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EL SUEÑO DE LA ALDEA
El escritor que no conocí E DUARDO S ABUGAL
La fuerza de un hombre que no sabe qué hacer con su vida, hallada en sacos llenos de conchas y maderas podridas. Eso sentí cuando conocí la cuentística de Alejandro Meneses. Contundente, nada complaciente, cuidadosa del ritmo, del torrente lingüístico, de frases cortas que transmiten, como en los mejores cuentistas norteamericanos, un impulso efectivo debajo de cosas y decorados aparentemente anodinos. Prosa hecha con una respiración dolorosa, que recuerda las bocanadas desesperadas de un boxeador, de un moribundo en busca de aire. No conocí a Meneses y no lo había leído. Hace muy poco tuve por fin sus libros gracias a Enrique Pimentel, que me los prestó. Lo leí rápido, concentrado, en poco tiempo. La sensación fue abrumadora: había ahí un pathos difícil de hacer callar, pero que no era fácil de ubicar o describir. Pathos, una pasión y una patología. Una voz incómoda. La voz de un escritor que no conocía y que, sin embargo, había vivido aquí, en esta misma ciudad. Una voz como salida de una botella pero que al final, al chocar contra las cosas y los hechos, termina reduciéndose a un susurro, × ALEJANDRO MENESES
un susurro como de insecto detrás del mundo. Y recurro a la imagen de los insectos porque la fuerza de la prosa en Meneses es larval o larvaria; hay que irla a buscar detrás de las cosas sólidas y visibles, detrás de las cosas dichas. En sus cuentos, más que la historia o los personajes, importa la atmósfera, la envoltura poética y decadente; pero bajo ese mareo general de la atmósfera está lo que realmente interesa, esa voz susurrada que es la médula de sus cuentos, lo que realmente anima la escritura de Meneses. Como si debajo de la prosa se alojara otra prosa. Un lenguaje larvario, en permanente descomposición, o bien un lenguaje atomizado, que susurra. Uno de los personajes de “El hombre de la puerta de atrás” dice: “Para eso se hicieron las palabras, para recordar minuciosamente y después perder los significados.” “Aqualung”, los átomos, virus de la palabra. Por algo la referencia a Jethro Tull y su pulmón acuático. Da la impresión de que los cuentos de Meneses son cuentos anfibios: se mueven en dos medios, el recuerdo y la pérdida de significación. Hay una constante en esos cuentos anfibios: el problema del lenguaje. De nombrar y ser, o de nombrar y no ser, viejo problema filosófico del nominalismo que en Meneses 3
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adquiere un giro existencial, apocalíptico. Decir las cosas que nos huyen, o bien lograr decirlas y, con ello, darles muerte. El lenguaje como desvío y no como casa, Deleuze contra Heidegger; el libro, la colección de palabras, como un amuleto inútil. Pero esta indeterminación no sólo se queda en el plano lingüístico sino que contagia, como lepra, la historia y el dibujo de los personajes. Esa voz susurrada parece hablarle a veces a los Santos Patrones de la Intemperie, como lo hace en efecto un personaje de “El fin de la noche”. Ahí, en “El fin de la noche”, escribe: “En lo profundo de mi conciencia algo se derrumba, un montón de piedras, un árbol devastado por innumerables organismos.” Ese derrumbe interno es una cinética de fantasmas y de hombres a punto de afantasmarse. Todo siempre está indeciso, todo está a punto de pasar o ya pasó, hace mucho tiempo, y ya no tiene sentido intentar reconstruirlo. Alejandro Meneses no se mueve en la certeza, su escritura no está interesada en eso (en eso se aleja del cuento norteamericano y se acerca más a la poesía de Jim Morrison, hermética, enigmática). “El fin de la noche”, por ejemplo, es una especie de crucigrama delirante, un ajedrez extraño que no atrapa por la trama en sí, sino por 4
la forma en que ésta se desbarata, se desgarra. Meneses reacomoda imágenes, como si fueran cartas intercambiables, y en el fondo siente un profundo desprecio hacia la historia en sí, obsesionado por el cómo contarla, y por las razones, si es que las hay, justo para contarla. La guerra del fin del mundo, la guerra atómica, ese apocalipsis que recrea Meneses en “El fin de la noche”, es en realidad un cataclismo provocado por un nombre, por la extinción de las palabras: la ausencia de mundo es en el fondo la ausencia de palabras. Y para ser más precisos, el fin del mundo no es por la ausencia de una palabra así en abstracto sino por un nombre exacto, el nombre de una mujer. Nuestros pasos sobre la tierra dibujan quizá las letras de un nombre, idea borgeana que en Meneses se traduce en una idea descabellada dentro de una novela negra autosaboteada, idea que huye bajo dos fuegos enemigos, la trama y la verosimilitud. Ahí está la guerra final que se libra esa noche, la guerra contra el lenguaje y contra la convención del cuento. Meneses escribe “sin darnos cuenta comenzamos a hablar en presente y terminamos en pasado, hablamos de nosotros y narramos la historia de otros. Alguna falla ha de tener nuestra raza en el órgano de la sintaxis…”
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Ángela y los ciegos demuestra lo que mejor sabe hacer Meneses: el uso del claroscuro más radical. Una especie de altorrelieve que le permite construir y delinear un personaje mediante la técnica de ir manchando todo a su alrededor, pero sin hacer líneas continuas y claras. Crea una atmósfera densa, pesada, tenebrosa, para después hacer lucir algo ahí nítido, casi aureolado. Una mujer angelical en medio del luto, lo blanco contra la negrura de los cuervos, la podredumbre y la ceguera. Ángela Adónica es su fantasma, pero también el símbolo de la nada como diversión de cabaret. Pero además de Ángela (muchas variaciones sobre un mismo personaje), hay fantasmas por doquier. Por ejemplo, fantasmas de parientes muertos, fantasmas en el Cerro de Los Fuertes, fantasmas vestidos para un baile de salón, que están tan lejos y tan cerca de nosotros que se les puede alumbrar el rostro con una linterna. Y pienso también en la muerte de Fitzgerald, convertido seguramente en otro fantasma, que le susurra cosas a Meneses mientras llueve. Meneses parece usar la venganza en el lenguaje, una revancha de lo que no pudo o no puede hacer su padre con la madera. Si el mundo es una carpintería inútil, abandonada, la prosa de Meneses está urdida como una cuida-
dosa venganza mediante el trabajo del lenguaje, las cosas más sagradas se han podrido en el mundo, todo es aserrín, fierros viejos, taller deshabitado, pero ahí, en sus cuentos, reina la labor lenta, como de hormiga o larva, de algo vivo, algo que sin saberlo crea cosas, imágenes imperecederas: un rancho pulquero en Altzayanca, la orfandad, el abandono en casas de tíos que podrían ser padres anónimos o viceversa. Imágenes que podríamos construir deambulando por las canciones de The Doors y de Javier Solís. Atmósferas fantasmagóricas que también son oníricas y juegos macabros de la memoria. Más que escribir, este escritor quiere soñar, recordar. Como aquel personaje de uno de los cuentos de Tan lejos, tan cerca, un militar que está más interesado por soñar que por ejercer como militar. Esas ruinas del sueño, el mapeo onírico que un viejo general reproduce, se emparenta al ejercicio que emprende el cuentista en su prosa. Crear una ambientación y dejarse contaminar por ella. En el que me parece el mejor cuento de Meneses, “El barco de cristal”, escribe: “Pero no había nada en mi mente, sólo una rueda que giraba, triturando años y cosas, rostros y deseos hasta convertirlos en un polvo fino que se esparcía por la casa.” “El barco de 5
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cristal” de Meneses casi no es un cuento, es un golpe bien dado, un hachazo, un incendio, una lágrima de sal y tiempo. Y sin embargo, en esa indeterminación fantasmal del lenguaje, ocurre algo inexorable, quizá lo único de lo que no podemos dudar en su prosa: el tiempo. El tiempo que deteriora las cosas. Llama la atención el poder evocador que tienen los meses del año. Sus personajes, ebrios de tiempo, confunden los meses, las horas del día, pero el narrador conoce a la perfección los matices de los meses. Decir noviembre o junio, tiene en los cuentos de Meneses una carga más pesada. Los doce peldaños del año repercuten en las figuras que surcan sus cuentos: el sol de junio, la huamantlada de agosto, el poco movimiento o el pasto amarillo de noviembre, el inverosímil cielo muy azul de diciembre, son señas que sirven para cincelar los personajes. El paso del tiempo enferma, descompone, hecha a perder todo. Empezando por la salud de los humanos, luego por las casas, las cosas, el mundo. Hay una marcada tendencia escatológica en Meneses, siempre hay tos, gargajos, flemas, vómitos, sobre todo vómitos. Los personajes intentan siempre volcar algo, pero nunca lo consiguen. Se vacían el estómago con furia 6
pero siempre dan la impresión de que hasta el vómito les causa desilusión. “El mundo era propicio para el vómito” y “la mierda es una memoria zoológica”, dice en “Sedaine está muerto”. Los retratos son también vomitados residuos del paso del tiempo, retratos que siempre tienen caca de insectos o ratones en los vidrios que los cubren, o bien terminan incendiados en la playa, entre vómitos de borrachos. Ésa es la jodida y portentosa imagen que construye Meneses de la familia, de la herencia. Pero contra esa corrosión existe la redención de lo eterno, de la literatura que, sospecho, en Meneses se relaciona con el mar y los peces. Cambiar peces por historias, como un cristo de los olvidados, de los desahuciados, de los moribundos purulentos. Los lectores modelo de Meneses parecen ser pescadores, capaces de emborracharse hasta desaparecer en la costa anónima y capaces, al mismo tiempo, de convivir con la eternidad pretérita simbolizada por los peces. En “Cuaderno de viajes”, incluido en Casa vacía, el narrador confiesa algo que me parece revelador respecto a esa prosa anfibia de la que ya hablé: “Poco a poco, escribiendo lo que mi abuelo me decía, adquirí la indemostrable certeza de que en el fondo de los objetos, del tiempo, de la gente,
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algo que no es ellos, susurra otra historia; todo, aunque no lo sepa, tiene una opinión diferente de sí mismo: una vida, una palabra, un hecho que no es igual a lo que es.” No conocí a Alejandro Meneses y no me importa. Creo que eso fue mejor para un lector que quería llegar justamente a eso que no era Meneses, eso que no era igual a él, y que es lo que, agazapado, susurra todo el tiempo en su escritura, debajo incluso de la superficie de su escritura. Eso que no era Meneses y que susurra dentro de sus textos es lo único que tengo ahora, que puedo conocer ahora y que me interesa como una solución imposible en un crucigrama de calles, cuerpos, visiones de ruinas. Un ajedrez de letras, pues éstas son para Meneses como bestias salvajes en la noche. Cartas que una mujer escribe y que nunca manda, un pintor que se pudre en el abandono, a la orilla del mar. Bibliotecas que nadie lee, viejos extraños. Lo que queda es leer aquel pathos, adentrarse en ese paraíso que Meneses, seguramente, imaginaba como una casa llena de libros y whisky, con radiografías incomprensibles atravesadas por el sol.
Escribir es una manera de disecar fantasmas J ORGE C ABEZAS M IRANDA
Carlos A. Aguilera pertenece a la Generación de los Noventa. Fue uno de los fundadores de la revista Diáspora(s) (1997-2002), proyecto que, por sus aportaciones radicales ideo-estéticas a la literatura cubana finisecular, propició sorpresa, ruido y debate en los círculos literarios y político-culturales de la isla. En su obra literaria destacan también el libro de relatos Teoría del alma china (México, 2006), los poemarios Retrato de Hooper y su esposa (Cuba, 1996), “Premio David de poesía” en 1995, y Das Kapital (Cuba, 1997). Asimismo, ha publicado una recopilación con fragmentos de su obra que incluye poemas, relatos, ensayos y entrevistas, cuyo título es Die Chinamaschine (Austria, 2004). Ha sido traducido al francés, alemán, croata y checo. Reside actualmente en Praga. —Carlos, hay en tu manera de componer poesía hallazgos fonéticos, visuales, guiños lúdicos, teatrales, etc., que aportan indudable novedad al imaginario poético cubano desde los años noventa (en clave posvanguardista y conceptual, 7
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CARLOS A. AGUILERA
por ejemplo). Pienso en “Mao” y en “B,ce-”; o en ese largo poema-libro que es Retrato de Hooper y su esposa, o en tu poemario Das Kapital... Por ello, no me resulta nada extraño que estés haciendo desde hace tiempo incursiones en textos que ya podemos enmarcar más claramente en el género teatral. Unos personajes (padre e hijo) que no responden a su interlocutora (la protagonista de Discurso de la madre muerta); música y unas imágenes fílmicas proyectadas detrás de tres representantes de la iglesia, que a su vez forman una imaginaria plantilla de ballet en silla de ruedas (en Sinfonieta)… ¿Cómo llegas a Discurso de la madre muerta? Para un lector español, la referencia a Cinco horas con Mario 8
resulta casi inevitable; esa mujer ajustando cuentas con el marido, con la vida… ¿Quién es ese personaje que se va desplegando en el monólogo? —Todo nació de algo que me contó Idalia Morejón, la ensayista cubana. Algo que le había sucedido a ella en Sâo Paulo, la ciudad donde desde hace años vive. Y esta anécdota, que tenía que ver con las cámaras de seguridad que habían instalado en su edificio, más el “daño” que ese ojo-control de alguna manera le estaba haciendo (ya que le aterrorizaba el hecho de ser siempre observada), más una idea que ya yo tenía en mente y tenía que ver con el autoritarismo de mi propia madre ―las madres cubanas son toda una institución, sería bueno que alguien alguna vez las estudiara al detalle―, me dio la clave de la pieza que, como bien dices, es un monólogo largo, histérico, “asesino”, de una mujer contra todo lo que la rodea y no sólo es su familia y su gato, sino sus propias fantasías, la gente del lugar donde vive, el pasado y todo lo que ella tiene que reelaborar para sentir que se coloca en el presente. Hablar en detalle de esta mujer es, para mí, un poco difícil, ya que yo tampoco sé mucho de ella. Sólo te puedo decir que, más que con Delibes, tiene que ver con la Luz Marina de Aire frío, la gran obra de Piñera, una de esas
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piezas que a cualquiera le hubiera gustado escribir. Y también con la Judith de Barba. Una Judith casi muda, inmóvil, muerta, de gestos muy lentos, y sin embargo una de las Judith más histéricas y locuaces que he visto alguna vez en mi vida, como si en vez de sangre le circulara un chorrito de odio por las venas. —Precisamente, la obra tiene algo de chorro incontenible, de vómito. ¿Funciona como depuración catártica? En ese sentido, estoy pensando que tu escritura, ejecutada en todos los géneros que has tocado hasta el momento, podría tener, acompañando al juego creativo procesual, una dosis no desdeñable de catarsis. Me pregunto si el género dramático te resulta especialmente idóneo a la hora de sacar a pasear fantasmas, ponerlos directamente en un escenario. —Los fantasmas siempre están. Escribir es de alguna manera disecar fantasmas, exprimirlos... A la vez, volverlos a regurgitar. No hay manera de salir de ellos. Siempre me resulta curioso cuando algún escritor dice que tuvo que escribir determinada cosa para librarse de ella, para “olvidar”. A mí me resulta al revés. Mientras más escribo, más diferencias le encuentro a lo mismo, y por esa misma razón más oportunidades veo para volver a “narrar”
eso que ya había escrito. Por eso no creo que haya mucha distancia entre, por ejemplo, GlaSS, Discurso de la madre muerta y algunos relatos de Teoría del alma china... Son casi piezas de lo mismo, esquizotextos, por llamarlos de alguna manera. —La alusión (denuncia/parodia) al dogmatismo está muy ligada al conjunto de tu producción. Como escritor que te sientas ante una página en blanco, ¿es esta “cruzada” una motivación, una obsesión, un condicionante? —No sé. La única obsesión que tengo ―en este sentido― es la de construir mi propio estilo, mi propia exactitud. Un estilo es una manera de ser exacto, la única a la que además puede aspirar un escritor. Así que lo demás ni siquiera me lo pregunto. Hay tantas maneras de escribir algo que casi me parece una pérdida de tiempo ponerme a denunciar lo que no me gusta o considero banal. Estaríamos años en eso. —Más y menos alegóricamente, las conexiones con la realidad (a veces histórica) ―combinándose el humor (la ironía) y el drama― pueden apreciarse en varios de tus textos. Pero si en la poesía tu escritura tiende a una suerte de codificación que puede resultar compleja para el lector, en el género teatral se abre al espectador, incluso puede llegar a servirle más en bandeja un 9
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mensaje, una visión de las cosas; sin que ello implique prescindir de “lo absurdo”, del símbolo, de lo lúdico. —De los géneros literarios, el teatro es el que está más cerca de lo cotidiano, del día a día, del movimiento de los rostros, del estereotipo. Por eso es uno de los más difíciles y, también, de los que menos la gente prefiere leer, ya que “saca” casi sin apoyarse en otros discursos lo mejor y lo peor que todos poseemos: esas máscaras de las que hablaba Heiner Müller. Y esto lo hace fascinante a la vez que complejo. Te obliga a escribir más con el cuerpo, con el espacio, con el olor, como si los personajes no fueran sólo una idea, una voz o un sentimiento (como en la novela, digamos), sino, también, un músculo un par de manos, un granito en el pie, un bostezo..., y lo tremendo es que cuando escribes tienes que tener todo eso presente. —Tu escritura revela una marcada (auto)conciencia de sus propios mecanismos, del armazón que éstos van constituyendo. En tus relatos también se ve. Pienso en “Viaje a China” o en “El gran corazón de Occidente”. Tienes algo de arquitecto/ingeniero literario, y a la vez de escenógrafo, no importa el género; y si bien es una característica no ajena a muchos escritores, en tus creaciones los entresijos estructurales 10
le dan un relieve, casi físico, a la piel del texto, intrincándose estratégicamente con la historia que allí transcurre. Incluso detrás de tu discurso más sosegado en apariencia ―a mi entender, la voz narrativa de algunos relatos― la maquinaria y sus dispositivos andan por ahí detrás, asomando entre bastidores, añorando casi lo performántico, recordando que tras el tic-tac estuvo el relojero-creador del texto-artefacto. —Creo que mis textos ―igual el género en que finalmente hayan sido escritos― tienen detrás cierta stimmung del teatro, cierto devenir teatral; y por eso son a veces tan exagerados o lúdicos (o exagerados y caricaturescos). No concibo casi nada que no haya pasado previamente por, como decía antes, cierta cuchillita teatral, cierta “disección” que sólo te da la escena. Incluso mis poemas, a veces tan difíciles para algunos, siempre tan abstractos, pasan por esto que vengo diciendo, por ese drama que para mí fluye por debajo de todo. —Volviendo a Discurso de la madre muerta. Tengo entendido que fue representada en Düsseldorf. ¿Cómo fue la experiencia? —Muy buena. Se representó junto a Zement, la obra de Heiner Müller. Una obra muy crítica con la noción Estado y la manipulación con la que
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en este caso la ideología comunista castra al individuo. Y por esa razón, creo, funcionaba de manera interesante con el Discurso..., el cual es también, grosso modo, una reflexión sobre la relación ―las malas relaciones― entre subjetividad y poder, deseo privado y frustración social. —Otros dos textos acompañan en el libro a Discurso... Vayamos brevemente con ellos. Al leer tu Sinfonieta he visto una ventana temática distinta que no te conocía. La parodia sigue presente. Pero es la jerarquía eclesiástica, su hipocresía, lo que entra ahora en juego. ¿Qué te llevo a escribir este texto teatral, de menor extensión que el anterior? —Sinfonieta es un encargo. Me habían pedido en Austria un minidrama sobre Beckett (era su centésimo aniversario, si mal no recuerdo), y yo escribí dos. Dos minidramas. Uno más visiblemente beckettiano, basado en esa maravilla que aún es Esperando a Godot. Y Sinfonieta, que no tiene mucho que ver con el absurdo del teatro de Beckett, sino con algo más visible en sus novelas. Algo más ritualizado, atávico, autofágico; más cercano a la devoración, al deseo, al castigo. Y eso, más las declaraciones de Ratzinger que en ese momento aparecían por todas partes en la prensa, encubriendo o sub-
valorando las miles de violaciones que había hecho la iglesia católica en todo el mundo, me dieron el marco oportuno para construir esa suerte de teatroballet apocalíptico. Teatro, porque los “cardenales” (así se llaman los personajes en este microdrama) deben escenificar su propio cinismo, a la vez que ser devorados por él. Ballet, porque deben moverse siempre dentro de determinada armonía, como si el odio, la violencia y el alzheimer fuesen en sí la única música posible. La única posible para estos personajes, claro. —A Sinfonieta le sigue otro drama particular: Vacas. ¿Cuál es la intención, la simbología, que subyace aquí? —Vacas fue otro encargo, como todas mis pequeñas piezas. En este caso, para el nosecuánto aniversario de un centro cultural muy importante en Austria. Un centro que se llama precisamente Schlachthof, matadero. Por eso la obra se desarrolla en uno, y por eso el “humor” de esos dos viejos, dos personajes que ven la muerte como el acto creativo más bello del ser humano, una epifanía kantiano-piñearina casi. —¿Cuándo y cómo surge la idea de Diáspora(s), y cuál crees que es su papel dentro del cambio iniciado en la lírica de tu país hacia los años ochenta del pasado siglo? 11
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—La idea de Diáspora(s) surge a principios de los noventa, en La Habana, influidos entre otras cosas por la ausencia de debate o reflexión dentro del campo literario cubano del momento. Nos interesaba la noción de autor, los límites entre los géneros, la relación modernidad-postmodernidad, la guerra contra el canon nacional y la estatalización de la cultura, lo civil como recurso literario y político, la discusión (o mejor, la no-discusión) sobre “lo cubano”, ya que entendíamos este debate como parte del nacionalismo y la violencia política del régimen cubano, la escritura. Y todo esto, por supuesto, causó un escándalo. Un escándalo chiquitico y policial, tal y como son todos los escándalos en Cuba. —Me pregunto cómo se vivía desde dentro de tu generación la conciencia de no-clase, en ese intento de equiparación social, teórico al menos, llevado a cabo por la Revolución. ¿Qué aspectos positivos o negativos podía tener para vosotros; erais conscientes, lo teníais en cuenta? —Cuba es un país de familias venidas a menos. Es mi caso y el de otros. Incluso los que no tenían nada antes de la Revolución (mi familia procede de un abuelo que empezó como carnicero y llegó a ser el dueño de catorce carnicerías) también vinieron a menos, ya 12
que la Revolución les quitó hasta la posibilidad de ilusionarse con un cambio de status, de quejarse incluso, como decía teatralmente Reinaldo Arenas. De ahí que la conciencia de no-clase se viviera desde su propio no-lugar, desde esa ausencia de diferencias que la revolución intentaba (intenta) vender. Pero “en secreto” había por lo menos tres clases más o menos definidas: la de las personas afines al poder (militares o altos cargos administrativos); la de personas con negocios ilegales (mi padrastro tenía una fábrica de zapatos clandestina, por ejemplo, y esto hacía que viviéramos mejor que otros); y la de personas que no tenían acceso ni a las tiendas de los militares ni al dinero que manejaban los que hacían negocios ilegales. A esos, la “tercera clase”, por desgracia mayoría, la Revolución incluso les ha quitado el “privilegio” de clasificarse como pobres (se los ha quitado a todos pero a éstos más), ya que en su despotismo constantemente recalca que son el pueblo, que todos somos iguales, y que las diferencias en la Cuba revolucionaria ―¡oh!― han dejado de existir. Como me escribía García Vega a veces en uno de sus enloquecidos emails : “eso allá sí que es rebumbio del bueno”. —Lo digo también porque, si hablamos de Diáspora(s), o incluso del
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grueso de jóvenes poetas de los años ochenta y noventa, ¿hay alguna diferencia ―dejando a un lado, por ejemplo, asuntos religiosos/trascendentales (me refiero aquí más al tema económico, de clase social, etc.)― que marca en ese aspecto una distancia entre vosotros y el grupo Orígenes? —Para nosotros la mayor diferencia con Orígenes era conceptual e histórica. Ya que no entendíamos la literatura como la expresión de una nación o una genealogía político-social determinada. Además de que todas aquellas tesis de “lo cubano” ―forjadas sobre todo por Vitier― o de la isla como un espacio privilegiado, tal y como creía Lezama, donde el gran fuego que Colón vio desde su barco constituiría un numen eterno y secreto, no sólo nos parecían ridículas sino retrógradas, y para mí especialmente delirantes. Ahora, no se puede negar que, sobre todo Lezama, con todas sus cursilerías y delirios construyó una gran obra, y lo que es mejor, ese delirio le dio pie para conformar una de las cosas más grandes que ha creado cualquier autor en cualquier parte, su Sistema Poético. Un “coso” absurdo y esquizo, un monstruo, pero por eso mismo una maravilla, algo que ha dejado chiquitico todo, hasta a su propia poesía. —En el prólogo a tu poemario Re-
trato de A. Hooper y su esposa comentas que este texto es “una máquina. Mejor: ha sido ‘construido’ de la misma manera que se construye una máquina: por piezas, por acoples. Su lógica es la siguiente: elaborar un relato que se sitúe en el afuera del pensar-Institución. Elaborar un relato que se sitúe (en el afuera) de lo que ha sido pensado como Institución. De ahí su verticalidad, su conceptualismo. Esa manera mecánica de colocar La Escritura. De ahí su ‘problema’.” Tú mismo señalas que la supuesta manera en la que debe leerse este poema (transgresor, lúdico, gozoso, problematizado, no13
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ontologizado/territorializado…) debe ser cínica y eficaz. ¿Puedes ponerme un ejemplo dentro del propio texto? —El mejor ejemplo sería el texto mismo, completo. Ya que todo en él está determinado para que el hecho-mismode-su-lectura sea lo que se cuestione y no algunas de sus piezas o algunos de sus versos (que ni existen). Por otra parte, y esto lo veo como una de sus debilidades, Retrato... sólo puede ser leído de esta manera. Es decir, una lectura que no sea consciente, cínica, lúdica o contractual es imposible, ya que la intención del poema es la de escribirse en el afuera de toda ontología, de toda pretensión autobiográfica, de toda experiencia, como la mayoría de los poemas, y al final eso le cerró mucho espacio. Si el lector no está preparado de antemano o no capta rápidamente la “frialdad” de la escritura/lectura del poema, entonces no entenderá de qué va la cosa. —¿Puedes citar brevemente algún ejemplo de “estancamiento-edípico del saber” (mencionado también en el prólogo a Retrato de A. Hooper y su esposa) dentro de la literatura cubana? —Mejor no. La frase es demasiado general, y de lo que habla es de esa literatura que se “estanca” por no querer salir de la tradición, de lo que ha sido concebido como archivo, de lo que se establece de antemano. Y creo 14
que, salvo excepciones, casi toda la mejor literatura cubana de los setenta y ochenta lo es. Lo que no significa que sea mala. Al contrario. Pero Cuba es como es, y las malas intenciones, para no hablar de las malas lecturas, siempre estuvieron y están a la orden del día. Recuerdo que una vez hasta me acusaron en público de terrorista. Con eso te lo digo todo. —En buena medida, las intenciones de Retrato de A. Hooper y su esposa inciden en la línea que habías abierto con Das Kapital. ¿Es así? —De alguna manera, sí. Por lo menos en algunos de sus textos, como GlaSS. Un texto que es muchas cosas sin llegar a ser nada concreto, definido, como Retrato... —He escuchado que Retrato de A. Hooper y su esposa tuvo además trascendencia “pública”. Rolando Sánchez Mejías y Pedro Marqués de Armas lo presentaron en el Espacio Aglutinador de La Habana. —Sí, y yo mismo lo leí algunas veces en público, en otros lugares. Me gustaba mucho leerlo. Tiene una música muy particular, como si a Petrucciani le pusiéramos uno de los trajes de Satie y lo obligáramos a tocar. —¿Tienes previsto seguir ahondando en el mundo de la escena a corto plazo? ¿Es tu estancia en Europa uno
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de los factores que fomenta las incursiones en el género? —La pregunta por los géneros, en cómo desactivarlos y a la vez interconectarlos, ya estaba presente en Cuba, en lo que hacía allí. Era una de mis preguntas, digamos. De hecho, aquí lo que he hecho es continuar ahondando en lo que ya pensaba en La Habana, en lo que discutía con otros amigos escritores. Y el teatro: sí, desde hace algunos años es ya una constante, aunque lo escriba sólo a veces. —Tu obra se va traduciendo a otras lenguas. ¿Qué te está aportando tu estancia, antes en Alemania, ahora en la República Checa? ¿Más contacto con el mundo editorial, más inspiración, más nostalgia, más aire fresco? —Más aire fresco quizá, y más contaminación. Vivir en otros lugares y bajo otras lenguas te abre necesariamente a otras experiencias, grafías, absurdos, costumbres... A la vez, te hace concentrarte más en lo que quieres, por dónde quieres ir y que no deseas hacer, y esto último es impagable. —¿Qué enseñanzas te va dejando el exilio? —Ninguna. O, por lo menos, no en ese camino pedagógico... Con los años uno aprende a concentrarse más, a ser más sutil, a ser menos sensible, pero esto, que quizás en mi caso parezca
una enseñanza del exilio ―ya que vivo desde 2002 fuera de Cuba― sea sólo una enseñanza de la vida, de la edad, de las canas... Y no hay que magnificarlo. Pasa y nos pasará a todos.
Kandinsky* H UGO B ALL Traducción y nota de Daniel Bencomo
Hugo Ball (1886, Pirmasens, Alemania1927, Tessin, Suiza) es uno de los principales artífices del dadaísmo, uno de los artistas-pensadores que encarnan una época y brindan luz sobre ella. Como bien se sabe, es cofundador junto a Tristan Tzara, Hans Arp y Marcel Janco, del Cabaret Voltaire en 1916 y de él proviene la denominación Dadá de la revista y el movimiento. Un año después, en los primeros meses de 1917, afianzado y con algunas notas de madurez en su carácter, Dadá abre un nuevo espacio en Zurich, en concreto sobre la Bahnhofstrasse, número 19. El sitio ocupa los locales de la antigua galería Coray y toma el nombre de Galería Dadá; se inaugura el 17 de mayo con la exposición “Tempestad”: “La serie 1 de Tempestad incluye cuadros de Cam15
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pendok, Jacoba van Hermseek, Kandinsky, Paul Klee, Carl Mense y Gabriel Munter.” El 7 de abril Hugo Ball brinda la conferencia “Kandinsky” en la Galería Dadá, uno de sus anhelos respecto a Vasili Kandinsky desde 1914, fecha en que tuvieron que distanciarse por la guerra: “Ayer fue mi conferencia sobre Kandinsky. He hecho realidad un antiguo proyecto que llevaba acariciando largo tiempo. El arte total: cuadros, música, danza, versos —ahora lo tenemos aquí—. A Coray le gustaría publicar esta conferencia junto con otra conferencia de Neitzel y algunas reproducciones.” En “Kandinsky” * Ball no sólo se remite a la obra pictórica del prolífico artista, sino que rastrea el concepto vertido por Kandinsky de la obra de arte total. Indagación de las fracturas de su tiempo, radiografía de una época que estaba por brindar sus instantes de mayor depravación, también es “Kandinsky” una alta valoración del pensamiento estético del ruso y una re* Las citas provienen del diario de Hugo Ball en su versión española, La huida del tiempo (Acantilado, Barcelona, 2005, trad. de Roberto Bravo de la Varga, ensayo de Paul Auster y prefacio de Herman Hesse). La versión que aquí preparamos parte del original en Der Künstler und die Zeitkrankheit (Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 1984), disponible en la página www.zeno.org. 16
creación en sus cuadros; oteo aguzado en los horizontes de su quehacer artístico: sus orígenes vitales en Rusia, el germen intelectual en sus teorías sobre el arte. Ante todo, esta conferencia es el vigoroso hálito intelectual de uno de los instantes más efervescentes de las vanguardias. Lector crítico de Nietzsche —a quien también dedicó una amplia conferencia— y en general del pensamiento occidental, su prosa tiene resonancias de la violencia alegre del filósofo; pero justo donde polemiza con él es el punto donde se hermana con Kandinsky: la posibilidad de lograr una espiritualización absoluta del arte; su apertura en tanto acontecimiento sagrado, pero que no renuncia a su religiosidad y las cotas metafísicas que esto conlleva. No obstante su tardío regreso al cristianismo —cerca del final de sus días preparó incluso un estudio sobre tres cristianos bizantinos—, la obra poética y ensayística de Ball representa una de las más fuertes y joviales críticas a su época y a sus estructuras condicionantes, modernizantes. I. EL TIEMPO
Tres cosas son las que sacudieron, hasta lo más profundo, el arte en nuestros días, le concedieron un nuevo rostro y lo colocaron ante un auge nuevo y
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violento: la completa desdeificación del mundo por parte de la filosofía crítica, la liberación del átomo en la ciencia y la estratificación de las masas en la Europa de nuestros días. Dios está muerto. Un mundo se colapsó. Soy dinamita. La historia del mundo se partió en dos mitades. Hay un tiempo antes de mí. Y un tiempo después de mí. Religión, ciencia, moral: fenómenos que surgieron de la condición de temor de los pueblos primitivos. No hay más pilares ni apoyos, ningún fundamento que no fuera resquebrajado. Las iglesias se han vuelto castillos en el aire. Las convicciones, prejuicios. No hay una sola perspectiva más en el mundo de la moral. Arriba es abajo, abajo es arriba. Ocurre la transmutación de todos los valores. El cristianismo recibió una acometida frontal. Los principios de lógica, de centro, de unidad y razón, fueron exhibidos como postulados de una teología ambiciosa de dominio. El sentido del mundo desapareció. La finalidad del mundo en consideración al Ser elevadísimo que lo mantenía reunido, desapareció. El caos irrumpió. El tumulto irrumpió. El mundo se mostró a sí mismo como un atropellarse y arremeter de fuerzas desencadenadas, unas contra otras. El hombre perdió su rostro celestial y se volvió materia, azar, conglomerado,
animal, producto demencial de abruptos e insuficientes pensamientos trepidantes. El hombre perdió su lugar extraordinario que la Razón le había resguardado. Se volvió partícula de la Naturaleza, visto sin prejuicios un ser similar a un sapo o a una garza, con miembros desproporcionados, con una protuberancia saliente del rostro que tiene por nombre “nariz”, con puntas salientes que se acostumbra llamar “orejas”. El hombre, hasta entonces ataviado con la ilusión divina, se volvió común y corriente, en nada más interesante que una piedra, construido bajo las mismas leyes y dominado por ellas, desapareció en la Naturaleza; se tuvo toda clase de precauciones para no verlo con demasiada precisión, si es que no se deseaba perder, con horror y repugnancia totales, los últimos residuos de respeto ante esa imagen lastimera del Creador fallecido. Una revolución contra Dios y sus criaturas se llevó a cabo. El resultado fue una anarquía de demonios liberados y poderes naturales. Los titanes se alzaron y arruinaron las villas celestiales. Pero no sólo se quebraron sus muros; se destruyeron, descuartizaron, pisotearon también hasta sus granos de arena. No quedaron siquiera las piedras apiladas unas sobre otras: ni siquiera quedó un granito, un átomo 17
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junto a otro. Lo Inamovible fue arrasado. Piedra, madera, metal arrasados. Lo inmenso se hizo chico y lo chico creció desorbitadamente. El mundo se hizo monstruoso, siniestro; el comportamiento racional-convencional, la proporción, desaparecieron. La teoría de los electrones produjo una peculiar vibración en todas las superficies, líneas, formas. Los objetos cambiaron sus figuras, su peso, su forma de encimarse y contraponerse a los otros objetos. Del mismo modo que los espíritus en los terrenos filosóficos, los cuerpos fueron despojados de toda ilusión en los terrenos de la física. 18
Las dimensiones crecieron, las fronteras cayeron. Como últimos principios ante la arbitrariedad de la Naturaleza quedaron el gusto individual, el compás y el logos del individuo. En medio de la oscuridad, del miedo y la carencia de sentido, un nuevo mundo lleno de intuiciones, preguntas, significaciones, elevó su enorme testa. Y un siguiente elemento irrumpió, amenazante y destructivo, con la búsqueda desesperada de un nuevo orden para el mundo en ruinas: la cultura de masas de las grandes ciudades. La vida individual pereció, la melodía pereció. La percepción solitaria desapareció. Los pensamientos y las percepciones acometían complejos el cerebro; los sentimientos, sinfónicos. Aparecieron las máquinas y tomaron el lugar de los individuos. Complejos y seres surgieron de un horror suprahumano, supraindividual. El miedo se convirtió en un ser con millones de cabezas. La fuerza dejó de medirse en relación a un ser humano, para ser valorada en caballos de fuerza. Turbinas, cuartos de calderas, forjas, electricidad, dejaron surgir campos de fuerza y espíritus, que someten a las ciudades con su atronadora violencia; nuevas batallas, extinciones, Ascenciones; nuevas celebraciones, cielos e infiernos. Un mundo de demonios abstractos engulló la
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opinión individual, desgarró los rostros individuales en máscaras inalcanzables, engulló las expresiones privadas, saqueó los nombres de las cosas únicas, destruyó el Yo y sacudió los mares de las emociones, dispuestas unas sobre otras, hasta enfrentarlas entre sí. La psicología se volvió un parloteo. Los seres complejos escandalizaron. La metafísica retumbó atronadora, crujió interminable. Las más sensibles vibraciones y las inauditas masas monstruosas se dibujaron en el horizonte, apiladas y confusas, penetrándose unas contra otras.
te y con las máscaras temibles de los peruanos, australianos y negros. Los artistas de nuestros días son ascetas de su espiritualidad que dan la espalda al mundo. Llevan su existencia en la ausencia profunda. Son precursores, profetas de una nueva era. Sus obras tañen en un lenguaje conocido apenas por ellos. Se enfrentan a la sociedad como lo hicieron los herejes en la Edad Media. Sus obras filosofan, politizan, profetizan a la vez. Son precursores de una época entera, de una nueva cultura integral. Se les entiende de manera difícil y sólo cuando se ha modificado el fundamento interior, cuando se está II. EL ESTILO listo para romper una tradición de un Los artistas en este tiempo están diri- milenio. No es posible entenderlos cuangidos al interior. Su vida es una lucha do se tiene fe en Dios en lugar de tecontra la demencia. Se sienten desga- nerla en el Caos. Los artistas en este rrados, partidos, molidos, cuando no se tiempo se dirigen contra sí mismos y les concede, por un momento, encontrar contra el Arte. También los últimos el equilibrio, el balance, la necesidad fundamentos aún ilesos les resultan proy la armonía en su obra. Los artistas blemáticos. ¿Cómo podrían ser útiles en este tiempo no adornan las habita- o conciliadores o descriptivos o comciones de caza como en el Renaci- placientes? Se desprenden del mundo miento. No cuentan fábulas infantiles fenoménico, del cual sólo perciben concomo en el rococó, incluso carecen del tingenca, desorden e inarmonía. Remotivo de la divinización, como sí lo nuncian libremente a la representación encontraron el gótico y el joven Rena- de seres naturales, a los que considecimiento. La más fuerte afinidad que ran lo más deforme entre lo deforme. aún muestran sus obras es con las es- Buscan lo esencial, lo espiritual, lo no peluznantes máscaras de los pueblos profanado todavía, el trasfondo del munprimitivos, con las máscaras de la pes- do fenoménico, para ponderar, ordenar, 19
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armonizar su nuevo tema en claras, inequívocas formas, superficies y volúmenes. Devienen creadores de nuevos seres naturales, que no tienen símil en el mundo conocido. Ellos crean cuadros que no son mímesis alguna de la Naturaleza, sino una proliferación de la Naturaleza en nuevas y hasta ahora desconocidas formas fenoménicas y secretos. Tal es el júbilo victorioso de estos artistas, crear seres que se denominan cuadros, que mantienen un mismo alejamiento junto a una rosa, un hombre, un rojo del ocaso o un cristal. El secreto de los cubistas es el intento de romper las convenciones de la superficie pictórica; colocan sobre el lienzo más de una superficie imaginaria: ellas funcionan como base. El gran secreto de Kandinsky radica en que él, en tanto precursor y más radical que los cubistas, rechazó toda figuración por impura y retornó a la forma verdadera, al sonido de las cosas, a su esencia, a sus curvas fundamentales. En Picasso, el fauno, y en Kandinsky, el monje, ha encontrado nuestro tiempo sus más grandes denominadores. En Picasso la oscuridad, lo grisáceo y la tortura del tiempo; su ascetismo, su mueca infernal, su profundo penar, su gemido y su estruendo, sus avernos y tristezas inefables, su rostro cadavérico y su negro dolor. En Kandinsky su 20
júbilo, su vértigo festivo, su tormenta celestial, su fuga de arcángeles, sus coloridas quijoterías, sus azulgranas marsellesas, su auge: un vuelo querubínico de fanfarrias azul-amarillas llamando al infinito. III. LA PERSONALIDAD
Kandinsky es liberación, confianza, redención y sosiego. Uno debería peregrinar a sus cuadros: son una salida del desorden, las derrotas y desesperaciones del tiempo. Son liberación de un milenio en el colapso. Kandinsky es uno de los grandes renovadores, portavoces de la vida. La vitalidad de su intención es desconcertante y asimismo inaudita, como lo fue la de Rembrandt para su época, como la vitalidad de Wagner lo fue para un tiempo apenas anterior a nosotros. Su vitalidad abarca por igual la música, la danza, el drama y la poesía. Su significado reposa en una iniciativa que es al mismo tiempo práctica y teórica. Él es el crítico de su obra y de su época. Es el poeta de versos inalcanzados, creador de un nuevo estilo teatral, compositor de algunos de los libros más espirituales que la nueva literaura alemana ha presentado. Sólo una contingencia, la irrupción de la guerra, nos impidió poseer un libro suyo sobre el teatro, en el formato e
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importancia de El jinete azul. La misma contingencia evitó la fundación de una sociedad internacional para el arte, impulsada por él, cuando buscaba los medios para la realización de sus composiciones escénicas. La consecución de esa sociedad habría traído incalculables resultados para revolucionar el teatro. Kandinsky es ruso. La idea de la libertad es en él tan enfática aplicada en los terrenos del arte. Lo que dice sobre la anarquía recuerda a frases de Bakunin y Kropotkin. Sólo que él aplica el concepto de la libertad de un modo completamente espiritual en la estética. En Der Blaue Reiter escribe, sobre la cuestión de la forma: “Nombramos anarquía al estado actual de la pintura. La misma palabra es aquí utilizada para describir el actual estado de la música. Bajo esa palabra se entiende falsamente un abatimiento y un desorden sin ninguna estrategia. La anarquía es, sin embargo, un método y un ordenamiento, los cuales no se producen a través de una violencia exterior y finalmente fallida, sino que son creadas por medio del sentimiento del Bien.” Ese “sentimiento del Bien” o la “necesidad interior” es el único y último principio creador que él reconoce. La “necesidad interior” por sí sola proporciona lindes a la libre intui-
ción, la necesidad interior dibuja la forma exterior y visible de la obra. La necesidad interior es donde todo arriba por último; distribuye los colores, formas y pesos; la que porta la responsabilidad por el más riesgoso experimento. Ella sola es la respuesta a la pregunta por el sentido y el fundamento primigenio de los cuadros. En ella se documentan tres elementos sobre los cuales la obra se compone: tiempo, personalidad y principio estético. Ella desarrolla el tono principal, del cual se desprenden los tonos secundarios. Es el último umbral que el artista conmocionado no es capaz de destruir. Y de ella misma, de la forma de sus obras, dice Kandinsky: “El espíritu crea una forma y se convierte en nuevas formas”, y de otro modo: “Lo más importante no es el nuevo valor, sino el espíritu que se ha revelado en esa obra. Y luego la libertad necesaria para la revelación.” De acuerdo con él, cada obra deviene “un niño de su tiempo y madre del futuro”. Mientras persigue hasta lo más íntimo el tono, la esencia de una cosa, otorga al mismo tiempo la más amplia libertad de movimiento. Kandinsky declara su nacionalidad no sólo en la forma, también en los colores. La colorida Rusia existe en sus cuadros como en ningún otro. Las inmensas superficies nevadas, sobre ellas los 21
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granas del amanecer o del crepúsculo, los colores frambuesa del tintineo de la troika, los vivaces vitrales de las tabernas de los campesinos, los colores de sus fiestas y los azules de los mantos de la Virgen, claridad y lucidez glaciales; aunada a ello la difuminación de los colores, tal cual aparecen en las auroras boreales, verde poderoso, blanco, cinabrio; cuando se piensa en los cuadros de Kandinsky reducidos en formato, reunidos en tamaño duodenal,1 se encuentra en ellos la intensidad y los colores de las imágenes de los santos pintadas en vitral. Y una vez que uno ha descubierto Rusia en sus imágenes, luego se encuentran formas de pozos, formas compositivas que evocan uno de los hombros con peso de los cargadores de agua (como en Cuadro con mancha roja). Luego se encuentran los jinetes esteparios, los galopes, las letanías y fiestas de Pascua, cuyas reminiscencias no consiguió apagar por sí mismo el arte más espiritual. Luego se encuentra la sosegada y sencilla, la inmaculadamente cristiana, la intacta y silenciosa Rusia que respira un aire de fábula; la Rusia que, como El formato duodenal, en alemán Duodezformat, era un tamaño típico de edición de libros, que consistía en doblar el pliego de papel para obtener doce hojas, por lo regular de tamaño pequeño. (N. del T.) 1
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en una mañana creciente, arde enorme y violenta en el cielo. Luego uno considera a Kandinsky un heraldo de la libertad de su pueblo cercado por Japón y por Groenlandia. Para mí, siempre fue apreciado de manera especial el cuadro Número 41, en el cual precisamente esa sensación fronteriza, ese despertar, esa pureza de la luz polar de Groenlandia y la finura de las formas japonesas, se mezclan y confirman de la manera más delicada. Para nosotros, europeos occidentales, esa íntegra pureza cromática y esa dimensión de lo intuitivo lucen a nuestros ojos como romanticismo. ¿No ha sido romántica desde siempre Rusia para Occidente? ¿No fue Dostoievski el último gran romántico? ¿No es el cristianismo ruso el último y más fuerte bastión del romanticismo en la Europa de nuestros días? Tal es su valor cultural. IV. EL PINTOR
En tres obras teóricas se ha pronunciado Kandinsky sobre la esencia de su arte: de manera general y en sentido cultural en el almanaque publicado junto a Franz Marc, Der Blaue Reiter ; especialmente sobre la cuestión de la forma en Sobre lo espiritual en el arte ; sobre la cuestión pictórica en su propia autobiografía, en el Álbum Kan-
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dinsky que apareció en la editorial Sturm. En Der Blaue Reiter y en De lo espiritual en el arte, Kandinsky delimitó fuertemente su problemática formal contra el expresionismo, así como ante el cubismo y el futurismo. Considera al expresionismo y al futurismo como rumbos que sólo aspiran a un tratamiento más fuerte e idealizado de las impresiones. Resultado de ello es una superficialización de lo exterior (en lugar de los paisajes, salones de café, interiores que trajo el impresionismo, aparecen autos, aviones, bombillas, etc.). Ahí se da algo así como una burda fantasía que no renuncia al objeto ni a su materialidad, sino que lo transforma y en algunas ocasiones subraya aún su materialidad. En el cubismo, Kandinsky encuentra todavía sólo una forma transitoria. “El cubismo muestra con qué frecuencia las formas naturales deben supeditarse con violencia a los fines constructivos, y cuáles obstáculos innecesarios se producen en tales casos.” El cubismo, que promulgaba un contrapunto a la forma, que aplicó el dogma de las formas geométricas sencillas al tratamiento del objeto, es considerado por Kandinsky como una expresión que abarca con insuficiencia el reino sinfónico del tiempo; le parece que adolece de una autolimitación
deliberada (ascesis de Picasso). A la clara construcción geométrica que ahí subyace, que en ocasiones salta a los ojos, le opone la libre construcción más rica en posibilidades, más plena en expresión, de un secreto rembrandtismo. Cuando hoy en París se escucha maldecir al cubismo como un “arte boche” debido a sus ásperos, cuasi prusianos centralización y orden, es una certeza considerar a Kandinsky como uno de los primeros que se manifestaron en contra de la férrea organización del cubismo, el cual coloca valores morales en el lugar de los valores estéticos. Kandinsky también abordó las proporciones numéricas como principio constructivo. Pero si los números son la última manifestación de las leyes estéticas, ¿por qué debe llamarse 1 el número en lugar de 0.33333?; es decir: ¿por qué la forma primitiva en lugar de la más complicada? La belleza es un orden que no puede verificarse ni a la primera ni a la centésima vista. La belleza es un múltiplo del orden no calculable. El cubismo trabaja con la gramática, Kandinsky con la lábil necesidad interior. Su arte apunta al desencadenamiento y capta el tiempo con todas sus aristas, secretos, excusas, con todos sus trasfondos y sus primeros planos, todos sus sofismas y todas sus duras y tiernas contradicciones y réplicas. El cubismo 23
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se sirve de los círculos y ángulos; mide, pesa, corta, es violento y duro, juez inexorable y testigo incorruptible. El cubismo castiga y recompensa, tiene algo de la Inquisición española y de una rectangulización de principios alemanes. Fuerza el detalle en lugar de darle libertad. El cubismo purifica y “prusifica”2 el Arte. Es feo por principio y, según Kandinsky, justo ésa debería ser su belleza. Y así es también. Los riesgos de su propio arte los observa Kandinsky en dos terrenos: en la aplicación puramente abstracta del color, emancipada por completo, en formas geométricas; en el ornamento que no surge de ninguna alegoría o jeroglífico expresivos; y en la sobreanimación, en la deriva de las formas hacia lo fabuloso, que extrae del espectador fuertes vibraciones mentales, puesto que experimenta el juego de la ilusión en el país de lo fantástico, pero no se ocupa más de lo serio. Entre esos dos polos —cuyo rechazo, en el intelecto y la intuición, requiere del artista abstracto la más inmensa de las exigencias— se extiende el tema de Kandinsky: “La batalla de los tonos, el equilibrio perdido, los ‘principios’ en caída, inesperados golpes de tambores, grandes “Prusificar”, verbo a partir de Prusia que emplea Hugo Ball. 2
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preguntas, un aparente afán sin destino, aparentes impulso y nostalgia desgarrados, exhaustas bandas y cadenas, hacer de los múltiples el uno, contradicciones y contrastes.” Tres distintos niveles de expresión de la imagen —menciona— corresponden a su vez a tres distintas formas de tratamiento intensivo de la naturaleza exterior: impresiones, en las cuales es representada una sensación directa de la naturaleza exterior; improvisaciones, las cuales son, sobre todo, inconscientes y súbitas expresiones del carácter interior, expresiones de la naturaleza interior; y composiciones, sinfonías lentas y cuasi pedantes que se elaboran y retocan tras los primeros bosquejos, vivencias de colores y formas. Puede verse que la renuncia a la figuración no es para él ningún dogma, sino una pregunta intensiva. Con cuál inaudito compás sin embargo, con qué sensibilidad para el peso y su balance, con qué talento para el equilibrio trabaja Kandinsky: tal es la potencia de su don. Aquí el equilibrio deviene balanza de la esencia del mundo. Nada es llevado a juicio ni recibe un castigo o recompensa, tan sólo adquiere serenidad: el bien se une al mal, el mal al bien. Sosiego, alegría e igualdad se producen; equidad, libertad, hermandad de las formas. Siempre en primer
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término la grandiosa libertad. Cada forma que se abre paso encuentra lugar, halla su lugar en el cosmos. Nada es presionado. Todo debe florecer, temblar, existir con júbilo, alarido y trompetas. Con maldad se nombró a Kandinsky, durante sus años de academia, un pintor de paisajes; y lo es, pero no en el sentido más convencional. Pintó paisajes, sin embargo eran los paisajes de la composición espiritual de Europa de 1913 y, más aún, de la Rusia que resquebrajó el absolutismo para escapar de él. Pintó esos paisajes de los transfondos espirituales con abrasador colorido, en el cielo de un tiempo nuevo. Kandinsky ha reflexionado mucho sobre una teoría armónica de los colores, sobre la moralidad y la sociología de los colores. Sus resultados los ha compartido en De lo espiritual en el arte, de manera tabular y teórica. Brinda una interesante y literaria psicología del color en afiliación a Delacroix, Van Gogh y Sabanejeff, al crítico Scriabin, que intentó implementar una escala musical de los colores. Kandinsky conoce la fuerza sanitaria, animal y motora del color; reúne elementos para una clave general de la pintura, pero su última palabra no es un catecismo cromático, ninguna teoría armónica,
sino siempre y sólo el principio liberador de la necesidad interior, la cual permanece como única guía seductora. “Los primeros colores que provocaron en mí una fuerte impresión fueron el verde vivo y luminoso, el blanco, el rojo carmín, el negro y el amarillo ocre.” Luego se sabe lo que esos colores representan para él: “El verde es, en el reino de los colores, eso que en el reino humano es la así llamada burguesía; un elemento feliz, inmóvil y satisfecho consigo mismo, restringido hacia cualquier dirección. Blanco, tal el símbolo de un mundo donde todos los colores han desaparecido en tanto sustancias y propiedades matéricas. Ese mundo está tan por encima de nosotros que no podemos 25
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escuchar ninguno de sus sonidos. De ahí proviene un gran silencio, el cual aparece ante nosotros como un muro indestructible, inexpugnable, que va hacia el infinito. Rojo: el cálido y luminoso rojo despierta el sentimiento de fuerza, energía, afán, decisión, alegría, triunfo; recuerda musicalmente el estallido de las fanfarrias que acompaña la tuba.” Así uno entiende que Kandinsky, que piensa en colores, encuentre su mundo más maduro ya desde la infancia, cuando éste aún no podía, en toda su singularidad, arribar a la conciencia. ¿Tienen entonces sus figuras algún sentido figurativo y psicológico? Apenas. Su psicología de los colores demuestra sólo la agudeza y la sensibilidad con la que prueba los colores: es sólo un intento por apropiarse de los últimos secretos de aquella “necesidad interior”; un tomar por asalto las fronteras de su arte, pero por ningún motivo una señal del camino hacia una interpretación figurativa de las imágenes. Y al final de la autobiografía se dice: “Mi madre es moscovita de nacimiento y reúne en sí las características que para mí encarna Moscú: belleza exterior, llamativa, absolutamente seria y severa; sencillez de raza fina, energía inagotable; una unión de tradición con auténtico espíritu de libertad, única por su fuerte nerviosismo, su impo26
nente y majestuosa tranquilidad y su heroico dominio de sí misma. Moscú: su redoblado agitamiento, su complicidad, su alta movilidad, el choque y la confusión de las apariencias, las cuales dibujan en lo más profundo un rostro propio y unitario, con las mismas características en la vida interior. La totalidad de ese Moscú, el interior y el exterior; la considero el origen de mis aspiraciones artísticas.” Una puesta de sol sobre las cúpulas y torres de Moscú la describe como la más fuerte impresión de su juventud. Dos grandiosas impresiones artísticas conserva de sus años de estudio en Rusia: una representación del Lohengrin en el Teatro de Moscú, y Rembrandt en el Hermitage de San Petersburgo. Sobre Lohengrin escribe: “Los violines, los profundos tonos graves, y muy especialmente los instrumentos de viento, encarnaron entonces para mí la fuerza entera de las horas de la víspera. Veía todos mis colores en el espíritu. Aparecían ante mis ojos. Salvajes, casi terribles líneas se dibujaban ante mí. No me tuve suficiente confianza para expresar que Wagner había pintado con música ‘mis’ horas. Pero me fue perfectamente claro que el arte en general era mucho más poderoso que cuando apareció ante mí; que, por otro lado, la pintura podría desarrollar fuerzas tales como las que
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la música poseía.” Y, sobre Rembrandt, escribe: “Rembrandt me ha sacudido profundamente. La gran división del claroscuro, el fundirse de los tonos secundarios en los grandes sectores, la fusión de esos tonos en esas piezas, que como un doble e inmenso sonido afectaban cada lejanía y me recordaban de inmediato las trompetas de Wagner, me reveló por completo nuevas posibilidades, fuerzas suprahumanas de los colores en sí y sobre todo la elevación de la fuerza a través de las combinaciones, es decir, oposiciones. Más tarde entendí que esa división invocaba un elemento sobre el lienzo, por principio extraño e inaccesible a la pintura: el tiempo.” V. LA COMPOSICIÓN ESCÉNICA Y LAS ARTES
En Der Blaue Reiter escribió Kandinsky una crítica de la “obra de arte total” wagneriana, en favor de la obra de arte monumental del futuro. Su crítica se dirige contra la enajenación de cada una de las artes que formaban parte de la obra de arte total de Wagner, las cuales fueron utilizadas para elevación de la expresión, para el énfasis y el fortalecimiento de la expresión, en repudio de las leyes artísticas inmanentes a ellas. La idea de Kandinsky de una
composición escénica monumental parte de condiciones opuestas. Él imagina una confrontación de las artes singulares, una composición sinfónica en la cual cada una de las artes, vueltas a su condición esencial como formas elementales, sólo aporten las notas para una construcción o composición sobre el escenario, que a su vez valida a cada una de las artes en tanto materia expresiva independiente, y crea una nueva obra de arte a partir de la mezcla de ese material purificado: la obra monumental del futuro. En dos de dichas composiciones escénicas, Sonido amarillo, publicada en Der Blaue Reiter, y en la aún inédita Telón violeta, ha cumplido en la práctica con su teoría. Acaso sólo de manera esquemática. Su talento, quizá relativo en esa forma, no indica nada contra la genialidad de la concepción ideal, que por sí sola habría representado una poderosa, demoledora violencia frente a autores de la ecuanimidad de Ibsen, Maeterlink o Andreiev, si en definitiva se hubiera llevado a escena, al menos por una vez, con amor. De acuerdo con Kandinsky, la composición escénica debe consistir de: 1. el tono musical y su movimiento, 2. el sonido corporal-espiritual y su movimiento, expresado a través de hombres y objetos, 27
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el tono del color y su movimiento (una posibilidad escénica especial). Lo que entiende Kandinsky bajo el primer y tercer puntos es claro a partir de todo lo precedente. Sobre el sonido corporal-espiritual y su movimiento a través de hombres y objetos, así como también de la danza, escribe: “Un movimiento muy sencillo, sin objetivo conocido, actúa en y para sí de modo significativo, misterioso, festivo. Sobre ese principio debería ser, y es construida, la ‘nueva danza’, la cual es el único medio, el significado total, para aprovechar el sentido total del movimiento en el tiempo y el espacio. Estamos ante la necesidad de la fundación de la nueva danza, la danza del futuro. La misma ley del aprovechamiento incondicional del sentido interior del movimiento, como del elemento principal de la danza, surtirá aquí efecto y llegará al objetivo. Así como en la música o en la pintura no existen sonidos ‘horribles’ ni ‘disonancias’ exteriores, pronto así será percibido, en la danza, el valor interior de cada movimiento, y la belleza interior reemplazará a la exterior. Ante los movimientos sin belleza fluye de inmediato una violencia insospechada y una fuerza llena de vida. A partir de ese momento empieza la danza del futuro.” En la editorial Piper, Kandinsky publicó una colección de 28
poemas que ha nombrado Sonidos. Como precursor también en la poesía, Kandinsky ha presentado acontecimientos espirituales puros. Con los medios más sencillos ha proyectado en los Sonidos movimiento, crecimiento, color y tono, como en “Fagot”. Aquí la negativa de la ilusión acontece a través de la oposición de elementos ilusorios que se recogen y elevan,3 extraídos del lenguaje convencional. En ningún otro lado, ni siquiera con los futuristas, se ha intentado una audaz purificación como ésta. Y Kandinsky no ha dado todavía su último paso. En “Sonido amarillo” ha descubierto y aplicado, por primera vez, la expresión sonora abstracta, compuesta sólo por vocales y consonantes armonizadas.
Traducimos el verbo aufheben como “recoger y elevar”, cercano a la intención hegeliana, habida cuenta que Hugo Ball poseía una sólida formación filosófica y que aquí tiene el sentido propio de una superación dialéctica. (N. del T.) 3
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Adolfo Castañón: la sombra y su vuelo M ARIO E RASO
Para Adolfo Castañón la escritura es la gran sombra. Como crítico, como lector, como poeta, creo que le inquietan los pasos por los cuales esa gran sombra se transforma en algo más real que lo real, aunque a veces esa sombra de sombras se diluya, se licue o se queme; en tal sentido, puede despertar su obsesión el juego de imágenes opacas que una letra proyecta sobre otra, pero también el que se yergue de una línea, una hoja, un autor o una época. América sintaxis tiende a ser una de las manifestaciones de ese juego, porque allí Adolfo Castañón muestra que quien quiera escribir sobre América está obligado a escuchar una pluralidad de voces, entremezcladas en un conjunto de ecos, de secretos y de figuras tan o más antiguos que el idioma. Desde 1507 es lugar común de la historia aceptar que con la palabra “América”, usada para nombrar a todo un continente, se rinde homenaje al viajero italiano Américo Vespucio; pero el poeta colombiano William Ospina piensa que es probable que esa palabra, “América”, ya existiera en antiguas lenguas de este lado del mundo antes del encuentro
de civilizaciones ocurrido en 1492, y significaba “El país del viento”. Es evidente que con esta conjetura Ospina no pone en duda la veracidad de la historia sino que, por el contrario, quiere reforzar la memoria de los habitantes de América con una imagen más auténtica y, por qué no decirlo, más hermosa. Si nacimos aquí somos hijos del país del viento.1 Respecto a la inquietud que puede suscitar el origen del nombre de “América” y su posterior inserción en la historia, el poeta francés Blaise Cendrars ha acuñado una reflexión que da más luces al respecto. En 1930, Cendrars escribió “La actualidad de mañana”, texto que se consignará como prólogo de la edición francesa de El águila y la serpiente, novela que Martín Luis Guzmán publicó en Madrid en 1928. Adolfo Castañón tradujo este texto que él juzga “transparente y enigmático”, como en efecto lo es. Sin duda es un hallazgo valioso. Transcribo el fragmento que concierne a los que nacimos de este lado del mundo y lo habitamos: “Cumaná es una pequeña ciudad de veinte mil almas, capital del estado de Sucre, que pasa por haber dado su nombre indígena a América: efectivamente a algunos kilómetros al sur se encuentra el lugar indígena de Ameraca (Maracapano para los mapas) que, en el siglo XVI, servía de almacén para las mercancías españolas llevadas a las islas y que se propagaban desde ahí por todas las costas bañadas por el mar Caribe, y fue de Ameraca, antes que de Amerigo Vespucci, que, según algunos, vino el nombre dado al nuevo continente” (véase http://www. 1
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del viento ha sido desdoblado y las obsesiones errantes se han manchado, se han ido o se han cocido con las palabras. Así, cuando él habla en su libro de Gloria Posada, añade que “el poeta en la lucha con su sombra” es quien, finalmente, puede respirar al otro lado del poema —el poeta y, con él, el lector—, siempre que antes haya confrontado en soledad a su soledad. ¿Contra quién combate el escritor cuando escribe? La silueta del peleador solitario evoca el comentario de Charles Baudelaire sobre Constantin Guys.2 Con todo, no es extraño que José Luis Martínez, en su discurso por el ingreso de Adolfo Castañón a la Academia Mexicana de la Lengua, haya señalado su predilección por el poema “Aires de cocina”. ¿No es, acaso, el arte de cocinar uno de los juegos más solitarios y, al mismo tiempo, de los más comunitarios; ADOLFO CASTAÑÓN
Otro tanto acontece con el aliento latinoamericanista que impregna la escritura de Adolfo Castañón, convirtiéndose poco a poco ante nuestras miradas en un acontecimiento que comienza a parecerse a la sabiduría, porque tal vez la sabiduría es una transparencia oscura que queda cuando el corazón istor.cide.edu/archivos/num_45/textos_reco brados1.pdf) 30
“Maintenant, à l’heure où les autres dorment, celui-ci est penché sur sa table, dardant sur une feuille de papier le même regard qu’il attachait tout à l’heure sur les choses, s’escrimant avec son crayon, sa plume, son pinceau, faisant jaillir l’eau du verre au plafond, essuyant sa plume sur sa chemise, pressé, violent, actif, comme s’il craignait que les images ne lui échappent, querelleur quoique seul, et se bousculant lui-même.” (“Le peintre de la vie moderne”, en 0euvres complètes, t. II, texte établi, présenté, et annoté par Claude Pichois, Gallimard, Paris, 1976, p. 693.) 2
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un combate vital de sombras que se cuecen y se evaporan, de elementos que saltan y vuelan, de muertes que se transmutan en vidas? En Adolfo Castañón prevalece una visión sagrada, porque cocinar, leer o escribir pueden ser una manera de consagrar el mundo. Escribir es convocar. Y así como la cocina es la habitación más añorada de la casa, un lugar de encuentro y comunión, el sitio donde se develan los misterios de la familia, la página en blanco es la antesala donde se ordenan las sombras: “El mundo es un gran libro hecho de símbolos y el poeta ha sido llamado para dar fe de él (...). A partir de ahí, la tarea es aparentemente sencilla: ordenar esos símbolos, organizar con los datos de la experiencia una morada para el hombre.”3 La idea de orden puede ser útil para comprender la imaginación creativa de Adolfo Castañón; su amor inamansable por los libros, esa energía bibliomántica que lo ha llevado a practicar su re-colección como si estos fueran miniaturas radiactivas del árbol de Diana, es la otra cara, menos real si se quiere, de su peregrinación por la escritura. Dice Adolfo Castañón que la intención de Luis Cardoza y Aragón
fue “rescatar y restaurar el caos milagroso y absoluto de las sensaciones”.4 Es posible que sea la de todos los poetas: aprender el alfabeto de las sombras para vislumbrar el universo, su centro, sus lindes o lo que está más allá o más acá del laberinto. Adolfo Castañón acepta esta lección, pero creo que ha aprendido a frotarse los ojos para irse anudando a otra. Concebir, por ejemplo, una casa adentro de una biblioteca donde se desbordan o se entretejen todos los folios (los escritos, los soñados, los que se están escribiendo, los que se escribirán), es una idea fantástica e imperfecta, pero no menos cautivadora que escribir poesía. Por lo mismo, al comienzo y al final de este juego de apariencias, de apariciones y de desapariciones, que va de la cocina en que arden los recuerdos a los contornos quijotescos de la Biblioteca Adolfina, de la traducción a la política del antirrobo, de los pasos a los repasos, de probar a aprobar o reprobar, de la colección a la recolección, de la ilusión a la sanación, del estoicismo al epicureísmo, y que se hace desde la pasión por la lectura, se despliega la poesía de Adolfo Castañón. La suya tiene levedad, aunque
“Eliseo Diego: Brindis y recuerdo”, en América sintaxis, Aldus, México, 2000, p. 219.
“Luis Cardoza y Aragón: Fábula de la imagen”, en Op. cit., p. 298.
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es proporcional a la quemadura de su vuelo: Así cada quien recibe su apellido embalsamado en el fuego. Nos hacemos polvo en la fragua de nuestro nombre, el nombre, a su vez, ceniza en la gratitud. Gratitud por el sol que nos aplasta, por las espinas en el corazón, por la tierra que derrumba nuestro paso, por este silencio donde las palabras yerguen sus raíces como objetos en un cuarto oscuro. Aullamos —al cielo llega una canción. La danza dibuja nuestro eclipse. Pedimos ayuda sin saber que damos gracias por el peligro. (“La otra mano del tañedor” ) 5
Lenguaje ávido de claridad y de intimidad, aunque ahí nada haya de ingenuo. El poeta sabe que debe desconfiar del lenguaje para dominarlo y que ésta, a su vez, es una afirmación temeraria: las palabras difícilmente obedecen y, muchas veces, terminan por devorar a quien desea transformarlas. Así, pues, la poesía es una experiencia mental, un ensayo de iniciación que no consiste en buscar o descubrir, sino en gravitar La campana y el tiempo (poemas, 19732003), Mosca Azul, Perú, 2003, pp. 80-81. Las 5
citas de los poemas son de esta antología. A continuación, consigno en el cuerpo del texto, entre paréntesis, el nombre del poema y su ubicación. 32
en una celda cuyas ventanas están inclinadas, fundidas al techo de una biblioteca: Estoy aquí y, ¿les parece increíble?, creo que siempre he estado aquí. Aquí con uno. El de ayer también. Aquí y ¿mañana? las voces se van secando como cangrejos yertos sobre la roca. Esta pared de farallón que se escala con la palabra ¿baja?, ¿sube?, ¿está siquiera en el camino? No sé adónde voy porque ni siquiera sé si me muevo. Quieto en el asiento de un tren desbocado o en un trono de roca ante el mar mientras el planeta divaga por el espacio como una pluma sobre el agua. Dicen que uno conoce su nombre. Pero ¿cómo se llama el que conoce mientras sube la marea? (“¿Vacas o fantasmas?”, p. 308)
Creo que en sus poemas en prosa Adolfo Castañón logra atisbar las huellas sutiles que va dejando la poesía. En todo caso, ellos prueban la germinación de la semilla, el tránsito por el cual se tantea en lo oscuro para atraer a la luz. Fasto y hermetismo pueden ser sus cualidades negativas; sin embargo, esto no impide que, tras la lectura de estos fragmentos donde brilla la memoria de los ancestros y se concilian las sombras fraguadas en los viajes, en el amor, en la amistad, el lector alcance a percibir la intención de una voz combativa que se extiende, se hace
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palpable para acercarse, como si las albas encontraran desnudo a su autor, cubierto por hojas blancas, sueltas, transparentes: El Viejo del Agua viste un tronco que es un bosque en sí mismo, una fronda que se ensancha selvática a raudales, una sombra que avanza y dibuja en el aire un palacio ameno y fresco. Porque el árbol gigante en cuyas ramas podría descansar un pueblo, es un ser hospitalario, un añejo amigable atlante que abre los brazos a los niños y deja que aves y pájaros de toda algarabía y plumaje vengan a revolotear entre sus hojas. (…) Y, si se mira bien, en alguna rugosidad de aquel enroscado pliegue, entre aquellas vetas arborescentes, verás inscrita la figura de tu ciudad, grabado tu rostro en el jeroglífico de una mancha, tu cuerpo en el coriáceo anagrama de una veta porque, en verdad, sólo somos un trazo de corteza, una escena del maderamen sagrado que desde siempre se alza como un río esmeralda hacia el cielo. Pero yo sé que el sabino de laberíntica edad difícilmente remontable no es a su vez más que un chico que juguetea a la sombra de las montañas envueltas en niebla. (“Árbol Atlante”, pp. 288-289)
La reinterpretación de este aleph vuelve a ser inquietante. Cada árbol solitario es todos los árboles, una sola sombra larga que concentra las fuerzas del pasado, el presente, el futuro,
y también los puentes, las ascendencias, las descendencias a que tiene derecho cada ser por el hecho de estar vivo y saber entregarse a la contemplación. Entre los pliegues del árbol y los repliegues de su sombra se proyecta el primer libro leído, que, tal vez, puede ser el último en ser escrito. “Carta a Francisco Cervantes” es, en este sentido, una poética. Al final del párrafo que la concluye, resuena el espíritu guerrero del endecasílabo: Surge de tanto en tanto en el horizonte para orientar nuestras caravanas. Hoy apareció en sueños cuando todo el pueblo dormía y nos despertamos para saludarlo. Ha desaparecido y deja en nuestras manos, como recuerdo, un libro que es cuatro libros, un libro de tierra, aire, fuego y agua. Navegaremos en él, lo incendiaremos, le daremos la intimidad de nuestra respiración y luego sembraremos la tierra con sus frutos. Tal vez así se cure nuestra sombra. (p. 341)
De casi nada vale preguntar hacia dónde crece un árbol, dónde tiene incrustadas sus raíces, si un libro se lee de fin a principio, si una ciudad se camina de izquierda a derecha o si es preciso navegar o escribir. Saber para curar es la pretensión de quien practica el arte de la poesía. En su comentario sobre Álvaro Mutis, dice Adolfo Castañón 33
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que el poeta es “el enfermero que da nombre a las cosas”. Para seguir las huellas de esta incertidumbre habría que agregar que el poeta no tiene escapatoria: un segundo o todos, un día o ninguno, ahora o siempre, y de súbito las imágenes comienzan a arder y de lo profundo del fuego se alza una bendición: el monograma de la claridad. Aprender a salir de la casa puede ser la primera condición para enseñar a cantar en las afueras; la última, hacer memoria para limpiar las heridas que quedan, allí donde la imaginación poética ha luchado a muerte contra la desolación: Dentro de la casa, donde un hueco en el techo hace pensar que se trata de un observatorio, el lector cierra los ojos, siente las sendas que se pierden en su mente, reconoce dentro de sí ciertas figuras voluminosas que a veces le parecen nubes, a veces, cascadas. (…). El sabor de la boca seca es ás-
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pero y la lengua parece empedrada. Tan seca que casi duele. Hay una llaga en mitad de la lengua y en la garganta un erizo, una fruta metálica hecha de alfileres que producen una música incomprensible. Tal vez por eso el lector calla. Sabe que sólo tras días y noches de acecho puede empezar a cantar el árbol que crece en su interior. Cuando el árbol que le crece adentro empieza a hacer sonar su fronda, se debilita el viento que viene de las calles. El árbol danza y hace volar su sombra al compás de la cornamusa. El árbol crece alimentado por el agua de la danza. Crece insensiblemente dentro del cuerpo, las hojas de su copa empiezan a salir por la coronilla. (“El señor pasea por su casa”, p. 343)
Había una vez un hombre; en el hombre, unas manos; en las manos, un libro; en el libro, unas palabras; en las palabras, una caricia; en la caricia, un niño; en el niño, unas sombras; en las sombras, un pájaro.
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Dos poemas L OUISE G LÜCK Versiones de Jorge Esquinca CABALLO
¿Qué te da el caballo que no puedo darte yo? Te observo cuando crees estar solo, y cabalgas en el campo, detrás de la cuadra con tus manos hundidas en las oscuras crines de la yegua. Conozco entonces lo que yace detrás de tu silencio: tu desprecio, tu odio por mí, por nuestro matrimonio. Y aún así pides mis caricias. Lloras como lloran las novias, pero te observo y noto que no hay pajecitos a tu alrededor. Entonces ¿qué hay en ti? Nada, pienso. Sólo la prisa por morir antes que yo. 35
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En un sueño te he visto cabalgar sobre los campos arrasados. Luego desmontas; caballo y tú caminan juntos en la oscuridad, sin sombras. Y yo sentía las sombras venir hacia mí —ellas, dueñas de su albedrío por la noche, pueden ir a cualquier parte. Mírame. ¿Crees que no lo entiendo? ¿Qué cosa es el caballo sino un pasaje fuera de esta vida?
EL FUEGO
Si hubieras muerto cuando estábamos juntos no hubiera querido nada de ti. Ahora te pienso como si hubieras muerto, es mejor. A menudo, en las frescas tardes de primavera cuando, con los primeros brotes, entra al mundo todo lo que es mortal, encendía una fogata para los dos, con ramas de pino y manzano. Una y otra vez las llamas disminuyen, relumbran 36
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mientras cae la noche y podemos vernos uno al otro con claridad. Durante el día nos contentamos, como antes, con la hierba alta, con las verdes puertas de madera y las sombras. Y tú nunca dices “déjame” —a los muertos no les gusta estar solos.
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Los misterios desnudos E NRIQUE S ERNA
En el ocaso del Egipto faraónico, bajo la dominación helena y romana, los sacerdotes crearon grafías deportivas o criptográficas destinadas a “vestir de misterio” los textos religiosos, con el fin deliberado de confundir al lector.1 La edad barroca del jeroglífico fue el canto del cisne de una casta moribunda que porfiaba en la cerrazón excluyente ante el empuje de la escritura demótica (mucho más simple) y de las lenguas invasoras. Como los dictadores en desgracia, que al verse perdidos emprenden una desesperada fuga hacia delante, los sacerdotes de Alejandría aumentaron el número de signos y sus variantes para crear un sanctasanctórum aún más inaccesible a los profanos. Quizá la poesía hermética de los siglos XIX y XX haya sido también un gesto agónico frente al avance de la ciencia y la tecnología, como si el imperio de la objetividad hubiese infundido al hombre una nostalgia reaccionaria de los misterios religiosos. Por una extraña paradoja, el viraje hacia el hermetismo comienza en la literatura francesa unas cuantas décadas después de que Champolion logró descifrar los jeroglíficos egipcios. Se había resuelto uno de los grandes misterios de la historia universal y el hombre, huérfano de enigmas, tuvo que apresurarse a inventar otros. De hecho, el portavoz del movimiento romántico, Friederich Schlegel, fundamentó su defensa de lo incomprensible en la necesidad de preservar los viejos misterios religiosos, amenazados por el avance del conocimiento empírico: “Lo más delicioso que tiene el hombre, su satisfacción interior misma, pende a la postre de un punto que debe dejarse 1
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I. Chadwick et al., La naisance des écritures, Editions du Seuil, Paris,
2003,
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en la oscuridad, pues perdería su fuerza si quisiéramos disolverlo en la razón. A menudo las palabras se comprenden mejor a sí mismas que quienes las usan. En verdad, se apoderaría de nosotros el desasosiego si el mundo llegara a ser alguna vez comprensible.”2 Una inquietud análoga ante el empuje de la ciencia explica, tal vez, la intrincada terminología y la sintaxis contrahecha de algunas corrientes de la filosofía alemana en el mismo tramo de la historia moderna. El enorme prestigio que alcanzaron desde su nacimiento denota que había un público ávido de revelaciones oscuras, o bien, que los buscadores de prestigio siempre reciben con beneplácito a los profetas inaccesibles. Pero no todos cayeron en el garlito. En sus conversaciones con Eckermann, Goethe deploró el lenguaje cifrado de los filósofos alemanes. “La especulación filosófica perjudica en general a los escritores alemanes, pues en su estilo suele penetrar un elemento incomprensible, abstruso, que ahoga toda la galanura de la expresión. Cuanto más se acercan los escritores a ciertas escuelas filosóficos, tanto peor escriben. ¿Qué dirán los ingleses y los franceses del lenguaje de nuestros filósofos si nosotros mismos no alcanzamos a comprenderlo?”3 Schopenhauer, uno de los mejores prosistas alemanes de su tiempo, reaccionó con virulencia ante la mistificación del lenguaje filosófico. “Las palabras no carecen de dueño —protestó— y atribuirles un sentido totalmente distinto del que hasta ahora han tenido significa abusar de ellas, significa introducir una autorización según la cual cada uno puede utilizar 2 3
Friederich Schlegel, Fragmentos, Marbot Ediciones, Barcelona, 2009, p. 222 Johann Peter Eckermann, Conversaciones con Goethe, Porrúa, México, 2007, p.
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cada palabra en el sentido que quiera, con lo que se produciría una confusión sin límites.” Fichte, Schelling, y sobre todo Hegel, son los filósofos a quienes acusaba de tener mentes confusas y defectuosas. Su débil entendimiento, acobardado ante la exigencia de calidad de los conceptos, retrocede, según Schopenhauer, a la cómoda penumbra de los conceptos imprecisos, muy abstractos y difíciles de explicar, como por ejemplo, finito e infinito, sensible y suprasensible, la idea del ser, la de la razón, el absoluto, etc. El exceso de abstracción y el abuso de los conceptos generales, utilizados como signos algebraicos, “son lanzados aquí y allá, con lo que el filosofar degenera en vana palabrería, y a la mente que piensa le entra la duda, sobre todo en la juventud, de si es incapaz de entender o si no hay realmente nada que entender”.4 Cualquier lector experimentado conoce las zozobras descritas por Schopenhauer. Como la falta de rigor literario conduce a la vaguedad, muchas de las disertaciones filosóficas, los poemas y las novelas que parecen haber alcanzado el máximo grado de dificultad probablemente son borradores mal pulidos, cuyos autores se han permitido una enorme cantidad de licencias. Al amparo de las tinieblas todo se vale, pues nadie puede notar las fealdades, los vacíos y las asperezas de un jeroglífico sin códigos de referencia. ¿Es sustancial toda la filosofía de Hegel o en algunos momentos recargaba su discurso con hojarasca para vestirlo de misterio, como los escribas egipcios del periodo helénico? La falta de lima crea oscuridades, como lo sabe cualquier redactor principiante, pero cuando el intelecto flaquea es más fácil meter la basura bajo la alfombra que barrer la sala. Lo mal escrito suele estar mal pensado, aunque pueda ser una buena estrategia para imponerse en un tono distinguido. Sólo un acto de fe puede hacernos creer en la genialidad incomunicable, como sucedía en el caso de los viejos oráculos. La destreza verbal, en cambio, “hace tratables los retiramientos de las ideas y da luz a lo escondido y ciego de los conceptos, que oscurecer lo claro es borrar y no escribir”.5 Esta definición de Quevedo sigue vigente, y aunque no deberíamos eludir el esfuerzo de leer a Hegel por las críticas de Schopenhauer, cualArthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, trad. de Pilar López de Santamaría, t. I, p. 456. 5 Francisco de Quevedo, Epistolario, prólogo de Raimundo Lida, CONACULTA, México, 1989, p. 116. 4
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quier lector tiene derecho a preguntarse si debajo de su intrincado edificio conceptual hay algo que entender o está siendo timado por un charlatán. En La montaña mágica, Thomas Mann hizo una observación crítica sobre los mandarines de la filosofía alemana, en la que advirtió el peligro de usar el lenguaje como un arma excluyente: “Ustedes no aman la palabra o no saben servirse de ella, o la glorifican de un modo muy poco amable, y el mundo articulado no sabe y no consigue averiguar qué pasa por su cabeza. El lenguaje, en sí mismo, es civilización. Toda palabra, incluso la más contradictoria, es vinculante.”6 Cuando el lenguaje desvincula en vez de unir, pero viene avalado con el prestigio del intelecto superior, incita a los ambiciosos a unirse a una cofradía colocada por encima de la especie humana. Se crean así fortalezas inexpugnables, orgullosamente separadas de la comunidad lingüística, en las que un puñado de eruditos pretende custodiar un tesoro de enorme valía. Desde este punto de vista, la jerigonza filosófica alemana reflejaría la agresividad de un nacionalismo beligerante que necesita reafirmar la pretendida superioridad de un pueblo en el terreno de las ideas, empezando por suprimir a los interlocutores. Años después, el espaldarazo de Heidegger al nazismo confirmó que la barbarie política y el refinamiento intelectual pueden coincidir en el objetivo de aplastar el “mundo articulado” de la civilización, pues cancelan cualquier posibilidad de entendimiento entre los hombres. Otro experto en demoliciones, el filósofo y físico Mario Bunge, opina de Heidegger lo mismo que Goethe y Schopenhauer pensaban de Hegel: “Heidegger tiene un libro sobre El ser y el tiempo ¿y qué dice sobre el ser? El ser es ello mismo. ¿Qué significa? ¡Nada! Pero la gente, como no lo entiende, piensa que debe ser algo muy complejo. Vea cómo define el tiempo: Es la maduración de la temporalidad. ¿Qué significa eso? Las frases de Heidegger son propias de un esquizofrénico. Pero no estaba loco: era un pillo que se aprovechó de la tradición académica alemana según la cual lo incomprensible es profundo.”7 Algunos maestros de filosofía reprobarán con el ceño adusto estos desacatos Thomas Mann, La montaña mágica, trad. de Isabel García Adánez, Pocket Edhasa, Barcelona, p. 755. 7 Ignacio Vidal Folch, “Entrevista con Mario Bunge”, en El País, 4 de abril de 2008. 6
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a la autoridad intelectual, y dirán, quizá, que los enemigos de Hegel y Heidegger los han descalificado por envidia o mala fe. Dos valores tan sólidos de la filosofía no pueden quedar en entredicho, pues entonces ¿qué sería de sus exégetas, de los congresos organizados para desmenuzar sus sistemas de pensamiento, de los seminarios de postgrado y de las tesis doctorales consagradas a quemarles incienso? El peso de las obras canónicas es enorme y en algunas épocas ha logrado inhibir por completo la crítica. Los eruditos no obtienen demasiado prestigio cuando estudian obras sencillas que cualquier lector puede comprender. En cambio, su reputación se agiganta cuando se proclaman intérpretes oficiales de una obra difícil. Detrás de cada falso dios hay un ejército de sacerdotes con las garras afiladas para repeler a cualquier hereje y su principal arma de combate es atribuir los ataques a la estupidez de la chusma. Sócrates confesó que no había entendido del todo el Poema de Parménides ni el tratado de Heráclito Acerca de la naturaleza, pero en los círculos académicos se tacha de tonto a quien confiesa que no ha entendido a Hegel o a Heidegger. Por lo tanto, nadie se atreve a reconocer una incapacidad nacida, quizá, de la mala sintaxis de una mente confusa. Intimidada por el miedo al ridículo, la crítica se refugia entonces en el silencio cobarde o en la mentira, como le ocurrió a los cortesanos que temían ser tachados de bastardos si negaban haber visto el manto invisible del rey. Pero a final de cuentas, ¿quién es más ridículo? ¿El que dice la verdad y pasa por tonto o el último en admitir que el rey va desnudo? No todos los filósofos creen necesario inventar una lengua experimental para expresar nuevos conceptos. Puede ocurrir que un prosista elegante como Ortega y Gasset y un torturador del lenguaje como Heidegger lleguen por caminos distintos a formular conceptos muy similares. Al primero le bastó el vocabulario del español para esbozar el perspectivismo; al segundo, en cambio, 42
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le quedó chica la lengua alemana para sentar las bases del existencialismo. ¿Puede haber un pensamiento superior a la lengua que lo enuncia? ¿Un concepto sin referentes lingüísticos no será algo parecido a un aborto de la razón? ¿En verdad es necesario crear neologismos, o incluso neolenguas, para expresar ideas nuevas? Los manuales de filosofía, por supuesto, justifican esta costumbre con ejemplos ilustres. Manuel García Morente cuenta en sus Lecciones preliminares de filosofía que en el griego antiguo no existía la palabra idea y que Platón se vio obligado a inventarla, con un sentido distinto al que tiene ahora.8 Un purismo verbal intransigente podría, por lo tanto, frenar el avance del pensamiento, pues nadie puede dudar que, en este caso, el neologismo de Platón abrió grandes horizontes a la humanidad. Quien trata de llevar la inteligencia a alturas siderales puede sentir que el diccionario no le basta para alzar el vuelo. Por supuesto, la cortesía de explicar y definir con precisión los nuevos conceptos facilita mucho la tarea del lector o el discípulo. De modo que, incluso en el terreno de los neologismos, puede haber claridad u oscuridad, exposición pedagógica o criptografía excluyente. En particular, la epistemología o teoría del conocimiento se concede más licencias que ninguna otra rama de la filosofía para innovar en materia de lenguaje. Nombrar es definir, pero definir no significa necesariamente conocer. La epistemología se propone, por lo tanto, redefinir entes que han sido nombrados de manera imprecisa o errónea y, por lo tanto, no tiene más remedio que poner en circulación un lenguaje nuevo. De hecho, la epistemología es el campo de batalla donde la dinámica del pensamiento lucha con la fijeza de la lengua. La paradoja es que sólo puede combatirla en el territorio que su enemigo le impone o de lo contrario se condenaría al autismo contemplativo. “Entre los símbolos lingüísticos y los puramente intelectuales —apunta Ernst Cassirer— existe una tensión inevitable y una oposición que no se puede suprimir del todo. El lenguaje es un espejo encantado que nos permite reconocer las verdaderas formas del ser sólo dentro de su peculiar manera de falsificarlas y distorsionarlas.”9 Manuel García Morente, Lecciones preliminares de filosofía, Porrúa, 2000, México, p. 77. Ernst Cassirer, Filosofía de las formas simbólicas, trad. de Armando Montes, FCE, México, 1979, t. I, p. 86. 8 9
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La dialéctica hegeliana, por ejemplo, está reñida con el lenguaje común porque en ella el acto de conocer es la tentativa de apresar una sustancia dinámica, mientras que las palabras tienden a la fijación de sus contenidos. No sólo el léxico, sino también la gramática, es un obstáculo para expresar la “infinitud inquieta” del pensamiento que se piensa a sí mismo pues, según Hegel, en la proposición especulativa “la naturaleza del juicio borra la diferencia del sujeto y el predicado: el contenido no es ya predicado del sujeto, sino que es la sustancia, la esencia y el concepto de aquello de que se habla”. Como esta insuficiencia de la gramática puede orillar a la filosofía a producir conocimientos ininteligibles, Hegel apela a la indulgencia de sus lectores para subsanar las carencias de una especulación que de otro modo sería el patrimonio esotérico de unos cuantos: “Sólo lo que se determina de un modo perfecto es a un tiempo exotérico, concebible y susceptible de ser aprendido y de llegar a convertirse en patrimonio de todos. La ciencia que, hallándose en sus comienzos, no ha llegado todavía a la plenitud del detalle ni a la perfección de la forma, se expone a verse censurada por ello. Pero si esta censura tratara de afectar su esencia sería tan injusta como inadmisible.” Hegel pide al público un esfuerzo intelectivo para completar lo que apenas logró entrever, las abstracciones sin punto de apoyo que sólo tienen sentido si logramos contemplarlas en su movimiento de traslación y de rotación. Como La fenomenología del espíritu nos advierte a cada momento que no existe una gramática para articular los fugitivos conceptos que trata de sostener en pie, intuimos que la falta de claridad es necesaria para vislumbrar un nuevo conocimiento que, sin embargo, se esfuma cuando intentamos asirlo. Es indudable que, en algunos casos, el esfuerzo exigido por Hegel dio buenos frutos. Marx, por ejemplo, extrajo de su sistema los principios del materialismo dialéctico, trasladando la idea de la unidad y lucha de contrarios a una trinchera filosófica opuesta. Su lectura de Hegel demuestra que las ideas confusas y problemáticas no son, en todos los casos, cascarones vacíos de significado. De hecho, Descartes y Leibiniz les concedían un alto valor pues afirmaban que el análisis conceptual podía transformar las ideas oscuras en ideas claras, como sucedió con las de Hegel. Cuando la oscuridad del lenguaje filosófico está levemente alumbrada con lámparas mortecinas que al menos dan ciertas pistas a los continuadores de una línea de pensamiento, la tiniebla puede engendrar ideas nuevas. 44
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Pero no siempre hay una correspondencia tan nítida entre el intrincado estilo de un filósofo y la naturaleza de sus ideas. De hecho, algunos filósofos celebres justifican su impericia verbal con un falaz argumento de autoridad. Es el caso de Heidegger, que en el prólogo de El ser y el tiempo defiende el empleo de una jerigonza descoyuntada invocando las empresas intelectuales de otros grandes filósofos del pasado: Con respecto a lo rudo y feo de la expresión dentro de los siguientes análisis puede ser oportuna esta observación: una cosa es contar cuentos de los entes y otras es apresar el ser de los entes. Para esta última tarea faltan no sólo en los más de los casos las palabras, sino ante todo la gramática. Si se permite una alusión a análisis del ser anteriores e incomparables dentro de su nivel, compárese las partes ontológicas del Parménides de Platón o el capítulo IV del libro VII de la Metafísica de Aristóteles con un trozo narrativo de Tucídides, y se verá lo que de inaudito en materia de fórmulas pedían los griegos a sus filósofos.
Por lo que se refiere al segundo argumento de autoridad, Heidegger omite un dato filológico muy importante: las obras de Aristóteles que han llegado a nosotros fueron los borradores que usaba para dar clases. Se trata, pues, de guías o esbozos que el estagirita complementaba con explicaciones de viva voz. Aristóteles compuso también otras obras que él mismo llamaba “exotéricas”, es decir, destinadas al público en general, donde utilizaba la forma del diálogo platónico para exponer ideas con más precisión y galanura, revistiéndolas con ornamentos de oratoria, pero de ellas sólo quedan algunos fragmentos. De manera que, a diferencia de Heidegger, Aristóteles no empleaba una escritura “ruda y fea”, ni siquiera cuando se ocupaba de materias complejas. Tampoco tiene fundamento la idea de que los temas arduos exigen un lenguaje erizado de espinas. La misteriosa belleza de los fragmentos de Heráclito —difíciles, sin duda, pero, preñados de iluminaciones, como la poesía de Lezama Lima— desmiente esta justificación tramposa. Las verdades más profundas, en realidad, sólo se alcanzan cuando el lenguaje se supera a sí mismo, no cuando retrocede a la insignificancia. Por eso Bergson afirma que la metáfora literaria es el instrumento más apropiado para la expresión filosófica. La filosofía y la estética no están reñidas; hay túneles secretos que comunican a la belleza con la verdad, y sólo un falso profeta puede desconocer este hecho. Pero yendo más a fondo en el análisis de la terminología de Heidegger y 45
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de su gramática disléxica, lo que la caracteriza no es la rudeza ni la fealdad, sino la falta de asideros lógicos y sintácticos de sus juicios o proposiciones. Un botón de muestra, tomado de El ser y el tiempo, es su definición del mundo como “aquello dentro de lo cual del comprender refiriéndose, en cuanto aquello sobre el fondo de lo cual del permitir que hagan frente entes en forma de ser de la conformidad”.10 Cito la traducción de José Gaos porque no sé alemán. Un amigo filósofo a quien le expuse mi perplejidad ante este pasaje me dijo que jamás entendería El ser y el tiempo sin saber alemán, pues la traducción de Gaos es ilegible. Pero un contemporáneo de Heidegger que sí dominaba la lengua alemana, el positivista lógico Rudolf Carnap, hizo un lapidario examen del lenguaje de Heidegger que demuestra su sinrazón. A juicio de Carnap, “una secuencia de palabras carece de sentido cuando no constituye una proposición”, y todas las proposiciones de Heiddeger incurren en esa arbitrariedad no sólo porque no se apoyan en la realidad empírica, sino porque emplean palabras vacías de significado y secuencias de vocablos lógicamente ilegítimas.11 En otra obra de Heidegger, ¿Qué es la metafísica?, hay una frase que ha sido un quebradero de cabeza para varias generaciones de exégetas: “¿Cuál es la situación en torno a la Nada. La Nada misma nadea.” Carnap califica de palabra hueca el verbo “nadear” y agrega: “nos encontramos aquí ante uno de esos casos singulares en los que se ha introducido una palabra nueva que desde su origen mismo careció de todo significado”.12 Pero Heidegger, en el mismo texto donde hizo nadear a la nada, se adelantó a sus críticos del futuro con una audaz declaración de guerra: “Tanto la pregunta como la respuesta con respecto a la Nada en sí mismas son un contrasentido. La norma fundamental del pensamiento a la cual se apela comúnmente, el principio de contradicción, rechaza esta pregunta. ¡Tanto peor para la lógica! Debemos abolir su soberanía.”13 La metafísica de Heidegger se sitúa, pues, al margen o en las antípodas de la lógica. Lo mismo hace la poesía de vanMartin Heidegger, El ser y el tiempo, trad. de José Gaos, FCE, México, 2003, p. 101. Rudolf Carnap, “La superación metafísica mediante el análisis lógico del lenguaje”, en A. J. Ayer, El positivismo lógico, FCE, México, 1993, p. 165. 12 Ibid., p. 170. 13 Martin Heidegger, ¿Qué es metafísica?, versión española de X. Zubiri, Séneca, México, 1941, p. 26. 10 11
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guardia, dirán algunos, justificando estos atrevidos y anárquicos vuelos del pensamiento. Pero como bien señala Carnap, “el metafísico cree moverse en el reino de lo verdadero y de lo falso cuando en realidad no ha dicho nada. Basa sus proposiciones en argumentos y exige aquiescencia para lo que considera el contenido teorético de las mismas. Por el contrario, el poeta no trata de invalidar en su obra las proposiciones del poema de otro autor porque sabe que se halla en el terreno del arte y no en el de la teoría”.14 La poesía es el reino de las emociones y la filosofía el reino de las ideas, pero las fronteras de ambos mundos no están bien delimitadas. Dos obras clásicas de la poesía filosófica mexicana, Primero sueño, de Sor Juana, y Muerte sin fin, de José Gorostiza, demuestran que las emociones pueden fertilizar el pensamiento, y viceversa, siempre y cuando el poeta no pretenda teorizar en verso. Pero Heidegger, que renunció de entrada a la belleza del lenguaje en aras de la argumentación esotérica, quiso elevar a las máximas alturas del pensamiento la fealdad insignificante o, si se quiere, la verborragia impotente y engreída. El enorme prestigio que su obra sigue teniendo en todas las facultades de filosofía demuestra que, cuando un führer con delirio de grandeza sienta plaza de genio, cientos de borregos en busca de relumbrón se apresuran a quemarle incienso. La búsqueda de la verdad y de la belleza son las principales damnificadas por el éxito de estos fraudes. Por algún extraño motivo, a partir del siglo XIX, el escaso público de la filosofía (profesores, alumnos, algunos diletantes) renunció a la exigencia de claridad que en tiempos de Sócrates era indeclinable. Pero algunos de los filósofos alemanes más eminentes no creían, como Hegel o Heidegger, que el ca14
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rácter minoritario de su público les permitiera ser ininteligibles. En la Crítica de la razón pura, Kant sostiene justamente lo contrario: “Por lo que a claridad toca, tiene el lector el derecho de exigir, primero, la calidad discursiva que resulta de los conceptos (lógica), y enseguida la claridad intuitiva (estética), realizada por medio de ejemplos o de otras aclaraciones de su trabajo.” Como Kant no pudo incluir en su principal obra todos los ejemplos aclarativos que necesitaba, pues temió abultarla demasiado, encomendó la tarea de divulgarla con más sencillez a “otros hombres de mérito que a la profundidad de las ideas unen el brillo del talento de exposición, el cual no presumo poseer”. Kant pecó de modesto, pues a juzgar por la admiración que le profesaban sus alumnos de la universidad de Königsberg, sus biógrafos aseguran que reunía los talentos del teórico riguroso y del divulgador más ameno, tal vez porque le tocó vivir en pleno siglo de las luces, cuando el romanticismo todavía no reaccionaba contra la Ilustración y la tarea del intelectual consistía en esclarecer misterios, no en preservarlos como un sacerdote egipcio. Congruente con esta postura, Kant reprobaba el uso de neologismos y prefería resucitar viejas palabras de lenguas muertas que inventar otras nuevas. “Forjar nuevas palabras —declaró— es una pretensión de legislar en materia de idiomas que raras veces acierta.”15 No sólo era un filósofo apegado a la gramática y a la lógica: también declaró que el hombre común le merecía “el mayor respeto”, un acto de modestia insólito, si tomamos en cuenta las ínfulas de sus colegas contemporáneos. Y aunque no escribió nunca para el gran público, sus disertaciones son tan diáfanas que los lectores profanos del siglo XXI podemos entenderlo con un mínimo esfuerzo. Cuando esto ocurre sale sobrando la figura del intermediario con talento pedagógico, encargado de popularizar las ideas complejas. En cualquier disciplina, los intentos de negar que el lenguaje es un hecho social pueden tener el éxito de las imposturas bien fraguadas, pero tarde o temprano la falta de rigor acaba por enseñar el cobre. Quien necesita crear un lenguaje nuevo para convencernos de que su pensamiento nos ha dejado atrás, en realidad marcha en la retaguardia del intelecto. Ante la dificultad de subImmanuel Kant, Crítica de la razón pura, trad. de José del Perojo y José Rovira Armengol, Losada, Barcelona, 2003, p. 429. 15
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sanar las insuficiencias de una lengua, la única postura honesta es tratar de perfeccionarla, no crear una jerga de uso personal. Cuando un alfarero fracasa en el empeño de moldear una vasija no culpa al barro sino a sí mismo por no saber darle forma. Todo escritor tiene en mente la imagen ideal del texto que quiere escribir o de las ideas que se propone desarrollar, y sólo puede aproximarse a su modelo si trabaja con humildad. Así lo creía Miguel de Unamuno, quien había observado en sí mismo la interdependencia del lenguaje y el pensamiento. “En la vida ordinaria —decía Unamuno— acontece con frecuencia que llega uno a encontrar una idea que buscaba, llega a darle forma, es decir a obtenerla, sacándola de la nebulosa de percepciones oscuras, gracias a los esfuerzos que hace para presentarla a los demás. De donde resulta que la razón es social y común.”16 En el principio era el verbo, pero ¿quién hizo el verbo? La creación más importante del espíritu sólo puede ser insuficiente para un enfermo de suficiencia. Los pobres mortales tenemos derecho a poner en circulación uno que otro neologismo, no una nueva gramática. Obra del tiempo y de infinitas generaciones, el lenguaje puede estar por encima, pero nunca por debajo de la conciencia individual. Pretender lo contrario es un temerario y ridículo intento de suplantar a los dioses.
Miguel de Unamuno, “Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos”, en José Gaos, Antología del pensamiento en lengua española, Universidad Autónoma de Sinaloa, Culiacán, 1982, t. II, p. 966. 16
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Dos poemas M AURICIO U RIBE
NOCHE DE PIEDRA
I eu, morrendo nesta longa noite de pedra. Celso Emilio Ferreiro
Nací en una larga noche de piedra. Crecí sobre los caminos, bajo un techo de piedra. De piedra son los muros, las esquinas, los silencios. Las paredes de las oficinas, de las escuelas, de los hospitales, son de piedra. La voz de aquellos hombres también es de piedra. 50
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Moriré y me quedaré callado bajo unas lajas de piedra, ahí descansarán mis ojos de piedra.
LA DUDA
¿Quién puso en mi camino hacia la misa a estos patos marrones —o pupitres con las alas abiertas— que se hunden en el polvo de la tarde sobre la pérgola que cubría las glícinas? Héctor Viel Temperley
Quién puso las jacarandas, el viento, las golondrinas, las nubes, los rosales en el camino. Quién dejó las calandrias, el acero, los metales, los cigarros, ésta máquina olvidada. Quién olvidó la armónica, las hojas y los libros, los lentes, los cuadernos, la escritura y mi voz. 51
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Quién dejó los mares, el humo, las ventanas, el amor, el suicidio, a mi paso. Quién dibujó en la noche, las tinieblas, las estrellas, el metro, las cloacas, donde escribo. Quién dejó estos versos en mi sueño. Quién te puso en mi camino. Quién. No sé si fue la locura de Dios o la razón de la Muerte.
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Heidegger y Kant: metafísica de la subjetividad y razón crítica J ORGE J UANES
DE DESCARTES A KANT
Para empezar, hagamos un balance de las propuestas de Descartes por las que la filosofía moderna cobra conciencia de causa como entronizamiento de la razón humana en cuanto referencia última del conocer y punto de enlace del homo sapiens con la naturaleza. Propuestas donde la pregunta sobre el qué del conocimiento se sustenta en la pregunta sobre el qué del pensar. Descartes desemboca —valiéndose de la duda metódica, según se ha expuesto— en el “Pienso, luego existo”. Pensar autonomizado que, en nombre de la certeza, pone la imaginación y los sentidos bajo sospecha y, en lo que cabe, mete en el saco de los sobrantes a la alteridad irreductible a la razón estricta. El modelo del pensar autosuficiente e indubitable se basa, decíamos también, en la ciencia moderna físico-matemática, paradigma del razonar claro y simple, universal e impersonal, ordenado y conforme a leyes irrebatibles. Al igual que la filosofía mantiene una relación de deuda con la ciencia, ésta recibe de aquélla las condiciones de su esclarecimiento. Las bodas logocéntricas de la filosofía y la ciencia quedan, de esta suerte, consumadas. Descartes convierte, entonces, la nueva filosofía de la subjetividad, anclada en el ego cogito, en un fundamento del saber que, valga la paradoja, depende de lo fundado: la físico-matemática (recordemos que El discurso del método se edita, en su primera versión, como introducción a tres opúsculos sobre geometría, óptica y astronomía). Planteémoslo de otra manera: Descartes 53
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reduce la filosofía a epistemología: un saber segundo que descansa sobre un saber primero y a priori (carácter matemático de la cognición). Decir filosofía equivale a decir meta-física, en donde meta no equivale ya a lo trascendente suprarracional o a la physis, sino al saber circunscrito a mostrar las condiciones de posibilidad del conocimiento. Tenemos que la filosofía, a la vez que piensa la unidad del mundo, representa la universalidad que guía el actuar humano. Tomemos en cuenta, además, que la subjetividad, o res cogitans, encarna en Descartes lo espiritual y animado, justo lo contrario de la res extensa, inanimada, carente de alma, mecánica, meramente extensa e inferior, por ende, a la res cogitans. HEIDEGGER Y LA MATRIZ ONTOLÓGICA DE KANT
Kant prosigue, desde luego, con variantes sustantivas, la empresa cartesiana de renovar la filosofía. Pero antes de dar mi parecer sobre el asunto, quiero exponer el punto de vista de Heidegger (Kant y el problema de la metafísica, publicada en 1929). Desmarcándose de la antigua metafísica especulativa, lo que Kant se propone forjar —indica Heidegger— es una ontología general (saber primero) fundada críticamente, en donde queda rebasado, con mucho, el ámbito de una teoría del conocimiento (posición neokantiana). Considerar la sensibilidad y el entendimiento como parte integrante de la ontología general, o metafísica renovada, significa reconocer tanto la finitud del Dasein como su sobrepasamiento, lo que nos arroja a los brazos de “una teoría del ente en general”, del “ente en sentido anterior” y en su totalidad. Kant atisba, podemos deducirlo, la posibilidad de pensar el Dasein abierto a la alteridad como aperturidad que nos alerta respecto a la “sobresubjetividad del conocer”. Con el Dasein hemos dado. Y es que para Kant refundar la metafísica exige aclarar la pregunta ¿qué es el hombre? No el hombre considerado empíricamente o reducido a lo biológico o a lo psicológico, sino el hombre como finitud y aperturidad: “La antropología no es ya solamente una disciplina —apuntala Heidegger—, sino que la palabra designa hoy una tendencia fundamental de la posición actual que el hombre ocupa frente a sí mismo y en la totalidad del ente.” Tal problemática atraviesa el conjunto de la Crítica de la razón pura, puesto que la conjunción o engrane entre el ser como tal 54
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y la finitud del hombre reluce como centro de referencia del criticismo. De acuerdo. Heidegger proyecta sobre Kant la problemática abierta en Ser y tiempo. Por eso señala que el que Kant apele a la finitud como punto de partida obedece a que al Dasein arrojado en medio de los entes le va de suyo precisamente la pre-comprensión del ser: trátese de lo cosmológico, lo mundano o la mismidad. La aperturidad nos es, así, constitutiva, ya que de facto nos preocupamos por nosotros y por lo que ya está ahí con antelación. Debemos considerar conclusivamente al hombre, entonces, como el “ahí” que se abre a lo previo y lo acoge. Heidegger califica de ontología fundamental, en efecto, la aclaración del Dasein. Atendamos a sus inequívocas palabras (Kant y el problema de la metafísica): “La revelación de la constitución del ser del ser-ahí es ontología. Esta última se llama ontología fundamental en tanto establece el fundamento de la posibilidad de la metafísica, es decir, en tanto considera la finitud del ser ahí [Dasein] como su fundamento. El contenido de este título incluye el problema de la finitud como elemento decisivo para posibilitar la comprensión del ser.” Remitir a la ontología fundamental permite igualmente reconocer que las preguntas que guían a Kant (¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me está permitido esperar?) pasan por la respuesta que se le dé a la pregunta de preguntas: ¿Qué es el hombre? Dado que la respuesta cala en la ontología fundamental, no debe considerársela como simple operación epistemológica o mero reduccionismo cientificista exento de aperturidad. Kant dista de concretar sus desvelos en la forja de una mera teoría del conocimiento (idealismo lógico) deudora, en términos absolutos, de las ciencias exactas: “No 55
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tiene nada que ver —Heidegger dixit— con la teoría del conocimiento.” Creo que la lectura ontológica está presidida por el intento de distinguir a Kant del cartesianismo y del Iluminismo triunfantes, en cuanto propuestas que, sin tener plena conciencia de los alcances radicales del Principio de razón, esbozan estrategias y planes racionalistas que abarcan tanto a la naturaleza como a la historia. Kant discrepa, en suma, de un sinnúmero de filósofos de la modernidad respecto a la tesis que sostiene que la metafísica debe remitirse en exclusiva a la verdad matemática elevada, sin más, hasta el punto de la anticipación racional que delimita y contiene el territorio del ser. La lectura de Kant va también encaminada a demostrar que el autor de las Críticas no ha sido devorado por el empuje de las ciencias nacientes; de allí que considere que la filosofía tiene todavía un lugar que ocupar en el campo del saber, la fundación ontológica (Heidegger vuelve sobre el asunto en Tesis de Kant sobre el ser, publicado en 1963). No en vano Kant deja abierta la puerta a la alteridad inabarcable e indecible. Ni quien lo discuta. Heidegger tiene derecho a leer a Kant desde la perspectiva de la aperturidad del Dasein, e incluso a pensar que ello permite comprender a profundidad el sentido último de las Críticas; derecho que el propio Heidegger se otorga ya que su lectura de la filosofía tiene por referente privilegiado la pregunta por el ser. De aquí su desdén hacia lo que cae fuera de tales prerrogativas hermenéuticas. Por lo que a mi toca, detecto otras posibilidades de lectura en las pistas abiertas en los textos de Kant. De entrada, quiero señalar que estoy de acuerdo en que la labor crítica de Kant apunta más allá de la aclaración de la condiciones de posibilidad del conocimiento. Tan es así que Kant mismo (Prolegómenos a toda metafísica futura) confirma el intento de dilucidar si “¿algo como la metafísica es posible?” Lo que me resulta sumamente discutible es que Kant tenga en mente lo que Heidegger le atribuye: aclarar la metafísica posible mediante un pre-pensar basado en una ontología fundamental. Me parece discutible, puesto que estoy en que la obra de Kant se inscribe, no podía ser de otro modo, en el esclarecimiento metafísico del lugar que le corresponde al sujeto constituyente, ser por antonomasia que define a la modernidad.
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HEIDEGGER Y KANT KANT , LA METAFÍSICA DE LA SUBJETIVIDAD Y LA RAZÓN CONSTITUYENTE
Sobre la base de lo expuesto, me atrevo a sostener que si Kant abriga alguna vez la tentación de seguir el camino de la ontología fundamental, y retrocede posteriormente en el intento (me refiero a la diferencia que Heidegger detecta entre la primera y la segunda edición de la Crítica de la razón pura ), no es por falta de radicalidad, sino debido a que lo que él se propone, la autoconciencia de la subjetividad moderna, había tomado rumbos equívocos. Me explico. Dado que Kant sitúa el lugar de la metafísica moderna en un plano que él mismo califica de trascendental (no confundir con trascendente), estamos obligados a indagar en qué estriba la trascendentalidad. La respuesta no ofrece, en principio, mayor dificultad: filosofía trascendental equivale, para Kant, ni más ni menos que a una posición metafísica que lejos de estar fundada en el ontologismo (ser previo, cosidad), en lo meramente mundano (lo fáctico, lo entitativo) o incluso en determinaciones estrictamente lógicas (teoría del conocimiento, epistemología de la ciencia…), se remonta a lo incondicionado, a la subjetividad comprendida como libertad que trasciende lo dado y responde a una espontaneidad en acto que no puede ser pensada mediante categorías que corresponden a los entes espaciales, físico-cósicos. La base de la metafísica trascendental requiere precisamente, he ahí el quid del asunto, la demolición de cualquier intento de explicar la subjetividad cual si se tratara de un ente equivalente o similar a cualquier otro ente. Para Kant, ni Descartes ni el empirismo inglés o la Ilustración logran la suficiente radicalidad al respecto, ya que la subjetividad o ser del sujeto como tal se queda a medio camino entre lo condicionado y lo incondicionado, todo por retener el lastre de supuestos entitativos, epistemológicos (carácter formal-tautológico del conocimiento, logicismo…), empíricos o psicológicos. Pensemos, por ejemplo, que aun cuando Descartes —por referirnos a él— distingue la subjetividad de la materialidad, sigue pensándola mediante categorías objetuales: res, sustancia, ánima…Categorías que impiden de suyo remontarse a la trascendentalidad del sujeto incondicionado (cabe reparar en que la crítica de Kant a Descartes está implícita en la crítica a la que somete la psychologia rationalis de Wolff). Para situar paradas, insisto en lo ya sabido: Kant le reprocha a la filosofía de su tiempo el haber identificado al yo con el momento 57
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constituido o dado de la razón, resumido como representación cognitiva de lo dado, siendo que el sujeto es, centralmente, razón constituyente y no constituida. Llegar a tal consideración respeto a la subjetividad trascendental obedece al itinerario de Kant en las tres Críticas y en otros textos decisivos (Prolegómenos a toda metafísica futura, Por qué no es inútil una nueva crítica de la razón pura…). Tomemos paso a paso el toro por los cuernos, o sea, abordando primero lo que corresponde al conocimiento y mostrando ulteriormente, sobre tal base, lo que corresponde a la subjetividad trascendental. Lo primero que hace Kant (Crítica de la razón pura) es interrogarse respecto a las determinantes que competen a la especificidad de la razón pura: ¿Cuál es su estatuto y cuál su alcance? ¿Qué le corresponde y qué le es ajeno? ¿Qué puede conocerse y qué no? Metido en obra, advierte que el conocimiento no mantiene una relación servil con lo fáctico, pues, en rigor, el conocimiento de lo entitativo remite, en última instancia, a la espontaneidad de la subjetividad trascendental. En lo que ha dado en llamarse giro copernicano, podría sostenerse que el ser gira aquí alrededor del poder cognitivo-constructivo de la subjetividad. Para evitar confusiones que pudieran alinear a nuestro filósofo en las filas del autismo racionalista, reparemos en que Kant no niega que el conocimiento se encuentra atravesado por la diversidad empírica que está ahí. Experiencia intuitiva recibida o padecida mediante la sensibilidad, que recibe forma inteligible, universal y necesaria gracias al poder trascendental expresado en reglas a priori y sintéticas (espacio y tiempo) aportadas por la intuición. Que el conocimiento responda, en último término, a la subjetividad incondicionada no equivale, permítaseme recalcarlo, a solipsismo alguno, pues el conocer se encuentra mediado por algo que está ahí y exige ser organizado conforme a determinantes cognitivas (categorías). Tampoco se trata de quedar anclados en el plano de la experiencia sensible particularizada (Hume), pues ello imposibilitaría el levantamiento de un saber universal, necesario y objetivo. Pero para no perdernos en la maraña kantiana, contentémonos con retener que en el acto de conocer concurren tanto la experiencia sensible receptiva de lo entitativo como aquello que el sujeto de conocimiento aporta, trascendentalmente hablando. La apuesta de Kant se opone, vale advertirlo, a dos posturas extremas que han marcado la relación cognoscitiva de los hombres: remitir 58
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lo que es a una verdad que sobrevuela la cosidad, cual es el caso de Dios, o apelar a un ser inmanente a los entes pero que no se confunde con ellos: el ser como tal. Para Kant, que el ser resida en la cosidad o provenga de Dios no es asunto que le preocupe de inmediato (nos referimos a la Crítica de la razón pura). Si algo quiere mostrar de momento es solamente eso, que lo fáctico se da en mí y para mí, ya que es a mí a quien las cosas se le aparecen. Lo que explica que Kant distinga los fenómenos, las cosas por y para la subjetividad, de los noúmenos, las cosas en sí. Creo necesario poner de relieve un punto nodal del asunto, a saber, la certeza kantiana, valga la paradoja, de que el conocimiento de “la cosa en sí” —o cosa para la cosa— rebasa las preocupaciones de la razón cognitiva; nada tan lícito, por tanto, como centrarse en lo que al sujeto de conocimiento le es dado conocer. Considero sumamente meritorio el rechazo de Kant a la pretensión de conocer, ya sea racional o intuitivamente, la “cosa en sí”. Pues en el conocer, estricto sensu, concurren en estrecha convivencia, la sensibilidad (la manera en que lo ahí nos afecta, o sea, en que lo dado afecta nuestras sensaciones. Ver “Estética trascendental” en Crítica de la razón pura ); la intuición (el modo en que se realiza la unificación de las sensaciones mediante “formas más puras de la sensibilidad”, en donde la imaginación trascendental reluce como portadora de “síntesis a priori ”); el entendimiento (“facultad de las reglas” mediante las cuales se piensa sintéticamente y se juzga la diversidad de la experiencia conforme a conceptos); la razón (esfera en donde se torna posible el conocimiento de lo universal y necesario) y, en la cima, las ideas trascendentales (Dios, libertad, inmortalidad) que encarnan propiamente la dimensión de lo metafísico, pues responden al sobrepasamiento de las formas a priori de la sensibilidad y a los conceptos del entendimiento. Sea lo que fuere, lo que ahora nos importa subrayar es que aquello que llamamos lo real o la objetividad representa, en rigor, un constructo de la subjetividad constituyente que torna la cosa en algo por y para nosotros. Dar forma, constituir, explica el esfuerzo kantiano de acompañar el estudio crítico del entendimiento (analítica trascendental) con el estudio crítico de la razón (dialéctica trascendental). Percibamos las mediaciones. La analítica discierne, selecciona y sintetiza lo sentido para integrarlo en el orden trascendental del espacio y del tiempo. Sin duda ello significa un gran paso frente a la 59
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experiencia sensible encallada en la contingencia de la diversidad particularizada, que a lo mucho conduce a un conocimiento de superficie e hiperempirista. En la Crítica de la razón pura, Kant resume su propuesta de modo sencillo: “los pensamientos sin contenido son vacíos, las intuiciones sin concepto son ciegas”. Ligar sensibilidad y entendimiento no basta, en efecto, para colmar el ordenamiento cognitivo categorial que define el conocimiento, estricto sensu, sustentado en la producción de conceptos. De acuerdo, no basta. Pues el ordenar y unificar corresponde, en rigor, a las categorías cognitivas previas a toda experiencia, que encarnan, bien a bien, todo lo que nos ha sido legado por el saber antecedente (física moderna, cartesianismo…). He reiterado que no se trata, por cierto, de conocer la cosa-en-sí, eternamente desconocida, sino lo que el sujeto pone, constituye, proyecta en aras de la universalidad. Cuando mentamos al sujeto que sustenta el saber de lo dado y el acto incondicional y libre, hacemos referencia a lo transindividual y no a los individuos concretos, lo cual es explicable sabido que Kant busca un saber universal y objetivo que nos comprenda a todos, situado por encima de las meras opiniones dispersas de los individuos empíricos. Prosigamos. Recalando en la relación entre filosofía y ciencia, percibimos que Kant reitera incansablemente que el saber como tal depende de los “conocimientos sintéticos a priori ”, forjados por el sujeto de conocimiento. De allí que el saber cierto no surja de la contemplación de la naturaleza sino de actos construidos y producidos por la razón cognoscente. Leemos en la Crítica de la razón pura (B XIII): “ Entendieron [los investigadores de la naturaleza] que la razón sólo reconoce lo que ella misma produce según su bosquejo, que la razón tiene que anticiparse con los principios de sus juicios de acuerdo con leyes constantes y que tiene que obligar a la naturaleza a responder sus preguntas.” La ciencia moderna se sostiene de tal manera en certezas construidas por actos trascendentales específicos. Y aun cuando incluye el plano de la experiencia —no en vano Kant leyó a Hume—, el conocimiento obedece a reglas provenientes del cognoscente. Aunque, ¡cuidado!, no se trata aquí de un experimentar a tontas y a locas o de meras intuiciones inmediato-espontáneas, en tanto el experimentar cognitivo racional exige “cierto conocimiento” selectivo; dicho de otra manera, requiere la guía de un saber que proclama 60
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triunfalmente (B XVIII) que “sólo conocemos a priori de las cosas lo que nosotros mismos ponemos en ellas”. Comprender que lo subyacente reside en la subjetividad trascendental permite afirmar que lo en bruto, la physis y lo inefable dejan de encarnar lo reuniente. Cuanto más participe la subjetividad en el conocer y el hacer, mejor que mejor. Valga lo expuesto para considerar a Kant entre aquellos filósofos que contribuyen a dotar de madurez a la moderna metafísica de la subjetividad. Metafísica moderna en la medida en que Kant representa el modelo paradigmático del pensador cosmopolita empeñado en levantar categorizaciones generales dirigidas al hombre universal a escala planetaria. Pero para aquilatar el alcance último de la empresa kantiana falta todavía exponer el estatuto que le corresponde a la incondicionalidad trascendental del sujeto. Aquí debemos remitirnos de nuevo a la diferencia con Descartes. Señalábamos que, para él, la Metafísica queda reducida a epistemología: saber segundo (meta) que versa sobre un saber primero (físico-matemática). Para Kant, en cambio, meta equivale a libertad, y metafísica a libertad que representa y totaliza la materialidad física y lo entitativo-mundano en su conjunto. Aquí yace la clave de bóveda del asunto: Kant tiene plena conciencia de que en torno a la libertad o trascendentalidad incondicionada no cabe la pregunta ¿qué es?, pues ésta dista de ser una cosa. Tan así es que si bien percibir la subjetividad en sus objetivaciones pone de manifiesto su poder constituyente (apercepción trascendental), cual corresponde, se mantiene, sin embargo, la incognoscibilidad que la caracteriza. Atendamos “Los paralogismos de la razón pura” (B404, A346), en la Crítica de la razón pura : “La representación ‘yo’, que es simple y, por sí misma, completamente vacía de contenido. No podemos siquiera decir que esta representación sea un concepto, sino la mera conciencia que acompaña cualquier concepto. Por medio de este yo, o él, o ello (la cosa), que piensa no se representa más que un sujeto trascendental de los pensamientos= X, que sólo es conocido a través de los pensamientos que constituyen sus predicados y del que nunca podemos tener el mínimo concepto por separado. Proyecto, perspectiva, finalidad, el sujeto incondicional e inconceptuable no sólo es portador de la “forma de toda representación”, trátese de la objetividad natural o de los objetos producidos, sino artífice de sí mismo. 61
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Pensar y actuar significa, de tal suerte, unificar, o mejor, poner todo en función de la espontaneidad libertaria del sujeto constituyente. Kant va a completar su Crítica de la razón pura remitiéndonos, era previsible, al proceso histórico en curso mediado por la experiencia ético-práctica de la voluntad subjetiva proyectiva. Experiencia que exige del sujeto que reconozca y asuma su incondicionalidad o, en otros términos, que procure descosificarse una y otra vez, pues la cosificación de la subjetividad está siempre al acecho. Kant no se limita —como sucede en el criticismo antecedente— a concebir un sujeto pasivo confinado a reducir cognitivamente lo que está ahí, sino que piensa un sujeto cuyo sello diferencial frente a cualquier ente reside en la libertad. La naturaleza, e incluso la objetualidad establecida (“insociable sociabilidad”), carecen de libertad. La voluntad tiene, por ende, que entrar en liza, pues de su acto libertario depende superar lo ajeno, o sea, la posibilidad de sobreponerse a lo dado integrándolo en la experiencia de la trascendentalidad espontánea del sujeto, sus fines, sus expectativas. Si algo cuenta aquí es la potencialidad de lo volente capaz de poner en marcha perspectivas autónomas e inesperadas. La propuesta de Kant resalta a plenitud, por tanto, la capacidad inscrita en el sujeto de cumplir desde sí su proyecto de autoafirmación sobre la base de elecciones terrenales y abiertas a lo que todavía-no-es. Para Kant lo que se dirime con la idea de libertad es de una importancia tal que obliga a preguntarnos quiénes somos y cuál es nuestra diferencia respecto a los demás entes que pueblan el mundo. Tales preguntas alertan sobre la deriva sustantiva del pensamiento crítico. Muchos exegetas de Kant consideran que, tras postular la autonomía y la espontaneidad de la subjetividad autotélica, nuestro filósofo fracasa en el momento y la hora en que reconoce 62
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que la incondicionalidad del sujeto es incognoscible: la famosa X “completamente vacía de contenido”. Kant agregaría que intentar conocerla equivale, en efecto, a objetificarla y, de tal modo, a identificarla con cualquier cosa. Estoy con Kant. Considero que en el reconocimiento del estado de abierto de la libertad reside uno de sus méritos mayores. Me parece, así, legítimo plantear que la libertad se caracteriza justamente por estar siendo, por estar en suspenso, en un perpetuo curso de constitución, incierto e interminable. Aunque… Tomemos precauciones. Cuando Kant alude a lo incognoscible, no alude a opacidad, oscuridad o misterio alguno, sino simple y llanamente al proceso de autotrascendencia que caracteriza al acto humano: la finalidad abierta al futuro, lo por venir… Kant sabe, y lo sabe bien, que conocer de antemano lo incondicionado no sólo es una “ilusión”, sino una ilusión peligrosa, pues fijar la libertad conduce directamente al dogmatismo concretado en la idea resuelta de Verdad. Considérese, igualmente, que de construir un sistema del saber y del hacer terminado, habría que admitir que el saber y la historia han concluido y, en consecuencia, la libertad como incondicionalidad no tiene cabida. Pero para Kant, pensar dentro del horizonte de la libertad, o dimensión de lo volente, nos permite, a lo más, contar con ciertas reglas ideales tentativas que podrían iluminar, esto sí, el camino hacia el levantamiento de una sociabilidad en que las relaciones de los hombres entre sí y con la naturaleza se encontrarían unificadas en torno a proyectos trascendentes fieles a las directrices de la modernidad. Se puede y se deben construir sistemas de conocimiento cada vez más complejos, u obtener progresivos consensos racionales sobre el trascurrir de la historia, lo que no significa cancelar o coagular la libertad. De cancelarla, caeríamos inevitablemente en posiciones mecanicistas, fatalistas o escépticas, cuyo denominador común estribaría en un ¡no hay nada que hacer! Kant reflexiona guiado por el empeño de situar el papel que ha de jugarse por la libertad autónomo-espontánea-voluntaria intrínseca a la subjetividad, sustento del acto totalizador cristalizado en la razón práctica libertaria. Si algo procura Kant es evitarles errores a los hombres a la hora de conocer y de hacer, lo que no equivale, advirtámoslo, a encumbramiento alguno de verdades definitivas. Atendamos a las palabras de la Crítica de la razón pura (A795, B823): “La mayor —y tal vez la única— utilidad de toda filosofía de la razón pura 63
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es tan sólo negativa, ya que no sirve como órgano destinado a ampliar, sino como disciplina limitadora. En lugar de descubrir la verdad, posee el callado mérito de evitar errores.” A propósito de lo sublime subjetivo en el derrocamiento de lo sublime natural Para desentrañar el alcance de la libertad intrínseca a la voluntad constituyente, nada mejor que examinar el capítulo que Kant le dedica a lo sublime en la Crítica del juicio. Obra en donde el poder inconmensurable de la sublimidad de la razón-voluntad se contrasta favorablemente con la sublimidad de la naturaleza. Para corroborarlo, sigamos, antes que nada, los pasos seguidos para derrocar a la physis maldita y amenazante. Pensar al sujeto autónomo, libre y constituyente exigió a Kant poner el cuerpo carnal y la naturaleza primordial bajo el bisturí selectivo de la razón pura. Tras extirpar las determinantes irracionales del uno y de la otra, logra lo buscado: la superación del individuo frágil y precario, sintiente y deseante, en favor de la forja de la subjetividad trascendental e, igualmente, de la superación de la naturaleza en bruto, amenazante y abismal, en favor de su reducción cognitiva puesta al servicio de los proyectos en curso del hombre ilustrado. Tras la cirugía, hombre y naturaleza están disponibles para cumplir el programa trazado por la razón crítica. Kant dicta sentencia, y que la historia juzgue: el enlace entre hombre y naturaleza no debe recaer más en ésta. Todavía. Si bien la naturaleza en bruto que deviene sin porqué escapa de los designios humanos, tal como fuera experimentado por los hombres pre-modernos, el hecho es que los sujetos propiamente modernos hemos encontrado la ruta para revertir lo en bruto, la naturaleza en sí, en objeto por y para nosotros. Debemos entender que la otra posibilidad del devenir, la legítima, recae ahora en la libertad encarnada en proyectos estrictamente subjetivos. Por si fuera poco, el aseguramiento racional al que se acoge el hombre moderno le permite volver la vista a la naturaleza sin el temor de ser subyugado por ella; no en vano ha alcanzado el estatuto de señor del mundo. Luego entonces los presagios, la impotencia ante lo pre-humano, lo sublime natural “en su caos o en su más salvaje e irregular desorden y destrucción”, es asunto del pasado. Lo es, siempre y cuando desconsideremos “lo sublime de la naturaleza en pro de la infinitud de la razón (…) para hacer sensible en nosotros una finalidad totalmente independiente de la naturaleza”. 64
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Señores, señoras: lo sublime, infinito e inconmensurable ha cambiado de querencia: superados nuestros límites físico-precarios, descubierto nuestro poder constituyente abierto a posibilidades inagotables, hemos descubierto, ¡por fin!, que lo “sublime dinámico” que “ensancha el alma” es un atributo de la subjetividad volente. Temores y presagios son asunto del pasado, tal es la proclama triunfante del nuevo hombre “que no se aterra, que no teme, que no huye ante el peligro”. Para justificar el distanciamiento de la corporalidad y de la physis, Kant, al igual que todo pensador moderno que se precie, cuenta con una coartada infalible: ambas son un lastre para el urgente entronizamiento de la razón trascendental sublime-dinámica. De allí el imperativo: “sobrepasemos así a la naturaleza en nosotros mismos y, con ello, también a la naturaleza fuera de nosotros”. Única manera, por lo demás, de concebirnos como sujetos libres, espontáneos, facultados con la capacidad de emprender algo incondicionado, rompiendo amarras, a la par, con postraciones, inercias, sometimientos: “Así, pues, la sublimidad —recalca Kant en la Crítica del juicio— no está encerrada en cosa alguna de la naturaleza, sino en nuestro propio espíritu, en cuanto podemos adquirir la conciencia de que somos superiores a la naturaleza dentro de nosotros, y por ello también a la naturaleza fuera de nosotros (en cuanto penetrar en nosotros).” Estamos. La “inconmensurabilidad de la idea de libertad” le gana la pelea a “la atracción por el abismo”, tan cara a los teóricos pre-modernos de lo sublime. Lo que Kant no había previsto es que en plena modernidad, vía el romanticismo poético-pensante, la naturaleza o, más enfáticamente, la sagrada physis, recupera los fueros que le fueran negados (Jorge Juanes, Hölderlin y la sabiduría poética). Cabe ahora un paréntesis: ¿qué pensar de aquellos que, con Lyotard a la cabeza, le achacan hoy a Kant la idea de lo sublime contra la que combatió denodadamente: lo sublime como lo informe, extraño, indecible? Es sabido que Kant es alérgico a lo excéntrico, místico, enigmático o numinoso. A veces su repulsa a lo desordenado e inabarcable cobra incluso tintes patológicos. Que Kant identifique lo sublime con lo que no cabe en lenguajes conclusos o en formas codificadas, pasa, pero en él se trata siempre de una sublimidad asentada en la seguridad trascendental del sujeto ilustrado. Libertad es aquí la última palabra, libertad que debe encarnar en praxis e iluminar la marcha de la historia presente y, destacadamente, de la historia por venir. 65
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JORGE JUANES PRIORIDAD DE LA RAZÓN PRÁCTICA Y EMANCIPACIÓN HISTÓRICA DE LOS HOMBRES
Aquí queríamos llegar al punto en que la experiencia en acto, la razón práctica, define, en última instancia, el destino de la razón teórica y las expectativas del sujeto. Como buen filósofo moderno, Kant jerarquiza la praxis del sujeto sobre la objetualidad establecida. Y coincide con la Ilustración, con todas las diferencias que se quiera, en que la historia de los hombres debe concretarse en un proceso de emancipación secular progresivo conforme a fines propios. Cierto es Kant confunde, como buen metafísico, el ser con el ente —tal es el reproche que en su momento le hará Heidegger—, pero ello no le impide plantear, ni muchísimo menos, lo que desde su juventud guía su búsqueda filosófica: establecer las condiciones de ejercicio histórico concreto de la subjetividad ilustrada. Kant tiene cómplices en la empresa: la Ilustración, la economía política, la ciencia moderna, el empirismo inglés, las lucubraciones epistemológicas de Descartes, el cristianismo entendido moralmente, las consecuencias político-morales de la Revolución Francesa… Conforme a su época e inspirado en el descubrimiento de leyes científico racionales en la naturaleza, Kant se pregunta si también en la historia impera la racionalidad. Su respuesta es afirmativa. Y ofrece metódica y fríamente su idea de la historia universal (Idea de una historia universal con propósito cosmopolita. Con el título “En defensa de la Ilustración”, este ensayo se encuentra en el libro que recopila los textos de Kant sobre la historia). Ni qué decir sobre que Kant presupone que la historia de Occidente, y de la modernidad que viene a rematarla, sirven de modelo o paradigma para concebir la aventura del hombre en la tierra. Si bien Kant tiene una mente muy moderna, reconoce que los tiempos que le ha tocado vivir están presididos por un sinnúmero de conflictos provenientes de “la insociable sociabilidad”: egoísmo, codicia, hambre desmesurada de poder, individualismo posesivo, lucha de todos contra todos, conflictos interminables entre los pueblos, decisiones irracionales, guerras feroces… El caos impera, así, a diestra y siniestra. Pero junto a tal cuadro social, comandado por “la intención de la naturaleza”, han nacido ya, y cobran creciente carta de ciudadanía, las fuerzas racionales que podrían contrarrestar la universalidad del mal e imponer la universalidad del bien. 66
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Lo expresado no debe interpretarse como si Kant no detectara en “la intención de la naturaleza”, concretada como “insociable sociabilidad“, un factor de desarrollo dinámico que propicia el progreso histórico-social. Progreso a través de conflictos que desembocan en la modernidad en donde los hombres, a consecuencia de la madurez alcanzada por el principio de razón y por todo lo que de ello se desprende (ciencia físico-matemática, fuerzas productivas capaces de sobreponerse a la naturaleza, filosofías sustentadas en la emancipación moral y en la libertad…), pueden y deben instaurar perspectivas y metas que conduzcan a una reconciliación de los individuos entre sí extensible a la relación entre Estados a escala planetaria. Por tanto, si la “insociable sociabilidad” sirvió para explicar la historia acontecida, e incluso lo que aún no acontece, no puede ser, en adelante, el acicate que mueva los actos de los hombres cognitiva y moralmente ilustrados, autónomos y libres. La “intuición de la naturaleza” deja de ser protagonista, ya que cede el paso a la intencionalidad racional concretada moralmente. Kant piensa, entonces, la historia desde la perspectiva de su necesaria trasformación. La dimensión de la praxis se encuentra inscrita, de tal modo, en el pensamiento crítico. Ni de Dios ni de la naturaleza; estamos en que la libertad de los hombres proviene de sus actos. “Que el orden de la naturaleza y de la necesidad —leemos en la Crítica del juicio— acoja el orden del espíritu y de la libertad.” Y Kant agrega: “bastarse a sí mismo, y ser, por tanto, fin final”. Pensar según las leyes de la libertad significa superar la naturaleza exterior y librarnos, a la par, de los deseos y apetitos “que nos atan a las cosas”. La Idea propiamente dicha, una vez librada de ataduras heterónomas, debe comulgar con los dictados de la voluntad trascendental e incondicional. La Crítica de la razón práctica abriga, precisamente, el propósito de poner un hasta aquí a la praxis donde la subjetividad constituyente brilla por su ausencia. Subjetividad que, en gracia a sobrepasar trascendentalmente cualquier determinante cósica, puede y debe establecer las reglas que guíen históricamente a los hombres. Que estamos ante un antropocentrismo confesado, ni quién lo dude, Kant así lo quiere. Son muchas, en efecto, las tareas a futuro que Kant nos deja en herencia; lo más relevante estriba, desde luego, en la urgente e insoslayable formación de individuos dotados de una conciencia política y moral ilustrada. Lo que debe centrarse, antes que nada, en lo que podemos considerar como la primera 67
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y última instancia insoslayable planteada en el ensayo escrito en 1784, Respuesta a la pregunta ¿qué es Ilustración? (remito a la ya recomendada recopilación que lleva por título En defensa de la Ilustración). Leamos: “Ilustración es la salida del hombre de su culpable minoría de edad. Minoría de edad es la imposibilidad de servirse de su entendimiento sin la guía de otro. Esta imposibilidad es culpable cuando su causa no reside en la falta de entendimiento, sino de decisión y valor para servirse del suyo sin la guía de otro. Sapere aude ! ¡Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento! Tal es el lema de la Ilustración.” ¡Extraordinario! ¡Bravo por Kant! De haberle hecho caso, nos habríamos librado de maestros pensadores y mentores de pueblos, políticos y hechiceros; de videntes y charlatanes. Kant agregaría a clérigos, médicos y abogados, quienes se han aprovechado de la ignorancia del pueblo, cuando no de su tendencia a la servidumbre voluntaria, para conducirlo en el mundo social a la manera en que el pastor conduce a su rebaño. Ni qué decir en cuanto a que la pérdida de autonomía y la pereza mental son las peores acompañantes que puede tener la causa de la emancipación y de la libertad. Los individuos tendrían que regirse por sí mismos sin importar que se equivoquen, pues lo peor que pueden hacer es delegar en otros la propia autonomía. Ya aquí nos asalta una duda: ¿y los filósofos?, ¿acaso están por encima de inclinaciones naturales, irracionalidades, errores, ambiciones personales, etc.? Porque el asunto es que, a fin de cuentas, Kant no deja de plantear en su obra el privilegio cognitivo de la filosofía, pues a diferencia de cualquier otra posibilidad del saber, ésta tiene por tarea, ¡y vaya que la cumple!, la forja (nunca concluyente, siempre provisional) de la racionalidad universal y necesaria que comprende a todos los hombres del mundo por igual. Testimoniemos que la universalidad acuñada por la filosofía es atributo exclusivo de Occidente, que abarca, por supuesto, eurocéntricamente hablando, la religión universal, el cristianismo. Creo que con lo expuesto hasta aquí podemos dar respuesta al dilema que ocupa a los intérpretes de Kant: ¿existe en la obra de nuestro filósofo un abismo entre el mundo fáctico y el deber ser del mundo? En otras palabras, ¿legalidad y moralidad se encuentran en el mismo plano o la segunda tiene un estatuto solamente formal? Mi respuesta es que ser y deber ser van de la mano. De atenernos estrictamente al plano de los hechos (imperio de la “intención de la naturaleza”), difícilmente podríamos 68
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remontarnos al plano de la historia totalizada por la universalidad de la razón. Recuérdese que, para Kant, si bien “vivimos en una época ilustrada”, no hemos alcanzado todavía —y a eso apunta su obra— a instaurar “la época de la ilustración” o modernidad consumada. Ahora bien, la época ilustrada dista de ser un asunto baladí puesto que en su seno se incuba la conciencia de que la libertad es atributo común de los individuos y, por extensión, debe serlo de las instituciones y las leyes, las formas del Estado y el marco de la opinión pública, la libertad de elección y de palabra, el derecho irrestricto por expresarse… y tanto más. Detengámonos con mayor detalle en el punto de debate tocante a si Kant resuelve o no el problema de la relación entre libertad y legalidad. Si nos remitimos a Hegel, por ejemplo, la respuesta es un no rotundo. A su entender, Kant pasa por alto las mediaciones que pudieran dar cauce para que la idea de libertad encarnara en hechos. De acuerdo: en cuanto al establecimiento de mediaciones que deben considerarse a la hora de la praxis histórica, Hegel rebasa con mucho a Kant. Sin embargo, creo que este último no abriga el propósito de separar abismalmente el plano de las finalidades incondicionadas del plano de la legalidad de la naturaleza y del mundo dado. Me explico: que estemos ante planos que no deben ser confundidos ni equiparados, no conlleva per se a una relación de extrañamiento insalvable. De allí que Kant considere que existe una mediación insoslayable, a saber, la cultura surgida en el trascurso del progresivo disciplinarse de la razón, al hilo de su cotejo con la naturaleza. La moralidad, entonces, el proyecto de deber ser proveniente de la subjetividad trascendental y libre, parte, en consecuencia, de un mundo culturizado que facilita el tránsito hacia el reino ilustrado. 69
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Que la cultura sea el indicador de que la legalidad natural responde a los proyectos de la razón significa que ésta se encuentra consigo misma y no con cosas en sí. Ya no digamos el mundo humano, efecto de nuestros actos. Aquí es digno de reconocer que la finalidad teleológica tiene en la tecnociencia un aliado invaluable a la hora de la multiplicación de los panes, que permite a los hombres hacerle frente a la necesidad y, a la larga, alcanzar el reino de la abundancia. Si bien, entonces, “lo posible por libertad” responde a lo abierto e incondicionado, ello no significa que lo predeterminado no pueda contribuir a la trasformación emancipadora del hombre. Pensémoslo de la siguiente manera: la moralidad por constituir tiene que integrar naturaleza y mundo “al gran final” de la libertad. Moralidad con que Kant no busca atenuar principio autoritario alguno; vamos, en su obra ni siquiera los imperativos pecan de autoritarios. Según hemos estado viendo, pertenecer al ámbito de la modernidad significa concebir todo pensamiento en función de la praxis histórica, en el entendido de que aceptar visiones eternas de la naturaleza y de lo social condenaría a los hombres a la pasividad. Es fundamental considerar que enhebrar teoría y praxis significa, para Kant, en primera y última instancia, pensar las condiciones que garanticen la emancipación y la libertad entre los hombres. Cualquier teoría crítica que se precie debe sustentarse, de tal suerte, en propuestas emancipadoras que justifiquen las decisiones prácticas tomadas. Propuestas que, más allá de las diferencias entre los defensores del criticismo, han de coincidir en que la modernidad, entendida como era de la ilustración, debe fungir como centro de referencia del deber ser de la historia. Todo aquello que los hombres realicen, incluidas las revoluciones, tiene que responder a tal deber ser. Y lo que está en juego, dirá Kant (Crítica del juicio, ¿Qué es la Ilustración?, Idea de una historia universal con propósito cosmopolita…), es una tarea siempre inconclusa, pues lejos de bastarse con un deber ser formalmente filosófico requiere, inevitablemente, atravesar la dura resistencia de los hechos. Para comprender mejor las tareas del presente, Kant y muchos de sus contemporáneos parten de que la realidad existente no es todavía moderna. Si queremos hablar de modernidad, debemos fijar la vista en lo propiamente moderno, el pensamiento ilustrado. Digámoslo así: en la época que le toca vi70
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vir a Kant, la teoría se encuentra muy por delante de la realidad. En consecuencia, el hueso de la empiria dada, lo temporal-concreto heredado, representa una resistencia pre-moderna por vencer por la trascendencia incondicionada del deber ser moral. Resistencia que obliga, llegado el caso, a revolucionar lo dado. Puede deducirse, así, que la Revolución Francesa anuncia la necesaria violencia que debe ejercerse sobre la inercia del pasado. Kant la vive esperanzadoramente aunque, a su entender, la revolución no se justifica por sí misma. De allí que frente a un revolucionarismo fetichizado, nos advierta que la revolución se justifica sólo en la medida en que contribuya a la insurgencia ilustrada, siempre en pro de la libertad. De echar al olvido sus propósitos benéficos, la revolución sería un fracaso que tornaría inútil el baño de sangre desatado. Téngaselo presente: el mayor fracaso de una revuelta revolucionaria estribaría en sustituir las relaciones de libertad entre los ciudadanos por meras relaciones disciplinarias o de poder. El acontecimiento revolucionario no puede convertirse, así, a ningún precio, en una máquina de destrucción de lo establecido, exenta de alternativas libertarias. De ahí que el papel constructivo-emancipador de la filosofía crítica resulte insoslayable. Razón por la que la propuesta ilustrada, con Kant a la cabeza, se sostiene implícitamente en el considerando de que conforme la filosofía incida en la historia, la materialidad y la institucionalidad de esta última, será cada vez más moderna. De tal modo, tras desterrar del mundo opacidades y extrañezas, la filosofía irá encontrándose progresivamente a sus anchas, o sea, podrá reconocer su magisterio en la forma adoptada por lo fáctico. Progreso en que, por si fuera poco, la Ilustración va cobrando madurez o conciencia de sus propósitos, con el consiguiente enriquecimiento de la vida social. Proclamar que compete a los hombres realizar en el presente, aquí y ahora, su propia historia, nos indica que el pensamiento crítico concentra el grueso de sus esfuerzos en la reflexión-trasformación de lo actual. No debe sorprendernos, por ende, lo poco que le preocupa a Kant considerar el presente en relación con determinado pasado mítico o modélico. Para él, el pasado quedó atrás. Pues aun reconociendo que el pasado preparó lo presente, hablamos, a fin de cuentas, de la minoría de edad de los hombres. Ser modernos requiere, entendámoslo, modernizar el mundo hacia adelante, sin cesar, sin titubeos. De existir tradición, tendríamos que hablar del futuro entendido como 71
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presente perpetuamente renovado y comandado por la libertad autónoma y soberana. Kant, al igual que casi todos los adeptos a la modernidad, procura demostrarnos que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Fetichismo de la modernidad que además de conducir al olvido de la historia precedente propicia, lo que es peor, concepciones comparativas francamente deplorables. Deplorables, pues la historia pre-moderna se piensa desde la idea de falta, o sea, no a partir de las relaciones presentes de los hombres entre sí y con la naturaleza, que pudieran explicar sus modos de ser, sino acusándola, así como suena, de carecer de la inteligibilidad, de la autonomía y de las técnicas que han surgido en el marco del antropocentrismo triunfante. El desdén moderno por lo otro tiende, lo ha mostrado Heidegger con creces, a dejar en el olvido lo que pudiera corresponder al ser como tal. También lo sagrado acusa los efectos de la ceguera antropocéntrica; la mejor prueba de ello estriba precisamente en la consideración moderno-antropocéntrica de Dios, que lo reduce a dotar de racionalidad al hombre y a la naturaleza. Concluyamos que los defensores de la metafísica de la subjetividad forjan su propio Dios, una especie de ingeniero o constructor que dota al mundo de determinantes legales conceptualmente aprehensibles. Kant no falta a la cita. A su juicio, existe una estrecha liga entre el cristianismo, entendido como religión moral, y la Ilustración, concretada en el plano de la moralidad. Puede hablarse de un cristianismo pasado por el tamiz de la modernidad, aunque si bien la instauración del Reino de Dios en la tierra ilumina la escatología de la razón, el hecho es que, para Kant, Dios ayuda sólo a quien obre conforme al bien. Cumplir con el respeto a los otros y procurar la reciprocidad cuenta, de tal manera, con la venia de Dios. Pero de seguir con “la inclinación natural del hombre al mal moral”, ningún milagrito, ni dispensa sacerdotal puede salvar a los adeptos a la religión universal. Más les vale a los individuos comprender que su tendencia espontánea a la sociabilidad puede dar lugar a una comunidad solidaria. Para lo cual se requiere que los individuos y las fuerzas públicas comprendan que nada hay mejor que vivir conforme a la justicia y la libertad, teniendo a la paz por objetivo incontestable.
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El delirio de la boa F ERNANDO
No hay espejo que devuelva mi imagen entera, ni mirada que me registre por completo. Podrás ver la mitad de mi cara, una parte de mi cuello, un pie con su pierna o sólo la espalda, nunca todo. Lo sé, he aprendido a manipular esta condición y soy capaz de mostrar de mí un lado amable o uno repulsivo. En realidad no soy enorme, pero siempre estoy ocupado por algo, o por alguien: eso significa que siempre soy yo más lo que me acabo de comer. Digerir no es fácil y por eso vivo quieto, pero no inmóvil.
DE
L EÓN
hace poco él estaba en ese mismo estanque, pero a media noche, y mientras los gatos cazaban ratones entre los matorrales, él se metió al agua sin importarle que se mojaran sus zapatos de tela, para atrapar un pato. Lo atrapó rápido y, sin dudar, le torció el cuello y lo metió en una bolsa de plástico. Apenas llegó a su casa, lo cocinó y lo devoró.)
Vivo sedentariamente. No soy un depredador y tampoco soy sólo yo. Otros devoran y son mis iguales; creo en ellos cuando lo hacen. También es cierto que un día fui distinto y di de (Escena del hombre mirando un es- comer con arte culinario, pero en el tanque artificial con patos y un niño fondo quería ser cocinado y comido. de cinco años dándoles de comer. El Fui creciendo y tuve un desencuenhombre porta un gastado saco negro tro con lo cocinado, pues me resultay revuelve con ansiedad su barba mien- ba legítimo respetar el sabor original tras mira silencioso el acto generosa- de las cosas; dejé de someterlas al fuemente infantil del chico. Recuerda que go y a la combinación de ingredientes 73
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FERNANDO DE LEÓN
varias vueltas por el departamento de carnes frías donde promueven una nueva marca de arrachera. Arrastra un carrito lleno de productos que terminará abandonando en algún pasillo solitario cuando haya saciado su apetito. Come uvas y frutas de temporada mientras vagabundea. Súbitamente descubre a uno de los dependientes que antes le ha regalado pruebas hurgándose la nariz. Una bocanada de asco lo lleva a vomitar sobre la pila de yogurts refrigerados. Vacía todo el estómago y se marcha rápido sintiendo ira, asco y más hambre.)
que presupone un platillo. Descubrí que el asco es sólo una cuestión de tiempo: pierde vigencia con la costumbre o se aviva al paso fantasmal de un recuerdo ingrato. El asco se alimenta de miedo; básicamente del miedo al ridículo. (Escena del hombre en un supermercado probando todas las muestras gratis de productos en oferta. Finge que no tiene hambre y que busca productos que complazcan su exigente paladar, pero la tiene y mucha. Da 74
Luego me dio por respetar la forma de las cosas y comencé a tragar las figuras sin agredirlas con mis dientes. Puse y sigo poniendo en aprietos a mi tráquea y a mi estómago, pero he superado la fase de la degustación para concentrar mi percepción del mundo en el arte de desintegrarlo todo sólo con jugos gástricos. No quiero saber a qué sabe tu nariz horneada e inyectada en vino blanco; quiero saber a qué sabe tu nariz así, natural. Nunca lamenté no poder comerte entera como la inspirada boa que comió al elefante. Me guía un proceso nominal y como sólo aquello que tiene un nombre y, en consecuencia, un tamaño. Las palabras delimitan,
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EL DELIRIO DE LA BOA
clasifican, son integrales y gracias a ellas sé que puedo comer una fresa, un arete, un ojo, una oreja; pero no puedo comer una piña, una cabeza, una taza.
del animal en una mochila amplia y se marcha tranquilo, pensando si lo guisará o lo asará con especias. Apenas se escucha el clamor del agua en una fuente romana.)
(Escena del hombre caminando por el parque con una jeringa llena de aire y con la aguja lista en el bolsillo de su saco negro. En el parque hay más perros que amos y todos los animales se ven tan saludables y apetitosos. No son perros callejeros, son cortes de carne que abandonan su departamento alfombrado para tomar un poco de oxígeno vespertino. Uno en especial es rechoncho y bajito como salchichón con patas. Su amo es gordo también; apenas ganan la batalla los rubios bigotes contra los enormes cachetes que los enmarcan. El gordo se descuida, lee el periódico que en unas horas será pasado, y es entonces cuando el hombre pincha al perro con la habilidad de un doctor acostumbrado a salvar vidas. El perro da unos pasos y, sin poder lanzar un chillido, cae muerto entre los arbustos. El gordo lo busca con la mirada pero no se inquieta por no verlo, sabe que su can es bajito y rinconero. Continúa su lectura como si se le escaparan las noticias, como si se le acabara el día. El hombre mete el cuerpo
Soy el que come, el que vive para digerir. Éste es mi papel en el universo, mi forma de saber que existo. No busco nutrirme o sobrevivir; mi función última es transformar la materia en mis entrañas: que lo que es, deje de serlo y se convierta en otra cosa. Ésta es mi guerra y mi tregua. Digiero lo que abomino y digiero lo que amo: la intención es la única diferencia. Celebro que así lo hayas comprendido. (Escena del hombre cortejando a una mujer. Nada fuera de lo común: sonrisas complacientes, miradas fijas plenas de interés, pupilas dilatadas, pezones erectos, manos frías, cabelleras que se reacomodan sin haberse despeinado nunca. El cortejo funciona: ella deja que él pase una mirada por sus pantorrillas, él hace viajes aéreos entre su cuello y su abdomen como si sobrevolara por primera vez los Andes. Ella es vegetariana y su relación con la carne es absolutamente oral, irreal y sexual. Él es carnívoro y piensa que ella debe saber a conejita bañada en vino blanco a fuego 75
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FERNANDO DE LEÓN
lento. Los dos se equivocan pero no quieren que la cita termine.) Creo en la ingesta como en un sistema binario: cero o boca abierta y uno o boca cerrada. Con esa dualidad decido lo que he de hacer. Pienso poco en la muerte y supongo que eso me lleva a descartar el tema de la vida como algo primordial. Éxito es digerir. Satisfacción es digerir. Monotonía es digerir. Todo se hubiera vuelto confuso si no hubiera fantaseado, y bien sabes que desde aquella fantasía mi vida se enfocó: quise comerme a mí mismo.
deberían estar en la espalda o en la frente y no en las casquivanas palmas de las manos. El hombre sabe que las manos algo tienen de canapé: un par de manos nunca serán un plato fuerte, pero es inevitable comenzar por ellas. No probarlas sería bárbaro, de muy mal gusto.)
Desde entonces lo he llevado a cabo con tu ayuda. No negarás que has aceptado ayudarme por miedo, porque te dije que te probaría. Es verdad, se me antojó tu nariz, pero tú has calmado mi hambre dándome a comer mis extremidades. Sin embargo, una parte muy privada de mi cuerpo fue (Escena del hombre mirando abyec- digerida por ti, recién amputada y por tamente sus manos que no son delica- eso creo que, a tu ritmo, caminas desdas como de pianista, ni toscas como pacio por las piedras de mi misma las de un panadero. El hombre juzga senda. Hasta hoy me he comido sieque sus manos no son gran cosa: son te de mis dedos y mis dos orejas. Esartesanas, empleadas domésticas, fí- toy orgulloso de haber comenzado ya sicamente esclavizadas al cuerpo. Pien- la laboriosa digestión de mí mismo, sa que es por eso que les cuelgan pero temo que algo de lo mío se esté relojes, cadenas y anillos; está con- quedando en mí, pues cada día siento vencido de que las líneas del destino que los calcetines me aprietan más.
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Tres poemas F ERNANDO C ARRERA
NOSFERATU
No por abjurar ante la cruz, ni el sabor de sangre ajena en la boca. No el recuerdo de miradas en el orgasmo del último suspiro, el punzón que recorre la médula hasta el cuello helado. Ni siquiera el sol y su aliento que se presume poderoso: tufillo que desprendería mi carne a su contacto, pero la luz que pretende anclarme a la tiniebla fresca no puede, y camino bajo el arco del día, espectro en pena. Ya no importa. Mirar el tiempo de frente, como a un igual, y con recelo contemplar su caricia en el moho que delinea las piedras del canal, los puentes y las muecas que poco a poco le aparecen al mosaico, al marco del retrato desvaído. A mí no me toca, pasa de largo. Nada palia la tristeza en la que fui bautizado, esas aguas. No es nada de esto. Ni saberse bestia: el hambre que se devora a sí misma sin saciarse: la sangre que no es vino; vino que no es agua; la mirada que no alcanza a penetrar la dura costra de este manantial seco; el calor del cuerpo que arde entre mis manos y no consume 77
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este ser lo mismo, carne animada sin propósito que traza unos cuantos signos. Soy lo que soy dolor vuelto raíz y feroz alimento de una soledad de siglos. Contemplación de la desesperanza sin revés
18/02 I
Aquí estoy cerca del próximo número día que nací : imagino y febrero las palabras para decir la piedra que soy el risco que el tiempo intolerante lengüetea II
De ciudad soy, la ubre : su belleza por error 78
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inscrita en los relieves de mi cuerpo que un (miguel) ángel invisible trazó y no ha terminado de corregir Mi rostro va más allá, en su cauce la sucesión del todo que aún no sé Carne y memoria fallan y generan despropósitos un lenguaje de transfiguraciones más allá de mí. Su voluntad en la salud que gocen frutos destilan la sustancia que da nombre al soy esto y no otra cosa ¿Qué es de mí entonces? : un puñado de ceniza blanca. El nervio descendente del verso y el relámpago las líneas rápidas del agua sobre la piedra (montaña o edificio) en fugaz fuga hacia la verdad del abismo 79
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es demasiada y te encuentras absolutamente indeciso ante el menú. Una lagaña te molesta, además, como los calambres sin sentido, te recuerda al tiempo que fluye y te desgasta: cínico. “¿Qué es lo que ordena el caballero?”, dice un eco que se cuela entre la espuma de pensamientos donde chapoteas: “un poema”, te gustaría decir con certeza; un puente que una la soledad de ciudades separadas por el mar; el itinerario de un viaje irrepetible, tal vez; una o dos ideas que enciendan algo: pongan a arder los cadáveres de lo cotidiano, el sedimento de ser todos los días. “Unos camarones al mojo”, balbuceas. Sacas una libreta de papel rayado, cada línea es una posibilidad, crees, donde notas surjan del fondo y armonicen la nada. Pero no eres músico. Acaso el lenguaje intentas: imberbe mueves el hocico buscando mamar algo de la teta del mundo EL HAMBRE
Los intestinos no mienten, te han dicho: el hambre es siempre una señal Patético, piensas, guardas la libreta. Una mano sin nombre sirve un plato que exuda un olor extraño. Comes con avidez : el ajo es prueba que entre el placer y lo intolerable hay sólo un diente
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Objetos perdidos A LEJANDRO B ADILLO
I Había una silla junto a la ventana. El calor se extendía en la pequeña estación de autobuses. Los pájaros eran infinitas figuras antes del vuelo. Un vaso sudaba su fiebre en la penumbra. La humedad del vidrio dejaba su huella en la mesa. Inútil esperanza porque era puro despojo, cosa inútil e inacabada. Las moscas formaron una nube inestable. Volátiles se movían en la escena. “Ayer dejaron algo”, dijo el viejo. Su compañero de trabajo —un muchacho— se acercó. El primero se balanceó en la mecedora. De gimnasta su vaivén por la precisión y el tino: los pies al aire y luego al suelo. Una secuencia donde destacaban la espalda, la camisa a cuadros y los pies alumbrados. Los pájaros, contraste entero del viejo, estaban prendidos al esqueleto de un árbol y desde ahí, al unísono, medraban. Los dos presentían nubes pero, por una absurda superstición, no lo decían. Las palabras del viejo, inacabadas todas, aún perduraban como la estela de humedad en el vaso. “¿Qué dejaron?”, preguntó el muchacho. La mano fue al vaso, pero no para beber, sólo era distracción del tacto mientras llegaba la respuesta. El viejo se levantó: imagínese su lento andar, su respiración que apenas rompía el silencio. La silla conservó la inercia del movimiento y su sombra anegó una parte del suelo. El viejo abrió un cajón y señaló con solemnidad un sobre amarillo. La mirada quedó ahí, en todo el cuerpo, vibrante y estancada. El muchacho abrió el sobre. El contenido era una hoja y una leyenda: “Vendrán más cosas.” Remiró la frase. Las palabras eran tres pájaros en la escena. En una delgada rama 81
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ALEJANDRO BADILLO
los imaginaba, listos para volar una vez seca la tinta de sus alas. La labor del muchacho era vender los boletos de la única corrida del día. También, desde hacía meses, cuidaba al viejo. Alguna vez pensó que no llegaría el camión: un derrumbe en la carretera, una avería en las llantas, una jauría de asaltantes despachando a los pasajeros. Entonces, como es natural, pasarían el día aturdidos, sin nada qué hacer, como estancados peces. “¿Quién dejó el sobre?”, preguntó el muchacho. “Cuando llegué ya estaba aquí”, respondió el otro. Imaginaron una broma fruto, quizá, de la ociosidad: un adolescente de los alrededores, con pluma en mano, garabateando en la noche una hoja en blanco. Después, oculto en la penumbra, oscuro gato en la ventana. Habría caminado, leve, al escritorio. La luna alumbraba el sobre y, seguramente, el intruso, en un solo acto, se habría dirigido al cajón repleto de lápices y sellos para dejar su anzuelo. Al siguiente día llegaron a la estación muy temprano. El viejo estuvo un rato en la calle, ensimismado en el horizonte. Una conjura eran las nubes. Apenas empezaba la trampa del calor. Como endebles sustitutos el humeante café, los sorbos que avivaban y se repetían. El vaso, en el mismo lugar, ahora libre de humedad por la acción del tiempo. Los dedos del muchacho se acercaron a los cabellos para distraer el nervio. Los pájaros como parroquianos, como en una cantina sus trinos. Acomodaron las sillas. Barrieron la entrada. Verificaron la hora en el reloj. En una hora llegaría el camión. El sobre seguía en el mismo lugar como animal en silencio, interrogante. Evitaron acercarse al escritorio. Los dos eran nerviosas moscas alrededor. Imagínese una mezcla confusa de aprensión, duda y silencio. El sobre era un estorbo, pero no lo podían quitar del escritorio. Su lugar en el mundo, para ambos, era estar ahí, confusos, revoloteando. “¿Qué pasa?”, dijo el muchacho. “El sobre”, murmuró el viejo, molesto. 82
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OBJETOS PERDIDOS
Transcurrieron varios minutos. Las calles encendieron sus piedras, los pájaros se volatilizaron en el resplandor de la mañana. Más tarde llegó el camión. Imagínese un barco salitroso, lleno de agujeros, haciendo agua por todas partes. Una cordillera de nubes dejaba a su paso: polvo flotando sobre polvo. El camión detuvo su marcha entre resoplidos. El chofer bajó y estiró las piernas. De juguete, la estación, por la lejanía. El chofer se acercó al viejo: —Algo raro ocurre en estos días —dijo oteando el horizonte. —¿Qué pasa? —preguntó el viejo. —La niebla baja más. Casi todo el tiempo tengo las luces prendidas. —Será la época del año. El chofer suspiró. Los disparejos bigotes eran leve huella sobre los labios. El viejo miró el esqueleto de un árbol. Las descubiertas manos temblaban. Sus ojos, quizá por inercia, enfocaron al suelo. Y los escasos pelos de su cabeza, encendidos por el sudor, coronados por el mediodía. Sin saber por qué, sintió lástima por el chofer, por la corbata azul, por los zapatos llenos de polvo. Los pasajeros, medrosos como los peces, permanecían en silencio tras las ventanillas. Un par más se unió a los aglomerados. Casi inmóvil el ámbito allá adentro. El chofer abrió con dificultad la compuerta para las maletas. El reloj indicó la partida. El camión reanudó su camino impulsado por su lluvia de polvo. Un lago en reposo era la sombra de la silla y lo vadeaban, indecisas, las moscas. El muchacho tomó la libreta, abrió el cajón con las monedas y verificó la cuenta del día. El viejo dio unos pasos en dirección a la calle. Contempló, dios devastado, sus dominios: no había nadie. Y entonces prendió un cigarro. Las volutas, en un primer impulso, flotaron desvalidas, buscando agotar el tiempo. Pero su deshilache fue severo y sólo quedó la respiración del viejo, entrecortada, como agobiada por un largo esfuerzo. En aquel paraje, pensó el muchacho, la gente entretenía los ojos en lo nimio, en lo absurdo, en lo descompuesto. Las escasas personas que compraban boletos se sentaban en una banca de metal blanco y miraban la carretera, resignadas. Imagínese un hato de bestias que esperan la muerte; un montón de peces boqueando, 83
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ALEJANDRO BADILLO
asfixiándose lentamente en el aire. Ensimismado en sus meditaciones estaba cuando escuchó la voz del viejo: “Mira, encontré algo.” El muchacho regresó a galope. Los dos se acercaron, de nuevo merodeadores. A una prudente distancia encontraron una chamarra de color verde. II Esa noche el viejo soñó que abría la puerta del local. Con luminosas nubes la mañana, blanquísimas por el sueño. Encontró una caja de cartón, de color amarillo, sin identificación. Se acercó con tiento, midiendo los pasos, la respiración y los latidos. La miró un buen rato bajo la luz muerta de una lámpara, sin atreverse a ejecutar un movimiento definitivo. Enfiló el temblor de los dedos a las llaves, sopesó el filo y, una vez seguro, cortó la cinta adhesiva. La caja, a punto de develar su secreto, emitió un crujido. Era lenta puerta que se abre, demorada quizá por goznes demasiado espesos. Entonces los ojos se hundieron en la caja, en el sueño profundo que la contenía y cuyo abismo repetido recordaba el juego de las muñecas rusas. Imagínese la habitación del viejo, la figura naufragando en el desorden de la cama; los párpados cerrados, su revuelta. En el sueño miraba el fondo de la caja y hubo vértigo y náuseas. Una luz empezó a surgir. El viejo despertó entre sudores, tosiendo, como si humo imaginario enredara los hilos de su respiración, su pensamiento. III El viejo y el muchacho llegaron a la estación con la sospecha afianzada. Los segundos quitaban vitalidad, aire. Sentían maligno el despunte de la mañana. Presagios en todas partes. “¿Qué pasará hoy?”, dijo el muchacho, pero no eran interrogantes sus palabras, sólo eran un pensamiento a la deriva, pronunciado por accidente. Abrieron la cortina y, casi inmediatamente, encontraron sobre el escritorio varias camisas. En una esquina destacaba la silueta de un sillón de terciopelo rojo y, junto al bote de basura, una guitarra. Volvió el rito del café mientras inventariaban. En los cajones descubrieron un reloj-despertador, un manojo de llaves, una boina de color negro. Revisaron los candados de la puerta trasera pero no había nada anormal. ¿Qué harían 84
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con los nuevos objetos? El silencio de los sorprendidos acompañaba las suposiciones. “Tendremos que preguntar en el pueblo”, dijo el viejo mientras consultaba el reloj. “Después de que pase el camión”, completó el muchacho. Reanudaron sus escasas labores. La guitarra era lamida por el sol. El rojo sillón semejaba una fruta madura. Las sombras morían en la escena. Mientras llegaba el camión, miraban los nuevos objetos. El pasajero que esperaba no hacía preguntas pero de cuando en cuando curioseaba. El muchacho se abanicó el rostro con una revista, imaginó probables lugares para preguntar: la cantina, la única peluquería, el casi deshabitado palacio municipal. El viejo, por su parte, se enfocaba en la razón por la cual las pertenencias eran abandonadas. Ya no era una broma, la manía de un adolescente urgido de notoriedad, ni siquiera una provocación ingeniosa. Era algo que trascendía lo superficial, que buscaba una explicación profunda. Imagínese a los dos desconcertados, azuzando sus escasos pensamientos: avivaban con teorías sus imaginaciones que vagaban en despoblado, sin nada a qué asirse, como malabares en el aire. El viejo bosquejó una fila conformada por todos los habitantes del pueblo. La fila, muy recta, ocuparía varias calles. Todos cargarían algún objeto. Algunos, por el tamaño de sus pertenencias, utilizaban diablitos. Tal vez no hablaban entre sí, como si el evento fuera algo cotidiano, ordinario, incluso tedioso. La clave, quizás, era la relación de las personas con lo que abandonaban: un mal recuerdo, una memoria dolorosa, por ejemplo: muertes, divorcios, alejamientos. Entonces quiso encontrar los vínculos del sillón, de la guitarra, de la chamarra verde, de todo lo restante. Pero la mente se enfangaba en decenas de suposiciones. Como abrir una caja y encontrar una caja más pequeña que contiene, a su vez, otra. Pasaron los minutos. Tan entretenidos estaban que apenas atendían el calor y al único y paciente pasajero. Los pájaros trinaban en un inútil llamado a la lluvia. Las cosas, una vez más, eran derrotadas por el sopor y por el tiempo. Con el retraso habitual llegó la única corrida de la jornada. El chofer bajó del autobús. Se acercó trabajoso a la oficina. Saludó al muchacho y firmó su hoja de llegada. El viejo apenas atendía la operación, ensimismado como estaba. El chofer le dijo: —Casi no hay pasajeros 85
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—Disminuyen todos los días. —Si no mejora esto cancelarán la ruta. Las palabras del chofer eran serenas, probablemente lo reubicarían en otra línea de autobuses, algo habitual en la región. Ya no más aquella parada, ya no más orillarse en la carretera, intercambiar palabras, recoger a uno, dos pasajeros. Una breve sonrisa alumbró su rostro. El viejo remiró las cosas abandonadas. La mano derecha, los huesudos dedos, rascaron la barbilla. Después, sin pensarlo mucho, aliviado, como si se estuviera confesando, dijo: —Han estado dejando cosas. —¿Quiénes? —La gente. —¿Objetos perdidos? —Así parece. El chofer se encogió de hombros. Mordisqueó las puntas de sus bigotes. El tedio ganaba a la curiosidad, mejor irse para evitar la creciente niebla en la carretera. Se despidió. El camión reanudó su camino. El viejo y el muchacho observaron las huellas de las llantas. Imagínese un par de pajarillos contemplando el infinito desde una rama. Después volvieron a la oficina, acomodaron cosas, calcularon la cuenta del día. El muchacho fue a la puerta y, por no dejar, verificó la cerradura y el candado. Incluso trató de vislumbrar huellas en la mesa y en las sillas. Miraba todo de cerca esperando un golpe de suerte, una aproximación novedosa, para encontrar alguna señal. El viejo, cansado, le dijo: —No vale la pena. —Vamos a investigar —dijo el muchacho. Se dirigieron al centro del pueblo. Imagínese al viejo renqueante, farfullando en su mente el interrogatorio. ¿Quién fue? ¿Es un movimiento organizado? ¿Quién o quiénes podrían ser los sospechosos? El joven, por su parte, pensaba en el fracaso, en no descubrir ningún entramado, ninguna conjura. Su rutina sería alterada por más objetos. A lo mejor los podrían vender. A lo mejor podrían abrir una nueva oficina, más grande, para las cosas perdidas. No 86
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quisieron comentar la probable cancelación de la ruta. El joven podría emplearse en otros trabajos, quizá viajar a una ciudad grande. Apenas encontraron gente en las calles. Había más perros que humanos. Los perros eran casi iguales, negros, de orejas afiladas, costillas expuestas en los tristes esqueletos. Algunos, belicosos, se disputaban los restos de la basura. La cantina, antes encendida por sus vivos oficiantes, estaba abandonada. Sólo oscuras moscas en el reflejo de los vasos. Ceniceros extrañando su humo, botellas añejando sus fondos cenagosos. Los autos estacionados parecían detenidos en el tiempo. La ropa tendida en las azoteas se agitaba con el viento. Fino polvo rodeaba todo. Después de varios minutos de marcha llegaron a la plaza principal. La tienda de abarrotes tenía algunos clientes. Una viejilla sobaba las cuentas de su rosario. No tuvieron que buscar mucho para dar con el alcalde. Estaba sentado en una de las bancas de la plaza. A un lado una paloma picoteaba el suelo. Su traje, arrugado, apenas contenía su figura. Sus zapatos eran grises de tanto polvo. El muchacho y el viejo saludaron. —¿En qué los puedo ayudar? —dijo el alcalde. —Verá…—dijo el muchacho pero no encontró palabras para seguir. El viejo intervino: —Han estado dejando cosas en la oficina. —¿Quiénes? —No sabemos, cuando abrimos en las mañanas las cosas ya están ahí. Hay de todo, muebles, ropa, hasta una guitarra. 87
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ALEJANDRO BADILLO
El alcalde miró fijamente al viejo. Suspiró y se abanicó torpemente el rostro. La paloma voló a un árbol. El alcalde dijo que no había que hacer mucho caso. Dijo que era una broma quizá llevada a más. Dijo que los suicidios habían aumentado, también la migración, los desplazados por la violencia creciente en los pueblos cercanos. En resumen: el pueblo se estaba despoblando. El viejo y el muchacho percibieron, sin embargo, algo impostado en su voz, como si el alcalde hubiera estado al tanto de su visita. Las generalidades de sus respuestas parecían, más bien, mentiras rudimentarias, gestos que buscaban despachar lo más pronto posible las preguntas. Se sintieron ridículos. Imagínese al alcalde, esforzado actor, ensayando sus respuestas en la noche, frente a un espejo. Y a pesar de todo el esfuerzo, de la obstinada memorización, no había logrado engañar por completo a su público. Y como no había nada más que hacer, una palabra para convencer, al menos para agradar, el alcalde se sumergió en el silencio apenas roto por algún auto, por el aleteo de la paloma. El muchacho y el viejo se despidieron. De regreso hicieron más preguntas. Entraron a tiendas, preguntaron a dispersos peatones. Pero sólo encontraban rostros incrédulos, miradas que se regodeaban en su vacío. Parecía que todos se habían puesto de acuerdo. Parecía que, tras sus palabras, latía una verdad pura, incorruptible, secreta. ¿Por qué era vedada sólo a ellos? El nerviosismo reemplazó la incertidumbre. “Vendrán más cosas”, pensaron y recordaron la hoja de papel y su misterio. IV El viejo no había podido dormir bien y, varado en su cama, remiraba el techo. El insomnio pesaba aún en sus párpados. Se vistió, desayunó frugalmente y enfiló a la carretera. El sol aún no encendía las piedras. No encontró a nadie en su camino y supuso que la gente, por alguna razón, se había quedado dormida en sus camas. Quizás el cambio de horario. El muchacho, por su parte, había soñado con los que abandonaban los objetos. Pero el sueño había sido desmenuzado por el tiempo. Imagínese tinta derramada en una carta, letras naufragando, diluidas por la humedad. En eso se había convertido, por el desgaste, su sueño. Caminó embebido en sus imaginaciones. 88
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OBJETOS PERDIDOS
El viejo cruzó las últimas calles, aguzó la vista y percibió, a lo lejos, la silueta del muchacho. Algo llamó su atención: la oficina estaba oculta por una montaña. Una inmensa figura ocupaba todo el horizonte. Cuando se acercó percibió que la montaña estaba conformada por diminutas partes de distintas texturas y colores. Apresuró el paso. A medida que avanzaba las cosas se hacían más nítidas: no era una montaña, era una acumulación que ocultaba, además de la oficina, las casas cercanas. Incluso sus restos llegaban a la carretera. El muchacho estaba en la calle, la entera expresión aturdida, las manos en la cabeza, como si un dolor creciente lo menguara. El viejo se detuvo a escasos metros de la acumulación. Había de todo: muebles, electrodomésticos, ropa, fotografías, envases de cerveza, tapetes. Todo guardaba perfecto equilibrio. Parecía, en su diversidad, organismo vivo. Miraron incrédulos las casas en la lejanía. En el espacio libre de la carretera había una desbandada de perros. Los pájaros siguieron la misma ruta migratoria. Entonces, cuando el último aleteo, cuando los sorprendidos empezaban a tocar los objetos, la luz del sol comenzó a desaparecer. Parte del paisaje quedó en anonimato. No había nada que sustituyera la oscuridad: quizás una estrella, las redondas bocanadas de la luna. El muchacho y el viejo retrocedieron. Imagínese un espacio vacío, una superficie oscura que se acercaba y que quitaba sustancia a todo: al aire, a las inquietas respiraciones de los que atestiguaban. El espacio oscuro, después de engullir casi todo, se detuvo a unos metros de ellos. Y esperaron.
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Vela A LBERTO B LANCO LA LUZ DE LA MEMORIA
Existe una luz cuyo origen, por más que nos esforzamos en descubrir, escapa a nuestra inteligencia, pero no a nuestra sensibilidad. Una luz que sigue allí, brillando en la oscuridad, aun cuando hayamos apagado ya la lámpara de noche, con los ojos irritados por el inminente reposo. Una luz que ilumina el sueño y otorga a sus colores una intensidad que muchas veces no alcanzan ni bajo el sol radiante del verano. Una luz que como guía me señala el principio: un centro que está en todas partes, de la misma manera en que los orígenes de los ríos se encuentran no sólo en los manantiales o los glaciares que al fundirse les dan vida, sino en las nubes que no saben de fronteras y en el mar que se evapora minuciosamente… y hasta en los mismos ríos que tarde o temprano desembocan en el mar. Una luz cuya circunferencia ciñe con su recuerdo todas y cada una de estas palabras. De manera parecida, intentar remontarnos hasta los primeros o más antiguos recuerdos en nuestra mente no es una empresa menos aventurada o absurda que buscar las fuentes de un río… el viaje termina por desembocar en la totalidad del mundo y, si no sonara tan grandilocuente y excesivo, me atrevería a decir incluso que en la totalidad del universo. La totalidad de nuestra vida. Un recuerdo lleva a otro y a otro y a otro, viajando a través de una densa y extensa red tejida por el lenguaje, bien sea éste íntimo y silencioso, o bien sea expresado públicamente en el trato con los demás. Una red que nunca deja de mostrarnos cómo hasta el más mínimo de nuestros recuerdos está imbricado en una intrincada telaraña de memoria, de tal manera que sólo 90
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concatenados, hilados, los conocemos, y no hay punto de partida que no nos haga desembocar, tarde o temprano, en el recuerdo total de nuestra vida. Pero, por supuesto, hablar de un recuerdo total no deja de ser más que una hipótesis, aún en aquellos casos en que una persona que se propone recuperar el tiempo entero de su vida dedica todas sus fuerzas a este propósito, pues no hay forma de volver a poner en foco todos y cada uno de los detalles de lo que hemos vivido. Y no sólo aquellos detalles que sí alcanzamos a observar en su momento y que han ido conformando nuestra vida, sino de todos, bien sea que los hayamos advertido a la hora de vivir cualquier experiencia o no. El hecho de que todos esos innumerables detalles pasen por el estrecho filtro de la atención consciente no quiere decir que otros diez mil que han escapado a la misma no ejerzan tanta o hasta más influencia en nuestros actos, decisiones y olvidos, sentimientos y sensaciones, que aquellos otros de los que sí logramos conservar cierta memoria. Además, hay que tomar en cuenta una circunstancia en extremo misteriosa de la memoria que, en la medida en que la ejercitamos centrándola en algún acontecimiento que por algún motivo atrae poderosamente nuestra atención, la experiencia recordada va cambiando, y se va viendo cada vez más influida y afectada por el recuerdo… es decir: por todas esas historias que platicamos —y que nos platicamos nosotros mismos— a la hora de recordar cualquier cosa. Así, entre más recordamos algo, más lejos estamos de la verdad del hecho originario, y más y más inmersos en el poder evocador de la literatura y su capacidad de inventar historias. LOS SUEÑOS DE LA MEMORIA
Basta con que un recuerdo se encienda para que a su llamado comiencen a congregarse otros recuerdos, y gracias al contacto, al calor irradiado o a la simple y llana cercanía se enciendan, con razón evidente o acaso sin tener mucho que ver con el primer recuerdo. Así comienza a urdirse una vez más el laberinto de siempre donde unos recuerdos amados interpenetran a otros que tal vez nos resultan menos gratos, pero que, sin embargo, insisten en hacer acto de presencia concitados por el fulgor de un primer recuerdo. No es raro entonces ver aparecer escenas de nuestra vida que no sólo parecían 91
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ALBERTO BLANCO
olvidadas, sino que habían permanecido en el más estricto sigilo por décadas sin que la energía correcta, la motivación justa, el estrecho canal de neuronas, se prendiera hasta llevarnos al instante preciso, cristalizado al paso del tiempo en una forma perfecta, única, de acuerdo con una manera particularísima de hilvanar axones y dendritas en la sinapsis de nuestra memoria. Una forma que ya por sí misma nos dice más de lo que acaso pudimos sentir entonces y nos significa también mucho más ahora que recordamos aquella escena olvidada, que lo que quizás esa misma escena nos hizo pensar o sentir cuando sucedió por primera y, en un sentido estricto, única vez. Claro que hablar aquí de forma no ha de reducirse a la forma visual de un recuerdo, que es la más socorrida; ni sólo a las impresiones auditivas que lo conforman, pues todos los sentidos participan en mayor o menor grado en la tarea de la vida y el recuerdo, y aún los sentidos que, por limitaciones de nuestro idioma, no sabemos o no podemos siquiera nombrar, y que otras culturas más antiguas o más sofisticadas sí han logrado traer a la conciencia. Bástenos pensar en las sutiles distinciones que desde tiempos muy remotos se hicieron en la India o en China, y que además de los cinco sentidos que nosotros reconocemos consideraban otros, que no por ser más sutiles resultan menos reales. Pero incluso si pensamos en nuestros buenos cinco sentidos, ya lo dejó sobradamente demostrado Marcel Proust en su saga en busca del tiempo perdido: existen más memorias ocultas en el aroma o en la textura de una magdalena, en la temperatura de una taza de té, en un gris atardecer parisino de primavera o en un cierto dolor corporal, que en la urdimbre de historias que el habla teje a su conveniencia y conforme a sus limitaciones. ¿Qué podríamos decir entonces de recordar los sueños? ¿Hasta qué punto el sueño recordado no es sino otro sueño, un sueño de la memoria? ¿Y 92
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VELA
qué decir de aquellos recuerdos, no completamente en foco, de la duermevela? Foco, fuego, vela, sueño, duermevela. Ramillete de metáforas encendidas. Sueños de sueños. Recuerdos de recuerdos. Como bien lo vio ese extraordinario explorador, lo mismo de los sueños que de los recuerdos y de la llama de una vela, Gastón Bachelard: “la llama de la vela convoca a los sueños de la memoria”. Imán de imágenes, la solitaria llama de una vela nos convoca a la imaginación. Gracias a la llama, tomada como objeto de sueño, las más desvaídas metáforas llegan a ser realmente imágenes. LA LLAMA DE UNA VELA
La imagen de un cerillo —un fósforo— que se enciende gracias a la energía de frotación que le ofrece la resistencia de un pequeño trozo de lija me trae de inmediato a la memoria aquella secuencia prodigiosa de una de las grandes películas de Tarkovsky, Nostalgia, en la que se puede ver a un hombre haciendo todo lo que está de su parte por mantener la llama prendida de una vela que le ha sido confiada en un paisaje en ruinas, contra el viento que sopla inclemente y que amenaza con apagar la vela en cualquier momento. El hombre protege con sus manos, con su abrigo, con todo el cuerpo, con su voluntad, sus movimientos extremadamente cuidadosos y su atención, la llama de la vela prendida, como si en esa humilde porción de paraíso calórico (o de infierno, dependiendo del uso que se le dé a la llama) se cifraran todas las posibilidades de sobrevivencia de nuestra especie. Cuando llega, al fin, exhausto al otro extremo del espacio limitado por grandes muros de piedra que ha tenido que recorrer con el sueño del pequeño fuego entre sus manos, nos recuerda cuán frágil es la condición humana, por una parte; la vida misma, incluso; pero también nos hace reflexionar en lo precaria que es la civilización que entre todos hemos construido a lo largo de miles y miles de años, y que un día sí y otro también se ve amenazada por la violencia, la sinrazón, la falta de confianza y el desánimo. Esa delgada cáscara de protección que es el arte, la cultura, no ofrece más seguridad que la tambaleante llama de la vela de Tarkovsky, pero, a la vez, encierra en el arduo corazón de su propia naturaleza todas las posibilidades del calor humano. El recorrido incierto de esa llama es una viva imagen del proceso mismo que nos ha ido convirtien93
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ALBERTO BLANCO
do en hombres. Reminiscencia del mito de Prometeo, legendario ladrón de fuego, cuyo altar alumbraba siempre en la célebre Academia de Platón, y en cuyo honor se llevaba a cabo cada año una carrera de antorchas encendidas. Para los espectadores de aquella época Prometeo era conocido, en primer lugar, a través de los famosos poemas de Hesíodo. Pero a los atenienses también les era conocido, sobre todo, por la fiesta local de las Prometeia, que incluía una carrera de antorchas que constituía un verdadero ritual de renovación del fuego. Entre más rápidamente franqueaba el fuego, la distancia entre su punto de partida —el del fuego nuevo— y su punto de llegada —el sitio en que se encendería nuevamente— mejor conservaba toda su potencia original. En su calidad de ladrón de fuego, Prometeo era la encarnación divina del arte y la tecnología —que no eran entonces dos cosas distintas—, esos rasgos que distinguen al hombre del animal, pero cuya conquista tan caro cuesta. En el poema “The torch-bearers’ race” (La carrera de los portadores de antorchas) Robinson Jeffers compara esta carrera con el proceso de relevos de la civilización. El mejor ejemplo de conservación de la llama de esta vela podría ser el que nos dieron los monjes irlandeses en cuyas manos vino a quedar depositada la civilización de Occidente por más de cien años. “Es difícil de creer —escribió Kenneth Clark— que por tanto tiempo la cristiandad de Occidente sobrevivió en inhóspitas rocas en medio del mar como Skellig Michael, un pináculo de piedra que se eleva 700 pies sobre el nivel del mar a muchísimas millas de la costa de Irlanda.” Sin el trabajo devocional de los monjes irlandeses y su labor de copistas y escribas en los siglos VI, VII y VIII de nuestra era, se habría perdido prácticamente todo el legado de Occidente y sería impensable el mundo tal como lo conocemos. Y todo gracias a la frágil llama de la civilización. Todas nuestras esperanzas están puestas en la luz de profesión bailarina de esa llama. Y conste que no se trata de pecar de ingenuo optimismo. Porque, como bien dice John Berger, “no es lo mismo la esperanza que el optimismo. El optimismo es acaso la consecuencia de un buen pronóstico, sobre la Bolsa, por ejemplo. Pero la esperanza es como la fe, sostiene a la gente incluso en la oscuridad. Es como la luz de una vela”. Por eso nos resulta absolutamente indispensable mantener la llama prendida. Aun si —como 94
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VELA
acontece en la citada secuencia de Nostalgia— la llama de la vela se apaga en el camino. Porque, ¿quién no ha sufrido más de una vez en su vida las contrariedades del viento? ¿Y quién, que haya vivido lo suficiente, no ha experimentado el viento furioso de una tormenta o de un ciclón? Pero para eso está el ingenio del ser humano y nuestra capacidad de perseverar… hay que volver a prender la vela. Una y otra vez, si la vela se apaga hay que prenderla de nuevo. Porque aquí ya no se trata de optimismo ni de pesimismo. Es simple y sencillamente que para vivir es necesario que, en medio de la oscuridad, la luz de la esperanza esté prendida siempre. Como decía Ivan Malinowski: hay que vivir como si hubiera futuro, como si hubiera esperanza. “Quisiera saber de qué color es la luz de una vela cuando está apagada…” —decía Lewis Carroll—, para rematar un poco después: “pues eso mismo es la esperanza: la luz de una vela cuando está apagada”. Luz apagada. Luz silenciosa. Luz negra. Ya vamos viendo de qué luz estamos hablando para entrever acaso, así sea del modo más oscuro, qué clase de iluminación podemos esperar de semejante llama. Una clara luz que viene de dentro. Una luz propia de una segunda naturaleza. Una luz que no se recibe, sino que se irradia. Quien vive y ha comprendido todo este proceso, soñando sin sueños, pensando sin pensar, ya no recibe la luz desde fuera sino que la irradia: belleza de la creación.
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Fotogramas de mi corazón conceptual absolutamente ciego M INERVA R EYNOSA
las palabras canciones cantadas en los labios la manera en que hablas maldecir treinta años coronados de laureles el esguince la soba el sentón la culpa robada al vecino fosas rápidas atenea en la glorieta el cuerno de chivo héctor fuera del templo recuperando la fe el auge de su voz creyente a los oídos paseantes sin motivo sin felicidad sin leña el rico muy pobre y el muy rico pobre también lloran con palabras dichas al jubileo los ojos de boliche saturno en la azotea chispa la autopsia el corazón en peste músculo tenso collage tercermundista y el silencio un clavadista de acapulco senhoritas from havana you know héctor al borde entre los escalones publicitando las piernas con exceso de velocidad la carne la tintura del tatuaje el zorro de nueve colas zombie entre la masa devorando el pavo el relleno las nueces you know héctor la dicha la oratoria la manera irreversible de escupir trinando el culo elíptico ralo la manera la oratoria el silbato a medio tiempo gol-gol-gol mientras el miedo olor la flama DETRÁS DE
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FOTOGRAMAS DE UN CORAZÓN
gota la piel la cera la sangre diesel la semántica ráfaga los restos moscas las palabras héctor el primero la forma hablada la pocilga la lluvia dada la más amable detrás diciendo todo sin decir nada
* las palabras el mercado orgánico abundancia absurda la irritación de las fosas rápidas codeína harina roca el nacimiento de mujeres cifra nula y los úteros mundiales identificaciones chamánicas para viajar en ufo senhoritas from havana sin censura librando los senos tiesos las costumbres la burocracia puro teatro poliomielitis cráneos despedazados de niños con rabia gonorrea mientras la dicha la oratoria el no decir detrás se habla mierda you know héctor clavadista en la glorieta atenea bañista de acapulco el corazón festejo el collage el ponche piedra amatista y el silencio un poder y una herramienta mientras la dicha la oratoria la manera el coágulo dónde héctor el primero la caída el tropezón la bala el sexo la postura héctor la zanja el cuello el tendón el óleo la sangre añil los cánceres esfínteres héctor los versos las palabras karma las esquirlas quistes la vida ovárica la semántica mentiras mientras héctor las palabras mientras héctor el primero con heces formas dichas habladas dadas hechas el ocre sin poder decir detrás de las palabras el pump el miedo para decir todo sin decir nada DETRÁS DE
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MINERVA REYNOSA
* amarillo que es horror niño pantalla no dentro la lengua un semiótico que es todo lo que respira se pira la sumisión sustituir decibeles decir imposible la palabra rota la palabra roña saber que no es batir creer uno lo mata niño no mata niño padrefrater yo soy el transterno transterrado horror desde la orilla río risa yo soy el padrefrater madre de las palabras vecina que resina mother word el tiradero pantalla azul en amarillo letra ciega volcadero los amores los horrores son insanos son horror las cuatro en punto el futuro vendrá solícito lo demás arriba abajo lo demás más amarillo la letra la alimaña la palabra carmín de luz nieve negra azul oro amarillo azul horror detrás de las palabras lo que no transcrea lo que sí mockva negroazul casi amarillo la pantalla ansiedad el camino volga tránsito sí al fin decir por qué el qué yo todos desdoblado poro libro poro libro pera libro para te quiero no importa el día odre orden cómplices nos los míos lo que creíamos era no era lo que sabíamos sabíamos no sabíamos las palabras vasos versos verbicongratado voconecesitado visualdeleite amarillapalabraazulpantalla no! detrás de las palabras la pantalla la palabra movimento-cosquilla pantalla-corazón detrás de las palabras palabra amor palabra olor lindo maestro te llamo yoko ozono la palabra liberar liberar-zen adherir-zen y los muertos pantalla-amarillo-rojo-corazón la palabra mantaterrorífica la palabra gira brinca QUE ES
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FOTOGRAMAS DE UN CORAZÓN
destruyendo-zen lindo maestro la palabra amor la flor yo el débil yo el discurso yo el padrote yo el mudo yo el verso el beso el viento el vidrio el vino in vitro in situ yo el chamorro make it digital! la batalla yo poema viajar-zen mi amor a benj is a benj like a benj-ufo tufo fufurufo salar pescado que yo invito radioactivo yo la dicha la oratoria se habla apocalyptico-mongólico yo sabía dizem que estás à direita mas marx sabia que teu lugar é à esquerda banda ancha al corazón pasando el arte yo alienado postutópico yo amor a la palabra en la pantalla pantalla porque obliga gramático-poema vacío vicio por decisión palabras fuego pantalla azul o azul é pus de barriga vazia texto amarillo o amarelo é bile de barriga vazia but for amor yo soy tu tierra tu casa divisionária rebelionária visionária
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T.Q.M. L UIS M IGUEL R IVAS G RANDA
De tanto escribirle mensajes de amor ya me estaba enamorando de Armando. Le escribía en las horas de trabajo, sentado en el cubículo de comunicador social (ése era el nombre de mi cargo en la empresa), alentado por la gerente, respetado por los demás empleados, gozando de completa libertad y hasta del estímulo para abusar de la metáfora, agotar la sinécdoque, exprimir la metonimia y llevar el hipérbaton hasta sus últimas consecuencias. Había decidido sentar cabeza. Llevaba medio año sin beber y tres meses trabajando en esa oficina. Astrid, la nueva gerente, estaba recién contratada y recién enamorada. Amaba su trabajo como puede amarlo quien lleva un mes en él y adoraba a Armando con toda la pasión de sus seis semanas de noviazgo. Vivía para su trabajo y su amor, pero carecía de la suficiente habilidad para expresar sus sentimientos al objeto de su devoción. Por eso me mandó llamar a su oficina. —La gerente me dijo que le dijera que quiere decirle algo —me dijo Dianita, recepcionista de la empresa, confidente y amada mía—. Debe ser algo bueno —remató sonriente. La jefa había acabado de leer el texto escrito por mí para las tarjetas de navidad que la empresa regalaba a clientes y asociados: Que sea éste el tiempo de los corazones limpios y los ánimos reconciliadores. Que esta Navidad y año nuevo constituyan el nacimiento de lo mejor que hay en nosotros y el comienzo de una nueva etapa en la que “prosperidad” y “generosidad” vayan de la mano. Desea a ustedes la Cooperativa de Vendedores de Seguros de Antioquia, COOPEVENSANTI, siempre al lado de los vendedores de seguros. 100
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T.Q.M.
Parece que la prosa la había impactado notablemente porque me recibió en su oficina con una sonrisa sublime que nunca imaginé en la cara de un gerente. Me dijo que el mensaje estaba hermoso y de inmediato, sin preámbulos, pasó a desnudarme su corazón como si fuéramos un par de amigas de la secundaria. Me dijo que tenía un novio del que estaba “superenamorada”, que llevaban mes y medio y que se llamaba Armando. Abrió una larga billetera de cuero que casi no encuentra en el bolso y entre la ringlera de tarjetas plásticas extrajo una foto en la que se aburría un cachetón colorado, con el pelo lambido y cejas gruesas y amenazantes, metido en un saco discreto, de alguna marca costosa. —¿Lindo, verdad? —me dijo absolutamente convencida. —No tengo mucho criterio para juzgar en estos casos, pero si yo fuera mujer me parecería atractivo —se me ocurrió decir para no responder con un silencio ofensivo. Entonces me contó la razón de su llamado: Armando salía de viaje al día siguiente y ella quería escribirle algo que hablara del dolor de las separaciones por muy cortas que éstas fueran (iba a un viaje de negocios por dos días) y de cómo la distancia acrecienta el amor. Aprovechando nuestra reciente intimidad y mi posición de subalterno, me pidió que le escribiera lo que ella quería escribirle a Armando y no podía, pero de manera “bien poética”. Así como el mensaje de Navidad. —Bien poética —repetí buscando en su rostro alguna muestra si no de vergüenza por lo menos de pudor. Pero sólo encontré los gestos indefensos de una mujer verdaderamente enamorada. —Bueno, vamos a ver qué puedo hacer —dije y me di vuelta. Volví al escritorio y me senté a escribirle a Armando la inmensidad del amor que Astrid sentía por él, escrito por ella. Como no me salía nada, traje a la memoria el rostro de la foto. La estrategia casi anula mis precarias reservas de inspiración. Entonces opté por el camino de la metafísica sentimental: Amado Armando Tal vez la ausencia sea una misteriosa manera de estar juntos. Cuando 101
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LUIS MIGUEL RIVAS GRANDA
vuelvas no podré decir que has regresado porque nunca te fuiste. Estaré a tu lado cada segundo de este viaje que emprendes, aun cuando tus ojos no me perciban. Lo esencial es invisible a los ojos, decía un poeta. Si quedarse es otra forma de partir, parto contigo. Esta separación no es más que un sueño, inferior a la única y verdadera realidad: nuestro amor. Te espero, Astrid Pensé en el carácter asfixiante que sugería aquello de estar al lado de Armando cada segundo del viaje, pero no le di largas a la autocrítica. Fui directo a la oficina de la gerente y puse el texto a su consideración. Mientras leía abrió los ojos de par en par y suspiró. Me dijo que estaba hermoso y me pidió que esperara un momentico. Presionó un botón y le dijo a Dianita que la comunicara con su amiga Gloria. Gloria pasó al teléfono y Astrid le pidió que escuchara lo que le había escrito a Armando. Leyó inspirada como si él estuviera ahí a nuestro lado. Cuando colgó se quedó mirándome con una sonrisa incompleta. —¿Qué dijo? —le pregunté. —Le encantó, pero me hizo dos observaciones. No me produjo ninguna gracia la intervención de un lego advenedizo en mi trabajo, pero mantuve la compostura. La primera observación tenía que ver con el final del texto. Según Gloria, era un final muy simple para un mensaje tan bonito. Rematar solamente con “Astrid”, a secas, no le parecía adecuado y proponía anexar algo más cálido como la abreviatura de “Te Quiero Mucho”, TQM. La segunda observación se refería a la frase “te espero” que, según Gloria, no tenía mucha lógica porque si Astrid le había dicho antes a Armando que él nunca se había ido, entonces para qué iba a esperarlo. Me quedé lelo. Sentí un ardor titilante encendiendo mi cara. Cuando logré aclararme, la miré a los ojos: —En cuanto a la corrección del “te espero” —le dije—, Gloria puede tener razón y es posible hacer una modificación al mensaje en aras de la claridad. Pero la inclusión del TQM me parece aún más impersonal que el nombre de Astrid solo. Tu nombre ahí solito —nuestra intimidad me permitía tutearla—, al final del mensaje, da una sensación de sobriedad autoimpuesta, de sentimiento inquietante. Como cuando, incapaces de controlar la fuerza de nuestros sentimientos íntimos, nos desbordamos intempestivamente en torrentes de emotividad que nos dejan desnudos y tardíamente avergonzados, ante lo cual 102
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reaccionamos ocultándonos tras un laconismo pudoroso que, paradójicamente, resalta aún más la pasión de lo ya expresado: ¡Astrid! ¿Ves la fuerza? —Tenés razón —dijo después de mirarme en silencio unos segundos—. Pero ponelo como dice Gloria. Volví al escritorio y corregí el texto. Al día siguiente Astrid llegó radiante. Armando se había emocionado con el mensaje. Las palabras habían tocado una fibra hasta antes desconocida por ella y quizás por él mismo. Esa noche el verbo, por fin, se había hecho carne y, al parecer, de un modo inexpresable con palabras. Me convertí en un ser importante para la gerente. Y Armando en un ser esencial para todos en la oficina. La atmósfera de los cubículos se fue transformando con cada carta, con cada frase, con cada verso, escritos para él. Una red de amables lazos invisibles empezó a envolver la atmósfera de COOPEVENSANTI. Astrid y yo, Astrid y Armando, Dianita y yo, Astrid y Dianita, Armando y yo, estábamos cada vez más unidos. Luego de aquel primer viaje le escribí para el día de su cumpleaños una nota que hablaba de la fugacidad y lo ilusorio del tiempo. Dado que Armando había estudiado en Estados Unidos, la gerente y yo decidimos hacer uso del idioma inglés como una manera de inocularnos en sus más dichosos recuerdos de adolescencia y entrar en lo más profundo de su ser, irrumpiendo incluso en esa zona de la mente en la que él usaba otra lengua para pensar. Armando Amado: “¿What is the time?”, se pregunta un filósofo inglés. “The time is money”, responde el espíritu utilitarista de nuestro siglo. “¿Is the time money, really?”, cuestiono yo. “Not”, me contesto. Y una voz enérgica, producto de la conciencia de tenerte cerca, afirma: “¡The time is gold!” Sí, Amado Armando: a tu lado el tiempo es una preciosa, escasa y esplendorosa joya otorgada por los dioses. Estar contigo en la fecha de tu onomástico es como poder palpar con las propias manos el tesoro que se encuentra al final del arco iris. “Happy birthday, my love”. TQM, Astrid Esta carta en particular consolidó los lazos de una relación que ya no conocía barreras idiomáticas. Por esa ápoca Astrid llegaba a la oficina con sus vestidos de flores, tarareando canciones ingenuas y felices. Algo de sonriente, plácido y enamorado manaba de todos los empleados, sin que ninguno se lo 103
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propusiera y sin que se dieran cuenta. Durante muchas jornadas olvidé que aquel lugar era una oficina. El amor evolucionó y la variedad de motivos para hablarle a Armando fue creciendo. Le escribí para pedir disculpas por una actitud infantil de Astrid, para decirle que lo estaba pensando sin ton ni son, para celebrar la fecha de nuestro hermoso encuentro, para regalarle la luna, para dedicarle una canción, para nada y para todo, con tanta dedicación, con tanta entrega que me sorprendí pensando en él durante las horas no laborales. Un sábado en la tarde, mientras nos comíamos un helado en el parque de Boston, Dianita me dijo: —Vos estás como raro. ¿En qué vivís pensando? —En Armando. Movió la cabeza hacia atrás, alzó las manos y levantó los hombros. —En serio, estoy pensando en Armando —le dije. Soltó una carcajada, como hacía cuando no me entendía. Nos reímos con ganas y nos dimos un beso delicioso. Días después, un miércoles por la tarde, yo estaba concentrado en el teclado cuando escuché la voz mil veces imaginada. Levanté la cabeza y sentí que algo en el interior de mi abdomen se desprendía y flotaba. Lo reconocí de inmediato, aunque lucía muy distinto al de la fotografía: pelo desgreñado, ojeras descomunales que empezaban a colonizar los cachetes y un enflaquecido cuerpo dentro del traje de marca costosa. La extraña mezcla de un filósofo existencial y un hombre de éxito. Se anunció ante Dianita sin ningún aspaviento, casi con timidez, desentendido de quién era para nosotros, para el mundo. Lo miré de soslayo, pero con detenimiento. Si me gustaran los hombres no me habría gustado ese Armando que estaba allí, al que sin embargo quería irremediablemente. Comprendí que uno puede amar a alguien que no es específicamente la persona que está amando en el momento, pero que es también y exactamente esa misma persona que uno está amando en el momento. Cuando Astrid describía al “hombre de su vida” enumeraba una larga lista de características no sólo distintas sino completamente opuestas a las de Armando, que era el hombre de su vida. En ese instante lo entendí. Después de ser anunciado, cruzó frente a nosotros lanzando un general y apocado saludo. Una hora después salió con paso lento, cansado, y se 104
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despidió con una amabilidad ausente y forzada. Luego apareció Astrid en la puerta de la gerencia y me bastó ver su mirada y las manos caídas a los costados del vestido de flores para saber que algo frágil e irrecuperable, como una burbuja de jabón, acababa de romperse. Armando había vuelto con su esposa. No es que nos hubiera estado engañando. Todos sabíamos (Astrid, Gloria, Dianita y yo) que estaba recién separado. Fueron sensatas las palabras con las que se lo explicó a Astrid, las mismas con las que Astrid se lo contó a Gloria por teléfono antes de repetírmelas a mí y con las que yo se lo conté a Dianita: “Los hijos, un matrimonio construido durante diecisiete años, el amor familiar que no muere tan fácil, en fin: no eres tú, soy yo.” Pero aunque todos lo entendíamos (Armando era un tipo tan correcto que aceptábamos esa decisión como lo que él había planteado: es lo mejor para todos), la comprensión no disminuía para nada el dolor. Esa noche la gerente y yo nos reunimos en la oficina, escribimos la despedida y, sin necesidad de discutirlo, decidimos no volver a hablar del asunto. Astrid estuvo destrozada casi dos semanas. Sólo dos semanas. Es lo que nunca pude comprender, lo que nunca le perdonaré. Yo volví a la bebida. Empecé a llegar a la oficina con los ojos inyectados de sangre y un pertinaz aliento a alcohol que convertía cualquier conversación conmigo en una experiencia desinfectante. A mitad de la mañana, al mediodía, al comienzo de la tarde, en cualquier momento, salía a buscar un trago en la tienda de la esquina para volver al escritorio a seguir redactando lánguidos informes o vacíos mensajes institucionales en los que decía que nuestra empresa era la mejor del mundo. Mi deterioro se hizo evidente. “Tenés que superarlo —me decía Dianita—, mirá a Astrid, con la madurez que lo ha asumido.” “No es madurez —contestaba yo—, es insensibilidad.” Un día a las once de la mañana Astrid se detuvo al pasar junto a mi escritorio. —Aquí huele a trago. —No, cómo se le ocurre —le dije evitando tutearla. —Sí, aquí huele a trago, Rodrigo. Yo lo conozco muy bien. ¿Usted está tomando? —me contestó sin tutearme. —No, cómo se le ocurre. —Usted está tomando. No me mienta. 105
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—Vea que no —le dije. Me puse de pie, descargué todo el peso de mi cuerpo sobre la pierna izquierda, levanté el pie derecho, lo crucé sobre la pierna de apoyo y me mantuve en equilibrio, haciendo con mi cuerpo la forma de un número cuatro. Así, como un flamingo al atardecer, permanecí mientras veía la transformación de su rostro. —¡No, no me salga con esas cosas! —dijo sulfurada—. ¡Está tomando! Y no es la primera vez. Usted se está gastando el tiempo de la oficina en su degeneración: “The time is money!”, no lo quiero volver a ver acá —tronó señalando la puerta con el dedo. —Okay —fue lo único que atiné a contestar. Yo no podía creer tamaño acto de insensibilidad ante el dolor ajeno. Tal desagradecimiento con el más fiel escribano de sus sentimientos. Sin dejar de guardar equilibrio, sin deshacer el número cuatro, le hablé mirándola a los ojos. —Está bien, Astrid, déme unos minutos; yo dejo el escritorio organizado. Salió con paso firme hacia su oficina. Bajé el pie y me quedé pensando en mis deudas, en mis cuotas, en mi vida de nuevo al garete. Me senté frente al escritorio, tomé un papel y escribí: Querida Astrid Partir es otra forma de quedarse. Me voy porque así lo ha decidido usted. En su caso, yo también hubiera tomado tan drástica aunque dolorosa decisión. La entiendo, y sé que sus actos sólo se rigen por el firme deseo del bienestar para la empresa. Reconozco que mi comportamiento no ha sido el más adecuado para el funcionamiento de una institución seria y pujante como coopevensanti. Pero quiero que sepa que mi circunstancial refugio en la botella no es un simple asunto de degeneramiento, como usted ha dado en llamarlo. Hay en el mundo, Astrid, espíritus sensibles que no soportan la rudeza de este orden de cosas prosaico y que encuentran en el áspero sudor del alambique un sedante para sus nervios a flor de piel. Salgo agradecido de esta empresa. Mi 106
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corazón se queda con todos y en especial con usted, cuya presencia ha sido un mástil para mi alma tumultuosa durante unos meses en los que por fin había creído encontrar un norte. Sé que la vida le proveerá de vientos favorables porque hay en usted un espíritu emprendedor y fuerte que sabe sobrellevar los más duros retos. Yo por mi parte voy a enfrentarme con el rugido salvaje del mar inhóspito, armado con el precario escudo de mis sentimientos. Hasta siempre, querida Astrid, y espero que el mar de la vida nos vuelva a reunir. Yo seguiré viento en popa hacia la deriva. Ése es mi sino. Suyo, Rodrigo Estampé mi firma y fui hasta la recepción. Dianita, sentada ante su escritorio, hacía pucheros con los labios. —Me voy —le dije pasándole la mano por el pelo y mirando con dignidad hacia la puerta—. Voy a estar en el estanquillo de la esquina. Allá te espero cuando salgás para que hablemos. Entregale esta carta a la gerente. Salí raudo hacia el estanquillo con una doble sensación de hombre libre y niño expósito. Pedí media botella de aguardiente y música de despecho para pensar en Armando, en Astrid, en Dianita, en las cuotas, en el alquiler de la casa, en los acreedores. Me había tomado cinco aguardientes dobles y el mundo empezaba a encajar dentro de mí, cuando apareció Dianita en el estanquillo. —¿Qué pasó? ¿También te echaron? —dije y corrí una silla de plástico. —No, cómo se te ocurre —contestó rechazando la silla—. Lo que pasa es que la gerente leyó la carta y se puso a llorar. Que vengás mañana a trabajar a las ocho. No me fue posible llegar a las ocho. Promediaba la mañana cuando estuve frente a mi escritorio y el silencio casi sólido de la oficina sólo era interrumpido por el teclear de los computadores. Astrid no me hizo reproche alguno, pero apenas me dirigió la palabra para asuntos estrictamente necesarios, con el mismo laconismo de quien se ha desbordado intempestivamente en torrentes de emotividad hasta quedar desnudo y avergonzado. Me apliqué a mi labor tratando de amar el trabajo como quien lleva un mes en él y forzándome a querer la empresa con la pasión de quien ajusta seis semanas de noviazgo. A partir de ese momento puse de mi parte y hasta obligué a mi espíritu sensible a 107
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retirarse del áspero sudor del alambique. Pero algo se había roto irremediablemente. La oficina volvió a ser una oficina y sólo quedaron los horarios, las tareas, las jornadas, la vida a palo seco. No había pasado un mes cuando Astrid apareció con un nuevo novio, un corredor de bolsa atlético cuya sonrisa irradiaba una prosperidad humillante. Nadie dijo nada. Nadie protestó por semejante traición a la memoria de un ser sagrado. Yo respondí con un silencio ofensivo. Me volví aislado, huraño. Ni siquiera Dianita pudo soportarlo y una tarde me dijo que lo mejor para los dos, para la empresa y para su estabilidad laboral, era distanciarnos. Retorné a la bebida en jornada continua y un día abandoné la oficina antes de que Astrid me echara por segunda vez. Nunca volví. No hace mucho, caminando por el pasaje Junín, me encontré casualmente con Dianita. Estaba más acuerpada y se veía más madura. Nos dio alegría vernos y fuimos a tomar un café. Andaba feliz, enredada con un ejecutivo casado. No entró en muchos detalles porque tenía una cita a escondidas con su hombre, pero alcanzó a darme noticias de todos. Astrid se había ido a vivir con el corredor de bolsa, que nunca le pidió poemas. Gloria estaba divorciada de su marido y tenía un novio al que le escribía cartas copiadas de las mías, que le enviaba después de leérselas a Astrid por teléfono. —¿Y Armando? —le pregunté a Dianita. —Nunca nadie supo nada más —me contestó sonriendo—. ¿Todavía te acordás de él? Sonreí y me quedé en silencio. Miró el reloj, nos pusimos de pie y nos despedimos con un abrazo cariñoso. La vi alejarse, contenta, con sus brinquitos de adolescente madura y su paso todavía bamboleante, en medio de la gente. Hubiera querido decirle que sí, que todavía pienso en Armando, que a veces empiezo vislumbrando la foto borrosa de un cachetón colorado de pelo lambido y que a través de esa imagen accedo a un lugar sin tiempo en el que hay tesoros al final del arco iris, donde los sentimientos son la única realidad, la geografía es una ilusión, la distancia una manera de estar juntos, partir otra forma de quedarse, lo esencial invisible a los ojos, the time gold... y que luego el chirrido de un carro que cruza o el grito de un transeúnte enervado o el ladrido de un perro me trae de nuevo a las citas, a las deudas, a las órdenes, a la oficina donde trabajo sin beber ni escribir poemas. 108
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Cuatro poemas A BDELLATIF L AÂBI Versiones de Carlos Vicente Castro LOS LOBOS
Oigo a los lobos Están muy cómodos al abrigo de sus casas de campo Miran ávidamente la televisión Durante horas, cuentan en voz alta los cadáveres y cantan a todos los vientos su reclamo Veo a los lobos Comen de a trece la caza del día eligen a mano alzada el Judas de turno Durante horas, beben sangre pueblerina todavía joven, ligeramente afrutada para derrotar el vestido la sangre de una tierra donde descansan pilas de huesos Oigo a los lobos Apagan la luz a medianoche y violan legalmente a sus mujeres
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DOS HORAS DE TREN
En dos horas de tren repaso la película de mi vida dos minutos por año en promedio media hora para la infancia y otra para la prisión El amor, los libros, la errancia se reparten el resto La mano de mi compañera se funde poco a poco en la mía y su cabeza sobre mi hombro es ligera como una paloma A nuestra llegada tendré la cincuentena y me quedará por vivir alrededor de una hora.
HAY UN CANÍBAL QUE ME LEE
Hay un caníbal que me lee Es un lector ferozmente inteligente un lector de ensueño No deja pasar ninguna palabra sin calibrar el peso de la sangre 110
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Incluso levanta las comas para descubrir los cortes más finos Sabe que la página vibra con una espléndida respiración Ah, esa emoción que hace a la presa atractiva y hasta sumisa Él espera que el cansancio descienda por su rostro como una máscara de sacrificio Busca el error para indignarse el adjetivo de más la repetición que no perdona Hay un caníbal que me lee para alimentarse
LOS INVITADOS
Mi mesa está servida pero los invitados se han retrasado. ¿Olvidaron mi invitación, perdieron la dirección mientras venían? ¿Qué mal pudo ocurrirles? Espero desde hace horas, “con la oreja pegada a la puerta”. Tampoco sé cuántos serán, si usarán ropa de invierno o de verano, en qué lengua me saludarán al entrar. Mi mesa está servida. Esperaré el tiempo que haga y el que no haga falta. Y si fuera víctima de una ilusión, insistiría. Inventaría amistades 111
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extrañas, de caras francas y fáciles de leer como libros para niños, con voces de acentos deliciosos y bocas pequeñas que compartirían hasta un grano de cuscús. Mi mesa está servida. La preparé con todos mis conocimientos, con amor. La música me ayuda a soportar la espera. Conmueve mis guisados, hace brillar mis aceitunas, libera los perfumes de mis especias. Por fin, oigo ruido de pisadas. Me levanto para abrir. Pero la puerta vuela en pedazos. ¿Están allí mis invitados? Irrumpen unos hombres sin rostro, arma en mano. No me tienen consideraciones. Le disparan a la mesa hasta reducirla a polvo y se retiran sin decir palabra. La música termina. Después de todo, no me queda más que recoger y preparar una nueva comida.
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Los problemas del teatro F RIEDRICH D ÜRRENMATT Traducción de Rafael Canales
Si vemos cómo se practica el arte hoy día, no podemos dejar de notar una conspicua tendencia a la pureza. El artista se esfuerza por lo puramente poético, lo puramente lírico, lo puramente épico, lo puramente dramático. El pintor busca ardientemente crear la pintura pura; el músico, la música pura; y alguien me dijo que la radio pura representa la síntesis entre Dionisio y el Logos. Lo que resulta aún más notable para nuestro tiempo, el cual, por otra parte, no es reconocido por su pureza, es que todos y cada uno cree haber encontrado su propia y única pureza. Cada vestal de las artes tiene, si usted quiere, su propia clase de castidad. Del mismo modo, son tan numerosas las teorías sobre el arte, sobre lo que es teatro puro, tragedia pura, comedia pura, que resultan difíciles de contar. Hay tantas teorías modernas sobre el drama que cada dramaturgo tiene tres o cuatro a su alcance, y por esta razón, si no por otra, me siento un poco avergonzado de presentarme ahora con mis propias teorías sobre los problemas del teatro. Después de haber dicho lo anterior, les pido que no me consideren el portavoz de un movimiento específico del teatro, o de cierta técnica dramática, ni piensen que toco a su puerta como un vendedor ambulante de alguna de las filosofías comunes en nuestros escenarios, ya sean existencialistas, nihilistas, expresionistas, o ironistas, o cualquier otra etiqueta puesta en la compota servida por la crítica literaria. Para mí, el escenario no es un campo de batalla de teorías, filosofías o manifiestos, sino más bien un instrumento cuyas posibilidades busco conocer tocándolo. Por supuesto, hay gente en mis obras que sostiene alguna creencia o filosofía —un grupo de zoquetes que sirven en una 113
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FRIEDRICH DÜRRENMATT
obra sosa—, pero mis obras no están hechas para expresar lo que los personajes tienen qué decir: lo que se dice ahí se debe a que mis obras tratan de la gente, y el pensamiento y las creencias, y las filosofías son, por lo menos hasta cierto punto, parte de la naturaleza humana. Los problemas que enfrento como dramaturgo son prácticos, problemas de trabajo, los que surgen no antes sino durante la escritura. Para ser preciso, estos problemas surgen después de la escritura, a partir de cierta curiosidad por saber cómo la hice. Así que de lo que quiero hablar ahora es de estos problemas, aunque corro el riesgo de desilusionar el anhelo general por algo profundo y de crear la impresión de que un amateur es el que les habla. No tengo la menor idea de qué otra forma los podría abordar. De modo que hablaré sólo para aquellos que se duermen escuchando a Heidegger. Lo que me preocupa son las reglas empíricas, las posibilidades del teatro. Pero como vivimos en una época en que el academicismo literario y la crítica florecen, no me resisto por completo a echar una mirada a algunas de las teorías del arte y la práctica del teatro. El artista, en realidad, no necesita de la academia. La academia saca sus leyes de lo que ya existe; de otro modo no sería academia. Pero las leyes así obtenidas no tienen valor para el artista aunque sean verdaderas. El artista no acepta ninguna ley que no haya descubierto él mismo. Si él no descubre esa ley, la academia no puede ayudarlo con alguna que ella haya establecido; y cuando el artista descubre alguna, no tiene importancia si la academia la ha descubierto o no. Pero la academia, así rechazada, permanece detrás del artista como un ogro amenazante, listo para adelantarse cada vez que el artista quiere hablar de arte. Por ello 114
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LOS PROBLEMAS DEL TEATRO
está aquí. Hablar acerca de los problemas del teatro es entrar en competencia con la academia literaria. Emprendo estas tareas con algunas dudas. La academia literaria considera el teatro como un objeto; para el dramaturgo nunca es algo separado de él, algo puramente objetivo. El dramaturgo participa de él. Es cierto que la actividad del escritor hace del drama algo objetivo (ése es exactamente su trabajo), pero luego destruye el objeto que ha creado, olvidándolo, despreciándolo, sobreestimándolo, todo con el fin de hacerle lugar a algo nuevo. La academia ve sólo el resultado; el proceso que conduce a ese resultado es lo que el dramaturgo no puede olvidar. Lo que él dice debe ser tomado cum grano salis. Lo que piensa sobre su arte cambia constantemente conforme lo crea; su pensamiento siempre está sujeto a su humor y al momento. Lo único que realmente cuenta para él es lo que está haciendo en un momento dado; por su bien puede traicionar lo que ha hecho hace un instante. Tal vez el escritor no debería hablar de su arte, pero una vez que comienza escucharlo no es una perdida completa de tiempo. Los académicos literarios, los cuales no tienen la mínima idea de las dificultades de escribir y de las rocas ocultas que fuerzan las corrientes hacia canales insospechados, corren el riesgo de sostener y proclamar estúpidamente leyes que no existen. Tal vez no haya duda de que las unidades de tiempo, lugar y acción que Aristóteles —como suponemos hace mucho— deduce de la tragedia griega son el ideal de la acción dramática. Desde un punto de vista lógico, y por lo tanto estético, esta tesis es incontestable, tan incontestable de hecho que surge la pregunta de si no se ha establecido de una vez por todas como el marco dentro del cual todo drama debe funcionar. Las tres unidades de Aristóteles exigen la mayor precisión, la mayor economía y la precisión más grande en el manejo del material dramático. Cuando se llega a él, las unidades de tiempo, lugar y acción son dictadas al dramaturgo por la academia literaria, y la única razón por la cual la academia no consigue que el artista se apegue a ellas es porque las unidades de Aristóteles no han sido obedecidas por nadie durante siglos. Ni pueden ser obedecidas, por las razones que mejor ilustran la relación del arte de escribir teatro con las teorías sobre el arte. Para existir, las unidades de tiempo, lugar y acción, presuponen la tragedia griega. Las unidades aristotélicas no hacen posible a la tragedia griega; más bien la tragedia griega hace posible las unidades. No importa cuán abstracta 115
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pueda parecer una ley estética, la obra de arte está incluida en la ley. Si, por ejemplo, quiero comenzar a escribir una acción dramática que se desplegará y desarrollará en el mismo lugar durante dos horas, entonces esta acción debe tener una historia tras ella, y esa historia debe ser mucho más amplia cuanto más reducido sea el número de personajes que están a mi disposición en el escenario. Ésta es simple experiencia de cómo funciona realmente el teatro, es una regla empírica. Lo que quiero decir con historia es la historia que tiene lugar antes de que la acción en el escenario comience, la historia que hace posible la acción sobre la escena. Así, la historia tras Hamlet es, por supuesto, el asesinato de su padre; el drama descansa en la revelación de ese crimen. Como regla, también, la acción escénica es mucho más corta en tiempo que el evento descrito; a menudo empieza a mitad del evento, algunas veces incluso al final de él. Antes de que la tragedia de Sófocles pueda comenzar, Edipo tiene que haber matado a su padre y desposado a su madre, actividades que toman tiempo. La acción escénica debe comprimir el evento en el mismo grado en que cumple las exigencias de las unidades de Aristóteles. Así los antecedentes de la acción se hacen mucho más importantes cuanto más se adhiere el autor a esas tres unidades. Por supuesto, es posible inventar una historia y, por lo tanto, una acción dramática que parezca cumplir favorablemente con las unidades aristotélicas. Pero entra en vigor la regla de que cuanto más inventada sea una historia o más desconocida para el público sea, más cuidadosa debe ser la exposición, el despliegue de los antecedentes. La tragedia griega era posible sólo porque no tenía que inventar sus antecedentes históricos; ya los poseía. El espectador conocía los mitos con los que el drama lidiaba; y como estos mitos eran públicos, estaban al alcance de todos, eran parte de la religión, hacían posibles las hazañas de los trágicos griegos, hazañas que desde entonces no ha sido posible alcanzar: específicamente sus abreviaciones, su sencillez, su esticomitia y sus coros, y por lo tanto las unidades de Aristóteles. El público sabía todo alrededor de la obra; su curiosidad no estaba enfocada tanto en la historia como, por necesidad, en su tratamiento. Puesto que las unidades de Aristóteles presuponen la apreciación general del tema —una genial excepción, en tiempos más recientes, es La jarra rota, de Kleist— tanto como el teatro religioso basado en mitos, tan pronto como el teatro pierde su significado mítico y religioso 116
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las unidades aristotélicas tienen que ser reinterpretadas o descartadas. Un público enfrentado a una historia desconocida puede prestar más atención a la historia que a su tratamiento y, por necesidad, una obra tal debe ser más rica en detalles y circunstancias que una con una historia familiar. Las hazañas de un dramaturgo no son las hazañas de otro. Cada arte explota las oportunidades ofrecidas por su tiempo, y es difícil imaginar una época sin oportunidades. Como cualquier otra forma de arte, el drama crea su propio mundo, pero no todos los mundos pueden ser creados de la misma manera. Éste es el límite natural de cualquier regla estética, sin importar cuán evidente dicha regla pueda parecer. Pero eso no significa que las unidades de Aristóteles sean obsoletas; lo que una vez fue una regla se convierte en una excepción, algo que puede ocurrir otra vez en cualquier momento. Las obras en un acto aún obedecen esas unidades, aunque bajo condiciones diferentes. En lugar de los antecedentes de la historia, la situación domina la trama, y las unidades son una vez más posibles. Pero lo que es verdad para la teoría aristotélica del drama —es decir, su dependencia de cierto mundo y por tanto su validez relativa a dicho mundo— es también verdad para cualquier otra teoría del drama. Brecht es consecuente sólo cuando incorpora a su dramaturgia su Weltanschauung, la filosofía comunista, con la que él —o así lo dice— está comprometido; pero, al hacerlo, a menudo se dispara en el pie. Algunas veces sus obras dicen exactamente lo opuesto a lo que él afirma que dicen, pero este malentendido no puede achacarse siempre al público capitalista. A menudo se trata simplemente de que Brecht, el poeta, saca lo mejor de Brecht, el dramaturgo teórico, una situación completamente legítima que se volvería inquietante sólo si no volviera a ocurrir. Seamos claros. Introducir al público como un factor puede parecerle extraño a muchos. Pero así como es imposible hacer teatro sin espectadores, tampoco tiene sentido considerar y tratar al teatro como si fuera una suerte de oda, dividida en partes y pronunciada en un vacío. Una pieza escrita para el teatro se convierte en teatro vivo cuando es representada, cuando puede ser vista, oída, sentida y por ello experimentada directamente. Esta proximidad es uno de los aspectos más importantes del teatro, un hecho que con frecuencia 117
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es pasado por alto en aquellas salas sagradas donde una obra de Hofmannsthal vale más que una de Nestroy, y una ópera de Richard Strauss más que una de Offenbach. Una obra de teatro es un evento; es algo que sucede. En el teatro todo debe ser convertido en algo próximo, en algo visible, algo que apele a los sentidos, con la añadidura —plenamente justificada hoy— de que no todo puede ser traducido en algo cercano y corpóreo. Kafka, por ejemplo, no pertenece a la escena. El pan que ofrece no es nutritivo; permanece sin digerir en los estómagos de hierro de los amantes del teatro y los abonados regulares. El azar, sin embargo, puede hacer creer a muchos que la pesadez que sienten no es un dolor de estómago, sino la pesadez del alma que emana de la verdad de las obras de Kafka, así, por error, todo al final estará en orden. La proximidad buscada por las obras, el espectáculo en el cual deben ser transformadas, presupone el público, el teatro, el escenario. De ahí que sea preciso examinar los teatros para los que hoy tenemos que escribir. Todos conocemos esas empresas pierde-dinero. Como muchas otras instituciones, sólo pueden justificarse por idealismo: pero en realidad no es así. La arquitectura de nuestros teatros, el orden de las butacas y el escenario evolucionaron desde el corral de comedias, o, para ser más precisos, nunca han ido más allá. Sólo por esta razón, nuestro llamado teatro contemporáneo no es realmente contemporáneo. En contraste con el primitivo escenario shakespeareano, en contraste con esa “tarima” —donde, para citar a Goethe, “uno veía poco, pero todo tenía un significado”— el corral de comedias se esforzó por satisfacer el ansia de naturalidad, aunque esto resultó sólo en una mayor falta de naturalidad. El público ya no estuvo satisfecho con imaginar la cámara real tras la “cortina verde”; se intentó, por lo tanto, mostrar la cámara. Característica de dicho teatro es su tendencia a separar el público de la escena por medio de una cortina y a tenerlo sentado en la oscuridad mirando un bien iluminado escenario. Esta última innovación fue tal vez la más traicionera de todas, pues ella sola hizo posible la atmósfera solemne en la cual nuestros teatros se sofocan. El escenario se convirtió en el ojo de la cerradura. Con frecuencia se inventa una nueva mejor iluminación, luego un escenario giratorio, ¡y he oído que incluso se ha inventado una sala giratoria! Los patios desaparecieron, pero los corrales de comedia se quedaron. Y luego, por supuesto, nuestra propia época ha descubierto su propia forma de teatro: el cine. No importa 118
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lo mucho que enfaticemos las diferencias, y lo importante que sea enfatizarlas, debe remarcarse que el cine salió del teatro y que al fin pudo lograr lo que el corral de comedias con toda su maquinaria, escenarios giratorios y otros efectos sólo soñó en lograr: simular la realidad. El cine, entonces, no es nada más ni nada menos que la forma democrática del corral de comedias. Él intensifica nuestra sensación de intimidad inconmensurablemente, tanto que el cine corre el riesgo de convertirse en el genuino arte pornográfico que fuerza al espectador a ser un voyeur, y la popularidad de los artistas de cine sólo puede explicarse por el hecho de que aquellos que los ven en la pantalla también sienten que duermen con ellos; de ahí lo bien que son fotografiados. Un close up es en sí mismo una obscenidad. ¿Qué es, entonces, nuestro teatro? Si el cine puede ser considerado la forma moderna del viejo teatro, ¿qué es el teatro? No tiene sentido pretender que el teatro de hoy es mucho más que un museo en el que los tesoros del arte de antiguas época doradas del drama son puestos en exhibición. No hay modo de cambiar eso. Resulta natural en una época como la nuestra —una época que, siempre mirando hacia atrás, parece poseerlo todo menos el presente—. En tiempos de Goethe los antiguos rara vez eran interpretados, Schiller ocasionalmente, pero mayormente Kotzebue o el que haya sido. Vale la pena hacer notar que el cine le robó al teatro sus Kotzebues y Birch-Pfeiffers, y es difícil imaginar qué clase de piezas serían puestas hoy día si no hubiera cine y todos los escritores de cine escribieran obras de teatro. Si el teatro contemporáneo es en buena medida un museo, entonces tiene un marcado efecto en los actores que emplea. Éstos se han convertido en burócratas, normalmente hasta con derecho a pensión, autorizados a actuar en el teatro cuando no están ocupados haciendo películas. Los miembros de este alguna vez despreciado estado se han establecido hace mucho como sólidos ciudadanos: una ganancia humana, una pérdida artística. Hoy los actores se integran a las filas de las profesiones, en algún lugar entre los médicos y los pequeños industriales, superados en el reino del arte sólo por los ganadores del Premio Nobel, pianistas y directores. Algunos actores son una especie de profesores visitantes, o académicos independientes, los cuales, por turnos, aparecen en los museos o planeando exposiciones. Los administradores, por supuesto, toman eso en cuenta cuando planean sus carteleras con un ojo en 119
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las estrellas invitadas: ¿qué obra debe ser puesta en escena cuando esta o aquella autoridad en este o aquel campo está disponible para esta o aquella fecha? Además los actores están obligados a actuar en muchos estilos diferentes, a veces barroco, a veces clásico, hoy naturalismo, mañana Claudel. Un actor en, digamos, la época de Molière, no tenía que hacerlo. El director es, también, más importante, más dominante que nunca, como el director de una orquesta. Las obras históricas exigen, deben exigir, actuaciones adecuadas; pero los directores se atreven ahora a no ser fieles a las obras que montan, mientras los directores de orquesta lo son casi naturalmente. Con frecuencia sucede que los clásicos no son interpretados sino ejecutados, y el telón cae sobre un cuerpo mutilado. Pero, ¿qué peligro existe en eso? Existe siempre la convención atenuante de que todos los clásicos son aceptados como perfección, como una suerte de modelo áureo de nuestra vida cultural. Los amantes del teatro corren a ver a los clásicos, estén bien actuados o no; el aplauso está asegurado, de hecho es el deber del hombre educado. Y así el público se siente legítimamente aliviado de la tarea de pensar y elaborar un juicio que no sea el que aprendieron de memoria en la escuela. Pero hay un aspecto de los muchos estilos que el teatro de hoy tiene que dominar, aunque a primera vista parezca casi negativo. Todas las grandes épocas del teatro fueron posibles porque descubrieron una forma única de teatro, o un estilo particular, el cual determinó la forma en que las obras fueron escritas. Esto es fácilmente demostrable en el teatro inglés o español, o en el Teatro Nacional de Viena, el fenómeno más notable del teatro en alemán. Es la única manera de explicar el asombroso número de obras escritas por Lope de Vega. Una obra no era un problema estilístico para él. Pero en la misma medida en que un estilo de teatro uniforme no existe hoy, no puede existir de hecho, escribir para el teatro es más problemático y difícil. El teatro contemporáneo, por lo tanto, es dos cosas a la vez: por un lado es un museo, por el otro un campo experimental en el que cada obra enfrenta al autor con nuevos desafíos, nuevas cuestiones de estilo. El estilo ya no es ahora propiedad común, sino algo sumamente privado, una decisión personal. Para describir el arte en pocas palabras, no tenemos estilo, sólo estilos. Pues el arte contemporáneo es una serie de experimentos, nada más ni nada menos, igual que el mundo moderno. 120
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Si sólo hay estilos, entonces se sigue que tenemos sólo teorías del arte y de la práctica del teatro, pero ya no una dramaturgia. Tenemos la de Brecht y la de Eliot, la de Claudel y la de Frisch o la de Hochwälder: cada individuo tiene sus propias ideas. Sin embargo, una única teoría del drama es todavía concebible, una que pudiera abarcar todos los ejemplos, de la misma forma en que hemos elaborado una geometría que abarca todas las dimensiones. La teoría de Aristóteles del drama sería sólo una de muchas posibles teorías en esta dramaturgia. Debería tener una nueva poética que examinara las posibilidades no de cierta puesta en escena, sino de la puesta en escena, una dramaturgia del experimento mismo. Finalmente, ¿qué podemos decir sobre el público sin el cual, como hemos dicho antes, ningún teatro es posible? El público se ha vuelto anónimo, es sólo “el público que paga”, un asunto mucho peor de lo que parece a simple vista. Ningún autor moderno conoce ya a su público, a menos que escriba para el teatro de un pueblo o un drama para un festival, nada de lo cual es muy divertido. El dramaturgo moderno tiene que imaginar a su público; pero la verdad es que su público es él mismo —y éste es un peligro que no puede ser modificado ni salvado—. Todas las nociones desgastadas, dudosas, políticamente mal usadas que se ligan a conceptos como “el pueblo” y “la sociedad”, para no hablar de “la comunidad”, han arrastrado al teatro también. ¿Cuál es su interés? ¿Cómo encontrará sus temas? ¿Qué soluciones debe alcanzar? Todas estas son preguntas a las que tal vez podamos encontrarles una respuesta una vez que hayamos alcanzado una idea clara sobre las posibilidades que tiene el teatro actual. Al comenzar la tarea de escribir una obra teatral debo tener claro dónde se desarrollará. A primera vista, esto no parece ofrecer ningún problema. Una obra tiene lugar en Londres o en Berlín, en las montañas, en un hospital, en un campo de batalla o donde la acción lo exija. Pero no es tan simple. Una obra, después de todo, tiene lugar en un escenario, el cual por turnos puede representar Londres, las montañas o un campo de batalla. Esta distinción no es necesaria, pero puede hacerse. Depende del grado en que el autor toma el escenario en cuenta, de cuánto quiere crear la ilusión sin la cual ningún teatro puede existir, y si lo quiere untado en ásperas capas como los brochazos 121
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de una tela o transparente, diáfano y frágil. Un escritor de teatro puede ser mortalmente serio sobre el lugar: Madrid, el Rütli, las estepas rusas —o puede considerarlo sólo un escenario, como el mundo o como su mundo. Cómo representará la escenografía un determinado lugar es, por supuesto, tarea del escenógrafo. Y ya que diseñar escenografías es una forma de pintura, el desarrollo que ésta ha tenido no ha dejado de afectar al teatro. Pero el teatro no puede realmente abstraerse ni del hombre ni del lenguaje, el cual es al mismo tiempo abstracto y concreto; y la escenografía, sin importar lo abstracto que pretenda ser, deberá representar algo concreto para tener sentido; por ambas razones, la abstracción en el diseño escénico ha fracasado. Por ello, la “cortina verde” tras la cual los espectadores tienen que imaginarse la cámara real tuvo que ser restituida. Se recordó que el lugar dramático y el escenario no eran lo mismo, sin importar lo elaborado, lo convincente que pueda ser la disposición escénica. El lugar tiene que ser creado por la obra. Una palabra: estamos en Venecia; otra palabra, estamos en la Torre de Londres. La imaginación del público necesita poco apoyo. La escenografía sirve para sugerir, señalar, intensificar, pero no para describir el lugar. Nuevamente se ha hecho transparente, desmaterializado. Incluso el lugar del drama mostrado en el escenario puede liberarse de la realidad. Dos piezas bastante recientes ilustran con gran claridad la posibilidad de desmaterializar la escenografía y el lugar dramático: son Our town y The skin of our teeth. La desmaterialización de la escenografía en Our town puede describirse de la siguiente manera: el escenario está casi vacío; sólo unos cuantos objetos utilizados en ensayos aparecen por ahí —sillas, mesas, escaleras y demás; y a partir de esos objetos de todos los días se crea el lugar, el lugar dramático, la ciudad, y todo es hecho a través de la palabra, de la obra que despierta la imaginación de los espectadores. En su otra obra, Wilder, el gran fanático del teatro, desmaterializa también el lugar dramático: nunca es completamente claro dónde vive realmente la familia Antrobus, en cuál época y en cuál etapa de la civilización; de pronto es la edad de hielo, de pronto una guerra mundial. Este tipo de experimento puede encontrarse a menudo en el drama moderno: así, no sabemos dónde vive el extraño conde Wasteland en la obra de Frisch, Graf Öderland ; nadie sabe dónde esperar a Godot, y en Die Ehe des Herrn Mississippi expresé la indefinición del lugar de los acon122
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tecimientos (para darle a la obra su espíritu humorístico, de comedia) colocando la ventana de un cuarto viendo hacia un paisaje nórdico, con una catedral gótica y un manzano, mientras que la otra ventana del mismo cuarto daba hacia unas viejas ruinas, un toque del mediterráneo y un ciprés. El punto decisivo en todo esto es que, para citar a Max Frisch, el dramaturgo escribe con el escenario, una posibilidad que siempre me ha intrigado y es una de las razones, si no es que la principal, por la que escribo teatro. Pero además —y estoy pensando en las comedias de Aristófanes y la piezas cómicas de Nestroy— las obras de teatro han sido siempre escritas no sólo para el escenario, sino con el escenario. Pasemos de estos problemas incidentales a unos más básicos. ¿Cuáles son los problemas particulares que yo —para citar a un autor a quien conozco parcialmente, aunque no completamente— he tenido que enfrentar? En Der Blinde quise yuxtaponer la voz y el lugar dramático, volver la palabra contra la escena. El duque ciego cree que está viviendo en su bien preservado castillo, pero realmente está viviendo en unas ruinas; cree que es humilde frente a Wallenstein, pero se pone de rodillas frente a un negro. El lugar dramático es uno y el mismo, pero, debido a la ilusión del duque ciego, juega dos papeles: el lugar visto por el público y el lugar en el que el hombre ciego imagina estar. Igualmente, cuando en mi comedia Engel kommet nach Babylon elegí como lugar dramático la ciudad en la que la Torre se construyó, tuve que resolver esencialmente dos problemas. En primer lugar, el escenario tenía que expresar el hecho de que había dos lugares de acción en esta comedia, el cielo y la ciudad de Babilonia; el cielo como el secreto punto de origen de la acción, y Babilonia, lugar donde la acción tiene lugar. Supuse que el cielo podía simplemente representarse por un fondo negro para sugerir su infinitud, pero como yo quería comunicar en mi comedia la idea de que el cielo no era algo infinito, sino algo totalmente diferente e incomprensible, busqué que el fondo del escenario, el cielo arriba de la ciudad 123
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de Babilonia, fuera ocupado por la Galaxia de Andrómeda, tal como la podía ver uno desde el telescopio del Monte Palomar. Lo que esperaba lograr con esto era que el cielo, incomprensible e inescrutable, adquiriera una forma, que ganara, por decirlo así, su propia presencia en el escenario. De esta forma, la cercanía del cielo con la tierra, reiterando la conjunción de ambos expresada por la visita del ángel a Babilonia, sería resaltada. Así también se construye un mundo en el que la acción, es decir el levantamiento de la Torre de Babilonia, se hace posible. En segundo lugar, tenía que pensar en cómo hacer que el escenario representara a Babilonia, el lugar en el que la acción se desarrolla. Lo que encontré desafiante de Babilonia era su modernidad, su ciclópeo carácter de gran ciudad, su parecido a Nueva York, con sus rascacielos y sus barrios pobres, y al desarrollarse los dos primeros actos a los largo de la ribera del Éufrates quería sugerir París. Babilonia, en suma, representa la metrópolis. Es una Babilonia de la imaginación, con unos rasgos típicos de Babilonia, pero en una versión paródica moderna, con sus modernidades —por ejemplo, la luz eléctrica en las calles—. Por supuesto, la ejecución de la escenografía, la construcción del escenario, es trabajo del escenógrafo, pero el dramaturgo debe decidir siempre qué clase de escenario quiere. Me gustan los escenarios coloridos, el teatro colorido, como los escenarios de Theo Otto, para mencionar un ejemplo admirable. Tengo poca atracción por el teatro que usa cortinajes negros, como fue la moda hace algún tiempo, o por la tendencia a glorificar la pobreza andrajosa, a la que algunos escenógrafos parecen favorecer. Por supuesto, el elemento más importante del teatro es la palabra, pero atención: después de la palabra hay muchas cosas que pertenecen genuinamente al teatro, incluso cierto desenfreno. Así, cuando alguien me preguntó con mucha seriedad, a propósito de mi obra Mississippi, donde uno de los personajes entra por un reloj de péndulo, si pensaba que un teatro de cuatro dimensiones era posible, sólo pude responder que no estaba pensando en Einstein cuando lo escribí. Era sólo que en mi vida diaria me daría un enorme placer si pudiera añadirme a una reunión y asombrar a los presentes entrando por un reloj de péndulo, o flotando por una ventana. Ciertamente, nadie podría negarnos a los dramaturgos la oportunidad de 124
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satisfacer nuestros deseos de tanto en tanto, por lo menos en el teatro, en el que pueden cumplirse tales caprichos. En cuanto a la vieja discusión del huevo y la gallina, en arte podría transformarse en qué prefiere uno presentar, el huevo o la gallina, el mundo como rica cosecha o como potencialidad. Los artistas podrían muy bien dividirse entre aquellos que prefieren el huevo y aquellos que optan por la gallina. La discusión continúa hoy. Alfred Polgar me dijo una vez que era extraño que, mientras en el drama contemporáneo anglosajón todo se revelaba en el diálogo, en mis obras sucedieran muchas más cosas en el escenario, y que él, Polgar, sentía muchas veces la necesidad de ver una obra simple de Dürrenmat. Tras esta verdad, sin embargo, se encuentra mi rechazo a considerar que el huevo estuvo antes que la gallina, y mi personal prejuicio al preferir la gallina al huevo. Es mi pasión, no siempre feliz tal vez, el querer poner en escena la riqueza, la múltiple diversidad del mundo. Como resultado, mi teatro está frecuentemente abierto a muchas interpretaciones y parece confundir a algunos. Los malentendidos penetran silenciosamente, como cuando alguien busca desesperadamente en el gallinero de mis obras el huevo de Colón, que tercamente rehúso poner. Una obra no sólo está vinculada a un lugar, sino también a un tiempo. Así como el escenario representa un lugar, igualmente representa un tiempo, el tiempo durante el cual la acción tiene lugar y la época en la que ocurre. Si Aristóteles hubiera demandado en realidad la unidad de tiempo, lugar y acción, habría limitado la duración de la tragedia al tiempo que tomaría la acción para ser realizada (una proeza que los trágicos griegos casi logran). Y así todo tendría que concentrarse en esa acción. El tiempo pasaría “naturalmente”, una cosa siguiendo a otra, sin rupturas. Pero no siempre éste tiene que ser el caso. En general, las acciones en el escenario se siguen unas a la otras; pero en la farsa mágica de Nestroy, Der Tod am Hochzeitstag, para citar un ejemplo, dos actos tienen lugar simultáneamente y la ilusión de simultaneidad es diestramente lograda al tener la acción del segundo acto como ruido de fondo del primero, y la acción del primer acto como ruido de fondo del segundo. Otros ejemplos de cómo es usado el tiempo como artefacto teatral pueden recordarse fácilmente. El tiempo puede acortarse, alargarse, intensificarse, detenerse, repetirse; como Josué, el dramaturgo puede dirigirse a las órbitas celestiales: 125
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“¡Teatro-sol, detente en Gabaón; y tu teatro-luna, en el valle de Ajalón!” Puede notarse, además, que las unidades atribuidas a Aristóteles tampoco se mantuvieron por completo en la tragedia griega. La acción es interrumpida por los coros, lo que significa que los coros distribuyen el tiempo. Cuando el coro interrumpe la acción —en lo que concierne al tiempo (para elucidar, como un amateur, lo obvio)— consigue exactamente lo mismo que el telón hoy día. El telón interrumpe y extiende el tiempo de una acción. No tengo nada en contra de tan honorable artefacto. Lo bueno de un telón es que define con gran claridad un acto, limpia la mesa, por decirlo así. Aun más, a menudo es muy necesario psicológicamente darle al exhausto y atemorizado público un descanso. Pero una nueva forma de enlazar lenguaje y tiempo se ha desarrollado en nuestros días. Si cito una vez más Our town, de Wilder, lo hago porque creo que esta obra es muy conocida. Puede recordarse que en ella diferentes personajes se dirigen al público para hablar de las preocupaciones y necesidades de su pequeña ciudad. Wilder es, en este caso, capaz de prescindir del telón. Al dirigirse directamente al público el telón es innecesario. El elemento épico de la descripción ha sido añadido al drama. Por esta razón, esta forma de teatro ha sido llamado, por supuesto, teatro épico. Pero, cuando se examinan con atención, las obras de Shakespeare o Götz von Berlichingen, de Goethe, son en cierto modo teatro épico también, aunque de una forma diferente, menos obvia. Desde Shakespeare las historias se extienden por un considerable periodo de tiempo: este lapso temporal es dividido en diferentes episodios, cada uno de los cuales es tratado dramáticamente. Henry IV, Part I, consiste en diecinueve de tales episodios, mientras que hacia el final de Götz iban ya no menos de cuarenta y un cuadros. Después de eso dejé de contar. Si miramos la forma en que la acción en conjunto ha sido construida, entonces, con respecto al tiempo, está muy cerca de la épica, como un filme que corre muy lentamente de forma que cada instantánea puede ser observada. La condensación de todo en un tiempo determinado ha sido abandonada a favor de una forma episódica de drama. Así, cuando un autor en algunos de nuestras obras modernas se vuelve hacia el público, intenta darle a la obra una mayor continuidad que la que es posible en su forma episódica. El vacío entre los actos tiene que llenarse; la 126
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brecha temporal tiene que salvarse, no mediante una pausa sino con palabras; la exposición se maneja de una forma épica, no por las acciones a las cuales esa exposición conduce. Esto representa un avance de la palabra en el teatro, el intento de la palabra de reconquistar territorio perdido largo tiempo ha. Permítanme enfatizar que eso no es más que un intento; pues muy a menudo dirigirse directamente al público es utilizado para explicar la obra, una empresa que no tiene ningún sentido. Si el público es conmovido por la obra, no necesita ser aguijoneado mediante explicaciones; si el público no se conmueve, ningún pinchazo ayudará. En contraste con la épica, sin embargo, la cual puede describir seres humanos tal como son, el drama inevitablemente los limita y, por lo tanto, los estiliza. Esta limitación es inherente al arte mismo. El ser humano del drama es, sin embargo, algo más que una cabeza parlante. El hecho de que el hombre también piense, o por lo menos debería pensar, siente, sí, más que nada siente, y que no siempre quiere decirles a los demás lo que está pensando o sintiendo, ha llevado al uso de otro elemento artístico: el monólogo. Es cierto, por supuesto, que una persona parada en el escenario y conversando en voz alta con él mismo no es algo precisamente natural; y lo mismo puede ser dicho, sólo que aún más, de un aria operística. Pero el monólogo (como el aria) prueba que un truco artístico, que realmente tendría que ser evitado, puede lograr un efecto al cual el público sucumbe una y otra vez; tanto así que el monólogo de Hamlet, To be or no to be, como el de Fausto, son probablemente los pasajes más famosos y más gustados del teatro. Pero no por el hecho de que suene como un monólogo significa que sea un monólogo. El propósito del diálogo no es sólo conducir a un ser humano a un punto en el que debe actuar o sufrir; a veces conduce también a un discurso mayor, a la explicación de su personal punto de vista. Desde entonces mucha gente ha perdido el gusto por la retórica; como sostiene Hilpert, un actor que no estaba seguro de sus líneas descubrió la naturalidad. Esto es desafortunado. Un discurso puede abrirse camino a través de las candilejas con más efectividad que cualquier otro instrumento artístico. Pero muchos críticos tampoco saben ya qué hacer con el discurso. Un autor que hoy arriesga un discurso puede sufrir la misma suerte que Dicaepolis: deberá poner su cabeza en 127
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el banco del verdugo. Excepto que, en vez de los acarnianos de Aristófanes, serán los críticos quienes se lancen contra el autor —la cosa más normal del mundo—. Nadie está más ansioso de sacarle los sesos a alguien que quien no tiene los suyos propios. Además, el drama ha contenido siempre algunos elementos narrativos; el drama épico no fue el primero en introducirlos. Los antecedentes de una acción, por ejemplo, tienen siempre que ser relatados, o un acontecimiento ser enunciado como reporte de un mensajero. Pero la narración en el escenario no está libre de peligros, pues no vive de la misma manera, no es tangible del modo en que lo es una acción que tiene lugar en el escenario. Se han hecho muchos intentos para superar esta limitación, dramatizando al mensajero, haciéndolo aparecer en un momento crucial o convirtiéndolo en un tarugo a quien sólo se le puede extraer el informe con mucha dificultad. No obstante, ciertos elementos de retórica deben conservarse si se quiere que la narración tenga éxito. La narración en el escenario no puede existir sin cierta exageración. Veamos, por ejemplo, cómo trabaja Shakespeare con la descripción de Plutarco de la barca de Cleopatra. Esta exageración no es sólo una característica del estilo barroco, sino un medio para lanzar la barca de Cleopatra al escenario, para hacerla visible. Pero mientras el discurso en el teatro no existe sin exageración, es necesario saber cuándo exagerar y, sobre todo, cómo. Además, así como los personajes pueden sufrir un cierto destino, también puede hacerlo su lenguaje. El ángel que vino a Babilonia, por ejemplo, se vuelve de acto en acto más y más entusiasta de la belleza de la tierra y, por lo tanto, su lenguaje se empata con este creciente entusiasmo hasta convertirse en un verdadero himno. En la misma comedia, el pordiosero Akki relata su vida en una serie de makamat, pasajes de una prosa rica y majestuosa esparcida con ritmos procedentes del árabe. De esta forma traté de comunicar el carácter arábigo de este personaje, su alegría al inventar cuentos, en duelo y en juego con las palabras, sin alejarse al mismo tiempo hacia otra forma, como la canción. Las makamat de Akki son nada menos que el potencial máximo ofrecido por su lengua y por lo tanto intensifica su ser. Por medio del makamat Akki se convierte en puro lenguaje, y esto es lo que un autor debe siempre esforzarse en conseguir: que haya momentos en sus obras en que los personajes, que ha creado con el lenguaje escrito, se conviertan en lenguaje vivo. En nada menos. 128
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Un peligro, por supuesto, acecha aquí también. El lenguaje puede ser seductor. La alegría de ser de repente capaz de escribir, de poseer un lenguaje —como me sucedió a mí, por ejemplo, mientras estaba escribiendo Der Blinde—, puede abrumar al autor, puede hacer que escape de su tema hacia el lenguaje. Mantenerse apegado al tema es, en sí mismo, un gran arte, logrado sólo mediante un magistral dominio del ímpetu a hablar. El diálogo, como el juego con palabras, puede conducir al autor a caminos alejados, llevarlo inadvertidamente a apartarse de su tema. Por supuesto, las ideas destellan una y otra vez en su mente —ideas que podrían trastornar sus planes cuidadosamente establecidos. Pero además de estar en guardia contra esos tentadores destellos, un escritor debe también tener el valor de seguir algunos de ellos. Estos elementos y problemas de lugar, tiempo y acción, los cuales están, por supuesto, entretejidos y son apenas insinuados aquí, pertenecen al material básico, a los artefactos y herramientas del oficio del drama. Pero permítanme dejar claro que yo rechazo el concepto de “oficio del drama”. La sola idea de que alguien que intente, con la suficiente diligencia y constancia, lograr algo en este arte tendrá éxito al final, o incluso que este oficio puede ser enseñado, es un concepto que creía descartado hace mucho tiempo. Pero todavía lo encontramos en artículos críticos sobre el arte de la dramaturgia. Se supone que este arte es un asunto sano y sólido, respetable y de buenos modales. Del mismo modo, la relación entre el dramaturgo y su arte es considerado por algunos como una especie de matrimonio en el cual todo es legal y bendecido con los sacramentos de la estética. Ésta es probablemente la razón por la que los críticos a menudo se refieren al teatro, mucho más que a cualquier otra forma de arte, como un oficio que, dependiendo del caso particular, ha sido más o menos dominado. Si investigamos detenidamente lo que los críticos entienden realmente por “oficio del drama”, entonces se hace obvio que es apenas algo más que la suma de sus prejuicios. No hay oficio del teatro; hay sólo manejo del tema por medio del lenguaje y el escenario o, para ser más exactos, es sólo dominio del material, pues toda escritura creativa es una especie de guerra, con sus victorias, derrotas y batallas sin vencedor. Las obras perfectas no existen, excepto como ficción estética, la cual, como en las películas, es el único lugar donde pueden encontrarse héroes. Ningún dramaturgo ha dejado 129
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jamás la batalla sin heridas; cada uno tiene su talón de Aquiles, y el contrincante del dramaturgo, el tema, nunca pelea limpiamente. Es astuto, no puede ser apartado fácilmente de su madriguera y emplea las más secretas y bajas artimañas. Esto fuerza al dramaturgo a contraatacar con cualquier medio permisible, e incluso no permisible, sin que importen las más sensatas exhortaciones, reglas o adagios que los maestros de este oficio y honorable negocio puedan decir. Hacer las cosas resueltamente no lleva al dramaturgo a ninguna parte en el drama, ni siquiera lo acerca al umbral. Las dificultades de escribir drama se encuentran donde uno no sospecha: a menudo en cómo hacer que dos personas se digan ¡hola!, o en la dificultad de escribir la oración inicial. Lo que algunas veces se considera el oficio del drama puede ser fácilmente aprendido en media hora. Pero qué difícil es dividir un cierto cuerpo de material en cinco actos, y qué pocos temas hay que puedan ser divididos de esa forma, lo mismo que es ya casi imposible escribir en pentámetros yámbicos. Los dramaturgos, en realidad, recogen su material y su lenguaje del modo en que algunos críticos piensan que lo hacen. No son tan amateurs cuando hablan de arte como cuando adaptan el arte a su discurso. No importa cómo sea el material, siempre ajustan la misma bata para asegurarse que el espectador no coja un resfriado y pueda dormir confortablemente. Nada hay más tonto que la opinión según la cual sólo un genio no tiene que obedecer esas reglas prescritas por escritores de talento. En ese caso yo debería ser contado entre los escritores de talento. Lo que realmente quiero enfatizar es que el arte de escribir una obra de teatro no necesariamente comienza con la planeación de un hijo o cómo piensa un eunuco que se hace el amor; más bien empieza haciendo el amor, del cual es incapaz el eunuco. Aunque en realidad las dificultades, penas, y también la fortuna de escribir, no residen en el reino de las cosas sobre las que queremos hablar o incluso de las que podemos hablar. Hablamos sólo sobre el oficio del drama, un oficio que sólo existe cuando hablamos del drama, pero no cuando escribimos obras de teatro. El oficio del drama es una ilusión óptica. Hablar de obras de teatro, de obras de arte, es una tarea mucho más utópica de lo que es percibido por los que más hablan. Haciendo uso de este (realmente inexistente) oficio, permítanme intentar y dar forma a alguna parte de este material. Usualmente hay un punto de referencia 130
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central, el héroe. En las teorías del drama se hace una distinción entre el héroe trágico, el héroe de la tragedia y el héroe cómico: el héroe de la comedia. Las cualidades que el héroe trágico debe poseer son muy conocidas. Debe ser capaz de despertar nuestra simpatía. Su culpa y su inocencia, sus virtudes y sus vicios deben mezclarse en la forma más agradable y exacta, y ser administradas en dosis señaladas por reglas bien definidas. Si, por ejemplo, a mi héroe trágico lo hago un malvado, entonces debo dotarlo con una inteligencia equivalente a su maldad. Como resultado de esta regla, el personaje más simpático de la literatura alemana ha resultado ser el diablo, y lo ha seguido siendo. La única cosa que ha cambiado es la posición social del personaje que despierta nuestra simpatía. En la tragedia griega y en Shakespeare, el héroe era un miembro de la clase social más alta, la nobleza. El público veía un héroe, sufriente, actuante, delirante, que ocupaba una posición social mucho más alta que la suya. Esta situación continúa impresionando al público actual. Cuando Lessing y Schiller introdujeron el drama burgués, el público se vio a sí mismo como el sufriente héroe del escenario. Pero la evolución del héroe continuó. El Woyzeck de Büchner es un primitivo proletario que representa menos, socialmente hablando, que el espectador promedio. Y sin embargo, es precisamente en esta forma extrema de la existencia humana que el público puede también ver al ser humano, es decir, verse a sí mismo. Y, finalmente, podríamos mencionar a Pirandello, quien fue el primero, por lo que sé, en convertir al personaje en una forma desmaterializada y transparente, lo que Wilder hizo con el escenario. El público que observa esta clase de representación asiste, por decirlo así, a su propia disección, su propio psicoanálisis, y el escenario se convierte en el medio intrínseco del hombre, el espacio interno del mundo. Por supuesto, el teatro no solamente ha tratado de reyes y generales; en la comedia el héroe siempre ha sido el campesino, el pordiosero, el ciudadano ordinario, pero esto sólo en la comedia. En Shakespeare, en ninguna parte encontramos un rey cómico; en sus días, el gobernante podría aparecer como un monstruo sanguinario pero nunca como un tonto. En Shakespeare los cortesanos, los artesanos, la gente trabajadora es cómica. De ahí que, en la evolución del héroe trágico, vemos una tendencia hacia la comedia. Lo 131
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mismo puede verse en el caso del tonto que poco a poco se va convirtiendo en una figura trágica. Este hecho no carece de importancia. El héroe de una obra no sólo impulsa la acción hacia adelante, no sólo sufre cierto destino, también representa un mundo. Por lo tanto, tenemos que preguntarnos cómo debemos presentar nuestro propio precario mundo y con qué clase de héroes. Debemos preguntarnos cómo pueden fundarse y establecerse los espejos que atrapan y reflejan este mundo. ¿Puede nuestro mundo, para ponerlo en términos más concretos, ser representado por el arte dramático de Schiller? Algunos escritores afirman que sí, puesto que Schiller atrapa aún el interés del público. Claro, cuando el arte es bueno todo es posible. Pero la cuestión es si un arte válido para su tiempo puede serlo incluso para nuestro tiempo. El arte no puede ser repetido. Si fuera repetible, sería tonto no escribir de acuerdo con las reglas de Schiller. Schiller escribió como lo hizo porque el mundo en el que vivía podía ser reflejado todavía en el mundo que creó su escritura, un mundo que podía construir como un historiador. Pero por poco. Pues, ¿no fue Napoleón el último héroe en el viejo sentido? El mundo, tal como hoy aparece ante nosotros, difícilmente puede ser abarcado en la forma de drama histórico, como lo hizo Schiller, por la sencilla razón de que ya no tenemos héroes trágicos, sólo enormes tragedias escenificadas por carniceros y máquinas de exterminio. Hitler y Stalin no pueden ser convertidos en Wallenstein. Su poder fue tan enorme que ellos mismos no eran más que corporizaciones incidentales y expresiones fácilmente reemplazables de ese poder; y la desgracia, asociada con el primero y en gran medida con el segundo, es demasiado vasta, demasiado compleja, demasiado horrible, demasiado mecánica y despojada, simplemente, de sentido. El poder de Wallenstein aún puede ser imaginado; el poder como lo conocemos hoy sólo puede ser visto en una muy pequeña parte, como un iceberg, 132
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la mayor parte está sumergida en el anonimato y la abstracción. El drama de Schiller presupone un mundo que el ojo puede abarcar, en el que se dan por hecho las acciones genuinas del Estado, como lo hizo la tragedia griega. Pues sólo lo que el ojo ve puede hacerse visible en el arte. El Estado moderno, sin embargo, no puede ser imaginado, ya que se ha hecho anónimo y burocrático; y no sólo en Moscú y Washington, también en Berna. Las acciones del Estado se han convertido en dramas satíricos post-hoc que siguen a las tragedias ejecutadas previamente en secreto. No hay verdaderos representantes, y los héroes trágicos carecen de nombre. Cualquier funcionario gubernamental de poca monta, encorvado, insignificante, o un policía, representa mejor nuestro mundo que un senador o un presidente. Hoy el arte, si es que alcanza al hombre en algo, sólo puede abarcar a las víctimas; ya no puede acercarse a los poderosos. Los secretarios de Creón cierran el caso de Antígona. El Estado ha perdido su realidad física, y así como el físico puede abordar el mundo sólo mediante fórmulas matemáticas, así el Estado sólo puede ser expresado en estadísticas. Hoy el poder se hace visible sólo cuando explota como una bomba atómica, en ese maravilloso hongo que se yergue y expande inmaculado como el sol y en el que el asesinato en masa y la belleza se han hecho uno solo. La bomba atómica ya no puede ser reproducida artísticamente, pues es producida en masa. El arte del hombre que quisiera representarla fracasaría, pues ella misma es una creación del hombre. Dos espejos que se reflejan uno al otro permanecen vacíos. La tarea del arte, si es que el arte tiene una tarea, y por lo tanto la tarea del drama hoy, es crear algo concreto, algo que tenga una forma. Esto puede ser realizado mejor por la comedia. La tragedia, el género más estricto del arte, presupone un mundo formado. La comedia —mientras no sea sólo sátira de una sociedad particular, como en Molière— supone un mundo no formado, un mundo en construcción puesto patas arriba, un mundo a punto de quebrarse, como el nuestro. La tragedia supera la distancia; hace que los mitos originados en tiempos inmemoriales parezcan el presente para los atenienses. Pero la comedia crea distancia; el intento de los atenienses de hacerse de una posición en Sicilia es traducido por la comedia en pájaros tratando de crear su propio imperio ante el cual hombres y dioses tendrían que capitular. Puede 133
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verse cómo funciona la comedia en la más primitiva clase de chiste, el chiste picante, al cual, aunque de un valor muy dudoso, menciono porque ilustra muy bien lo que quiero decir por crear distancia. El asunto del chiste picante es puramente sexual, no tiene forma ni distancia objetiva, pero si adopta una forma ésta es la del chiste picante. Este tipo de chiste, por lo tanto, es una especie de comedia original, una trasposición de lo sexual al nivel de lo cómico. Ésta es la única forma, en una sociedad en la que Masters y Johnson están de moda, de hablar de forma aceptable de lo puramente sexual. En el chiste picante queda claro que lo cómico existe por dar forma a lo que es informe, en crear orden a partir del caos. Lo cual nos lleva al siguiente punto. El medio mediante el cual la comedia crea distancia es la fantasía. La tragedia carece de ella. Ésa es la razón de que haya muy pocas tragedia cuyo tema sea inventado. Con esto no pretendo decir que la tragedia antigua careciera de inventiva, como algunas veces es el caso hoy, sino que la maravilla de su arte es que no tenía necesidad de invenciones, de fantasías. Eso constituye toda la diferencia. Aristófanes, por otra parte, vive de fantasías. El material de sus obras no son mitos, sino invenciones que tienen lugar no en el pasado sino en el presente. Caen en el mundo como obuses, los cuales al crear grandes cráteres trasforman el presente en lo cómico y al mismo tiempo en lo visible. Esto, por supuesto, no significa que el drama sólo pueda ser cómico hoy. La tragedia y la comedia son sólo conceptos, actitudes dramáticas, invenciones de la imaginación estética que puede abarcar una y la misma cosa. Sólo la condición bajo la cual es creada es diferente, y estas condiciones tienen su fundamento en el arte sólo en una mínima parte. La tragedia presupone culpa, desesperación, moderación, lucidez, discernimiento, sensación de responsabilidad. En el espectáculo de marionetas de nuestro siglo, en esta nueva caída de la raza blanca, no hay ya culpa ni responsabilidad individual. Nadie puede hacer nada y nadie quiere hacerlo. De hecho, las cosas ocurren sin que nadie en particular sea responsable de ello. Todo es arrastrado y todos quedan atrapados en la amplitud de los acontecimientos. Todos somos colectivamente culpables, todos quedamos atascados en los pecados de nuestros padres y nuestros antepasados. Somos los hijos de nuestros antepasados. Ésa es nuestra desgracia, pero no nuestra culpa: la culpa 134
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existe hoy sólo como un logro personal, como un acto religioso. La comedia es la única cosa que aún puede impresionarnos. Nuestro mundo nos ha llevado a lo grotesco lo mismo que a la bomba atómica, y por eso es un mundo como el de Hyeronimus Bosch, cuyo apocalíptico mundo es también grotesco. Y lo grotesco sólo es una manera de expresar de un modo tangible lo paradójico; es la forma de lo informe, la cara de un mundo sin rostro. Y así como hoy nuestro pensamiento parece incapaz de funcionar sin paradojas, lo mismo el arte y nuestro mundo, el cual existe sólo gracias a la bomba atómica: por el miedo a la bomba. Pero lo trágico es todavía posible incluso si la tragedia pura no lo es. Podemos percibir lo trágico a partir de la comedia, podemos producirla como un momento aterrador, como un abismo que se abre de repente. De hecho, varias de las tragedias de Shakespeare son en realidad comedias de las que surge la tragedia. Después de todo esto, podría sacarse fácilmente la conclusión de que la comedia es la expresión de la desesperanza, pero esta conclusión no es inevitable. Por supuesto, quienquiera que perciba el sinsentido, la desesperanza de este mundo, podría muy bien desesperarse, pero esa desesperación no es una consecuencia del mundo, sino más bien una respuesta del individuo a este mundo. Otra respuesta podría no ser la desesperanza; podría ser una decisión individual soportar este mundo en el que frecuentemente vivimos como Gulliver entre los gigantes. Él también consigue su distancia, él también da un paso o dos atrás para tomarle la medida a su oponente, para combatirlo o escapar de él. Es aún posible definir al hombre como un ser valiente. Ésta es, pues, una de mis principales preocupaciones. El ciego, Romulus, Übelohe, Akki, todos son hombres de valor. El viejo orden del mundo se restaura en ellos; lo universal se me escapa. Me niego a encontrar lo universal en una doctrina; lo tomo como el caos que es. El mundo (y así el escenario que representa este mundo) es para mí algo monstruoso, un enigma de infortunios, que tiene que ser aceptado pero frente al cual no puede haber capitulación. El mundo es considerablemente más grande que cualquier hombre, y por ello adquiere necesariamente características amenazantes. Si uno pudiera ponerse fuera del mundo ya no sería amenazante. Pero no tengo el derecho ni la habilidad de estar al margen de este mundo. Buscar solaz en la poesía es 135
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un escape demasiado barato; es más honesto retener el punto de vista humano. La tesis de Brecht, de que el mundo es un accidente, el cual desarrolla en su Die Strasse, donde muestra cómo este accidente ocurre, puede producir —como de hecho lo hizo— un teatro magnífico, ¡pero lo hizo ocultando la mayor parte de la evidencia! El pensamiento de Brecht es inexorable, porque hay muchas cosas que inexorablemente se niega a pensar. Y, por último, es a través de la fantasía, a través de la comedia, que el público anónimo se hace posible como público. Para comenzar, se hace una realidad que no sólo hay que tener en cuenta, sino también aceptar. La fantasía transforma fácilmente a la muchedumbre de amantes del teatro en una masa que puede ser atacada, engañada, burlada para que escuche cosas que de otra manera no escucharía. La comedia es una trampa en la cual el público cae fácilmente y en la cual puede ser atrapado una y otra vez. La tragedia, por otra parte, se le predica a una comunidad, una especie de comunidad cuya existencia en nuestros días es con frecuencia una embarazosa ficción. Nada es más grotesco, por ejemplo, que sentarse y ver las obras de misterio de los antroposofistas cuando uno no es un participante. Aceptado todo esto, todavía resta otra cuestión que hay que contestar: ¿es permisible ir de una generalidad a una forma particular de arte, hacer lo que acabo de hacer cuando partí de mi aserción de que el mundo es informe a sostener que aún es posible escribir comedias? Dudo de que esto sea permisible. El arte es algo personal, y algo personal no debe explicarse nunca con generalidades. El valor de la obra de arte no depende de que puedan encontrarse buenas razones para su existencia. De ahí que haya tratado de evitar ciertos problemas, como, por ejemplo, la pregunta, recurrente hoy día, de si las obras deben escribirse en verso o prosa. Mi propia respuesta consiste simplemente en escribir en prosa, sin ninguna intención de decidir con ello la cuestión. Cada hombre, después de todo, debe elegir su propio camino, y ¿por qué debería ser un camino mejor que otro? En lo que a mi concepto de comedia atañe, creo que aquí también las razones personales son más importantes que las generales, las cuales siempre están abiertas a la discusión. ¡Qué lógica, en materia de arte, no puede ser refutada! Uno habla mejor de arte cuando habla de su propio arte. El arte que uno elige es una expresión de 136
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libertad sin la cual ningún arte existe, y al mismo tiempo una expresión de necesidad sin la cual el arte tampoco puede existir. El artista representa siempre a su mundo y a sí mismo. Si la filosofía enseñó al hombre a deducir lo particular de lo general, entonces yo, a diferencia de Schiller, quien comenzó creyendo en conclusiones generales, no puedo crear una obra como él lo hizo puesto que dudo de que lo particular pueda ser alcanzado desde lo general. Pero la duda es mía y sólo mía, y no las dudas y problemas de un católico, por ejemplo, para quien el drama contiene posibilidades que los no-católicos no comparten. Esto es así incluso si, por otro lado, a un católico que toma su religión en serio le son negadas aquellas posibilidades que otros hombres tienen. El peligro inherente a esta tesis reside en el hecho de que hay siempre artistas que, para encontrar algunas generalidades en las cuales creer, aceptan convertirse, dando un paso que es mucho más notable por el hecho de que en realidad no les será de ninguna ayuda. Las dificultades experimentadas por un protestante al escribir un drama son exactamente las dificultades que él tiene con su fe. Ésta es mi forma de desconfiar de lo que comúnmente se llama la construcción del drama, y llegar a mis obras desde lo particular, la idea repentina o la fantasía, antes que por algún concepto o plan general. Hablando por mí, me apresuro a lanzarme al agua, el estribillo que me gusta decir para darles a los críticos algo de qué agarrarse. Ellos lo usan bastante también, sin comprender en realidad lo que quiero decir. Pero estos temas son preocupaciones mías y no es necesario invocar el mundo entero y pretender que mis preocupaciones son las preocupaciones del arte en general (a menos que sea como el juez Adam en la obra de Kleist, La jarra rota, quien retrocede hasta el diablo para explicar la aparición de una peluca que es en realidad la suya). Como para todo y en todas partes, y no sólo en el campo del arte, la regla es: ¡Nada de excusas, por favor! Sin embargo permanece el hecho (siempre teniendo en mente las reservas que he señalado) de que hoy mantenemos una relación diferente con lo que he llamado nuestro “material”. Nuestro informe y amorfo presente se caracteriza por estar rodeado de cifras y formas que reducen nuestro tiempo a un mero resultado —incluso a un mero estado transitorio— y eso le otorga un peso excesivo al pasado como algo terminado, y al futuro como algo posible. Esto 137
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se aplica igualmente a la política. Relacionado con el arte, significa que el artista está rodeado de toda suerte de opiniones sobre el arte y de exigencias basadas no en su capacidad, sino en el pasado histórico y en las formas presentes. Está rodeado, por lo tanto, por material que no son materiales —esto es, posibilidades— sino por materiales que han tomado ya una forma —esto es, cierta forma definitiva—. César ya no es un simple tema para nosotros; se ha convertido en el César a quien los eruditos han hecho objeto de sus investigaciones. Y entonces sucede que los estudiosos, habiéndose lanzado ellos mismos con creciente energía no sólo a la naturaleza sino también a la vida intelectual y al arte —estableciendo en el proceso la historia intelectual, la investigación literaria, la filología, y Dios sabe qué más—, han creado un cuerpo de información factual que no puede ser ignorado (pues no puede haber ingenuidad consciente que pueda ignorar los resultados de la erudición). De este modo, sin embargo, haciendo la tarea del artista, los estudiosos han despojado al artista de sus materiales. La maestría de Richard Feller en su Historia de Berna, por ejemplo, impide la posibilidad de escribir un drama histórico sobre la ciudad de Berna; a la ciudad de Berna se le dio forma antes de que algún artista pudiera hacerlo. Cierto, es una forma erudita (no una forma mítica, lo que puede dejar la puerta abierta para lo trágico), una forma que limita severamente el campo para el artista, dejándole al arte sólo la psicología, la cual, por supuesto, se ha convertido también en ciencia. Reescribir dicha historia de una forma literaria sería ahora una tautología, una repetición por medios inadecuados, inoportunos, una mera ilustración de la perspicacia académica; en breve, sería exactamente lo que la ciencia alega que es la literatura. A Shakespeare aún le fue posible basar su César en Plutarco, pues el romano no era todavía un historiador en el sentido nuestro de la palabra, sino un narrador de historias, el autor de bosquejos biográficos. Si Shakespeare hubiera leído a Mommsen no habría escrito su César, pues habría perdido necesariamente su supremacía sobre el material. Y esto es cierto para todo, incluso para los mitos griegos, los cuales —desde el momento que no los vivimos, sólo los estudiamos, evaluamos e investigamos, y reconocemos que son sólo mitos, con ello también los destruimos— se han convertido en momias; y éstas, cubiertas con arreos teológicos y filosóficos, han sustituido a menudo a la cosa viva. 138
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Es por ello que el artista tiene que reducir sus temas y correr, siempre con la esperanza de tener éxito, hacia lo que sea si quiere volverlo auténtico material. Asimismo parodia sus materiales, lo cual quiere decir que los contrasta conscientemente con lo que en realidad se han vuelto. Por este medio, por este acto de parodia, recobra su libertad y con ello su material; y así el material ya no es descubierto sino inventado. Pues cada parodia presupone una fantasía y una invención. La dramaturgia de materiales disponibles ha sido reemplazada por la dramaturgia de materiales inventados. En la risa se manifiesta su libertad, en las lágrimas su necesidad. Nuestra tarea hoy es demostrar la libertad. Los tiranos de este planeta no se conmueven con la obra de los poetas. Bostezan ante el lamento del poeta. Para ellos, la épica heroica es un tonto cuento de hadas y la poesía religiosa los pone a dormir. Los tiranos sólo temen una cosa: la burla del poeta. Por esta razón, pues, la parodia ha penetrado en todos los géneros literarios, en la novela, el drama, la poesía lírica. Mucha de la pintura, e incluso de la música, ha sido conquistada por la parodia, y lo grotesco la ha seguido de la noche a la mañana, por decirlo así, a menudo bien camuflada, pisándole los talones: súbitamente lo grotesco ya estaba aquí. Pero nuestra época puede manejarlo, por más truculento que sea, y nada la puede intimidar: el público ha sido educado para ver en el arte algo solemne, santificado, fervoroso. Lo cómico es considerado inferior, dudoso, indecoroso; es aceptado sólo cuando hace sentirse al público bestialmente feliz como una piara de cerdos. Pero en el instante en que el público descubre que lo cómico es peligroso —un arte que expone, demanda, moraliza— es soltado como una papa caliente, pues el arte puede ser todo lo que se quiera en tanto no incomode. A los escritores se nos reprocha a menudo el ser nihilistas. Hoy, por supuesto, existe un arte nihilista, pero no todo el arte que parece nihilista lo es. El verdadero arte nihilista no parece nihilista para nada; por lo general se considera que es especialmente humano y digno de ser leído por lo más maduro de nuestra juventud. Alguien que es reconocido como nihilista no es más que un chapucero. La gente llama nihilista a lo que no es más que incómodo. Ahora 139
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FRIEDRICH DÜRRENMATT
la gente supone que el artista debe crear, no hablar; darle forma a las cosas, no predicar. Pero cada vez es más difícil crear “puramente” o como la gente imagine que la mente creadora deba trabajar. La humanidad hoy es como un imprudente conductor corriendo cada vez más rápido, cada vez más descuidadamente por la autopista. Y no le gusta cuando los atemorizados pasajeros le gritan: “¡Cuidado!” “¡Hay un alto!” “¡Baja la velocidad!” “¡Vas a matar a ese niño!” Aun más, el conductor odia que alguien pregunte quién paga el auto, o quién proporciona la gasolina para esa enloquecida jornada, para no hablar de lo que pasa cuando alguien le pide su licencia de manejo. Después de todo, los hechos desagradables podrían salir a luz. Tal vez el auto fue robado por un pariente, la gasolina exprimida a los pasajeros, y además no gasolina en realidad, sino sangre y sudor de todos nosotros. Lo más probable es que él ni siquiera tenga licencia de conducir y que sea la primera vez que se pone detrás de un volante. Por supuesto, sería embarazoso que se hiciesen esas preguntas personales. El conductor preferiría que los pasajeros alaben la belleza del paisaje por el que están viajando, el plateado del río y los brillantes reflejos de las montañas nevadas a lo lejos; incluso él quisiera que le susurraran divertidos cuentos al oído. El autor actual, sin embargo, ya no se limita, con buena conciencia, a musitar divertidas historias y a alabar la belleza del paisaje. Desafortunado también está el hecho de que no logra salir de su loca carrera para escribir lo puramente poético que le exigen los no-poetas. El miedo, la preocupación, y, sobre todo, la rabia lo fuerzan a hablar. Qué bonito sería si pudiéramos terminar ahora con esta nota. Sería una conclusión que podría considerarse por lo menos parcialmente confiable. Pero, con toda honestidad, debemos preguntarnos en este punto si algo de esto tiene sentido ahora; si no sería mejor que practicáramos el silencio. He tratado de demostrar que el teatro de hoy, en el mejor sentido de la palabra, por supuesto, es en parte un museo y en parte un campo de experimentación. También he intentado mostrar aquí y allá en qué consiste la experimentación. La cuestión es si el teatro es capaz de cumplir éste, su último destino. No sólo se ha hecho hoy más difícil escribir obras de teatro, incluso los ensayos y la representación se han hecho más difíciles. La gran carencia de tiempo se convierte, cuando mucho, en una tentativa decente, un primer sondeo, un 140
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LOS PROBLEMAS DEL TEATRO
pequeño avance en lo que podría ser la dirección correcta. Una obra que sea algo más que una pieza convencional, que realmente sea un experimento, ya no puede ser resuelta en la máquina de escribir. Giraudoux tuvo la fortuna de tener a Jouvet. Desafortunadamente esto sólo ocurre una o dos veces. El teatro de repertorio alemán es crecientemente menos capaz de experimentar. Hay que deshacerse lo más pronto posible de una obra nueva. Los tesoros del museo pesan demasiado en la balanza. El teatro —toda nuestra cultura— vive del interés del intelecto bien invertido, al cual ya nada le sucede y al que ya no se le tiene que pagar derechos. Confiado de tener a Goethe, Schiller o Sófocles a la mano, el teatro está dispuesto a poner de tanto en tanto una pieza moderna, pero de preferencia sólo para el estreno. Este deber es cumplido heroicamente, y hay un suspiro de alivio cuando la siguiente obra de Shakespeare se monta. No hay nada que podamos hacer, excepto, tal vez, limpiar perfectamente el escenario. ¡Dejar lugar para los clásicos! El mundo del museo crece y revienta de tesoros. La cultura de los recolectores cavernícolas aún no ha sido investigada hasta el enésimo grado. Los custodios del futuro podrán interesarse en nuestro arte cuando llegue el momento. No hay gran diferencia si algo nuevo es añadido, si algo nuevo es escrito. Las exigencia de la estética a los artistas se incrementa día con día. Lo que se quiere es la perfección que se lee en los clásicos. Y dejen que el artista sea sospechoso de haber dado un paso atrás, o haber cometido un error, para ver cómo es rápidamente desechado. De este modo se ha creado un clima en el que la literatura puede estudiarse pero ya no escribirse. ¿Cómo puede existir el artista en un mundo de gente letrada y culta? La pregunta me apabulla y no conozco la respuesta. Tal vez el escritor sólo pueda existir escribiendo historias de detectives, creando arte donde menos se espera. La literatura se ha hecho tan light que no pesa nada en la balanza de la crítica literaria actual. De este modo, volverá a adquirir su auténtico valor.
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Dos poemas R OXANA A RTAL
EN JAULA
Es una voz sin nombre la mía sin hombre la mía registro sensorial nulo estallido mudo el tono emocional se hunde en el artificio impuro de un cuerpo que ha perdido su materia sonora insistencia que vibra que, áfona, calibra estructura sin intérprete volumen sin germinar inútil es la miel inútil es callar
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la caja está cerrada ojerosa, demacrada sin aliento desgastada el andamiaje resiste la inflamación que declama falsos pliegues puro timbre pulso de carne espantada no es susceptible de encuadre no hay plataforma no hay madre
mi padre ha perdido la voz mi abuela ha perdido la voz mi hermana ha perdido la voz trastornos crónicos todos de un código indescifrable de una señal a destiempo de una nostalgia sin aire
mi esposo quiere palabras los niños quieren palabras el mundo quiere palabras no hay presencia si no hay voz no hay orgasmo si no hay voz 143
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no hay poesía si no hay voz eco de voces partidas eco de muertes asidas fuego que funda cada vez el centro de una nueva voz al borde de las palabras que ya no pueden ser dichas porque han muerto y en su disolución han quedado estampadas en el hueco de una carne fantasmal que desesperada teje toces para arrojar fuera de sí el desaliento perforan la cavidad la vuelven hueco, vacío puro la vuelven tumba hasta el silencio es ardor pura herida abre esta boca intransitable
soy gota cayendo espesa soy vientre expulsando embriones 144
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soy mordisco atragantado pedazo de filamento aún late no hay dónde ir sólo una o áfona hacia el final del camino ya no hay voces, ya no hay grillos no hay lunas llenas que acechen hay sólo vasos que son la sombra de esos huesos que expanden el filo de su propia savia derrama su filo el rojo asoma una voz, se esconde veo una espalda pequeña se ahoga en el borde ahorcada sentencia su hora atada
amamantame de bilis amamantame de piedras 145
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amamantame de aire desearía crear una voz que me tragase entera
ser viaje ser canto ser madre desearía ser hierro candente
ser nombre ser huella ser padre.
PLEGARIA
Dios del silencio más animal ojo gigante donde se unen los mares brujo de una torre inocente sangre de una eternidad dormida guardián de una maquinaria imperial insomnio de un templo antiguo piel de la raíz del tiempo bestia mendigo 146
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eco de la nave de un rey loco sobreviviente tajo del laberinto trama del destino memoria del juicio final demonio ley de la altura cóndor nombre del salto vigía verdugo victimario índice de los cielos vértigo sed furiosa de lo justo severidad de la espera tormenta de viento estallando en la puerta tempestad fulgor lenguaje del puro aliento: creadme.
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Un amor de verano J.S.
DE
M ONTFORT
Fue uno de aquellos veranos, los primeros de la universidad, cuando Jaime era más joven y los fines de semana iba a trabajar a un bar de copas para sacar un poco de dinero. En ese bar trabajaba Sheila. Allí se conocieron. Eran los dos casi de la misma edad, pronto alcanzarían la veintena. Sheila llamaba la atención por sus grandes pechos. Unas caderas excelentes daban seguridad a su cuerpo. El pelo largo y castaño le caía por la espalda, ondulado, feliz. Había algo en ella, quizá la despreocupación con que se enfrentaba al mundo, que la dulcificaba, que la hacía atractiva para Jaime. Sheila vestía con bastante naturalidad, siempre con unos jeans y camisetas de algodón. Nada de chancletas ni zapatos de tacón. Nada de arreglos excesivos. Nada de pantalones cortos. Nada de faldas. Siempre unas náuticas marrones en sus pies, embetunadas con viveza. La mezcla del tono nasal de la voz con el cortante estrépito de su risa le daba un vago pero deslumbrante aspecto masculino. Y aunque a ciertas personas les resultase presuntuoso, a Jaime le agradaba. Y luego estaba Hugo que, según averiguó Jaime, era su novio de varios años. Ella no solía hablar de él, no era del tipo de chicas que nombran a sus novios en las conversaciones. Ella simplemente hacía como si fuera un detalle irrelevante de su biografía que, por más, no debía incomodar a Jaime. Ésa era la impresión que daba. Además, Hugo vivía en Murcia, y Murcia estaba razonablemente lejos, se decía Jaime. 148
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UN AMOR DE VERANO
Según pasaban las primeras semanas de junio, se dieron cuenta de que estar juntos era una alegría; que hacían lo posible por encontrarse fuera del trabajo, bien para tomar un café o cenar o ver una película. Siempre, por precaución, lo hacían en compañía de otros, de amigos comunes. Entre ellos estaba la prima de Sheila, una chica vivaz, de pelo rubio corto y revuelto. Tenía un año menos que ellos, pero muchas ganas de abrirse camino en el mundo, a trompazos, si fuese necesario. Entrado julio el deseo se convirtió en tensión. Y se descubrieron Sheila y Jaime besándose con frenesí en la furtiva pared trasera de un chiringuito de playa, donde solían ir después del trabajo. Y escenas parecidas fueron repitiéndose en las siguientes semanas. Pero no pasaban de ahí. Así que Jaime comenzaba a preocuparse. A esas edades, como dice Fitzgerald, los meses son años y las semanas meses. Y es que la urgencia, en casos como estos, puede inducir a cierta comprensible desesperación. Jaime no estaba seguro sobre qué hacer para conseguir dar un paso más allá. Ni siquiera estaba en condiciones de asegurar que estuviesen haciendo lo correcto. Pero algo en él se estaba despertando, algo como pellizcos constantes en la piel, algo que le oprimía la glotis y que, a veces, le hacía difícil conciliar el sueño. Jaime estaba preocupado, había estado teniendo un sueño recurrente: una pesadilla. Quizá su torpeza le indujo —sin dilación— a hablar de ello a Sheila, a hacerla partícipe de sus inocentes preocupaciones. Quedaron en el paseo de la playa. Se sentaron en el mirador. Jaime, sin pensarlo, le contó el sueño. Había un accidente, una explosión, cadáveres y sólo un rostro claro: el de Sheila. —Lo inquietante —le insistió Jaime— es que dentro de la furgoneta que venía a recogerme había varias personas, con los rostros planos, sin boca ni ojos, ni orejas, sólo era riguroso su cabello. Y aquí viene lo que me preocupa —le dijo—, uno de esos rostros, el que iba sentado en la parte de atrás, sobre una pequeña ventanilla, cerrada, ese rostro era preciso. Eras tú, Sheila, sin ninguna duda, eras tú, tú, tú, tú, Sheila. Ella se quedó jugando con un bulbo que traía en las manos y que había arrancado de los setos del mirador. 149
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J . S . DE MONTFORT
—¿Estamos haciendo bien? Pareció quedarse pensativa. Sólo añadió: —Todavía estamos a tiempo… Durante el trayecto de vuelta Sheila permaneció silenciosa. —Necesito que me digas qué piensas —le hubo de inquirir Jaime ya en el portal de su casa—. Sheila, ne-ce-si-to una respuesta. Ella no dijo nada. El viernes siguiente, Sheila apareció con Hugo. Era un tipo bajito, con la raya del pelo en el medio, partiéndole la cabeza en dos mitades. Solía encoger el cuello hacia abajo y mirar de soslayo a la gente, más por complejo que por altanería. Jaime pensó que todo había terminado, si es que hubo alguna vez algo. Pasaron varios días. Hugo se había vuelto a Murcia, porque tenía que preparar los exámenes de septiembre. Jaime pensó entonces que se le abría una nueva oportunidad, pero la acogió no sin reticencia. El sábado siguiente apareció en el bar la prima de Sheila, y un chico que parecía ser su novio. Al menos se reían mucho juntos y a veces se dispensaban caricias y algún beso. Jaime se dio cuenta con agrado de que Sheila se comportaba con mayor naturalidad ahora que estaba presente su prima. Se la veía más cómoda, como si nada quisiese ya ocultar. Jaime pensó entonces que ella estaba dispuesta. Y que todo iría bien. Como de costumbre, cuando cerraron el bar, a eso de las tres y media, se fueron al chiringuito de playa. Sheila se le acercaba sin ningún recato, cogiéndole la mano y haciéndole ver clara su confianza hacia él. Así que Jaime estaba contento. La prima de Sheila y su novio estaban apoyados contra una de las paredes traseras, comportándose del modo que lo hacen las parejas de novios. Y entonces Sheila se llevó a Jaime cerca de unos árboles y comenzó a besarlo, mordiéndole los labios con fuerza, pasándole la mano por los pantalones, restregándose. Al poco le dijo: “Espera.” Y se fue a hablar con su prima. Volvieron las 150
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UN AMOR DE VERANO
dos más el chico que iba con la prima y Sheila le dijo “ven, vamos”, y Jaime no tuvo nada que objetar. La prima de Sheila, que estaba visiblemente borracha, al igual que el chico que iba con ella, dijo: —Mis padres están veraneando en Sintra… Y Sheila apostilló: —¡La ciudad más agradable de Europa! Sheila y su prima rieron. Según se ocuparon de informar a los dos chicos —que creían estar viendo una representación convenida y largas veces utilizada—, era una frase que repetía siempre una de sus tías: uno de esos chistes que sólo conocen las personas que pertenecen a una misma familia. El caso es que la casa de la prima de Sheila estaba vacía. En el comedor había un piano de cola. —Mi madre suele tocarlo, le gusta Chopin —dijo la prima. Tomaron una última copa en el comedor. El chico que parecía ser el novio de la prima de Sheila improvisaba muchos chistes y en verdad muchos de ellos tenían su gracia, sólo que Jaime estaba impaciente y era incapaz de prestar atención. De puro nervioso, Jaime se bebió rápidamente su vaso de ginebra. Y ya se estaba preparando otro. Sheila, que quizá temiera que Jaime se pasase con la bebida, le dijo en una orden “vamos”, y le llevó escaleras arriba, no sin antes haberle guiñado el ojo a su prima. Había dos o tres puertas. Sheila abrió la primera de ellas. Era una habitación pequeña, con una cama pequeña. A Jaime le llamó la atención un cráneo que dominaba en soledad la poyata más alta de la estantería, justo sobre el cabezal de la cama. —Es que mi prima estudia medicina. Necesitan esas cosas —dijo mientras dejaba caer al suelo sus jeans y mostraba blanquísimas sus bragas. —El cráneo es humano, de alguna fosa común, no sé, mi prima es así… Hacía mucho calor, un calor increíble en verdad. Jaime no podía apartar la vista de ese cráneo desnudo, impávido, que no cesaba de mirarle. De abajo se comenzó a escuchar un ruido de tropiezos, que pronto fue 151
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una sucesión de notas musicales, golpes breves y rápidos, siempre sobre el mismo grupo de notas colindantes, como si alguien tuviese el culo sobre el teclado de un piano. Se escuchaban risas felices. Para desgracia de Jaime, resultaba fácil imaginarse la escena. A Jaime le hubiera gustado sentirse en amistosa correspondencia con todas las cosas de este mundo, pero fue imposible, del todo imposible. Al día siguiente, Jaime era incapaz de saber exactamente qué había pasado la noche anterior. Sólo supuso que aquello significaba algún tipo de respuesta. Aunque no estuviera seguro de la naturaleza afirmativa o negativa de tal respuesta, se obligó a tomar la precaución de no comentar nada. Así debía hacerse, pensó, respetando al otro. El trabajo en el bar de copas se terminó el primero de septiembre. Sheila ya le había advertido que se iba a ver a Hugo. Durante un tiempo. Jaime pensó entonces que era una buena señal. Significaba eso que ella le hablaría de él y que algo debería de ocurrir, para bien o para mal. Por eso no consideró volver a exigirle a Sheila una respuesta clara. Pensó que ya se daba por supuesta su demanda. Y entonces no pasó nada, nada de nada. Bueno sí, pasaron las semanas y los meses, y alguna llamada telefónica. De esas que, tras haberlas finalizado, le dejan pensando a uno qué ha ocurrido exactamente durante la conversación, si ha sido una formalidad, un juego, una estrategia o acaso una llamada de esperanza. Confusión, eso es lo que había en las semanas primeras del mes de noviembre. En Navidad, se encontró con Sheila por una casualidad, se tropezaron en una calle céntrica. Ella lo reconoció. Iba con Hugo. Se saludaron, conversaron, pero ¿de qué habían hablado? Jaime era incapaz de saberlo, ¿le estaba mandando ella mensajes secretos?, ¿quedaba algún subterfugio?, ¿había sido todo una canallada?, ¿qué estaba pasando exactamente..? Son tan propicias para el solaz las fiestas de nochebuena, año nuevo y el roscón de reyes que cómo no aprovecharlas para el desvanecimiento en el alcohol. Son fechas idóneas para reencontrarse con viejos compañeros del colegio, del instituto, chavales que estudian fuera o que, simplemente, andan demasiado ocupados ordenando sus vidas el resto del tiempo. Eso no le resultaba 152
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especialmente atractivo a Jaime, lo único es que aguardar en casa se le hacía insoportable, y además, esperar en casa, a la espera. A la espera ¿de qué? Durante todos esos días, muchas personas hablaban de muchas cosas, pero entre ellos varios nombres quedaron en el recuerdo de Jaime como el brutal impacto de lejanos e incandescentes meteoritos. Se habló de un tal Fernando y un tal Óscar, y un tal Alberto, y a todos esos nombres se los relacionaba con otro que siempre era el mismo: Sheila. Jaime no acertaba a adivinar, entre el murmullo de las voces, el sonido de la música, las copas que chocan y caen, qué es lo que ocurría exactamente con aquellas relaciones que se establecían en voz baja y con malicia. Pero con el paso de los días no tardó en comprender. Y entonces sí notó la incandescencia de los nombres, como meteoritos contra el pecho. Hizo averiguaciones. Le hablaron, sobre todo, de Óscar. Jugaba en el equipo de futbol local, tenía una novia que se llamaba Ángela. Y un coche lujoso que conducía con prepotencia. Óscar tenía tres o cuatro años más que Jaime. Entrenaban los lunes y los jueves. Era el final del mes de febrero. Hizo porque los chicos que estaban entrenando lo vieran. Algunos lo señalaron. Decidió esperar afuera. Fumó unos cuantos cigarrillos mientras esperaba. El estadio se había quedado en silencio. Supuso que se estarían cambiando. Diez minutos después comenzaron a salir los primeros chicos. Jaime descubrió entonces dónde estaban aparcados los coches, en la parte trasera, justo al lado de un descampado en tinieblas. Corrió hacia allí. Encontró el coche de Óscar y esperó. Los chicos lo señalaban y decían cosas en voz baja. Jaime se estaba poniendo muy nervioso. En realidad no sabía muy bien qué quería obtener con aquello. Sólo sabía que tenía que hacerlo, porque seguía sintiendo esa obstrucción en la glotis de primeros de junio, más acusada ahora. Y los pellizcos en la piel eran ahora agujas. Pensó que todos podían escuchar el pálpito urgente de su corazón y le entró miedo. Se fijó en el vaho que salía tembloroso de su boca. No había tramado Jaime nada violento, pero al ver a aquel chico, el tal Óscar, con su altivez, rodeado de otros chicos futbolistas, bajitos todos, de pelo cortado a cepillo, con sus macutos de colores y sus frases que eran gritos 153
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insolentes, le resultó todo tan incomprensible que sus puños se dispusieron automáticamente al frente, en señal de reto. —Tú, ¿qué quieres…? —dijo el tal Óscar mientras los otros chicos se reían. Pero Jaime no sabía muy bien qué contestar y sólo se le ocurría decir: “Pelea, cobarde, pelea.” Lo había visto en las películas, en las novelas, suponía que así funcionaba el mundo. Los otros no paraban de señalarlo, y lo llamaban marica y enclenque, imbécil, subnormal, hijodeputa… Óscar, en un arrebato, tiró la bolsa al suelo y corrió hacia él. Entonces los gritos se hicieron estremecedores y los oídos de Jaime empezaron a pitar y le entró tal pánico que reculó unos pasos. Pero era incapaz de bajar los puños. Y seguía pensando, “pelea, pelea, pelea”. Aunque sus ojos permanecieran cerrados, los apretaba con muchísima fuerza, con una fuerza descomunal. Entonces alguien le dio un empujón y notó que se tambaleaba, pero consiguió tenerse en pie aunque haciendo mucho esfuerzo por controlarse, aunque había reculado varios metros más. Y cuando abrió los ojos estaba más cerca del descampado, su respiración urgente echaba un vaho nervioso al aire, con más agitación que antes. Los otros chicos estaban ahora en silencio, como si ya este asunto no les importase. Comenzaban a abrir las puertas de sus coches. Algunos motores se pusieron en marcha. Óscar lo miraba, en la distancia. Jaime seguía con los puños en alto, los dos brazos muy juntos. “Pelea, pelea, pelea.” Y entre el murmullo, escuchó que Óscar le decía: —No pienso pelear por esa puta… —y, mientras caminaba de espaldas, se giró un momento y aclaró—, es toda tuya. ¡Gilipollas! A Jaime el frío ya se le estaba colando por el hueco de la camisa, que se le había salido de los pantalones. Estaba terriblemente sudado. Cuando todos se marcharon y el sudor comenzó a helarse, mientras caminaba con temblor, su memoria sólo era capaz de rescatar un contorno difuso, sin ojos ni boca ni orejas. Y aquello se parecía mucho a la imagen de un sueño. 154
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La vigilia de la aldea
Un año y tres libros CARLOS ULISES MATA Benjamín Valdivia, Nuevos Himnos a la Noche, Mantis Editores, Guadalajara, 2011, 76 p. Horaciones, Azafrán y Cinabrio, Guanajuato, 2011, 98 p. Ojos ceremoniales, Calygramma, Querétaro, 2011, 56 p.
Poeta a todas horas, novelista en dos ocasiones (premiadas ambas), ensayista e historiador de la literatura, profesor universitario a punto de completar tres décadas de trayectoria docente, investigador nacional nivel II, autor de canciones que sus amigos conocen y cantan, él mismo cantador y guitarrista ocasional, traductor, editor independiente y platicador pertinaz, Benjamín Valdivia (Aguascalientes, 1960) es un autor problemático o, cuando menos, atípico, por varias razones poderosas que deben ser tomadas en cuenta al practicar una lectura de su obra, concretamente de su obra poética, compuesta por más de veinte libros en lo que él llama “el género mayor”. La primera de esas razones es que en cada nuevo libro poético suyo (y aun sería mejor decir: en ciertos poemas de sus nuevos libros) Valdivia inaugura maneras de decir, opciones compositivas y, en suma, búsquedas expresivas no practicadas en
sus libros previamente conocidos, que sin embargo no cancelan o superan sino que conviven con sus exploraciones anteriores o primeras. Un segundo elemento de complejidad radica en la significativa divergencia que en su caso existe entre la fecha de composición y la fecha de publicación de sus libros, originada esa divergencia en la temprana decisión de Valdivia (que ha mantenido) de escribir un libro y guardarlo, de no aceptar verse consumido por la prisa de ganar un premio y lograr así la difusión del libro implicado y, sobre todo, de no incurrir en la debilidad de improvisar colecciones poéticas para atender la invitación de los amigos a publicarlas, o para cumplir un ritmo regular autoimpuesto de aparición de sus libros. Dada esa costumbre suya, podría decirse que la lectura de su obra con fines de comentario o de crítica (no la lectura del lector de a pie, claro está) se ve obligada a considerar la existencia 155
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de una doble cronología, o cuando menos a tener siempre en cuenta lo muy específico que significa en su caso el orden en que sus libros han aparecido, es decir, el hecho concreto de que un libro venga precisamente detrás de otro, siendo que ese orden no corresponde al de su escritura, y que por tanto la colindancia o yuxtaposición editorial entre sus libros no ha de influir demasiado en la forma de leerlos. La consideración es importante, sobre todo en el contexto crítico predominante en la academia y el periodismo, en los que se lee a los autores secuencialmente, partiendo de la convicción de que —para aducir un ejemplo elocuente— al estudiarlo, es obligatorio saber que Octavio Paz escribió La estación violenta antes que Ladera este y que éste es anterior a Blanco y a Vuelta e inmediatamente posterior a Salamandra, porque sólo sabiéndolo podemos observar y entender categorías críticas valiosas, como la vinculación entre la vida y la obra, la progresión estilística (no en el sentido de avance sino de transformación), las relaciones internas de cada libro entre sí y de cada cual con el conjunto cerrado de la obra paciana, entre otras. Y claro, la revisión diacrónica de un autor es útil y hasta necesaria, pues, en poesía (en literatura), hay muchas comprensiones de las que no puede proveernos la sola lectura ensimismada de un libro, por la razón de que no están en él, sino en el contexto —cultural, por lo menos, es decir en los libros propios y ajenos, previos y posteriores: en la tradición, en suma—, lo que no evita que resulte excesiva la idea 156
de que no puede leerse un libro con placer y provecho, sin el conocimiento de la secuencia y de la totalidad a la que pertenece. La mención, a modo de advertencia, de esas dos condiciones de atipicidad viene a cuento al proponer aquí la reseña de tres libros de Valdivia publicados en el año 2011 —Nuevos Himnos a la Noche ; Horaciones y Ojos ceremoniales—, si bien su escritura corresponde a fechas muy alejadas entre sí, lo mismo que con respecto al año que los reúne ante nuestra atención. Y no sólo eso, pues además de tratarse de realizaciones alejadas en el tiempo, se trata también de proyectos expresivos muy diversos y casi se diría que independientes, aunque, como se dijo, no excluyentes ni carentes de puntos de encuentro, así sea tangencial, con el orbe más amplio de su obra conocida, compilada en 2010 en el volumen Interpretar la luz. Poesía reunida, 1983-2005 (Instituto Cultural de Aguascalientes, 480 pp.), integrado por diecinueve libros. Admitido entonces el azar editorial como elemento ineludible en la percepción de todo escritor, la revisión simultánea de tres libros que, en principio, sólo comparten entre sí la identidad del autor y el año de publicación se vuelve admisible si uno se impone el muy modesto propósito de señalar algunas características interesantes de cada libro en sí y de apuntar algunas afinidades y distanciamientos respecto de otros libros suyos, sin aspirar a ofrecer una imagen completa del conjunto. Planteada esa suerte de límite esta re-
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LA VIGILIA DE LA ALDEA
seña, lo primero que conviene asentar es que, aun en su diversidad, los tres títulos exhiben algunos rasgos presentes en todos los libros de Valdivia, desde el primero que publicó.1 Esos rasgos son los siguientes. En lo formal, una determinación firme a establecer con libertad el número y la extensión versal, las soluciones rítmicas, la alternancia entre variedades de versos, la contención o el desbordamiento que ordenarán su paso, lo mismo que las modalidades estróficas de cada poema.2 Dicho en otras palabras: un uso gozoso del caudal de concesiones (imaginativas y temáticas) y de atrevimientos (sintácticos y de protagonismo autoral) y de renuncias (a las formas cerradas, a la versificación regular) que heredaron a la poesía moderna, fundánTanto por escritura como por fecha de publicación, ese primer libro es Esta redonda palabra (Aquí estamos!, Aguascalientes, 1983), una compilación hecha de pequeñas colecciones que le habían premiado entre los 19 y los 22 años, aunque Valdivia ha escrito que El juego del tiempo (SEP/CREA), de 1985, es “mi primer libro formal” (“Nota del autor”, Interpretar la luz, p. 11). 2 La afirmación sobre la vasta variedad versal que Valdivia practica también es aplicable al caso de sus dos libros de poemas no escritos en versos estrictos: Los ojos del espejo, de aliento versicular inspirado en Lezama Lima, e Inscripciones en la piedra, elaborado en una prosa imbuida de una tensión imaginativa y sintáctica que nos obliga a leer sus largas cláusulas como versos: “Volcanes obedientes concentran su esplendor 1
dola, los románticos alemanes y Rimbaud, a cuya lectura y consideración prioritaria Valdivia suma el ejemplo liberador de Vicente Huidobro, uno de sus dioses tutelares.3 En lo compositivo, una invariable inclinación a concebir el poema como una redondez o como un tiro parabólico concluido o, si se quiere, como una trayectoria —ya narrativa, ya expositiva, ya de elaboración de un pensamiento— que inicia y se consuma; quiero decir, que incluso cuando llega a incorporar imágenes y alusiones surgidas del fondo oscuro de la conciencia y del sueño o del enfrentamiento sonoro o aleatorio de los vocablos (“fuiste, fuste, ajuste, sastre, proyectil”), no se resuelve nunca en la interrupción, en el desvío, como tampoco en la fragmentación. para dejar tributos de calor a la vianda del instante.” Acerca de esa misma variedad, Valdivia ha escrito que sus libros transcurren “en oscilaciones que van desde la compleja claridad de Oriente hasta los retorcimientos más barrocos de Occidente” (Interpretar la luz, p. 10). 3 A este respecto, es significativo recordar que, en 2007, Valdivia se dio el gusto de prologar y editar el Altazor en su editorial (Azafrán y Cinabrio), ocasión en que dijo de él: “es uno de los más grandes poemas del mundo. En él se levantan, destruyen y reedifican las formas del idioma. Sus alcances expresivos y simbólicos son de vastedad humana y cósmica” (Altazor o el viaje en paracaídas, edición y prólogo de BV, texto de la 4a. de forros). 157
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En la elección enunciativa, la casi inalterable decisión de modular la voz que dice el poema en uno de tres posibles registros: el del notario o testigo deslumbrado ante el transcurrir del tiempo (“Este cuerpo vendido ya a la muerte / se deshilacha, se pudre sin aviso, se quebranta”) y de las cosas (“sólo acierto a decir / ojos de agua, / cabello flamaraz, / cosas comunes”); el del vidente que descubre un fenómeno por primera vez (“En un cielo de tormenta blanca / un rayo negro, / un hálito de peces”), sea porque ve lo viejo de nueva manera (“Alguien en la calle / es nadie, como yo”) o —lo que es lo mismo— porque lo inventa al decirlo (“En la gota del agua se repite un millar de soles / espléndidos y blancos en sucinto fulgor”), y quien, en muchos otros casos, da cuenta del transcurso de su misión visionaria (“Bajé desde los cielos a recoger un mundo: / albura definida”) o declara los rasgos de su tentativa poética (“Labrar la lumbre en tótems expansivos, troncos durísimos, maderas que agraden a la diosa”);4 y finalmente, el registro del sujeto que dialoga, en la variante introspectiva (“Hilo de la memoria: no te quebrantes”), en la Podría incluso componerse una saludable antología de poemas sobre la poesía o de poéticas de Valdivia, entresacando entre sus libros. El más antiguo de esa posible serie sería “Entrada”, perteneciente a De luz oscura, de 1982: “Amamos la palabra / por el río de tiempo en que transita: / un río de manos escribe en mis manos”, dice en su última estrofa. 4
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variante de interpelación a la mujer amada (“Supón que somos otros / y tenemos la piel ensombrecida”), o en la variante de interpelación al mundo —al oyente, al lector—, a través de una predicación de tonos instauradores (“Somos escasos, dos apenas, pero formamos completo el círculo”) o proféticos (“A los mortales les hablo en este idioma mundano y recompuesto, ajeno al clamor de los bosques inmóviles”). Ante este rápido repaso de rasgos, una cosa debe decirse: que si bien de cada uno de ellos podrían señalarse ejemplos en los libros reseñados (lo que indica su pertenencia al conjunto), también es cierto que su sola invocación es insuficiente para presentar una imagen apreciable de esos mismos libros (lo que indica su novedad). Por ejemplo, Ojos ceremoniales es un libro que repite el mecanismo de hacer girar la composición de los poemas, su ordenación y la visión global que busca instaurar (el “proyecto de conjunto”) alrededor del leitmotiv de la celebración rendida e hiperbólica de la amada, procedimiento que ya había ejecutado, por no ir más lejos, en En dirección del azar (1999) y en Itinerario de espuma (2000). Sin embargo, en contraste con esos precedentes, Ojos ceremoniales es un libro que sitúa esa celebración en un plano de realización alquímica, si no es que mística, en el que la amada pasa a convertirse en un sujeto cuyo tránsito imanta al universo (“Siente la planta de mi pie / tu existencia en el mundo”), cuya iluminación se vuelve indispensable
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para vivir (“tú conmigo / y de ti / —lámpara entera del fulgor sensible— / tendré los dedos redimidos / y el ámbar predilecto”), y cuyo descenso terrestre se prepara a través de la oración y la ejecución mágica, y con quien al final el poeta se une en una suerte de bodas astrales (“Tú, La De La Media Tarde, / mi compañera astral / en estas selvas de oro cuya sombra / es la luz y cuyo suelo / es el aire más negro de una noche ulterior / detrás del aleteo del mercurio”, p. 10). Es tan consistente el propósito de constituir a la mujer amada en una entidad de mediación sagrada y de aspiración final que Valdivia dedica varios poemas a discurrir sobre una especie de “onomástica del fuego” alrededor de ella (que se vuelve Ella), suscitando, al hacerlo, la convivencia en el libro de resonancias procedentes de la tradición cristiana, la tradición alquímica y gnóstica, la tradición provenzal del amor cortés e incluso del orbe grecolatino. En el caso del cristianismo, Valdivia crea esas resonancias a través de lo que podríamos llamar un ejercicio de nominación antonomástica, reservada en esa religión a la Virgen, y que consiste en otorgar a la amada el nombre de sus atributos, en el entendido de que los posee en grado sumo y sobre todo que los emblematiza, de ahí que la llame “La Que Alumbra La Alegría”, “Dueña De La Visión” o “Elemental Amor de un Paraíso Que No Reconocemos”. A través de ese mismo ejercicio, Valdivia incorpora la modulación del malade d’amour, vinculado al amor cortés, tradición en que el
vínculo amoroso se rige por la distancia insalvable y la tiranía, de ahí que en esa línea llame a la amada “Estrella en el Silencio”, “Mi Esclava Dueña” y “Mi Poderosa Entregada”; haciendo luego lo propio para presentarla como protagonista central del proceso de perfeccionamiento alquímico, primero al asociarla con los atributos contrastantes (ardimiento y posesión de luz, en colindancia con frío y oscuridad) que definen a la mujer en ese orden de conocimiento (“La Residente de la Bruma”, “La Salamandra de las Fogatas del Eco”, “La Madre de la Luz Más Sólida del Cristal de Flúor” e “Ígnea Nupcial”), y luego al insistir en la indagación de lo que esa multiplicidad de nombres significa y esconde y en consecuencia puede revelar con su adecuada enunciación: “He de llamarte por tu nombre mágico / como crascitan cuervos / de lúbrico atanor”. Y finalmente, como se dijo, Valdivia la rodea con atributos de Venus, como cuando evoca el famoso verso 405 del libro primero de la Eneida: “et vera incessu patuit dea” (“y destaca al andar su aire de diosa”, en la traducción de Javier de Echave), al escribir en uno de los poemas del libro: “cada paso de la efigie / que pueblas en el aire / desencadena terremotos / en todo el énfasis de la sangre” (p. 12). En ese escenario, la resolución del proyecto del libro se alcanza mediante el desciframiento de la clave incluida en su título, primero con la definición misma de esos ojos peculiares: “ojos ceremoniales, arraigados / al oficio de hacer resucitar / a vivos y muertos” (p. 23), y luego, ya al 159
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final, al situar a esos mismos ojos como depositarios o como instancias anunciadoras de la “felicidad solar, desaforada, ancha” en que el trayecto amoroso concluye y que así se describe: “Esta felicidad sin par ni dueño / ni secretos: / lámpara azul de verdes transparentes, / la llamarada viva de / la orfebrería refulgente, / oro en los ojos, agua ya por siempre fidedigna / en las venas del mundo” (p. 35). Ojos ceremoniales, pues, es un libro eficaz, redondo, que magnetiza porque comunica una visión intensa de la experiencia amorosa a través de un entramado formal y un sistema de referencias que sólo un lector superficial juzgaría superado en razón de su anclaje en antiguas tradiciones religiosas, filosóficas y herméticas. La atmósfera enfáticamente ritual en que Ojos ceremoniales se desarrolla y concluye tiene una clara conexión con otro de los libros que revisamos: Nuevos Himnos a la Noche, doble ejercicio a la vez de homenaje y de relectura del gran libro de Novalis —Hymnen an die Nacht—, única obra que concluyó (murió tuberculoso a los 28 años), conocida en dos versiones, la una escrita sólo en verso y publicada de manera póstuma, y la otra en alternancia de verso y prosa, publicada en Atheneum, que es la más divulgada y la que Valdivia usa como referencia, según lo deja ver la indicación de procedencia que pone a los epígrafes que abren cada una de las tres secciones en que su libro se organiza.5 En la breve nota introductoria que pone a su traducción de los Himnos (Novalis, 5
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De entrada hay que decirlo: es imposible que Valdivia no haya sido consciente que puede haber una nota de soberbia en el hecho de idear y titular un libro suyo como Nuevos Himnos a la Noche, implicando con ello la intención de agregar los propios a los escritos por Novalis, en un plano de equivalencia; al respecto, y sin dejar de sonreír ante la travesura de Valdivia, creo notar que la novedad que se propuso debe entenderse en el sentido de actualización (son nuevos porque son de ahora), antes que en el de igualdad (son nuevos porque le faltaron a Novalis, quien los habría escrito así). Al adoptar la primera opción de novedad como correcta, hay que anotar, en consecuencia, que los himnos de Valdivia comparten con los de Novalis lo único que 200 años después de haber acontecido la vida y época del poeta alemán puede ser compartido aún, aquello que el transcurso del tiempo no agota, quiero decir, la visión, la actitud y las creencias (sólo algunas, a estas alturas) que articularon la revolución poética del romanticismo alemán; y que, en contraste, Escritos escogidos, Visor, 1984), Jenaro Talens pondera la realizada por José Francisco Elvira, quien tradujo y publicó juntas las dos versiones (Himnos a la noche y otras composiciones, Visor, 1974), y la de Eustaquio Barjau (Himnos a la noche. Enrique de Ofterdingen, Editora Nacional, 1975); en México la más difundida es la de Jorge Arturo Ojeda (Granos de polen. Himnos a la noche. Enrique de Ofterdingen, SEP Cien del mundo, 1987).
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no comparten —como no podían hacerlo— las modalidades formales predominantes en aquel tiempo, la peculiar condición de autoría que tuvieron los poetas románticos, la peculiar percepción que su medio social les otorgó, como tampoco la peculiar circunstancia histórica (todas lo son) en que el romanticismo surgió y elaboró su aventura y dispuso sus combates. En ese marco de entendimiento, Valdivia se arriesga en su libro a la construcción de una suerte de puesta al día, que es a la vez llamada de atención sobre su vigencia, y homenaje al credo poético de Novalis (y en realidad, de todo el romanticismo), expresado no sólo en sus Hymnen sino en todas las obras que llegó a emprender. Ya Albert Béguin, en su tratado clásico —El alma romántica y el sueño (FCE, 1a. ed. 1954)—, se ha referido a la dificultad (si no es que imposibilidad) de delimitar con exactitud y exhaustividad los contenidos del ideario romántico, de establecer el puntual origen histórico de cada aportación mítica que lo sustenta, de separar con nitidez la precisa aportación de cada uno de sus auspiciadores y sacerdotes (Goethe, Lichtenberg, Moritz, Carus, Jean Paul, Tieck, Von Arnim, Hoffman, y el propio Novalis, para circunscribirme a la órbita germánica), así como de describir las infinitas derivaciones y reelaboraciones que en la literatura posterior se ha hecho de los principios, los motivos y las imágenes de uno de los movimientos más influyentes en la historia, ya no de la literatura, sino del pensamiento, al cual, de hecho, el gran crítico francés se rehúsa a
tratar como una mera corriente estética y considera una suerte de estado del alma y de actitud espiritual que busca la recuperación del ser humano en la enteridad y plenitud de sus vínculos con el que fue, es y será (memoria, autenticidad y destino), y con el mundo. No obstante esa complejidad, Béguin señala en su tratado peculiaridades y acentos de cada uno de los poetas que estudia, atribuyendo a Novalis dos rasgos distintivos, que si señalo es porque nos descubren el espacio de afinidad en el que Valdivia lo elige como poeta emblemático cuya visión poética repite sin incurrir en la imitación, y trae al presente sin estridencia y con soltura. Esos rasgos son, por un lado, la articulación (parece paradoja y no lo es) lógica y nítida que Novalis otorga a las visiones y elementos recogidos en el sueño y la actividad inconsciente, y por otro lado, la definitiva creencia de que (uso sus palabras) “el mundo superior está más cerca de nosotros de lo que solemos creer. Ya desde este mundo vivimos en él y lo percibimos inextricablemente mezclado con la urdimbre de la naturaleza terrestre”, contra la idea de otros románticos de que el mundo superior es inaccesible o sólo abre sus puertas en el momento de la muerte. Ambos rasgos —nitidez de la visión nocturna y terrestridad del mundo superior— recorren el libro de Valdivia, y aun se ven reforzados en su efecto por otros, por ejemplo el recurso permanente a la simetría formal, que lleva a su autor a componer Nuevos Himnos a la Noche como un 161
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tríptico de triadas, al organizarse en tres partes simétricas —“Palabras en el árbol”, “Habitación de la noche” y “Navegación de lo terrestre”—, al componer todos los poemas en tercetos, y al decidir incluso, según el caso, distribuir los versos de un terceto en tres y cuatro cláusulas hexasilábicas (“En la hoja olvidada va escrito el secreto y es una cadena / de sílabas albas prendidas al tren dominado en el día / por tantas distancias atadas al suelo del cual se desprende su vía metálica”, p. 13), o componerlo en tres enunciados equivalentes (“Ama de la madera, / cisnesa de la lana colorida, / lumbre para quemar los días a tu paso”, p. 25), o sugerir una visión total en tres líneas: “Pero bastan dos ojos, tres palabras. / Todo sueña de nuevo este universo, / el que lanzamos al fogón de la existencia” (p. 60).6 En suma, un libro que, si bien incluye uno o dos poemas que pertenecen a una serie diversa (por anecdóticos y hasta de alusión y entendimiento privado; por ejemplo “Perfección de la alegría” y “Retrato de un viaje por Europa”), está escrito con luz y lucidez y sentido unitario. Similar y diverso a la vez resulta Horaciones, libro que es resultado de un singular ejercicio de creación de corresponYa que menciono la disposición material del libro, aprovecho esta nota al margen para señalar un pequeño reparo a la edición de Mantis: el libro se maneja con cierta complicación por la falta de un índice, y hay un par de versos con términos mal acentuados, en las páginas 71 y 74, respectivamente. 6
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dencias literarias (es decir: conceptuales, estéticas y formales) con la tradición latina, concretamente con la poesía de Horacio (65 a 8 a.C.). Como su título ambiguamente lo esboza, y como Valdivia lo explica en la “Nota del autor”, Horaciones es un proyecto de escritura intertextual, en el que cada uno de los 82 poemas que lo componen tiene como título y como eje expresivo un verso, o un breve pasaje, procedente de alguna de las odas y épodos del poeta latino. Construida la totalidad de los poemas con una idéntica conformación de ocho versos de diversa extensión, el proyecto del libro lo plantea Valdivia en dos momentos, uno en la aludida “Nota del autor”, donde escribe: “Al releer a Horacio en latín me vino una pregunta urgente, sorda, cual una inquietud que no podía ser pronunciada: ¿cómo diría el venusiano aquellas mismas cosas en nuestra lengua de hoy?” (p. 9); y el otro en la cuarta de forros, en cuyo texto anota que cada uno de los poemas que componen el libro “es una respuesta plausible a dicha cuestión”, indicando además el procedimiento que ha seguido: “el primer verso es la traducción personal del autor en castellano [de la frase latina del poema de Horacio elegido, se entiende]; y el resto de cada poema es la imbricación de la potencia horaciana con la intuición actual”. El proyecto así planteado, en el que a la traducción y a la lectura antológica de Horacio se suma un atrevido ensayo de imaginación poética para situar la privilegiada mirada del poeta romano en el presente,
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resulta —nadie lo negará— interesantísimo. Sin embargo, por mi parte, quiero decir que lo considero irrealizado, por varias razones. La primera razón es de carácter, digámoslo así, estadístico. Como es sabido, la producción poética —la producción en verso, sería mejor decir, pues una parte carece de propósitos líricos, aunque no de excelencia literaria— de Horacio se organiza canónicamente en sus libros de Sermones (conocidos en español como sátiras; dos libros y dieciocho composiciones), de Carmina (conocidos como odas; cuatro libros y 103 odas en total), de Épodos (también llamados yambos; un solo libro con diecisiete composiciones), de Epístolas (dos libros, veintidós composiciones en total), más el importante añadido de su Ars poetica (que algunos ponen al lado de las epístolas, al serlo, nada menos que la célebre Epistula ad pisones ; 476 versos) y del Carmen saeculare (setenta y seis versos).7 De tan extensa producción —incluso si nos quedamos nada más con las odas y los Cuando de Horacio se trata, la discusión acerca de qué parte de su obra es poética y qué otra no resulta inútil y, sobre todo, deplacée, pues se plantea con un criterio inaplicable en su época. Tarcisio Herrera Zapién, uno de sus traductores mexicanos, zanja el asunto cuando dice: “Irrefutable ha sido la comprobación de que no sólo en las Odas, sino en varias sátiras y en múltiples epístolas ha elevado el vuelo la mens divinior del amigo de Mecenas” (Horacio, Epístolas, versión de THZ, UNAM, “Estudio introductorio”, p. CXVII). 7
épodos, de donde proceden las frases de Horacio que el autor usa—, Valdivia sólo acude a veintiocho composiciones latinas. Y claro, no es que yo crea que la consistencia de una visión poética antigua o nueva dependa sólo de la extensión o del volumen de versos en que se organiza (Gorostiza está todo en un poema; Villaurrutia en una veintena de nocturnos); lo que ocurre es que Valdivia eligió tomar como punto de partida para elaborar sus poemas enunciados latinos demasiado breves —en ocasiones la sola unión de dos sustantivos (“uxor et vir” ), en otras un sustantivo acompañado de un adjetivo (“paterna rura”, “inverso mari”, “limina dura” ) o de otro tipo de modificador (“prata amantis”, “jungite fata” ), o una frase verbal, pero trunca (“Nox erat”, “consecrat insulis”, “urbes relinquam” )—, o demasiado circunstanciales en el contexto de la composición de origen —“bellaque matribus detestata”, de un poema de elogio rastrero a Mecenas; “sic tristes affatus amicos”, de un poema de celebración del vino y la embriaguez—, o demasiado manidos —“Beatus ille”, “Non omnis moriar”, “pulvis et umbra sumus”—, con lo cual, digámoslo así, la voz del gran Horacio llega a nuestros oídos interrumpida, asmática y de plano disminuida, como quizá no podría ser de otra manera cuando sólo en veintiocho de los ochenta y dos poemas leemos completo un verso suyo. Y claro, en tales condiciones, la “potencia horaciana” que Valdivia buscaría encauzar hasta hacer entroncar con la intuición actual resulta imperceptible. 163
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En otro caso, el pasaje de Horacio que se adopta consigue en efecto comunicar tanto un atisbo de su visión del mundo como la peculiar concisión y estructura elocutiva del latín: “Non qui profundum Danuvium bibunt” (No quienes beben del hondo Danubio, 49); “Quid ultra tendis?” (¿Para que aspiras a más?, 18); “Dicam insigne, recens, adhuc indictum ore alio” (Decir lo alto, lo nuevo, aquello no dicho, 29). Sin embargo, en buena parte de esos casos —aquí la segunda razón—, tampoco se consigue la actualización declarada de Horacio ni su incorporación a la discursividad poética del presente, sea porque el sentido literal y contextual de lo que Horacio dice con las palabras que de él toma Valdivia se reconduce hacia un derrotero diferente, a veces incluso opuesto; sea porque la visión del mundo del poeta romano se desdibuja o se vuelve irreconocible, al situarla en un contexto tan propio de Valdivia o de nuestra modernidad que en él Horacio deja de funcionar como Horacio. Doy ejemplos de ambos casos. Es cierto que Valdivia no se propuso repetir a Horacio sino resituarlo; es decir, tenerlo a una distancia en la que su presencia se perciba, lo que no ocurre en muchos casos. Revisemos el poema 19 de Horaciones : lo encabeza el verso de Horacio “vocatus atque non vocatus audit” (Carmina, II, 18); Valdivia traduce: “Y llamado o no llamado escucha”, frase que pasa a ser su primer verso y el punto de partida de otros siete, en los que invita a oír “las espuelas de oro del día”, el latido del cuerpo amado y la voz augural de las 164
montañas distantes, hasta completar un poema de muy agradables sugerencias, con imágenes nítidas y la voz reconocible de Valdivia, pero en el cual, y ése es el punto, nada tiene que ver ya Horacio —su lenguaje, su mundo imaginario, sus ideas—, por tres razones: porque la frase suya que le da título y pie a Valdivia en su origen pertenece a un poema de aberración de la avaricia, contrario al sentido del suyo; porque en el poema horaciano la frase se aplica a Carón, el servidor de Orco, quien escucha a todos y acude a su llamado en la muerte, y no al enamorado de una mujer; y finalmente, porque la frase original está ejecutada en indicativo y no en imperativo. Muy similar es el caso del poema 21: su título latino “leniter atterens caudam”, al traducirlo Valdivia se convierte en el verso castellano “Al agitar la cola suavemente”, frase imposible de ser reconocida como horaciana dada su neutralidad, que pudo haberse escrito sin acudir al poeta latino, y que, además, en el poema original (Carmina II, 19) constituye un pasaje circunstancial del discurso que el poeta dirige a Baco para declarar su poder incluso ante el Cerbero, vigilante del Hades, quien, al ver a Baco, mueve la cola, se humilla y le besa las plantas con su boca trilingüe, mientras que esa misma cola, en Valdivia, es la de un grupo de estrellas consteladas en la forma de un gallo que al agitar su cauda auguran el destino. En el otro caso, la traslación de Horacio a la actualidad se malogra por una imposibilidad de orden poético. Me explico: por razones quizá históricas y de sensibilidad,
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en la poesía de Horacio no hay exploración de la intimidad ni elaboración abstracta de los sentimientos; en contraste, los poemas de Valdivia en Horaciones son incursiones en la interioridad del que ama y odia, del que contempla el paso del tiempo y explora los misterios de la noche, lo que hace que, a veces (poemas 24, 42, 49), la composición inicie, sí, en Horacio pero termine en Nerval y Lautréamont. Con todo y lo dicho, la mayoría de los poemas de Horaciones acaban siendo, si no horacianos, sí (¿y qué otra cosa quiere el autor y el lector?) buenos poemas en lo que podría llamar una manera latina antes no explorada por Valdivia, caracterizada por el trazo neto y limpia ejecución de los poemas, y por la evocación sintáctica del latín mediante el uso del hipérbaton, la elisión ocasional de conectivos y verbos, y la exploración de unas preocupaciones y motivos perdurablemente asociadas al orbe clásico latino (la renuncia epicúrea a las riquezas y los fastos, la alabanza de la vida simple, la divinización del poeta y la poesía, el tempus fugit, etc.) con resultados muy logrados en los poemas 6, 7, 10, 11, 12 al 16, 18, 22, 30, 33, 34 (un tanto tópico), 35, 39 y 40 (que deben leerse juntos, por lo que dicen y por compartir fragmentos de un mismo verso horaciano: Dignum laude virus Musa vetat mori : Al hombre digno de alabanza / Musa vétale morir ), 45, 51, 54, 62, 65 (aunque cambie el sentido de limina dura), 71 (aunque calque el tópico), 73 (conseguido desahogo), 80, 81 y 82, el último del libro, titulado “et fulgente decorus arcu”, cuyos primeros
dos versos (con cuya cita concluyo) dicen (el primero es la traducción de la frase titular): “El arco decora fulgente / firmamental de fuego, nuestro tránsito.” Que así sea.
Un diabólico artefacto ALEJANDRO HERMOSILLA SÁNCHEZ Marco Tulio Aguilera Garramuño, Historia de todas las cosas, Ediciones de Educación y Cultura, Puebla, 2011, 516 p.
La mera existencia de un libro como Historia de todas las cosas debería obligar a gran parte de la crítica española a plantearse hasta qué punto su lectura del desarrollo de la literatura hispanoamericana durante el siglo XX no se encuentra repleta de grandes vacíos, omisiones e injusticias. Porque es inconcebible que hasta ahora, prácticamente cuarenta años después de su primera versión (1974), casi no existan reseñas de este libro en ningún medio peninsular y no se lo conozca ni se haya debatido sobre él con un mínimo de profundidad. Me imagino —entre otras muchas razones— que porque, debido a criterios comerciales, tal vez no se quisiera confundir a los posibles lectores hispanos con un libro realizado por un autor de nombre diferente a los ya conocidos en aquella época —Borges, Vargas Llosa, Cortázar, García Márquez— o porque el texto 165
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en sí obligaba a plantear una serie de cuestiones que era necesario abordar con un mínimo de rigor si se quería ser justo con él. De lo que estoy convencido, de cualquier manera, es que tanto su homenaje como su parodia al realismo mágico tuvieron mucho que ver con el vacío que se le hizo al libro, ya que la aguda forma a través de la que leía, interpretaba y daba su propia respuesta a muchos de los temas recurrentes de la literatura de García Márquez no era en absoluto cómoda. Al contrario. Se encontraba cargada de un jocoso humor, una soterrada ironía que, en algún caso, no sólo cuestionaba muchos de los tópicos con los que hasta entonces se concebía la literatura hispanoamericana sino que además nos confrontaba directamente con ellos. De hecho, el texto obligaba a realizarse toda una serie de preguntas controvertidas, no sólo en su tiempo sino hoy en día, nada fáciles de ser asimiladas y digeridas por el establishment literario. Por ejemplo, ¿se ha leído realmente bien a García Márquez? ¿Se ha realizado una lectura verdaderamente profunda del realismo mágico o únicamente superficial? ¿Estamos dispuestos a repensar nuestra visión sobre los acontecimientos de la historia americana las veces que sea necesario aun sabiendo que nunca vamos a encontrar un consenso común ni una verdad única? A este respecto, se comprenderá que Historia de todas las cosas era un libro realmente difícil. Porque no era únicamente un relato mágico sobre la fundación, construcción y desarrollo de un pueblo centroamericano en el que se nos narran 166
sucesos más o menos hilarantes, increíbles, maravillosos sobre sus diversos pobladores. No. Si sólo hubiera sido esto, muy probablemente se la hubiera considerado una novela muy exportable si el autor hubiera aceptado pulir o atemperar ciertos incómodos ripios barrocos —para el lector común moderno— del texto. Sucede que, en realidad, el libro compuesto por Marco Tulio era otra cosa. Un diabólico artefacto que satirizaba tanto los relatos oficiales como los antioficiales y novelescos desde los cuales se ofrecía hasta entonces una visión de la construcción política y social del continente americano, además de una reflexión acerca del lenguaje utilizado para narrarnos la historia americana que no por ello dejaba de hacer una celebración del mismo. En consecuencia, era una novela que se encontraba prácticamente en territorio de nadie. Y era, desde ahí, desde un rincón sumamente personal y rebelde que observaba y transfiguraba con sorna, sordidez y un negro y jocoso —pero no exento de sabia lucidez y humanidad— sentido del humor, una realidad incómoda, contrahecha, caótica, deslucida, árida y, por momentos, sí, terrible, cuya descripción lejos de ser fija y cristalina era oscilante y fluctuante. Ello contribuía a que el libro se prestara a ser leído de las más diversas formas, complementarias y contradictorias. Es decir, como si fuera una epopeya poética en que se nos narrara, desde sus orígenes, la fundación de una ciudad latinoamericana que podía ejercer la función de símil de todo un continente, como un tratado literario que intentara dar
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respuestas activas, prácticas y veraces a un problema central por aquel entonces —y seguramente todavía hoy— en el continente americano, como es la construcción de su imaginario, o como una especie de fresco realista y burlesco sobre una sociedad a medio hacer que retrataba con ojo de cirujano y ridiculizaba y magnificaba por igual. Presupongo que fue otra de las causas que perjudicó la recepción del texto en su conjunto cuando fue publicado, e incluso hoy en día dificulta su cabal entendimiento tras una primera lectura. En realidad, desde mi punto de vista, si hasta ahora, salvo determinadas excepciones, en el medio hispánico todavía no se ha realizado una interpretación válida o precisa del libro de Marco Tulio es porque no se han comprendido ni sabido ubicar en su contexto adecuado los aspectos del texto que lo dotan de su carácter agreste, libérrimo y salvaje —a pesar de su cuidado y meditado estilo—, haciéndolo tan difícil de domar como de encasillar. Esto es: no se han estudiado sus contradicciones internas, las cuales, en este caso concreto, nacen, según mi parecer, de las dudas que debieron cercar al escritor en el proceso de elaboración y posterior reescritura de esta obra. Ante todo, porque debió enfrentarse a una compleja problemática: su derecho, así como su necesidad —casi desesperada—, de ofrecer su particular visión de una realidad previamente visitada por muchos otros narradores americanos que, si de alguna forma lo inspiraron y le ofrecieron el manto lingüístico y literario necesario para sentirse
seguro antes de escribir su historia, también pudieron dificultar la valorización objetiva de aquello que realizó y, en algún caso, imposibiltar su gestación. Es cierto que los obstáculos que tuvo que vencer Marco Tulio son muy parecidos a los de todo nuevo escritor o creador. También es cierto que lo recién apuntado sobre el escritor colombiano se puede decir de tantos otros. En este caso, me parece que la situación y las circunstancias fueron mucho más extremas debido a que la eclosión literaria del referente en el que el joven novelista se apoyaba y parodiaba —García Márquez, el realismo mágico, la novela histórica americana— había ocurrido tan sólo pocos años antes, sin permitir que se produjera con la calma necesaria el análisis objetivo de sus logros y alcances así como de sus posibles errores. Tal cosa provocó que el problema que enfrentó y superó Garramuño cuando concebía su creación se convirtiera no en grande sino, me atrevería a sugerir, gigantesco. Más aún, si entendemos que el libro fue escrito en una anónima población costarricense, dejada como quien dice “de la mano de Dios”. Visto lo anterior, se entenderá que fuera inevitable que esa lucha y fricción parricida entre sus antecedentes y aquello que el joven escritor colombiano era en 1974 se volcara en la novela de una u otra forma, confiriéndole su inusual libertad, rebeldía y originalidad muy difícil —como ya dijimos— de aprehender, y que fueran estas mismas fuerzas las que condicionaran el desarrollo argumental del libro en 167
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muchos sentidos, así como su registro narrativo plural —ordenado y caótico, deslavazado y preciso al mismo tiempo—, los que provocan que se encuentre tan cerca como lejos de las canónicas obras del realismo mágico americano. Acaso porque su urdidor no se sentía tan seducido por la trama en sí sino por su forma de concebirla. No tanto por lo que veía y debía describir sino por la manera en que podría hacerlo para ser honesto consigo mismo y su herencia literaria sin por ello ser dócil, servil o pecar de abigarrado y falso. Es de esta forma que yo leo muchos de los capítulos de un libro que está hecho tanto para disfrutar con sus personajes y enseñanzas como para rememorar los problemas que enfrentó el escritor cuando lo escribía: como si se tratara de un combate y, a la vez, de una colaboración entre Marco Tulio y la tradición literaria de la que procedía con el fin de crear un híbrido narrativo que no fuera ni totalmente continuista ni absolutamente irreverente con un pasado que estaba más interesado en cuestionar e interrogar que en criticar o reverenciar. Ello provoca probablemente que, a lo largo del febril desarrollo de Historia de todas las cosas, nos encontremos con todo tipo de elipsis o —por decirlo en un lenguaje más común y afín a la realidad frugal y deslavazada del libro— zancadillas al desarrollo temporal y narrativo de una historia que juegan, a mi entender, un papel esencial, fundamental. De esta manera nos conducen a reflexionar sobre el relato narrado con mayor lucidez, sin dejarnos llevar totalmente por 168
la pasión de la trama ni por el vertiginoso y divertido discurrir de sus ralos y entrañables personajes (a los que, por otro lado, se les dedican saludos cómplices continuamente). Y nos obligan a tomarnos el tiempo necesario para entender cuál es la compleja y paradójica mirada del escritor al mundo (real y literario) retratado. Algo que parece obligatorio para terminar de comprender las características últimas de un libro que era una auténtica paradoja en sí mismo en cuanto desarrollaba con frugalidad, delectación, gozo y una gran extensión, una historia que, de alguna forma, aspiraba, ante todo, a ser una reflexión; o, en otras palabras, una fábula novelada que, en realidad, deseaba ser una especie de ensayo narrativo de carácter autobiográfico sobre la narrativa americana de su tiempo, aunque no se conformaba únicamente con este objetivo. E intentaba, además, ofrecer enseñanzas válidas y globales que trascendieran a la época, condiciones y circunstancias en que fue escrita. He aquí la problemática de un libro que llevaba inscrito en su código interno su propia crítica y su comentario sin hacerlos expresos en ningún momento. Éstos le conferían un carácter metanarrativo desconcertante puesto que demostraban que su urdidor poseía un mundo y una mirada propias que iban mucho más allá del realismo mágico que, de una u otra forma, se veía obligado tanto a homenajear y citar como a parodiar para intentar trascenderlo o superarlo y conseguir (al fin) mostrarse y encontrarse. Visto lo anterior, se comprenderá que
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no nos sorprendamos cuando leemos que Historia de todas las cosas fue reescrito al menos en tres ocasiones (1974, 1979 y 2011). No de otro modo podía ser si tenemos en cuenta las intensas luchas y contradicciones que sostienen su armadura narrativa que provocan que, en la novela, se sienta tanto el goce del escritor al describirnos su mundo en ebullición como la necesidad de salir de él. Como si el texto fuera un pretexto para huir a “otro lugar” —tal vez de sí mismo— pero también una forma de encontrarse o de ofrecer un testimonio de quién fue y siempre sería, independientemente de a dónde lo quisiera conducir la vida. Un reflejo es el hecho de que la novela se encuentre repleta de una vitalidad desbordante pero, asimismo, de un soterrado escepticismo que le ofrece su carácter destemplado, solipsista, huraño, juvenil y frenáptero que, puede que contribuyera en su momento a su incomprensión aunque, muy posiblemente, le garantice la supervivencia en el futuro. Un futuro que, tal vez, sea mucho más benigno con el libro que su presente si es capaz de vislumbrar las tensiones y luchas a través de las que se ha forjado una narración que merece un mayor reconocimiento y un estudio más profuso que vaya más allá de la manida y consabida comparación con García Márquez. Porque, en realidad, Historia de todas las cosas tiene otras muchas influencias tan o más importantes. Como, por ejemplo, las de la prosa satírica, jocosa y aguda de Rabelais y la ácida o pesimista pero no exenta de ironía de Quevedo. Incluso, me atrevería a
decir, la de las narraciones de Las mil y una noches. Pues, entre otras muchas cosas, Historia de todas las cosas es un relato inacabable, una fiesta del lenguaje que se bifurca continuamente, desarrolla tramas narrativas que ya teníamos olvidadas y fabula despreocupada y relajadamente con sus personajes que no nos sorprendería que tuvieran tratos con effrits o genios, que viajaran a lugares imposibles o bailaran danzas inacabables en beneficio de una narración que, entre otras muchas cosas, es una declaración de amor lingüística. Y que, consiguientemente, se cierra con una sutil e interesante reflexión de caraćter platónico sobre la naturaleza del lenguaje y las ficciones. De lo que no cabe duda es que resulta un libro difícil de catalogar y encasillar. Repleto de estilos, influencias y fuerzas que confluyen mágicamente en un espacio —similar al de la población descrita entre sus páginas— que termina reflejando estas contradicciones. Y que, por consiguiente, engaña a primera vista. Así lo demuestra el que, bajo su apariencia de novela barroca maravillosa o mágica, ofrezca una visión sin templanza y misericordia del horror, del vacío y el caos, así como de la esquizofrénica indefensión vivida en muchos de aquellos pueblos americanos cuya realidad —desde la publicación de Cien años de soledad— comenzaba a ser caricaturizada, vista como una curiosidad exótica sin tener en cuenta ni el sufrimiento ni las condiciones, en algún caso, infrahumanas en que vivían sus pobladores que únicamente gozaban del humor y la imaginación 169
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—de lo que es un ejemplo el narrador Mateo Albán dentro de la novela de Marco Tulio— para subvertir su inclemente destino. Un destino incómodo, contrahecho e incierto, como ponía de manifiesto su final abierto, que contrastaba con el del famoso libro de Márquez que parecía cerrarse en sí mismo envolviendo a los personajes en el tiempo de la fábula. Al contrario, en Historia de todas las cosas nada concluía. Todos los caminos y senderos permanecían abiertos, como si al novelista le importara más la realidad que la fábula. Ello provocaba un cierto desasosiego cuando se terminaba un texto que, ¿por qué no?, podía haber sido firmado —en lo que se refiere al nihilismo soterrado que lo recorre— por Juan Carlos Onetti, porque no sólo cuestionaba internamente la épica sino, a su vez —ya lo hemos dicho—, lo antiépico. En este sentido, era mucho más que la apostilla al libro de García Márquez o al realismo mágico. Era su necesario desglose: la visión matizada y perfilada —además de satirizada— de un movimiento narrativo que provocó muchas pasiones y furor pero pocas reflexiones que diagnosticaran y calibraran, con exactitud ni miedos, sus verdaderos logros y alcances. Por lo tanto, suponía el toque de queda definitivo de un estilo y forma de ver las cosas que —pocos años después de su eclosión— comenzaba a estar agotado, había perdido gran parte de su componente creativo y rebelde y estaba siendo condenado a la domesticación —véanse los libros de Isabel Allende— y estereotipación. Cosa 170
contra la que el libro de Marco Tulio luchaba. Y a la que denunciaba de todas las formas posibles en una novela que ejercía —en lo que se refiere al realismo mágico— una función parecida a la que la segunda parte de El Quijote de la Mancha cumplía respecto la primera. Y que, por esta razón, escandalizaba y sorprendía a partes iguales, provocando todo tipo de elogios y silencios desmesurados que son, a mi entender, el mejor diagnóstico para demostrar que, en esencia, el libro todavía sigue sin comprenderse. Continúa sin verse como ese clásico satírico —necesario y relativizador— de la literatura hispanoamericana y su más famosa corriente estilística que probablemente sea. Un libro que nos obliga de nuevo a replantearnos muchas de las cuestiones históricas que ya se daban por sabidas del continente americano (o, al menos, a volver la vista a ellas) y al que, más allá del vacío que se quiera hacer sobre él o incluso de sus méritos literarios, auguro que se deberá volver en un futuro para comprender mejor la historia no sólo de una literatura sino de un continente que, como bien sabemos por las Crónicas y, sobre todo, Ricardo Palma, es inseparable de las formas y maneras a través de las cuales ha sido fabulado, imaginado.
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Literatura y vida HÉCTOR M. SÁNCHEZ Esther Hernández Palacios, Diario de una madre mutilada, Ficticia, México, 2012, 104 p.
Könnte jeder brave Mann Solche Glöckchen finden, Seine Feinde würden dann Ohne Mühe schwinden, Und er lebte ohnen sie In der besten Harmonie1 W. A. Mozart, Die Zauberflöte, I
Un texto, bien lo sabemos, puede ser leído desde tantos enfoques como lectores tenga. El que ahora vamos a comentar, Diario de una madre mutilada, de Esther Hernández Palacios (Premio Bellas Artes de Testimonio Carlos Montemayor, 2011), ofrece, desde nuestra perspectiva, dos principales líneas de lectura: la referencial-periodística y la literaria. Cada una de ellas merece una atención aparte. La primera, orientada a buscar el valor de verdad de los acontecimientos, significa, para quienes vivieron de cerca los episodios narrados en estas páginas, una recreación de los mismos, acaso desde un punto de vista muy particular: el de su ¡Si todos los hombres honestos / poseyeran campanitas como éstas! ¡Todos los enemigos como ésos / desaparecerían sin esfuerzo, / y aquéllos podrían vivir / en la mejor de las armonías! 1
protagonista, y, para quienes no lo hicimos, una fuente histórica para escribir uno de los capítulos más oscuros dentro de la historia contemporánea de México: el del narcotráfico. Pero no es este camino de interpretación, sino el segundo, el estrictamente literario, el que más ha llamado mi atención al leer este texto, lo cual se debe a dos razones fundamentales: por el valor estético de la obra misma, en primer lugar, y por la reflexión que, a partir de allí, podemos hacer en torno a la función de la literatura y del arte en nuestras vidas. En mi opinión, un producto artístico es tanto más valioso mientras mayor capacidad tenga para recrear y convocar las fuerzas primordiales de la existencia. El diario, ya como género de escritura o, más en específico, como género estético, con su licencia consuetudinaria2 para echar mano de una El diario personal, en tanto obra no concebida originalmente para ser publicada, sino como mero cuaderno de apuntes, conserva para sí el derecho, por decirlo de algún modo, de mezclar entre sus páginas elementos de diversa procedencia e, incluso, fragmentos inconclusos o carentes de pulimento, característica que, desde una visión dogmática de la literatura, no es propia de los textos que han de salir a la luz, los cuales deben, por lo menos, entregarse a la imprenta “acabados” y “bien trabajados”. Muchos escritores, y desde hace mucho tiempo, aunque con cambios sustanciales a través de la historia, han aprovechado la cualidad intrínseca de los diarios personales, “meros cuadernos de trabajo”, para hacer de ellos un género literario 2
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multiplicidad de recursos, se convierte, desde esta óptica, en un instrumento privilegiado para captar —y, en este caso, para plasmar de forma artística— la diversidad y la heterogeneidad de la vida humana. Veamos, para empezar, cuántos registros aparecen en Diario de una madre mutilada, para después hablar de cómo se relacionan entre sí. En primer sitio, y de manera cuantitativamente predominante, aparece la narración: un yo femenino, la autora del diario, describe más o menos lógica y cronológicamente una anécdota central: la referente al asesinato de su hija. Sin embargo, al lado de este hilo conductor, figuran otros elementos igualmente importantes: relatos contados por voces ajenas a la principal (por ejemplo, en los apartados IV-VII de la entrada del 26 de junio, las pertenecientes a las cuatro amigas más cercanas de Irene); los diálogos (punto de contacto con el teatro); la poesía, presente ante todo en los múltiples epígrafes y en los versos insertados en el cuerpo prosaico del texto, pero, también, en las imágenes que van figurando entre la redacción principal de la obra; finalmente: discursos con un mayor grado de informalidad, tales como notas periodísticas, con funciones estéticas particularmente definidas. Entre los que tienen un valor estético ejemplar se encuentran, limitándonos únicamente a la literatura hispanoamericana contemporánea, El viaje (2000), de Sergio Pitol, y El material humano (2009), de Rodrigo Rey Rosa, en el que nos detendremos brevemente algunas líneas más adelante. 172
correos electrónicos y búsquedas en Internet, componentes estos últimos indisolublemente asociados con nuestra idea de la cotidianidad —y de lo real. Hace un par de años leí un texto fabuloso: El material humano (2009), de Rodrigo Rey Rosa (1958), texto que, al igual que el presente, está redactado en forma de diario y que incluye en su cuerpo narrativo elementos provenientes de fuentes epistemológicamente contrastantes: citas (de obras de Voltaire), un listado (de fichas del Archivo de la Policía Guatemalteca), resultados de búsquedas en Google, etc. —y que, cabe decirlo, aunque sea de paso, concluye, justo como el de Hernández Palacios, con la esperanzadora escena3 de un niño que, rebosante de ingenuidad, le pregunta a un adulto, el autor del diario: ¿qué estás escribiendo? He pensado que este par de obras, aunque completamente distintas en cuanto a su tono emocional, coinciden en el hecho de que, antes que apostar por una episteme exclusiva o predominantemente narrativa, se estructuran más bien por una multiplicidad de registros fenoménicos (ensayo, nota suelta, diálogo, poesía) y que, a partir de la adecuada combinación de los mismos (un ars combinatoria de la heterogeneidad) logran producir un efecto estético considerable; En Diario de una madre mutilada, otro episodio lleno de candidez aparece casi hacia el final de la obra: “Inocente, uno de mis ángeles —¿exterminador o guardián?— me regala, de postre, dos dulces de leche, de esos que llamamos glorias” (4 de julio, VI). 3
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dicho estilo encuentra en el diario el “recipiente” idóneo para manifestarse, pero también puede cobrar vida en la crónica, tal como lo muestra Juan Villoro, por ejemplo, en Safari accidental (2005), en el ensayo o incluso en la novela, tal como, con absoluta maestría, lo hace Sergio Pitol en Domar a la divina garza (1988) o, bien, en sus libros “de memorias” posteriores: El arte de la fuga (1996), El mago de Viena (2005) y Memoria, 1933-1966 (2011). Volvamos ahora a Diario de una madre mutilada y sinteticemos nuestro juicio literario en las siguientes palabras: dicha combinación estética de registros, aunada a una gran dinamicidad conseguida por la sucesión de frases y oraciones breves —característica que también hallamos en Rey Rosa, aunque en su caso las frases carezcan del sentido poético-simbólico que sí hay en Hernández Palacios; Rey Rosa, apuesta, en cambio, por una expresión directa y “realista”— hacen de ésta una obra de considerable valor artístico. Pero no es éste, sino uno más vivencial, el que quiero resaltar ahora: el de la literatura y su gran poder para transformar una realidad funesta, como la narrada en este diario, en una fuente de placer estético, proceso que se vive así del lado del creador como del de los receptores. En la última entrada de su Diario, la propia Esther Hernández Palacios nos habla precisamente del poder sanador, casi religioso, de la literatura —y, por extensión, del arte: “Irme cuando menos de mi ciudad. No quiero hacerlo: aunque me acompañaría mi hija pequeña, dejaría aquí a la mayor,
a mi yerno y mis nietos. Tendría que dejar de hacer lo que más quiero: enseñar la fuerza vital de la palabra en la poesía, la única forma de superar la muerte.” Y esta afirmación podría ir aún más lejos: si los sicarios que ahora manejan nuestro país, nuestro continente; si los gobiernos corruptos que los respaldan —como respaldan al capitalismo, del que el narcotráfico no es sino una de sus derivaciones más violentas— supieran disfrutar de la perfección, por ejemplo, de La tierra baldía, de T. S. Eliot, o hubieran experimentado una vivencia sensible-intelectual escuchando Die Frau ohne Schatten, de Richard Strauss, tal vez se darían cuenta del significado material y espiritual de la vida, y de que nadie, ni siquiera Dios, tiene derecho a privarnos de ella violentamente antes del tiempo marcado por la naturaleza. Si los representantes políticos se emocionaran verdaderamente con la coreografía de un ballet folclórico, o se murieran de risa con una película de Chaplin, tal vez dejarían de pensar en sus propios intereses y estarían dispuestos a trabajar con la sociedad civil para construir una realidad en la que, además de un trabajo no sólo digno, sino dignificante, y de la remuneración económica correspondiente, todos pudiésemos ejercer el derecho humano de estar en contacto con la música, la pintura, la literatura. Nuevamente, el sueño romántico del arte como redentor de la especie humana aparece en nuestros corazones… y seguirá apareciendo cada vez que, como ahora, las alas negras de la muerte, de la guerra y de la opresión se ciernan sobre nosotros. 173
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Firmeza ISAURA LEONARDO Ferréz, Manual práctico del odio, Sur+, México, 2012, 302 p.
Nací para no lograrlo pero lo hice. Tupac Shakur (rapero)
Me interesan los libros que tratan sobre el odio y confío en las publicaciones de Sur+ Ediciones (Oaxaca). Siguiendo esta simple y caprichosa premisa no sólo adquirí el Manual práctico del odio (2012) de Ferréz, sino que además fui a la presentación en el Distrito Federal, a cargo del traductor. No me arrepiento de ninguna de las decisiones anteriores, y a poco intentaré decir por qué y, en todo caso, lograr que eso tenga pertinencia. Reginaldo Ferreira da Silva, aka Ferréz, es un fenómeno de la literatura brasileña actual; es, para decirlo bien, un icono de la literatura urbana marginal (o periférica), de las favelas de São Paulo y el líder de todo un movimiento literario gestado en los noventa desde ese punto territorial, social y lingüístico. Si escribo aka no es para que esta reseña suene más cool, sino porque Ferréz es, en efecto, el also known as que Ferreira usa también en la escena hip-hop de Brasil, de donde viene y a donde vuelve constantemente y de cuyo filón ha extraído —sin duda— un extraordinario sentido del ritmo y la oralidad puesta en voz. Pero todo 174
esto no lo supe hasta que Sur+ Ediciones presentara su Manual práctico del odio traducido por Alejandro Reyes especialmente para esta pequeña editorial mexicana (existen dos traducciones anteriores, la española de 2006 y la argentina de 2011). De ahí que preciso hablar de Ferréz y de la novela a una mano y otra. Nacido y radicado en Capão Redondo, una de las favelas más peligrosas y pobres del país sudamericano (dicen que la conoce más la policía que los brasileños), Ferréz escribe de lo que sabe: la vida en los barrios bravos de su ciudad, o quizá valga ir acotando mejor el asunto: la supervivencia en los barrios bravos de su ciudad. En esa cotidianidad de violencia y carencias, el niño Ferréz comenzó a leer y casi de inmediato a escribir y, entre ambas, aprendió a conocer a su gente para hacerla hablar, mucho más que para hablar de ella. A la par que de su influencia literaria (varias novelas del siglo XIX, le he escuchado decir), la urgencia por registrar el habla —en términos del código— y el discurso —en términos del mensaje— de los diferentes tipos de personas que pueblan las favelas le viene directo del hip-hop, esa cultura urbana marginal estadunidense que parecía condenada a un efímero regionalismo pero que sirvió, entre otras cosas, para colocar en punto de visión los nudos conflictivos más arraigados en “las periferias” de las ciudades contemporáneas. Eso es lo que busca Ferréz: colocar en punto de visión, con voz autorizada desde su seno, la periferia de la urbe paulista.
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La gente de abajo, adentro y alrededor y sus historias contadas por ellos mismos. Manual práctico del odio (su tercera novela) sigue una línea argumental muy sencilla: Régis, delincuente de experiencia, prepara un golpe grande junto con otros “colegas”: Mágico, Aniña, Lucio Fé, Celso Capeta y Neguinho da Mancha na Mão. La trama es bastante simple y se antoja, incluso, un tanto costumbrista, pero Ferréz tiene recursos técnicos de los que se sirve con naturalidad y sin engolosinarse. La combinación de registros narrativos que rozan lo lírico: “Despierta con la luz del día ardiéndole en los ojos”; reflexiones rápidas, casi elípticas del narrador, en las que se condensa ya sea información o nudos narrativos: “El ya fallecido imperio soviético, hace mucho enterrado, dejó un legado a algunos compradores que continúan en guerra, el rifle de asalto AK47” y los códigos léxicos y de prácticas sociales de sus personajes, quizá uno de los tesoros mejor guardados de este escritor tradicional y peculiar que es Ferréz: “—¿Y el maluco es firmeza? —¡Hmmm! Para ganar lo suyo no hay más firmeza.” Sumado a todo lo anterior, un manejo preciso en la dosificación de sucesos, como en los mejores relatos policiales. Ferréz es tradicional (leído en español, desde una perspectiva hispanohablante y sin ahondar en los entresijos de la tradición literaria brasileña) en el sentido de que sus recursos narrativos se ciñen a los estilos conocidos en la novela: narrador omnisciente en tercera persona, diálogos que entran en estilo directo, operaciones
indirectas del narrador con los discursos de los personajes, puntuación gramaticalmente correcta, es decir, ninguna zozobra en la estructura ni ninguna pirueta de más. Pero es ágil, sorprendente, tiene el flow de alguien que rumia y suelta las historias que le son más cercanas con oficio. Cada vez que el narrador introduce un nuevo personaje, un nuevo hilo narrativo se desata, los tiempos verbales se imbrican, la focalización cambia: no existe centro. A Ferréz le interesan las personas de los márgenes, sus lenguajes, la gente, su gente, y eso se respira en el libro de principio a fin. Leído, Ferréz suena muy parecido a su rap, que es downtempo, contundente aunque con sofisticación y sutileza. Labor esta última que estimo en buena medida también atribuible al traductor: “Toma la decisión, decide huir mañana, en eso estaba pensando, en huir, en tomar sus ropas y mandar a todo mundo a la puta que lo parió, o mejor, a la puta que parió a cada uno de ellos, pero hoy no. La verdad es que José Antônio ya está decidido desde hace años, pero su valor se va con su furia, luego se tranquiliza y corre a abrazar a los niños, finge no ver sus ropitas rasgadas, finge no ver sus sandalitas gastadas, y los abraza como si fueran las cosas más preciosas que tiene, y en realidad lo son.” En Ferréz se agradece la habilidad —y me atrevo a decir, la conciencia— de escribir personajes humanos; sus criminales, los pobres, los abusados y los abusivos de la novela son seres humanos matizados todo el tiempo por un estira y afloja de decisiones mezquinas y verdaderos actos 175
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de amor. Están en el estereotipo que los lenguajes del “poder” han creado para ellos, pero se mueven y también están en su autopercepción y en otros sitios que ellos mismos no alcanzarían a imaginar o que por no poder verbalizar darían por inexistentes: “Eliana sentía en sus pequeños dedos blancos y temblorosos la puntada fría de lo que pronto la abrazaría entera, ya sentía en sus delicados pies el frío insoportable de la ausencia.” Es verdad que hay odio en esta novela porque la gente odia y porque hay odio en las favelas, como una respuesta casi orgánica —casi inevitable— a los embates del entorno; un odio descolocado, fuera de centro, sintomático, que reclama como puede su derecho de existencia. Dice Judith Butler: “Sería un error pensar que un reclamo político debe ser siempre articulado en la lengua; ciertamente, las imágenes de los medios hacen reclamos que no son inmediatamente traducibles al discurso verbal. Y las vidas hacen reclamos en todo tipo de formas que no son necesariamente verbales” (Contingencia, hegemonía, universalidad, FCE, 2011). Está el odio, aunque también Ferréz verbaliza y pone al descubierto de un modo casi peligroso el origen de ese odio, el mecanismo: el manual práctico, vaya. Y está ahí, como si se tratase de un carbón hirviendo, el eslabón clave: para los de adentro, los de las quebradas (un bloque de la favela), para los que ocupan el espacio liminal, todo y todos los de afuera (el otro adentro al que ellos no tienen acceso) son el enemigo. Porque sí, porque así es, por176
que ellos, en el escaso margen de acción de su contexto, entre someterse a las reglas del juego pautadas desde fuera y atacar, optan por jugarse el cuerpo, la vida. Lo que viene después es el caos: traiciones, hastío, homicidios, angustia, sexo, amor. Por un momento tuve el antojo de equiparar a Ferréz con los naturalistas del XIX, pero prefiero no enmarañar con conjeturas y dejarle ese trabajo a la crítica especializada. Si bien quizá convenga apuntar que la existencia de las favelas se inscribe en un decurso histórico-social-económico muy específico, pues, según el propio Ferréz, fueron creadas para llevar a su gente a morir (Clarín, suplemento Ñ, 02/07/12).
Una habitación con vistas CLAUDINA DOMINGO Claudia Hernández del Valle-Arizpe, Perros muy azules, Era/UNAM, México, 2012, 100 p.
La tristeza contenida en Perros muy azules es profunda, pero su profundidad goza de una nebulosa pérdida de memoria: es una sensación que ocurrió tiempo atrás pero cuyos resabios siguen con nosotros; sin embargo, a veces aparece y sorprende a los versos que creían estar a salvo entre sus pasadizos de palabras. Perros muy azules no es un libro preocupado por seducir al lector; es uno que exige una atenta lectura para fincarse en
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la habitación en la que constantemente los personajes se inmiscuyen en parlamentos ajenos y en el que cada poema contiene indicios, pistas, destinadas a ayudar a un desmemoriado a encontrar su biografía. Es un libro que castigará la ingenuidad con confusión y que premia al lector que, dudando de su lectura, duda del libro. Sólo al terminar la lectura comprendemos que los personajes comparten la misma trágica historia y que se duelen de manera semejante o que padecen la misma historia desde diferentes tiempos y diferentes ángulos. En la mayor parte del libro en verso blanco, en algunos poemas en prosa poética, Claudia Hernández del Valle-Arizpe fija los recuerdos de tres personajes: “Enferma”, “Solo” y de quien hace “El viaje”. En cada uno de ellos establece una voz poética clara y definida que se presta a configurar los distintos registros emotivos de las tres partes de este rompecabezas. La autora registra el deterioro de una paciente con Alzheimer, sobre todo desde la prosa poética. Se trata de un esmerado y cuidadoso ejercicio literario en que reproduce un discurso fincado por olvidos, donde el ritmo ha perdido dirección porque el lenguaje mismo ha dejado de ser una herramienta para convertirse en un feroz enemigo. No obstante, el olvido de los nombres de las cosas, la memoria selectiva pero arbitraria deja de ser únicamente un síntoma para convertirse en recursos que la autora emplea para conducir una aparente confusión no sólo de palabras sino
de voces. De manera paulatina, digamos sutil e imperceptible, casi escabrosa, Hernández del Valle-Arizpe hace dudar al lector de su memoria. Dice “enferma” desde el fondo de su memoria derruida: “¿Quién es Julia? Julia es tu hija, te vinieron a decir hoy, y quiere verte. La vecina te trajo una carta y la leyó y habló de Julia. Julia parque, Julia rotonda, árbol Julia. Cada noche borras del mantel una línea de pastillas. Ayer soñaste con una iglesia sin techo y con el aire hablando sobre la cabeza de un hombre; parecía la guerra pero no, sólo había silencio y un perro que te miraba.” En un tono marcado por la ira, la desilusión y la frustración se encuentra “Solo”: “De tanto reconstruirte acabaré por tocar/ tu cabello como tinta china,/ la tensión muscular y aviaria de tu cuerpo./ En tu honor escucho Bullets cien veces,/ devoro panes duros y pescado que se pudren.” Es éste el sonsonete de un hombre que se niega a abandonar una habitación pero que tampoco renuncia a la existencia; se trata del discurso de un “Solo” que se comunica con el mundo a través de la televisión, de la música que escucha y de los recuerdos de una relación sadomasoquista, pero de quien el mundo nada sabe, y “Solo”, consciente de esto, procura una dosis igual de desprecio a ese universo exterior que se le escapa. En el extremo opuesto se encuentra “El viaje”, que es quien hace el viaje más el hecho poético de anotar las líneas de su asombro. Así pues, más que muchacha o mujer, “El viaje” es un camino que da 177
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cuenta de su existencia en el asombro de los ojos femeninos que exploran ciudades por primera vez: “Cuando regreso a mi dormitorio/ tras cerrar con llave el salón/ comienza a caer la penumbra/ que va durmiendo a los pájaros./ Es necesario llegar,/ beber algo caliente,/ frotar los pies y taparlos./ Reconstruyo detalles como si navegara un río/ y mis ojos siguieran a un tiempo/ la superficie y el fondo./ Cuento mis sueños al que esté a mi lado./ Aunque duerma/ le describo cada hallazgo./ Veo desde el piso 20/ la ciudad que comienza a encender sus luces/ y una ferocidad de lobo me asalta:/ tengo un cuerpo y tiene un plazo.” La soledad es un viaje tremebundo dentro de nuestras equivocaciones y sus fatídicas repeticiones en la memoria; la bitácora de un viaje es el encuentro del viajero consigo mismo, una especie de consumación espacial de la soledad; el olvido es una soledad abismal en la que la enfermedad va hundiendo a la viajera de sus recuerdos, a la par de este viaje a la dilución. Así, no obstante que la historia se encuentra esparcida a lo largo de los poemas, la atención de ellos no se concentra en narrar los hechos, sino, como la poesía, en plasmar la impresión de un instante: “Una habitación con vista/ es más hacia afuera que hacia adentro/ y tiene verbos:/ asomarse, observar, acercarse,/ apúrate, voltea, ven, escóndete, ¡cierra!” Un elemento fundamental para comprender la conmoción de los personajes de este drama familiar y la belleza que perturba los ojos de la autora es la ventana. 178
Universos fuertemente encadenados al espacio y la perspectiva, las ventanas cambian sus cualidades según se observe desde ellas o se las mire: las segundas son las que imaginan, inventan, las que crea el que mira desde fuera mientras que las primeras son esa realidad ensoñada, única, transparente e íntima que vive quien, desde adentro, conjuga su tarde con un sustantivo airado y aéreo: “Qué imagen común y extraña/ la de una persona mirando hacia afuera,/ oculta por un vidrio, una cortina./ No hablo de quienes disfrutan,/ sobre los codos, las glorias del clima,/ ni de quienes toman el fresco y recibiendo el aire/ no están, en realidad, observando nada./ Me intrigan los que buscan algo,/ los que se contentan con la realidad exterior/ y también los que esperan/ los que espían/ los que imaginan lo que miran.” En esta habitación con vistas, el paisaje atraviesa por una conmoción creada por los tres personajes que participan de un drama que repercute en los diferentes tiempos en los que se encuentran estos personajes; “Solo”, “Enferma” y “El viaje” se hayan también en distintos observatorios pero comparten el sino de “vivir mirando”: lo que hacen los ciudadanos de otros países, lo que ocurre en la calle, de la que se sabe “por medio de” la ventana y, también, lo que hace el olvido absoluto con el tiempo y el mundo. A esta conmoción emparentada con la curiosidad, el rencor y la enfermedad nos introduce la autora a través de un código común, diríamos un lenguaje vertebrado por los remanentes de las palabras no olvidadas y con una
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elegancia exenta de pudor que se limita a contener, antes del último poema, la crueldad que habita donde viven Perros muy azules.
Contra la carcajada fácil ALEJANDRO BADILLO Ana García Bergua, La bomba de San José, Era/UNAM, 2012, 339 p.
De vez en cuando algún reseñista o crítico pone sobre la mesa la solemnidad de la literatura mexicana. Este reproche se hace cuando se analiza la tradición del género humorístico en el país y la poca atención que le dedican los autores contemporáneos. Parecería que el canon privilegia las obras plenas de simbolismo, de referencias intelectuales, juegos reservados para la academia. Los humoristas pasan como excéntricos que, simplemente, evitan hablar de asuntos más serios. Estos elementos me vinieron a la mente después de leer La bomba de San José, novela de Ana García Bergua (México, DF, 1960), porque no había sido afortunado mi encuentro con obras publicadas en los últimos años que se promovían como humorísticas pero que, para mi gusto, sólo se quedaban en la caricatura. A contracorriente de la carcajada fácil vinculada a lo grotesco o la tendencia que lleva al extremo una trama hasta volverla inverosímil, La bomba
de San José apela a una interesante construcción de personajes y a una historia que va in crescendo hasta desembocar en un carnaval del que nadie sale ileso. Antes de dar más referencias sobre el tema principal, debo señalar la habilidad de la autora para hilar un discurso creíble cuyos matices abarcan la oralidad, la confesión, la sátira y las claves de un misterio que, página tras página, alarga su resolución dejando enganchado al lector hasta las últimas páginas. La historia, ubicada en los sesenta en la ciudad de México, comienza en boca de Maite, una mujer de clase media, descendiente de españoles, casada con Hugo, un publicista que se siente atrapado en un matrimonio que lo aburre y que obstaculiza sus sueños de grandeza. Como desahogo, tiene la costumbre de escapar de casa para ir con sus amigos de juerga a algún paraíso vacacional. Hasta aquí, con estas fichas del juego, se podría pensar en una trama predecible en la que Maite adopta con facilidad el papel de víctima, muy a tono con las mujeres de la época que dejaban sus sueños con tal de conservar un matrimonio estable ante los ojos de la sociedad. Sin embargo, en las primeras páginas nos encontramos con un dilema interesante: Hugo, después de una de sus correrías, lleva a casa a Selma Bordiú, artista de cine que huye de una amenaza que no explica. La dinámica familiar se interrumpe para girar en torno a Selma, quien recibe todas las atenciones de Hugo. Maite sólo puede aventurar conjeturas y odiarla en silencio por el carisma 179
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que conquista a su familia, incluso a Lorenzo, su pequeño hijo. Después de la versión de Maite, tenemos la de Hugo que, en primera persona también, continúa la historia de la estrella de cine que lo encandila y que sigue ocultando la razón de su exilio. Hasta este punto tenemos un planteamiento interesante: la esposa que pasa por distintos estados de ánimo provocados por la presencia de la intrusa y el marido que se vuelve loco tratando de protegerla. Poco a poco entran en el escenario Néstor y La Rana, compañeros de trabajo de Hugo que van ganando protagonismo. Un buen día se les ocurre escribir un guión para continuar la carrera de la estrella caída en desgracia y la casa se llena de oportunistas, directores de cine y admiradores. Sin embargo Selma Bordiú desaparece y Hugo se enfrasca en una disparatada investigación para dar con su paradero: se mete en problemas y lo golpean en un hotel donde cree encontrarla. Como elemento final se suman dos personajes misteriosos, ligados con un político, que presionan a Hugo para realizar la película y que en realidad también andan tras los pasos de Selma. Las peripecias se acumulan aderezadas por un humor sutil que abarca a todos los personajes y que basa su efectividad en sus justificaciones: las de Maite, por tolerar a un marido que la ignora; las de Hugo, por seguir sus instintos románticos con su estrella perdida pero olvidando por completo a su familia. Estas características vinculan La bomba de San José a la sátira que explotaron autores 180
mexicanos como Jorge Ibargüengoitia o, antes de éste, José Tomás de Cuéllar. Este último se caracteriza por la creación de personajes que representan los defectos del México que trataba de consolidarse como nación después de la larga lucha independentista: el escalador de posiciones, sacerdotes manipuladores, señoritas que buscan un buen marido para conservar su estatus social. Esta mirada, a pesar de la moraleja de la época, se aleja de juicios sumarios o fáciles y deja en libertad a los protagonistas para enfrentarse a anécdotas que revelan sin pudor sus miserias. Ana García Bergua, al igual que José Tomás de Cuéllar, sigue a sus protagonistas con la acumulación de anécdotas atractivas y añade un punto muy importante: un proceso de transformación, de autodescubrimiento que lleva, a la postre, a Hugo y a Maite en direcciones irreconciliables. Estas características demuestran una de las virtudes de La bomba de San José : los personajes se mueven de forma natural, siguen sus pulsiones y no se limitan a un camino delineado con anticipación por el escritor. Si hay muchas novelas acartonadas con personajes que, en vez de hablar, emiten discursos y frases dignas de una antología filosófica, en la novela de García Bergua hay un uso efectivo de lo coloquial que no olvida elementos importantes como el ritmo, los juegos de palabras y las imágenes. Esto gana relevancia por el uso narrativo de la primera persona que ofrece una confesión, un discurso íntimo que parece sacado de la página de un diario.
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Al ser La bomba de San José una novela que, además de la peripecia, plantea un enigma, no abordaré los detalles finales de la trama para que el lector de estas líneas no predisponga su lectura. Sólo apuntaré que las aventuras de los personajes se complican y se impregnan de una atmósfera carnavalesca: Hugo no sabe cómo contentar a los mafiosos que siguen preguntando por la película y, sobre todo, por Selma Bordiú, mientras que Maite tiene un desarrollo más interesante al salirse de su papel de ama de casa. Lentamente empieza a cambiar gracias a la atracción que siente por Néstor, el compañero de trabajo de su marido que la inicia en la vida social y, en la intimidad, en aventuras sexuales. Otra clave que entra en juego y que redondea la evolución de Maite es el contexto. Ana García Bergua evita un “descubrimiento” simplón, aparecido por arte de magia, al rodearla de la efervescencia cultural de los años sesenta: la ciudad está en plena expansión y, además, es receptora de todo tipo de vanguardias artísticas. Es la época de la lucha política y de las manifestaciones estudiantiles, pero también es el tiempo de la clase media que, sin muchos apuros, puede mantener un hogar, ahorrar y tener vacaciones de vez en cuando. Aquí aparecen como telón de fondo escritores, pintores y cineastas. La cultura deja lo local para tratar de integrarse al primer mundo. Todos los protagonistas se mueven en este grupo que incorpora nuevos códigos: liberación sexual, crítica a las instituciones políticas y a los roles sociales. Lejos están los tiempos
de la lucha armada cuando la violencia y el hambre asolaban el país. Además hay otro elemento de los años sesenta que aprovecha la autora: la clase política priista que, para entonces, controla de forma absoluta todos los mecanismos del poder. En la novela aparece en todo su esplendor la cultura de la transa y de las palancas. Los personajes aceptan ese juego, ya sea para salvar el pellejo o, en el caso de Hugo, para luchar por el amor de Selma Bordiú. Así como hay vasos comunicantes, en el sentido de modelos de personajes, con José Tomás de Cuéllar, en la mirada incisiva de García Bergua podemos relacionar la obra con las novelas y cuentos de Jorge Ibargüengoitia. Ambos comparten la misma estrategia: el tono que se mueve entre la ironía y la aventura. Conforme se acerca el final, el telón se descorre y deja al descubierto la estrategia de un político priista, consentido del presidente en turno, para realizar una fantasía fílmica que incluye secuestrar al equipo de producción, actores y guionistas. Una vez que se llega al límite, los mecanismos del poder entran en juego para reestablecer el equilibrio necesario para el régimen. Sin embargo, no podemos hablar de una conclusión feliz, en la que se sanan por completo las heridas y todo vuelve al punto de origen. Para la pareja protagonista, aquella que narra la historia, hay un cambio que es irremediable no por la intención de la autora sino por las experiencias ganadas en el camino y que no los llevan a ser mejores sino diferentes. Por esta razón hay un cierto aire de derrota para Hugo y Maite, 181
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quienes empiezan caminos separados. Otro aspecto rescatable del contexto que ofrece la autora es la verosimilitud con que retrata a la ciudad de México de hace varias décadas. En vez de esforzarse en la acumulación de objetos, símbolos o marcas para ubicar al lector en la época, se abordan estos elementos no de manera explícita sino en la manera de pensar de los protagonistas y en su desenvolvimiento social. Esto ofrece una imagen mucho más vívida de la ciudad de México y genera, al llegar a la última página, una sensación de nostalgia de aquella época que inició un cambio en el país del que somos herederos. Como apunta el personaje de Carlos, en Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco, la capital se transforma, las calles se extienden, las formas de convivencia son distintas. Al margen del contexto y de los protagonistas principales, el manejo del personaje de Selma es acertado y se puede dividir en dos papeles: el primero, que es más visible, cuando la vemos interactuar con la familia y escuchamos su voz en boca de Maite y Hugo; el segundo comienza con su desaparición. En vez de ofrecer una certeza o pistas claras sobre su paradero, García Bergua mantiene a la estrella de cine como un gancho que conserva el interés en las acciones de los demás protagonistas: sólo hay rumores, dichos, incluso una escena en la que Hugo asiste a la premier de una película para verla en la alfombra roja y, cuando está a punto de hablarle, sucede un atentado que vuelve a enturbiar las cosas. Esto se relaciona 182
perfectamente con el aspecto político de la obra y su crítica: el secreto en que se manejaban los asuntos públicos del país y sólo se pueden hacer conjeturas de lo que sucede tras bambalinas. Hay una red casi infinita de complicidades que apenas se perciben bajo el disfraz de lo cotidiano. Esto se refuerza con personajes secundarios como la tía de Maite, una solterona española avecindada en México que aparenta cumplir un papel conservador, sin embargo pronto se descubre su actividad política al lado de los rebeldes opositores al gobierno franquista en España. Todo este cúmulo de revelaciones ayuda a detonar las motivaciones de la esposa que descubre un mundo anteriormente vedado para ella. Una vez hecho el recuento, vemos el truco empleado en la novela: al principio funciona la historia de Selma narrada por Hugo y Maite. La pesquisa se desarrolla y, en ese momento, se expande la problemática principal de la pareja. En ambos hay un estire y afloje cuando piensan en su relación. Hugo está más volcado a sus instintos, que intentan moderar sus amigos; a veces siente culpa por su obsesión desmedida por Selma pero siempre encuentra justificaciones que evaden el dramatismo para centrarse —gracias a su cinismo— en una veta cómica. En ese sentido, este personaje luce más opaco que el de Maite ya que su introspección es más limitada. Entonces el peso recae en la mujer que trasciende un papel ingenuo hasta involucrarse de manera activa en la trama tomando decisiones que modifican su trayecto
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hasta el final. Podría pensarse que hay un aire de feminismo en la novela, si bien es cierto que ella va a contracorriente de las clásicas figuras femeninas en la literatura —seres pasivos víctimas del destino o heroínas impolutas explotadas por el romanticismo—, queda claro desde los primeros capítulos que el personaje evoluciona no por una posición ideológica sino por los escollos en su camino. Ella no es una luchadora solitaria, una vengadora de todas las mujeres: es un personaje que vive un rito de iniciación. No hay derrotados ni vencedores, sólo entes que buscan un lugar en el mundo y que representan muy bien los cambios en la sociedad mexicana con sus pros y contras. Usualmente se utiliza la frase “se lee de forma fácil y entretenida” para calificar obras simplonas, en las que las acciones se desarrollan como las secuencias de una película de acción. A veces esto se adereza con datos históricos, ideología new age o verdades absolutas que limitan el papel activo que debe tener todo lector. En La bomba de San José encontramos una interesante mezcla de dinamismo narrativo que sirve para hacer amena la historia y que, además, lleva la lectura a varios niveles al pintar un cuadro con matices. Ana García Bergua entiende que la carcajada, para que sea efectiva, tiene que traspasar la superficie de las cosas, explotar situaciones que muevan a la sonrisa pero no quedarse ahí. Así como Rabelais se sirvió de la atmósfera de carnaval para satirizar las costumbres de su época, en La bomba de San José tenemos una explo-
ración incisiva y a la vez sutil de la vida en México en los años sesenta. La carcajada, para que sea efectiva, se transmite, ramifica y redondea.
El número de las cosas y su límite ÁNGEL ORTUÑO Kim Su-Young, Arranca esa foto y úsala para limpiarte el culo, Bonobos Editores, México, 2011, 132 p.
La literatura coreana es anterior a la japonesa y casi tan antigua como la china, según lo señala el poeta y editor Pío E. Serrano;1 también se refiere Serrano a la invisibilidad de esta tradición literaria debido a la mayor difusión que han tenido en el mundo las literaturas japonesa y china, así como a cuestiones relacionadas con la historia de Corea que la mantuvieron prácticamente cerrada frente a Occidente hasta “bien entrado el siglo XIX”. Estos convulsos episodios incluyeron la proscripción de la lengua coreana de 1910 a 1945, bajo la ominosa sombra de las intervenciones del imperialismo nipón. La independencia coreana, ocurrida hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, llevó también a la recuperación de su idioma y a un renovado interés por su literatura. 1
Disponible en www.prometeodigital.org 183
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En este redescubrimiento de su riquísima tradición literaria —la coreana es una cultura con cuatro mil años de antigüedad—, la poesía ha sido un género de auténtica vanguardia. En palabras de Kim Hyeon-Kyun,2 “la poesía, siendo un género de escasa difusión, ha actuado en la literatura coreana moderna como género experimental de avance, y una de sus funciones ha sido la de abrir nuevos caminos y crear posibilidades de modernización para los otros géneros”. Al igual que ocurrió en la literatura occidental, la transición a la modernidad en la poesía coreana llevó a sus principales autores a un rompimiento o relectura de la tradición a la que se integraban conflictivamente. Desde sus inicios, cuando los autores se valían de caracteres chinos para escribirla, la poesía coreana estuvo vinculada a mitos religiosos y leyendas. Este tipo de poesía floreció en el periodo conocido como de los Tres Reinos (300-668). Posteriormente, en la dinastía Koryo (935-1392) las formas de la escritura de poesía se diversificaron: el estilo kyonggi, con estructura rígida y propio de los aristócratas, y la changga, largos poemas populares. Hacia el final de este periodo surgió la estrofa más conocida de la poesía coreana: el sijo, tres versos integrados por cuatro grupos de sílabas. Las formas poéticas continuaron modificándose a lo largo del tiempo, al sijo se agregaron el kasa y el chapka —versos de cuatro y ocho sílabas, respecDisponible en http://www.ucm.es/info/ especulo/numero40/poescore.html. 2
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tivamente— y su nacimiento estuvo asociado a un hecho fundamental: cuando el emperador Se-yiong estableció, en 1443, el uso del alfabeto Jan-gul, de estructura silábica. No está de más señalar que este alfabeto, vigente en la actualidad, es considerado como uno de los de mayor precisión en la historia de estos conjuntos de representaciones de sonidos articulados. Cabe aquí hacer un paréntesis: que el coreano sea una lengua silábica —me parece— acerca sus patrones de composición poética a los de nuestra tradición en español y los vuelve más susceptibles de traducción que los japoneses o los chinos. En los siglos XVIII y XIX se desarrolló una nueva forma poética: el pansori, cuyos temas abandonan los motivos místicos y religiosos, y voltean hacia la vida cotidiana con un tratamiento humorístico que roza el sarcasmo. 1910 es señalado como el año en el que la poesía coreana se incorpora a la modernidad, cuando estas formas tradicionales son abandonadas o modificadas, como resultado de las lecturas e inquietudes de los nuevos autores. Destacan autores influidos por las ideas vanguardistas europeas, notablemente los del grupo conocido como “Generación del 34”, uno de cuyos principales representantes es Yi Sang, poeta que ha sido definido por Haroldo de Campos como uno de los autores más radicales en la experimentación vanguardista. Kim Su-Young nació en Seúl, el 27 de noviembre de 1921. Sus primeras publicaciones están relacionadas con el entorno modernista o vanguardista. Formó parte
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del grupo denominado “La Segunda Mitad”, integrado por jóvenes que tuvieron un rompimiento radical con los patrones de composición e imaginería de sus inmediatos antecesores, como lo consigna Alejandro Zenker.3 La poesía de Kim Su-Young aún se encuadra dentro de parámetros bajo el influjo del surrealismo: imágenes abstractas, refractarias a la interpretación lógica, pero ya se avizora que —por vía de un sarcástico sentido del humor— comienza a ocurrir un rompimiento con la sintaxis onírico-alucinatoria e irrumpen elementos de la ineludible realidad social asociados a la reflexión metapoética asumida como irónico distanciamiento del arte puro: He buscado formas radiantes, pero es tan arduo como desarrollar una estrategia de guerra
El poema del que proceden estos versos, “La dura vida de Confucio”, está fechado en 1945, según ya vimos, año de independencia y recuperación de la lengua coreana luego de la derrota del imperialismo japonés en la Segunda Guerra Mundial. En este mismo texto encontramos una formulación que bien se podría asumir lo mismo como poética que como clave compositiva de la futura producción de Kim Su-Young:
Disponible en http://www.literaturacoreana.com/profiles/blog/list?user=3va8bzy eysgmu 3
Amigo, ahora miraré frente a frente las cosas y la naturaleza de las cosas y el número de las cosas y su límite y la estupidez de las cosas y la lucidez de las cosas. Luego moriré.
En estas líneas podemos apreciar el empleo de la figura retórica del polisíndeton, es decir, se multiplica el empleo de la conjunción copulativa mucho más allá de lo estrictamente necesario según la gramática. Sabemos que este uso tiene que ver con la intención de producir un efecto de sobreabundancia y de velocidad enunciativa y, dada la naturaleza silábica del idioma coreano, no me parece aventurado aseverar esto refiriéndome a su traducción a nuestra lengua. La conciencia del propio quehacer artístico ha sido señalada como característica de la producción poética de las vanguardias históricas; y aunque no podamos circunscribir la reflexión metapoética únicamente a este periodo, sí sabemos que es cuando se emplea de un modo mucho más acentuado. Pero Kim Su-Young no se limita al juego de permutaciones y distancias propio de la descomposición de estas vanguardias sino que lo subsume a una visión externa y que relativiza la trascendencia en el mundo real del arte de hacer versos. La última línea, “Luego moriré”, asume estoicamente la inutilidad tanto de la lucidez como de la celebración del mundo. Y es aquí, en este poema, donde se presenta un elemento que —al menos en la lectura de 185
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esta antología— es uno de los ejes de las configuraciones verbales: la poesía como registro puntual de lo observado; no su transfiguración ni su sentido trascendente, sino su atónita, amarga, enumeración: las cosas lúcidas y las cosas estúpidas van más allá de ser un recurso retórico, una prosopopeya, para indicar mediante esta transferencia de sentido precisamente lo hueco de la operación de asignar sentido, particularmente a través del empleo de las palabras. La intensidad de la escritura poética de Kim Su-Young se inscribe en un firme rechazo a lo que Gotfried Benn llamara la “escritura seráfica”, la idea de que la poesía está necesariamente asociada a una retórica de lo difuso, lo extático, lo inaprensible mediante la palabra; la sublimidad está, si no descartada, sí exhibida como un mero recurso estético: “odio vivir arrobado en cualquier cosa”. Este verso proviene del poema “Paraíso de arrobo”, donde el poeta desmonta y ridiculiza el lugar común de la analogía entre la versificación y el canto de las aves: Me rehúso al arrobo de canciones que criaturas emplumadas cantan al vuelo sobre el techo donde vivo.
El propio pensamiento analógico, establecido como uno de los fundamentos del discurso poético, es sometido a escarnio en un texto de 1956 titulado “El centinela de las nubes”: Supongamos que observas de cerca al hombre que soy; 186
te darás cuenta de que llevo una vida rebelde contra la poesía
Hacia el final del texto, el ejemplo clásico de pareidolia —es decir, el funcionamiento analógico de la mente que nos hace asimilar formas desconocidas a formas conocidas—, la interpretación de las nubes es ridiculizado para rematar en un verso que, fuera de esta recontextualización, resultaría convencional y meramente decorativo dentro de un código de simbolización neutralizado: Por culpa de haberme rebelado contra la poesía en esta cumbre árida, por mucho tiempo, tendré que mirar las nubes sin soñar. Yo, que soy el centinela de las nubes.
A esta reflexión sarcástica sobre los medios expresivos de la poesía seguirá el impacto de acontecimientos históricos y sociales a los que el poeta no pudo sustraerse. El poema cuyo título sirve parcialmente para titular esta antología remite a un hecho histórico debidamente puntualizado en una nota que citaré en extenso por su relevancia: “la revolución estudiantil de 1960 (…) marcó profundamente al poeta para el resto de su vida. El presidente Rhee Syng-man intentó cambiar la constitución para prolongar su mandato. El descontento de la gente se expresó en manifestaciones por todo el país, con la participación de muchos estudiantes de secundaria y estudiantes universitarios. El 19 de abril el gobierno disparó sobre los manifestantes desarmados en las calles
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de Seúl, matando a cientos. Rhee se vio obligado a dimitir”. “Primero arranca esa foto y úsala para limpiarte el culo” es un poema largo y con abundancia de giros coloquiales, a la manera del channga y el pansori : Rompe la foto de ese malvado sujeto, tírala sin prisas al desagüe y larguémonos del podrido ayer.
A partir de este punto, hay un nuevo viraje en la poesía de Kim Su-Young que diluye y confunde las fronteras entre la experiencia de transfiguración de la conciencia del poeta y su participación en los asuntos sociales. Ni hermetismo total ni panfleto, esta escritura se vuelve más densa en ambos sentidos, que sólo en apariencia parecieran excluirse pero que se suman a una sensación mucho más abrumadora de extrañeza y hostilidad del mundo, de intemperie: He estado cantando demasiadas canciones avant-garde. He sido demasiado negligente con la belleza de la quietud. (…) Maduración ha sido la tarea de los sabios desde Sócrates, poner orden fue labor de los poetas en el convulso siglo XX. (…) Yo pertenezco a una época incapaz de perdonar los mandamientos excesivos. pero esta época es una noche que reclama
excesivos mandamientos. Sé cantar, igual que un búho, en noches como ésta. Una canción aburrida, una sucia canción, canción inerte, ah, pero otro mandamiento.
Destaco estas estrofas del “Poema prologal”, composición fechada en 1957, que aúna reflexión metapoética, sarcasmo e irrupción de datos de la realidad que relativizan la tarea del hacedor de versos. Situación ésta última que alcanzará una altísima cota de irrisión y autoescarnio en el poema “Nieve”, de 1961: Tú, poeta, tu coraje equivocado, tu rebelión inútil. Tu poesía de resistencia todavía más inútil es un obstáculo inmenso. No muevas ni un dedo ni nada. Quédate inmóvil. Solamente mira la nieve que cae…
Y, nuevamente, aparece el verbo recurrente en la obra de Kim Su-Young: mirar. La vista —afirman los freudianos— es el sustituto civilizado del tacto. La vista para Kim Su-Young es, más bien, el sentido que sintetiza la inoperancia, la imposibilidad de la poesía de tener injerencia en la realidad, de tocarla, como ocurre en el poema “El biombo”: El biombo me separa de cualquier otra cosa. ¡Su cara de espaldas! Levantado sin elegancia, como embriagado por los cadáveres, el biombo es indiferente a todo. 187
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(…) levantado frente a mí, cubre un cadáver con otro cadáver.
Eso hace la escritura, eso hace la poesía: cubrir un cadáver con otro. “En estos poemas los intereses del poeta están perfectamente unidos, no existen fisuras. La realidad y el deseo son uno solo”, termina el texto de la cuarta de forros de esta antología; sí, son un solo y enorme fracaso, pero eso sí —como dijera Cansinos-Assens— un “divino fracaso” en los poemas de Kim Su-Young, cuya traducción a nuestro idioma debemos celebrar como el verdadero acontecimiento que es.
Los límites de la república DANIEL BENCOMO Dolores Dorantes, Estilo, Mano Santa Editores, Guadalajara, 2011, 52 p. Querida fábrica, CONACULTA, 2012, México, 88 p.
En La República, Platón establece las preceptivas para alcanzar una ciudad ideal, la polis que estaría coronada por un filósofo-tirano protegido por una especializada y rabiosa guardia pretoriana. Uno de los pasajes más célebres del texto es aquel en el que, como uno de los primeros linea188
mientos, los poetas deben ser expulsados de dicha ciudad. Tal decisión se apoya en uno de los rasgos de la poesía: el de la mímesis, la imitación por parte del poeta de las voces de dioses y héroes, y en tal maniobra su humanización patética. Al mimetizar su voz con la de héroes o dioses, el poeta confunde, multiplica, es una y todas las cosas, produce y diferencia: fractura el posible ejemplo, virtud e ideal apolíneos que tales figuras depararían a los jóvenes de la sociedad anhelada. Sólo aquellos autores que no falsearan la representación, que no fisuraran la voz con otras voces, estarían exentos del exilio. Es así que Platón —montado, oh paradoja, en la voz de Sócrates— destierra a los poetas y establece con ello una relación del artista con la ciudad. Una relación política y a la vez una relación de producción, como bien lo advierte Eugenio Trías en su ensayo El artista y la ciudad. Esto nos remite a los dos vocablos para producción que se usaban en aquella Grecia: poiesis y tekné, cercanas en su origen y en la actualidad antípodas. La poiesis remitía a la creación libre, a un desocultarse de las cosas, a un traer a la representación que ejercen por igual naturaleza y hombre; la tekné, por su parte, se refería a la producción propia de lo artesanal, y de ella se deriva la técnica moderna. Para el pensamiento no socrático, la poiesis era al mismo tiempo una erótica, pues estaba inspirada por completo en Eros, como lo afirma Erixímaco, opuesto a Sócrates, en otro de los diálogos platónicos: el Banquete. Erótica como poética, regida por un
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Porque-sí absoluto, opuesta a la especialización de los hombres, expulsada en La República para conformar la urbe ideal. Esa prohibida cualidad de proyección del poeta en todas las cosas se habría concretado, de acuerdo con Trías, en el artista del Renacimiento y en un autor como Goethe, compendio escrito de sí y de su mundo; el devenir de los últimos dos siglos mostraría la fractura del sujeto (poético) que cifra (evoca) en sí a todos los objetos para dar paso a una alucinación donde no se distingue el sujeto del objeto, donde dicha alucinación es la única vía de producción (¿quién produce qué?): poiesis deseante, reversible: indisponible. Tangente a estas consideraciones aparece, en mi lectura, la obra reciente de Dolores Dorantes —los volúmenes Estilo y Querida fábrica—, pues problematiza la relación del poema con la polis —ciudad, Estado—; la relación del poema con la producción del poema y con la producción fabril; la posibilidad de lo erótico en el cuerpo lírico, en el cuerpo vivo, en el cuerpo muerto. Todo esto desde una condición excéntrica, de linde geográfica, de género, cultural. En Querida fábrica acontece una serie de voces que dan cuerpo a poemas fracturados. El aparente sitio en el que ocurren los textos es la nave de una fábrica: cuerpo abandonado, cuerpo muerto o en condición zombífica, cuerpo de un amor que se da en el límite de la vida. Esa fábrica asemeja en momentos a una mujer, en momentos parece un hombre; en momentos es una fosa clandestina. Trueque de objetos en sujetos, y viceversa.
Maquila de palabras que se producen desde una voz que, a su vez, se asume como maquiladora: “Produzco lo que soy: lluvia de ceniza, nieve de plomo, cuerpo de metal.” La confusión entre sujeto y objeto, entre ser producido y fabricante deriva en la confusión —como se ha dicho— entre el ser amado y el amante; pero hace colisión también con la violencia de un país, en el cual ocurre la confusión entre el vivo y el muerto, entre lo legal y lo ilegal: una polis como México, en donde los gobernantes están mucho más cerca de un tirano que de cualquier filósofo menor. Una polis donde las guardias pretorianas no distinguen a quién deben cuidar y, mucho menos, definir la amenaza: “el rostro de nuestro capataz es peligroso / caminar dentro de la realidad / es un vacío caliente”. En fin: en un país moderno, muy lejano de la utópica idea platónica. Querida fábrica delinea esa región inefable que es Ciudad Juárez, donde la fabril generación de objetos coincide, incide, en una depravación violenta del sujeto, donde la condición de la mujer ha sido desgarrada, objetualizada por estrías oscuras, desertificantes, malévolas. Fábrica de muertas. La muerte es un obrero mexicano: “Te buscan // mientras el plástico hecho flor invade las praderas // mientras la ceniza de todos los muertos se junta y forma / deliciosas muñecas saludando desde el monitor // y el mundo es / cada vez más / una lengua muerta.” Ese impulso erótico que desea afirmar la vida, y es condición de toda poiesis, contrasta con el mundo en tanto lengua muerta y pareciera irradiar desde la 189
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necrofilia. Cadáveres que pueden ser amados, cadáveres violentados que, desde su condición omnipresente, aniquilan también la posibilidad de decir lo vivo. La figura recurrente del monitor —“y solté el pulgar, y blandí el acero como macho que llora en el desierto / antes / de formar parte del asustado monitor”— afirma una sensación aparente de vigilancia, de registro de las cosas; pero al igual que en una videobitácora de vigilancia, la imagen de lo dicho pareciera asumir su fugacidad, su borradura y su regrabado. La vigilancia es sólo una fachada que recubre la total impunidad, la carencia de fronteras en la interacción de los individuos. Una boca que se expone y es expuesta, que denuncia y termina partida por la bota de la vileza, de la ignorancia. En una atmósfera que transita del ruido mecanizante a los ambientes desérticos, a los forenses, la voz lírica de Querida fábrica oscila quebrada, a su vez, entre el largo versículo y el verso de mínimas unidades silábicas. Por su parte Estilo, propuesta a mi entender más sólida, se apoya en recursos distintos para construir un itinerario con las mismas obsesiones: una prosa rítmica, de menos quiebres y rugosidades que Querida fábrica ; una serie de textos en un orden numérico deforme; una voz que son voces, que interpelan a un extraño “fervor” desde la concavidad extraña de un “nosotros” femenino: “16. Este libro no existe. Todo lo dicho en nombre de un amor que no dura. El deshaucio de cada línea. La droga en que se ha convertido ver la sangre. Ábrenos en este territorio imposi190
ble. Ilimitadas. Repetidas. Descubiertas. Estamos aquí como el rastro de un código. Tocamos a tu puerta para que nos nades. Fuego y agua. Estamos dentro de las botellas y de los explosivos. Somos el exterminio. El lugar sin país. Amárranos, ponnos la correa. Ordena échense y muéstrenme la lengua: una racha de pájaros.” Poemas pasivo-agresivos, en los cuales el Nosotros que asemeja al exterminio, que se clona y está al descubierto, es también un lugar sin país. Esa primera persona de un plural sin nación interpela en tonos libidinales a una segunda persona que no responde, que no se descubre. Pareciera que a quien se llama no es otro que la cáscara de país que nos han heredado. Pareciera que ese Nosotros, que se asume enajenado, excitado, que suplica una conexión erótica en tonos bondage, no es otro que la acumulación de cadáveres. De ahí que el “estilo” sea equiparado, antes que a la expresión singular de un individuo, al elemento constitutivo de la flor: el estilo es esa zona en las flores de angiosperma que conecta el ovario con el estigma. A diferencia de Wikipedia, en esta poesía no hay “desambiguación” pero sí una poderosa ambigüedad. Palabra que invoca un encuentro erótico que no llegará, pues si Erixímaco en el Banquete platónico afirmaba que Eros está presente “en todas las producciones de la tierra”, aquí lo inerte solicita una pulsión vital a una entidad abstracta, a un fervor que no se muestra. Este tratamiento funciona de una manera drástica: por un lado, los muertos (tratados como objetos al disponer de
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ellos) solicitan el impulso de Eros para volver a la vida, cosa imposible; por el otro, esta imposibilidad refleja, en tanto correlato, la nula fertilidad del objeto fabril producido por la técnica moderna. Toda política es biopolítica, política del cuerpo, y desde este límite de la sociedad se presentifica un vacío caliente. Cadáveres y objetos revelados como mórbido fetiche: imposibilidad de la escritura de volver a los orígenes vitales, a la multiplicación de los objetos por el sujeto lírico, incapacidad de una sociedad de encontrar nuevos acuerdos. Este límite ostenta sin embargo una esperanza: la de atestiguar y poner en marcha un aparato poético, excéntrico, a contracorriente de la polis, estilo-estilete que funciona como testimonio y denuncia: “24. Frente al monitor, somos las que esperan la orden para perseguirte. Caminamos distantes y vacías antes de amenazar. Somos tus lobelias de piernas preferidas. Cada
vez que agredimos es como darte un beso. Danos la presidencia o la dirección de los disparos. Somos los frutos frescos de la guerra.” El monitor, una vez más, como zona ambigua y corolario: intermediario entre lo vivo y lo muerto. Las influencias de la escritura comprometida con la escritura —desgarrada en el núcleo— de Paul Celan se manifiestan en estos volúmenes en tanto disposición ética, más que a manera de registro formal, cosa que sí ocurría en los primeros tomos de la autora: Poemas para niños y SexoPuro SexoVeloz. Con una solidez en las antípodas de lo panfletario, desde la poesía impura, ambos libros exhiben los limitados límites de nuestro constructo social, ciudad y república. Poemas obsesos y mórbidos desde la orilla de un país en desgracia, para una república infértil: potencia y madurez que Dolores Dorantes hace patente en Estilo y en Querida fábrica.
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