Mailer, en contraste, había logrado un gran éxito sin esas credenciales previas. Para empeorar las cosas, lo logró con una novela escrita en la tradición naturalista que en las últimas tres décadas la avant-garde, y los críticos highbrow que la apoyaban, se había negado a aceptar. Incluso las pocas escapadas del naturalismo tradicional que Mailer se arriesgó a tomar en The naked and the dead consistían en técnicas tomadas de John Dos Passos, un novelista cuyo prestigio entre los highbrow, si bien muy alto cuando completó su opus magnum, U.S.A., en 1930, se estaba desvaneciendo y pronto sería relegado a la casi completa oscuridad crítica. La caída de Dos Passos se debió sin duda más a su paso de la izquierda radical a la derecha libertaria que al supuesto declive de sus últimas novelas como obras de arte —no quiero decir que esto fuera admitido en una época en que se suponía que los jui36


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cios políticos no influían en los juicios estéticos—. Mailer, en agudo contraste, estaba enfáticamente en la izquierda, pero desde el punto de vista de los highbrow, su izquierdismo, como el de Lillian, era de la variedad equivocada —es decir, estalinista— (aunque a diferencia de ella, él era sólo un compañero de viaje). He aquí cómo describo, en el ensayo que estaba escribiendo cuando lo conocí, la política que animaba The naked and the dead : En 1948, Mailer —quien pronto se habría de convertir en una figura relevante en la campaña de Henry Wallace por la Presidencia— aprobaba la idea de que nuestras dificultades de la posguerra con Rusia eran exclusiva responsabilidad del capitalismo norteamericano. Habíamos ido a la guerra contra Hitler no porque la clase dirigente norteamericana fuera antifascista, sino porque Hitler no había mostrado voluntad de jugar al juego capitalista de acuerdo con las reglas, y el siguiente paso era disponer de Rusia, el único obstáculo restante en el camino al poder total. La Segunda Guerra Mundial, entonces, fue la primera fase de una operación más ambiciosa, mientras tanto el ejército estaba siendo usado como un laboratorio de fascismo, un adelanto de la clase de sociedad que la clase dirigente norteamericana estaba preparando para el futuro.

Para decirlo otra vez, esos puntos de vista evidentemente estalinistas habían sido políticamente inaceptables en los círculos literarios highbrow. Tan inaceptables como el género literario middlebrow que usó Mailer para expresarlos. De hecho, había críticos que veían al middlebrowismo como una manifestación estética del estalinismo. Así, Robert Warshow, al escribir en Commentary un año antes de que The naked and the dead apareciera, trazó una línea directa entre el estalinismo “y la cultura de masas de las clases educadas: la cultura del ‘middlebrow’”. Y sin hacer la conexión explícita, Dwight MacDonald, quien se convertiría en amigo y campeón de Mailer, escribió un devastador artículo sobre Henry Wallace como fantoche del comunismo, y siguió unos años más tarde con un asalto igualmente devastador al middlebrowismo (o como él lo bautizo: midcult). Curiosamente, en los cientos de horas (¿o fueron miles?) que pasamos juntos después de convertirnos en íntimos nunca le pregunté a Mailer cuándo comprendió la importancia de la comunidad literaria highbrow y, en particular, de Partisan Review. No descubrí tampoco si el cambio radical que 37


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sufrió, como novelista y en su orientación política, en los tres años que transcurrieron desde la publicación de The naked and the dead y la aparición de su segunda novela Barbary shore, tuvieron algo que ver con su nueva determinación de ganarse el consentimiento de los highbrow aun a costa, si fuera necesario, de otro éxito popular. Hay buenos motivos para pensar que la influencia de Jean Malaquais, un trotskista que se convirtió en su primer traductor y amigo cercano, jugó un importante papel. Supongo que al abandonar el naturalismo y el estalinismo de The naked and the dead y escribir Barbary shore, una alegoría kafkiana pro-trotskista, estaba haciendo una apuesta (no puedo decir si consciente o inconsciente) para ganarse la aprobación highbrow. Pero si eso fue lo que tramaba, calculó mal. Barbary shore fue un fracaso tanto con el público en general, para quien era demasiado oscuro, como para los críticos highbrow, quienes le prestaron muy poca atención. Los highbrow lo ignoraron en parte porque ya lo habían dado por perdido como otro middlebrow, y también porque, aunque había perdido (o abandonado) su toque popular, aún permanecía detrás la línea de la alta cultura. Para 1951, el modernismo de Barbary shore comenzaba a parecer tan anticuado como el naturalismo de The naked and the dead. En cuanto a la política de Mailer, convertirse en seguidor de Trotski era, desde el punto de vista de los highbrow, ciertamente una mejora respecto a ser compañero-de-viaje del estalinismo, pero Trotski también parecía viejo en 1951. (Mi esposa parafraseó así una reseña de Barbary shore que William Barret escribió para Partisan Review : “Oh, no, Mailer está recogiendo esa cosa.”) Pues era la época en que el mundo literario highbrow había comenzado a desencantarse del socialismo revolucionario, cualquiera que fuera su coloración. Estaba en proceso de formular una nueva reivindicación de “nuestro país y nuestra cultura”, como titularon los editores de Partisan Review el simposio que organizaron en 1952, en el que la transformada actitud de su comunidad hacia esos temas fue sobresalientemente exhibida. Por otro lado, el hecho de que Mailer fuese invitado a participar en ese simposio significaba que Barbary shore lo había convertido por lo menos en un personaje con el que había que contar. William Phillips, co-editor de Partisan Review, reconoció más tarde que la inclusión de Mailer fue un “acto político” tanto desde el lado de la revista como del de Mailer, que significaba que 38


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él se había convertido en “parte de nuestra comunidad”; y Mailer dijo, “en cierta forma, el simposio fue mi presentación en sociedad”. Pero siendo Norman Mailer, se presentó penduleando. En su colaboración manifestó estar sorprendido por los supuestos del simposio y reprendió a los editores de Partisan Review, así como a varios viejos novelistas (mencionó específicamente a Hemingway, Dos Passos, James T. Farrel, William Faulkner y John Steinbeck), por haber pasado del alejamiento a distintos grados de aceptación, si no es que al abierto proselitismo, del “Siglo Norteamericano”. Había una deliberada provocación e incluso ofensa en la referencia de Mailer al “Siglo Norteamericano”, un término NORMAN PODHORETZ que el jefe de Time, Inc., Henry Luce, había acuñado unos años antes en la revista Life. Al usar ese término, Mailer estaba implicando casi explícitamente que los escritores que había mencionado se habían asociado por lo menos o, peor, vendido a lo que él consideraba el verdadero y más poderoso enemigo de todo lo que ellos habían representado tanto en cultura como en política. Pero esta obcecada postura de oposición a la sociedad norteamericana no significaba que Mailer fuera a persistir en su trotskismo o alguna otra clase de marxismo. Por el contrario, habiendo pasado del estalinismo al trotskismo, como los editores de Partisan Review mucho antes que él, los seguiría de nuevo, esta vez en su repudio del marxismo en particular y del pensamiento ideológico en general. No obstante, al dar ese paso, Mailer siguió un camino muy diferente al que los excomunistas y antiguos trotskistas de Partisan Review tomaron. Por 39


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lo que concernía a la mayoría de ellos, la profecía del final del capitalismo occidental y el consiguiente triunfo de la revolución socialista conducida por una clase trabajadora despierta y movilizada, había mostrado ser una guía defectuosa para el futuro. Pues aquí estábamos en paz cuando el capitalismo, que desde el punto de vista del marxismo había sobrevivido a la Gran Depresión de los años treinta sólo gracias a haber sido sostenido artificialmente en vida por las necesidades económicas de la guerra, debía estar experimentando su pospuesto colapso final. Pero con el oxígeno desconectado, este sistema supuestamente moribundo mostraba una vitalidad incluso mayor que antes. Mientras tanto, los sueños revolucionarios de Marx se habían convertido en una pesadilla totalitaria en Rusia, y los trabajadores de E. U., el país más avanzado de los países capitalistas, se negaban obstinadamente a jugar el papel prescrito en el escenario marxista. En lugar de rebelarse contra sus explotadores y opresores, expresaban gran satisfacción con un sistema que estaba comenzando a realizar sus sueños de prosperidad e incluso de lo que el economista John Kenneth Galbraith haría famoso al denunciarlo como “opulencia”. Mailer estaba muy lejos de aceptar el fracaso de la revolución marxista, como puso en claro en su famoso ensayo “The white negro”. El cual apareció sorprendentemente como “Reflections on Little Rock”, de Hannah Arendt, en la revista Dissent, cuyo editor, Irving Howe (un ex-trotskista que aún conservaba la fe en algunos elementos de la teoría marxista), había evidentemente decidido, con base en el simposio de Partisan Review, que Mailer podía ser un aliado útil en la lucha por revivir la menguante influencia del socialismo entre los intelectuales. Pero si fue así, Howe finalmente descubriría que se había equivocado con Mailer. En “The white negro”, Mailer hablaba con respeto de la teoría marxista, pero afirma que había fallado su “implementación” porque había sido “una expresión del narcisismo científico que heredamos del siglo XIX” motivada por la “manía racional de que la conciencia podía reprimir el instinto”. Para Mailer la alternativa no era alguna forma de liberalismo, socialismo democrático o anarquismo (como para Lionel Trilling, Irving Howe y Paul Goodman, respectivamente). Era el “Hip”, al que Mailer describió pretensiosamente como la forma norteamericana de existencialismo. En el desarro40


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llo del hipster (que funcionaba en la nueva teoría como una especie de sustituto del proletariado de Marx), Mailer detectaba “los primeros vientos de una segunda revolución en este siglo, que avanza no hacia la acción y la distribución más equitativa y racional sino hacia el ser y los secretos de la energía humana”. Esta “segunda revolución” no implicaría acción política o movilización de masas; se llevaría a cabo mediante la búsqueda de la gratificación inmediata que era la única raison d’être del hipster y que Mailer veía como la nueva ola del futuro. No importaba que esa búsqueda pareciera trivial y fuera además lamentable virtualmente a los ojos de cualquier filósofo moral desde Aristóteles a John Dewey. Mailer se impuso la tarea, mediante varias contorsiones intelectuales, de atribuirle una gran importancia metafísica. Pero, supuestamente, la prueba real de su teoría sería proporcionada no por su ensayo sino por su ficción, comenzando con su novela de Hollywood, The deer park, que apareció justo antes de “The white negro” en 1956. The deer park fue mejor que Barbary shore, pero no alcanzó las alturas que Mailer le atribuyó, y aunque le fue mejor que a su inmediata predecesora tanto con la crítica como con el público, se sintió decepcionado y frustrado. Entonces decidió que algo más osado y ambicioso era necesario para completar su nueva visión, y se embarcó en la producción del “auténtico libro de un proscrito”. Tan grande era el proyecto que le tomaría, pensó, diez años para completarlo. Además, recurriendo de forma característica a las metáforas deportivas (aunque el boxeo más que el beisbol era el deporte que él favorecía cuando “se enfrentaba en el ring” con otros novelistas), anunció que representaría “la pelota que más alto suba en el agitado huracán de nuestras letras”. Sería una novela que Dostoievski y Marx, Joyce y Freud, Stendhal, Tolstoi, Proust y Spengler, Faulkner, e incluso el viejo creador de moldes, Hemingway, podrían leer, pues llevaría todo lo que habían querido decir por otro camino. Todo lo que resultó de ese grandioso proyecto, sin embargo, fueron dos fragmentos. Uno de ellos, “The time of her time”, provocó furor debido a sus pasajes eróticos demasiado gráficos (que culminan con la descripción de la heroína alcanzando su primer orgasmo cuando es sodomizada a la fuerza por el héroe, con ambas partes de este evento, la activa y la pasiva, abordados 41


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portentosamente por Mailer). El otro, “Advertisements for myself on the way out”, fue un completo fracaso a pesar de que fue aceptado para su publicación por Partisan Review y podría sólo por ello haber atraído más atención entre los highbrow de lo que hizo. Fue poco después de la aparición del artículo “Advertisements”, y sólo una semana después de que nos conocimos, cuando terminé el primer borrador de mi ensayo sobre Mailer. Después de haber oído a Philip Rahv y Williams Phillips hablar despectivamente de su trabajo, me sorprendió que aceptaran publicar “Advertisements”, y asumiendo que habían modificado la idea que tenían de él, pensé que estarían contentos de publicar también mi artículo. Pero cuando se los mandé no se mostraron muy dispuestos a hacerlo y sólo lo aceptaron después de regañarme por tomar a Mailer demasiado en serio. Phillips: Rahv y yo teníamos nuestras reservas sobre el artículo de Podhoretz, pero la situación se complicó por el hecho de que a Rahv no le gustaba que se alabara mucho a nadie… Pedimos cambios, pero siempre pedíamos cambios; los cambios particulares eran necesarios para silenciar su elogio de Mailer. Hasta ese momento, Mailer tenía todos los motivos para considerarme enemigo ideológico y literario. Nunca había reseñado o escrito sobre alguna de sus novelas anteriores, pero recibí un fuerte impacto de su celebración del hipster (el “white negro” del título) y por lo que Mailer describe como personalidad psicópata del hipster. Como muchos de los primeros lectores de “The white negro”, me sentí fascinado por el total descaro moral e intelectual que desplegaba, pero también me sentí perturbado por él. Sabía que Mailer no estaba conectado personalmente por su estilo literario, o por su comportamiento, con escritores como Jack Kerouac y Allen Ginsberg, pero en sus beatniks y en su hipster yo veía las mismas perniciosas implicaciones políticas y culturales, y lo hice explícito en mi ataque a los beats en “The knownothing bohemians.” En la conclusión de ese artículo cité la sugerencia de Mailer sobre la “segunda revolución” que debería llevarnos de vuelta “al ser y los secretos de la energía humana”. Sin muchos rodeos, sugerí que esa clase de discurso recordaba el fascismo (la historia, después de todo —y en especial la historia moderna—, enseña que hay una estrecha conexión entre las ideologías 42


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del vitalismo primitivo y la voluntad de considerar la crueldad y el derramamiento de sangre con complacencia si no con franco entusiasmo”) y agregaba de inmediato que el espíritu del hipsterismo era muy similar al de la generación Beat y que era ese mismo espíritu el que animaba a los “jóvenes salvajes en chamarras de cuero” que andaban por ahí enloquecidos con sus navajas automáticas y pistolas improvisadas. ¿Qué pensaba Mailer, me preguntaba, de esos “espantosos muchachos” responsables de la auténtica epidemia de violencia criminal juvenil (o “delincuencia” en la jerga de los trabajadores sociales de los años cincuenta) que parecía surgir de la pura maldad desconectada de los motivos acostumbrados de robo o venganza? ¿Qué opinaba de la pandilla que había apedreado hasta la muerte a un niño de 9 años en Central Park, en pleno día, unos meses antes, o de la que le había prendido fuego a un hombre que dormitaba en una banca frente al mar un día de verano? ¿De la que había brincado sobre un niño lisiado y lo había apuñalado en una orgía de sangre una y otra vez incluso cuando ya estaba muerto? ¿Era eso lo que quería decir con la liberación del instinto y los misterios del ser? Había, dije, fundamentos para pensarlo, como el pasaje siguiente de “The white negro” lo demostraba: “Se puede sostener, por supuesto, que no se necesita mucho valor para que dos rufianes fortachones de 18 años, digamos, le destrocen el cráneo al dependiente de la dulcería… pero, valentía de cierta clase es necesaria, pues asesinan no sólo a un hombre débil de 50 años sino también a una institución, violan la propiedad privada, entran en una nueva relación con la policía e introducen un elemento peligroso en sus vidas. El rufián se atreve por lo tanto a lo desconocido.” Dije que ésa era una de las “ideas moralmente más horribles” con las que había topado y una clara idea de adónde podía conducir la “ideología del hipster ismo”. A pesar de esos enormes recelos, “The white negro” había despertado mi curiosidad por las novelas de Mailer, las cuales (joven highbrow esnob como era) no me había molestado en leer antes. Pero incluso si no hubiera sido estimulado a leerlas por “The white negro”, habría encontrado necesario hacerlo de cualquier modo: había estado jugando con la idea de emprender la escritura de un libro sobre la novela norteamericana de posguerra que 43


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fuera más allá de After the Lost Generation de John W. Aldrige de 1951, y en un libro así el análisis de la obra de Mailer tendría que incluirse. Por ello recorrí con detenimiento los tres libros que había escrito hasta ese momento y me sorprendió concluir, como habría de escribir más tarde en mi ensayo (un capítulo del libro que ahora estaba más decidido que nunca a escribir), que “Mailer era un gran novelista en ciernes”. Ignorante de lo que había escrito sobre él, Mailer me observó con una mezcla de ironía y amenaza cuando nos encontramos en la sala de Lillian Hellman y de inmediato asumió la guardia de boxeador que, habría de enterarme, le gustaba adoptar siempre que alguna disputa de cualquier tipo estaba a punto de estallar. Ésa era la primera vez que me veía en persona, pero yo lo había visto antes una vez, cuando fue el orador principal en un mitin de apoyo a Henry Wallace en su campaña por la presidencia, el cual tuvo lugar en el campus de Columbia en 1948; entonces yo tenía 18 años y él 25. Con una recién forjada celebridad y todavía sin experiencia como orador, hizo un papel tan pésimo (como lo haría a menudo después, incluso a pesar de cientos de actuaciones en los estrados públicos) que si no es por la inclusión del veterano cantante folclórico comunista Pete Seeger el mitin hubiera sido un completo fracaso. Al mirarlo noté que el joven delgado de 1948 había ganado en los años siguientes una buena cantidad de peso, junto con un considerable incremento de su seguridad. Todos los rastros de nerviosismo y timidez que habían atado su lengua en el mitin de Wallace parecían haber sido reemplazados por una presencia enfática y dominante. Si yo no hubiera estado armado con el secreto de mi siguiente artículo, habría tratado de evitar a Mailer esa noche. Pues incluso en una etapa muy temprana de mi carrera como crítico, aun antes de mi noche con Allen Ginsberg y Jack Kerouac, había descubierto cuán desagradable podía ser 44


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una confrontación cara a cara con los amigos de un autor cuyo trabajo había criticado, ya no digamos con el autor mismo. En 1953, por ejemplo, había escrito (para Commentary) una de las pocas reseñas negativas de The adventures of Augie March de Saul Bellow, y aunque fui lo suficientemente afortunado para no encontrarme con Bellow sino años más tarde (y no me había perdonado, y nunca lo haría), tuve la mala suerte, poco después de que apareciera mi artículo, de toparme con el poeta John Berryman, quien era uno de los más ardientes secuaces de Bellow. Cayéndose de borracho sobre mí en una gran fiesta en el departamento de Willam Phillips, masculló: “Pagarás por eso así pasen diez años.” En el caso de Bernard Malamud —hice mi debut en Commentary con una reseña más bien crítica de su primera novela, The natural, también en 1953— las cosas fueron diferentes. Cuando lo conocí, un poco después, fue extremadamente frío, pero tan pronto se dio cuenta de que yo era un gran admirador de sus cuentos, se ablandó un poco; y cuando manifesté esta admiración públicamente en un artículo en Partisan Review, nuestras relaciones se hicieron muy cordiales. (Hasta que se convirtió también en ex-amigo cuando rompí filas con la izquierda a finales de 1960. Malamud no era izquierdista y estaba menos interesado en la política ideológica de cualquier clase que cualquier otro escritor que conociera, pero tenía un aguda percepción de la política literaria y debió haber sentido —correctamente— que mantener su asociación conmigo después de que me había convertido en persona non grata en la comunidad literaria no le haría bien a su carrera.) Pero incluso si hubiera tratado de evitar a Mailer esa noche, en la casa de Lillian, no me habría valido de nada. Al adivinar quién era yo aun antes de que fuéramos presentados, me abordó —saltándose las convenciones sociales y fue directo al grano— con la inevitable acusación de haberlo malentendido y representado erróneamente. No recuerdo bien lo que dije en mi propia defensa, pero recuerdo haber interrumpido la discusión rápidamente diciéndole que estaba trabajando en un largo artículo sobre el conjunto de su obra y que debía interrumpir el fuego hasta que pudiera leerlo. Él masculló que no era necesario leerlo para tener una buena idea de lo que diría un artículo mío sobre él. “Qué apuestas”, le contesté recurriendo a la jerga de Brooklyn de donde ambos procedíamos. “Te apuesto diez varos.” 45


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Brooklyn fue alguna vez (y tal vez aún lo sea) un lugar con una cultura distintiva propia que dejaba su marca en todos los que crecieron ahí. De hecho, a lo largo de mi vida, cada vez que me descubría creando una relación instantánea con alguien que acababa de conocer, normalmente resultaba ser alguien, él o ella, que había crecido en Brooklyn. Así fue con Mailer. Él era de Crown Heights, un paso económico arriba del Brownsville de mi juventud pero gobernado por la misma cultura callejera, e incluso habíamos asistido a la misma preparatoria. Como yo, y prácticamente todo muchacho de Brooklyn al que había conocido, él era directo y belicoso e inmensamente preocupado por el asunto de la valentía masculina. Esta obsesión de “macho” le ha sido atribuida a menudo a la influencia de Hemingway, pero era mucho más producto del código de honor de los muchachos de Brooklyn y de su terror a ser considerados “maricas”. En el caso de Mailer, el problema estaba agravado por su reputación, en la adolescencia, de ser un niño mimado y sobreprotegido por su madre. De acuerdo con un amigo de su infancia: “Si no jugabas pelota, estabas frito… pero a Norman no lo dejaban jugar porque su madre temía que fuera a lastimarse.” De acuerdo con otro de sus amigos de su adolescencia: “Existía la idea de que él era más propenso a hacer lo que sus padres decían. Ninguno de nosotros obedecíamos a nuestros padres; él lo hacía… parecía tener una correa más corta, era más obediente, quieto… en aquellos días ninguno de los muchachos tenía modales. Norm tenía modales, era muy diferente al resto de nosotros, quienes éramos como hooligans, terribles… nunca vi que Norm se peleara a golpes, aunque nos peleábamos entre nosotros.” Mailer pasaría el resto de su vida intentando vencer el estigma de su reputación como “buen niño judío”, haciendo de adulto cosas de hooligan que le hizo falta hacer en la niñez y la adolescencia. Pero como sea, Mailer era ciertamente reconocible como Brooklynita esa noche. Aceptando mi apuesta, y blofeando como un jugador de póker, Mailer procedió a especular sobre el contenido de mi artículo, lo que, según recuerdo, tomó la forma de una parodia del remilgo literario que él asociaba con críticos highbrow como yo. Pero yo me rehusé a subir la apuesta. “Sólo espera”, y me retiré para charlar con otras personas, como su (segunda) esposa, Adele, una bella y atractiva morena que, parada silenciosamen46


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te durante nuestra conversación, me había dirigió una mirada profundamente coqueta y algo desdeñosa. Parecía querer decir: “Y yo te apuesto que no tienes las agallas para aceptar mi desafío.” (Ella tenía razón, como quedaría definitivamente confirmado algunos años después cuando, después de una riña particularmente depravada con él, casi abiertamente me invitó a ir a la cama con ella.) A pesar de la tensión entre Mailer y yo en ese primer encuentro, nos hicimos realmente buenos amigos, y, cuando dejé la fiesta de Lillian esa noche, tenía la sensación de que volvería pronto a oír de él. Y así fue, en las siguientes semanas nos vimos varias veces, la mayoría de ellas por iniciativa de él. Luego, cuando finalmente le mostré las pruebas de imprenta de mi ensayo, se mostró tan complacido y feliz de que fuera a aparecer en Partisan Review que nuestra creciente amistad se consolidó. Lo que más le gustaba a Mailer era discutir ideas conmigo, en especial sus propias ideas, que yo encontraba necias y con frecuencia tan disparatadas como siempre, incluso después de que comencé a admirar el poder y audacia de su escritura. Para mí, este graduado de Harvard parecía extrañamente ignorante (¿qué carambas le habían enseñado ahí?), sonaba como esos autodidactas que acostumbraban merodear por Greenwich Village soltando sus grandes y, usualmente, conspiratorias teorías. No era un secreto para él que era así como yo lo sentía, pero nunca pareció molestarse en lo más mínimo: sólo seguía tratando de persuadirme de que yo era demasiado “del sistema”, demasiado rígido y convencional en mi pensamiento. Además, a pesar de mis críticas, él sabía que yo lo consideraba un hombre que tenía que seguir su propio camino y descubrir las cosas por sí mismo, y que esa necesidad era uno de los generadores de su talento como novelista. Yo era alguien que podía aprender de los libros, o de la experiencia y errores de los demás, pero no Mailer: si no lo registraba directamente con su mismo pulso y su propio sistema nervioso, no era para él. Estaba absolutamente decidido a hacer la cosas él mismo, inventar el mundo de nueva cuenta y, debido a que me parecía admirable y valiente, tenía cuidado en no juzgarlo con demasiadas prisas. Por otra parte, no podía aguantar sus bufonadas, las vencidas a las que retaba a todo mundo a su alrededor, la repentina adopción de acentos (en 47


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especial irlandés o sureño) sin ninguna razón discernible, su inclinación a liarse a golpes. (Un ejemplo notable sucedió en el famoso baile de máscaras que ofreció Truman Capote en el Plaza Hotel de Nueva York en 1965 para celebrar el gran éxito que tuvo con su “novela de no-ficción” In cold blood. Yo estaba sentado a la mesa con Lillian Hellman y McGeorge Bundy, el antiguo decano de Harvard que era entonces consejero de seguridad nacional del presidente Johnson, cuando Mailer, evidentemente ebrio, se acercó. Lo presenté a Bundy, quien era afable a su patricio modo, pero a los pocos minutos lo invitó a salir a zanjar sus diferencias sobre Vietnam. Cuando Bundy declinó pelearse a golpes diciéndole que no fuera tan infantil, Mailer reculó, mascullando: “Le debo mis respetos.” Pero siempre tuvo mucho cuidado en no incurrir en esa actitud cuando estábamos solos, tal vez porque él, muy observador, se dio cuenta de que yo no lo iba a tolerar y podría alejarme. Gracias a esa auto-restricción nuestra amistad fue relajada, no competitiva. Éramos camaradas, intercambiábamos confidencias y generalmente nos leíamos uno al otro las cosas que acabábamos de escribir, algunas veces en voz alta. Aunque yo no era exactamente su “conciencia intelectual”, como Edmund Wilson lo había sido para F. Scott Fitzgerald en los años veinte, Mailer le prestaba mucha atención a lo que yo decía en la conversación y en mis escritos (el título que quería proponerme para mi primera colección de críticas era Hanging jude [juez de la horca] pero consideré más prudente llamarlo Doings and undoings [logros y desastres]) y de esa forma serví como freno a los vuelos más extremosos de su fantasía. Además, como el crítico que de hecho lo había acercado a la Familia* y dado el imprimátur para lo que el novelista Terry Southern llamó inolvidablemente “negocio de la literatura de calidad”, sentí cierto interés de propietario en Mailer —él era mi tigre—. No sólo eso, yo creía que llevaba algo más grande en las espaldas. Cierta vez sostuve que la validez de una fase completa de la experiencia norteamericana —el paso de los años cincuenta del “distanciamiento” a la auto-aceptación de ser americano— se hacía depender de *

La Familia, el grupo de escritores e intelectuales que giraban alrededor de Partisan Review. 48


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que Saul Bellow, quien estaba efectuando ese desarrollo en su obra, acabara siendo o no un gran novelista. En el mismo sentido, Mailer era el anti-Bellow, y la viabilidad del nuevo radicalismo, el que él estaba atestiguando en su obra, podría a su vez depender del hecho de que él acabara o no siendo un gran novelista. Aparte de sus payasadas, había otros dos problemas más entre nosotros. Uno era su séquito. Como mucha gente famosa, a Mailer le gustaba rodearse de una multitud de cortesanos, muchos de los cuales no tenían nada recomendable que yo pudiera ver excepto su actitud de adoración por él. Llegué a estimar a unos pocos: Roger Donoghue, un ex-boxeador vuelto vendedor de cerveza; Mickey Knox, un actor menor inscrito en la lista negra; Bernard Farbar, un editor de revistas y aspirante a escritor. Pero incluso en la compañía de éstos, Mailer era de lo peor y, con los otros aduladores que iban y venían y a veces se quedaban, resultaba francamente intolerable —se daba aires, era mandón, acosaba y, sobre todo, adulaba. La adulación era especialmente evidente con las mujeres, no sólo como medio de seducción sino principalmente como un medio de tornar romántico y, de paso, inflar el significado de todo lo que pasaba por su vida. Podía decirle a una chica perfectamente ordinaria y sin interés que podría haber sido una gran madam en la mejor casa de citas de la ciudad o que escondía en su interior una brillante dominadora y, una vez que el impacto inicial se esfumaba, ella quedaba muy complacida. O podía, con el mismo efecto, decirle a un joven vacuo que era general de corazón o torero o que tenía todas las malvadas cualidades de un director de empresa. En especial, las esposas de Mailer recibieron ese tratamiento. Por 49


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ejemplo, decidió que Adele (quien nació en Cuba y tenía raíces peruanas, pero llegó a Brooklyn a muy tierna edad y ahí creció) era una india primitiva cuyas pasiones tenía que igualar y la animaba —o más bien la forzaba— a vivir de acuerdo con esa imagen. Una de sus amigas íntimas lo describe bien: “Norman inventa una persona, y si la persona, él o ella, se somete, si esa persona es vulnerable, lo acepta. La idea de que los latinos son más apasionados o sexuales que los judíos no es cierta, por supuesto, pero parecía como si estuviera haciendo una investigación, algo que estaba poniendo en práctica —la práctica de las cien formas en que él y Adele podían tener una pelea.” Creo haber sido testigo de por lo menos una docena o dos de esas “cien formas”, con Adele y con varias de las esposas que la siguieron, y era muy difícil de soportar. Como dejé en claro en relación con Allen Ginsberg [en otro ensayo], yo era un gran bebedor en esa época, pero no servía para las drogas. A mí sencillamente me daban miedo las drogas duras como la heroína, incluso la mariguana me parecía peligrosa. Como adolecente, con un amigo mayor que yo conectado con el mundo del jazz de la calle 52, había probado la mota y no me gustó. Me repelía también la mística que la rodeaba en los años cincuenta y que Mailer aceptó por completo. En los años siguientes la mariguana se haría tan común que la cháchara que circulaba entonces sobre sus poderes para expandir la conciencia e introducir la mente en nuevos reinos del ser parecía excesiva. Lo mismo que la solemnidad que rodeaba su empleo. Mailer siempre estaba tratando de volverme adicto a la mota —por mi propio bien, por supuesto— y una noche, en una fiesta, en el departamento de Greenwich Village que él y Adele habían rentado recientemente, me di por vencido. En retrospectiva, la escena luce aún más ridícula de lo que me pareció en ese momento, con una docena de personas sentadas en círculo, pasándose un toque e inhalando por turnos con la reverencia de devotos católicos tomando la Eucaristía. En contraste con el aflojamiento de la lengua que el alcohol normalmente provocaba, todos en ese círculo se comunicaban sólo consigo mismos pero ninguno hablaba (lo que me condujo más tarde a sostener que si la mariguana se legalizaba jamás llegaría a sustituir el alcohol en las bodas y bar mitzvahs). De repente, la novia de un conocido actor 50


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(quien, por cierto, estaba actuando en esa época en una obra de Jack Gelber que celebraba las glorias de la heroína) comenzó a vomitar por todas partes. Pero ni siquiera la vomitada alteró el tono religioso de la reunión. Todo mundo siguió sentado en su lugar escuchando, o simulando escuchar, la música de las esferas por medio de invisibles audífonos con los que gracias a dos chupadas se habían milagrosamente equipado. Para mí no hubo música de las esferas. Todo lo que obtuve fue un leve zumbido en la cabeza y una desagradable sensación en el estómago. Al día siguiente Mailer me regañó por resistir y por permitirle al lado establishment de mi carácter someter al radical que había en mí. Probablemente estaba en lo cierto. Con posterioridad hice otros dos intentos conscientes pero igualmente fallidos de vencer mi resistencia, y eso fue todo en cuanto a la mariguana y yo. El otro experimento que habría de hacer con drogas fue en Fire Island, en los sesenta, cuando uno de los cortesanos de Mailer (él no estuvo presente) me persuadió de aspirar una cápsula de anfetamina. El zumbido en mi cabeza no fue nada leve esta vez, y el mareo que me provocó no llenó la promesa de una sensación extraordinaria y placentera. Creo recordar que Mailer se burló de mí cuando se lo conté, aunque él no era un gran partidario de las anfetaminas o de las drogas duras en general. En el fondo creo que él les temía más que yo. Me dio la impresión de que se sintió obligado a probar el peyote y tal vez el ácido, pero por lo que sé nunca usó heroína o cocaína. Luego estaba el sexo. Si respecto a la mariguana fui disuadido por el constante proselitismo de Mailer, tuve una reacción totalmente diferente frente a su preocupación incluso más obsesiva por el sexo. Había una complicación. Por un lado, creía que Mailer había ido demasiado lejos con el sexo en su escritura. De ningún modo pensaba que el sexo no tuviera importancia; por el contrario, en cierto modo yo estaba tan obsesionado como él. Pero no como tema. Había una parte de mí que resonaba con la pulla hecha por un crítico (creo que fue Henri Peyre) de que la literatura francesa estaba totalmente dedicada a algo que podía interesarle a una persona seria sólo unos diez minutos a la semana. Si tal señalamiento podía aplicarse a algún escritor norteamericano éste era Mailer (aunque después tendría mucha competencia de Philip Roth y John Updike). Por mucho que admirara el virtuosismo de su prosa, y por mucho que estuviera fascinado por la salvaje falta de 51


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convencionalismo de sus ideas, estaba avergonzado por él por el significado apocalíptico que le atribuía al sexo en general y al retorcido o pervertido en particular. Me pareció inmadura su forma de abordar el sexo oral como la gran cosa en The deer park y atribuirle un significado verdaderamente metafísico a la penetración anal heterosexual en “The time of her time”. Eso por una parte. Por la otra, si él escribía e incluso hablaba como alguien con una experiencia sexual tan limitada que perdía la perspectiva de ella, definitivamente estaba creando una falsa impresión en lo que a la experiencia misma concernía. Con lo cual quiero decir que él era salvajemente promiscuo, tanto en como entre sus matrimonios (de los cuales habría de tener seis). Podría uno describirlo como un pionero de la revolución sexual que vendría, excepto por el hecho de que, a diferencia de los radicales de la contracultura de los sesenta, para quienes el sexo casual era la norma, él no tomaba el sexo en acción menos ligeramente que en el papel. No importa cuántas mujeres se podía llevar a la cama, rara vez iba por una noche o por emparejamientos anónimos. Cuando Mailer se acostaba con una muchacha, ella estaba ahí probablemente por más que un encuentro físico. Antes de ser devuelta al camino, podía esperar una conferencia o un sermón o una sarta de consejos sobre cómo ser mejor de lo que ella pensaba que era; y la mitad de las veces él quedaba de verla otra vez, y luego otra vez y otra vez. Combinando la destreza del ilusionista profesional con el talento del encargado de la agenda en la Casa Blanca, podía mantener varias aventuras simultáneas durante años, algunas de ellas incluso sobreponiéndose a sus sucesivos matrimonios. De dónde sacaba la energía y el tiempo para esto mientras seguía produciendo varias páginas al día es algo que siempre me intrigó. Evidentemente, vivir de esa manera era algo que lo nutría en vez de vaciarlo. Aunque yo desdeñaba sus ideas sobre el sexo, no podía evitar envidiarle su práctica. Aquí también hay una complicación. Pues mientras yo era también “un buen niño judío de Brooklyn” como Mailer, e incluso un estudiante más serio en la escuela, tenía también una doble vida secreta (secreta para mis padres, quiero decir) como muchacho callejero. Me gustaba vagar con muchachos que eran, por lo general por buenos motivos, tenidos por vagos por los adultos del vecindario; frecuentaba los billares en la que los vagos más grandes, mujerzuelas y delincuentes menores se juntaban. Me tra52


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baba en peleas a golpes (aunque nunca voluntariamente sino sólo cuando mi terror a ser considerado gallina sobrepasaba el miedo a que me golpearan) y apostaba el poco dinero que tenía a los resultados deportivos y tiraba dados en las esquinas, lo cual ocasionalmente provocaba roces con la policía. Pero lo que era más importante en este contexto es que también había sido sexualmente más precoz que Mailer, comencé más joven y tuve bastante éxito con las muchachas, lo cual no era frecuente en esos días en que “coger” como realidad adolescente era la gran cosa (pero que ya no lo era) que Mailer, como adulto, quería revivir. Para cuando lo conocí, yo le había dicho adiós a todo eso. A la edad de (casi) 28 años tenía un año de casado y creía en la fidelidad marital. Esta creencia procedía no sólo de las nobles ideas morales sobre el matrimonio, sino también de una ideología enraizada en la primera etapa de la revolución sexual del siglo XX. De acuerdo con esa doctrina, el sexo era bueno y también necesario para la salud del hombre y de la mujer, pero la promiscuidad no era el camino para alcanzar la auténtica realización sexual. Ser promiscuo era estar atrapado en una etapa “infantil” o “inmadura” del desarrollo, privado de la experiencia erótica profunda que podía ser probada sólo en el sexo monógamo o marital. Éste no era el credo del “cuadrado”, como supondría después gente como los Beats y Mailer mismo; era la reflexión de un sentimiento muy sofisticado de la vida que escritores y pensadores, desde Sigmund Freud hasta D. H. Lawrence, predicaban. Hay que admitir que eso involucraba su propio tipo de solemnidad, sus propias exageraciones y sus mismos defectos de perspectiva de la relación del sexo con el resto de la vida. Pero aquellos de nosotros que lo adoptamos nos enorgullecíamos de ser más serios en lo que Lawrence llamaba “el duro comercio de las relaciones humanas”. Estábamos convencidos de que nuestra clase de sexo era más profunda, e incluso más excitante (pues, para ser francos, provocaba mejores orgasmos), que la variedad bohemia superficial que Lawrence había denunciado como “sexo mental”. Pero, por supuesto, yo era joven y de sangre caliente y las tentaciones estaban siempre presentes. Resistirlas era por lo menos tan duro como el “duro” comercio de construir un matrimonio bueno y duradero, y mi amistad con Mailer lo hacía aún más difícil. Él me pervertía explicándome que su 53


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matrimonio con Adele, “de un modo chistoso” (una de sus expresiones favoritas), había sido fortalecido, no debilitado, por sus infidelidades, permitiéndole liberarse de los resentimientos que de otro modo habría sentido al sentirse sofocado y aprisionado por ella. Ésta no era una treta sofista: Mailer tenía una gran simpatía por mi mujer, le tenía mucho respeto, y no quería dañar nuestro matrimonio. Sin embargo, creía que la fidelidad era sólo otro elemento del lado establishment de mi carácter que tenía que ser desplazado para poder realizar mi ambición de grandeza, la cual, yo le había dicho, era tan ardiente como la suya. Me enteraría finalmente de NORMAN MAILER que estaba equivocado en esto: mi ambición no podía igualarse a la suya. Pero su ambición de grandeza y la franqueza con que la expresaba y perseguía sin preocuparse de verse mal, o de hacer el ridículo, era una de las principales fuentes de mi atracción por él. En mi ensayo había citado su opinión, expresada en una entrevista, sobre su intención de explorar, como decía, “la posibilidad de que la novela, junto con otras formas artísticas, pueda alcanzar algo mayor y no menor, y la enfermedad de nuestros tiempos para mí ha sido esta maldita cosa de que todo es cada vez más pequeño y menos importante… Todos nos estamos haciendo mediocres y pequeños, insignificantes y ridículos, y vivimos bajo la amenaza del exterminio”. A esta distancia es difícil para mí recapturar la emoción que sentí frente a la expectativa de que las artes y la vida que reflejaban pudieran “cre54


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cer”, y la convicción que desarrollé de que el camino hacia esta feliz eventualidad pudiera comenzar sólo con romper las constricciones y los límites definidos por la moral tradicional y las categorías culturales. Al mismo tiempo, estaba convencido de que esto sólo podía lograrse abriéndose camino a través de esas categorías: haciéndolas simplemente a un lado con desprecio, como los intelectualmente filisteos Beat estaban haciendo, no conduciría sino a la esterilidad y el nihilismo. Si una nueva moral y un radicalismo cultural habrían de nacer, éstos tendrían que ser generados en el mundo de la teoría por gente como Norman O. Brown. En su libro Life against death (cuya fama yo había contribuido a extender mostrándoselo a Lionel Trilling), Brown formulaba un poderoso desafío a la doctrina de Freud de que las posibilidades humanas eran inherente e insuperablemente limitadas. Pero lo hizo sin alegar, como habían hecho críticos anteriores, entre ellos Karen Horney y Erich Fromm, que las teorías del maestro eran válidas sólo, o principalmente, para la clase particular de sociedad en la que él mismo había vivido. Desdeñando el relativismo barato de esas tácticas, Brown precisó que el pesimismo de Freud con respecto a las posibilidades humanas no necesariamente se deducía de su análisis de la naturaleza humana, un análisis que Brown aceptaba como razonable en sus aspectos esenciales. La brillantez de Life against deadh residía en la sorprendentemente creíble consistencia de la construcción de ese análisis a partir de su propia visión de la vida como “perversidad polimorfa”, una vida de juego y de completa libertad instintiva y sexual. La visión de Brown concordaba, por supuesto, perfectamente con la noción mucho menos rigurosa de Mailer sobre las implicaciones de la búsqueda de la gratificación inmediata del hipster, y eso me atemorizaba. Aun así, le dio una respetable justificación teórica a la inquietud sexual que no podía evitar sentir, y que Mailer se inclinaba a alentar —de nuevo, ¡por mi propio bien!— para que yo actuara de acuerdo con ella. Él estaba particularmente interesado en que yo participase en una orgía (esta exótica especie de la experiencia sexual se había convertido en un elemento central de su nueva filosofía) y yo finalmente lo hice, aunque sin su ayuda o conocimiento. Bajo el argumento de que participar en una orgía no era, estrictamente hablando, una forma de infidelidad, participé en una constituida completamente por gente que no había visto antes. Pero no estuve a la altura, y 55


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acabó siendo un completo y humillante desastre para mí. Pero en lugar de sentir que Mailer me había malencaminado, decidí que sencillamente yo no era lo suficientemente bueno para romper mis propias y tristes limitaciones. Naturalmente, se lo conté, y él levantó la cabeza sorprendido. No era de eso, dijo, de lo que había estado hablando. A lo que yo había ido era a un “campo de concentración orgiástico” y había tenido suerte de salir de ahí con vida. Algunas semanas después me invitó a pasar la tarde con él y una de sus amigas de mucho tiempo, la cual estaría de visita en la ciudad por poco tiempo. Resultó ser una bella mujer que había leído, y le gustaban, mis escritos, y los tres pasamos un buen rato juntos mientras comíamos en un restaurante. Luego fuimos a su cuarto de hotel para el último trago. La atmósfera estaba sexualmente cargada, y yo comenzaba a preguntarme, sintiendo que la boca se me secaba, qué estaría planeando Mailer cuando éste se excusó y fue al baño. A los pocos minutos regreso totalmente desnudo y dirigió su mirada directamente a los ojos de su amiga. Era como si hubiera decidido demostrarme cómo era una verdadera orgía. Pero su amiga, totalmente desprevenida para este vuelco de las cosas, se rió de él con una disculpa ingeniosa para mí. Debo confesar que me sentí más desilusionado que aliviado. Pero esto no fue el fin de la historia. Unos diez años después, ella volvió a Nueva York, y esta vez almorzamos, y no cenamos, juntos. Cuando terminamos, ella mandó a Mailer a otro lado (quien al aceptarlo casi sin protestas me hizo sospechar que todo estaba arreglado) y me pidió que la acompañara a su hotel para una última copa (con lo cual quería decir, por supuesto, una “matinée”, en el habla de la época). Pero, ¡ay!, su generoso esfuerzo por compensar la desilusión de la primera vez que nos vimos había llegado muy tarde, y ahora fue mi turno de decir no. No, Dios lo sabe, en venganza, sino porque a principios de los setenta había decidido que las ideas radicales en el campo sexual con las que había estado jugando no eran menos perniciosas que su contraparte en el campo de la política y había vuelto para siempre a mis vieja creencias sobre la fidelidad matrimonial y todo lo que ello acarreaba. No sólo era sobre las drogas y sus ideas sobre el sexo que Mailer y yo teníamos diferencias. Estaba también el asunto de la lealtad. Como “amigo en las malas”, salí en su defensa cuando, en el curso de una violenta pelea 56


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con Adele, al final de una gran fiesta en la que Allen Ginsberg me había gritado y yo había abandonado unas horas antes, él por poco la mata al apuñalarla con una navaja de bolsillo. En ese entonces estaban viviendo en la calle 94 West y nosotros unas manzanas más allá en el segundo piso de un edificio de departamentos que daba hacia la 106 West. Después de apuñalarla, Mailer escapó de su casa y corrió a la mía. Eran cerca de las cuatro de la mañana cuando se paró bajo nuestra ventana para llamarme, pero yo estaba tan profundamente dormido que nunca lo oí. Entonces se fue y esperó que avanzara el día para telefonearme y pedirme que lo viera en un café cerca del hospital al que Adele había sido llevada. Aún escondiéndose de la policía, se negó a decirme exactamente qué había pasado: si lo hubiera hecho, yo habría tenido que mentir y me habría metido en problemas. Pero lo que él quería sobre todo era que le prometiera que haría todo lo posible para evitar que fuera internado en un asilo mental. Prefería ir a la cárcel que a un manicomio, dijo, pues si fuera considerado mentalmente insano su trabajo nunca volvería a ser tomado en serio. Mi impresión de la condición mental de Mailer difería de la de algunos de nuestros amigos mutuos, incluyendo a Diana Trilling, quien pensaba que “necesitaba ayuda psicológica”, y Lillian Hellman, quien pensaba (por lo menos de acuerdo con Diana) que era inseguro estar a solas con él. A diferencia de ellas, yo no creía que él estuviera clínicamente enfermo, y mi opinión era compartida por Lionel Trilling, quien, según Diana, “insistía en que no se trataba de una condición clínica sino de una maldad consciente… que Mailer estaba comprobando los límites de la maldad en él mismo, y que apuñalar a Adele había sido, por decirlo así, una diversión dostoievskiana de Mailer para ver hasta dónde podía llegar”. Estuve de acuerdo con Mailer en que ingresarlo a una institución haría que la gente tomara su obra con menos seriedad. Y, finalmente, como pensaba que se le permitiría elegir la cárcel en lugar del asilo mental, y que su aceptación de responsabilidad era más honorable que alegar locura, prometí ayudarlo en todo lo que pudiera. Hubo una reunión estratégica de la familia Mailer ese domingo en la noche en la que yo estuve entre los pocos extraños y en la que opiné conforme con lo que Mailer me había pedido que hiciera. Lo volví a ver al siguiente día en el mismo café. Me pidió que lo acompañara al hospital, donde, 57


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después de visitar a Adele, él se entregaría a la policía. Yo también fui a ver a Adele, quien, aunque temerosa y llorando, me dijo que había decidido no presentar cargos. Después la policía, que había estado vigilando la habitación, lo arrestó. Tal vez porque era una celebridad, fueron muy amables e incluso me permitieron acompañarlo a la estación de policía de la calle 100, donde fue fichado. Luego lo enviaron a Bellevue para hacerle un examen psiquiátrico y finalmente llegaron a un acuerdo, cuyos términos nunca supe, que lo puso en libertad dos semanas más tarde. El día en que fue liberado fue a nuestra casa a almorzar. Mi esposa recordaría después la escena: “Era el mismo de siempre, calmado pero no tranquilo… Norman siempre había tenido una ‘corte’ y cuando salió [de Bellevue] lo hizo con el doctor que lo había examinado… El doctor se había convertido en otro de sus cortesanos.” Me he preguntado a menudo si obré correctamente al acceder al pedido de Mailer; hoy, en una situación similar, apoyaría la ayuda psiquiátrica. Pero en 1960, cuando la terapia de electroshock (a la que yo le tenía horror) era el principal tratamiento empleado, temía el efecto que pudiera tener en la mente de Mailer. Estaba consciente de su vena de locura, pero no parecía muy profunda, y la mayor parte del tiempo estaba bajo control. Había notado que Adele lo molestó toda la noche y que la situación entre ambos se tornaba bastante fea —tanto que la novelista Barbara Probst Solomon, otra amiga mutua que estaba ahí, recuerda que le dije “no me gusta cómo se están poniendo las cosas”—. Su recuerdo es exacto. Después de haber sido testigo de una dosis mayor de escenas desagradables entre Mailer y Adele de la que estaba acostumbrado, decidí partir antes de que otra estallara. En cualquier caso, mi convicción de que él no era mentalmente insano fue reforzada por el hecho de que no la culpara por provocarlo a apuñalarla, de que asumió la responsabilidad y de que estaba dispuesto a ir a la cárcel. Por ello me sentí sumamente intranquilo ante el hecho de que escapase al castigo y ante el temor de que se hubiera deshonrado permitiendo que algún dinero cambiara de manos para conseguir su libertad. No hay ninguna evidencia que apoyara esa sospecha y concluí que era indigno prestarle atención. En los meses siguientes defendí consistentemente a Mailer contra la mayoría de mis amigos de la Familia, lo cuales no necesitaban que Mailer fuera internado 58


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para utilizar el apuñalamiento como una buena razón para persistir en su rechazo a considerar su trabajo con seriedad. En consecuencia, nuestra amistad se profundizó y nos vimos más frecuentemente que antes. Para entonces yo me había convertido en el editor de Commentary, y estaba trabajando muy duro para sacar la revista del liberalismo de la Guerra Fría en la cual se había empantanado bajo Elliot Cohen y orientarla hacia la izquierda a la que yo mismo me había movido como crítico durante los tres últimos años. Por mutuo acuerdo, Mailer no figuró al principio en este proyecto. Para comenzar, ambos reconocíamos que él era demasiado salvaje para una revista patrocinada por la más pro-establishment de las organizaciones judías, el American Jewish Commitee. Como editor, yo gozaba de total independencia, y estaba haciendo completo uso de ella en artículos tanto de política doméstica como foránea, al grado de que los Trilling y otros amigos de la Familia me acusaron de ser demasiado blando con el comunismo y demasiado duro con Norteamérica. Pero tenía cuidado, al mismo tiempo, de no poner en peligro la institución de la que yo ahora era responsable, o mi posición en ella moviéndome demasiado rápido hacía una posición culturalmente radical. Esto significaba, como mínimo, no palabrotas o material explícitamente sexual en los cuentos o los ensayos. La confirmación de que esa prudencia era necesaria llegó, a pesar de que llevaba casi cinco años dirigiendo Commentary y estaba ya bien establecida como el principal centro intelectual del nuevo radicalismo, cuando publiqué un artículo del psicoanalista Leslie H. Farber llamado “I’m sorry, dear”. Ésta era, tal vez, la primera crítica seria de los sexólogos Masters y Johnson, y el supuesto moral detrás de ella era realmente muy tradicional. 59


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Pero como contenía una discusión franca del orgasmo femenino y una descripción de una película que Masters y Johnson habían hecho en la cual se mostraba a mujeres masturbándose, me provocó muchos problemas con el AJC. Un prominente miembro del consejo de la revista renunció como protesta, y se lanzó una campaña para que yo fuera despedido. Pero si Mailer al principio estuvo de acuerdo en estar fuera de Commentary, al poco tiempo comenzó a resentirse, como pude advertir por los comentarios que hacía sobre lo domesticada que era la revista. Luego, de pronto, me salió con una propuesta. Decidió que en Tales of the Hasidim de Martin Buber había algo del judaísmo que lo atraía —“un rudimentario sentimiento del clan a través de los siglos”—. Mailer había crecido en una familia “modestamente ortodoxa”, había ido a una escuela hebrea y pasado por “el rito existencial del bar mitzvah”. Pero nada había perdurado. “Nunca diría que no soy judío, pero no me sentí fortalecido por ese hecho… dejé la parte mía que pertenecía a Brooklyn y los judíos en las calles de Crown Heights.” En verdad lo hizo. Al borrar en él cualquier huella del “buen niño judío de Brooklyn” hizo tan buen trabajo en la parte judía que incluso yo —a quien alguna vez se le atribuyó el “toque de judas” (“Todo lo que tocas se convierte en judío”)— no podía detectar la subsistencia de algún resabio en su personalidad o en su conducta. Este hombre, que se veía a sí mismo como un intrépido aventurero espiritual, aparentemente tenía miedo de explorar sus propias raíces espirituales y prefería, en su lugar, ser un “héroe existencial” sin ligas con el pasado. Pero ahora Mailer, probando quizá que yo tenía en realidad el toque de judas, llegó con el plan de escribir una columna mensual en la que reproduciría cuentos de Buber y luego añadería sus comentarios sobre ellos. Si ésa fue su manera de vencer mi fastidiosa resistencia a que apareciera en Commentary, fue verdaderamente astuto. ¿Qué idea podía ser más adecuada que ésta para Commentary, uno de cuyos propósitos originales había sido despertar el interés en sus propios orígenes de escritores e intelectuales judíos desafectos? ¿Y qué cosa podía ser más esencialmente judío que un comentario añadido a un texto? Sin embargo, tenía mis dudas de que quisiera dicha columna. Commentary era, después de todo, una revista que se preciaba de mantener serios 60


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estándares intelectuales y eruditos, y la ignorancia de Mailer del material que proponía elucidar era enorme. ¿Cómo podía yo, editor de la revista en la que el propio Buber y Gershom Scholem, la más grande autoridad viva en jasidismo, abordaban algunas veces el tema, permitir que lo que ellos llamarían acertadamente un total am-haaretz (iletrado ignorante) metiera la nariz en su territorio? Mientras estábamos sentados bebiendo en un bar, traté de decirle eso delicadamente, pero no cedió. Por primera vez en nuestra relación mostró verdadero enojo hacia mí llamándome “burócrata delicado”, desleal, y atribuyéndolo a la timidez del establishment que al final acabaría matándome como escritor. Con estos cargos, a los cuales era yo muy sensible, me derrumbó (lo cual creo que realmente quería, más que escribir una columna). Pero salvé el auto-respeto que pude insistiendo exitosamente contra su rechazo inicial de que la columna fuera bimestral en vez de mensual. Como parte de su preparación para lanzar la columna, quería ver algunos hasidism de carne y hueso. Por lo tanto me pidió que lo llevara al servicio de la víspera del Yom Kippur a la sinagoga de la secta Lubavitch. La cual sucede que estaba localizada en Crown Heights, justo a la vuelta de la esquina donde había crecido. Yo estaba algo nervioso sabiendo que algo desagradable podía ocurrir si Mailer no se comportaba. Así que antes de acceder a su petición lo hice prometer que se pondría un sombrero, un traje adecuado, sacaría las monedas que pudieran tintinear en su bolsillo y cuidadosamente evitar hacer algo que ofendiera a la congregación. Con una docilidad inusual en él, aceptó esas condiciones y llegó a la hora estipulada (bastante antes del ocaso, para no arriesgarse a ser atrapado violando la prohibición de viajar en un día santo) con un Fedora nuevo en la cabeza y vestido con un traje azul, camisa blanca y corbata. La sinagoga estaba situada en el sótano de un edificio que servía como cuartel del movimiento Lubavitch y (a la manera de muchas shtiblach, o pequeñas casas de oración) era muy poco atractiva. El cuarto estaba desnudo, excepto por pesadas bancas de madera, y como la festividad aún no había comenzado, jóvenes estudiantes yeshiva andaban por ahí fumando y tirando las colillas en el suelo. Para mi alivio, nadie puso mucha atención en nosotros cuando entramos (los lubavitch, a diferencia de otras sectas jasídicas, esta61


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ban acostumbrados a las visitas de curiosos judíos alejados), y pronto el cuarto estuvo tan atestado como el metro en la hora pico. Luego, sin ninguna advertencia previa, alguien gritó en yiddish que el rebbe estaba entrando, y milagrosamente, como el Mar Rojo para los israelitas que huían de Egipto, la multitud se dividió en dos y nosotros fuimos casi decapitados cuando las bancas fueron levantadas con gran rapidez para que el rebbe se abriera paso entre la multitud. El servicio comenzó entonces sin más ni más, pero tan pronto acabó la oración inicial de Kol Nidre, Mailer musitó que ya había visto suficiente y preguntó si podíamos irnos. Una vez afuera, se mostró deleitado por lo “desagradables y severos” que eran los hasidim. Su actitud, dijo (con considerable perspicacia), estaba “totalmente fuera de mi jodido camino”, y eso fue todo para él. “Responses & reactions”, como titulamos la columna, acabó siendo una especie de anticlímax, no provocó ni curiosidad ni escándalo. Después de seis entregas, Mailer perdió interés y la columna desapareció silenciosamente. Y aunque había ganado la contienda entre nosotros, el episodio nos dejó un mal sabor de boca —en la mía porque había cedido a su acoso, en el suyo porque yo no había sido totalmente leal con él. Pronto, sin embargo, yo habría de cometer lo que a los ojos de Mailer era un acto mucho más serio de deslealtad, y uno que no habría de perdonarme. Mailer había comenzado a obsesionarse con los Kennedy y había escrito un par de famosos artículos para Esquire sobre ellos. El primero, “Superman comes to the supermarket”, le había gustado a John F. Kennedy al representarlo como un auténtico héroe existencial (el mayor reconocimiento que Mailer le otorgara a nadie). Pero el segundo “An evening with Jackie Kennedy, “la ofendió profundamente” (no es que fuera muy difícil hacerlo). Esto molestó a Mailer, a quien le gustaba mezclarse con los círculos del poder (aunque siempre en sus propios términos), y yo tenía la impresión de que estaba al acecho para arreglar las cosas con ella. Algunos meses después del asesinato de su marido, Jackie se mudó a Nueva York, y un domingo por la tarde, mientras yo estaba en mi departamento sin hacer gran cosa, recibí una inesperada llamada. Era de mi amigo Richard Goodwin, quien había desempeñado varias funciones para el presidente Kennedy y que de algún modo había llegado a dominar el truco de 62


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permanecer en la Casa Blanca con Lyndon Johnson sin ser considerado traidor por los Kennedy (en cuyo gobierno en el exilio él figuraba como cortesano principal). Godwin me dijo que estaba en la ciudad con alguien que quería conocerme y quería saber si podían caerme para tomar una copa. En unos pocos minutos se presentó a mi puerta con Jackie Kennedy, ataviada con sus jeans de siempre. Ella y yo jamás nos habíamos visto antes, pero parece que congeniamos instantáneamente y, por iniciativa suya, comencé a verla regularmente. A menudo tomábamos té los dos solos en su departamento de la Quinta Avenida, en donde le podía proporcionar informes del mundo literario y de la comunidad intelectual neoyorquina —quién era bueno, quién estaba sobreestimado, quién era divertido, quién era realmente brillante— y ella en reciprocidad me hablaba de la mugre de la sociedad washingtoniana. Ella no pertenecía a la liga de Mary McCarthy del chisme malicioso (¿quién lo era?), pero se desempeñaba bastante bien en su, al parecer, suave estilo. Yo disfrutaba esos intercambios y ella parecía hacerlo también. Después de un tiempo, me invitó (junto con mi esposa, a quien ella trataba como si fuera invisible) a unas cenas que comenzó a ofrecer. A la primera de ellas yo llegué del West Side con lo que Jackie consideró una vestimenta inapropiada, y mientras me miraba de arriba abajo, de la cabeza a los pies, sonrió suavemente y dijo: “Así que cruzaste a toda prisa el parque con tu saquito café y tus enormes zapatos cafés.” A lo que el muchacho de Brooklyn, todavía vivo en mí, replicó: “No me jodas, Jackie.” Le gustó tanto mi exabrupto que me di cuenta de lo cansada que estaba del servilismo con la que todo el mundo la trataba y de lo ansiosa que estaba por gente que pudiera pararse frente a ella en un plano de igualdad aunque fuera la más famosa y admirada mujer del mundo. Y así nos hicimos más amigos de lo que ya éramos. Las cenas de Jackie siempre estaban llenas de personajes, pero rara vez incluía figuras literarias. Obviamente, era seguro que casi cualquier persona que quisiera invitar aceptaría, pero evitaba invitar a gente que no conociera ya. En consecuencia, le pidió a Dick Goodwin que me pidiera organizar una fiesta en mi departamento en la que yo pudiera presentarle a algunos escritores e intelectuales de los que le había hablado. Pero Jackie me pidió que no invitara a Norman Mailer, con quien aún estaba resentida por el artículo que 63


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escribiera sobre ella. Pero si yo conocía a William Styron, cuyas novelas ella admiraba y a quien ya conocía, le gustaría volver a verlo. De modo que invité a los Styron junto con media docena de escritores igualmente eminentes a quienes ella nunca había visto antes. Casi veinte años después —al explicar porqué se había unido al asalto general lanzado contra mi Making it cuando escribió una reseña para Partisan Review después de haberme asegurado en privado que el libro le había gustado mucho— Mailer recordaría sus “sentimientos mallugados” por no haber sido invitado a la fiesta. Norman Podhoretz tenía muchas esperanzas de que mi reseña le salvara el día, de modo que fue una decepción para él, tal vez incluso más cruel que las otras. Desde su punto de vista, yo lo había traicionado. Y desde mi punto de vista lo traicioné hasta cierto punto. Pero también sentí que era justo, pues él me había traicionado antes con la fiesta de Jackie Kennedy. No sólo no me invitó sino que invitó a Bill Styron, quien era entonces mi máximo rival. Para mí, traicionar a Podhoretz, por lo tanto, no era lo peor. Era tal vez mi forma de decirle “Jódete ahora...” En el fondo de mí podría estar diciendo, “Esto es por la fiesta de Jackie Kennedy… Pudo tratarse de un fingimiento recíproco.

Nada de amigo en las malas para mí, eso es seguro. Ninguno de los dos, sin embargo, estaba listo para permitir que su traición causara una ruptura total entre nosotros. Nos juntamos y hablamos. Yo estaba más herido y desconcertado que enojado —mis propios “sentimien64


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tos mallugados” compensados por lo que él sufrió con la fiesta— y él parecía sentirse más incómodo que nunca antes. Alegó simplemente que había vuelto a leer el libro y cambiado su opinión, y que había tenido que decir lo que realmente pensaba. Ahora tenía que vivir con las consecuencias, aunque insidiosamente sugirió que yo “había dañado un libro prometedor”. Entre las consecuencias con las que ahora tendría que vivir estaba una nueva idea sobre él que comenzaba a tomar forma en mi cabeza. Estábamos en una época en que el radicalismo iba a gozar aún de más influencia y más poder del que había logrado en su punto más alto de los años treinta, y bajo esas circunstancias Mailer, otra vez, iba a mostrar lo mejor de sí. Era una figura más importante de lo que había sido como wunderkind autor de The naked and the dead. La mayor parte de los novelistas de su generación lo tomaba (según sus propias palabras) como al que había que vencer, la mayoría de los jóvenes escritores lo veía como el Maestro. Ocasionalmente sus bufonadas lo metían todavía en problemas —como cuando le bajaron el telón en la Y de la calle 92 al insistir en emplear un lenguaje obsceno durante una lectura, o cuando tuvo otro roce, aunque menor, con la policía (en Provincetown, donde tenía una casa de verano)—. Pero los tiempos estaban cambiando, y cuanto más escandalosamente se comportaba más admirado era por la creciente cultura radical de los sesenta. Su obra también era más y más admirada. En 1968, inspirado tal vez por In cold blood, Mailer publico The armies of the night, que él subtituló (tal vez para distinguirla de la “novela de no-ficción” de Capote) “La novela como Historia”. The armies of the night trataba de una manifestación contra la guerra en la que él había participado, y que ganó el Pulitzer Prize y el National Book Award. También ganó mi admiración, aunque ya comenzaba el proceso de romper filas con la perspectiva política bajo la cual fue escrita. La mayor parte fue originalmente publicada en Harper’s, que podía pagarle más que yo, pero de cualquier modo me dio una sección a mí para Commentary. Consideré el libro una deslumbrante obra literaria, su mejor obra en cualquier género desde Advertisements for myself, al que llamé “una de las grandes confesiones biográficas de nuestro tiempo”. (Puesto que este extravagante juicio apareció en Making it, el ataque de Mailer al libro mostraba que Mai65


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ler era tan incorruptible que ni siquiera ese gratificante juicio podía comprarlo o que su deseo de venganza era mayor a su apetito por los elogios. Sin compasión alguna me inclino por la segunda explicación.) Pero si admiraba The armies of the night, la ficción que Mailer estaba publicando le daba cada vez menos validez a mi antigua creencia de que “Mailer era un gran novelista en ciernes”. Ya en 1964, cuando aún contaba con que él hiciera realidad mi temprano vaticinio, me había sentido muy decepcionado con An american dream, y aunque Why are we in Vietnam? (que apareció tres años después y trataba en realidad de una cacería en Alaska y no tenía nada que ver directamente con Vietnam) estaba lleno con la descripción de extraordinarios pasajes evocadores, me decepcionó igualmente. Luego, en 1983, mucho después de que todo hubiera terminado entre nosotros, publicó Tough guys don’t dance, una novela de misterio ambientada en Provincetown que me impresionó porque era definitivamente tonta. En el mismo año hizo su ambiciosa novela sobre el antiguo Egipto (Ancients evenings), en la que vació todas sus obsesiones sobre la sodomía. Ésta fue seguida por la igualmente ambiciosa pero aún más tonta: Harlot’s ghost, la novela en la que pone en juego toda su romántica paranoia sobre la CIA. Ambos libros tienen sus momentos de esplendor y testimonian que el envejecido Mailer continuaba en posesión de una amplia reserva de energía creativa y de talento. Pero tan disparatadas eran las ideas que plasmaba en ellos que sencillamente no podía tomarlos en serio. Y tan molesto me sentí por el concepto de The gospel according to the son (1977), en el que escribe una versión del Nuevo Testamento imaginando que Jesús cuenta la historia, que ni siquiera comencé a leerla. El flujo constante de trabajos de no-ficción que fueron esparcidos entre estas novelas da testimonio también de la enorme provisión de energía literaria que Mailer conservaba en reserva. Pero nada de lo que siguió a The armies of the night alcanzó la altura literaria de ese libro. Miami and the siege of Chicago y St. George and the godfather (sobre las convenciones para nominar candidatos presidenciales de 1968 y 1972) estaban bien escritos pero no dejaban una impresión duradera. A fire on the moon (1970), sobre los astronautas, fue uno de los pocos libros realmente aburridos de Mailer, y The prisoner of sex (1971) me pareció un esfuerzo timorato por aplacar al pode66


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roso movimiento feminista, cuya sensibilidad había ofendido en muchos de sus anteriores pronunciamientos sobre sexo, mientras al mismo tiempo pretendía estar contra él. Se redimió de algún modo en 1979 con The executioner’s song, su muy aclamada novela de no-ficción sobre el asesino Gary Gilmore (con el que ganó el Pulitzer Prize), pero me pareció que respecto a de The armies of the night representaba una severa caída. La misma tontería que estropeó la mayoría de las últimas novelas de Mailer aparece en sus obras de no-ficción de los setenta y los ochenta. En su libro sobre Marilyn Monroe, por ejemplo, se complace sin inhibiciones en su inveterada debilidad de confundir los grandes éxitos del poder con el mérito intrínseco, y en el que hizo sobre el “arte” del graffiti vuelve a su vieja confusión entre creatividad y criminalidad. Para mediados de los años noventa, mi esperanza de ver salir algo valioso de él se debilitó tanto que no me tomé la molestia de leer sus trabajos sobre Picasso y Lee Harvey Oswald, como tampoco su versión de los evangelios publicada un año más tarde. He reflexionado si estas reacciones adversas que me representaba como juicios estéticos desinteresados eran en realidad producto de consideraciones ideológicas. Es decir, ¿había concluido que Mailer no se había convertido en un gran novelista sólo porque yo había perdido simultáneamente mi fe en la revolución cultural cuya viabilidad, como había pensado alguna vez, se supone que su obra confirmaría? Si bien no podía descartar esta posibilidad, tampoco podía descartar la posibilidad contraria: es decir, que la debilidad de sus últimos libros fuera una evidencia —la especial clase de evidencia que la literatura, adecuadamente comprendida e interpretada, proporciona— contra el punto de vista del cual eran producto y para cuyo servicio se escribieron. Cualquiera que haya sido el caso, estoy razonablemente seguro, después de sondear concienzudamente las profundidades de la integridad crítica, que nada de resentimiento por su artículo sobre Making it persistía en mis duras críticas a sus últimas obras. Tampoco, debo reconocerlo, Mailer se rebajó a acusarme de ello. En realidad, aunque la confianza que nos teníamos nunca se recobró de los golpes que había recibido de Making it, nuestra amistad mantuvo su solidez por casi diez años más. No, por cierto, tan solida, como había sido antes cuando, entre otros de sus involucramientos, lo había visto a lo largo de las dos esposas que suce67


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dieron a Adele después de que se divorciaran. Primero fue lady Jean Campbell, nieta del gran editor británico de periódicos, lord Beaverbrook, e hija del duque de Argyle. Como si su linaje no fuera suficiente para provocar al conquistador sexual en Mailer, el hecho de que al conquistarla se estuviera apoderando de la antigua amante del jefe de Time, Inc., Henry Luce, la hacía completamente irresistible (Allen Ginsberg escribió, “Estoy obsesionado con la revista Time”, pero en esto no se comparaba con Mailer, quien si por algo estaba impresionado era por el poder de la revista). A diferencia de Adele antes del acuchillamiento, Jeanne tenía miedo de Mailer: una vez en nuestro departamento, cuando Mailer comenzó a gruñirle, ella huyó de la sala y fue a refugiarse bajo las cobijas de nuestra cama y nos rogó que la dejáramos pasar la noche ahí. El matrimonio con Jeanne duró lo suficiente como para procrear un niño. Luego vino Beverly. Como Adele (pero a diferencia de Jeanne, cuyo atractivo residía más en su linaje que en su apariencia), Beverly era una belleza, si bien rubia y sureña y no morena y “latina”. Yo aún seguía por ahí cuando, después de romper con Beverly, se casó con una de sus amigas, Carole Stevens, para registrar a su hijo y de inmediato se divorció para desposar a Norris Church (con quien después de veinte años, en 1998, aún seguía casado). Para cuando Norris entró a escena, sin embargo, Mailer y yo nos habíamos ido alejando más y más. Por tres razones: En primer lugar, yo nunca pude hacer con Mailer lo que había hecho con Lillian Hellman, cuyos escritos había fingido admirar para mantener nuestra amistad. Él seguía interesado en mi opinión sobre su trabajo, insistía en que fuera franco, y tomaba mis críticas con extraordinaria benevolencia (si no siempre con buen humor). También insistía en arrastrarme a ver la filmación de las películas, terriblemente de aficionado, que comenzó a realizar a finales de los sesenta, y nunca me intimidó para que dijera algo bueno de ellas. También tuvo la consideración y el tacto de no presionarme para que lo apoyara cuando se postuló quijotescamente para alcalde de Nueva York con una plataforma que incluía, entre otras ideas originales, la propuesta de que las disputas entre los delincuentes juveniles se solucionaran mediante justas en Central Park. Con todo, ni siquiera Mailer estaba completamente libre de la ley según la cual la genuina amistad (o de cualquier clase de amistad) es 68


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imposible con un escritor cuyo trabajo uno no admira. Él se comportó muy bien en este particular asunto, pero inevitablemente el resentimiento surgió en él tanto como en mí. Al comprender que estaba cayendo en una falsa posición, me comencé a sentir más y más incómodo en su compañía. En segundo lugar, mi paciencia con sus tormentas maritales iba desapareciendo. A diferencia de Jeanne, Beverly no le tenía miedo a Mailer: le lanzaba constantemente pullas y lo enfrentaba cuando peleaban. Varias de esas peleas tuvieron lugar en mi presencia, y eran tan feas como las que tuvo con Adele (aunque, afortunadamente, nunca llegaron a la violencia real). La peor fue ver a Beverly coger NORRIS CHURCH Y NORMAN MAILER un plato de hongos que Mailer había preparado y lanzárselo mientras le gritaba que era “un malvado”, en una riña que explotó mientras mi mujer y yo pasábamos un fin de semana con ellos en Provincetown. Cuando partimos, le dije a mi mujer que ya había tenido suficiente de Mailer y sus esposas. Luego, por supuesto, estaba la política. Al principio Mailer no podía creer que estuviera actuando en serio cuando comencé a mostrar signos de romper con las ortodoxias de la izquierda. ¿Cómo podía estarlo cuando dije que Norteamérica, lejos de ser el país “totalitario” que él creía que era (y más aún después de la guerra de Vietnam), era la única esperanza para derrotar el totalitarismo real que se extendía gracias al poder e influencia de la Unión Soviética? ¿Cómo podía creer que dijera que lejos de estar en el puño del “complejo militar-industrial”, que él tanto odiaba y temía, estábamos de hecho quedándonos peligrosamente atrás en nuestra fuerza militar y necesitábamos aumentar nuestro armamento para contrarrestar el poder soviético? A Mailer 69


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le gustaba discutir y nunca, en todos los años que lo traté, rehuyó una pelea política conmigo. Sólo una vez, en los setenta, mientras cenábamos en mi departamento, se molestó tanto con mis nuevas ideas políticas que dijo que no podía continuar la discusión y se levantó y salió de la habitación para serenarse antes de continuar. Pero al volver sugirió que cambiáramos de tema. Finalmente, sin embargo (como con Diana Trilling), fue Breaking ranks lo que puso punto final a nuestros veinte años de amistad. Por coincidencia, yo acabé de escribir el libro justo cuando Mailer estaba terminando The executioner’s song, y nos invitó a comer con Norris para celebrar en su casa de Brooklyn Heights. Me dijo que pensaba que me iba a gustar The executioner’s song y yo le dije que pensaba que le iba a disgustar lo que yo había escrito de él en Breaking ranks. “Bueno —me dijo—, me debes una”, y yo reí y contesté: “Sí, es cierto, pero ya veremos si sigues sintiendo lo mismo después de leer el libro.” Fue una tarde verdaderamente agradable, mi esposa me lo dijo después, y yo estuve de acuerdo —con el agregado de que Mailer jamás me perdonó por Breaking ranks. Al contar la historia de cómo rompí con la izquierda, tengo que dedicarle algún espacio a la recepción de Making it, que significó un viraje crucial en mi relación con el radicalismo de los sesenta. Obviamente, la parte que Mailer jugó constituye un elemento importante en este recuento y no me anduve con rodeos al presentar los hechos y analizarlos. Me describí llevando las pruebas de imprenta a Provincetown porque, después de haber oído tanto del escándalo que el libro estaba causando, Mailer quería saber a qué se debía el alboroto. Luego conté que después de leer las pruebas me dijo lo bueno que era el libro y lo injustas e incomprensibles que le parecían las habladurías que circulaban por todas partes. Enseguida hice un resumen de lo que escribió después, en el que lo más amable que se animó a decir sobre Making it fue que “no eran unas memorias irresistibles” y en el que ahora culpaba a sus propios defectos y debilidades de los feroces ataques que había recibido. Y, por último, contaba la conversación que habíamos tenido en la que su única explicación de lo que yo no podía dejar de considerar una traición de “mi viejo gran amigo”, como se describía a sí mismo en el artículo, era que sencillamente había releído el libro y cambiado su parecer. Yo llegué a otra explicación y la expuse en Breaking ranks. Dije que 70


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la primera vez que Mailer leyó el libro no comprendió (tampoco yo, sino hasta más tarde) lo ajeno que era a la línea del día del partido radical tanto en su opinión relativamente benigna de los valores de la clase media norteamericana como, más seriamente, en la negativa de que los intelectuales —y las clases educadas en general— representasen una alternativa verdaderamente superior. Pero entonces, al preparar su artículo, estudió más detenidamente las reacciones que provocó Making it y se convenció de que el libro había cruzado la raya de la completa apostasía. Defenderlo era más peligroso de lo que había creído y, enfrentado al peligro, dije que “simplemente perdió el valor”. Es cierto que, como el muchacho malcriado de las letras norteamericanas —un título honorífico en el clima de los años sesenta—, Mailer aún tenía licencia para provocar y rara vez vacilaba en usarla, incluso si algunas veces hiciera el ridículo a los ojos de sus admiradores. Pero había, dije, límites que instintivamente sabía que había que respetar; y los respetaba. Él podía excoriar a sus camaradas radicales sobre algunas materias en particular; podía desconcertarlos con inesperadas simpatías (por políticos de derecha digamos; o la Guardia Nacional en el lado opuesto a las manifestaciones contra la guerra); podía incluso en ocasiones describirse a sí mismo (pavorosa palabra) como conservador. Pero concluía siempre con el gesto conciliador, el guiño de simpatía, la sutil seña de lealtad radical. Making it (como se quejó Lionel Trilling) no contenía ningún gesto de esa clase, ningún guiño, y defenderlo, para Mailer, significaba poner en riesgo “su popularidad nuevamente consolidada”. Sin embargo, atacarme a mí por haber sido demasiado atrevido implicaba el riesgo igualmente inaceptable de parecer cobarde, y lo que hizo en su lugar fue atacarme por haber arruinado lo que caracterizaba como “un libro potencialmente maravilloso”, no por haber ido demasiado lejos, sino por quedarme corto al exponer a la izquierda, la cual, reconocía, se había convertido en el nuevo establishment. Ésta, lo admito, era una táctica inteligente. Le permitía aparentar la valentía de realizar actos más importantes de traición contra la clase cultural gobernante de los que yo había sido acusado, mientras, al ratificar la sentencia que había sido decretada en mi contra, en realidad se estaba sometiendo, con el consabido guiño de complicidad, al ahora temible poder del nuevo 71


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establishment. El hecho de que incluso Mailer, uno de los padres fundadores de la cultura radical, hubiera sido intimidado para someterse (como, mutatis mutandis, un viejo bolchevique temeroso de ser denunciado por traición por sus propios camaradas estalinistas) era una prueba de lo poderosa que se había convertido dicha cultura. Significaba también que él “no era tan valiente como pensaba que era”. Yo, por supuesto, sabía que no había nada —nada— que ofendiera más a Norman Mailer que ser acusado de cobardía, por lo que estaba seguro de que jamás me perdonaría.Y, en efecto, pasaron más de quince años antes de que me volviera a hablar. Indirectamente, por terceras personas, supe lo enojado que estaba, y algunos años después trató de darle vuelta a la tortilla: “Lo que encontré más perturbador es que [Podhoretz] nunca se preguntó si había perdido el valor de vivir en la izquierda en los sesenta. Pienso en todos esos años de alejamiento, todo el temor de la furia final a punto de estallar de la autoridad.” Él, que me había llamado cariñosamente “juez de la horca”, ahora pensaba que me había vuelto “demasiado crítico y restrictivo”: “Era más feliz en los viejos días. Ahora habla demasiado de cómo se preocupaba por mí esos días. Yo también me preocupé por él. Contra la opinión de mucha gente, lo defendí: ‘No, no, Norman no es tan clase media como parece. Es realmente un gran tipo, es duro.’ Ahora no resiste sin tener los brazos alrededor de un misil. Es tan valiente y duro como cualquier militar-industrial.” Él también está muy lejos de aquellos “viejos días”. Una vez, al final de los cincuenta, cuando los dos íbamos a debatir con Arthur Schlesinger Jr. y Mary McCarthy sobre los años treinta, me advirtió que pretendía aparecer en la plataforma con una camisa de trabajo y jeans porque se sentiría incomodo con traje y corbata. Ahora, si yo había acabado con los brazos alrededor de un misil, él lo ha hecho viviendo prácticamente dentro de un tuxedo. Así ataviado, aparecía por lo menos una vez a la semana en las fotografías de las páginas de sociales, y cuando me llegaba a topar con él en una fiesta se trataba invariablemente de una de blanco y negro. En los noventa suavizó su actitud conmigo. La primera vez que nos encontramos en uno de esos eventos, de inmediato comenzó a charlar. ¿Qué estaba yo haciendo ahí? ¿Me daba cuenta de que nuestra anfitriona busca72


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ba la amistad de gente famosa y que me estaba halagando al invitarme? (Fue un error que ella no volvió a cometer.) Evidentemente estaba sondeando la posibilidad de un acercamiento, pero aunque amable, mantuve mis distancias con él. Y así fue todas las veces que lo encontré: él era cordial y yo frío, él deseaba hablar y yo alejarme. Así, en una cena a la que ambos inadvertidamente fuimos invitados, trató de engarzarme en una discusión sobre la Unión Soviética, donde recientemente había pasado varios meses investigando sobre Lee Harvey Oswald. ¿Ahora que la Unión Soviética se había colapsado, estaba yo dispuesto a reconocer que me había equivocado respecto a su poderío durante la Guerra Fría? Me sentí aliviado, “de un modo chistoso”, al ver que vestir un smoking no evitaba que se apegara fielmente a la línea de la izquierda, que en este caso sostenía que nuestra victoria en la Guerra Fría había sido consecuencia de las debilidades internas de la Unión Soviética y no de la política de Ronald Reagan. No acepté la provocación y sólo sonreí, luego le respondí con un “tal vez” cuando al despedirse me dijo que le gustaría discutirlo conmigo algún día. En 1998, cuando cumplió 75 años, Mailer no estaba pasando precisamente por malos tiempos, pero tampoco ocupaba la destacada posición que ocupaba en los años sesenta. Sus libros, aunque seguían proporcionándole enormes adelantos, no eran recibidos con entusiasmo y tampoco se vendían muy bien. Es cierto que seguía siendo una figura muy respetada e incluso reverenciada en ciertos círculos literarios —hasta el punto que en el quincuagésimo aniversario de The naked and the dead fue celebrado con la publicación de una antología de 1200 páginas de su obra, titulada The time of our time, y una gran fiesta en la que los boletos volaron—. Pero para su frustración —estoy seguro— no fueron ni remotamente tan codiciados como las invitaciones a la fiesta-baile en blanco y negro de Truman Capote en 1965, y la fiesta misma apenas tuvo resonancia. Tampoco The time of our time obtuvo más que una diplomática reverencia de los reseñistas, y de algunos de ellos ni siquiera eso. Uno de los golpes más despiadados que recibió con motivo de la aparición de la antología provino de un profesor de Columbia de nombre James Shapiro en el New York Times Book Review. Contenía muchos elogios por los primeros trabajos de Mailer, pero eran radicalmente minados por la atribución de 73


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su declive después de 1980 al “profundo convencionalismo” de sus opiniones “sobre la familia, la homosexualidad y, sobre todo, de las relaciones entre los sexos, ocultos bajo su extravagancia superficial”. Para este profesor, en otras palabras, Mailer aún era el buen niño judío de Brooklyn que él se había esforzado toda su vida por dejar de ser. No es fácil imaginar nada peor para el punto de vista de Mailer y lo sentí por él. También resentí oír a un grupo de jóvenes literatos describirlo como un “hazmerreír” al mofarse de sus primeras obras y preguntarse cómo había yo podido considerarlo “un gran novelista en ciernes”. Tuve problemas para defenderme de este desafió, dado que jamás había releído las obras en las que había creído descubrir esa promesa cuando Mailer y yo éramos jóvenes (debido a que no había tenido corazón para mirarlos a la luz de lo que vino después tanto para él como para mí). Considerando cómo iban marchando las cosas en su carrera literaria, sospeché que Mailer podría ser capaz otra vez de recurrir al amigo en las malas que alguna vez fui para él. Esta sospecha se intensificó cuando, poco después de la gran fiesta, me telefoneó por primera vez después de veinte años. Escucharlo fue una sorpresa, pero la razón de la llamada fue aún más sorprendente. Parecía que uno de los hijos de Mailer, cuya madre había sido una gentil, y por lo tanto no era judío a los ojos de la ley rabínica, se había enamorado de una mujer judía ortodoxa y quería convertirse. “Podía recomendarle un rabí adecuado? Podía, y lo hice. Pero también manifesté mi sorpresa y le ofrecí mis burlonas condolencias por este inesperado vuelco de las cosas. Me recordaba, le dije a Mailer, a un descendiente directo de 74


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Trotski que había acabado viviendo en Israel como uno de los extremistas judíos ortodoxos conocidos como haredi, e imaginaba que él mismo no estaba menos afligido de lo que el viejo revolucionario antisionista habría estado. No, dijo Mailer, para él no era así en absoluto. Él no objetaba de ninguna manera lo que su hijo estaba haciendo. De hecho, como padre de nueve hijos, encontraba fascinante ver como cada uno cogía su propio camino. “Bueno, respondí, pensando en su propio alejamiento del judaísmo y de la judería, supongo, para citar otra parte del libro que tú trataste de reescribir, que ‘Dios no puede ser burlado’.” Hubo una pausa. “¿Dónde dije eso?”, preguntó. Me reí, “Tú no lo dijiste, lo dice el Nuevo Testamento”, y él rió también. Unos días después recibí una invitación para la fiesta y, después de pensarlo mucho, decidí no ir. Si era verdad que Mailer me necesitaba otra vez como amigo en las malas, no había la mínima posibilidad de que yo pudiera satisfacer esa necesidad. Durante nuestra conversación telefónica me vi impulsado a decirle, exactamente como había hecho varios años antes en su casa cuando Breaking ranks estaba a punto de ser publicado, que acababa de escribir algo sobre él (este capítulo) que no le iba a gustar. En ese entonces él respondió, “Bueno, me debes una”, y en esta ocasión su respuesta fue que, por supuesto, no esperaría otra cosa de mí en esta etapa de nuestras vidas. Tampoco le molestaría, continuó alegremente, si fue escrito con “un corazón limpio”. Pero aun recibiendo este perdón por adelantado (y asumiendo que se mantendría en lo dicho, lo que no hizo en el caso semejante de Breaking ranks) no quise ponerme en una falsa posición participando en la celebración de una carrera que había decepcionado amargamente mis expectativas literarias. Además, después de pasar los últimos treinta años tratando de componer y borrar los daños que había hecho en cooperación con Mailer y muchos otros de mis ex-amigos, vivos o muertos, simplemente no me podía ver volviendo a él, o a ellos, otra vez.

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Dos poemas LUIS ARMENTA MALPICA

MIGAJAS PARA UNA DESPEDIDA

La poesía empieza cuando ya has olvidado qué es lo que te asustaba pero aún tienes miedo. Benjamín Prado

No se ha muerto mi padre pero casi. Es la palabra quieta de este poema. Es el hijo incompleto que me calla. Sombra del trigo estepa sin pisadas. El invierno se siente a cada impulso: un aire dolorado de espigas familiares y lobos en las sienes. Asombro que demora los relojes en las caras adultas igual que las abuelas hicieron 76


con el péndulo (detenido cuando alguien nos dejaba más solos en el mundo). Esta su muerte empieza desde hace varios libros y alguna rasgadura. (Los que no pueden ver expresan sombras.) La tristeza es impropia de los hombres. La lentitud de lo que no hemos dicho se nos siembra en los ojos. Yo pienso en este frío en el que hundo las manos con los aullidos párpados. Encuentro una palabra que aterida me llama. En la escritura del corazón hay un empeño por encontrar la tinta que en el pecho se amase. Nos rendimos al viaje de polvo revestidos. Mi padre y sus costumbres tan dulces y dañinas. Yo y la ceguera por todo lo que una huella quiebre. Desde la oscuridad escapan las palomas. Dejan mis manos libres para asir el silencio que llegue con la lluvia. Agua que nos responda por qué se deja atrás lo que incendiamos 77


para que hubiera luz. Un corazón de padre se agita en este poema. Por el llanto del pez conocemos los mares y esa suerte de suponer que todo se renueva si horneamos otro pan contra las olas. Él entra en la penumbra guiado por las migajas que he dejado al azar siguiéndolo en la muerte. Porque no sé si cavo (o quepo) en lo que soy de él nuestro miedo es la vela.

ESCAFANDRA CON FISURA

Con los dedos del recuerdo me palpé lenta, despaciosamente, el pasado. (...) Toda esa luz me duele. Lucian Blaga

No puedo comenzar con lo que no se ve como hacen otros si nada veo. Nada la voluntad, el trazo 78


desde que me sumerjo en estas líneas al círculo concéntrico de otro ojo . Que Dios rellene los huecos de mi vista.

tictac La tristeza se negaba a morir con los ojos del padre. La verdad yace abajo, entre las cicatrices que dejaron la sal y los cristales. Habría que ir al fondo, con los ojos cerrados pues los olvidos flotan. Yo solo veo las cosas recordándolas y las recuerdo mal, distorsionadas no sé si por la luz que a veces va imponiéndoles el tiempo o las sombras con que me protegía. A los ojos no los puedo acostar se les cae la mirada y buscan en el pez de lo ya escrito los lugares del padre.

tictac Así como la luz no llega tan abajo 79


en mi pecho tardaba la alegría (también dejó secuelas). No me arrepiento (piaf) de asentir con un párpado o negar con el mismo a todas las preguntas que me hicieron. La mariposa también tiene dos alas y sale de un capullo. El gorrión que se muere en la garganta si yo me asfixio en ambos. ¿Por qué será que aquí, bajo los años, todo recobra su natural desistimiento?

tictac La mancha no es mi padre. Lo que ahoga mis ojos no lo he visto en el fondo inmaculado, enfermo de mis manos. Este cielo de sal (mapamundi en carey que utilicé en la escuela) resulta claro: no hay dios ni soberano en la absoluta rigidez de nuestro cuerpo. Por lento que sea el nado ni la sangre ni el gen vuelven la vista para que mis poemas cicatricen. Lo hacen ojos adentro.

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Hierba quemada NADIA VILLAFUERTE A causa de aquellos artículos en el periódico, pero sobre todo de los carteles aparecidos una mañana en su casa, Bardem dejó de fotografiar a sus hijos. No se sintió aludido al principio; al principio quizá fue una ligera indignación. Después estaría confundido. La más escueta ficha artística de su trabajo decía: Bardem Damiani, 1934, Génova. Las exploraciones de la niñez y de la pubertad caracterizan sus imágenes. La mayoría de sus trabajos han sido muy cuestionados. Según los críticos, estos retratos “capturan las emociones confusas de la identidad sexual de una edad transitoria”. El fotógrafo italiano ha redescubierto para muchos una fotografía sin estridencias ni artificios, que conecta nuestro subconsciente a través de imágenes repletas de poesía.

Niente!, vociferó al leer la única nota decorosa; acto seguido se fue a emborrachar. Pasó mucho tiempo en los bares, viendo desde las enormes o diminutas ventanas —si las había— la marcha militar de los demás, desfilando obedientes frente a sus narices. Era verano cuando tres cartulinas aparecieron pegadas a su puerta. Pornógrafo, la palabra marcada en rojo sobre aquel papel. También habían dejado, bajo una piedra para que el aire no se la llevase, una hoja de cuaderno que parecía brillar en mitad del jardín. La leyó una vez y sintió rabia. La leyó dos y fue como si el autor de la nota lo estuviese viendo en ese momento con su ojo acusatorio. Quemó el papel pero él sabía de palabras capaces de quedar sujetas con pinzas en el pequeño tendedero de la mente. 81


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A finales de mes lo despidieron del trabajo. La suspensión, las acusaciones, la tensión por el ominoso asunto en casa o frente al maldito catolicismo provinciano, como él decía, desmoronaron el de por sí frágil lazo entre ellos. ¿Y quiénes eran ellos? Aldo, Belina, Sera, sus hijos; Dina, su mujer. El circo producto de su infeliz promiscuidad: una esposita más tres chicos ligeros de sangre y cuya virgen maldad flotaba alrededor, enrareciendo el contacto. Ellos, los que terminaron yéndose una noche. “No por esto, bien lo sabes, es el dinero, el dinero importa. Volveremos cuando puedas darnos una noticia mejor”, concluyó Dina y se marchó con aquellos críos que, después de todo, habían mamado la podrida leche de los pechos maternos. De aquel mes, recuerda la expresión dura de Sera: sabía lo que pasaba —intuyó—, no comprendía exactamente qué, pero su rostro era ya precoz abriendo muy bien los ojos para captar los detalles: las maletas, el cuarto antes lleno de calor y ahora semivacío, el pañuelo con el que Bardem apretó el cuello de Dina frente a los hijos asustados. “Quiero quedarme contigo”, murmuró Sera, pero sonaba imposible. Incluso para él habría sido una amenaza: las palabras de la nota anónima habrían cobrado sentido. Muchas veces se preguntó cómo transcurrirían los fines de semana de ese acusador que fue capaz de perturbarlo todo con un puñado de letras, ahí donde imperaba una simulada normalidad, cierto sosiego. Algo fue peor que las líneas escritas con trazo preciso sobre aquella hoja de cuaderno. No el que se hubiera quedado solo, sin amigos ni trabajo, no la existencia evasiva de Dina —eso era bueno, por eso la amaba, confesó en una ocasión a su mujer—. No la fragilidad de Aldo, ni la serenidad de Be82


HIERBA QUEMADA

lina (“¡Ya tienes pechos! ¡Ya te nacieron las tetitas como criaturas gemelas!”, le dijo Bardem en una sesión, burlándose de ella; Belina en cambio se mantuvo imperturbable igual que un ave petrificada en el cielo lácteo). No las caminatas por el muelle con neblina, ni los paseos al bosque, sin más animosidad que el del latido indócil de sus corazones cuando todos se acostaban sobre la hierba. Sera no estaba más. Conservaba cientos de negativos e impresiones, quizá las más importantes fotos de su destruida e incipiente carrera, pero a ella no. “¿Así estoy bien?”, preguntó aquel domingo; tenía seis años y le gustaba de ella la falta de dulzura, la carencia de ingenuidad. En la fotografía (20 x 25, bromuro y gelatina, verano: Bardem recuerda sobre todo que con ellos siempre hubo excesivo sol manchando las escenas), Sera está sentada en un sofá estilo imperio. Lleva un vestido negro con escarola de encaje, su cabello largo enfatiza las facciones expresivas (la boca y el filo de una mueca ya amarga, las ojeras bajo la mirada impúdica). Se divirtieron realizando la secuencia que Bardem llamó Velatorio. El detalle estaba ahí si se le veía bien: algo que no pudo ocultar la ojera: un golpe. El moretón rodeaba su ojo izquierdo y ese mínima añadidura transformaba el contexto en el que la pequeña repitió: “¿Así estoy bien, papá?” “Mejor que nunca”, respondió el fotógrafo, aturdido por aquel rostro golpeado y por el cuello suave, flagrante, una invitación a la mordedura o al estrangulamiento. En 1968 —el año astillado lo llamó él— conoció a Dina. Dina insistió en que viajaran a Milán y así lo hicieron. Ella era reportera pero tuvo que emplearse en una casa para retrasados mentales. Vino el declive; Bardem, poco a poco vuelto un alcohólico, se sintió protegido por el calor maternal de una mujer cuyo trabajo consistía, entre otras cosas, en conseguir algo de calma a los momentos de constante peligro de esos tristes enfermos arañando su pasado en las paredes. Dejó Bardem que el presente lo intoxicara de sucesos: el matrimonio, la efímera dicha de la celda familiar, los chicos bulliciosos que le recordaban el paso epocal pero tanto removían su entusiasmo, la sencillez con que inició su profesión. 83


NADIA VILLAFUERTE

Nada funcionó bien en Milán, volvieron a Génova. 1976, época en que comenzó a fotografíar a sus hijos. Fue una etapa feliz. Una espesura en desorden creció alrededor. Vino la primera exposición, la segunda, luego la reprimenda: la duda de si en su trabajo había pornografía. Acaeció lo de la pérdida del empleo. Dina no aguantó. De nuevo el fracaso para Bardem. Se sintió enfermo, infectado de un mal invisible que emponzoñaba lo que estuviera a su alcance. “Toqué fondo”, repetía. Era hora de abandonar Italia. No le interesaba Norteamérica. Habría podido dirigirse a Nueva York, en donde había estado muy joven, la tierra del nunca jamás y el érase una vez, pero no lo hizo. Recordó que un amigo suyo había partido rumbo a La Habana y se quedó varado allá, junto a una de esas mujeres que él imaginaba lo suficientemente fogosas como para incendiar su retorno. Corría 1979. Cargó la Pentax consigo, cerró la puerta del basurero que habitaba y ya no podía alquilar, pidió a Dina, su ex-mujer, dinero. Fue Dina quien compró su boleto y lo vio partir; un alivio para ella, aunque también sintiera lástima: el hombre era un pobrediablo, un débil de carácter que se había dejado destruir cuando su carrera iniciaba y prometía reconocimiento, en definitiva, un falso provocador o en verdad un depravado. Dina le preguntó muchas veces cuál era la razón de su ofuscamiento: Bardem se limitaba a callar y a romperle las medias. Quizás él mismo no lo sabía, tal vez nunca deseó ser fotógrafo y todo fue una circunstancia pasajera, pensaba, sumido en la melancolía de no saber qué más hacer, a dónde dirigirse, cómo mirar hacia otros rostros que no fuesen la sombra de Sera, Sera deshaciéndose cuando sus pies descalzos tocaban el lago helado de su insomnio. Bienvenido a Managua, decía el cartel, a lo lejos; Bardem aguzó los sentidos tratando de entender el abrupto paisaje, igual a un lente que quiere enfocar los contornos sin lograrlo. Se instaló en la casa del periodista, que se había montado provisionalmente en el hotel Continental. Recordó a Dina y ese talante suyo para adaptarse a cuidar niños retrasados, a falta de un trabajo estable como la reportera que fue. “¿No te asustan?”, le inquiría cuando ella llegaba y se desvestía para tomar una ducha. “A mí me darían pánico… Los ojos estrábicos, los hocicos babeantes, las mandíbulas desencajadas”. Dina lo escuchaba hablar y lo veía como un desconocido, repitiendo: “Fue un error”, frente a quien había sido, en el flirteo, un “sensible artista”. 84


Primero fue el muro del idioma. Aquellas bocas parlando con la lengua floja le provocaban risa. Después, acostumbrarse a la humedad y sus vestigios de moho, a la devastación de las calles. No tenía ningún sentido el estar ahí, se dijo el primer mes, luego descubrió que la estancia era cómoda. No se necesitaba casi nada para vivir. Había conflicto, por tanto, cierta igualdad de condiciones: todos eran miserables, ninguna expectativa se imponía en el horizonte, salvo sucumbir a los repentinos tiroteos. Bastaba con respetar el toque de queda, no meterse en lo que no le incumbía; bastaba, para gente como él, con tomar notas de una ruina que no era suya para sacar algún provecho, no un beneficio de trabajo sino uno personal: ocuparse mientras se desintoxicaba un poco; llenar, con la música de su trajín nuevo, la inmensidad de saberse exiliado. No hay a dónde ir, nunca, pero algo debe uno hacer mientras tanto, ¿no?, era su frase de no-batalla en su vida nueva, convencido de que las fotografías no volverían a salir de su cámara, no al menos de la manera en que él pensó, no con la silueta que lo tentaba a oscuras. En la casa del periodista, desde su recámara estilo americano, abrió y cerró las cortinas muchas veces, tantas que las cortinas parecían en realidad telones de un teatro donde se representaba continuamente la guerra. Mientras esta se desplegó, Bardem recordó la suya: el trazo de las palabras escritas en aquel papel que apareció en su patio en Génova, acusándolo, no lo abandonaban. Lo que más le incomodó en aquellos años fue el silencio volátil, era como andar en un campo sembrado de minas. Podía estar con la mujer del mercado, o caminando de regreso a su cuarto en el viejo Continental, cuando un estruendo cristalizaba el aire. 85


NADIA VILLAFUERTE

Todo era pólvora, eso fue bueno para Bardem, que no tuvo fin ni propósito alguno en la batalla de un país extranjero, más que guarecerse de sí mismo. Pero no era el único, porque Otto Smicks, Eduard Rodríguez y los demás periodistas a quienes conoció, habían llegado a Centroamérica de la misma forma. “No son gente sana”, se dijo Bardem; se necesitaba estar atrofiado de la mente para buscar el peligro latiendo en las esquinas, lejos de quienes poseían una vida colmada y no requerían, como ellos, huir de sus historias personales. Estaba Smicks: quién sabe qué razón lo llevó a renunciar a su tierra yéndose a México primero, donde dio clases, para embarcarse después en la locura de Nicaragua. Quién sabe qué ocultaba más allá de lo que hacía esas noches: noches de visitar los cuartos de los periodistas, rogarles que le permitieran copiar cintas en que se oyesen tiros para transmitir después —a sus compatriotas holandeses— grabaciones semejantes a una nueva versión de Pearl Harbour. “¿Qué te parece?”, insistía luego, después de correr el caset por quinta vez. “¿Qué crees que le haga falta?” “Una bomba atómica”, concluía Bardem. Nunca supo si el hombre de mentón cuadrado y ojos celestes tenía algún objeto de deseo que no fuese su tarea por leer la cuartilla con pésima dicción y dramatismo, o prender la grabadora convertida en arma, lanzando proyectiles de todo calibre. Estaba el comisario fotográfico aquél, Eduard Rodríguez (alto y rubio a pesar de ser de México, elegante como embajador inglés, muy formal y también muy prosaico a la hora de los chistes) que una madrugada los alcanzó en el 311 (cada vez más parecido al camarote de los Hermanos Marx), colgó su chaleco en el ropero y abrió la maleta en la que se dejaron ver camisas bien planchadas pero también un tomo de la Editorial Progreso de Moscú. “Servirá para entender esto”, dijo Rodríguez, con el tono heroico que sólo puede tenerse en la juventud, y Bardem no supo si sería frívolo conmoverse frente al talante ingenuo de quien estaba ahí, no para desquitar el sueldo sino para sumarse, con su oficio, a la lucha de la liberación. Pensó Bardem que aun así seguían siendo sospechosas las nobles intenciones de sus compañeros. ¿Qué hacía en esa ciudad sin centro la muchacha neoyorquina Luca Andrei, emergiendo, heroica, de las municiones? ¡Ah, farsantes! Seguramente cuando niños coleccionaron un zoológico de soldados 86


HIERBA QUEMADA

romanos, guarkas etíopes, la caballería de Alejandro Magno y sus legiones moldeadas de plomo, añorando desde entonces los deseos lúdicos de presenciar una matanza, se dijo el italiano, riéndose, en el fondo, de la camada de perros en que se convertía el grupo masculino de prensa, cuando para seducir a la gringa, salían con ella a los frentes y sudaban adrenalina, reptando bajo un fuego cruzado, impulsados a competir entre sí por la imagen más aterradora, aunque en realidad deseosos de saber quién ganaba la batalla libidinal. Pero, si hubo de ser franco, Bardem tampoco tuvo tiempo de saber nada sobre los milicos que en el retén decían: “No rechiste. Nosotros le damos o no le damos según nos dé la gana”, ordinarios en sus odios y limitaciones. Las horas, los días, los meses constituían un bastión contra la muerte, disipando cualquier otro objetivo. Lo era para aquel coche tapizado de cartulinas con la palabra TV en los cuatro vidrios; como para la mujer que, llorando, obligaba a ver el cadáver de su hija quinceañera, ametrallada la víspera. Lo era para el centenar de niños apuntándole a Bardem con armas inservibles, para que les tomara fotos; como para sí mismo, a veces acuclillado frente a un hecho que, a fuerza de repetirse, perdía su misterio. No se lo creía: ese estar a la mitad de lo desconocido, la indiferencia antigua y feliz y, sin embargo, así se mantuvo, no un año sino varios, los suficientes como para aprender palabras nuevas. Pronunció, por ejemplo, la palabra guapa aunque lo dijera falsamente a los oídos de una mujer y otra, esforzándose en demostrarles que si él no podía convertirse en futuro esposo, al menos podría servirles como antídoto para sus tristezas. Supo pronunciar Masaya sintiendo el desconcertante apego a una tierra ajena que recorría hasta desparecer en la ruina de las construcciones. Ahí, pensó Bardem, daba lo mismo meter la mona que comprar un kilo de azúcar para el café de la noche; ver volar un avión y escombrar la basura, esconderse o decir estoy cansado.

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La niebla en San Blas JORGE ESQUINCA

Perro, Mike, cuéntame esa historia de la niebla en el puerto. No había niebla y la historia trata de un coquero, hombre sencillo y afortunado. Tenía un carrito de cocos, vendía el agua y la carne con limón y chile en bolsas de plástico. ¿Pero la niebla, Mike, no decías que todo estaba cubierto de niebla? No. Era tarde soleada. Antes déjame te digo en qué consistía su fortuna. Su dicha era su mujer. La más bella de San Blas. Nos tenía hechizados. 88


Estaba que se caía de buena. Todo sucedió en una cantina jodida, como ésta, con su piso de tierra, sus mesas de Corona, su olor a mar, su rocola y sus canciones de José Alfredo. ¿Pero la niebla, Mike, no me contaste que apenas podían verse las caras? No. Espérate. La mujer era el deseo de todos, sí, pero nos lo callábamos, digo, por un elemental respeto al coquero, que era buen amigo. Todos, menos el hijo del presidente municipal, ese cabroncito alardeaba todo el tiempo, decía que la reina aquella tenía que ser suya. Esa tarde, ya ebrio, el muy pendejo comenzó a cacarear en presencia del coquero, en su mera cara. Que si él andaba en Mustang 89


y el otro en pinche bici, que si él era galán y el otro prieto y feo. ¿Pero y la niebla, Mike? Ya dije que entonces no había niebla. El coquero aguantaba vara, aunque de lejos se veía que se lo estaba cargando la chingada del coraje. Era hombre de silencios. El otro siguió jodiendo, decía que iba a sonsacarle a la mujer, que iba a ponerle casa, que con él iba a saber lo que es coger sabroso. Fue demasiado. Sin decir palabra, en un mismo movimiento, el coquero agarró su machete y le rebanó de un golpe la tapa de los sesos. Tan fácil como lo cuento, como quien parte un coco ya maduro. ¿Y entonces, Mike, perro? Entonces sí. Ya caía la noche y llegó la niebla, se posó 90


con su culo blando sobre San Blas. Sólo se podía ver el rojo reguero de sangre y al muerto, sentado en su silla, todavía agarrando su cerveza. Del coquero nunca supimos más. Se trepó a la bici y enfiló calle abajo. Como si se lo hubiera tragado la densa niebla de esa noche. (M.A.H.R., in memoriam)

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La espiral del Ser JOSÉ HOMERO I

La poesía de Hugo Gola es una refutación de los opuestos. No como negación de los seres y accidentes contrarios entre sí, sino de una condición donde esa contrariedad se asiente como inmutable. Con ello quiero decir que para Gola los opuestos son complementarios, uncidos y enlazados en una entreveración que los trasciende. Resonancia heraclítea. Constante en la reflexión poética es considerar el poema, la emoción estética, como un momento, un estado, de plenitud y comunión con el universo a través de una intuición, de un arrebato, que descubre la empatía entre todo lo creado y al mismo tiempo la singularidad de cada ser. La poesía, hermana de la gracia y de la revelación, muestra al hombre la unidad del mundo más allá de las apariencias. O al mundo en su esplendor de apariencias. algo muy tenue que se prolonga más allá de la apariencia (“Rotación”, p. 21) y cuando llegan las palabras nada te dicen sólo habla el fervor que deja atrás todas las

× HUGO GOLA

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JOSÉ HOMERO

cosas y los nombres. (“El tema del poema”, p. 44)

Condición de la emoción poética es su intempestividad, su aparición en medio de la vida cotidiana. Como una de esas espadañas que yerguen su lábil virilidad a través de las oquedades o como ese musgo que tenaz escala la piedra con sus yemas húmedas, la poesía aparece en medio de la historia, en medio de la prisa, ahí donde no se espera esa interrupción que es irrupción. Es el poema como la hoja que detiene el movimiento en su caída y por un momento parece sostenerse en el aire, sin el aire la caída de cualquier hoja no se soporta porque estalla en el aire altera el vacío y cuando toca el suelo lo inunda todo con su esplendor. (“No es la hoja muerta”, p. 62)

Pocos poetas tan conscientes, como Hugo Gola, de que la emoción es la esencia del poema; que la valencia de la poesía es el registro de esa emoción que no indica, que no enseña, pero que revela. Para Gola, el poeta es un sujeto agraciado con un don que lo separa del mundo como conjunto de singularidades y lo acerca al mundo como unidad. Como otros poetas modernos, Gola atiende a esa experiencia como única. El poema es un infiel registro de esa sensación. Por ello el poema más auténtico, más hondo, será aquel que comparta el momento de la experiencia y exprese esa vacilación. Como en la célebre dubitación de Juan de Yepes, el poema, testimonio de una emoción inefable, comparte esa oscilación. Musitación antes que titubeo: ¿en algún recodo del subsuelo de allí surge sin embargo esa chispa inicial que nada quiere ser 94


LA ESPIRAL DEL SER

que nada quiere sino arder o destruirse en el aire o quizá vivir en ese encuentro engendrado a partir de allí qué? algo algo que nadie sabe bien pero que arde arde tal vez un qué (“Nada hay más”, pp. 39-40)

De raigambre mística la emoción del poeta, que niega la realidad y la gravedad, el tiempo cotidiano, necesita de los sentidos, de las sensaciones para expresarse. Si “el tema del poema/es el poema”, sin importar si se habla de árboles “o del destino/incierto/o del pesar/y el peso/de los días”, la emoción poética es en su anomalía, en su extrañeza, indisociable de esa emoción que nos embarga ante la naturaleza, ciertos momentos, ciertos instantes. Por ello en Gola el poema se entrevera con esas sensaciones y para describir ese estado único, ese momento de arrebato, precisa justamente de símiles sensoriales. El poema es “inundación”: de a poco siento venir el resplandor de a poco siento subir la luz quieto inmóvil aguardo aquella inundación 95


JOSÉ HOMERO

aguardo aguardo tendido en la mañana (“De a poco”, p. 41)

El poema es también una conjunción que estalla revelando la dicotomía y la continuidad, tal si se tratara de una banda de Moebius: y el poema agazapado escondido en algún sitio en algún repliegue asoma de pronto (...) estalla en esa conjunción afuera-adentro (“Nada hay más”, p. 39)

La emoción poética, con su transustanciación mística, se presenta como una experiencia única; de ahí que el verdadero poeta sea más un sujeto de experiencias que un artesano. El poema surge a través de una larga y a menudo imperceptible gestación. Así, en la segunda parte de Retomas, los varios poemas van configurando esta idea de lenta gestación y al mismo tiempo de producción imprevisible: van creciendo las ganas aunque no sabes de qué unas ganas difusas pero ciertas no me puedo resistir a este deseo que viene no sé de dónde (“Van creciendo”, 46) el paso de los días de esos días que parecen vacíos 96


LA ESPIRAL DEL SER

y perdidos va forjando en algún sitio imágenes sonoras o rayas oscuras trazadas sobre el plano figuras que crecen o se pierden visión interna o fuego grave (“Con frecuencia”, p. 48)

El poema implica la conciencia de la escritura. El tema del poema es el poema en tanto poema connota aquí conciencia del lenguaje. La revelación de la unidad es indisociable de la conciencia matérica del poema. En su aspiración al silencio, a ese momento de revelación, el poeta, que elige el lenguaje, convierte al poema en una construcción metonímica, en una sucesión. Por ello el poema “pasa y pasa”. El ritmo es consustancial. CONCIENCIA DEL LENGUAJE

Gola ha sido más conocido por su difusión de la escritura poética y sobre todo de la reflexión sobre la poesía. Desde aquella legendaria serie en la Universidad Autónoma de Puebla, El Poeta y su Trabajo, hasta su labor como maestro y editor en la Universidad Iberoamericana, donde continuó esa sedimentación en torno a las poéticas, ha propiciado en sus discípulos la conciencia de que poeta es quien reflexiona sobre el lenguaje. Por ello, en esa refutación de los opuestos, no es menor la aparente paradoja de que siendo Gola un poeta con una concepción cercana a la mística poética sea al mismo tiempo un poeta consciente de la naturaleza real de la experiencia poética. Un poeta que comprende que para plasmar la eternidad y levedad de la emoción poética requiere de un eficiente manejo de su material, de su herramienta. En su escritura, en sus poemas, la sensación que instaura la emoción poética, el estímulo inasible que aparece con el arrebato sensorial, resulta indisociable de una conciencia del lenguaje, de una elección del ritmo y sobre todo de una exhibición de los procedimientos del lenguaje. Esos procedimientos 97


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son, para evitar malos entendidos, los que cada poeta toma de la tradición para su aprendizaje; el modelo de los mangos de hacha que diría Lu Chi en el Wen Fu. En lengua inglesa, Ezra Pound y William Carlos Williams elaboraron una poética fundada en sus experiencias y cimentada en una reflexión sobre el lenguaje. Gola, a la distancia, debe ser visto como el continuador, en lengua castellana, de esa tradición moderna de buscar nuevas formas de expresión mediante el conocimiento y la conciencia del pasado. La fórmula de “Hacerlo nuevo” de Pound se convierte en la reflexión de Gola, especialmente en varios de los poemas de Retomas, tan cercanos y anhelantes del silencio, en un despojamiento del lastre de todo aquello que grava la revelación. No hay sin embargo poeta más consciente de la materialidad, de la condición lingüística del poema que quien reflexiona sobre los mecanismos. Y los exhibe. Gola ha sido, es, una tradición. Nos ha hecho reflexionar sobre la tradición y tomar de ella lo que nos importa; en este caso la conciencia de que cada poema establece un lenguaje. Señaló Eduardo Milán: “El trabajo de Gola está enraizado en una vertiente de la poesía latinoamericana que hereda lo verdaderamente perdurable de las vanguardias esteticohistóricas de principios del siglo XX: la actitud reflexiva ante el lenguaje poético y el vislumbre de la creación como un acto de rebeldía frente a las formas estereotipadas.” (“Detener el vértigo y recomenzar”, Letras Libres, enero de 2005.) Gola forma parte de una tradición. Es, por una rama, el poeta cosmopolita que dialoga con la gran tradición moderna, en especial con William Carlos Williams y asume las enseñanzas de Ezra Pound, y es también el poeta que sigue y modula las intuiciones, las enseñanzas de su particular don Juan: Juanele. Algo hay muy bello que se conserva en ese aliento: los merodeos, la espe98


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ra, el reposo, la distracción atenta que Juan L. Ortiz cultivó. Por ello en Retomas, donde se escuchan los ecos del pasado, algo aparece del aura del sauce y también de las crecidas, corrientes y humedades del Gualeguay, el afluente del río Paraná ya inmortalizado por Ortiz: estar sentado bajo un sauce y sentir correr el río aunque no lo veas y sentir volar bandadas de cuervos o caranchos (“Me hubiera”, p. 33)

Comprender la naturaleza de la unidad que conforman los opuestos es complejo. En la comprensión de esta aparente paradoja Gola se muestra a un tiempo heredero del pensamiento heraclíteo y a un tiempo eminentemente moderno. Es la consagración de la naturaleza que la poesía ejerce en el romanticismo con Wordsworth —¿cómo no ver en Wordsworth y su habitar de una tierra un modelo para la poesía de Ortiz, por ejemplo?— y es también la visión larga, digamos, del pensamiento taoísta. A la inmediatez, a la cortedad de miras y de registro, Gola ofrece una visión que advierte los ciclos, que nota la palingenesia de la vida y encuentra en la aparente contradicción continuidad. Si anoto y consigno esa fragancia lejana del orbe presocrático debo acotar que más nítido se percibe el aroma de la poesía y del pensamiento chino. Atender al dictum del poeta chino sobre escuchar los cambios de las estaciones1 Al estudiar el paso de las estaciones suspiramos, vemos las relaciones íntimas entre las cosas, aprendemos las innumerables formas del mundo. Lu Chi, Wen Fu. Sobre el arte de las letras, Mangos de Hacha, México, 2010, p. 12. Traducción de José Luis Bobadilla. 1

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revela la cíclica condición. Para Gola la figura sin embargo, más que la de un círculo, un ciclo cerrado, un eterno retorno, es la de una espiral: el camino no lleva a ninguna parte la espiral que no cesa empuja hacia un ascenso que no acaba nunca no se deshace el nudo los huesos enterrados sustentan la subida la semilla que encierra su energía enterrada en las tumbas impulsa a nuevos escalones (“Rotación”, pp. 23-24)

Esa espiral que resuelve la paradoja de la sucesión de los contrarios o de los aparentes contrarios (primavera/invierno; día/noche; calor/frío) propicia asimismo, con su connotación de la reiteración, la conciencia de que la emoción poética, el estado de trance ocurrirá en ciertos momentos. El poeta debe envolverse en una atención distraída, debe propiciar las condiciones necesarias para la ocurrencia de ese inesperado pero previsible momento especial. He mencionado ya que en la segunda sección el poeta alude a esa gestación lenta, a esa emersión, ese estallido que conjuga el exterior con el interior, pero también a esa alerta distraída. Hay una concatenación de metáforas que refunden la oposición en la idea de un salto y ese salto se convierte en la negación o en la conjunción de las características contrarias: el reposo recupera mas el reposo es también un salto (“Me hubiera”, p. 33)

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y el poema agazapado escondido en algún sitio en algún repliegue asoma de pronto. (...) estalla en esa conjunción afuera- adentro. (“Nada hay más”, p. 39)

Al respecto, en su ensayo sobre Juan L. Ortiz, Gola señala que tenía la costumbre de ciertos pintores que se encierran en sus estudios “sin propósito alguno y al rato están poniendo un color sobre la tela”.2 Más adelante, en un ensayo sobre Juan José Saer, define con precisión este estado: “Apertura interior, una disponibilidad absoluta y neutra.” El poeta vive en un tiempo de espera. Escribir es sólo una experiencia secundaria; la experiencia es la impresión, la sensación de asistir a una revelación. El ya citado Lu Chi asentaba esta condición como el preámbulo al acto poético: Con los ojos cerrados, se escucha la música interior, extraviados en el pensamiento y la reflexión.3

Agreguemos una circunstancia singular en la elección de la espiral como figura icónica. Se trata de comprender que si en tiempos el modelo armilar de las esferas o el círculo de los opuestos en la modernidad expresaba nuestro concepto del universo, en nuestra época tridimensional y de lógicas paradójicas, la imagen modélica es la espiral que gira y se convierte en su cara contraria: una hélice. Una mezcla de la cadena del ADN pero también de una banda de Moebio interminable. Ésa es la concepción de Gola: entender la vida como un espacio donde se suceden los contrarios, que a través del tránsito, de la tranHugo Gola, Las vueltas del río: Juan L. Ortiz y Juan José Saer, Mangos de Hacha, México, 2010, p. 25. 3 L. Chi, Op. cit., p. 14. 2

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sición, van mudando hasta convertirse en su opuesto, todo ello en un despliegue por lo que no puede asentarse una dualidad sino un enlace. De ahí que mencione las lógicas paradójicas porque parece que esta poesía sólo se comprende aceptando esa conversión de la contrariedad, de la coexistencia de momentos y particularidades opuestas. No sorprende su concepción de la existencia como espiral y tampoco que en los modelos matemáticos la hélice termine recordando a la mítica figura del uroboros. La imaginación matemática como ilustración mitográfica. La elección de la espiral como figura para describir la existencia o el concepto del mundo se enlaza con una más antigua conciencia que percibo en Gola. Me refiero a la idea de la gran cadena del ser, un concepto determinante en la conformación del pensamiento isabelino, que se advierte en ciertos momentos de esta poesía: el camino no lleva a ninguna parte la espiral que no cesa empuja hacia un ascenso que no acaba nunca no se deshace el nudo los huesos enterrados sustentan la subida la semilla que encierra su energía enterrada en las tumbas impulsa a nuevos escalones y detrás del arrebato y la congoja hay un pez diminuto que lentamente sube a ave y el delfín que prefigura un relámpago de luz (“Rotación“, pp. 23-24)

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II

Confieso que nunca conocí a Hugo Gola; carencia que lamento. Sopeso cuánto en mi formación debo a su distante y sin embargo presente magisterio. Gola nos reveló a quienes crecimos en los ochenta que la poesía era a un tiempo inspiración e intuición pero sobre todo conciencia del lenguaje. El título de la serie El Poeta y su Trabajo es un lema. Señala que la poesía es un trabajo. Que el poeta debe trabajar para expresar la emoción. A la distancia advierto que ahí, en medio de esa reflexión sobre los usos lingüísticos que continuaba el linaje de Ezra Pound y su tradición de reflexión sobre los procedimientos y prácticas escriturales de otros poetas, siguiendo, de nuevo a Lu Chi, estaba también otra idea: el poeta es su tierra. En aquellos años, ofuscado por la rutilancia de las poéticas que ostentaban sus procedimientos, no entendía por qué junto a poetas de más notoria aventura lingüística aparecía, por ejemplo, Cesare Pavese. No advertía, joven como era entonces, el vínculo que une a Wordsworth con los crepusculares poetas franceses que cantan a los barrios periféricos de París y a Cesare Pavese con William Carlos Williams. La poesía es revelación, es trascendencia pero también, al ser materialidad, es celebración de un espacio, de un lugar concreto. El lugar, el terruño se convierte en universal y el universo encarna en un espacio. Con ello quiero decir que el poeta, que sigue un modelo universal, que busca escapar a la mentalidad provinciana —uno de los peligros sobre los que siempre alerta Gola: al hablar de Juan L. o de Juan José Saer suele elogiar que escaparon a la mentalidad provinciana—, es también un individuo que elige un sitio o acepta ser elegido por un sitio y persigue, en su poesía, ser fiel a esa comarca. Gola ha señalado cómo el Piamonte y su conversión, su trasmutación alquímica elaborada por Pavese, le indicaron una ruta a su generación. Así lo señala al referirse a la literatura de Juan José Saer: “Alguna vez pensé que existía una indudable proximidad entre la obra de Saer y la de un escritor italiano que él admiraba, Cesare Pavese. Y esta proximidad estaba dada no sólo por la calidad de su obra, sino porque en ambas la poesía constituye el origen y el fin de la escritura.”4 4

H. Gola, Op. cit., pp. 57-58. 103


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Para documentar esa vinculación entre literatura y lugar de origen remito a las confesiones en torno a Saer que Gola deja diseminadas en sus referencias. Por ejemplo, que Saer le descubrió a Cesare Pavese en 1956. “Desde ese momento Pavese fue para nosotros, también para Saer, un escritor de culto. Leímos con creciente asombro toda su narrativa, sus ensayos, sus poemas. Nos sentíamos, en aquella distante ciudad de provincia, los depositarios de un pensamiento que nos exaltaba.”5 Más aún: Gola describe la poética de Saer como la configuración de un espacio literario a través de la concreción de un sitio, vinculado al lugar natal, con un estilo que se cimenta en una gama de hablas locales, de idiolectos: un orbe alterno, un mundo posible completo en sí a través del cual reverbera y advertimos el resplandor de nuestra realidad cotidiana. “Saer definía, desde el principio, un lenguaje, una entonación, utilizando los registros de la oralidad y la sintaxis de la lengua hablada que serán también la característica de toda su obra posterior. Se introducía, igualmente en ese primer libro, un escenario geográfico y humano en donde actuarán, posteriormente, todos sus personajes. Su ‘zona’ era un lugar preciso, pero allí sucedían conflictos universales. Algo semejante a lo que fue el Piamonte para Pavese o Dublín para Joyce.”6 Si otorgamos validez a esta declaración de Gola (“Para algunos de nosotros, Saer fue el escritor de nuestra lengua en el que pensábamos cuando un texto nuestro tomaba forma”),7 entonces Saer es quien indica esa vinculación entre literatura y escritura en una suerte de idiolecto, un habla local más que una fidelidad a la neutralidad o a la “anquilosada preceptiva”. Hay algo de condición mítica en el respeto que Gola rinde a Juanele. A medida que aparecen los registros memoriosos y críticos de Gola al respecto,8 resulta patente, tal si dudas hubieran, el respecto de Gola por Ortiz y también la ascendencia que su propia poesía guarda con respecto a la del H. Gola, Op. cit., p. 40. Op. cit., p. 43. 7 Op. cit., p. 48. 8 Gola escribió un prolijo ensayo que combina la disquisición crítica con la memoria personal del poeta Ortiz. Este ensayo, primero una conferencia, se convirtió en un opúsculo: …Aisladamente nada existe, Juanele, editado por Ediciones Aquelarre en Argentina en 2008. Posteriormente este ensayo se recoge en el volumen que comento: Las vueltas del río. 5 6

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autor de “El Gualeguay”. Sin embargo la ascendencia, el discipulaje, no atraviesa por esa dudosa forma que es la epigonía, sino que la trasciende. Gola no toma de Ortiz el modelo lingüístico sino el modelo vital. De ahí que en más de una ocasión en su evocación de Ortiz indique que su actitud, su renuncia a vivir de una manera que no implicara esa suerte de vida dedicada a la espera del poema, fueron una lección para los jóvenes escritores. La impronta que Ortiz dejó en ese grupo que conforme pasan los años va cobrando, adquiriendo importancia no sólo en la literatura argentina sino en la escrita en español, es la del grupo de Santa Fe, con Gola y Ortiz como figuras emblemáticas. Esa impronta en Gola atraviesa por el conJUAN JOSÉ SAER cepto de la dedicación, del cultivo del poema no sólo escribiéndolo sino propiciando su aparición, a la que se refiere cuando nos dice de las costumbres de Juanele: “Esa reiteración cotidiana, esa repetición de momentos aptos para la escritura, coinciden con algo que pude observar a menudo. Juan L. vivió los últimos años de su vida en un estado de gracia —no lo puedo llamar de otra manera— casi permanente, de máxima concentración o de máxima distracción, como si atendiera sólo una voz interior que se manifestaba con una especie de ronroneo o murmullo constante. Un mecanismo en permanente oscilación entre la lucidez y el abandono, distraído pero atento, como digo, no alejándose nunca de aquel estado que fluía sin interrupción.”9 La impronta va más allá de una lección ética, de una forma de escribir 9

H. Gola, Op. cit., p. 25 105


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y de vivir, es también la conciencia de que el poeta se encuentra ligado a un espacio, que la respiración de un poeta es la respiración de un lugar. Yo llamaría a este concepto ecológico. Hay atisbos de esa conciencia en varios poetas y narradores románticos; intuir que en ciertos valles habla el café a través de sus poetas, o el vino, como en cierto relato de Erckmann-Chatrian. En Juanele habla el río. Y ese río precisa de versos muy dilatados, de versículos llenos de reverberaciones, de reiteraciones de sus sonidos, de utilizar palabras con acentos en vocales débiles, de la predilección por ciertas coordinantes y complementos que si bien distienden y confunden la sintaxis, propician la conversión de los sonidos en un continuo, en una riada. Gola, qué sabio, advirtió que ahí existía una lección, un modelo, pero que ese modelo era único, singular, exclusivo para ese mundo casi en duermevela, tan simbolista, tan tardío simbolista, de Juanele. Mundo de brumas, de brisas, de murmullos, de contornos imprecisos, del crepúsculo. Gola no toma el aura del sauce para sí sino el modelo de un árbol. El mundo de Gola, a pesar de los ecos y de la vitalidad que el pasado tiene en su memoria, es el mundo del hoy. Sus árboles, su naturaleza, su asombro, está asentado en el acontecimiento. Por ello su poesía última tiene mucho que ver con el registro del diario poético de los poetas viandantes que contribuyeron al nacimiento del haikú. Poesía de las estaciones y cada vez más, bordean106


LA ESPIRAL DEL SER

do el silencio, del momento mínimo. Gola busca aprehender el momento, la génesis de la sensación poética: caída de una hoja, nubes que se alejan, luz en los árboles. Cito a Jorge Monteleone: “Esa tensión siempre la vuelve creíble, de tal modo que al nombrar lo real como una epifanía dada en una hora cotidiana, el poema sostiene un aura soterrada: ‘Se oye un murmullo / a la distancia / el viento pasa // vuela una hoja / el sol se apaga / el agua cae // cierro los ojos / desde el silencio / oigo una rama’.”10 Curiosamente esta poesía de la atención secreta, al movimiento casi imperceptible, está también más cerca de Williams. Cómo no celebrar este poema que es la mejor traducción/interpretación de aquel célebre de las cerezas de Williams. a fuego lento cociné salmón rosado no sólo para mí su sabor resultó delicioso tal vez por eso precisamente precisamente (“A fuego lento”, p. 107)

Gola ha perseguido la idea de una suerte de idiolecto santafesino. Varias de sus observaciones en torno a la lengua de Ortiz apuntan a esta impresión. Conforme a Gola, a Ortiz no le interesaba la prosodia del castellano; de hecho no le agradaba la sonoridad de nuestra lengua. Buscaba, influido acaso por sus lecturas en francés y sus modelos chinos, una música cimentada en la variedad tímbrica. Y aquí puede influir también esa búsqueda de un metro distinto, un metro que recuperara la música no acentual sino cimentada en Jorge Monteleone, “El oficio de poeta”, en La Nación, suplemento Cultura, Buenos Aires, Argentina, 6 de marzo de 2005. En línea. 10

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la combinación de la duración silábica, que igualmente intentaron ciertos modernos como Ezra Pound o Allen Ginsberg. Escribe Gola sobre Ortiz: Lo sentía atiborrado de estridencias y de sonoridades puramente exteriores y convencionales. Su preocupación por la lengua era casi la opuesta: reducir la altisonancia, los acentos innecesarios, la música trivial. Hacer que el lenguaje sirviera para el registro de los matices, de los murmullos, de los silencios. (p.27) Una musicalidad muy distante de la que proviene de la prosodia tradicional, organizando su tonalidad mediante variaciones tímbricas y acentuales que atendían más a la respiración del poeta que escribe en el momento que escribe. (p.28)

Quien ha leído a Ortiz, especialmente en ese magistral poema “El Gualeguay”, sabe que esa intencionalidad, esa volición por ocluir la natural inclinación a los elementos percusivos de la métrica, se cumple hasta propiciar una concatenación discursiva que propicia un estado de ensoñación semejante a la de quien se adormece frente al río. Gola, a la manera de Ortiz, ha buscado recuperar ese idiolecto. Si el poeta es como su tierra, el lenguaje del poeta habrá de reproducir los giros y los ritmos de esa tierra. No importa que ese dialecto se haya escuchado muy tempranamente en la vida. Poeta de la memoria, poeta del vacío, de la oclusión que ocupa la memoria —para Gola la memoria es más un vacío que una especie de catálogo o de archivo al que recurrir, su función es tornar al poeta consciente del vacío—, Gola vuelve en los poemas de su edad última a los momentos y acontecimientos de su edad primera. Y en esa recuperación de ciertas imágenes se halla también el eco de los nudos de un fresno. Es la atmósfera del fresno. El aura de una tierra.

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Testimonio real JOSÉ ALBERTO GUERRERO Todo empezó a derrumbarse en mi cabeza un soleado domingo de verano. Everything started collapsing in my head one sunny Sunday in the summer. Desperté sudando del cuello y de la nuca. Woke up sweating in the neck and the nape. Shit. Mierda. Chingá. Fuck. Ni siquiera me había percatado de lo que estoy haciendo. Trataré de narrar mi extravagante caso en mi lengua materna. Si acaso llego a recurrir al inglés, pido al lector paciencia y mil disculpas, ya que es síntoma de mi grave enfermedad. So, I’m sorry. Mas tiene la ventaja de ser una clara evidencia de la veracidad de mi historia. Amanecí, como decía, empapado en sudor. Menos mal que Rebeca no se había quedado a dormir la noche anterior, she really hates la humedad de mi cuerpo. Es decir: detesta que transpire tanto. Estaba crudo y con ligera jaqueca. It was a hard night la noche anterior y no me sentía muy descansado que digamos. Saqué la última cerveza del refrigerador y puse a calentar el desayuno: un plato de pancita sebosa del día anterior. Yumi-yumi. (¿Ese qué idioma fue?) Prendí la tele para ver si todavía estaban las luchas de la Triple AAA pero ya habían terminado. After all, no era tan temprano como había pensado en un principio. Miré el reloj de la pared y marcaba ¡las tres de la tarde! Un nuevo récord, pues nunca había pasado de las doce del mediodía. Me serví el plato tibio. Haciendo la grasa hacia un lado con la cuchara, terminé la mitad. Luego, la cerveza me cayó de maravilla bebida en dos tra109


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gos. Por cable pasaban una película en francés, pero a mí esa lengua siempre me ha dado fuertes mareos, así que apagué la tele. Decidí salir por más cervezas o tal vez una botella. Al fin y al cabo, el lunes era feriado. La calle estaba vacía y no era para menos, pues el calor era abrasador. Había que estar loco para estar afuera. Loco o sediento. Además, mucha gente pasó fuera el fin de semana y la ciudad se quedó desierta. A mí, Rebeca me invitó a Cuernavaca con sus papás, pero no quise ir porque los viejos me odian y el sentimiento es mutuo. La mayoría de los negocios se hallaban cerrados y ya que tengo ciertos problemas con los dependientes de las tiendas cercanas que sí trabajaron, tuve que ir a la licorería, que estaba un poco más lejos, y a riesgo de que también se hallara cerrada. Al llegar y ver la enorme botella inflable de tequila a la entrada solté un suspiro de alivio. La toqué discretamente para asegurarme de que no se trataba de un espejismo y entré. Había encontrado un oasis. Me palpé las nalgas, saqué la cartera y le pedí su opinión: cerveza. Mucha cerveza. Mucha cerveza fría, acordamos. Me acerqué al mostrador. Hi, afternoon. It’s so hot out there, you know? Dije inconscientemente, sin darme cuenta todavía de lo que hacía. El dueño estaba sentado en una silla reclinable con la cabeza hacia atrás, inflaba el estómago como un globo cada vez que respiraba, tenía la camiseta sudada y sucia y se espantaba las moscas con su gorra de los Pumas. Al escuchar mis pasos se talló los ojos y se levantó diciendo algo en una lengua que fui incapaz de entender en ese momento: 110


TESTIMONIO REAL

Buenas. ¿Qué va a llevar hoy? Sorry? Contesté, y nos quedamos mirando confundidos el uno al otro, sonreí nervioso y dije Gonna take two six-pack of Modelos, extra cold, please. ¿Va a pedir algo o…? Dijo señalando la salida. Tal vez está drogado, pensé, y decidí irme más lento y ser más gráfico. Saqué un billete de a doscientos y repetí Give me twelve beers, if they aren’t cold it’s OK. I’ll put them in the freezer. Y apunté hacia mi objetivo. Oh, latas, ¿cuántas quiere y qué juego trae ora? ¿Quiere practicar su inglés conmigo? No, yo siempre fui cabeza dura para el estudio. Pero mi hermano el menor, ese sí salió listo… para el atraco, digo, porque se volvió banquero. Al ver mi cara de estupefacción, se calló unos segundos. Está bueno, le voy a seguir la jugarreta, ¿cuántas querer llevar, mister?, ¿guan, tu, tri? ¿Séniorr? ¿Ono, dous, tries? Pobre hombre, estaba tan excedido, que apenas si le entendí eso último. Me preguntaba la cantidad, supuse. Le mostré mi palma abierta contando los dedos, Five, ten, twelve… y ya no hubo contratiempos, tomó mi billete, se cobró, me entregó la mercancía con el cambio y salí corriendo. Me gusta el trago, no lo voy a negar, pero soy responsable de mis actos y de mis fechorías, cumplo en el trabajo, cumplo con el casero, cumplo con Rebeca, así que no me parece tanto una adicción sino un gusto muy arraigado. Mis colegas lo saben y muchos hasta lo comparten, específicamente Estela y Marco Antonio, él es hijo de uno de los jefes; ella, simplemente llegó por su cuenta. Se conocieron en la farmacéutica hace tres años, un mes después ya vivían juntos. Yo entré a la compañía un poco después, pero de inmediato hice clic con ellos. Era común llamarnos los fines de semana para salir a algún lado, aunque yo aceptaba sólo cuando convencía a Rebeca de ir conmigo, pues nos estábamos dando otra oportunidad mi ex-mujer y yo, por el bien de nuestro hijo. Aquel fin de semana, ya que Rebeca y el niño se habían ido a una fiesta familiar a Cuernavaca, me sentía libre, tanto como había olvidado que se podía ser. Así que cuando Marco Antonio me llamó el sábado para invitarme a no sé qué evento, I said immediately “Yes, of course, I’m in”. ¿Cómo 111


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iba a pensar que luego de esa borrachera se me borraría el casete? Sin sospechar mi inminente desgracia, me metí a bañar, me afeité y me arreglé. Iba en plan de coqueteo pero sólo eso. Dados los avances en mi relación con Rebe, no quería arriesgarme. Se trataba del cumpleaños de un primo de Estela. El festejo fue en un bar en La Condesa, no recuerdo el nombre. Alcohol, droga, rock. Todo circulaba a manos llenas. Yo pasé la mitad de la noche bailando gracias a una pasta de excelente calidad. Destapé la primera Modelo y le marqué a Rebeca para saber si ya venía de regreso, me contestó cortante y en un idioma que yo ya no entendía: Dime, Mario. Hi. Are you and the boy enjoying yourselves? ¿Perdón?, hubo un silencio largo hasta que me encargué de romperlo con mi nueva lengua. Are you coming already? I’m waiting for you. Miss you. Claro que no me entendió. Rebeca y yo nos conocimos en un curso de inglés que abandonamos juntos antes de aprender a decir Good morning. Su teoría era que amábamos tanto el castellano que cualquier otro idioma nos parecía simplemente hostil. Ella dijo en un tono que me pareció más hostil que cualquier lengua del planeta: No es un buen momento para jueguitos, tu hijo tuvo un accidente. Estuve tratando de localizarte toda la mañana pero supongo que estarías bastante… indispuesto. Como sea, me las tuve que arreglar sin ti, para variar. What’s the matter with you? Is that a kind of code? Don’t understand you. Sí, no te preocupes, el niño ya está bien, sólo se rompió un brazo. Tú puedes seguir con tus pendejadas pero olvídate de nosotros. Y colgó. Y volví a marcar, esta vez fuera de mis casillas, pues no soporto que nadie me deje hablando solo. Fucking bitch, I wanna talk to my son. Right now. Esa primera frase debió de entenderla a la perfección porque me respondió Fuck you, bastard, y, en seguida, colgó y apagó el teléfono. 112


TESTIMONIO REAL

What’s wrong with me. Algo pasaba conmigo. Podía sentirlo. Prendí la tele y fue cuando me di cuenta de que había olvidado por completo mi lengua materna. Ya ni siquiera pensaba en español. El reloj de la sala hacía palpitar mi cerebro. Mi corazón rugía y balbuceaba algo que yo era incapaz de asimilar. Desesperado, fui corriendo al baño a mirarme en el espejo. No. No me había vuelto rubio ni ojiverde, y, mejor todavía: no me había transformado en una repugnante cucaracha. Al menos no peor de la que ya era. Eso fue hace seis meses. Perdí mi trabajo, a Rebeca y a mi hijo. De inmediato compré por Internet decenas de cursitos en video para volver a aprender español (mexicano), pero era inútil, ninguno funcionaba. Mientras más me esmeraba en aprender, más parecían esmerarse los “Doctores de la lengua” en confundirme. Incluso podría haber jurado que yo nunca antes había pronunciado palabra alguna en esa lengua tan arcaica que raspaba la garganta. Estaba desesperado y destruido. Y había perdido las ganas de vivir. Fue entonces cuando descubrí ¡Espaniol, senior! En tan solo dos meses he tenido un avance asombroso. Como usted podrá notar, mi historia está narrada casi por completo en español. Además, al reverso de cada página se encuentra su versión en inglés, para que usted coteje con su diccionario bilingüe a la mano. Porque, aunque arcaica y rasposa, ésta es una lengua must have en estos días. Los doctores aun no han podido catalogar ni tratar mi caso, pero yo encontré por mi cuenta el mejor tratamiento: ¡Espaniol, senior! Lo recomiendo ampliamente.

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Carpe diem del caballo de espadas ERNESTO LUMBRERAS

Apostaría el elíxir de este presente (de verbos prontos a desmentirme) si el ánfora que contiene todos los ríos del mundo no tuviera una grieta (boca floja, pendenciera y sediciosa) que divulga a los cuatro vientos mis amores proscritos con la monja portuguesa. *

Por supuesto, me regocijo de tanta vileza queriendo asaltar (con lanzas de bambú y catapultas de carroña) las fronteras de este minuto cobarde donde me solazo a mis anchas con las meretrices del fin del mundo. Aunque el Arzobispo de Constantinopla excomulgue esta sed mía de morir y renacer en el deseo de un ojo de tigre, rechazo de por vida mis faenas sonámbulas de limpiar las migas de pan de la mesa de un dios borracho.

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*

Y si sobrevivo con un perdigón detrás de los ojos y no me compadezco de amar la penumbra y los desfiladeros, imaginando mi lengua sobre un ombligo lleno de sol. Y si soy hombre muerto (hablo de una muerte pobre, incrédula y virgen) después de enamorarme de mi tiro de gracia en el instante ideal (arengando a una multitud en un campo nudista, por ejemplo), cuando ya una mano enguantada ha echado al aire la moneda de un imperio aniquilado (me aseguran que por tormentas de nieve provenientes del Sur ) y dispuesto el sí o el no de mi manifiesto carnal.

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Nadie, nadie escapaba FRANCISCO GARCÍA GONZÁLEZ Bien informado andaba el ángel, Luis Troncoso era el jefe de la planta eléctrica del penal. Lorenzo Peña trabajaba en uno de los talleres de mecánica que se encontraba junto a esta instalación y conocía de vista a Troncoso. El plan era el siguiente: en su primera fase el gordo Peña trataría de acercársele y lo pondría al tanto de la existencia de Zaldívar. Si la pista del ángel era buena, el jefe de la planta querría conocerlo y propiciaría una entrevista en la que cada uno mostraría sus cartas. La segunda estaba en dependencia del encuentro y seguro quedaba de pare de la iniciativa de Troncoso. La prohibición casi absoluta que tenían los presos para relacionarse con el personal civil, además de las restricciones de movimiento hacían sumamente difícil la ejecución de todo el plan. Pero la moraleja de relacionarse con los ángeles era la siguiente: si un ángel repara en ti es porque estás bien recomendado. La oportunidad de que Lorenzo Peña hablara con Troncoso vino de la mano del mismo jefe de la planta. Troncoso necesitaba de un mecánico para dar mantenimiento a uno de los motores de generación de corriente y el suyo estaba enfermo. El responsable del taller transfirió al Gordo por dos días y, sin esperarlo siquiera, Troncoso y Lorenzo Peña se encontraron uno frente al otro. Los guardias seguían, aburridos, el diálogo entre los dos hombres. El jefe de la planta hablaba de ejes, pasadores, cigüeñales, pistones y películas de grasa, pero sus ojos brillaban ajenos a su charla como la imagen misma de la confianza absoluta. En una de las preguntas que el Gordo le hace, el recluso introduce una referencia a Dios. La mirada de Troncoso fulgura… los guar116


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dias no se dan cuenta. Continúa la explicación y la religión se desliza entre piezas de repuesto y demás accesorios. El Gordo cita a hurtadillas un pequeño fragmento de los evangelios (Lucas ii, 3, 15) y el jefe no puede reprimirse y le pregunta al Gordo a qué iglesia pertenece. —Pertenezco a la Iglesia del Hombre en Cristo —dijo el Gordo con voz de conspirador y esgrimiendo un filtro de combustible. —Entonces, usted conoce al pastor Zaldívar —preguntó el de la planta sin apenas reprimirse la emoción y observando de cerca el filtro. Le dio varias vueltas al artilugio que se notaba atascado de muerte y luego dijo con cara de entendido: —Sabíamos que a Nueva Gerona no iba a venir por eso estuve detrás de Zaldívar una semana por todo el país y, cada vez que llegaba a un pueblo, el pastor ya había pasado. Me llevaba un día de ventaja… Troncoso soltó el filtro y echó mano a una minúscula e inservible bujía. —Oí decir que levantaba inválidos y devolvía los ojos… —Así mismo —afirmó el Gordo tomando la bujía entre sus manos. Una mierda de bujía. —Después me enteré de que la Seguridad del Estado le había echado el guante y regresé a isla de Pinos —susurró Troncoso desenroscando la tapa del tanque del combustible. Por suerte el motor Ford todavía funcionaba. 117


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—Estos motores rusos son una mierda —se quejó el Gordo. —Sí, señor. Motores los que entraban antes. Ahí sí había motor para rato —secundó Troncoso. —¿Qué sucede con los motores soviéticos, compañeros? —terció el guardia que más cerca estaba. —Qué clase de rendimiento —se defendió el Gordo—. Y casi no consumen combustible. —Ah, bueno, yo pensaba —dijo el guardia y fue a pararse al lado del otro, sin dejar de vigilar al mecánico y al jefe de la planta. Troncoso terminó de explicarle al Gordo en qué consistían las fallas. —Usted no lo sabe… pero… —dijo el Gordo y dejó la frase en suspenso. Troncoso anotó algo en una tarjeta y después encaró al mecánico. No hacía falta que preguntara nada, se moría por saber qué iba a decir el Gordo. —Zaldívar está preso aquí —dijo y le echó una ojeada de cerca a una bomba de combustible. ¿Cómo aquella basura de motor podía trabajar? Era como si cada pieza estuviera construida para ejecutar lo contrario de su función original. Los ojos de Troncoso fueron una llamada de alegría. No hacía falta que hablaran pero el jefe de la planta y su mecánico ocasional ardían en deseos de echarse al suelo y pasarse la mañana en oración. Luis Troncoso pertenecía desde antes de la Revolución a la Iglesia Pentecostal de Occidente. Luego de las tribulaciones del Gobierno con los religiosos, no visitaba los cultos ni las casas de oración. Sus trances místicos, en los que solía hablar durante horas y horas en lengua (es decir, que de venir un ángel hubieran podido conversar largo y tendido de esto y aquello, en caso de que el aparecido tuviera dificultades con el castellano, porque de todo hay en la viña del Señor), aún eran recordados entre los fieles. En cuanto a su oficio de electricista, lo desempeñaba desde poco después que Batista inaugurara la planta eléctrica del reclusorio. Cuando el cambio de gobierno, las autoridades revolucionarias no encontraron en él nada condenable y fue llamado de nuevo, esta vez para hacerse cargo de la planta. A Troncoso le gustaba su trabajo y aceptó, además confiaba en que aquel desbarajuste durara poco, tanto como los americanos lo permitieran. Ahora ni se acaba118


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ba el desbarajuste ni llegaban los americanos. Y no es que Troncoso fuera un contrarrevolucionario de armas tomar ni mucho menos, era sencillamente una cuestión de calidad de motores que generaban la energía eléctrica. Por lo demás, alguien tenía que estar en las cárceles, y a Dios lo que es suyo. Después de intercambiar varios mensajes, fue fijado el día de la entrevista. Dado que reclusos y trabajadores civiles no podían intercambiar experiencias así como así, debía aprovecharse el único momento en que ambos bandos se mezclaban: las actividades culturales y los encuentros deportivos. Actividad cultural no había ninguna por esa fecha, pero dentro de una semana se celebraría, entre presos y trabajadores, un partido de beisbol en saludo al séptimo aniversario del Plan de Reeducación. Las inscripciones estaban abiertas para integrar los dos equipos rivales. Troncoso y Zaldívar se anotaron en ambas listas. En cuanto a los pormenores de la entrevista, el terreno diría la última palabra. Por fin llegó el ansiado día. De un lado del campo, por la parte de tercera, se encontraban los guardias y los trabajadores civiles que hacían de hinchas del equipo Leones del Mantenimiento. Y por la línea de primera, la hinchada reclusa que aupaba a los Cachorros del Plan. Nada de contactos que no fueran los de los deportistas durante el juego. El pequeño estadio resplandecía adornadote de banderas y de carteles que daban vivas al Plan de Reeducación. En medio de las dos fanaticadas, en una especie de tierra de nadie, se encontraba alineada la retreta que, bajo la batuta del maestro Walditrudis, hacía su estreno mundial. ¿Programa? “El himno patrio”; “Presentación”; “El manicero”; Mambos, del tres al cinco; “La marcha del 26 de Julio”, compuesta decían en el mismo Presidio Modelo y “Llévame al matadero”, un montuno dodecafónico de la inspiración del propio Walditrudis. La retreta tocó su tema de presentación. Un poco desafinada la percusión pero, para ser presos y aficionados, no estaba tan mal. Y en medio del tema entraron los dos equipos y formaron uno frente a otro. De gris los Cachorros y de rojo y verde oliva los Leones. Zaldívar y 119


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Troncoso se buscaron con los ojos. El pastor dio la espalda y dejó ver su número siete. Troncoso lo imitó y Zaldívar vio el dos en la parte trasera de la camiseta. Los árbitros discutieron las reglas con los entrenadores de cada equipo y los atletas fueron a sus respectivos dog outs. Sobre el terreno quedaron los regulares de los Leones, novena home club. Troncoso jamás había jugado beisbol, pero eso no evitó que lo colocaran en primera base. Al pajarado junto a la almohadilla, Zaldívar supo que la entrevista tenía que ser allí mismo. El problema estaba en llegar a primera, daba lo mismo que con un hit que con una base por bola que con un pelotazo. Hacía más de doce años que el pastor no jugaba pelota. Zaldívar y Troncoso eran una vergüenza para el deporte nacional. A Zaldívar lo habían honrado con patrullar el jardín derecho y un honroso séptimo turno al bat. El lanzador de Leones terminó el calentamiento y se escucharon las notas del Himno Nacional. La percusión se había compuesto; ahora eran las trompetas y el ritmo los que hacían aguas. Los peloteros tenían las gorras a la altura del pecho, pero era la peor versión que habían escuchado del Himno. Por increíble que pareciera, Zaldívar logró embasarse en la segunda entrada. Soltó un metrallazo por el short stop y al inicialista, como era de esperar, se le cayó la pelota. Quieto, decretó el árbitro. Zaldívar quedó varado en primera. Troncoso temblaba de emoción. Los cinco minutos que estuvo el pastor en aquella posición bastaron para que el jefe de la planta se convirtiera en el más fiel seguidor que jamás hubiera tenido. El juego iba dos por cero a favor de los Cachorros. Zaldívar no pasó de la inicial. Troncoso fue retirado en dos ocasiones por la vía de los strikes. Zaldí120


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var, en su segunda vez al bat, volvió a llegar donde Troncoso por intermedio de un pelotazo en medio de la espalda. Troncoso tenía un pie en la almohadilla y lloraba disimuladamente. Eso debía doler. Y de nuevo fue el verbo. A Zaldívar le dio tiempo de cantar un himno y a Troncoso aprendérselo. El pastor tampoco pisó el home. Entre inning e inning, la retreta tocaba algo de su repertorio. La entusiasta hinchada de los Cachorros festejaba la victoria gritando desde las improvisadas gradas. Troncoso fue ponchado de nuevo y los parciales pidieron a gritos que los sustituyesen. Zaldívar se las arregló para ganar la primera base cuando el juego ya estaba de un solo lado. Del lado de los Cachorros. No obstante ser totalmente innecesario, el pastor se deslizó sobre la base. Los cuerpos se enredaron en el polvo y el árbitro aplicó la máxima de que, pisando y pisando, ventaja para el corredor. Zaldívar no esperó más y emplazó a Troncoso. Sólo él podía ayudarlo a salir del penal. Para su sorpresa, el jefe de la planta le dijo que ya había pensado en eso. Esta parte del plan era tan sencilla o más que la primera. En el taller de Lorenzo Peña estaría la máquina del médico del reclusorio, un Chevy 52 que cada veinte días el galeno entregaba religiosamente para que le revisaran el motor y los frenos. Si podía llegar hasta allí antes de mediodía, no habría problemas para que él y el Gordo salieran en ella por la puerta principal con ayuda de la propia posta. Era un ritual mecánico que ejecutaban a diario… Una larga conexión del octavo bat hizo que Zaldívar llegara a tercera. El plan quedó trunco y el tercer out lo cedió el propio Zaldívar tratando de regresar a primera. Finalmente Troncoso logró conectar de hit, mejor dicho Zaldívar hizo lo imposible porque la pelota picara delante de sus narices y lo consiguió impecablemente. La jugada valió otras dos anotaciones. El partido se puso nueve carreras por una. La hinchada festejó el hit de Troncoso. Fue en el último inning que Troncoso terminó de exponer su plan. Zaldívar, víctima de otro bolazo, éste lanzado a ochenta millas, arribó a la almohadilla. Una vez fuera, llegarían hasta un punto de la carretera de Santa Fe. Allí abandonarían el Chevy 52 del doctor cuando vieran una camioneta 121


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Ford cargada de estiércol y, sepultados entre la carga, llegarían a El Júcaro. El chofer se encargaría de presentarlos a la señora Eva Preston. Ella se ocuparía del resto. ¿Y los guardias? Si daba tiempo, en una hora estarían escondidos en El Júcaro. La máquina del médico y la camioneta: ahí sí había motores. Al otro día él le mandaría un mapa con el recorrido hasta donde estaría la camioneta en un punto de la carretera de Santa Fe. Sería un mapa tan sencillo como el de La isla del tesoro, bromeó Troncoso. Esta vez Zaldívar no avanzó de primera y el juego terminó diez anotaciones por una, con victoria para Cachorros del Plan sobre el Leones del Mantenimiento. Había sido un lindo espectáculo y la fecha de un nuevo compromiso quedó fijada para dentro de quince días. La retreta despidió el cotejo con “La marcha del 26 de Julio”, que, contaban, fue escrita y compuesta en el mismo Presidio Modelo. Desde las circulares los presos “plantados”, como se les llamaba a los que no se acogían al Plan de Reeducación, no dejaban de abuchear y gritar consignas contrarrevolucionarias. La parte difícil del plan se solucionó de forma muy sencilla. Zaldívar y Waldy debían llegar a los talleres a la misma hora. El pastor lo haría llevando una pieza de una de las máquinas y el músico una de las tubas que no afinaba bien por lo abollada que había quedado después de un accidente. Zaldívar se paró en la puerta de la tintorería y miró por última vez a Eloy. El otrora héroe fumaba un cigarrillo sentado en el lavadero. Al pastor le pareció que le tenía un cariño especial… ojalá y volvieran a encontrarse en mejor situación. Mientras esperaban a uno de los mecánicos, vieron al Gordo pasando un paño por la parte delantera de la máquina del doctor. Los guardias estaban retirados dentro del taller. Y así como si nada, el Gordo se montó en el Chevy y los otros lo imitaron. Nadie parecía darse cuenta. El Gordo encendió el motor y el ruido y hubo la misma reacción. El Gordo, con toda la sangre fría que le insuflaba la presencia de Zaldívar, apretó el acelerador y se alejaron de los talleres. Desde su oficina Troncoso seguía al Chevy que desa122


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parecía por detrás de las circulares. Zaldívar oraba sentado en el asiento trasero y Waldy, a su lado, tembloroso, aún llevaba la tuba. Pasaron por debajo de una de las garitas y el custodio saludó a distancia. El doctor lo había curado hacía poco de una gonorrea de garabatillo. El Gordo, con toda la sangre fría del mundo, sacó la mano y respondió el saludo. El Chevy se aproximaba a la puerta principal. El Gordo, asido al timón, sudaba copiosamente: sal-dre-mos-sal-dre-mos-sal-dre-mos-sal… Si no sincronizaba el movimiento, tendría que parar junto a lo guardias. Los labios de Zaldívar: firmes y adelante, huestes de la fe, sin temor alguno, que Jesús nos ve… La preocupación de Waldy: lo más ridículo que he hecho en mi vida es tratar de escapar de una cárcel llevándome una tuba abollada… La posta encima de ellos… Y sería cierto eso de que Jesús los veía, tal vez, pero lo que eran los guardias, nada. Un cabo que se encontraba leyendo un periódico manipuló los botones de la puerta para dejar salir a quien, según sus ojos y costumbre, era el médico del penal. Y el Chevy 52, sin detener la marcha, salió limpiamente, veloz y seguro, bajo las manos del Gordo rumbo a carretera de Santa Fe. Lorenzo Peña retuvo en sus pupilas la imagen del cabo armado de una relumbrante kalashnikov. Zaldívar y Waldy se incorporaron en el asiento trasero. El pastor sacó el mapa. Tenía razón Troncoso, el mapa era tan sencillo y exacto como el que poseía Jonh Silver, el pirata de la pata de palo. Entre los dos, ridícula y abollada, estaba la tuba de la retreta. Así de fácil, menos complicado que en el cine, buenos dramaturgos los ángeles cuando decidían inmiscuirse en los asuntos de abajo. 123


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Tres minutos después de que los prófugos montaran en la camioneta Ford y se sepultaran en el estiércol, llegaba el médico al taller en busca de su auto, modelo Chevy del 52, motor en V, ocho pistones, etcétera. Las sirenas retumbaron: ¡FUUUGA! Se había producido una fuga y las autoridades estaban seguras de que sería como tantas veces, cuando algún recalcitrante lograba evadirse. Hombres y mujeres informarían de su paso y el cerco se iría cerrando lentamente. Al final, el o los evadidos tendrían frente a sí el mar inaccesible, las olas rompiendo a sus pies sobre las negras arenas y los milicianos detrás… Nunca escapaban. La camioneta entró en el pequeño poblado marino de El Júcaro y se estacionó frente a un bungalow. Era una de esas casas de madera frescas y espaciosas típicas de algún lugar de los Estados Unidos que sus ciudadanos habían construido cuando se asentaron en los campos de Isla de Pinos. El chofer se bajó y subió los escalones de madera y tocó el timbre. Zaldívar observaba debajo del estiércol. El hombre estrujaba su gorra de beisbol y se alisaba el cabello; por sus gestos se adivinaba que esperaba a alguien de respeto. Se escucharon unos ladridos dentro de la casa y la puerta se abrió. Una hermosa pelirroja conversaba con el chofer y hacían señas a la camioneta. Luego la mujer se dirigió hacia un portón que había junto al bungalow y el chofer de nuevo subió a la camioneta. A esa hora las autoridades del penal recorrían sus alrededores seguidos de una veintena de milicianos y una inquieta jauría. La camioneta traspasó el portón y los tres hombres bajaron cubiertos de estiércol y Waldy, apenado, se deshizo de una buena cantidad de deshechos acumulada dentro de su instrumento. Y así, con esa facha, fueron presentados a la señora Eva Preston, pelirroja, hermosa entre las bellas. La Preston rió, seguro que de la mierda, y dijo que los ayudaba porque era cristiana y odiaba la libreta de abastecimiento y porque su amigo Luis Troncoso no hacía otra cosa que hablarle del señor pastor cada vez que la visitaba. Estaba encantada de recibir en su casa al pastor Eliaquim Zaldívar. Por su parte, Zaldívar elogió su nobleza y valentía al acogerlos y la belleza de su nombre, el nombre primigenio. Y religión aparte, los evadidos, 124


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que eran hombres sin mujer, sintieron por debajo de la porquería algo más que el rubor instintivo propio de la ocasión. Y, como mansos corderos, siguieron a la americana dentro de la casa. En una hora los convictos eran otras personas y estaban sentados a la mesa de Eva Preston y, antes de disfrutar de un almuerzo como Dios mandaba, Zaldívar, inspirado, improvisó un pequeño sermón que fue recibido como una bendición caída del cielo. Cuando el pastor terminó, la hermosa Preston lo besó en la frente. Y todos dieron gracias a Dios por proveerlos de los alimentos terrestres. Eran las tres de la tarde y los perseguidores habían dado con el Chevy del médico y los perros daban vueltas y vueltas en el mismo lugar al parecer extraviados o mareados con el fuerte olor a mierda de vaca que aún quedaba esparcido en el ambiente. Esa noche pasó una patrulla por el poblado, compuesta de cinco milicianos y dos perros escuálidos. Iban en un Willis del ejército y llevaban cara de pocos amigos: a ningún miliciano le gustaba andar por ahí detrás de nadie a esa hora acompañado de dos perros inútiles y hambrientos. Zaldívar y sus seguidores estaban a buen recaudo en un cómodo sótano construido por el esposo de la Preston cuando la guerra de Corea. La mujer había dispuesto cada detalle con eficacia y cuidado anglosajones. A petición de la anfitriona, Zaldívar sermoneó durante un rato acerca de la virtud que une a pueblos de razas diferentes cuando se reconocen en el amor a Jesús. La Preston lloró esta vez… para cerrar la pequeña velada, el Gordo cantó un conmovedor himno de la inspiración de Walditrudis titulado “Venga tu reino, Señor; la fiesta del mundo recrea y nuestra espera y dolor transforma en plena alegría. Aie, eia, ae, ae, ae, la chambelona.” Como el título era un poco largo, Zaldívar lo había rebautizado como “Dios el gozador”. El Gordo cantaba desafinado que partía el alma, pero le ponía tanto al himno que apenas dejaba escuchar el sonido grave y abollado de la tuba. Después de los cantos y las oraciones estuvieron conversando hasta tarde. El Gordo y Waldy cabeceaban abatidos por el sueño y la americana pidió al pastor que subiera con ella porque quería mostrarle algo. Y ese algo estaba en la habitación de Eva Preston. 125


FRANCISCO GARCÍA GONZÁLEZ

La mujer entró en su cuarto y Zaldívar quedó parado en la puerta. La habitación se abría ante él antojándosele un espacio diabólico, no importaba que fuera el lugar de la amorosa Preston. Suspiró tan fuerte que la mujer dio la vuelta y le preguntó qué hacía parado en la puerta. Zaldívar pidió permiso y entró. La Preston le pidió que se sentara junto a ella. El pastor apenas podía controlar su respiración y evitar mirar de soslayo el hermoso cuerpo de su anfitriona. Era imposible que no advirtiera su turbación. Recorrió con su vista la habitación y reparó en un retrato masculino que había encima de la cómoda. Nunca antes Zaldívar había visto a nadie tan parecido a Errol Flynn. —¿Es tu esposo? —le preguntó, y su voz sonó nerviosa y quebrada. —No, es Errol Flynn —respondió la Preston, muy dueña de la situación—; es mi actor favorito. Estuvo en Nueva Gerona en 55. Zaldívar resopló a modo de disculpa y la mujer abrió un cofre que tenía sobre los muslos y sacó un libro que debía tener como trescientos años. Era una Santa Biblia, propiedad de la familia Preston, que había sido llevada a los Estados Unidos por un padre peregrino en el siglo XVII. La mujer puso el libro en manos del pastor. Zaldívar abrió el libro pero estaba tan nervioso que apenas se dio cuenta de que era el mismo texto sagrado que él conocía, pero en inglés. 126


NADIE, NADIE, ESCAPABA

—¿Te gusta? —le preguntó, y su cuerpo se acercó peligrosamente al de Zaldívar. ¿Desde cuándo no experimentaba algo tan encantador? Entre los dos abrieron el libro y las manos se rozaron. Hermosas e irrepetibles las manos de la pelirroja. Las páginas pasaban y el pastor no distinguía nada. La Preston puso el índice encima de una enrevesada capitular y Zaldívar admiró su belleza, la del dedo exquisito, en contraste con el papel envejecido, y de pronto le entró la terrible duda de si estaba de nuevo a prueba. Los mortales ni siquiera imaginan cómo operan los ángeles. Las manos seguían conspirando entre los pasajes del Antiguo Testamento. Un miedo cerval se apoderó de Zaldívar: sufría una erección, una soberana y tremebunda erección provocada por aquella mujer. Eva tenía que ser. Pero la luz se abrió paso en las tinieblas: era una prueba, no tenía dudas, y él no caería en el error del incauto Adán. Zaldívar repasó para sí, de memoria, el pasaje de la estancia de Jesús en el desierto luchando a brazo partido contra las tentaciones del Maligno. ¿Cuarenta días de solapada maldad qué significaban comparados a estar junto a una mujer que, en definitiva, era parte de un plan que lo trascendía? El resultado no se hizo esperar: la erección se evaporó dentro de la portañuela. Y otra vez dueño de sí retiró el libro de las manos de Eva Preston. Zaldívar leyó el fragmento en que había pensado y luego tradujo. El corazón de Eva latía disparado. El pastor bajó el texto y la mujer se tendió sobre la cama. Dejó el libro dentro del cofre y la tomó de las manos haciendo que se pusiera de pie. Los ojos de Eva expresaban todo su amor y ansiedad largamente reprimidos. Zaldívar la condujo fuera de la habitación. Evita los lugares donde coletea el demonio y de buena te librarás. Ahora estaban sentados en el comedor. Eva hablaba de la soledad de viuda en que se consumía. Su esposo había desaparecido durante un huracán. Dos días después del meteoro apareció encima de una palma. Nadie sabía cómo logró llegar a semejante altura. Lo habían descubierto las auras y, cuando lo bajaron, mister Preston estaba irreconocible. Sus restos descansaban en el cementerio norteamericano de Columbia. Zaldívar pensó, compungido, que ésta era la función que Dios había otorgado a esos animalitos: limpiar los campos 127


FRANCISCO GARCÍA GONZÁLEZ

de desperdicios. ¿Qué era un americano muerto encima de una palma real? Zaldívar no sabía qué responder a los mundanos sentimientos de Eva. En todo caso no con palabras de predicador. —Si te quedaras nunca te encontrarían… —Sabes que no puedo quedarme, ellos darían conmigo tarde o temprano. —Tendríamos una linda familia, puedo darte hijos, todavía soy joven. —Mañana debo estar en el mar. —Me voy contigo si me lo pides, tú y yo en otro país… —¿Conoces el significado de la Anunciación? ¿Qué puedes hacer si estás predestinado y eres parte de un plan supremo? —Sabía qué clase de hombre había debajo del estiércol. —No está bien que te enamores de mí. —Eres un hombre maravilloso, mueve un dedo y me tendrás para siempre. —Tú también eres muy bella… Eso me hace sentir halagado… aunque no mueva nada… —Isabel —dijo Eva—, se llama Isabel… —¿Quién es Isabel? —Isabel es el bote. Isabel te alejará de mí. Los espera en el muelle. —Estoy… seguro —dijo Zaldívar, que no sabía qué decir—. Pronto conocerás a alguien que te hará muy feliz… Eres tan… tan… linda… Antes de bajar de nuevo al sótano, Eva le pidió que se quedara con la Biblia que una vez había navegado con los padres peregrinos. Zaldívar acarició el libro y le explicó que el salitre podría arruinarlo, además no se sentía señalado para privarla de semejante reliquia. La Preston no entendía de excusas. La madrugada era un enjambre de milicianos. Nadie, nadie, escapaba. Al día siguiente los ex-convictos no se movieron del sótano. Un helicóptero sobrevoló la zona y varias patrullas habían vuelto a pasar por el caserío. En alta mar unas lanchas rápidas surcaban el horizonte a eso del mediodía. Zaldívar se ocupó de escribir una larga carta de despedida llena de aliento a 128


NADIE, NADIE, ESCAPABA

Luis Troncoso, en la que mencionaba que uno nunca debe dejarse llevar por las apariencias, pues a pesar de tener un apellido bastante inapropiado había echado el resto por ellos. Al tercer día las patrullas dejaron de pasar. Al quinto las lanchas desaparecieron del horizonte. Por las noches, Eva y el pastor eran protagonistas de largas y profundas charlas. Luego rezaban y la viuda cantaba algo de Nat King Cole. A Zaldívar le parecía mentira que alguien tuviera tanta memoria. Nadie, nadie, escapaba. Eva ofició una sencilla ceremonia, algo pagana, para desearles una exitosa travesía, que consistió en la quema de varias libretas de abastecimiento. El papel crepitaba y la viuda dijo que el comunismo era una estafa y que ardería asimismo, estaba escrito. Por fin se echarían a la mar en medio de la noche apacible y estrellada. La viuda no quiso ir al muelle. “Mañana quizás ames a otro”, se despidió Zaldívar, aunque sospechaba que no eran buenas palabras. En veinticuatro horas la Preston conocería en las calles de Nueva Gerona a un ¿hombre? singular si los había. El timón y el motor de la embarcación eran responsabilidad del Gordo, convertido en patrón y capitán. Waldy cargaba con la tuba abollada. El pastor Eliaquim Zaldívar llevaba apretado contra su regazo la Santa Biblia de los padres peregrinos. Faltaba poco para que los pescadores salieran a alta mar. La noche se tragó a los improvisados marinos que hicieron proa en la “Isabel” surcando rumbo al sur la inmensa planicie salada.

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Siete poemas VÍCTOR ORTIZ PARTIDA

EL PUERTO SERIO

Los colores se apagaron en el puerto. Antiguas casas yacen en la línea costera. Mis hermanos se prostituyen para tener dinero extra en las fiestas del santo. Siguen las enseñanzas de un libro sagrado. Ella suaviza con sus canciones la furia de los extranjeros en el bar. Él navega en el yate del patrón y obtiene el pescado para alimentarme. Juntos, mi hermana y mi hermano, se pasean por el malecón en un convertible modelo 1952. Quieren preservar mi pureza y me ocultan sus verdaderos negocios. Mientras mi santidad se alarga, me contemplo de cuerpo entero en el espejo que la interiorista trajo ayer a nuestro departamento —un escenario de mármol negro, de líneas puras, ideal para la hecatombe que se vislumbra.

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RECHAZO EL AMOR

Rechazo el amor. La tierra se abre o se cierra para el agua. Yo soy una zanja por la que fluye el líquido amoroso. Luis XIV construyó un canal estrecho, navegable, en el sur de la nación. Engalanado como él se fue el amor de Elena hacia el mar.

VI UN PUNTO ROJO Y ERA EL INFIERNO

En los vestuarios, vi un punto rojo, luminoso, titilante, comenzó a moverse y lo seguí fascinado. Rápido se fue hacia las regaderas, se perdió en el vapor por un momento y luego apareció en la nalga de Nathan. Malicioso, continuó su viaje hacia los cuerpos macizos de mis otros compañeros de equipo. Se confundió con la tetilla de Rob, se untó en el abdomen de Mark, se deslizó por la pierna de Kevin, se enredó en la pelambre de Danny, hasta que se detuvo en el sexo de John. Todos hombres casados.

SALAMANDRA

Me alertan los fantasmas y los monstruos en el sueño. La salamandra estorba en la cocina. 131


Irisada, enorme, se convierte en esa banca del pasado en la que nos sentamos a disfrutar el incendio del gran puerto: una idea ferviente se iluminó en el horizonte y pronto lo rodeó y ahora lo somete. Surge una pirámide de ceniza al amanecer. Se derrumba al primer movimiento de tus ojos. No parpadees, se podría desvanecer el siglo nuevo.

EL CIELO SU PALADAR

En el estacionamiento del supermercado hay un hombre con monedas. Son discos de oro, pesados, como sueño de viernes. Mi vendedor (el mismo que liquidó a Dios) se sienta en el love-seat diseñado para seducir. Brilla el metal. Tiene la sonrisa dorada y permanece en su boca aunque la gracia terminó. Las mujeres se arremolinan al comienzo de la subasta, me tocan: soy el fruto del verano, la delicia de una tarde a orillas del río. Pienso en Ana y en las injusticias de este negocio: si ella tuviera dinero, yo sería la frescura sobre su lengua que no sabía mentir.

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EN CASA DE LAS NIÑAS DUPUIS

La cantante me pregunta si mi enseña es la amabilidad. Tengo en mis brazos su abrigo y no sé qué responderle. Ella pondera la agresión en el hombre. “Deja la suavidad”, murmura, áspera. En elevador vamos a la hacienda de las hermanitas Dupuis. La casa entre riscos, en la costa, junto al pueblo. A este cielo de adobe y buen gusto no llega la ola verde. El mar se escucha lejos, pero distrae. Desapareció la cantante, y la buscan. Yo, que sufro de vértigo, no puedo acompañar al grupo explorador en las alturas. Las niñas Dupuis me sirven té para los nervios. Esperamos.

LA PRINCESA ESTÁ TRISTE EN LA ZONA VIP

La princesa está triste en la zona vip. En la alborada del lenguaje, todavía no controla el momento sílaba. Le gustaría decir sí ante el champán, pero sólo articula un gu y luego un ga. La copa zumba entre seres de la prehistoria. Se aleja de ella hacia un horizonte retórico: el agua del porvenir. La princesa está triste en la zona vip y no tiene alcohol para consolarse. 133


Las armas JAVIER CARAVANTES

para Antonio

El cuerpo del indigente tirado. La enorme piedra aplastando su cabeza. El rostro de mis amigos al darse cuenta de lo lejos que habíamos llegado. Seguía recordando. Mi padre, acelerando y señalándome un microbús, me dijo: —Esa ruta vas a tomar mañana para llegar a tu nueva escuela. La voy a seguir. Fíjate en el recorrido. El colegio se llamaba Emile Durkheim. Era una escuela particular de pocos alumnos. Eso me había dicho mi papá al elegir en dónde inscribirme para el tercer año de preparatoria. También había decidido que me fuera a vivir con él a su departamento en Puebla. Yo estaba agradecido. No podía continuar viviendo con mi madre en Atlixco. Quería escapar. En mi cabeza no dejaba de ver a aquel señor, tirado, suplicando. Todavía sentía el peso del tubo en las manos. El ruido de los huesos al romperse. La piedra. Necesitaba alejarme de ahí antes de que alguien se enterara de lo que habíamos hecho, tenía miedo. Mi padre me lo propuso, acepté sin dudar. Él claramente me advirtió que si no mejoraba mi conducta y mis calificaciones me regresaría a Atlixco. Yo prometí cambiar. Mi madre recibió la noticia y durante tres semanas escuché chantajes. Ahí iba el hijo mayor a vivir a la casa de su padre, a ver si él lo corregía. —En la esquina voy a dar vuelta a la derecha, aquí te bajas mañana del camión, sólo son tres cuadras hasta la escuela —continuó con las indicaciones. La prepa era una casa pequeña, distinguida sólo con el nombre de la 134


LAS ARMAS

escuela sobre una lona blanca. Bajé y mi padre aceleró rápido, apenas con un adiós que alcancé a leer de sus labios en el retrovisor. En las oficinas una secretaria me atendió, dijo: —Bienvenido. Ése es tu salón —y señaló detrás de mí. Era un cuarto pequeño con una mesa cuadrada, seis sillas y un pizarrón. Fui el primero en llegar. En quince minutos entraron dos chavos, uno de mi edad, del que pensé podría ser amigo; el otro era un rubio alto de cabello largo, tipo vocalista de banda de rock. Entró el director. Con voz muy grave explicó que la preparatoria mantenía un sistema didáctico diferente. Aceptaban a pocos alumnos; de esta manera lograban clases personalizadas. Se realizaban exámenes cada quince días y de inmediato las calificaciones eran enviadas por internet a nuestros tutores. Tocaron a la puerta. Eran tres tipos. El director les repitió el mismo discurso. Nos informó que en unos minutos llegaría la maestra y se fue dejando un silencio incómodo. En las clases tenías que poner atención, los maestros estaban demasiado cerca y al pendiente. Me gustó su amabilidad: “¿Se entiende? ¿Alguna duda? ¿Está claro?” Mis compañeros no se hablaban entre ellos; sólo los tres que llegaron juntos intercambiaban unos papelitos y se reían de manera burlona. Casi ni los miré. De regreso, caminé el mismo trayecto hasta el bulevard. Abordé el camión, iba lleno y con música horrible a todo volumen, pero daba igual. Yo no dejaba de mirar mi sonrisa en el reflejo de las sucias ventanas. No estaba dispuesto a desaprovechar la última oportunidad. Sólo tenía que sa135


JAVIER CARAVANTES

car más de ocho y tener aceptable conducta, ni siquiera era tanto. Estaba seguro de que en Atlixco, junto a mis amigos, había dejado lo malo. En la comida, mi padre me interrogó sobre la escuela. Se puso feliz. Le dije que me había gustado. Entré a la nueva recámara. Saqué algunas libretas de la mochila. En cuarenta minutos terminé la tarea. Esperaba ansioso las clases, los trabajos y los exámenes: las buenas calificaciones. Por fin olvidarme de lo que había hecho. Cambiar. Demostrar que podía ser una buena persona. Al otro día, en el receso, me animé a salir. Raúl, el tipo parecido a mí y Claudio, el de cabello largo, estaban sentados en la banqueta. Al verlos me acerqué. Me invitaron a que camináramos hasta una tienda que estaba en la otra esquina. Hablaron de los otros tres tipos que eran nuestros compañeros: se llamaban Cristian, Héctor y Luis. Me contaron que los papelitos que se pasaban y demás palabras que se decían casi al oído eran comentarios despectivos hacia nosotros. Se notaban preocupados, casi con miedo. Hablamos de las ventajas de la preparatoria en comparación con las anteriores de las cuales veníamos. Éramos parecidos. Ellos también habían reprobado y ahora estaban entusiasmados con esta escuela. Caminamos al lado de la que yo creía que era una bodega. Conforme avanzamos, descubrí que era una enorme escuela, rodeada de muchos coches estacionados. Raúl y Claudio me dijeron que nuestros compañeros y muchos alumnos de la escuela eran tipos que habían sido expulsados de ese colegio, el más caro de la ciudad. Llegamos a la tienda; estaban ellos. Los tres, al vernos, comenzaron a reírse e intercambiar palabras que yo no escuchaba. Al observarlos en esa actitud, también me dio miedo que la escuela se complicara. En la clase de lengua extranjera, Raúl, a petición del profesor, leyó el fragmento de un libro y los otros tipos se burlaron ya abiertamente de su acento. Se lo quitaron y cada uno leyó en un perfecto inglés británico. El joven profesor no hizo nada. Ellos comenzaron a ridiculizar, también en inglés, nuestro aspecto físico. Me sorprendió la seguridad con que agredían. Hasta el maestro se puso nervioso. Decidió terminar la clase. Ellos también se levantaron. Antes de salir, él más alto, Cristian, advirtió: —Agarren confianza, esto se va a poner divertido —y salió azotando la puerta. 136


LAS ARMAS

Claudio nos dijo: —Acusarlos en la Dirección no va servir de nada. Tal vez los regañen pero a ellos les vale madre. Si no les importó que los corrieran del colegio donde iban, el director no puede expulsar a tres tipos de un salón donde hay seis. Acusarlos sólo va a dar más motivos para que nos chinguen. —Pensé que no iba a haber pendejos así en la escuela —lamentó Raúl. —Cabrón, estamos atrás de ese pinche colegio de mierda —contestó Claudio. —Si tú lo sabías, ¿por qué te metiste aquí? —Está cerca de mi casa. Además revisé la lista de inscritos el último día, sólo estaban ustedes. Yo fui a ese colegio un año, el peor de mi vida. Conozco los apellidos de los güeyes de ahí, siempre son los mismos. Me aseguré de no encontrarme con alguno pero ves cómo llegaron al último. ¡Puta, qué pinche mala suerte! Al ver a Claudio quejarse así, con sus ojos verdes y melena rubia, entendí el nerviosismo de Raúl, que casi lloraba. Preguntó: —¿Qué vamos a hacer? —Pues nada, cabrón, aguantarte, si quieres pónteles pendejo, a ver cómo te va, o de plano perder el año —le contestó Claudio. —No puedo, ya reprobé. —Ni yo, cabrón, así que aguantamos. Estaba sentado en los últimos lugares del camión, apretaba con furia mi cabeza. Mentalmente me repetía que no podía hacer algo. Nada de madreármelos, ni siquiera responderles con palabras. Me daba miedo de que algo se complicara y terminara arruinándolo todo como siempre. Conforme transcurrió la semana sus ofensas se acentuaron. Al cuarto día los enfrenté. No pude controlarme. Se quedaron callados con la burla que le solté a uno de ellos, pero en el receso se acercó a mí de manera tranquila y me dijo que yo sí le caía bien, que fuéramos a comer. Me pasó el brazo derecho por el hombro mientras caminábamos, como si realmente fuéramos amigos. Aunque yo estaba alerta, no reaccioné a tiempo, el puño derecho se hundió en mi cuello y advirtió: otra burla me iba a costar una golpiza. Cruzó la esquina para alcanzar a sus amigos, que reían a carcajadas, mientras yo frenaba las ganas que tenía de levantarme y romperle su madre. 137


JAVIER CARAVANTES

Miraba fijo al suelo recordando el cuerpo tirado, el tubo, la piedra. Logré tranquilizarme. En los siguientes días improvisaron otra forma de molestarnos en clase. Como si fueran niños de primaria, empapaban bolitas de papel con saliva y las arrojaban sobre nuestros rostros. Raúl y Claudio se habían vuelto más amigos, juntos soportaban las agresiones casi sin inmutarse, a mí me costaba trabajo. La primera vez que aventaron una de esas bolitas los amenacé: “Se los va a cargar la chingada.” Las carcajadas estallaron otra vez. Provocándome, me decían: “Levántate, a ver si eres tan cabrón.” Con las manos sujeté lo más fuerte que pude mis rodillas para que no realizaran ningún impulso, debía controlarme. La lluvia de papelitos con saliva duró toda la sesión. Las veces en que era insoportable poner atención a lo que algún maestro decía mirando al pizarrón y sin vernos (ellos también tenían fórmulas para no comprometerse con lo que pasaba), me salía al baño. Cerraba la puerta con seguro y no encendía la luz, adivinaba mi expresión contra el espejo, respiraba sin dejar de pensar que lo único importante era seguir estudiando. Me duró cuatro veces; a la quinta, al abrir la puerta, ahí estaba uno esperando para arrojarme una manzana. Días después, sin darme cuenta, coloqué mi mano derecha junto a mi rostro: creaba una muralla que impedía el paso de sus insultos y de manera física cubría algunos de los objetos que me arrojaban. Ellos se dieron cuenta de que no me molestaban sus palabras y aumentaron el rigor de cada ofensa; es más, no les dijeron nada a los otros dos, se dedicaron a agredirme sólo a mí. En uno de los recesos salimos a la tien138


LAS ARMAS

da, yo caminaba al último. Casi llegando a la esquina, iban Claudio y Raúl y treinta metros atrás los otros tres platicando. Miraba sus espaldas con ira. Los primeros exámenes empezaban la próxima semana; aunque había cumplido con todas las tareas de cada materia, no había entendido las últimas clases. Necesitaba subir mi promedio para ingresar a la universidad; sólo podía hacerlo si las notas que obtuviera fuesen casi excelentes. Yo nunca había alcanzado ese tipo de calificaciones. Uno de ellos dijo algo a sus amigos y comenzó a correr hasta llegar a Claudio y Raúl, que esperaban el rojo del semáforo para cruzar la calle. Con el impulso de su carrera, más el de su brazo, le pegó con la palma de la mano en la nuca a Raúl. Hasta donde yo estaba se oyó un chasquido duro, hueco. Raúl se agachó, con las manos se cubrió la nuca. Claudio, a su lado, no hacía nada por defenderlo, y Luis, el que le había pegado, se reía mirando a sus amigos que le respondían con el mismo gesto. Llegó el fin de semana y mi padre permitió que fuera a Atlixco. Mi madre ya estaba más tranquila. Cenamos, al terminar cada quien se fue a su habitación. Esperé que pasaran dos horas, abrí el balcón, me colgué de él para soltarme y caer sin hacer ruido. Anduve ocho cuadras hasta llegar al bar donde mis amigos se reunían, tenía ganas de verlos. Los encontré repartidos entre una mesa de billar y enfrente de una tele donde pasaban la repetición de algún partido. Saludos, abrazos, preguntas. “Me va bien”, respondí mientras me actualizaban de lo chido que se la pasaban esos días y de todo lo que habían hecho. De los seis ya sólo estudiaban dos. Cervezas, cervezas y más cervezas el resto de la noche hasta que, ya entrado en confianza y con la necesidad de ser comprendido por casi iguales, les relaté lo que en verdad pasaba: “Tengo ganas de que me vaya bien, pero hay algo que lo está impidiendo.” Félix me fue a dejar. Antes de que bajara de su coche, dijo: “Tu problema se arregla de volada; es tan fácil como sacar un ojo. Nada más llamas o nos mandas un mensaje; nosotros vamos.” Se lo agradecí. El domingo regresé a Puebla. Estudié para el examen de Química, que junto al de Física y Estadística era de los más difíciles. El maestro repartió el examen y salió. Yo había estudiado muy bien; en media hora lo resolví. Fui a buscar al profesor. Uno de ellos me arrebató el 139


JAVIER CARAVANTES

examen: “Cálmate o lo rompemos.” Cerré con fuerza los puños; ya estaba dispuesto a golpearlo: vi la cara de miedo que él ponía, de terror, igualita a la del indigente cuando lo comenzamos a molestar. Eso me hizo sacudir las manos. Me di vuelta, dejé caer mi cuerpo sobre una silla. Ellos lo copiaron completamente. El cuerpo me temblaba. Al final lo aventaron al piso y fueron a entregar los suyos. Tardé en levantarlo. Se lo di al profesor, le conté lo que había pasado. “¿Qué, los repruebo a los cuatro?”, contestó irónico. Fui a la tienda: compré una botella de ron. Era la primera vez que lo hacía en Puebla, le di varios tragos hasta que regresé al salón. Ellos ya estaban ahí, me dijeron: “Oye, ya nos caíste bien. Te invitamos a una fiesta, va a estar chida.” Tomé mi mochila rápido. Salí huyendo antes de que no pudiera aguantarme. En la noche, al querer estudiar para los dos exámenes del día siguiente, me di cuenta: las dos libretas de esas materias no estaban. Física y Estadística. No pude dormir. Me presenté a los exámenes. Los resolví como pude, escuchando a cada momento las risas burlonas de los tres. Ellos terminaron primero. Cuando salí, ya me esperaban en la esquina. Al verlos me detuve. De una de sus mochilas sacaron mis libretas. Con el fuego de un encendedor las intentaron quemar. Se dieron por satisfechos con la mitad de cada una y se fueron en sus coches. No caminé hasta la parada del camión; descansé en una banca del parque que estaba de paso. Agaché mi cabeza sobre las piernas. Cerré los ojos. Imaginé escenarios distintos para mi vida estando en Atlixco, allá con mis amigos, en el mismo bar. Matando a otra persona y tomándolo como un accidente. Por culpa de tres pendejos no iba a desperdiciar mi oportunidad. No tardé en buscar alguna solución. La encontré rápido, ya la tenía: la asumí. Fui a la parada de camiones y tomé uno hacia la terminal, donde salen los autobuses a Atlixco. Excusé la tardanza diciéndole a mi padre que había ido a estudiar con un compañero. Al día siguiente tocaba un examen fácil; estudié poco tiempo. El resto de la tarde estuve ansioso, ni en las hojas de los libros me podía esconder. 140


LAS ARMAS

Empecé a dudar si lo que había hecho era lo correcto, tal vez no, y sólo me acarrearía mayores problemas. Tenía miedo, qué tal si las cosas se salían de control. Había muchas posibilidades de imaginar a mis amigos excediéndose. No logré dormir. El camino se hizo rapidísimo y, justo cuando me bajaba del camión, vi claramente el coche viejo de uno de mis amigos de Atlixco que venía rumbo de la escuela. Conducía rápido. Di algunos pasos más. Me llegó un mensaje al teléfono: “Ya está hecho.” Tampoco pude caminar hasta la prepa. Me quedé sentado en el parque, la misma banca. Estaba paralizado. Intenté prender un cigarro pero el cuerpo no me respondió, sentía escalofríos. El teléfono sonó, apenas pude sacarlo de mi bolsa. Dudé en contestar: era mi padre. Logré apretar el botón y dijo: “Hace rato recibí las calificaciones de la escuela. Felicidades. Llevas puro nueve y diez.” En ese momento escuché la sirena de una ambulancia que venía también de la escuela. El coche del director la seguía. Sólo hasta escuchar las palabras de mi padre me sentí con fuerzas para levantarme de la banca.

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Cuatro poemas ÁNGEL ORTUÑO

AVENTURAS DE UNA NEGRA EN BUSCA DE DIOS

Cada uno de los hombres que ha golpeado Incluso el más pequeño o sobre todo él es como estar más cerca. Sabe que Dios la huele y se esconde. Su miedo se asemeja a un gran árbol sin hojas pero nadie diría con las ramas desnudas porque ella es feroz cuando está así. 142


RADIO REDENCIÓN

A veces cometemos errores y alguien muere ¿A eso le llamas lastimar? La pequeña niñita que perdió sus corderos podría hacerlo mejor. ¿Es acaso correcto que nadie abra la boca y no te atrevas a comer más azúcar porque así se construyen las casas de las brujas o se cortan trajes de emperadores cuando no entiendes nada? Tendrías que estar aullando pero la cantidad de veneno resultó insuficiente además era cianuro y siempre pesa el recuerdo de los campos de exterminio. 143


¿Te parece bonito? Su venta y uso están estrictamente regulados por la ley. Tenemos diferencias en cuanto a la naturaleza de la expiación. Si Dios existe caminaré al infierno para exigir que me devuelvan mi dinero.

VECINOS VIGILANTES

Todos tenemos perro. Nada más cosas útiles: la plancha de vapor sobre sus genitales, la cuchara de postre que podría vaciarle los dos ojos. Si piensa que lo atamos a esa cama para buscar placer solamente recuerde: nunca damos limosnas. 144


DIOS ESTÁ EN TODAS PARTES

Por eso es que mi padre dispuso una cámara de video en mi zapato. Una especie de espejo, para que me entiendan. Más un gato de nueve colas que un truco de espionaje industrial. El plan era sencillo (y mientras tanto que arda Pasifae dentro del toro porque aún quedan agravios por vengar): Te acercas por la espalda. Siempre tienen las piernas abiertas. Lo hacen a propósito. (¿Ya no te parezco tan aburrida, amor?)

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Tú eres instrumento del castigo. Una tribu de asirios y el prurito de un corazón en llamas mientras san Nicolás aterroriza a Holanda caído de la gracia como una flor de estufa entre las fluctuaciones de los linces y liebres.

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Nativos excéntricos: la subversión de la nacionalidad IDALIA MOREJÓN ARNAIZ Si bien la literatura cubana de los últimos cincuenta años cuenta con un vasto expediente de historias de arraigo y desarraigo producidas fundamentalmente desde el exilio en los Estados Unidos, el nuevo orden mundial ha estimulado la movilidad de los escritores cubanos por otros territorios, como los antiguos países comunistas del Este europeo y Asia. Desde Cuba, el Estado, que ha usurpado la nacionalidad y la ha transformado en un valor irreductible a las fronteras, interfiere más allá de esas fronteras con el objetivo de debilitar una literatura que no cultiva el arraigo y la continuidad local. Esto le permite cuestionar la noción de autenticidad de esta literatura creada fuera del territorio nacional, por tanto le niega una participación compleja en su historia que, a pesar de los obstáculos, no sólo ha sido interactiva sino además persistente. El Estado invoca la idea de patria y la utiliza como mecanismo de control para garantizar la separación entre lo que se escribe dentro y fuera del país. En el adentro se afirman la permanencia y la pureza, que deben remarcar constantemente su territorio contra las fuerzas históricas de movimiento y contaminación que, llegando del exterior, son obligadas a “pagar peaje en la frontera”.1 Sin embargo, como en Cuba la frontera es el mar, el protagonismo que los bordes adquieren en otras geografías al constituirse en zonas de contacto, por los cubanos sólo puede ser ejercido en el interior de otros países, lo que complejiza aún más la ex1

J. Clifford, Itinerarios transculturales, Gedisa, España, 1999. 147


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presión de la identidad. Ellos representan una nueva articulación de la diáspora, entendida como subversión potencial de la nacionalidad, como modo de mantener conexiones con más de un lugar, al tiempo que practican formas no absolutistas de ciudadanía. Interesa aquí mencionar a dos autores, ambos nacidos en los años posteriores a 1959, cuando triunfa la Revolución cubana: José Manuel Prieto (1962) y Carlos A. Aguilera (1970), y sus libros, respectivamente, Enciclopedia de una vida en Rusia (2004), Livadia. Mariposas nocturnas del imperio ruso (1999) y Teoría del alma china (2006). Ambos responden a prácticas de desplazamiento diferentes una de otra, pero tienen en común el hecho de no ser extensiones o transferenJOSÉ MANUEL PRIETO cias culturales, sino un núcleo constitutivo de significado cultural: no reclaman la pertenencia a un país o la participación civil en los marcos de la nacionalidad desde una postura de extranjeros, puesto que continúan siendo “nativos”. Sin embargo, ¿cómo probar su identidad con la lengua y la literatura de su país de origen, si a partir de determinado momento se encuentran permanentemente fuera de él? Para tratar de responder a esta pregunta, me propongo analizar algunos aspectos que tornan estas obras representativas del debate literario sobre nacionalismo, posnacionalismo y otredad: los lazos que estos libros postulan con las formas tradicionales de representación de la realidad en la literatura cubana; los modos exóticos de manifestación del poder político y/o económico; la parodia de los clichés del orientalismo y la figura del emigrante como exótica. En la actualidad, los libros de José Manuel Prieto se han convertido en paradigma de descentramiento territorial para la literatura cubana. Su eje 148


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no sólo gira en torno a la antigua Unión Soviética y la Rusia actual, sino, de modo más específico, en torno a lo ruso, si entendemos esta expresión como una forma de “viaje educativo” (Bildungsreise).2 En su literatura podemos observar cómo los objetivos del viaje educativo, además de cumplirse, se desdoblan en la ficción, separándolo definitivamente de su primer campo de actuación profesional. Este viaje educativo comprende la interrelación entre la enseñanza académica y la vida cotidiana en un país extranjero, en una lengua extranjera. El autor aprende a convivir en ese medio; reflexiona sobre la relación entre nativo y extranjero, al tiempo que se convierte en agente de cambio de mentalidad hacia la problemática de la identidad; conoce distintos ambientes mediante la interpretación de las variables culturales, socioeconómicas y geográficas; conoce espacios urbanos y rurales absolutamente diferentes a los de su lugar de origen; practica nuevas formas de supervivencia; participa en formas no convencionales de turismo; comprende las dificultades que se presentan en la organización de un nuevo tipo de vida; y, finalmente, accede a una forma de solidaridad que consiste en tomar parte dentro de una nueva comunidad. En principio, su viaje tiene objetivos pedagógicos y didácticos, puesto que Prieto viaja a Rusia para estudiar Ingeniería en Siberia. Durante la época de la Perestroika vivió en San Petersburgo. Es decir, su estancia soviético-rusa, entre los años ochenta y noventa, coincide con la transición del totalitarismo de Estado a la democracia en los países de Europa del Este. Posteriormente residió en México (1995-2005), donde escribió Livadia, y desde 2006 vive en Nueva York. Este itinerario constituye el principal factor que lo ha llevado a localizar sus cuentos, crónicas y novelas en torno al viaje y a otra cultura. Livadia, su segunda novela, fue publicada en Barcelona y ya ha sido traducida a siete lenguas. También ha sido recibida como una joya por los críticos literarios de importantes publicaciones legitimadoras del mercado editorial internacional, como The New York Times y The New York Review of Books, entre otros, por la manera en que crea una red de referencias sobre la literatura mundial, por la fina labor de crear texturas narratiF. Bacon, “De los viajes”, en Adolfo Bioy Casares (Comp.), Ensayistas ingleses, Jackson, Argentina, 1950. 2

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vas en las que rinde homenaje a Vladimir Nabokov, y principalmente por la trama, que refleja la Rusia posterior a la soviética. En el centro del argumento de esta novela hay un contrabandista que aguarda en Livadia, la antigua residencia de verano del zar Nicolás II, las cartas que va enviando V., la mujer a quien ayudó a huir de un prostíbulo en Estambul. En ese retiro, J. aprovecha para reflexionar sobre su participación en una extraña aventura: desde que un entomólogo sueco le encomienda la búsqueda de un raro ejemplar de mariposa, la yazikus, hasta la inesperada desaparición de su corresponsal femenina que, una vez a salvo, lo abandona para regresar a su Siberia natal. Estos recuerdos y reflexiones sobre la manera en que J. llega a Estambul, se enamora de V. y la ayuda a escapar están contados en un largo borrador dividido en siete partes, que al final de la novela J. quema, para de nuevo comenzar a escribir toda la historia en una carta que dirigirá a V. Estamos frente a una novela itinerante que tiene lugar en tres ciudades: Estocolmo, San Petersburgo y Estambul, y que trata de recuperar la tradición epistolar del siglo XVIII, generosamente comentada y citada en la novela. Prieto utiliza ese género para estructurar la narración, adentrándonos, a través de los lugares desde los que las cartas son escritas, en otros viajes por territorios como Helsinki, Praga y Moscú. Así, el hecho de que su obra sea considerada doblemente descentrada dentro de la literatura cubana está relacionado a su subjetividad, a su formación y experiencia de vida prolongadas en un contexto completamente distanciado de su país natal, el cual, por si fuera poco, no constituye una marca referencial ostensible dentro de su obra. En su reseña de Livadia, Rafael Rojas concede a Prieto la primacía, dentro de la literatura latinoamericana, de ser el primer escritor “que narra ficciones rusas”, al tiempo de ser el único autor cubano que “se empeña en no escribir una sola novela sobre Cuba”.3 Es cierto, como trata de mostrar Rojas en otro texto sobre diáspora y literatura, que en la literatura cubana desde mediados de los ochenta hasta el presente, especialmente en la diáspora, existen fuertes indicios de una ciudadanía posnacional: se trata de un núcleo de autores que rechaRafael Rojas, “Las dos mitades del viajero”, en Encuentro de la Cultura Cubana, España, núm. 15, pp. 231-234, 1999/2000. 3

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za la idea de exilio por la manera en que este término se encuentra conectado a la nostalgia, al regreso a la nación como lugar de origen y de recuperación identitaria. Así, el narrador protagonista de Livadia dice: “Yo no era una divinidad. Tampoco era un exiliado, no me gustaba esta palabra (prefiero una anterior a 1917 e incluso a 1789). Era tan sólo un viajero. Pero la condición del viajero emula la de la divinidad, que está en todas partes. Entonces, lo que es cierto para un cuerpo divino lo es también para un viajero.” Además —y éste es el argumento que aproxima la “excentricidad” de Prieto a esta postura de antiexilio—, tanto los autores como los personajes de sus libros, por encontrarse físicamente fuera del Estado totalitario, también están fuera de la Nación. En una lectura reciente sobre este singular fenómeno que para la literatura cubana representan las “ficciones rusas” de Prieto, el estudio de Tanya N. Weimer, La diáspora cubana en México. Terceros espacios y miradas excéntricas, siguiendo la categoría del tercer espacio de Edward Soja, insiste en registrar cómo la mirada se torna singularmente excéntrica cuando ésta se sitúa en un tercer espacio, o sea, ni Cuba ni los Estados Unidos. Sin embargo, más que el indicio posnacional, lo que permanece en diversos comentarios sobre Livadia es la curiosidad por rastrear la ausencia de “lo cubano” en frases y escenas en las que el estereotipo tropical convierte al personaje en un sujeto exótico, puesto que J., el protagonista y narrador de Livadia, tiene rasgos físicos que revelan su procedencia de un lugar exótico a los ojos de los rusos. Si el sujeto exótico representa el lugar colonizado y los peligros 151


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que acechan en parajes lejanos desconocidos, es precisamente por eso que J. esconde su origen. Aquí deseo plantear la cuestión de la identidad desde un ángulo común a todo sujeto que haya vivido la experiencia totalitaria como forma de vida. Más allá del esfuerzo del autor por no escribir una novela sobre Cuba, o del esfuerzo de la crítica por recuperar las evidencias de cubanidad que el autor deja en manos de su personaje central, Cuba está presente en la misma medida que Prieto por estar inscrito en medio de la transición del totalitarismo a la democracia, se adelanta con su subjetividad a mostrar algo que a los escritores de la isla, radicados en otros espacios tradicionales del exilio, no les ha sido dado vivir de la forma en que lo ha hecho aquel que ha realizado un “viaje educativo”. La experiencia del derrumbe, la reconstrucción, lo colocan en un tiempo que para otros cubanos (otras miradas, otros espacios) pertenece aún al futuro de Cuba. No obstante, al bloquear en su novela toda marca estereotipada de nacionalidad, lo que sobresale entonces es la identidad que se crea entre el cubano que no desea ser exótico y el sujeto que ha vivido bajo un régimen totalitario. Por otra parte, si en Enciclopedia de una vida en Rusia la mirada del narrador protagonista se detiene en la frivolidad de la vida cotidiana de la Rusia poscomunista, si la política no es un tema presente, si las desgarraduras del exilio no significan nada, puesto que estamos frente a un ciudadano del mundo, ¿cómo identificar entonces a quien tanto se esconde? En El hombre desplazado, Tzvetan Todorov describe minuciosamente a estos sujetos cuando traza lo que él denomina “perfiles de prisioneros”. En los estados totalitarios comunistas, la primera doctrina que se trasmite a los “prisioneros” es el occidental es el enemigo. El extranjero es responsable por introducir al nativo en el mundo del consumo. El “otro” es el occidental y la visión de Occidente se reduce a una visión ideológica de sistema socioeconómico. Para J., entregarse a la frivolidad de Occidente, admirar los objetos de origen capitalista, desearlos para sí, se convierte en una marca acentuada de exotismo. Un exotismo que avanza hacia lo diverso, hacia la integración con el Otro occidental. J. esconde su pasado porque en él lleva incrustado el perfil del prisionero, al tiempo que utiliza en su obra el tema de la melancolía o depresión postotalitaria, tal y como lo plantea Todorov en el siguiente fragmento: 152


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Debo manifestar en primer término que, en el caso de todos aquellos cuyas reacciones trato de analizar, la depresión postotalitaria no tiene su origen en una indignación provocada por el entusiasmo suscitado a la vista de los bienes materiales que tuvo lugar tras la apertura de las fronteras. Ciertos intelectuales y políticos alemanes criticaron con dureza a sus conciudadanos, que se lanzaron frenéticos, a la primera oportunidad, sobre los almacenes de Alemania occidental. En su opinión, las virtudes cívicas habían quedado eclipsadas, rebajadas por un voto concedido a la banana (Otto Schily), el impulso moral se había visto ahogado en chocolate y las aspiraciones de libertad habían convertido a las antaño oprimidas, aunque dignas, masas en “una horda enfurecida avanzando en prietas filas hacia las brillantes baratijas” de los almacenes del Oeste (Stephen Heym). Sólo pueden expresarse así quienes han olvidado, o no han conocido nunca, la humillación consistente en una permanente carencia de los bienes de consumo más elementales; la humillación de las colas silenciosas y hostiles, la infligida por los vendedores, aparentemente furiosos por la asistencia a sus comercios, la cimentada en el hecho de verse siempre obligado a adquirir lo primero que se encuentra, y no lo que realmente necesita. La penuria sistemática de bienes materiales atenta contra la dignidad moral del individuo. Al arrojarse sobre los comercios, los oriundos del Este no piensan realmente en llenarse las tripas: están haciendo uso de una libertad que el consumidor occidental ha dejado de experimentar, por resultarle totalmente habitual.4

Con tamaña precisión conoce Prieto este fenómeno, que en Enciclopedia de una vida en Rusia, novela anterior a Livadia, articula la trama, poco antes de la caída del imperio soviético, en torno a un traficante y falso agente de modelos que se esfuerza por convencer a una joven modelo rusa de que la frivolidad es la fuerza que corroe el sistema socialista y que ella sucumbirá a sus atractivos. En esta novela, y en menor medida en Livadia, la elegancia del lenguaje está directamente conectada a esa frivolidad, que es también una demanda cultural. La mirada no se aparta del vestuario, de los colores, de los accesorios, de las tramas de los tejidos, de la calidad de bolsas y zapatos, de los perfumes, de los chocolatines suizos, de los vinos, de los restaurantes elegantes, de los platos especiales; en fin, de las novedades que inundan un universo donde hasta ese momento lo único que existía en abundancia era la propia austeridad. 4

Tzvetan Todorov, El hombre desplazado, Taurus, Argentina, 2008. 153


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Así, la tesis sobre el descentramiento de la novela de Prieto en el contexto de la literatura cubana de la diáspora no se sostiene únicamente en el hecho de haber escrito su novela desde un tercer espacio, en este caso México, un país latino de fuertes conexiones históricas con Cuba, a medio camino entre La Habana y Miami; desde donde, sin duda, pensar en la experiencia rusa como en un evento que lo separa de manera anacrónica del resCARLOS A. AGUILERA to de las experiencias literarias vertidas por los cubanos de la diáspora ha constituido un giro radical en la mirada de Prieto sobre la escritura, y la inserción de la misma en un ámbito mucho mayor que el de las fronteras lingüísticas, geográficas y políticas. Obliterar el tema de la nacionalidad como cordón umbilical, como matriz de la tradición cultural, rastrear el modo como el autor lo desplaza dentro de su novela, acaba por revelar otra forma de su presencia: el conflicto del personaje entre el exotismo de su origen y el exotismo libertario de la frivolidad. Carlos A. Aguilera, autor de Teoría del alma china, también reseñó la novela de Prieto, defendiendo en ella la presencia de un mundo donde “lo íntimo deviene público, lo ontológico descentramiento”: “los escritores cubanos participan de un error: el de confundir lugar-donde-escriben con literatura, arcadia con creación, como si una determinada geografía fuera a otorgarle el boleto a la posteridad —haciendo legible lo que no es más que mala prosa— o la invención de un mito fuera a sacarlos del horror donde viven.”5 Vale resaltar que Aguilera y Prieto coinciden literariamente en el espaA. C. Aguilera, “J. M. P.: La búsqueda del yasikus, en Diáspora(s), Cuba, núm. 6, marzo de 2001. 5

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cio de la revista Diáspora(s),6 un tipo de publicación que en los países comunistas del Este europeo se dio a conocer con el término samizdat (edición por cuenta propia, al margen de la legalidad). Ambos autores se encuentran entre los fundadores de dicha revista. El objetivo fundamental de Diáspora(s) consistió en marcar una diferencia entre lugares comunes como la identidad nacional, lo que el grupo denominó “fundamentalismo origenista”, y el canon de “lo cubano” como medida de todas las cosas. Para el poder totalitario es conveniente que todo signifique una sola cosa; para Diáspora(s), la significación es una bifurcación que niega el poder, ya que este último se posiciona como aquel que detenta la palabra. La pluralidad de poéticas es la marca registrada de esta publicación, cuyo título indica la proyección transcultural de sus autores y mantiene la cohesión de su diversidad de escrituras, justamente en el pensamiento contra el nacionalismo cubano. Así, en su reseña, Aguilera lee Livadia a partir de un discurso común a todos los miembros de Diáspora(s): el descentramiento del canon literario nacional. Como Enciclopedia de una vida en Rusia y Livadia, Teoría del alma china, de Carlos A. Aguilera, también acusa indicios de posnacionalismo. Su trama se encuentra localizada en China, un estado igualmente totalitario, por tanto la referencia al Estado-nación es geográficamente diferente, pero al mismo tiempo equivalente. La forma de representación de Teoría del alma china la coloca en un proyecto de escritura mucho más cercano a la obra del cubano Virgilio Piñera, mientras que Prieto busca su identidad escrituraria en la obra de Vladimir Nabokov. En Teoría del alma china, la presencia de un discurso político y la parodia de los estereotipos de la otredad son llevadas ad absurdum. Su escritura definitiva y su publicación en libro fueron posibles una vez que Aguilera consiguió salir de Cuba en 2002 gracias a las gestiones del escritor alemán-palestino Said, presidente del PEN Club de Alemania, el primer punto de un largo itinerario por ciudades de ese país, además de Austria, Croacia y otros países del Este europeo. Diáspora(s), La Habana, núms. 1-8, 1997-2002. Entre los años 1997 y 2001, Aguilera y Prieto formaron parte del comité de redacción de la revista Diáspora(s), precedida desde inicios de los noventa por un proyecto homónimo de escritura, del que han salido algunos de los más significativos poetas cubanos de esa época: Rolando Sánchez Mejías, Pedro Marqués de Armas, Rogelio Saunders, el propio Carlos A. Aguilera y el novelista José Manuel Prieto. 6

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A diferencia de los vaivenes de Prieto, la salida definitiva de Cuba para Aguilera fue precipitada, lo cual no le permitió amenizar el tránsito de la aculturación a la transculturación que es posible cuando se habla la lengua del otro. El desconocimiento de la lengua alemana, la sensación de ridiculez que siente en los primeros momentos, tornan la comunicación difícil; sus rasgos físicos, que en Europa lo acercan más a un turco que a un caribeño, constituyen motivo de distanciamiento y trauma social. Siente el exotismo del Otro como un síntoma de xenofobia y racismo, tan propio de los nacionalismos. Debido a que el primer borrador de Teoría del alma china fue escrito en Cuba, es fácil detectar que las estrategias narrativas de representación de la otredad apelan a otro modo de descentramiento, marcado profundamente por la metáfora, por la ironía y por la mentira. No puedo dejar de mencionar que Tanya N. Weimer concluye su libro sobre la diáspora cubana en México reconociendo que la teoría del tercer espacio (Edward Soja), que le sirve para sostener su tesis del doble descentramiento de la novela de Prieto, puede ser aplicada, inclusive, dentro de los espacios céntricos (en este caso Cuba). Así, Teoría del alma china, independientemente del lugar donde su autor comienza a escribirla (Cuba), donde la termina (Austria), o donde la publica (México, Croacia, Alemania, República Checa), es un libro marcado por su lugar de origen: el insilio cubano de un intelectual que aplica cínicamente los códigos y juegos de silencio para criticar al totalitarismo de Estado y zafarse de la aplicación de los discursos nacionalistas a la interpretación de su obra. Aunque Teoría del alma china participa ante todo del simulacro de la construcción de una novela, no lo es. Son sólo cuatro relatos engarzados por un lugar (China) y determinados conceptos, como opresión y Occidente. Así, el libro cuenta, a modo de reportaje, la China que un visitante extranjero (cuyo lugar de origen nunca es mencionado) observa, casi siempre desde la ventanilla de un auto en movimiento, a una velocidad que por momentos no permite reparar en detalles; una China de baratijas para turistas y, al mismo tiempo, un país en que Occidente penetra a través del repertorio cultural del autor (Franz Kafka, Thomas Bernhard, Werner Herzog, Ezra Pound), en la que el poder represivo del Estado nos llega a través de las palabras de un acompañante oficial, Gran Mongol, previamente filtradas por la voz de una 156


intérprete, que a su vez sólo conocemos por el estilo indirecto del narrador. Este narrador nos relata el trayecto a manera de reportaje y ve cosas absurdas como la filmación de una película con enanos, una kafkiana colonia japonesa en territorio chino, puestos de frituras para turistas al borde del camino o el peligro constante de las carreteras, que él clasifica según los accidentes de la topografía. Llega, luego, al episodio en que este narrador-reportero-occidental visita la casa de un escritor, con la clara intención de exponer cómo el poder estatal invade la vida y la obra de este hombre que es, a su vez, muchos hombres. Todo, al mismo tiempo, ridículo, cómico y filosóficamente trágico. Porque para hablar sobre el totalitarismo, este escritor cubano tiene que remitirse a China, a la lejana China, donde en apariencia nada nos permite pensar que ese país es, también, Cuba.7 El paisaje, la composición de sus autopistas (algunas muy peligrosas, al punto de transmitir al lector la sensación de peligro y el miedo a la muerte), los lugares que no se muestran a los turistas o todo lo que un extranjero escruta, no son elementos exóticos, sino falsamente exóticos: éste es un viaje nunca realizado, que el autor nos En entrevista con L. Dimkovska, Aguilera ha expresado a propósito de este libro: “Sería mejor no verlo como un viaje a Cuba, sobre todo porque ni siquiera es un verdadero viaje a China, en el sentido biográfico. Es un ‘viaje’ a determinados conceptos, a Occidente y su mala comprensión del otro, a la relación caricatura-poder, a mi cabeza. Pero no es la visita a ningún lugar geográfico, a ninguna realidad. Para mí, China es sólo un hueco.” 7

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quiere vender como una falsa guía de viaje, una falsa referencia para entrar a un mundo que no es el del turismo, de la antigua tradición arquitectónica, la culinaria, la religión o las artes marciales. Es un viaje falso donde la forma del reportaje justifica el testimonio, y el testimonio esconde la ficción; un viaje en el que cualquier lector no avisado se perdería, ya no en el territorio, sino en el alma enferma de un país. Viajar para poder construir una obra es lo que hace Aguilera y, mientras viaja, la obra se transforma, va ganando rasgos de esos territorios que, vistos desde América, no son menos exóticos. Pero hasta el momento lo que hay de más exótico en su literatura no viene de esa Europa Central que hoy le resulta más fácil recorrer en tren; viene de China, de una China primero imaginada en La Habana; una China exclusiva de los emigrantes que construyeron un barrio en la capital cubana, se mezclaron con negros, con españoles, con criollos, y al modificar los contornos de su origen crearon un ser otro para este nieto de emigrantes asiáticos. El título, Teoría del alma china, parecía ser el primer obstáculo para relacionarlo a un escritor cubano. ¿Una teoría sobre el alma china? ¿Por qué un escritor nacido en La Habana, descendiente de chinos (su segundo apellido es Chang), pero que nunca ha estado en China, se preocuparía por pensar una teoría que en su literalidad alude al espíritu de una cultura tan incomprensible? Es cierto que para los cubanos China significa mucho más que algunos fogonazos en la historia nacional, puesto que la cultura china es considerada uno de los componentes de nuestra identidad. Un barrio chino en ruinas maquillado para turistas, unas antiguas lavanderías con planchas a vapor, farmacias donde la población busca pomadas para aliviar el dolor, mulatas de ojos rasgados y, sobre todo, la dificultad esencial para pronunciar la erre. Eso es lo que todavía existe de los chinos en la capital cubana. Lo demás, lo que creíamos que podía configurar una teoría, no es la teoría sobre un alma preservada en familia. China, en cualquiera de sus variantes, será siempre un misterio. Y frente al misterio, aparece la curiosidad. Aquí surge entonces el primer tropiezo para leer este libro: los fogonazos tropicales de una cultura desmesurada parecen no tener sentido, puesto que lo que Aguilera muestra de China, lo que él verdaderamente considera que nos acerca a la tierra de sus ancestros, no son esos fragmentos del imaginario nacional 158


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sino un mal de fondo, contemporáneo, que nos une no por la espiritualidad y sí por el poder político extremo concentrado en el concepto de nación: el totalitarismo. Al escoger a China coloca a este libro en una posición de falso exotismo político, puesto que en Occidente se ha diseminado la idea de que en esos territorios, distantes y extraños, las huellas dejadas por el nacionalismo sobre el individuo, y en este caso sobre el escritor, son mucho más violentas que en la civilización occidental. En Teoría del alma china esta tensión se localiza entre el narrador-reportero y Gran Mongol, el burócrata que ejerce la censura, inclusive sobre el paisaje, controlando lo que puede ser registrado o no. Así, el artificio de crear una literatura de testimonio que no pasa de un falso testimonio, puesto que es ficción, es el mayor acierto de este libro, el cual ha sido escrito para otras cosas que no son el enfrentamiento al poder, sino para extraer de lo documental técnicas de escritura que, al salir de la banalidad de la política, permite que el autor se concentre en la búsqueda de la ficcionalidad. Sin desconocer las consideraciones realizadas por John Beverley, que presentó este libro en el medio académico y literario de los Estados Unidos como “postestimonio”, Teoría del alma china, mucho más que presentar rasgos que la encuadran en los estudios del género testimonio ya consolidados, opera con la noción de falso exotismo como máscara política, y, contrario al estilo y al lenguaje utilizados en la narrativa testimonial, desarticula los parámetros de verosimilitud ya cristalizados en esa narrativa. La ficción que recurre a la forma testimonial prueba, entre otras cosas, que verosímil no es sinónimo de verificable, y que todos los atributos de la posmodernidad incluidos en la tendencia postestimonial adoptan otra significación, pues se trata de una obra que para referirse a la realidad sale de ella constantemente. Lo que Aguilera y Prieto nos narran aparenta ser real, pero en ningún caso lo es, aunque no deja de ser verosímil. No existe interés en crear una literatura realista que pueda ser confundida con las informaciones disponibles en las guías de turismo, en los canales étnicos o en la tradición del orientalismo. Teoría del alma china, por ejemplo, resume el intento de colocar determinadas historias en un contexto donde lo político, la caricatura, el juego de géneros se complementan: “El proyecto chino vino de una investigación previa que había hecho sobre Mao y la tradición política literaria en 159


China en los años noventa; de la fascinación que causó para mí el libro de Michaux (traducido por Borges); de la reflexión sobre Occidente y su ‘mala lectura del otro’ que me hizo entender mejor el orientalismo de Said, y del choque con una película como También los enanos comenzaron desde pequeños de Werner Herzog, al cual le rindo homenaje.”8 Aguilera y Prieto, en tanto escritores, buscan espacios de representación lo más distantes posible de los clichés que predominan en el imaginario europeo sobre América, construidos por la propia literatura latinoamericana para diferenciarse del Otro. En estas obras la mirada carece de interés etnográfico, puesto que no es en la cultura china o rusa donde pretenden buscar otra identidad, sino todo lo contrario, es el lugar donde pretenden depositar su determinación a encuadrarse en lo que hoy conocemos como literaturas posnacionales, dado que no se adaptan a las normas literarias vigentes en sus país. De ese modo, estos autores se esfuerzan por evadir el conflicto sobre la imposibilidad de pensarse dentro de algo mayor y más abstracto que aquello que conocemos como literatura cubana, al sentimiento de nacionalidad en un sentido absoluto.

Lorenzo García Vega, “La literatura como dolor de cabeza”, en El Nuevo Herald, Miami, 25 de marzo de 2007. 8

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La vigilia de la aldea El viaje, la mirada y el desencanto ALEJANDRO BADILLO Gabriel Bernal Granados, Una finestra che guarda tramontana, Libros Magenta, 2010, 138 p.

Los libros de viajes han sufrido varias metamorfosis a lo largo de la historia. Desde los descubrimientos deslumbrantes consignados en El libro de las maravillas, de Marco Polo, a la guía de turistas actualizada, que ofrece al viajero una experiencia uniforme, controlada y libre de sorpresas, quedan varias preguntas para un lector que afronta un libro del género: ¿qué queda por descubrir? ¿Cómo rescatar para la literatura un mundo cada vez más estrecho, que ofrece sus enigmas en televisión o, etiquetados, tras un escaparate? La respuesta en las páginas de Una finestra che guarda tramontana, libro de Gabriel Bernal Granados (México, DF, 1973), que mezcla el ensayo, la entrevista y la crónica de viajes, es el escepticismo, una mirada íntima que, al estilo del flâneur de Baudelaire, se sumerge en los desgastados engranajes de la civilización apartándose de cuando en cuando para reflexionar, para cultivar en cada paso un saludable sentido de extrañeza. La mi-

rada de Bernal Granados concuerda con una prosa que transcurre sin sobresaltos, privilegiando a veces la imagen, añadiendo un dato, la luz de un detalle mínimo pero trascendente en el peso total de la obra. El comienzo de la primera parte del libro “Villa Serbelloni” nos muestra al viajero en Milán, Italia, en la búsqueda del poeta y artista plástico peruano Jorge Eduardo Eielson para una entrevista. Las líneas que inauguran este capítulo, directas, ejemplifican la transición natural en la narrativa de viajes, donde la peripecia del traslado, la transformación antes de llegar al destino final, no existen. Bernal Granados comienza su diario de viaje in situ, en un país y en una ciudad que, en su irremediable condición turística, reproducen el esquema artificial de una sala de espera, el magro almuerzo en el avión, el folleto lleno de tours y promociones. Por esta razón el viajero-autor explota la subjetividad, la capacidad para encontrar nuevos significados en rituales manidos: la llegada 161


a un hotel, un encuentro en la montaña, una cena en donde los comensales no cuentan anécdotas desopilantes. El desencanto pronto se hace evidente en el encuentro con un Eielson despojado de cualquier matiz romántico sobre Europa, dibujado como un viajero más, sólo que detenido en el tiempo, incrédulo del artificio de cierta poética barroca. El capítulo —casi fugaz— termina con una despedida que evoca, a su vez, una despedida anterior cuando Eielson conoce al músico John Cage en su departamento de Nueva York a mediados de los años sesenta, en un invierno gris. El segundo y tercer capítulos (“San Francesco, il guarda della selva” y “El señor Fabergé”) encuentran correspondencias en los detalles: la inmersión en el terreno ajeno, la historia de unas ruinas evocadas por Plinio el Joven. Lejos de la ciudad, Bernal Granados se mueve con más soltura y, al estilo del autor-caminante de W.G. Sebald —cazador de pequeñas maravillas—, encuentra en la minucia el pretexto ideal para contar una breve historia, para volver protagonistas las ramas de un árbol, una banca de piedra junto a un lago, el mito de Orfeo y Eurídice. En “El señor Fabergé” la mirada se dirige, de inicio, al propio cuerpo: las uñas crecen más deprisa, sujetas a otra naturaleza; el cabello se cae en la regadera. Después nos topamos con el retrato del señor Fabergé, cuya singularidad es lo simple, no es un personaje azaroso, no cuenta una historia extravagante; su naturaleza —a pesar de las múltiples reflexiones del 162

escritor— es la de un reflejo, una interrogante, un espacio en blanco que se va llenando poco a poco con breves referencias: un economista que viste con mucha pulcritud, que viaja en compañía de su esposa Rosamunda y cuya apariencia, voluble en la descripción del autor, transita de “una nota de jazz que brota de los labios gruesos de un saxofón del trópico” a “un simio burgués, arreolesco”. En “Naturaleza y autobiografía” la apuesta del autor se centra en una introducción y dos desvíos que, con diferentes matices, mantienen el devaneo enmarcado por reflexiones de largo aliento. Como en los ensayos de Charles Lamb y William Hazlitt, los temas se unen y alejan, gravitan en distintas formas sobre la naturaleza en el arte, la vida como referencia ineludible del creador, la autobiografía como un espejo en donde se refleja la obra. La parte inicial aborda la incredulidad ante el estrellato literario, el mercado que depreda la literatura, las manías y dilemas del escritor, sus modelos y la forma de encontrarse con ellos. En el primer desvío, “Il Cenacolo”, el viaje da un rodeo a la escritura para enfocarse en la pintura. El elemento que cohesiona sigue siendo la reflexión pero el viaje transcurre en los trazos de La última cena de Leonardo da Vinci. Partiendo del análisis de las figuras de los apóstoles y de Jesús, de las características de la escuela renacentista, el autor lleva su tanteo al vínculo entre la naturaleza y arte, pero más allá del concepto bucólico de lo natural el interés del autor bordea una relación íntima: la ob-


LA VIGILIA DE LA ALDEA

servación del fresco de Leonardo en el convento de Santa María Delle Grazie, los juegos de luz o las sombras que acontecen en ese instante y que ponen de manifiesto la tensión entre la naturaleza y la forma en que ha sido modelada por el discurso artístico. En el segundo desvío, “Si una noche de invierno”, el autor parte del libro de Italo Calvino para abordar las posibilidades de la reescritura como un elemento más de lo natural, regresar siempre al punto de partida, como un viajero indeciso sobre el camino a elegir, la perpetua duda que lo cerca. En este caso la literatura, para el autor, es como un espejo borgeano que devuelve —más que certezas— inquietudes y temores. En “Varenna”, capítulo que cierra la primera mitad del libro, hay un acercamiento a lo cotidiano, la escritura fluye en una anécdota que nunca llega o que se hace presente en la intrascendencia, en las múltiples variaciones: las incidencias de un viaje en auto, de Varenna a Lecco y de Lecco a Bellagio; en realidad el trayecto es sólo pretexto para la observación de lo nimio, para formar en la mente imaginaciones, escenarios futuros que, de pronto, son interrumpidos por una carta que “visualiza mejor la escena” y, adelante, en el resto del trecho, se alínean instantáneas, pensamientos como fotografías que se añaden al diario de viajes. La segunda parte del libro, “El viaje no ha terminado”, empieza por “Milán, ciudad irreal”. El andamiaje de este capítulo se reconcilia con la mirada desencantada, con la rutina del turista que es

obligado, de nuevo, a buscar calles, entregar el pasaporte con displicencia, mirar los edificios como recipientes vacíos. El autor, ante la falta de diálogo, se limita a pasear la mirada por la ciudad, a buscar historias en vano. Incluso la reflexión sobre el arte desarrollada en los anteriores capítulos es remplazada por el hastío: artistas globales en la televisión de un pub, rebaños de turistas que convierten los objetos de arte en mero ruido de fondo. El viajero, entonces, sólo puede deambular, asistir a un partido de futbol para sumergirse en la masa. En “Venecia, ciudad y materia”, el viaje inicia en la literatura: Marcel Proust, lord Byron, Robert Browning, Ezra Pound, entre otros, son evocados como fantasmas y su condición se acentúa en los canales artificiosos, en los habitantes convertidos en “vendedores de bagatelas”. Si hay una ciudad turística por antonomasia ésa es Venecia, decenas de autores la han retratado en distintas facetas: de la ciudad derrotada por el cólera en Muerte en Venecia, de Thomas Mann, a la penumbra, el sutil engaño de Henry James en Los papeles de Aspern. Bernal Granados recuerda el legado de éstos tratando de rescatar en alguna rendija, algún destello, la individualidad que se niega entre cámaras fotográficas y promociones de folletos. Para situar su lugar en el mundo, el viajero mira los botones del elevador, las cortinas del cuarto, privilegia lo minúsculo, el flujo del tiempo que pasa desapercibido en las calles de Venecia. Más adelante, en consonancia con el 163


tono de los anteriores capítulos, hay una digresión, un extenso análisis de la pintura de Umberto Boccioni que se centra en su óleo La materia. Visto en la perspectiva general de Una finestra che guarda tramontana, el análisis de Boccioni —emblema del movimiento futurista con Filippo Tommaso Marinetti— es denso, lleno de referencias, encuentra su blanco en las bases del futurismo, sistema que parte del movimiento y que se desdobla en un cúmulo de significados que desbordan la velocidad, la experiencia casi instantánea de viajar a una ciudad donde las paredes, los puentes y las ventanas son parte de una inmensa escenografía. Sin embargo la digresión se antoja demasiada y pone en riesgo el equilibrio del capítulo, quizá por el tono evocado al inicio, más dubitativo, que se regodea en la apostilla final, por eso se extraña una transición menos abrupta, más suave, manteniendo la constante irreal, fantasmagórica, de una ciudad que se hunde y que contagia su incertidumbre. Los dos últimos capítulos del libro (“Roma: una postal de San Pedro” y “Elijah Millgram”) forman viñetas, un último personaje que reafirma lo banal del viaje, la indiferencia ante el lugar de llegada. Sus palabras y observaciones regresan al viajero a su condición de minoría, de fugitivo en un mundo que avanza sin mirar atrás, devastando todo. Finalizado el recorrido por los capítulos, el lector puede volver a la pregunta ¿estamos ante la decadencia definitiva de Occidente?, que plantea Gabriel Bernal Granados en el prefacio del libro, vincu164

lada por el autor al clásico ensayo de Oswald Spengler, La decadencia de Occidente, escrito entre 1918 y 1923. Esta pregunta encuentra también correspondencia con El crepúsculo de la cultura americana (1999) del historiador cultural Morris Berman, en el cual —como en el libro de Spengler— se plantea la analogía con el derrumbe del imperio romano y los mecanismos que funcionaron para conservar la cultura en espera de un incierto renacimiento. Para Berman la historia cultural de la humanidad no es cíclica, un fenómeno de expansión-contracción, es una espiral que ramifica los escenarios futuros, los vuelve casi infinitos, como los pensamientos que suceden en la mente del viajero, los caminos a seguir en el interminable deambular. Berman aventura la posibilidad de una “resistencia monástica”, una especie de guardia que, espontáneamente, sin liderazgos ni organizaciones visibles, transmite pautas y códigos culturales. En este tenor se mueve Bernal Granados que, en su desencanto, aún se esfuerza en fijar objetos en la mirada, recuerdos. Como los románticos pone en relieve lo individual, la locura del artista frente a la masa homogénea y devoradora. Sin embargo la pregunta que plantea el autor, la “decadencia definitiva de occidente”, a pesar de su influencia, no es un elemento que cohesione los capítulos de Una finestra che guarda tramontana, porque pesa demasiado, abrumaría un texto cuya intención es sondear caminos ambiguos, imaginativos. Si el llamado posmodernismo relativiza todo, el viajero


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busca el relieve natural en las cosas y por eso la necesidad de aferrarse a la visión del arte porque es un momento que permanece, indeleble, en la memoria. La pregunta que siembra el autor sirve, en todo caso, para incomodar, para tender un anzuelo al lector y que éste se sumerja en la prosa desencantada y elegante que recorre las incidencias de un viaje a Italia. Retomo una de las ideas que planteé al inicio de este texto: ¿qué sentido tiene la mirada del viajero en un mundo uniforme y estrecho? Aventuro, en el tramo final de estas notas, una nueva respuesta: el escepticismo y la extrañeza que encontré en las páginas del libro de Gabriel Bernal Granados: el rescate del asombro de los antiguos viajeros mediante el lenguaje, las imágenes que logra el autor al evocar, por ejemplo, a Venecia como una ciudad inmaterial, una ciudad semejante a las imaginadas por Italo Calvino, impregnadas de una intensa presencia femenina: “La boca artificial de los palacios se abre a los oídos del viajero y repite el abalorio de su historia, que la alejan, la transforman en una ciudad inmaterial; se abre como el cuerpo de una joven mora y al cabo de un breve lapso carnavalesco, se endurece para no decir una palabra más de su locura intensa.”

Energía concentrada GABRIEL BERNAL GRANADOS Jorge Juanes, Territorios del arte contemporáneo, Ítaca/Universidad Autónoma de Puebla/Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, México, 2010, 488 p. + XVI láminas.

Después de Marx o la crítica de la economía política como fundamento (1982) y Hölderlin y la sabiduría poética (2003), Territorios del arte contemporáneo es el libro más ambicioso, inclusivo y abarcador de Jorge Juanes. El libro se divide en dos grandes secciones. La primera toca las diferentes manifestaciones del arte a través de la historia, desde el arte cristiano de los primeros siglos de nuestra era hasta las representaciones más heterodoxas del fenómeno artístico en nuestros días (el performance, el cine, la fotografía, el arte del cuerpo, el arte de la tierra, el arte conceptual, el retorno a la figuración y la pintura, el arte digital). La segunda sección propone un recorrido paralelo y enfoca los mismos problemas, pero desde la perspectiva de las ideas y el pensamiento que ha tenido como referente nutricio al mundo del arte. Aquí, y obedeciendo en todo momento los intereses particulares del autor, vamos de Vasari a Hegel, Kierkegaard, Nietzsche y Heidegger, para luego demorarnos en el comentario a los libros de algunos de los críticos y pensadores más influyentes en 165


el arte del siglo XX, como Benjamin, Adorno, Hans Sedlmayr, Clement Greenberg, Arthur Danto y Joseph Kosuth (por razones seguramente de espacio, Juanes no hace ningún comentario a la crítica de arte de Baudelaire y deja fuera la referencia a la crítica que se ha producido en suelo latinoamericano). No obstante su espíritu misceláneo y didáctico, el libro de Juanes dista de ser un museo a la manera de La historia del arte del profesor Gombrich. Territorios del arte contemporáneo tiene un carácter eminentemente comprehensivo, que busca esclarecer y fijar el significado de una serie de hitos que han ido conformando, eso sí, la historia del arte y la historia de su pensamiento crítico. De ahí que Juanes no mencione una serie de artistas menores que, a la hora de una valoración crítica objetiva, no podrían ocupar un mismo lugar al lado de Velázquez, Goya, Miguel Ángel o Leonardo, para referirme solamente a los pintores. Pese a que el volumen en su totalidad es la transcripción, casi sin retoques, de una serie de programas radiofónicos que se transmitieron hace unos años por Radio Educación, el libro de Juanes posee una impecable coherencia programática que no da pie a la emergencia del azar en su exposición de los problemas del arte. Después de haber leído las casi 500 páginas del libro, me sorprendió aún más la capacidad de Juanes para improvisar sobre una serie de asuntos complejos, y organizarlos como si la serie obedeciera a las previsiones de un guión concebido de an166

temano. Esto sólo quiere decir que el libro funciona como libro, y admite algunas consideraciones sobre la calidad de su contenido y de su prosa. La prosa de Juanes, evidente no sólo en Territorios del arte contemporáneo sino en la prosa del conjunto de sus libros, tiene un carácter marcadamente oral. Cuando Juanes escribe —al menos así me lo imagino— se levanta de su silla, camina, hojea libros, mira algunos de los pocos cuadros que cuelgan de las paredes de su casa, vuelve a sentarse, sigue escribiendo durante largas rachas muy parecidas a espasmos o arranques de un vigoroso intelecto, contesta el teléfono, mira el aparato de televisión donde se transmite un partido del Real Madrid, escribe, lee en voz alta lo escrito, hace anotaciones en un bloc a rayas y vuelve a escribir con la energía concentrada de quien está poseído totalmente por su tema. Así, lo que prima en el estilo de Juanes es el gesto, o lo que Juanes, tomando prestada una metáfora al mundo de la pintura, llama “lo pulsional”. El cuerpo, el propio cuerpo está altamente involucrado en el proceso. Y éste es el significado último del infinitivo improvisar: la escritura, entendida como el vaso contenedor del pensamiento, se está haciendo a sí misma en el momento de ser transmitida de la mano al papel. Esto le confiere a los escritos de Juanes un considerable empuje y una vecindad con sus lectores: el lector no puede dejar de sentirse interpelado, e incluso “agredido”, por este hombre que se apasiona cuando habla y escribe de arte.


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Juanes no deja nada en el tintero. Quiere abarcarlo y decirlo todo. Sin embargo, pese a sus énfasis y a las connotaciones complejas de los términos filosóficos que emplea, Territorios del arte contemporáneo es un libro polémico y abierto a las polaridades de la discusión. No es digresivo sino concentrado, hasta el punto de golpear sobre la mesa del escritorio con tal de poner los puntos sobre las íes y decirnos con todas sus letras y acentos que la crítica de arte no debe confundirse con la literatura ni con las ensoñaciones de los poetas que han escrito malamente sobre arte. La crítica de arte debe partir de la obra para generar un nuevo pensamiento y para volver a ella, generando con ello el efecto elusivo y preciso de un boomerang. El programa, o el guión general al que obedece la secuencia episódica del libro de Juanes, tiene una marcada relación de interdependencia con los libros y los ensayos que Juanes ha publicado a lo largo de la última década. Libros sobre pintura y crítica del pensamiento a los que uno tiene que recurrir si busca encontrar detalles o elaboraciones más prolijas. Si Juanes hace énfasis en Hölderlin y lo poético-pensante es porque antes ha publicado un libro sobre el particular; o cuando habla de Goya y la naturaleza “desaseada” y corporal de su pintura, uno no puede evitar remitirse a su libro sobre Goya y la modernidad como catástrofe. Lo mismo sucede con Leonardo y algunos tópicos del Renacimiento y la pintura veneciana, en particular el problema

del color y la carnación de las figuras en Giorgione. Con Dalí, con Pollock, con Artaud, con Kandinsky y con Duchamp, artistas a los que Juanes ha dedicado sendas monografías y que cita de cuando en cuando durante el desarrollo de su discurso radial. Sin embargo, las discusiones que podemos encontrar en este libro nos reservan sorpresas inéditas y momentos de gran apasionamiento en relación sobre todo con la obra de algunos pintores. Yo rescato los pasajes dedicados a Velázquez y san Juan de la Cruz o la conmovedora, por puntual, secuencia en la que Juanes refiere el modo en que está pintado un autorretrato de Rembrandt. La seriedad y los valores escuetos de su comentario a Las señoritas de Avignon me parecen un reflejo fidedigno del rango que Juanes le otorga a la crítica de arte: por encima de la interpretación, se encuentra el hecho irrefutable de la obra. El crítico debe palpar y observar antes que tratar de interpretar adecuadamente. Esto supone un alto grado de intimidad con el arte. Y el crítico, si de veras quiere serlo, debe ser partícipe activo de la obra. Pese a su título, Territorios del arte contemporáneo, algo me dice que Juanes se siente mucho más a gusto en compañía de los pintores de antaño que con los artistas de lo estrictamente nuevo y contemporáneo. Las mejores páginas del libro no en balde están consagradas a la plástica: mencioné a Picasso y a Velázquez. Y vale decir que la bibliografía de Juanes aún no ha contemplado un estudio sobre este último y los vasos comu167


nicantes que se extienden de su obra a la de san Juan de la Cruz. Territorios del arte contemporáneo es un ajuste de cuentas con la noción de que el arte es un asunto connatural a la existencia del hombre y a las circunvoluciones de su pensamiento. En reiteradas ocasiones a lo largo de su libro, Juanes nos recuerda que no hay arte sin pensamiento ni arte que excluya al cuerpo, aquello que Nietzsche llamaba la dimensión trágica del arte griego, esto es, la fusión de lo dionisiaco en lo apolíneo y la no cancelación de la forma sino lo opuesto: su emergencia y esplendor y su convivencia con lo atmosférico intangible de la idea. “El arte debe ser pensado siempre desde el arte y (...) el arte es en sí un incentivo para el pensamiento radical, libre, ajeno a los maniqueísmos de las posiciones de Verdad y de la política de los políticos”, dice Juanes en el Prólogo a su libro. Al poner en perspectiva histórica a las artes tradicionales o heredadas, la pintura de caballete y la escultura de pedestal, y refiriendo el momento en que las artes se despojan de los soportes tradicionales y se abren a nuevas posibilidades de expresión, Juanes está definiendo su posición sobre el arte. Siguiendo a Nietzsche y a los poetas románticos alemanes, Juanes lo entiende como el lugar donde el hombre se juega su propio destino. Pero también como la encarnación de una esencia intelectual e intangible. Si no hay pensamiento, no hay arte; y viceversa. El momento actual, que supone la inoperatividad de los esquemas tradicionales de 168

perfilar y reconfigurar el arte, se abre más que nunca a los horizontes de lo subjetivo. Ahora más que nunca el crítico o el pensador sobre el fenómeno artístico se ha convertido en un colaborador indispensable del artista. Y el libro de Juanes es un testimonio fehaciente de ello.

Un sol oscuro EDUARDO MOGA Andrés Sánchez Robayna, La sombra y la apariencia, Tusquets, Barcelona, 2010, 234 p.

Aunque en la solapa del volumen se nos dice que Andrés Sánchez Robayna (Las Palmas, 1952) nos ofrece “su nuevo y esperado libro”, de La sombra y la apariencia ya conocíamos algunas partes, que habían ido apareciendo en los últimos años en catálogos laterales, de menor difusión. Son cuatro de las siete secciones del poemario: “Correspondencias” y “Sobre una confidencia del mar griego”, publicadas en la colección “Signos”, de


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Huerga & Fierro, en 2005, con ilustraciones de Antoni Tàpies; “En el centro de un círculo de islas”, en la Fundación César Manrique, en 2007, con dibujos de José Manuel Broto; y “Reflejos en el día de Año Nuevo”, por el Museo Internacional de Arte Contemporáneo, de Lanzarote, en 2008, con ilustraciones de José María Sicilia y traducción al inglés de Stephanie Frances Flood. La sombra y la apariencia permite una visión panorámica de muchos de los temas recurrentes y giros estilísticos del autor canario. En primer lugar, se advierte su inclinación solar, común a tantos poetas isleños: el mar, las playas, los roques, bañados por una luz inacabable, pueblan sus poemas como símbolos del mundo contemplado. El cosmos insular se prolonga en las composiciones de “El lugar del zunzún”, que recrean una estancia en Cuba, con sus desafueros tropicales y sus personajes admirados, como José Martí, Lezama Lima o María Zambrano. Otro viajes, por Grecia y las islas del Egeo, añaden paisajes mediterráneos a esta exaltación de lo pelágico. Sánchez Robayna se demora entonces en las hebras del tapiz helénico, que lo son de un mundo material, aromático y henchido de color, pero también de una cultura ideal, de un espacio mítico: la cal, las higueras, las cigarras, los pinos, las olas, los olivos, entreverados de topónimos griegos y figuras de la cultura clásica —la Naxos de Ariadna y la Sunion cantada por Carles Riba; Arquíloco, padre putativo de la poesía satírica, y Parménides, que creía en la inmutabi-

lidad del ser—, configuran el decorado de escenas perfiladas con minuciosidad y también con ensimismamiento. Porque los paisajes descritos son la forma en que la realidad se manifiesta, con su esplendor ático, pero asimismo el extremo inalcanzable de la conciencia, el último jalón del yo: “Una sed no saciada, una sed en verdad inagotable es tu nombre, conciencia”, escribe Sánchez Robayna. El poeta mira, pues, hacia dentro, “en los nombres internos o secretos”: la visión del mundo excita la contemplación del sujeto vidente. La sombra y la apariencia afirma el ansia del centro, la armonía de lo disperso o enemigo, la procura de la unidad. Los sentidos del poeta barren la realidad para reunir sus añicos, sus heteróclitas epifanías, en la música absoluta de las sílabas y la deslumbrada realidad del poema. Sánchez Robayna pretende la fusión, la reconciliación, el Uno —así lo escribe, en mayúsculas—, e, imbuido de la sacralidad de ese propósito trascendente, sostiene que “todo es templo”. Su afán se concreta en un escrutinio lacerante de las cosas, que se convierte en una aprehensión estremecida de las cosas: un hervor frío que refrena la huida de lo existente. La sombra y la apariencia —dos sustantivos que no permiten dudar de la naturaleza inmaterial, acaso falaz, de lo percibido— es un cúmulo de fogonazos de tiempo, de explosiones sensoriales, apenas capturados, que nos inundan fugaz y violentamente. E igual que Eliot sostenía que el presente y el pasado quizás estuvieran contenidos en el futuro, y éste en el pasa169


do, Sánchez Robayna habla de todos los instantes en este instante, de todos los tiempos en este tiempo: “No un punto inmóvil / en el tiempo indiviso / sino el punto candente del instante que gira, / suma tal vez de instantes en lo múltiple, / en una convergencia de tiempo y duración…” La consideración del tiempo apresado en su transcurso conduce al poeta a la consideración de naturaleza perecedera de las cosas y a la evidencia de su desaparición: dos veces repite el omnia mors poscit senequiano en una de las composiciones. La sombra y la apariencia contiene varias elegías: a Rachel Corrie, la pacifista estadunidense aplastada en Gaza por una excavadora israelí; al músico polaco Henryk Górecki; al poeta brasileño Haroldo de Campos; a los muertos en el atentado del 11-M en Madrid. Y también abundantes homenajes funerarios, como los que rinde el autor con sus visitas a las tumbas de Juan Ramón Jiménez (“El niñodiós anduvo / por estas calles blancas: / piedra y cielo nacían / dentro de la mañana”), Keats, Mallarmé y Borges. Una constelación de símbolos insiste en la fugacidad constitutiva del ser: las hojas secas, metáfora de la caída y la muerte, pero también del renacimiento incesante de la vida; el vilano, ese apéndice filamentoso de algunas plantas, y su ingrávida insignificancia; la sombra que pasa: “Quién es la sombra que ahora pasa”, se pregunta el poeta en “Una sombra”; y en “Ierí Limni” afirma: “Pasas, sombra baldía, / sobre la coagulada luz del mundo”. La nada es el epifonema de esta serena 170

reflexión sobre la oscuridad, realizada con la misma claridad apolínea que ilumina los poemas celebratorios de La sombra y la apariencia. El análisis del envés tenebroso de lo observado concluye en la inexistencia, aunque impregnada de un sentido seminal, de un sustrato corpóreo o locativo, como la anulación de los místicos: es una nada que auspicia el verdadero saber, una nada deseante o sedienta, una lumbre suave, una niebla espesa, como dice el poeta en varios lugares; es la sublimación de lo visible. Este antiguo binomio de la sustancia y la apariencia, de lo ajeno y lo entrañado, de la vida y la muerte, encuentra en el libro de Sánchez Robayna otro par en el que manifestarse: la luz y la negrura, que se hacen, a menudo, una. La primera es omnipresente: no hay conciencia sin ella, y sin conciencia no hay mundo. La luz adopta todas las formas de la carne: se hace piedra, agua, superficie. Pero se asocia, con preferencia, a lo alto: el cielo, las nubes, el aire, el amanecer y el ocaso. Su voluntad es ascendente; su propósito, espiritualizador. La negrura, por su parte, refleja su polo opuesto —la pérdida, el silencio: la extinción—, pero también su origen: la grieta de donde brota, la negación necesaria para que algo se afirme. Y ambas, en efecto, se entrelazan, para constituir la luz negra que ya cantaba la Biblia —“oscuridad como luz”, dice el salmista; “oscuridad, tu luz”, escribe Sánchez Robayna—, el oxímoron visitado por Píndaro y Álvarez Ortega, por Góngora y Kozer, por Nerval y Valente, que significa la to-


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talidad perseguida pero inaccesible, la reconciliación con un mundo hermoso y feroz, la pacificación del yo.

Luigi Amara: cazador de infamias FERNANDO

DE

LEÓN

Luigi Amara, Los disidentes del universo, Gobierno del Estado de México, México, 2011, 160 p.

Los disidentes del universo, de Luigi Amara, es un libro de ensayos cuyos temas son apasionantes, aunque en su conjunto propongan una visión excéntrica de la pasión. El título y su epílogo lo plantean claramente: los personajes que protagonizan estos perfiles son, por sus historias, características y manías, seres infames en el sentido doble que adopta el término, de descrédito y de injusto anonimato al que conduce, entre otras causas, el propio descrédito. Personajes que están notoriamente fuera de lo que, en general,

llamaríamos nuestro universo, nuestra cotidianidad, nuestro sentido común. Sin embargo, esta marginalidad en la que habitan, lejos de incitar la misericordia de los que aún estamos dentro de nuestra fantasmal normalidad, los vuelve al instante seres perturbadoramente admirables, porque han vivido de una forma singular e irrepetible. Los personajes que han atrapado la atención de Luigi Amara son John Connish y su adicción por hacer cola, o fila, como mejor se entienda; Johannes Richter, prácticamente un inquisidor que investiga la autenticidad y censura sin piedad las últimas palabras antes de morir de las celebridades; Thomas Lloyd, excéntrico comedor de papel; Julia Pastrana, una mujer cubierta totalmente de cabello, exhibida en circos por su propio esposo; ajedrecistas que se ensimisman durante horas para hacer una movida en una partida de ajedrez, Roy Robert Smith, hombre que ha permanecido prácticamente inerte toda su vida; Isidoro García Saldaña, taxidermista de animales fantásticos. Cada ensayo cumple con creces las expectativas que desde el planteamiento del tema general, cada ensayo conlleva una reflexión profunda y es ejecutado con una dosis de humor negro porque en ellos abundan las anécdotas que sorprenden y divierten. En este punto, yo quisiera aconsejar al futuro lector de este libro: desconfiar de la veracidad de los datos presentados por el ensayista es algo extremadamente agotador e innecesario, crean en él, pacten con él y comprobarán que lo que plantea 171


son problemas genuinos, y que si en alguno que otro punto no lo han sido para la historia, ahora lo son para la mente del lector que los registra. Todo ensayo tiene, de una manera inicial, un espíritu de monólogo, de soliloquio, porque algo nos quiere contar o plantear el autor sobre sí mismo, pero leer a Luigi Amara, más que escucharlo, es conversar con él, incluso dialogar con su tema. Tiene no sólo la habilidad de poner a pensar al lector sino de despertar su voz para llevarlo al amistoso mundo de la discusión. Tiene, además, atributos que lo dotan increíblemente para el ensayo: por una parte, su formación como filósofo le exige claridad de ideas y su calidad de poeta lo lleva a buscar en todo momento la palabra exacta y la frase que dispare la imaginación del lector. Por si eso fuera poco, estamos ante un autor que valora y ejerce el poder de la ficción. La idea de que Amara es un ensayista que ha pensado mucho en el fondo y la forma de este libro es patente desde el orden propuesto para los ensayos: así, un lector afecto a la continuidad, como yo (los hay respetablemente dispersos), que se adentra en cada perfil, descubrirá que el excéntrico ensayo sobre hacer cola es su punto de partida y el taxidermista, amante de lo inamovible, del ensayo final, es su punto de llegada. Es decir, que incluso de forma estructural, Amara ensaya un proceso que va de la lentitud a la inmovilidad absoluta, de la aparente superficialidad de hacer cola, aspirando al lento avance por turno, a los ensayos 172

finales que son la metafísica de un Kaspar Hauser voluntario y a una exaltación de la filosofía del Bartleby de Melville: “preferiría no hacerlo” y al ensayo sobre la taxidermia fantástica que es de entrada la inmovilidad biológica absoluta. La movilidad e inmovilidad son una sola obsesión, sugerida en el Amara poeta de El cazador de grietas y declarada notablemente ya en el Amara ensayista de El peatón inmóvil. El camino de la lentitud a la inmovilidad es sinuoso y a veces laberíntico en los textos de Amara. Por ejemplo, en el ensayo sobre los ajedrecistas absortos que encontramos a medio libro, el autor se pregunta qué pensarán los brillantes ajedrecistas entre demoradas movidas, si será un maravilloso despliegue de raciocinio casi delirante. Al siguiente párrafo, Amara plantea otra duda igualmente interesante que descalifica a la primera, la cual yo la enunciaría así: quizás esa demora sea sólo la estrategia de una mente amañada pero no brillante. Acto seguido, Amara propone una tercer vertiente que conduce a una suerte de misticismo del ajedrez. El ensayista, en tres párrafos, nos presenta tres caminos, nos convence en cada ocasión de que cada camino nos lleva a una respuesta satisfactoria. Quizá los planteamientos de Amara tengan la cualidad de la retórica pero, por la sinceridad de su búsqueda, sospechamos que toda pregunta retórica tiene la esperanza de dejar de serlo, de tener una respuesta no evidente. De golpe comprendemos que la respuesta es sí. Sí a todo: la


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abstracción de los ajedrecistas a veces es un delirio maravilloso, a veces también es una trampa psicológica y, a veces, las menos pero sucede, es un arrobo místico: como lector de este ensayo me descubro absorto ante el texto como ante un tablero de ajedrez. El camino de la lentitud a la inmovilidad es el camino de la abstracción. Los ensayos contenidos en Los disidentes del universo son puertas a personajes y situaciones extraordinarias que se conectan de manera secreta pero directa con el resto del universo: son el margen que recuerda haber sido centro, porque algo hay en nosotros de raro y de alucinante, algo que subterráneamente lucha por aflorar en cada uno de nosotros como fuego fatuo, y que siempre hemos sometido y ocultado, algo que nos lleva a leer con avidez este libro y a soltar, de vez en cuando, una risita nerviosa de asombrosa complicidad.

Ciudad irreal DAVID OLGUÍN Geney Beltrán Félix, Habla de lo que sabes, Jus, México, 2009, 160 p.

Geney Beltrán Félix es un escritor acucioso; pero más allá de saber que meditó largamente las páginas de Habla de lo que sabes, me interesa poner énfasis sobre el hecho de estar ante su primer libro de narrativa. Para ciertos escritores, el “primer libro” es una especie de mapa de ruta que presagia el porvenir. Al final de los diez cuentos reunidos, Beltrán Félix incluye una cita de Alejandra Pizarnik a manera de epílogo: “Pero no hables de los jardines, no hables de la luna, no hables de la rosa, no hables del mar. Habla. Habla de lo que sabes. Habla de lo que vibra en tu médula y hace luces y sombras en tu mirada, habla del dolor incesante de tus huesos, habla del vértigo, habla de tu respiración, de tu desolación, de tu traición. Es tan oscuro, tan en silencio el proceso a que me obligo. Oh habla del silencio.” Este epílogo se convierte, así, en un prólogo de la aspiración literaria de Beltrán Félix y el porqué de su escritura de ficción, una especie de acta poética. En este sentido, los protagonistas de esta colección de cuentos no son las complejas relaciones entre ficción y realidad, ni las refinadas acrobacias de la inteligencia o del ingenio. Beltrán Félix habla de lo que 173


sabe y busca escribir, al decir de Nietzsche, “con sangre porque la sangre es espíritu”. Sin duda es un escritor con un depurado oficio, pero ante todo aspira a saber de la gente; desentrañar el interior de las personas determina su acercamiento a la ficción. No en vano nuestro autor entiende de teatro y le apasiona Dostoievski, y conoce también los tristes paisajes de las almas en la estepa rusa, saberes que no sólo están presentes en la habilidad con la que dialogan los personajes de Habla de lo que sabes. En el único poema que escribiera mi maestro Ludwik Margules, un poeta de la escena y buen lector de poesía, pero a quien la escritura de una carta podía provocarle varios insomnios, el doctor Chejov hace acto de presencia de manera extraordinaria:

La fugacidad del tiempo y un mapa de África sustituyen la facultad del lenguaje La conversión del escenario en la platina de un microscopio Permite la observación dilatada de la agonía del hombre El doctor es un estudioso Vigila meticulosamente la antropología del sufrimiento. Beltrán Félix, contador de historias, busca pulsar la fibra humana en la grandeza de su razón y su sinrazón. Padece con sus personajes, habita delirios, escarba en la dignidad de su miseria y en sus sueños, construye paisajes mentales 174

—fragmentarias explicaciones de cómo esas criaturas tratan de articular su idea muy personal que se hacen de las cosas. La conciencia de la irracionalidad del dolor, su “por nada” casi irrisorio, hacen de Chejov y de Kafka, a pesar de estilos tan diferentes, escrituras hermanas. El absurdo es el trasfondo de una visión del mundo que puede hacer de la estepa rusa, de un ghetto judío o de una urbe infinita como la nuestra —ciudad irreal, diría Eliot— un paisaje interior. Como los doctores de Chejov que miran la irracionalidad del sufrimiento, como los introspectivos y delirantes sonámbulos dostoievskianos, Beltrán Félix quiere hablar de lo que sabe en una ciudad del alma, real e ilusoria, una ciudad que habla, respira, suspira, exhala. No es un telón de fondo; vive y muere en las permanentes crisis interiores, apocalipsis de conciencia y en los conflictos de jóvenes, escritores fracasados, un cajero, burócratas, estudiantes, ancianos y madres de familia que pueblan esta colección de cuentos. La ciudad de esta gente adolorida es lo que no es, una fuga: en el cuento que lleva por título “Keppel Croft”, ese nombre, “un paraje bellísimo en Ontario, frente a Georgian Bay”, le parece a un hombre amaridado, que fantasea con una adolescente en pleno cuarto conyugal, la invitación a huir de todo (su familia y empleo, la ciudad y los días grises), desaparecer. Pero él solo invoca los fantasmas mirando a través de la ventana a una ciudad donde nunca neva: “supo que nada había entendido, él, ella, el significa-


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do de Keppel Croft, ese nombre viejo que lo seguía esperando por dentro en la forma de un terremoto milenario”. En otro cuento, un oficinista mata y convierte a la ciudad en un río que devora y cuyo caudal ojalá pudiera ocultar el crimen: “Toda la noche y toda la mañana ha llovido, no tarda el río en rebelarse a los diques y se llevará mi casa y el cadáver de Porfirio, y yo también habré de ser muy pronto carne sin conciencia.” Ciudad rabiosa y violenta, ciudad donde, en el cuento “Anoche soñé que volaba”, un cajero de Superama, tras matar a un cliente, huye y tras correr y correr respira tranquilo por un instante: “Y mientras cada cosa se hace más nimia y él se siente ligerísimo, ve con alegría el sol ponerse como un candado ígneo sobre la Ciudad, todo tiene contornos, todo es real y vive y vibra y brilla y su cuerpo se va disipando y se vuelve polvo, bruma, nada, sólo aire anochecido sobre la ciudad, esta bella y agria Ciudad sin remedio.” En 1856, Melville publicó Bartleby. Ese Wall Street de hace 155 años es visto como un mausoleo, rascacielos de entonces, oficinas con ventanas que dan hacia muros ciegos, hombres que cruzan en domingo —vestidos de riguroso negro burocrático—, plazas solitarias que, en días de oficina, atestadas de gente, transpiran la misma soledad. Geney nos lleva de la realidad, del paisaje externo, a la construcción del paisaje mental, castillos de aire que se fincan en la carne de la gente. El asombro o lo extraño, en sus cuentos, no da pie a

lo fantástico. Tampoco su temple pertenece a la limpia geometría que mira el absurdo de nuestros comportamientos ilógicos con agudeza racionalista. Borges dice a propósito de Bartleby : “Es como si Melville hubiera escrito: ¡Basta que sea irracional un solo hombre para que otros lo sean y para que lo sea el universo!” Pero la palabra universo es tan absoluta que olvida lo minúsculo, la tortura interior que nace de emprendimientos cotidianos, la mazmorra del alma, la angustia de Apollinaire que, en la madrugada etílica de Zona, dice: “Oh torre Eiffel, el rebaño de tus puentes bala”, o de la ciudad irreal en La tierra baldía con sus catástrofes del espíritu. La Ciudad de Geney Beltrán es el paisaje interior después del terremoto cotidiano, un paisaje de ángeles caídos. Un hombre parece recorrerla —¿acaso muerto o muriendo?— y queda atrapado en un puente peatonal que se convierte en su jaula inescapable. En “Sara antes del fuego”, una mujer, maltrato sobre maltrato, da un par de pasos, cruza el umbral de su garage y accede a una posible liberación interior al avanzar hacia lo desconocido. En “Hondonada”, un pesado escritor joven —para nada un peso pesado sino un mediocre escriba gordo, de más de cien kilos a la sombra—, literalmente se pierde y una caminata verifica el drama humano del extravío y la muerte. Borges llama a este género de historias “el de las fantasías de la conducta y el sentimiento”, pero si el delirio hace del paisaje mental una cárcel piranesiana, ya 175


estamos en otra cosa, algo cercano a la pesadilla. Habla de lo que sabes encierra el vértigo de lo extraño, pero tiene la sabiduría de los que despiertan del mal sueño para contar. “Es tan oscuro, tan en silencio el proceso a que me obligo”, dice Pizarnik. “Oh habla del silencio”. Beltrán Félix no sólo escribió un buen libro de cuentos, sino un libro que es un alegato sobre algunos porqués de la escritura.

Crítica de la poesía crítica FELIPE VÁZQUEZ Ignacio Ruiz-Pérez, Nostalgia de la unidad natural: la poesía de José Carlos Becerra, Instituto Mexiquense de Cultura, Toluca, 2009, 162 p. I

Una de las manías de la “crítica literaria” mexicana consiste en hablar del autor y desplazar la obra a una zona de sombra. El objeto de la crítica, la obra, queda al 176

margen, nimbada por la aureola de lo intocable; y el autor adquiere un papel protagónico tan cuestionable como escabroso. El peor vicio, sin embargo, aparece cuando el “crítico”, al hablar de cualquier obra, habla sólo de sí mismo; y esta suerte de autobiografía parasitaria sólo muestra un desprecio tácito por la literatura. Y para desaliento de la aldea literaria mexicana, quizás hay demasiados escritores que ejercen el ninguneo militante de la literatura. Refiero esta situación a propósito del libro Nostalgia de la unidad natural: la poesía de José Carlos Becerra, de Ignacio Ruiz-Pérez, quien se propuso analizar, de manera rigurosa e imaginativa, la obra poética del autor tabasqueño más allá del abundante anecdotario sobre su vida, sus andanzas, sus amistades y su trágica muerte. A diferencia de los expertos en escamotear la obra al mismo tiempo que la “critican”, Ruiz-Pérez ejerce la crítica a ras de poema. Y aunque hay poemas de Becerra que requieren un contexto biográfico para comprenderlos con amplitud, el crítico nunca pierde de vista que su objeto de análisis es la poesía. Por otra parte, no se trata del árido estudio de un académico —aunque el autor lo es— sino de una lectura inteligente y erudita que un poeta realiza sobre los poemas de otro poeta. Para ello, Ruiz-Pérez retoma el discurso sobre la poesía moderna de Octavio Paz y lo aplica al análisis e interpretación de El otoño recorre las islas, título que reúne los libros de poesía de Becerra, compilado por Gabriel Zaid y José Emilio Pa-


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checo y publicado por la editorial ERA en 1973. Antes de comentar grosso modo la estructura de Nostalgia de la unidad natural, quiero hacer un breve comentario sobre la poesía de Becerra para que el lector comprenda la dispositio crítica de Ruiz-Pérez. II

La poesía de José Carlos Becerra (19361970) traza un arco que va del lenguaje adánico, casi inocente en su capacidad genésica y celebratoria, hasta el lenguaje crítico de sí mismo: re-flexivo, desarticulado y fragmentario en su intento por cuestionar sus propios mecanismos de enunciación. En el sistema de Octavio Paz, diremos que Becerra inicia su trayectoria poética armado de la teoría de las correspondencias universales (analogía), pasa por un periodo crítico (de crisis, véase el sentido etimológico) y culmina en la ironía: la conciencia consciente de sí y de su propia muerte, consciente de su escisión respecto del mundo, consciente de su condición desasida. (En el prólogo de El otoño recorre las islas, Paz se refiere a la fractura de la visión analógica como “encuentro con la realidad”, la que produjo “los mejores poemas de Becerra”). En la cima de este arco verbal se despliega el versículo como un oleaje (digo oleaje por la recurrencia de la anáfora en muchos poemas), las líneas versuales se extienden sobre la página y se van en-

garzando en una suerte de danza erótica y, como Shiva, en esa danza crea y destruye, aunque la fuerza resultante es la euforia creadora del lenguaje. En este punto, la imagen —la imagen demiúrgica— adquiere una presencia absoluta. La concepción del tiempo es circular y el universo es el espacio de la semejanza (de la unidad). En su devenir, el universo se dice y, al decirse, se crea semejante a sí mismo. El poema es aquí una de las formas que el universo tiene de decirse, de nombrarse; y más aún: el universo es consciente de sí en el poema. Al final del arco, el verso se acorta, se vuelve contra sí, y roza el filo del silencio: el lenguaje toca los límites de su relación con la realidad y consigo mismo, y ya no es el hacedor de imágenes sino el instrumento que disecciona las imágenes. La conciencia de la muerte lo vuelve irónico y metapoético: “La ironía —comenta Ruiz-Pérez— es la conciencia de la ruptura entre el sujeto y su entorno: el fracaso de su poder trascendental, pero también la conciencia de ser un ente caído, contingente y, en suma, expulsado del orden universal. A diferencia de la analogía, la ironía señala que la cópula entre la palabra y el objeto que ésta designa es una convención: es la conciencia de la alteridad y no de la unidad que aparece con la Edad Moderna y el afán por el progreso.” También podemos pensar la trayectoria lírica de Becerra desde el punto de vista deconstructivo. En efecto, el versículo se despliega de manera elocuente, 177


suntuosa y casi vegetal; las palabras establecen una relación erótica que impulsa el desbordamiento rizomático del poema; y de manera sucesiva, cada poema rompe sus propios límites poseído por el horror vacui que él mismo concibe en sus mecanismos de proliferación. Esta característica, que comparte con otros poetas de tendencia neobarroca, tiene una singularidad: visto en su conjunto, el lenguaje lírico de José Carlos Becerra despliega una estrategia de desterritorialización que culmina en la desarticulación del lenguaje adánico frente a una realidad extraña y fugitiva, en el giro del lenguaje sobre sí mismo, en una fragmentariedad radical donde el significado queda en entredicho, y donde el poema pierde terreno, se vuelve carencia de sí. El lenguaje va de desmarcaje en desmarcaje: se desarticula de sí mismo, de su tradición, de la realidad, etc. Al final, el poema se acerca a los márgenes del silencio y tenderá a confundirse con la página en blanco. III

Acorde con la concepción romántica, Ruiz-Perez argumenta que Nostalgia de la unidad natural es un título que engloba la aventura poética de José Carlos Becerra, pues considera la palabra nostalgia en su sentido etimológico: “Los antiguos llamaban nostalgia (del griego nóstos, regreso, y álgos, dolor) a aquella enfermedad que consistía en el impulso (en su sentido más puro: pulsión erótica) dolo178

roso e irrealizable por el retorno al país de origen. En la poesía de Becerra la nostalgia es producto del deseo por recuperar aquello (infancia, paisaje, amor) que de manera natural perteneció al sujeto; una pertenencia que nunca recuperará y que en cambio habrá de revelarle su condición escindida, pasajera y terrestre.” Luego de este planteamiento, Ruiz-Pérez organiza su estudio en dos capítulos. En el primero, titulado “De la plenitud al dolor por el retorno”, analiza la poesía producida a partir de la concepción analógica del universo. De acuerdo con la estructura que Zaid y Pacheco dieron a la edición de El otoño recorre las islas, dicha poesía corresponde a Los muelles, Oscura palabra y las dos primeras partes de Relación de los hechos : “Betania” y “Apariciones”. En el segundo capítulo, titulado “La (anti)épica de la modernidad: ciudad, cine y cómic en la poesía de José Carlos Becerra”, analiza los poemas escritos cuando el poeta descubre que su visión analógica queda desgarrada por la ironía: las dos últimas secciones del libro Relación de los hechos: “Las reglas del juego” y “Ragtime”, luego La Venta, Fiestas de invierno y Cómo retrasar la aparición de las hormigas. Ruiz-Pérez inicia el abordaje crítico a partir de la concepción romántica de la poesía (debo precisar que se trata de la lectura que hace Octavio Paz de la poesía romántica, expuesta principalmente en Los hijos del limo) y lo va enriqueciendo con ideas de diversos críticos de


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la modernidad: Albert Béguin, Marcel Raymond, Denis de Rougemont, Walter Muschg, Mircea Eliade, Bachelard, Heidegger, Barthes, Benjamin, etc. Aunque estas referencias son aparatosas, el discurso de Nostalgia de la unidad natural no es pedante, pues la virtud crítica de Ruiz-Pérez consiste en citar paso a paso la producción poética de Becerra; analiza, contextualiza e interpreta los poemas con ayuda de diversas herramientas críticas, y no duda, por ejemplo, en hacer coincidir las definiciones del mito según Eliade y según Barthes para descodificar los palimpsestos del constructo lírico correspondiente al capítulo segundo. Ahora bien, más allá de la biografía de Becerra, de sus influencias (Paul Claudel, Saint-John Perse, Pellicer, Lezama Lima, Pablo Neruda, Paz), de sus tópicos (el mar, la selva, el trópico, la mujer amada, los cómics, el cine) y de sus mitologías, Ruiz-Pérez analiza en qué consiste la singularidad de esa poesía, qué nos dice, cuáles son sus atributos y sus recursos, cuál es la cosmovisión desde la que fueron escritos los poemas, cómo acusa recibo de las diversas obras líricas que contribuyeron a articular su visión lírica, cómo desemboca en la problematización de sus recursos verbales (“¿No se puede considerar el versículo sinuoso y acéntrico de Becerra la constancia de esa contra-dicción que entraña su poesía, es decir, la irónica certeza de la pérdida de la unidad natural frente al entorno prosaico que descentra y fragmenta al sujeto?”), y cómo influye en los poetas mexicanos

de la generación siguiente (David Huerta, Coral Bracho, José Luis Rivas, Jorge Esquinca) e incluso cómo influyó en un poeta de su misma promoción poética: Gerardo Deniz (quizá hoy el mejor poeta vivo de México). El resultado es una espléndida guía de lectura de una de las obras poéticas más complejas de la tradición mexicana. Si los acercamientos críticos a la poesía fueran como el de Ruiz-Pérez o como el de Arturo Cantú (En la red de cristal. Edición y estudio de Muerte sin fin de José Gorostiza), quizás habría menos pero mejores poetas, y más y mejores críticos, pues creo que la sobrepoblación actual de poetas y la mengua de críticos (tanto impresionistas como académicos) se basa en la mala lectura; mala lectura que incluso algunos críticos prominentes difunden, basta revisar las entradas correspondientes a los poetas del Diccionario crítico de la literatura mexicana de Christopher Domínguez Michael.

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El reposo y la clausura VÍCTOR ALEJANDRO RUIZ RAMÍREZ Elsa Cross, Nadir, CONACULTA, México, 2010, 88p.

La peor de las catástrofes es cuando todo se derrumba quedando en su lugar. Maurice Blanchot

Según el decir de Arnold Hauser, las obras de arte oscilan entre la manifestación de dos experiencias: la de vida y la de cultura. Por eso ha de ser que las expresiones dan cuenta de algo distinto al arte o, por el contrario, se ciernen sobre éste como un gesto de retorno al lugar de origen. Se asuma una u otra, tal postura no podrá estar desligada de lo que cada artista, como es natural, alcance a sentir. No otra cosa, para no ir muy lejos, ocurre en Nadir. El más reciente libro de Elsa Cross refiere una experiencia de vida que se ha volcado en la palabra. Nadir, cuyos poemas, como el vórtice de un abismo, conducen a la sensación de haber perdido cierta esperanza, tanto como la experiencia última de la vida: el encuentro con la muerte. De principio a fin, Nadir contiene poemas que buscan compartir con el lector el dolor de la ausencia irreparable. Dividido en siete apartados de sugerentes títulos, Nadir muestra diversos aspectos en la travesía del duelo. “De180

rrumbe”, la primera sección, se caracteriza por cierta sensación melancólica. A los once poemas que conforman este apartado, un hilo común los eslabona: el de la catástrofe, quizá la mayor de todas. Al orden regular del mundo —de las cosas, al devenir de la vida— le sobreviene un acontecimiento que hace girar, en sentido opuesto, su transcurrir, allí donde la presencia se convierte en ausencia: la pérdida del otro, la peor de las catástrofes porque “Todo se derrumba / y sigue allí / espectral”. Las cosas, el mundo, la vida, persisten en su transcurrir y el sujeto, melancólico, se desenvuelve en su añoranza, que es el lugar de la permanencia, del detenimiento, de las petrificaciones: “Petrifica la memoria / como en el valle los guerreros de sal, / vueltos hacia el levante”. En el rastro de la errancia, lo que aún permanece, se retiene asimismo el halo del ausente; en el recuerdo se busca recuperar la orientación de la conciencia que “deambula en la noche abismal”. No sólo desaparecen las voces, sino también sus ecos: “Las voces ya no están más de pronto, / y el silencio no sofoca / el asombro de seguir vivos / en medio de esos ecos extintos”. El eco que se va transformando en eco acentúa tanto la sensación de la pérdida como la de los rastros de esa pérdida: de la voz, el eco del eco; del ser, el recuerdo del recuerdo. Aun en la evocación de los objetos donde se materializan los recuerdos —fotografías, diarios, huellas— se mira la inextricable fugacidad del mundo y


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los sujetos. “El abrazo”, segunda sección del poemario, nos deja dos figuras al menos. La primera, la del árbol en otoño, cuyo follaje desprendido, a pesar de su ingravidez y del viento que lo eleva, reposa sobre tierra: si el árbol se deshoja es para dar paso a otros retoños que dejarán hojas secas; la segunda, el pasaje de la vida a la muerte como un abrazo donde surge la incógnita de lo que hay entre una u otra: “¿Qué media en el abrazo / entre vida y muerte?” Habla de lo inefable ya que en ese traslado nada se puede decir. La pregunta sobre la mediación entre vida y muerte invita a reflexionar si en el encuentro de ambas la vida se termina o se continúa en la muerte. Una pequeña ciudad griega le da nombre al tercer pasaje del libro. “Galaxidi”, nombre emblemático que, por la oscuridad de su etimología, da pauta para abordar el enigma del origen de la vida y su continuidad. En la paradoja de lo perecedero y lo durable, los poemas aquí contenidos danzan, tristes, el sentido de lo sorprendente de un retruécano para la razón: lo que permanece y dura es lo efímero y “solamente / lo fugitivo permanece y dura”, como escribió Quevedo en uno de sus más célebres sonetos. Mientras, las cosas que todavía quedan ya no son las mismas porque falta el sentido otro con el que el ausente las hacía existir. Pero “Galaxidi” también se configura como un recuerdo del lugar donde la poeta se reconoció con el otro ahora ausente en la palabra.

El simbolismo de las flores en el acto funerario se despliega en las líneas de los versos abarcados en la cuarta parte. “Asfódelos” sugiere no únicamente la imagen de la bella flor ni sólo sus propiedades curativas sino, a la vez, la evocación de su figuración profética para tratar el tópico del advenimiento ineluctable e inminente de la muerte: “Azahares por dondequiera, / subrayando el carácter de antigua nupcia, / de hecho irrevocable— / el de esta muerte acercándose”. La anunciación de la flor deviene rastro del pasaje a la muerte, del encuentro de ésta con la vida, en cuyo abrazo queda la melancolía desencadenada sólo al poder recuperar, en ausencia y como recuerdo, la presencia del otro. Así, la figura de la flor muestra otro aspecto de su hacer simbólico en el acto funerario, no nada más como impronta del pasaje de una vida a la otra sino como una prueba, para el ser que parte, de la andanza en este mundo. “Ganges”, el siguiente subtítulo, comienza con un epígrafe lapidario que indica el origen del poema. La visceral experiencia de la pérdida de lo que fue engendrado se describe en el acto funerario de arrojar las cenizas, “el paso, el peso de la vida”, devolviéndolas al movimiento del agua para que simbólicamente continúe el ser despedido hacia las transformaciones. Considerada la vida como un viaje hacia la muerte, la muerte se concibe como una “vida otra” donde lo único perpetuo es seguir viajando. De esta manera se responde al cuestionamien181


to surgido a partir del encuentro entre vida y muerte, donde una se continúa en la otra porque se concibe ésta como inherente a la vida. Al evocar el Puente Mirabeau en el título de la sexta división, pues es ése el encabezamiento que lleva, resulta difícil no evocar la sensación de la muerte que se manifiesta en el suicidio y, más puntualmente, en el de Paul Celan. Aunque no es de Celan de quien se habla, pese a que algunos versos suyos figuren como epígrafe, la imagen del suicida se aproxima a la del melancólico, para quien tampoco hay suficientes salidas, con la salvedad de que uno actúa con desesperación mientras que el otro se deja consumir con falsa parsimonia —falsa por falta de sosiego—, el gesto de serenidad con el que aparece el melancólico muestra más bien la peor de las catástrofes. El mundo con sus cosas permanece en su sitio. Las aguas del río no apagan el madero aún abrasador. La mirada generada por la melancolía se sitúa en lo efímero, en la vieja metáfora del río y la vida. De modo tal que se elige entre estar en el río, desplazándose en su discurrir, y plantarse ante él contemplando su incansable transitar. El avance del río figura también lo pasajero del estado del alma, ya que la melancolía se acabará cuando se transite a esa vida otra. Para concluir, una “Coda”, de expresión melancólica en relación a lo que permanece y dura en el mundo, que sólo tiene las formas de “una leve rever182

beración, un halo difuso”. Las últimas líneas versan sobre la manera en que se mira desde el sentimiento de la pérdida irreparable lo que queda. Del derrumbe provine un resurgimiento dado en la posibilidad del decir. Si en el soñar se manifiestan nuestros deseos, entonces la página vuelta un sueño es en Nadir la búsqueda del alivio por parte de un sujeto quebrantado, el escribir se vuelve una decisión: seguir las palabras “al lugar donde todo se recompone / después de la disolución”. El poema significa la espera del consuelo en la palabra antes que en la muerte; entonces se siente que la pena amaina. En Nadir habla un sujeto no situado ante el dolor sino en él: una sensación que le resulta inevitable y que se distingue del sufrimiento por ser éste siempre optativo, ya que se trata de una actitud; en cambio el dolor tiene lugar como padecimiento en el alma y en el cuerpo. El título del libro permea cada verso. El nadir constituye la figura del estado de alma de un sujeto que, tras lograr el cenit en la vida mediante la breve felicidad, ahora retorna y permanece en las profundidades del recuerdo con una tristeza sin fin. Con este nuevo título Elsa Cross comparte una poesía profundamente meditada sobre un tópico constante en su reflexión: la clausura, pero ahora bajo la forma de la ausencia del otro en la muerte. Con ello, Nadir se inscribe en la concepción del acto poético como dador de sentido de la experiencia y posi-


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bilidad de reposo, de donde tal vez provenga el rasgo que ha caracterizado hasta el presente su poesía: la conjunción entre el pensamiento profundo y detenido con la claridad de su expresión.

Amores difíciles, pasiones desastrosas VÍCTOR CABRERA Silvia Eugenia Castillero, Eloísa, AldusUniversidad de Guadalajara, México, 2010, 80 p.

Qué suerte la mía encontrarte esperándome. El mundo se desintegra y nosotros enamorados. Líneas de Ilsa Lund (Ingrid Bergman) en Casablanca

Desde sus primeros versos, la Eloísa de Silvia Eugenia Castillero se instaura en un tiempo suspendido que “se alarga” co-

mo una gota de agua hasta formar una maleable estalactita verbal... He aquí la materia de su discurso: el tiempo sin tiempo, sin principio visible ni fin probable, del amor ideal(izado): “Eloísa espera. / Un silencio de quilla de barco / al romper las aguas atraviesa cada / trazo del tiempo, / allí suspendida una gota se alarga / se alarga, / la espera inconclusa / colgando / de cualquier veta. / Puede ser una rama / rodeada de vacío, / queriendo volcarse en algo, / caer por fin, romperse.” (Las cursivas son de SEC). A partir de un puñado de palabras llave (tiempo, espera, silencio, vacío), Castillero construye un ámbito crepuscular doblemente signado por la ausencia y la espera. Una espera erigida en el apocalipsis íntimo que supone la partida del amado (Abelardo tácito, elidido, fantasmal) bajo “un cielo incendiado / —lejanísimo y superficial— / un espectro provisional de luces” que evoca la plasticidad ominosa de los paisajes de Edvard Munch en los que, como en uno de los versos de Silvia Eugenia, “el mundo se caía”. Es interesante confrontar las imágenes desoladoras de esta Eloísa contemporánea con una anotación del Diario del artista noruego fechada en 1892 para constatar de qué misteriosas maneras los lenguajes y sus símbolos se corresponden: “Paseaba por un sendero (…) —el sol se puso— de repente el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansancio —sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad— (…) 183


yo me quedé quieto, temblando de ansiedad, sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza”. “Allí me ahogue, / en ese azul desbordado / que tú volviste fin del mundo”, prosigue Eloísa en perfecta consonancia con el apunte del artista. Más allá de la fijación del locus poético en un oscuro y lejano referente pictórico (la Oslo de Munch, con su incandescente cielo de fondo), el escenario evidente de la dilatada espera de la amante es la ciudad de su célebre pasión, un París pluriforme y multitemporal, paisaje interior antes que real, en el que confluyen las voces que habitan estas páginas (diferenciadas por distintas familias tipográficas): la de la poeta cuyas palabras insuflan vida a su heroína trágica; la de la propia Eloísa-Penélope que teje el sudario verbal de su paciente espera hecha de “instante[s] partido[s] en muchos tiempos”; otra más, Eloísa futura o visionaria, que apostilla el discurso de su gemela histórica desde la reconocible urbe contemporánea en que el descenso de la Torre Eiffel es “una trampa del futuro” y los semáforos, los jardines, los bulevares, los canales y las plazoletas se vuelven símbolos aciagos de un naufragio latente, del amor amenazado que es, en realidad, todo amor. Parafraseando la célebre sentencia de Tolstói, podría afirmarse que si todas las parejas felices lo son cada cual a su manera, los amores desdichados parecen todos cortados con la misma tijera. De una intuición similar parte el poe184

ta Eduardo Chirinos al afirmar en la cuarta de forros del volumen que: “Admitir que el París contemporáneo es un palimpsesto del París medieval es admitir que cualquier historia de amor que ocurra en esta ciudad es un palimpsesto de la que sufrieron Abelardo y Eloísa”. En este sentido, la historia de los trágicos amoríos de los amantes filósofos es, de algún modo, modelo y emblema de todos los amores malogrados. Conocida o no la historia de Pedro Abelardo y su pupila Eloísa, su impronta subsiste en los cimientos de la ciudad emblema, resplandece en sus tabiques: “De la piedra, Eloísa, / vuelves incandescente, de cada piedra / eres extraída en un cúmulo de años (…) / Pero la piedra te arrebata, / sólo mis sensaciones te reconocen, ruedas / entre los bloques extraídos del suelo, cantos / agudos y esculpidos te arrastran del detalle / hacia el tiempo tumultuario y amorfo.” Más aún: esa huella de los amantes y de la ciudad que los contiene pervive también, además, en la tradición romántica de los amores difíciles y las pasiones desastradas, en la morosa relación histórica de sus relatos, de Rojo y negro a El diablo en el cuerpo. En la confluencia en que pasado, presente y futuro se superponen y se confunden hasta formar un único espacio atemporal y abigarrado, una Ciudad Luz crepuscular iluminada por la espera y el deseo, Silvia Eugenia Castillero alza un monumento a los amores sin ventura, a todos los amantes a quienes, como a Abe-


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lardo y Eloísa, como a Oliveira y La Maga, como a Ilsa y Rick, siempre les quedará París.

El tiempo da marcha atrás GREGORIO CERVANTES MEJÍA Eduardo Sabugal, Involuciones, Secretaría de Cultura del estado de Puebla, México, 2010, 88 p.

Detener el desarrollo de un proceso evolutivo y revertirlo. Freno y lentitud, antes de emprender la marcha en reversa. Los cuentos reunidos en el primer libro de Eduardo Sabugal muestran claramente ese empeño: van en contra del afán del lector de avanzar en sus páginas, lo obligan a la lectura pausada, casi inmóvil, a la mirada microscópica sobre el escenario de la narración. Imposible avanzar en el desarrollo de la trama sin antes haber observado cada detalle no sólo del entorno sino también de las obsesiones de sus personajes. De

ahí que el tiempo parezca avanzar a contramarcha. La de Sabugal, en este sentido, es una apuesta arriesgada: pedirle paciencia y concentración al lector cuando lo predominante es el desarrollo ágil de la trama, la pronta resolución de las acciones. Desde el primer relato de Involuciones, “La sombra aborrecida”, Sabugal muestra su juego al lector: una mirada microscópica sobre el entorno de la improductiva propiedad de Thomas, el regodeo en el juego de luz y sombras producido por las ramas de los árboles y en la labor de las hormigas antes de que la mirada del narrador se pose en el protagonista. El lento desarrollo de una trama que, una vez despojada de esa mirada morosa, se muestra sencilla, sin complicaciones estructurales. Thomas Brown, general retirado del ejército norteamericano, se refugia en una vieja plantación henequera en Yucatán. Sus grandes proyectos derivan en fracasos constantes: el henequén, el chicle, los sombreros panamá… Una carta devela el secreto: el envío de su hijo a Irak, como piloto de combate, hace aflorar la culpa que corroe a Brown tras sus incursiones en Vietnam, los recuerdos que ha intentado sepultar, junto con sus trabajadores, en los sótanos de la hacienda yucateca. En los relatos restantes, Sabugal mantiene la propuesta del primer relato: la sencillez de la anécdota le permite concentrarse en los detalles, explorar las digresiones de sus personajes, asomarse a 185


esos temores que intentan ocultar a través de la fotografía, de los tragos de cerveza, de actos audaces como serrar un ángel de la reja de catedral a manera de prueba de amor. Pero todas estas acciones (vanas, absurdas) son sólo máscaras para que los personajes se oculten a sí mismos la vacuidad de sus existencias, su absoluta carencia de respuestas para las preguntas que constantemente se formulan. No en vano, en “La fuente de la inopia”, Mateo termina por arrojar el preciado ángel al agua de la fuente: lo que inicia como una hazaña para lograr el amor de Susana termina en el descubrimiento del abandono y, por ende, de la inutilidad de su acción. Paradójicamente, el rescate del ángel sumergido por el Pachís reintegra a la figura de bronce su carácter divino: el causante del desencanto de uno se transforma en motivo de maravilla para el otro. Este juego de trastocamientos es una más de las constantes de Involuciones. En el cuento que da título al libro, el periodista que pretende escribir un artículo sobre una prisión termina convertido en prisionero de la misma, condenado a la inmovilidad y el silencio. La imagen final del protagonista de este relato, “sentado en el piso con las manos cruzadas en las rodillas”, hacen pensar en un regreso al útero, al punto de partida de toda existencia individual. Volver al punto de partida, revertir procesos, parecen convertirse también en acciones liberadoras: “La otra Penélope” 186

se rebela contra el tejido y la espera. Contrario a eso, emprende un viaje a Madrid mientras el Ulises de este relato permanece en Puebla, a la espera de noticias suyas. Las imágenes fotográficas no sólo dan cuenta del itinerario de esta nueva Penélope, sino también de la ruptura de los vínculos con Ulises, de su rechazo a la espera y al retorno. De nueva cuenta, las situaciones se trastocan: el viajero aparece convertido en el esperanzado, en quien hilvana y deshilvana, una y otra vez, sus recuerdos mientras aguarda el retorno de quien en otro tiempo (y en otro mito) fuera la tejedora fiel. Sabugal recurre con frecuencia a las figuras de la mitología griega: en “El otro laberinto” recrea el trío Teseo-AriadnaAsterión buscándose y reconociéndose en el Gallery, un bar que emula justamente un laberinto. De nueva cuenta, operan aquí los desencuentros: Teseo y Ariadna distantes desde el inicio del relato, hablándose sin escucharse. Un collar de perlas, a manera del hilo del mito original, parece ser el único elemento que los vincula. Un collar roto cuyas perlas se desparraman por el suelo del bar y que dan lugar a encuentros y desencuentros, que ponen de manifiesto la distancia entre los personajes. Y la aparición repentina de un viejo (¿el Minotauro, acaso?) que dispara contra Teseo, que altera el orden tradicional del mito. Sabugal gusta de la acumulación, la saturación de elementos. Y se empeña en


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hacer partícipe al lector de esta afición: su recorrido minucioso por cada uno de los aspectos del entorno que se manifiesta en los relatos de Involuciones, así como la construcción de determinados paisajes, como es el caso del bazar de antigüedades en “La gran hada”, que ámbito idóneo para el desencuentro de una joven y un fotógrafo que parecen compartir el mismo desencanto. El reflejo de ella en un espejo, capturado por la lente, es el único vínculo entre ambos personajes que, a pesar del empeño del fotógrafo, no consiguen reunirse. La fotografía es un elemento recurrente en los relatos de Sabugal; no sólo porque el objeto o el oficio aparezcan en varias ocasiones, sino también porque la voz narrativa intenta reproducir el recorrido del ojo sobre una imagen, deteniéndose en cada detalle antes de pasar a la siguiente toma. Ese recorrido visual es el que genera la escasa velocidad de los relatos de Involuciones, su desarrollo pausado que hacen pensar en un narrador con una enorme carga sobre los hombros y que, a causa de ello, demora cada uno de sus pasos. Pesadez también del lenguaje, que enfatiza el ritmo de la narración. Sabugal renuncia desde el inicio a las frases livianas, directas, claras. Prefiere la complejidad, el retardamiento a través de los efectos retóricos para obligar al lector a detenerse en cada una de las sentencias, a reflexionar sobre el sentido y la hilación.

Si bien consigue un equilibro adecuado con los estados anímicos de sus personajes e, incluso, con el ambiente (como en el caso de “La sombra aborrecida”), llega a incurrir en excesos retóricos: “Hace unas horas, en el encierro de sus cuerpos, en el ingrávido periplo del deseo, ninguno de los dos pensaba en estas horas donde Eros los ha dejado después del crujir de labios, embrutecidos y amodorrados en la aporía de la noche y en la caricia tenue y lenta del tiempo.” O “El absoluto que imperaba en la terraza se perfilaba en líneas de fuga sobre la carta que reposaba en el banco y sobre el pico del ave, que parecía siempre estar apuntando hacia algún lugar.” Por momentos, el lenguaje se sobrepone no sólo al desarrollo de la historia sino también a los personajes mismos, con el riesgo de socavarlos, de despojarlos de sus propias características y asignarles la función de caja de resonancia para el lenguaje.

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De cómo no tengo una presencia humana LUIS ALBERTO ARELLANO Sergio Ernesto Ríos, Mi nombre de guerra es Albión, Tierra Adentro, Col. La Ceibita, México, 2010, 32p.

Es común en el imaginario de la República mexicana de la letras que se acepte como experimental a cierto tipo de poesía que se aleja del tronco grueso, inamovible y muy aburrido de la lírica tal y como la entendió el siglo XX. Sabemos que toda escritura de poesía desde el inicio de la Modernidad experimenta, dado que busca formas novedosas para que el poema se presente. Al reventar los moldes tradicionales, el poema tiene el gran problema, bendito problema, de nacer indeterminado. La poca imaginación y el desconocimiento del arte contemporáneo hacen que la autodenominada Poesía Mexicana se perpetúe en formas convencionales que se repiten hasta el hartazgo. Las búsquedas que más interesan en la última década son aquellas que están a la orilla, construyendo, reventando y reformulando un campo de acción para el poema, en diversos soportes y por distintas vías. Siendo arbitrarios, podemos clasificar dos grandes grupos de exploración: por un lado, está la escritura que busca llevar el poema a la negación absoluta del yo, que está cercana, o de plano engarzada, 188

con la escritura conceptual, y que busca y arriesga por diversos soportes como la fotografía, la poesía digital. Está en otro gran rango de acción la poesía que apuesta por la radicalización del lenguaje poético, que lo concibe en términos materiales, y que también discurre por variadas sendas: una barroquización inspirada en el siglo de oro; un minimalismo más bien místico; una esencialidad pop; o la construcción de un discurso derivado de la irracionalidad como punto de partida para el poema. Esta última vía es la veta inicial de Sergio Ernesto Ríos: desde Piedrapizarnik plantó una distancia argumentativa, teórica, con la construcción de un discurso que tuviera correlato literal con el mundo.

Mi nombre de guerra es Albión mantiene una tensión esencial a esta escritura que va profundo a la raíz de su lenguaje: el yo aludido en la primera parte del libro The colony room está construido como un simulacro. Es un personaje que toma elementos de la biografía, esa ficción sobrevaluada, y que se despliega para poner en juego elementos esenciales a las obsesiones del autor. Francis Bacon es y no es, se construye como un creador preocupado por la creación, envuelto en un mundo de alucinaciones y desgarradoras relaciones personales. Es decir, a esta escritura la máscara le sirve para evidenciar la fragilidad de lo Real. Asumir la esencial biografía ajena le viene a resolver el cómo el sujeto produce sentidos en el mundo de todos los


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días. Y ese cómo es particularmente equívoco. Existe otro rasgo que me interesa destacar de esta escritura: la potencia de los versos se asienta en su construcción sonora, que parece todo menos programática, y en su necesaria opacidad. Debido a la acumulación de referentes, inconexos, fragmentarios, imposibles a la hora de formular un relato, el poema vence por acumulación opaca. No hay nada que ver detrás porque es imposible ver detrás. El poema no esconde un significado. Inaugura un sentido. Esta condición de cuerpo opaco hace que, ante la imposibilidad de mirar detrás del lenguaje, el lector tenga que mirar al lenguaje. Y que encuentre esta opacidad como una revelación. Una iluminación.

una tos demasiado nadie que insinuara afición involuntaria a largas fiebres tuteo afectuoso mortero para humillar la plata Para el autor estas cadenas fragmentarias de sentidos, estas imágenes plagadas de referentes certeros, se convierten en una ruta de tránsito para encontrar un elemento perdido en la poesía desde hace mucho tiempo: el don profético. No son casuales, en un poeta así nada lo es, las referencias textuales: Eliot, Juan de Yepes, los hermanos Lamborghini, Blake y la propia retórica de Bacon, que conviven con las resonancias de cada elemento suelto. Ríos nos prepara para un tiempo sin poesía, un tiempo donde el

canto está desdeñado y donde no ha llegado nada que lo supla, donde cada poema es un recomienzo, un reinicio, donde se suman las historia de la poesía, la historia del poeta y la imaginación que podrá unir, precariamente, los contrarios.

El Zurdo creyó ver en el rumor mostaza ovillado tras el barandal un gato o tal vez ratas Este Bacon reformulado que necesita un amo para poner en juego su amor por la corporalidad es también sumamente culto. Nada más ajeno que lo arbitrario en la construcción de las imágenes. Si las llamas del infierno calientan la cabeza, rechazada desde el inicio como el motor de búsqueda del artista, entonces el resto del cuerpo puede desprenderse y funcionar con perfecta autonomía. Tal y como acontece en la pintura de Bacon. Pedazos de carne que se han desprendido de una función motora o sensorial. Sensualidad del fragmento que no está asignado a ninguna parte reconocible de un cuerpo. Estética de los restos, de lo que no se pudo reagrupar en sus partes originales. Esta erotización última, autonómica, de las piezas del cuerpo producen una elegante armonía por contraste: nada hay de Bello en un fragmento corporal cercado por los fluidos que lo componen, sin embargo la suma de piezas incompatibles de un rompecabezas de lo humano se antoja gozo189


sa y deleitable para las sensibilidades que soporten la visión del desmembramiento. El caso de Esquilo: el último poema de esta serie, el número VIII, tiene dentro un sueño que sucede en el oeste de Eleusis, en la estación de trenes, donde los durmientes tienen una inscripción (18 de mayo de 1935). Una mujer que se acerca al de la voz asegura que ésa es la fecha en que Esquilo, inventor del drama en tanto inventor del diálogo, luchó en las batallas de Salamis y Artemisium. Esquilo vivió cinco siglos antes de Cristo y luchó en las batallas de Maratón y Salamina. Es conocida la leyenda de que fue condenado a muerte por haber revelado parte de los ritos eleusinos al vulgo. Los ritos eleusinos estaban asociados al mito de Démeter y su hija Perséfone. Representaban los ciclos de la naturaleza y de ellos dependía la fertilidad de la tierra y de las mujeres. Eran codiciados porque se les atribuía grandes poderes como la profecía y la posibilidad de hablar con los muertos. Así como el secreto para descender al inframundo. Los iniciados en los ritos eleusinos gozaban de reputación y del temor del resto del pueblo. Se sabe que Esquilo salvó su condena pagando una fuerte cantidad de dinero. Lo importante aquí es que una de las obras más famosas de Bacon está basada en la Orestiada de Esquilo. Un tríptico que representa tres torsos incompletos, desmembrados en diferentes posturas y sobre diferentes soportes. 190

Si el poeta modelo en The colony room es Rimbaud, si estamos buscando en la opacidad la videncia, la profética. Si el proceso es la intención de negar los referentes aun cuando sean claramente necesarios para construir el poema. Si esto es cierto, entonces, la segunda parte, Mi nombre de guerra es Albión, traiciona de cabo a rabo estas premisas. Desde la espacialidad (el lugar que ocupa el texto en la página) guiña más provechosamente a Mallarmé (el poeta modelo de la posmodernidad), a los concretos brasileños y todos aquellos que consideran la prosodia un límite inútil como todos los límites. No creo en un poeta experimental que no viva experimentalmente, anunció Roberto Piva. Y Mi nombre de guerra es Albión inaugura la indagación en un lenguaje políticamente incorrecto, usado como estilete que desvela una gran cantidad de vicios alrededor de la escritura de poesía. El capital simbólico, regularmente acumulado con mesura, es aquí dilapidado con singular alegría y el poeta se permite excesos verbales que están demasiado claros.

como soy un gran artista pido los mayores decibeles *

amárrame las manos impide que aniquile el odio y el riñón del francés el feto que enterramos bajo un árbol *


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... somos un clan tóxico faunos elásticos alrededor de tu vestido la propaganda que silba un fumigador aficionado al megalítico La silueta que dibuja esta segunda parte añade razones para lo evidente: el lenguaje sigue siendo crítica. Crítica de las prácticas sociales, en tanto que construye por medio del poema un aparte donde la validez no está dada sino por los valores de lo estético. Una crítica a la dispersión moral y a la corrección política porque el poema inaugura con suma sim-

plicidad el terreno de lo amoral y de lo comunitario excluido. Frente a las prácticas del privilegio artístico el poema reclama para sí el título de gran señor. No son los poetas los privilegiados, sino los lectores que están frente a un acontecimiento estético. El poema es una bomba de tiempo que moviliza al lector de su posición inicial. Un salto al vacío con la seguridad de que en la caída crecen las alas diminutas que postergarán la muerte o la harán propia, individual, mía. Eso, en tiempos de la alieanción masiva, es más de lo que podemos esperar del arte.

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