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EL SUEÑO DE LA ALDEA

Escribo para que no se me olvide LUIS MIGUEL RIVAS

Les voy a contar una historia de la que no me acuerdo. Y por eso mismo quiero contarla. No sé cómo es el mecanismo que lleva a otras personas a escribir, pero en mi caso es el deseo de acordarme de cosas que no sé, de cosas que están en la base de mí, por debajo de los datos que he olvidado. Por eso en la mayoría de cosas que escribo parto de recuerdos, de asuntos que he visto o vivido o escuchado o que he escuchado o visto viviéndolos. Y luego trato de reconstruir las situaciones con base en los retazos que han quedado en mi memoria. No reconstruir tal cual, como si se tratara de un caso judicial o de una nota periodística, sino como quien trata de interpretar sus sueños y sabe que la anécdota, la historia, es sólo el vehículo sobre el que cabalga lo verdaderamente importante, las cosas que somos y no sabemos, esa esencia, el “por debajo” de uno. ¿Han tenido esa experiencia jabonosa y desesperante de tratar de recordar lo que acabamos de soñar? ¿De saber que el recuerdo está ahí en uno de los primeros cajones de nuestro archivo, sólo que no sabemos en cuál cajón y ni siquiera × JORGE LUIS BORGES

qué cajones tenemos? ¿Esa sensación de impotencia esperanzada ante el recuerdo inminente, que bautizamos con la expresión: “lo tengo en la puntica de la lengua”? Así que, tratando de acordarme de lo que me pasó, leí, vi, escuché, gusté o toqué y que nunca volveré a reconstruir literalmente, busco acercarme un poco a lo que ya sabía desde chiquito, al recuerdo verdadero. Al tema esencial: a mí. En el proceso de escritura de guiones cinematográficos llaman a eso “el concepto”. Les cuento un ejemplo que también está relacionado con la memoria. En una novela de Manuel Mejía Vallejo que leí hace años (¿tal vez Aire de tango?) hay un personaje que va a abandonar su pueblo y se despide de su novia. Ella le dice lo que dicen todas las novias o novios cuando el otro debe irse a regiones lejanas por tiempo indefinido: —¿Me prometés que nunca me vas a olvidar? —le dice, palabras más palabras menos, la chica a su hombre. —No sé, amor —contesta el novio—, sabés que tengo muy mala memoria. Más o menos es así la anécdota, creo, porque no la recuerdo bien y no he querido buscar el libro para corroborar las palabras precisas, porque lo que quiero plantearles es lo siguiente: me acuerdo malamente de una situa3


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ción, de dos personajes; pero para mí lo importante es la verdad que subyace en el espíritu de esa anécdota, no el rigor de los datos. No las palabras literales del diálogo. A través de esa breve situación chistosa, debajo de ella, hay todo un cuestionamiento de los clichés del amor, tal vez una crítica a los lugares comunes con los que se expresan los enamorados. Una vuelta de cabezas a valores y prácticas, a través de ese efectivo método que es la mamadera de gallo. Y les puedo dar el ejemplo de varios baches en mi memoria, de varios recuerdos deformados a través de los cuales he llegado a encontrar intuiciones, rayos de luz, tal vez cuchillazos de conciencia. Hace más de veinte años leí Qué viva la música, de Andrés Caicedo, y no la he vuelto a leer. Y tengo un recuerdo que tampoco he querido corroborar, pero que me dice cosas. Ricardito el miserable, que se emborracha en todas las fiestas, siempre termina haciendo escándalos, insultando a la gente, acabando con la reunión. Y siempre a la mañana siguiente se consigue el número telefónico de todas las personas que asistieron y las llama, sinceramente avergonzado, una por una, a pedirles compungidas disculpas, hasta la próxima ocasión en que se vuelve a tirar en la fiesta para llamar al día si4

guiente a todo el mundo, y así ad infinitum. Tengo dudas con ese recuerdo. Alguien en mí dice que quizás no ocurre así en la novela y que he deformado el recuerdo hasta hallarle el sentido que quiero. No he querido volver a Qué viva la música para mirar si eso pasa realmente, porque ese sentido que he hallado con base en mi recuerdo incierto me parece más importante. La pequeña historia de Ricardito es para mí, además de patética y graciosa (graciosa por lo patética), reveladora de un asunto humano que me interesa: la pulsión, la fuerza del monstruo interno que tengo; la imposibilidad de dejar de ser lo que se es, acompañada de la vergüenza de serlo. Algo que ya había dicho san Pablo con otras palabras: “Veo lo que debo hacer y hago lo que no quiero.” Entonces, independientemente de que mi recuerdo sea riguroso, la existencia de esa novela y mi lectura personal de ella, fundada en mis propias preguntas, inquietudes, limitaciones y dramas (independientemente del rigor de los datos recordados), derivó en una interpretación que me ofreció pistas sobre mí. O sea sobre las demás personas. Ya no importa si el recuerdo es preciso, porque con los retazos de él creé o descubrí un nuevo sentido. Y así en muchas ocasiones se hace la literatura. Como esas canciones que uno


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ha cantado mal toda la vida y después de los años alguien le da la noticia de que no dicen lo que uno siempre ha creído que dicen. Desde niño, por ejemplo, escuché una canción de música romántica en español, cantada por Sabú, cuyo coro decía: “Sandra rosa sasandra, que se va de la ciudad.” Y luego, casi a mis cuarenta años, alguien me hizo saber que el coro decía: “Manda rosas a Sandra, que se va de la ciudad.” ¿Estaba yo equivocado? Creo que no. Sólo que, sin saberlo, me inventé una nueva canción con base en la de Sabú, que ya no me importa. Es mi versión, ¿quién dijo que la mía tenía que ser como la de Sabú? En el extremo opuesto está el mito de la memoria en dos sentidos: como sinónimo de inteligencia, de capacidad intelectual y como garantía de la verdad, de veracidad. Se supone que el que se acuerda bien sabe en realidad cómo fueron las cosas y cómo es la verdad. ¿Pero quién se acuerda bien? Quién recuerda las cosas tal como son si ni siquiera sabemos cómo son las cosas tal como son. Si incluso viéndolas y recordándolas sólo tenemos un acercamiento fragmentario a ellas, mediado por nuestros prejuicios, gustos, aversiones. “Usted no se acuerda sino de lo que le conviene”, dice mi madre porque nunca sé donde dejo las lla-

ves, ni cuál es el número de mi celular, ni la hora de un compromiso. Sí, incluso quien se acuerda de todo puede incurrir en los errores de la precisión y presentar unos recuerdos “rigurosos” de acuerdo con su conveniencia inconsciente, su necesidad o su visión del mundo (“A mí nunca se me va a olvidar la manera como coqueteaste con mi prima el jueves 3 de noviembre del 2006 a las cuatro y cinco de la tarde en la Oriental con La Playa cuando vos tenías una camisa amarilla y unos jeans rotos”). O una memoria rigurosa sin ningún énfasis, que simplemente recupera datos, como ese autista de la película Rain man, que se aprendió de memoria el directorio telefónico. O como Funes, el memorioso, que para recordar un día lo hacía con tal rigor que se podía gastar un día entero recordándolo. En ese cuento Borges habla de la Historia natural de Plinio y cita el capítulo XXIV del libro VII (yendo al libro de Plinio me doy cuenta de que no es el capítulo XXIV sino el XXIII, como si se tratara de un olvido o una sutil ironía que quería dejar Borges, el otro memorioso, entre las líneas del cuento): “Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en 5


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los 22 idiomas de su imperio.” Y si vamos directo a la Historia natural encontramos otros ejemplos: “También cuentan del emperador Adriano que tenía tan grande memoria que todo cuanto leía una vez lo tornaba a recitar con las mismas palabras sin errar en una sola y que al hombre que alguna vez le hablara no le desconocía jamás.” Pero Plinio cita además prodigios de desmemoria: “El emperador Claudio —según escribe Suetonio Tranquilo— era tan falto de memoria que teniendo a su mujer echada a su lado, preguntaba por ella y mandaba que la llamasen, y habiendo mandado dar muerte a un consejero suyo, le mandó otro día a llamar para que viniese a consejo.” Volvamos al propio Funes y al caso de la memoria por sí misma como destreza mental que retiene y recuerda informaciones y situaciones del pasado. A esa memoria que no busca la síntesis, las relaciones entre los recuerdos, el sentido hondo de los hechos. Dice el mismo narrador del cuento refiriéndose a Funes: “Éste, no lo olvidemos, era incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarca tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de 6

perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de la tres y cuarto (visto de frente)… Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso…” Sí, Funes podía mentir porque recordaba la vida en todos sus fragmentos pero no la comprendía. Y sufría por ello. Decir los datos de la verdad no es ser verdadero. Muchas veces la minuciosidad es la mejor manera de ocultar la falta de rigor. Como si contar algo con pelos y señales fuera dar cuenta de ello. Pero hay una definición que me interesa. La psicología cognitiva destaca la facultad adaptativa de la memoria y dice que “su importancia no radica sólo en conservar el pasado sino en hacer que a partir del pasado el futuro sea más ordenado para, si es posible, influir en él”. Ése es el tipo de recuerdo al que me refiero, el tipo de uso de la memoria que busco con los cuentos o las crónicas. Una creación de nuevos sentidos a partir de los significados de mi pasado. Una comprensión de mi vida y de la de los demás a partir del recuerdo de las cosas que he visto, oído, gustado, tocado, hecho, recibido y de la manera como he reaccionado a ellas. Y como casi todo eso me pasa afuera, en relación con la gente, en las


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calles de las ciudades en que he vivido, en el contexto del país en el que nací y crecí, se trata también de mi versión de la historia de la sociedad y de la ciudad en donde me crié. La mía. Porque una ciudad es muchas ciudades y mis recuerdos sólo tocan el pedazo de ciudad que me correspondió vivir. Para pretender hacer la verdadera historia de un país habría que recoger las memorias (no los recuerdos precisos, no los datos, sino los sentidos) de todos y cada uno de sus habitantes y exponerlas en un gran mural que pudiera ver todo el mundo. Tal vez así sabríamos quiénes somos como sociedad, tal vez así no tendríamos una sola versión de la vida (la de los medios masivos de comunicación, la de los historiadores oficiales, la de los dueños de todo), sino la versión múltiple de una realidad compleja, caótica, desordenada e inaprehensible, pero mucho más cercana a la realidad. Siempre me he preguntado cuál sería la versión que de los hechos históricos tienen los que nunca son tenidos en cuenta. ¿Cómo sería la versión de la señora del servicio de la Quinta de San Pedro Alejandrino sobre la muerte de Bolívar? ¿Agonizando y diciendo: “Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la unión yo bajaré tranquilo a sepulcro”? No creo. A lo sumo

Bolívar diría: “dame agua” o “adiós, parranda de malparidos ingratos” o “se acabó esta vaina” o nada. Pienso en una sociedad que estuviera regida por este criterio de escritor y tratara de recordarse y conocerse a través de las memorias y los olvidos de las millones de disímiles personas que la conforman. Una búsqueda del sentido de lo que nos ha pasado. Una memoria verdadera y más parecida a 7


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nuestra realidad. ¿Alguien se acuerda de la masacre de Oporto? ¿Algunos no saben qué es eso? ¿No les tocó? Con mayor razón deberían saberlo, sus padres debieron habérselo contado. Fue el 23 de junio de 1990, en un restaurante llamado Oporto, entre Envigado y Medellín: varios hombres armados sacaron a las personas que había en el negocio, los tiraron boca abajo en el parqueadero y le dispararon en la cabeza. Fueron 26 muertos. Tampoco creo que sea muy útil recordar los detalles, las cifras (insumo de los periodistas). Más bien habría que conservar en la memoria el significado de ese evento para darnos cuenta de que nuestro presente es una versión actualizada de lo mismo de siempre. Y habría que escribirlo para que no se nos olvide el carácter atroz de las atrocidades. Sí, ya he oído que la vida siempre sigue y que no hay que quedarse en lo ocurrido. “Ay, qué pesado, qué pesado, siempre pensando en el pasado”, dice una canción de un grupo ochentero. ¿Pero están ustedes seguros de que vivimos en el presente? ¿Lo vivimos, lo tratamos de comprender? Yo me inventaría una canción que dijera: “Ay, qué demente, qué demente, sólo pensando en el presente.” Si uno no sabe de dónde viene, el presente permanece en un tiempo sin sentido, co8

mo el de los noticieros de televisión. Incluso cuando hacemos borrón y cuenta nueva, queda el borrón, nunca la página en blanco del principio. Caer para levantarse sí es caer: es “caer” para “levantarse”. Y quienes tanto propenden porque olvidemos y sigamos como si nada, creo que son los que siempre han vivido como si nada y se han beneficiado de lo que quieren que olvidemos. Al cineasta Víctor Gaviria se le critica por su insistencia en tratar los temas de la violencia, la pobreza y la marginalidad, arguyendo que los colombianos no somos sólo eso y que esas épocas ya pasaron. No han pasado. E incluso si hubieran quedado atrás como hecho fáctico, siguen ocurriendo en sus consecuencias, en la estela que dejaron. Las pulsiones oscuras, egoístas y agresivas están en la base del ser humano y recordarlo puede servir para protegernos de nosotros mismos. Los argentinos siguen escribiendo libros, haciendo canciones y filmando películas sobre una dictadura que terminó hace casi treinta años. En los Estado Unidos se siguen haciendo películas sobre Vietnam. En todas partes se sigue hablando y analizando la Segunda Guerra Mundial, que terminó en 1945. Nada de eso ha dejado de ser. Hace unos meses el escritor chileno Anto-


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nio Skármeta publicó una novela sobre los últimos días de la dictadura de Pinochet y algún periodista le preguntó por qué otra vez con el mismo tema manido de los últimos años. Sonriendo, Skármeta contestó que los humanos somos olvidadizos por naturaleza y que una de las funciones del escritor es evitar que olvidemos lo importante. Jesucristo murió hace más de dos mil años, dijo, y los católicos siguen yendo a misa todos los domingos a escuchar las mismas palabras del mismo hombre. Por eso para mí la principal fuente de historias es esa gran enciclopedia de lo que no me acuerdo. De lo mío que es también lo de quienes vivieron lo mismo o algo parecido. Y mis cuentos tienen razón de ser en la medida en que me ayudan a recordar el sentido de las cosas que voy olvidando. Nada más, el resto me parece información o simple vanidad.

Confesiones de un racionalista ANDREAS KURZ

Mi hermano murió hace siete años. Hasta la fecha no acepto el hecho de

su muerte. Murió a los 40 años, a la mitad del camino, es decir con mucho camino por delante. Habló, desde el helicóptero que lo trasladaba al Hospital General de Viena a casa de mis padres, emocionado y feliz porque disfrutaba como niño este viaje tan cerca del cielo. Doce horas después se rompió la aorta: una muerte silenciosa que no despertó a la enfermera que había asumido la tarea de vigilarlo durante su primera y última noche en la clínica. Un descuido médico mató a mi hermano, no una enfermedad genética de la que nadie sabía. Una muerte innecesaria originada por un hospital de tres mil camas, con las instalaciones técnicas más sofisticadas y el personal mejor preparado y más desvelado de todos los hospitales europeos. Hasta la fecha no puedo ver las torres gemelas del edificio sin el irracional deseo de que les espere el mismo destino que a las torres neoyorquinas. Irracional es mi negativa de aceptar la muerte de mi hermano, irracionales son las reacciones de mis padres ante la inefable catástrofe de perder un hijo, irracional es el intento tardío de lamentarme mediante la escritura. En su canción “I grieve”, Peter Gabriel se da cuenta de que el dolor siempre es personal. No hay empatía, no hay consuelo. Sé que la pérdida de un ser 9


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querido —un familiar, un amigo— es algo inevitable en la existencia de cada uno. Sé que millones han experimentado lo que yo hace siete años. Sé que lamentar el fallecimiento de un hermano en un país que cada día más convierte la muerte en un acontecimiento banal y grotesco puede parecer —y sin duda lo es— ridículo y, para los familiares de las víctimas de una guerra tan sucia como caricaturesca, frívolo. Sé todo esto, y no me importa. Porque “I grieve”. “They say life carries on”, se burla Gabriel sutilmente en su canción. Se burla porque sabe que no es cierto. La vida no continúa después de las catástrofes personales, se petrifica y —con suerte y gracias a un impulso necio de supervivencia— se transforma. El intangible fantasma de la ausencia se apodera de todos los objetos, conceptos e ideas. Esta ausencia impide la continuación de la vida, la convierte en simulacro. Alguien falta. Tengo que sustituir a este alguien con el amor, el trabajo, el alcohol, la televisión, el deporte. Sólo así es posible mantener el simulacro de vida —hasta la siguiente catástrofe. La muerte acaecida cerca de mí impregna todo con un color grisáceo. Los objetos más bellos y brillantes, la felicidad pura e ingenua, inclusive la calma del final de un día satisfactorio 10

pueden, de repente y sin aviso previo, teñirse de este color indefinido. La muerte halla fisuras y huecos en objetos y sentimientos y nos muestra su semblante. El verdadero estado paradisiaco del individuo es el del niño que aún no se da cuenta de la muerte, ni de la propia ni de la ajena. Los antropólogos saben que la vida consciente de la especie humana empieza con un acto de transferencia. El animal que ve el cadáver de uno de sus iguales no relaciona la putrefacción con su propio futuro, no está consciente, no vive, propiamente dicho. Los humanos aprendieron a relacionar la muerte ajena con su propia finitud. El aprendizaje duró milenios: sus resultados finales son la inteligencia, la tristeza, el miedo y —quizás— el arte. Tarde o temprano el niño, cualquier niño, despierta a la muerte: el acto de concientización, un acto traumático sin duda que es, no obstante, la bienvenida que el género humano prepara a sus generaciones de reemplazo. Esta primera catástrofe genera el primer simulacro de vida; las subsiguientes lo renuevan y refuerzan. Fuera de la vida simulada sólo existen el caos y la nada que, de ninguna manera, deben acercárseme. La muerte de un ser cercano a mí rompe el simulacro y permite la entrada del caos


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y de la nada. En esos momentos de desesperación y rebelión vemos claro, pero lo que vemos nos asusta y exige la reconstrucción del simulacro con materiales aún más aislantes. Todavía hoy perdura en los pueblos de mi país la costumbre del Leichentrunk (la comilona del o por el cadáver). Después del funeral, los familiares y amigos del difunto —y muchos “colados”— se juntan en una fonda o en una casa particular para celebrar. Se trata de una despedida: el último adiós al muerto. Sin embargo, se celebra en realidad la restauración del simulacro. El muerto y la muerte están en una fosa, con ellos se ha enterrado paradójicamente la verdadera vida, la que espanta porque es finita. La borrachera, el objetivo más claro del Leichentrunk, forma una zona gris entre la vida que amenaza y el simulacro que tranquiliza. La borrachera incluye una fase visionaria que nos expone a nuestra propia clarividencia, pero esta fase muy pronto desemboca en la inconsciencia y el sueño profundo. La cruda realidad (en español), la triste realidad (en alemán), es el inicio doloroso y nauseabundo del simulacro recuperado: el dolor y las náuseas se imponen y suministran el olvido reconfortante. La eficacia del mecanismo —banal y grosero en el caso descrito, refinado y sutil en muchos otros

casos— la demuestran miles de ejemplos históricos. Menciono dos: a sus 80 años, Porfirio Díaz estaba seguro de poder sobrevivir un periodo presidencial, seis años más. La probable muerte biológica en el transcurso de ese periodo no entraba en su mente. También a sus 80 años, agotado y enfermo, Herbert von Karajan, dictador más poderoso que don Porfirio, firmaba contratos a largo plazo, se comprometía a dirigir orquestas y festivales culturales a sus 90 o 95 años. Karajan murió a los 81. Pocos registraron el acontecimiento, sencillamente no lo creían. Karajan se había resguardado muy bien contra la muerte, había cerrado herméticamente el simulacro e involucrado armoniosamente a familiares, empresarios culturales, aficionados y simples espectadores en él. Quizás a los padres de un hijo muerto les esté vedada esta salida. Engaña el lenguaje porque la salida implica un encerrarse, no una puerta que se abre hacia fuera, sino una que permite el acceso a una celda de la que, con preferencia, ya no se saldrá hasta la propia muerte. Quizá los padres de un hijo muerto tienen que buscar otras entradas/salidas a esa celda. Para ellos el despertar después del Leichentrunk sólo significa el regreso de la ausencia, la del ser perdido y la inevitable au11


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sencia del propio ser. En su futuro cada despertar sería como el de un enfermo de Alzheimer —la muerte y la desesperación experimentadas cada mañana como si eso acabara de ocurrir—, si no se refugiaran en algún simulacro de vida. A raíz de la muerte de mi hermano, mi madre empezó a convertir el pesimismo en su forma de existencia, única que aún le parece habitable y digna de 12

la dimensión de su dolor. Enfermedades escondidas durante décadas empezaron a manifestarse: el glaucoma, las cataratas, el hipertiroidismo, las hernias, la escoliosis, se volvieron fieles compañeros de una existencia centrada en la desesperación. Mi madre no vive como si cualquier día pudiera ser su último, sino porque todos sus días son últimos días. Cada vez que la veo es la última, cada vez que visitamos a uno de sus hermanos insinúa que será la última que lo veremos porque está muy enfermo, porque ya es viejo, tan viejo como ella, porque ya el año que viene ni su hermano ni ella van a estar. Cada enfermedad seria de la que se entera, de un conocido o un extraño, por el chisme de la vecina o el de las revistas, inmediatamente se relaciona con ella. Quizás no estalla, pero ya la trae. Mi madre se ha convertido en un personaje de Thomas Bernhard, en el pintor Strauch de Frost : apenas escucha de una enfermedad, siente que se está desarrollando en su cuerpo, ya percibe la putrefacción. Mi madre sólo consulta a los médicos que sabe que no la van a ayudar. Si por casualidad encuentra a un médico eficiente que le receta la medicina correcta —placebos a veces— y trata de enfrentarla con la verdadera causa de todos sus males, entonces mi madre huye espantada: curarla sería matarla.


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Mi padre, a sus 70 años, fuerte como un oso, reaccionó de manera muy diferente: su simulacro se llama creatividad. Hombre práctico toda su vida, dedicado al trabajo manual, descubre al inicio de una vejez que promete ser larga y activa la escritura, la pintura y la elaboración de sistemas religiosos nuevos. Los dibujos de mi padre son los de un niño: sin técnica pero espontáneos y sinceros. Son dibujos crueles que desenmascaran la hipocresía de familiares y conocidos normalmente identificables; que critican ácidamente el desmesurado valor que otorgamos al dinero, el éxito, la juventud y la belleza; que idolatran desmesuradamente a algunos seres queridos, su segundo nieto (mi hijo) en primer lugar. Sus textos son introspección, profecía y conjuro. Analiza minuciosamente los acontecimientos pequeños y grandes de cada día, predice el futuro suyo y nuestro, manda al infierno a los que le caen mal (casi todos los demás). Cuando cumplió 67, hace tres años, anotó: “He iniciado el último cuarto de mi vida.” Hago el cálculo que me espanta un poco: mi padre pretende morir exactamente a los 90 —cifra redonda incluida en el 67 de manera inesperada, aunque sí prevista por él—. Le quedan veinte años aún, es decir, la muerte está muy lejos. Veinte años es el lapso que el diablo

de Thomas Mann concedió a Adrian Leverkühn. En Dr. Faustus, el músico no es capaz con toda su sensibilidad artística de imaginarse esta eternidad, darse cuenta de que al final de esos veinte años algo espera. Mi padre, con el mismo truco, aleja la muerte de su existencia. Dado que también profetiza que su esposa va a morir después de él, tampoco existe el riesgo de quedarse solo. Me encuentro ante una fantasía desbordante, casi delirante, reprimida probablemente durante décadas y liberada por un acontecimiento trágico e irreversible. La escritura y la pintura han de tener un objetivo. Éste se llama religión. En desacuerdo con catolicismo y protestantismo (las dos únicas confesiones existentes en su ciudad natal), mi padre tiene que fundar su propia religión, culto y símbolos incluidos. Usa el jardín de la casa para construir pequeños monumentos, casi templos, y llenarlos con las señales de su religión. Por supuesto que con esto causa conflictos matrimoniales en serie, los que —por otro lado— convienen a mi madre porque confirman su pesimismo apocalíptico que cómodamente puede concentrarse en la figura diabólica de su cónyuge. Desgraciadamente no pertenezco al círculo de los iniciados en la nueva religión formado, sospecho, sólo por dos personas: él mismo y su nieto. 13


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La última vez que lo vio, mi hijo tenía un poco menos de año y medio, así que aún no puede dar cuenta de los paseos interminables con su abuelo por los bosques de la comarca. Espero que no se me entienda mal: no me burlo de mi padre. Al contrario: lo admiro. Respeto su imaginación, su inquebrantable voluntad, su honestidad incondicional, el optimismo inagotable. Respeto y admiro la radicalidad del pesimismo de mi madre, su fe absoluta en el peor de los futuros pensables, su convicción de que lo malo siempre puede convertirse en pésimo, su imán que atrae enfermedades reales y ficticias. Admiro a la pareja que, después y a causa de la muerte de su hijo mayor, encontró —vuelve a encontrar cada día— un modus vivendi que le permite, al cabo de cuarenta y cinco años de matrimonio, conciliar contrastes existenciales presentes desde siempre, pero asumidos apenas. La vida no continúa, la vida se transforma. No repito con esta simple frase las tonterías esotéricas al estilo de “la muerte sólo es otra forma de vida”. O, peor todavía: “la muerte sólo es transitoria, convierte las cenizas en vida”. La escena final de Forrest Gump pertenece a los recuerdos que quisiera borrar de mi mente, pero su insuperable falsedad la mantiene ahí. La pluma que cae del libro del hijo de Forrest, la plu14

ma que representa a Bubba o a Jenny (cualquier muerto de la película), es kitsch del más falso y engañoso: la ilusión más hermética producida por Hollywood, esa máquina de ilusiones. La muerte es definitiva, un punto final, se apaga la conciencia, se muere el universo y no hay empatía ni consuelo. Sólo hay el simulacro de vida del que la forma escogida por mis padres es un ejemplo hermoso. Mi simulacro es mucho menos interesante: se llama literatura. En realidad escogí lo que forma el centro de mi vida desde casi treinta años. Lo que cambia es mi manera de leer y asumir la literatura. Busco cobardemente un consuelo en ella, pruebas (aunque vagas y especulativas) de que sí hay un después, de que con la muerte no sólo se colapsan todos los neurotransmisores, sino que sí es una transición hacia algo al estilo de Forrest Gump, algo que implica una nueva forma de conciencia. Busco esto en la literatura y, al mismo tiempo, mi racionalidad rechaza cualquier intento de prueba, cualquier rasgo de irracionalidad en los textos devorados y mal digeridos. Leo muchos de estos textos con el propósito de escribir un estudio extenso sobre la influencia del irracionalismo y el intuicionismo en literatura y pensamiento mexicanos de comien-


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zos del siglo XX. Hermoso engaño y engaño doble. Hermoso porque este objetivo “científico” me obliga a leer a Spengler, Bergson, Keyserling, filósofos que con gran facilidad deconstruyen el carácter definitivo de la muerte. Doble porque, casi en el acto de la lectura, puedo burlarme de ellos, rechazar sus ideas como ilusiones sin fundamento racional producidas por mentes sobrecalentadas. Hermoso porque también me obliga a familiarizarme con la epistemología de Karl Popper, el más racional y sobrio de todos los filósofos, con la que puedo rechazar las ideas irracionalistas e intuicionistas como teorías ad hoc sin valor científico alguno. Doble porque empiezo a buscar oraciones y palabras que develen la racionalidad popperiana como irracional: tarea no muy difícil, dado que Popper se comporta, cuando no es ni racional ni sobrio, de manera impulsiva y ebria. Es decir: el tenor de mi trabajo, que posiblemente tendrá el mismo destino que el estudio sobre el oído proyectado por Konrad, otro protagonista de Bernhard, ya se ha fijado: buena parte de la poesía y la narrativa mexicanas de los años veinte y treinta del siglo XX es irracional y anticientífica, propaga, por ende, pensamientos peligrosos que culminan en dogmatismos nefastos al estilo de José Vasconcelos.

No me atrevo a formular la hipótesis más consecuente: el fenómeno literario en sí es irracional. Escribir poemas, novelas y cuentos, pero también reflexionar sobre poemas, novelas y cuentos va contra la razón; es inútil, no produce conocimiento, sino sólo la necesidad de aceptar dogmas. No importa que esta hipótesis corte la rama del árbol sobre la que me he acomodado. Importa porque me privaría del placer de hurgar en textos irracionales que fabulan, a final de cuentas, sobre la inexistencia de la muerte. Esta hipótesis, en otras palabras, derrumbaría mi simulacro. La racionalidad positivista no puede ser negada. La imposibilidad de la existencia de formas de conciencia diferentes a la nuestra es estrictamente lógica. El final de la vida biológica ha de ser aceptado como un verdadero final y como la reinstauración de la nada. Creo en estos tres postulados, no dudaría de su veracidad. Sin embargo no me satisfacen, no son ni bellos ni interesantes ni divertidos ni me permiten construir el simulacro ontológico. Sí son bellos y hospitalarios: las fantasías de Freud acerca del triunfo definitivo de Eros sobre Tánatos, la retirada estratégica de la energía vital al lodo originario de donde resucitará con toda su fuerza; el fino espiritualismo de Henri Bergson, quien demuestra paso a paso, casi matemá15


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ticamente, que la conciencia no puede ser apagada, que es inmortal; el delirio de grandeza del conde de Keyserling, quien se percibe a sí mismo como metafísico a la altura de Dios, cumbre desde donde explica el nuevo evangelio que se llama Keyserling. Hasta es bello el arrogante ateísmo de Nietzsche, que quiere liberar a los humanos de la creencia en un más allá paradisiaco, que sustituye la monogamia cristiana por una promiscuidad mítico-escatológica aún más consoladora y engañosa. Son bellas y cómodas las teorías poéticas desde la antigüedad, a través de los romanticismos, hasta las vanguardias que otorgan un papel divino (y más que divino) al poeta: el creador de mundos, el intermediario entre lo sobrenatural y lo humano, el inmortal por y en la palabra poética. Son bellos y reconfortantes —a pesar de la tragedia personal implícita— los ejemplos de Hölderlin y Gérard de Nerval: feliz y productivo en medio de la locura aquél; genial, hímnico y extático suicida éste. Es consoladora la enajenación del juez Schreber, creador de un universo despoblado y repoblado gracias al coito de la hembra Schreber con el macho Dios, más inmortal aún que los grandes poetas. Es melancólica la convicción de Xavier Villaurrutia de que el acto poético garantiza la supervivencia del poeta: no 16

se trata de fama póstuma, se trata de ser parte del lenguaje, de la langue, diría Roland Barthes, otro irracional en busca de consuelo ante lo inevitable. Es trágica y grandiosa la fría confianza que Jorge Cuesta deposita en la inteligencia: le dicta un suicidio espectacular, una locura que estalla poco después de escribir el verso final de su poema más calculado, más geométrico, más inteligente. Son simulacros exitosos la creencia en la belleza y la fealdad del arte, superioridad e inferioridad del artista, bondad y maldad de la literatura, efecto pedagógico (positivo o negativo) de la escritura, integridad moral o perversión ética del intelectual. Son los simulacros más exitosos la convicción de que el arte y la literatura otorgan inmortalidad y la esperanza de que el pensamiento y la palabra puedan vencer a la muerte, esperanza cursi propagada igual por Forrest Gump que por Marcel Proust. El simulacro que yo escogí ofrece muchas ventajas; la más grande, el hecho de que lo escogiera. Además permite formular proyectos de investigación eventualmente apoyados por la universidad y CONACYT, leer textos que ningún racionalista en sus cinco sentidos (ni siquiera Popper) leería y desarrollar cierta sobriedad intelectual —fingida por supuesto, se evapora a más tardar


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con la tercera cerveza— que se puede usar bien en el salón de clases. Mi simulacro revela como fértil consecuencia de su funcionamiento la hipocresía de racionalidad y objetividad científicas. Paul Ricoeur, en Ideología y utopía, lo sabe mejor que yo. Desmenuza y al mismo tiempo expone la irracionalidad de cualquier pensamiento ideológico o utópico. Sin embargo, no podríamos vivir sin este tipo de pensamiento. Ni siquiera los racionalistas más estrictos podrían renunciar a él. Esto explica quizás el violín de Einstein, la erotomanía y superstición de Schrödinger, el duelo entre Wittgenstein y Popper realizado con un atizador en Cambridge, el romanticismo político de Bertrand Russell y miles de ejemplos más que muestran la eficacia del pensar y actuar irracionales hasta en los ambientes y mentes más positivistas. La superstición, el fanatismo, la etimología popular, desgraciadamente también la ira, los celos, la arrogancia y muchos fenómenos y actitudes irracionales más siguen teniendo vigencia y valor científico. Son ellos los que influyen en nuestra lógica, son ellos los que generan nuestras hipótesis y teorías, los que manipulan nuestros conocimientos. Mi simulacro me permite una actitud soberana que juzga y rechaza la irracionalidad, pero, con un guiño algo iróni-

co, admite y acepta su necesidad, envidia su inmortalidad. Esta actitud, sin embargo, no cuestiona ni pone en peligro el simulacro ontológico. La lucha perenne entre razón e intuición, objetivismo e idealismo, positivismo y espiritualismo no le interesa, no tiene lugar en él porque es parte constitutiva de él. El mecanismo se parece a la cárcel lingüística de la que se percataron los estructuralistas. Es posible describir el 17


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funcionamiento del lenguaje, descubrir sus trucos y resolver sus misterios, hasta hacer predicciones acerca de su desarrollo futuro. Pero nada de esto influye en el sistema lenguaje porque todo lo descubierto ya es parte del sistema y —consecuencia desastrosa— no se puede saber nada nuevo, nada que no esté previsto por el sistema. Triste verdad de cualquier simulacro de vida que nos formamos con la primera intromisión de la muerte: hasta que nos damos cuenta de qué y cómo lo formamos no podemos salir de él. Muchas ventajas y comodidades tiene mi simulacro autoconsciente, pero nada de dignidad. Mi hermano muerto nunca ha tenido lugar en él. Me temo que no esté previsto en él, que mi balbuceo presente sólo sea un intento vano de integrarlo. Me inclino ante la dignidad de mis padres. Sus simulacros probablemente inconscientes guardan y respetan la memoria de mi hermano, algo que la literatura con toda su erudición y tradición, con todo su aparato intelectual y sentimental, algo que la palabra publicada no logrará nunca.

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Elogio del folletín IDALIA MOREJÓN ARNAIZ

El 9 de octubre de 1919 la ciudad de Bayamo fue testigo de un suceso trágico que derivó en escándalo: María Luisa Milanés se hizo un disparo que tres días más tarde pondría fin a su vida. Este hecho local pudo haber ocupado apenas un renglón en las estadísticas de suicidios si su protagonista no hubiera sido también una escritora. Dejó inconclusa su autobiografía y sólo llegó a publicar algunos poemas en la revista Orto, bajo el seudónimo Liana de Lux: sinuosidad, verdor que se desprende silencioso en busca de una luz que para ella nacía y moría en la sombra. María Luisa reedita en la poesía cubana el drama de la mujer sometida a las restricciones de su tiempo, que escoge la muerte como forma de liberación. Cortó de golpe todos los vínculos con una vida marcada por las desavenencias familiares, la infidelidad conyugal y la represión de su espíritu creador. El 19 de septiembre de 1912 decidió casarse, en contra de la voluntad de sus parientes, con un disputado galán de Bayamo. Pero el mismo que la rescató de la torre familiar no tardó en convertirse en verdugo y carcelero de otra torre más alta: el matrimonio.


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EL SUEÑO DE LA ALDEA

Inspirada fundamentalmente en los motivos de su infelicidad, los siete años que le siguieron conforman su etapa de mayor creación poética, aunque la poesía la visitó siempre en su vertiente más negativa y dolorosa. Su escritura es evasión y catarsis de una inquietud general; en ella no hay esperanza ni ilusión. Del amor nos muestra sólo su costado tanático; cada palabra es el testimonio de una destrucción y su único deseo es de muerte: ¿Qué esperas ya? Me impulsas a buscarte En el silencio eterno que te envidio Y a cada rato vienen a anunciarte Las mariposas negras del suicidio!

Estaba tan triste María Luisa que hasta su deseo de morir se nota cansado. Morir y vivir, todo le cuesta. Sin frescura ni ardor de vida, sus palabras son barrotes, mariposas negras posadas sobre la flor de la poesía, derramando una sombra que la obliga a curvar el tallo, pesarosa. Había estado escribiendo su autobiografía. ¿Qué es lo que una mujer de 26 años puede mitificar de su vida en una ciudad de provincia, perdida en la vasta geografía del amor? Al calor de agosto doraba María Luisa su pena, y al hacerlo tal vez buscaba alivio. Al escuchar el sonido de la llave del esposo en la cerradura secaba sus lágri-

mas con la punta de un pañuelo y se apresuraba a ocultar bajo la almohada las mariposas que había conseguido apresar durante el día: “doradas del recuerdo”, “de fuego de la gloria”, “azules de añoranza” o, descoloridas, aquéllas “de un cruel remordimiento”. Tornasolada aunque monótona esta obsesión por las mariposas, “negras y silenciosas” como heraldos vallejianos disecados por la entomóloga María Luisa. Todos estos ejemplares se encuentran reunidos en un mismo soneto, y en su revolotear tratan de trasmitir al esposo un sentimiento de culpa que lo lleve al arrepentimiento. Al menos eso es lo que desea la escritora, esperando obtener en recompensa la oportunidad de perdonarlo: “Yo pasaré serena, olvidando tu infamia, / Alumbraré tus pasos con mis tristes sonrisas!” Creyó que el mundo empezaba y terminaba en las fronteras de lo permitido, y muy apesadumbrada debió sentirse, pues durante horas permanecía en la cama, acostada bocabajo mirando fijamente el piso de cemento pulido hasta que, exasperada por su propia inmovilidad, se incorporaba agitada, como quien ha olvidado algún asunto de interés, y corría hacia el piano con la esperanza de encontrar sosiego. Ella vive fermentada en el olvido. Es cierto que no escribió una obra de gran 19


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calidad, pero fue más lejos, mucho más lejos. Algunos autores confiesan que la escritura es un conjuro contra la muerte, una visitación menesterosa, pero en la actitud de esta mujer hay algo trágico y folletinesco, una lucha dispareja entre sentimiento y razón, sueños y convenciones, en la cual la poesía es, más que testigo y confidente, un aliado seguro. La noche antes del disparo escribió sus Nocturnos, negros como la noche, 20

oscuros como la muerte, pero intensos, como sólo es el vivir en esa hora. Su languidez es pasional —si acaso esto es posible— pero pasión al fin, que busca la unión con el amado y, al no encontrarla, la sustituye por muerte. Libre de ansiedades y posturas estudiadas porque su yo no resultaba convincente. Libre de temores y horas de un pesado silencio que ha preferido olvidar. Ya no espera el final de la película, cuando el héroe la carga en brazos hasta la alcoba; cierra la novela antes de leer la última frase: “No es un sueño, te amo.” Cierra los ojos, pasa las hojas; el amor es un camino que se pierde en el horizonte, no se esconde en almohadones de plumas ni brota elemental y salvaje de un par de mantas colocadas sobre la hierba en un domingo de campo. Tierra, colchón, bancos y rincones, topografía semiurbana (íntima) de Eros; accidentes corporales que tras las circunstancias disimulan su endeblez. La intensidad es un péndulo gigante que va del-hombre-a-la-mujer-de-la-mujeral-hombre dejando marcas de impiedad sobre los cuerpos y un día se detiene igual que un reloj. El amor es, en cambio, esa gotera que horada el oído, cuya humedad estorba en días plomizos, pero no cesa, y un día nos ve morir mientras sigue cayendo, persistente. Entonces ya no espera ni desea un fi-


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EL SUEÑO DE LA ALDEA

nal de cuerpos sudados, con el tabaco del esposo ardiendo en el cenicero y las sábanas por el piso —visiones de un erotismo canónico que recobran su novedad sólo en el candor de la adolescencia—. Sin embargo lo ama, y ciertas noches con gusto habría renunciado a la muerte para permanecer a su lado. Hay en sus poemas invocación y prefiguración del suicidio. En “Jam noli tardare” expresa un “cansancio profundo” pero, impaciente, encuentra el impulso que necesita para buscar “el silencio eterno”. El mismo deseo de renunciar a la vida está contenido en el soneto “Sub lumen”, donde describe con precisión el estado de enlutecimiento general de todas sus funciones vitales y creativas: No tengo ni siquiera cansancio que me embriague, No tengo ya deseos en que mi mente vague. Yace tranquila y muda mi férrea voluntad. Callé todas las voces, ahogué todos los cantos...

Está poseída por un spleen pueblerino que se agota en los tejados de casitas idénticas, mas, como el phenix, recupera cierto aliento de vida que “renace por la renunciación”. En paradoja harto conocida, María Luisa no acepta el pan con sabor a olvido que el esposo sirve en la mesa. De la cocina del

amor se escapan los vapores del hedonismo y la belleza para formar una nube frente a sus ojos. Melancólica y distraída, recoge la vajilla y confunde los sabores: muerte dulce como la miel; amor, almendras amargas que paladea mientras escribe: “En la angustia terrible, que mi labio no nombra, / ¿Pasaré por tu vida, cual nave por la sombra?” Patética, aunque lúcida, es la duda de María Luisa. En la carrera de relevos que es el amor, el esposo es más veloz, pero ella más resistente. Así, no puede comprender “La perfecta hermosura de tu frente, / Donde jamás el pensamiento brilla!” Con altivez enseña el tobillo la escritora que no es Dama ni Señora, apenas una mujer que sabe valorar la inteligencia por sobre la belleza. Ambas seducen, pero mientras que la primera a-lumbra, da luz, la segunda des-lumbra, la quita. Algo le molesta en la hermosura del amado que se contempla no como Narciso en las aguas del estanque y sí como un aventurero en la mirada femenina de toda una ciudad: el no reconocimiento de esa mirada diferente que ella le ofrece, la literaria. Esta noche, al salir del baño, la corriente de aire que entra por la ventana del fondo la ha estremecido. Cuánta suavidad ahora que se suelta el cabe21


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llo y deja caer la bata en mitad del pasillo para que la brisa cumpla su parte en el juego que es también el amor. Tanta quietud y una promesa podrían seducirla; se siente una mujer plena, ha dejado de ser capullo. Sigilosa, se acerca al gran espejo orientable que años atrás mandó colocar en el comedor y comprueba la autenticidad del milagro: brillo en los ojos, temblor en las manos, calor en el vientre y un vuelco en el corazón. Pero dice: “Si lo que veo proviene del espejo, / entonces no es un reflejo, / se trata más bien de un espejismo.” Y mientras descubre la sinestesia, su última oportunidad se deshace

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en el camino sin regreso, adonde va consciente: Colocad sobre mí las campanillas Azules de la vega, las sencillas Florecitas del campo, sin cultivo, Que tanto quiero mientras tanto vivo. Y colocad debajo mi cabeza Unos versos de Nervo, con terneza, Para que mullan mi tranquilo sueño Y recojan así mi último empeño. Que nadie me acompañe ni me llore, Ni turbe mi silencio, ni profane Mi soledad final; nadie me llame, Que yo me voy, consciente y abstraída En el silencio intenso de la noche, Y alumbrarán los astros el derroche Postrero de ilusión que haré en mi vida.


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Tres poemas REYNALDO JIMÉNEZ

ángel del deterioro el gran angular de diagonales con las alas apagándose en una pasión de sufrimiento tal que a palos de ciego mortificaba la yacente carne aguzada por los inminentes gusanos de seda que irían a deshilarla en los pasillos cada vez menos hospitalarios sacudíanse esas alas del cabrón con su campanita al cuello y su lirio en especie de ojal que rechinábale el rabillo perspicaz LLEGÓ EL

sus melenas cambiantes como un coral en plena espuma se agitaron un instante para que otros ojos habitasen aquella inmediación entre la zona viva y la que partirá en cualquier momento neutro se trata de la misma bronca con que las luces de las distancias agujerean el pecho la continencia espectral de un sucedáneo entre el daño al correr de esas distancias con sus dioseznos apretados iba corroyendo ese filón manantial que ensordecía traía catástrofe a la primera línea fugaz del trampolín desde donde saltaban sin sentidos los tres monos 23


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sus partos de susurro o labia o confidencia al oído de ese guardiancillo desmelenado sacudiendo adornos en todos los cuartos del cuchicheo adonde se posaran alas de murciélago sobre un lago esmeralda de la sed junto al martirio del lecho el lechoso légamo invernal raíz arrancada de linfas poderosas que discurren sin más por el zarpazo suave del hálito del ángel del desgaste con sus oros el orate de gas haciéndose parte de lo que arranca la carne de su nido adentro o su afuera en los campos inminentes en los afluentes de distancias que acaparan el ansia y al correr atravesaba murallas y a su dios tragaba y se atracó matraca de salva entre las alas de polilla olor a podre de frutas acidez amurallada suspicacia tan suspicaz el lenguaraz desangelado sus ojos niebla a punto de estallar nunca royendo el fémur del consuelo incrustación de zonas que se filtran por el disfraz del exangüe con túnica vertebral esa prisión de costillares ese costado a punto de hablar por dónde llegar otro al correr esas fragancias con los dones agitados presas en combustión a través de la salina que suspira párpados al fondo cuando el yacente en brazos de este ángel se abandona al ángulo justo a la cabecera de la cama junto a su relojeo 24


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hecho de huecos específicos compuesto como una orquesta de plumajes desasidos de la costura de la selva carnal del niño rosado que se lima los dientes de umbral en umbral el arpista en harapos entonaba su cántico a la sombra cristalina y vitalicia en su epicentro llegó el ángel y a su cobayo le dijo eres mío mi servidor eres y yo tu amortajador lo dijo con esa gracia de peso pluma que contiene a los ex presos con una especie de planicie en la voz resonador del juicio que habrá que abolir cuando sea por ahora sea hay un sudario y debajo antropomorfo el saltamontes su antro retuerce no querría irse no querría pasar al otro lado del espejuelo que lo ajustaba como un traje aprestado como una copia del rostro hecha trizas sobre una superficie de brisa terminal con la presión de los dientes y uñas el puño erizándose al contacto el ala perseguida por el ala pieza probable de la eternidad que se comía sin vergüenza alguna los rincones por entonces surgieron motines de ángeles amontonados del deterioro rondando desharrapando 25


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como la llama hacia la borrasca del rostro borra en el sudario inexorable se apolilla al deponer su ignorada copia sobre los rasgos *

el tiempo dile que aún es temprano que hay una fiesta diminuta bajo el zapato que dejaron tirado y fue pescado como ombligo de innacido tirano desterrado CUANDO LLEGUE

dile sin embargo que nunca será demasiado tarde para aliviarle resaca al espantapájaros que baila con los cuervos de vicente volatilizándose al ras de aquel apuro por llegar a tiempo a su momento las campanas tibetanas no se cansan de alzar la suave alegría de la mañana intocada librada batalla en un detalle del follaje que sacude tan sólo un rumor que no ha llegado cuando pienses en quien te ha mordido no lo mates con el relámpago de tu dolor lo arrancado no se encuentra suelto del envío abisinio del esclavo sobrevivo a la penuria con su éxtasis salado a la migraña desde el poso de un abismo 26


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a la encrucijada con hambre de espantajo a la mordedura de lo mismo que te abre dile al emisario del abismo que he salido en busca de una senda en otras manos camino al lugar donde borra el destino a su predestinado a tiempo de ser a tiempo es es es es

el la el la

espejo clásico extraviado en el ático confianza ruda de una sola mano tráfico incendiado por las horas hoja que arrancaron los que amaron

cuando escuches que algo llega a enredarte salta hacia la capital de la alegría se trata de un lugar que está en tu axila o entre los pliegues de esa prestada camisa cuando llegue el tiempo y se haya ido con los ojos dados vuelta como un zombi sobre el hilo eléctrico de las conexiones en un espejismo privado hacia la hora y se haya ido tu distancia con el frío hasta contarte la dulzura ríspida del sonar de la montaña tras la montaña de los años ellos mismos confundidos con sus sombras 27


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ser tan rápido como el abismo que imanta o tan agudo al desenvolver tus agonías para desplegarlas en el mantel del picnic mientras al mirarlas las hormigas muerden cuando el tiempo traiga su ángel sin guardia dispense al dragón por su inocencia tácita por el silencio fogoso que comprende los breves movimientos de guadaña rasga el cereal para el futuro pan de los colores sopla la paja del sombrero incrustación de velas tu autorretrato como mortaja de tu otro por un camino que se vuela y se difunde al sinfondo del campo sigue el pulso tallando la callada espesura paralela una espiga enredadera en una espina palabra vera para aquello que no vino el destino se propague por temblarte dile apenas que me fui a la playa con la canoa y unos remos habitados por la marea sin peso la marejada

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felicidad desprende un rumor de pátinas para la llovizna es la mañana siempre y la noche nunca se desgarró mientras crece la luz vacía sin vacilar estira los brazos novia inconstante del hambre LA INCIERTA

se dividen las jornadas en un arremolinarse las hojas se conciben las preguntas del precipicio que suele aparecer a eso de las doce fatiga del viento contra los amplios entretelones con sus moscas me quedo mosca contra el atrapapeles contra el rol agusanado manzana en la boca del divino cerdo corazón del banquete pierdo confianza en el tiempo para encintar los labios de apagón la soledad es un puente pulpo en todas direcciones gira el muy soplón y atiende a cada una de las dudas que carcomen la pieza de estalactita pura como el abismo maternal incluso tierno con sus mansedumbres ovejíadas me deja en la estocada a un palmo de certeza a media distancia de vida íntima supurada diseminación de bordes de botellas verdes azules transparentes sobre todo los filos agudos de la transparencia antigua de embrujar en la inacabable cola del cometa oroboro que rodea con espinas el sagrado corazón de este zancudo

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Escribir cartas: pedir que el tiempo exista JUAN VILLORO Lee cartas que no le están dirigidas. Trata, como yo, de descifrarlas. Trata, dijo, como yo, de descifrar el mensaje secreto de la historia. Ricardo Piglia, Respiración artificial

Pertenecemos a la primera generación que vio desaparecer las cartas. Inmersos en los estímulos suplementarios de Internet y las redes sociales, aún no sabemos qué tan grave fue esa pérdida. La escritura privada no se somete al juicio de la crítica ni pretende conformar un género literario. Sin embargo, las correspondencias no son ajenas a los efectos del diario y aun del soliloquio. Quien se explaya en una misiva necesita al otro como referente y lo toma en cuenta para lo que dice, pero también se sondea a sí mismo. El monólogo teatral parte de una convención extrema: alguien vocifera para oírse. En cambio, el soliloquio se basa en una complicidad ausente. Alguien pone a prueba sus palabras esperando que otro pueda oírlas. La presencia del testigo es algo que se infiere. En la novela Señorita México, de Enrique Serna, las preguntas a una reina de la belleza se deducen por lo que contesta. Lo mismo ocurre en el cuento de J. G. Ballard, “Respuestas a un cuestionario”, o en la obra de teatro ¿Estás ahí?, de Javier Daulte, donde un personaje habla por teléfono sin que oigamos a su interlocutor. El soliloquio es un monólogo silenciosamente acompañado. El hecho de que sólo una persona hable gana lógica por la presencia implícita de un testigo. Tal es la fuerza de las cartas, sobre todo de aquellas en las que sólo 30


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ESCRIBIR CARTAS

conocemos a uno de los corresponsales. Sin apelar necesariamente a la atención de un tercero, presuponen un testigo. La soledad en que ocurren es una soledad comprometida. El otro no interviene pero condiciona la escritura. El monólogo no necesita respuesta. El soliloquio la presupone. Cartas literarias: hablar a solas para alguien más. Aunque aún es posible sostener una correspondencia, se trata de un modo de expresión arcaico. Sólo se usa el correo por excepción. John Berger encontró en su novela De A para Y una urgente razón contemporánea para establecer una relación epistolar: su protagonista está preso; sólo así puede comunicarse con su pareja. La forma de esa narración es un hecho político: alguien cautivo en el espacio acude a un género que depende del tiempo. De acuerdo con Paul Virilio, la modernidad se obsesionó por controlar el espacio en la misma medida en que la posmodernidad se obsesionó por controlar el tiempo. Esta aceleración de la historia ya había sido advertida por Goethe en su descripción de la naciente sociedad burguesa como un compendio de “abundancia y velocidad”. La flecha del tiempo ha tenido cada vez más prisa. La paradoja es que, al acelerarse, la comunicación ha dejado de depender en forma prioritaria del tiempo para depender del espacio: Internet representa, ante todo, un lugar. Lo que ahí se encuentra puede proceder de diversas temporalidades. En su condición exprés, el correo electrónico, como las transferencias bancarias, se sitúa en un presente eterno. Más allá de las ocasionales fallas de los servidores o los azarosos filtros del SPAM, la comunicación digital no admite pausas ni depende de posposiciones; no busca establecer un ritmo en el que hay un antes y un después. Todo lo que ahí se encuentra es instantáneo. Los mensajes pueden ser citas clásicas o “tuits” de hoy. Todos ellos se someten a la misma cronología, el acto de presencia que los convoca en la pantalla. En su ensayo “Tiempo topológico en Proyecto Nocilla y en Postpoesía (y breve apunte para una Exonovela)”, Agustín Fernández Mallo observa que, fuera de la red, contamos una historia (seguimos un decurso cronológico); dentro de ella, la construimos (seguimos un diseño espacial). A diferencia de las memorias, los diarios, las correspondencias y otras narrativas anteriores a la comunidad virtual, los blogs y el correo electrónico no son discursos que dependen de la espera y la interrupción, sino acumulaciones en un sitio 31


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JUAN VILLORO

definido. Obviamente, no hay relato sin tiempo; la tensión con el espacio es un asunto de proporción, énfasis y predominio. En consecuencia, Fernández Mallo propone la categoría de “tiempo topológico” para referirse al discurrir sobredeterminado por el espacio. Aún no conocemos las posibilidades del océano digital. En lo que se define ese impreciso porvenir podemos advertir la caducidad de ciertos mensajes. En 1966, al prologar la correspondencia de Walter Benjamin, Theodor W. Adorno afirma que el autor de Angelus Novus inicia su correspondencia en los años diez del siglo pasado, convencido de ya practicar un género anacrónico. Benjamin fue un sostenido profeta de la obsolescencia: estudió la pérdida del aura fotográfica en la época de la reproducción técnica, la progresiva ideologización de los horóscopos, la disminución de la experiencia como cantera del narrador. En forma consecuente, reparara en la fugacidad de un método de comunicación que sus contemporáneos juzgaban perdurable. A principios del siglo XX, las cartas, si bien ya no determinaban el conocimiento total de una persona lejana porque eventualmente se podía tomar un tren para visitarla, aún parecían irrenunciables. La intimidad solía beneficiarse de esa escritura calculadamente confesional. En 1924, en su comedia Easy virtue, Noel Coward distingue un matrimonio por conveniencia de una relación auténtica, apasionada, un trato de lumbre en el que hay “amor y cartas”. Escribir cartas es un ejercicio de sustitución: una persona encarna en el papel, sitio del encuentro. La invención del telégrafo y del teléfono, y el avance de los medios de transporte, restó importancia a esa suplantación. ¿Para qué escribir si nos veremos pronto o hablaremos por larga distancia en la hora de tarifas baratas? En ocasiones, el sentido de una misiva consiste, precisamente, en preparar un encuentro. Sólo la separación radical de los corresponsales permite que una carta sea una restitución utópica del ausente. En Respiración artificial, Ricardo Piglia extrema el “no lugar” en que ocurren las cartas: “De pronto comprendí cuál debe ser la forma de mi relato utópico. El protagonista recibe cartas del porvenir (que no le están dirigidas). Entonces un relato epistolar. ¿Por qué ese género anacrónico? Porque la utopía es ya de por sí una forma literaria que pertenece al pasado.” 32


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ESCRIBIR CARTAS

Toda misiva viene de una hora más temprana que la actual y apunta a un porvenir. En ese sentido, está nimbada de historicidad. Para Adorno, la correspondencia de Benjamin tiene interés en la medida en que su colega “veía las expresiones históricas —y las cartas son una de ellas— como una naturaleza que reclamaba ser descifrada. Su actitud como corresponsal tiende a lo alegórico: las cartas son para él cuadros donde la naturaleza histórica sobrevive al pasado”. Las cosas le interesaban más que las personas y las razones más que las emociones. Benjamin aplica esta objetividad a un territorio evanescente y subjetivo, la vida privada. Esa tensión ilumina su correspondencia. El propio Benjamin reunió 25 cartas representativas de un siglo de correspondencia alemana (la primera es de 1783, la última de 1883). En ellas predomina un criterio de sustitución: se escribe como único encuentro posible; las reflexiones y el conocimiento del otro sólo pueden llegar por esa vía. Lo que ahí se dice, pertenece a quien lo emite, pero al mismo tiempo le es ajeno. Quien se objetiva por escrito adquiere una personalidad que debe ser juzgada en sí misma. La carta se desprende de la persona que la firma. Pestalozzi ofrece un caso límite al respecto. En una de las piezas seleccionadas por Benjamin, le escribe a su amada: “Sabes que no soy atrevido, pero mi pluma lo es. Cuando mi pluma pelea con la tuya, déjala que escriba y responde a mi atrevimiento en el papel con tus reproches escritos. El pleito no tiene que ver con nosotros.” El escritor de cartas se suplanta en otro. Es, durante un tiempo, lo que ha escrito. Entre una carta y otra pasan varios días, tal vez semanas, acaso meses. La imagen del remitente depende de lo último que ha dicho; para modificarlo, se necesita otra carta. Las pausas subrayan el significado de los mensajes, son su caja de resonancia. Las correspondencias del siglo XX, por activas que sean, pertenecen al crepúsculo de un género y rara vez logran el doble propósito al que sirvieron en su hora más alta: personalidad paralela y presencia sustituta. Me han interesado tres correspondencias de publicación reciente que registran procesos formativos de autores que, décadas más tarde, definieron el proceso formativo de mi generación: Juan Carlos Onetti, Julio Cortázar y Manuel Puig. 33


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JUAN VILLORO

Los tres acervos son unilaterales; no se conocen las cartas de respuesta. Como en el soliloquio, las respuestas se sobreentienden. Lo esencial en esos papeles surgidos a través del tiempo es el aprendizaje literario y la forma en que esa escritura privada espejea y contribuye a definir la obra pública. Al igual que en Étant donnés, la obra de Duchamp que sólo puede ser contemplada por un espectador a la vez, las cartas se dirigen a un lector único, el otro que las determina (“no es la voz sino el oído lo que decide el relato”, comenta Marco Polo al Gran Kan en Las ciudades invisibles, de Calvino). Se escribe una carta presuponiendo el estado de ánimo, el sentido del humor, la susceptibilidad del destinatario. Leer cartas ajenas depara un placer inferior al de recibirlas. Por más acentuado que sea nuestro fetichismo, reconocemos con melancolía que las emociones que se tomaron en cuenta no fueron las nuestras y cedemos al juego compensatorio de imaginar, también, al destinatario que contribuye a la narración con su silencio cómplice. ONETTI:

“EN

REALIDAD NO DIJE NADA PERO ES FORZOSO QUE SEA ASÍ”

La correspondencia de Onetti con el pintor y crítico literario Julio E. Payró ha sido publicada por Ediciones Era en 2009 con un significativo aparato de notas preparado por Hugo J. Verani. A lo largo de dos décadas (1937-1957), el autor de El astillero pone a prueba sus descubrimientos e intuiciones. Payró vive en Buenos Aires, lo supera en lecturas, tiene un carácter paciente, gustos sofisticados, una posición segura. Sin embargo, el joven novelista, que por esos años compone libros capitales, de El pozo a Para esta noche, suele desafiar a su corresponsal y no pocas veces le suelta una de esas impertinencias onettianas donde el afecto se mezcla con la injuria. Sirva de ejemplo la dedicatoria de Tierra de nadie. En 1951 el libro aparece inscrito a “Julio E. Payró”; veinticuatro años después, la reedición agrega una frase: “A Julio E. Payró, con reiterado ensañamiento”. Una de las cartas revela el asombroso primer título de Tierra de nadie: Folletín. La clave de esa elección parece estar en una pregunta que Onetti le lanza a Payró: ¿por qué Faulkner decidió que una historia de extrema sor34


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didez debía llamarse Santuario? Con la misma ironía, un erial sin nadie puede ser visto como un folletín. En la correspondencia, el “ensañamiento” adquiere variados matices. En un momento de hartazgo, el novelista uruguayo utiliza italianismos y giros en lunfardo, asumiéndose como un molesto compadrito, tal y como haría años después en su célebre encuentro con Borges: Onetti se descalifica como interlocutor de alguien con quien no deseaba hablar. Otras veces termina su desahogo aclarando que está borracho. La hondura de la correspondencia deriva de la libertad con que Onetti cede a sus pasiones. Curiosamente, su voz íntima elige hablar de usted. JUAN CARLOS ONETTI A propósito de Pestalozzi, Benjamin comenta que sus cartas aspiran a la “conquista del tú”. Apenas iniciados sus envíos a Payró, Onetti celebra poder hablarle de tú, pero renuncia de inmediato a este trato de confianza, como si la cercanía pudiese entrañar un error y el afecto logrado llevara al fracaso; también, y sobre todo, lo hace para conservar el peso de lo literario, una distancia elegida, subjetividad imaginada. Para escribir cartas necesita un momento especial, un “tiempo-tipo”, un “tiempo-clima”, una atmósfera que le permite suplantarse por escrito (“zonas donde uno se coloca y zonas donde uno huye en el momento de escribir”, precisa en otro pasaje). Para Onetti, una buena carta depende de un desarrollo distraído, agradablemente divagatorio; debe rechazar todo pretexto que no sea la escritura misma: “No tengo esperanzas acerca de la extensión de esta carta. Pero supongo que si puedo hacerla durar nos vamos a divertir.” La historia necesita un tempo; 35


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hay que escribir cartas cuando el reloj se pone de parte del narrador y suspende las horas. Protegido por el usted y el ambiente mental en el que se sumerge, Onetti es capaz de iniciar una carta con afrentoso afecto. El 10 de diciembre de 1941 inicia una misiva a su “querido Julito” en estos términos: “¿Qué le pasa?” El tono de contradictorio aprecio se extiende a otros amigos. En 1943 recomienda a Homero Alsina Thevenet, periodista que va a buscar suerte a Buenos Aires. Onetti lo quiso lo suficiente para dedicarle uno de sus mejores cuentos, “Bienvenido, Bob”. En la carta lo encomia de este modo: “El muchacho (el incordio que tiene veinte años) es algo inteligente (garantizado) pero nada más (…) puede escribir de toda la sucia porquería que es el periodismo. Es lo suficientemente inútil para eso (…) No lo deje hablar mucho y además no le haga demasiado caso a sus impertinencias. Es muy impertinente: lo bastante para haber escrito esta carta por mí.” Con los años, la amistad con Payró prospera y se estrecha pero el lenguaje mantiene perspectiva para decir las cosas, aun las más privadas. Como observa Verani, el tono es muchas veces tentativo: “Ud. me conoce”, “Ud. me entiende”, “Ud. comprende”, “¿Se entiende?” Las vacilaciones, recurso esencial de las historias onettianas, pasan a las cartas o acaso provienen de ellas. El cuentista que conoce los asombros de lo real y solicita en tono desafiante: “adivine, equivóquese”, parece adiestrado en la correspondencia con Payró. Para Onetti, todo hecho es conjetural. El vértigo de imaginarlo o recrearlo supera a la parda oportunidad de vivirlo. ¿Cómo aprehender la contradictoria riqueza de las acciones, tributarias de la forma en que son miradas? El intercambio con Payró registra la obsesión de Onetti por lograr un estilo tan roto y vivo como la experiencia del mundo, apartándose de la retórica y la corrección: “me está dando náuseas ‘escribir bien’”. Todo lenguaje de valía (Faulkner es su modelo superior) depende de preservar un misterio, vulnerar la costumbre, fracturar el sentido para hallar algo más genuino, la textura herida de la lengua. Onetti no busca el descuido; busca una respiración distinta, capaz de una inquietante proximidad. Al mismo tiempo, descree de la complejidad artificiosa y critica el hermetismo del primer Cortázar, autor de Presencia (que firma como Julio Deniz). 36


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En 1939 escribe El pozo a partir de un personaje incapaz de contar bien un recuerdo que lo lastima. El desecho, lo inservible narrado por segunda vez, será una de sus principales estrategias: el fracaso literario del personaje es el logro del autor. Contar con destreza la historia de los que cuentan mal produce esa extraña ilusión onettiana: el relato que se escribe a sí mismo a medida que leemos. Fiel a sus vacilaciones, Onetti califica El pozo como un “mamarracho”, aunque luego se reconcilia con la novela: “siento aquí algo de aquello que France llamaba belleza invisible; una cosa de comunicación, brutal, sucia, espesa, lo que se quiera, pero que me parece mil veces más verdadera, más mía, más caliente, que todas las bellas cosas que pudiera escribir y he escrito”. A partir de ese momento procura una técnica que se sirve de destrozos, historias descartadas, frases inciertas. Describe a Faulkner como su “enemigo” porque hace lo que él desearía hacer: renovar la lengua contra la retórica. Su magisterio representa una rivalidad digna de ser asumida. En la primera carta que se conserva (antes debió haber otras, pues la amistad ya estaba en curso), Onetti agradece a Payró que se interese por su “isla”. Verani advierte con acierto que la búsqueda de una isla literaria se desplazará a otro espacio alterno, una región imaginaria, al otro lado de un río de aguas lentas: Santa María. Otro dato sugerente de la correspondencia: en 1937 el novelista ensaya su mano como dramaturgo y aborda un personaje improbable, Napoleón. Obviamente, no se interesa por el hombre que se coronó a sí mismo, sino por el perdedor, exiliado en Santa Elena. Ese grandilocuente fracaso parece el ensayo general de Brausen, fundador de Santa María, patriarca de todas las derrotas. En forma previsible, las cartas también sirven para pedir dinero, solicitar que Payró lleve textos a su amigo Eduardo Mallea, que dirige un suplemento literario, desahogarse sobre los premios perdidos (con los que Onetti cuenta en forma fantasiosas para pagar sus deudas) y los muchos empleos de una vida que sólo al final conoció un orden parecido al derrumbamiento. Entre otras cosas, el renovador del idioma vendió entradas para el futbol en el estadio Monumental de Montevideo y sufrió la esclavitud de las redacciones (anclado a los teletipos y los manuscritos ajenos, trasladó su cama durante un tiempo a la revista Marcha). 37


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La leyenda de Onetti se perfecciona con pasajes maestros: Viví no sé cuántas horas en el otro mundo, sin casi comer, sin casi dormir, teniendo como alimento Old Parr y Phillip Morris y algo que no es decible. Usted comprenderá lo que quiere decir estar boquiabierto, con los ojos perdidos en un misterio doloroso que sujetan nuestras manos, estar así, quemándose los dedos en una, en la felicidad, acurrucado al mismo tiempo en el fondo de un mar de la más negra y asfixiante neurastenia. Y tener un recuerdo de total pureza para consuelo y para desdicha en los días comunes que se reinician, la seguridad al menos de saber que uno es capaz, sin esfuerzo, espontáneamente y deseándolo, de adorar con las manos en los bolsillos y metros de distancia.

Un rito de paso de la aniquilación y la pureza, ejes de la imaginación onettiana. Con sobriedad, el novelista describe su ruptura matrimonial y la forma en que sobrelleva el dolor. Ante la adversidad, mantiene el temple y la esperanza. Pasa por días bajos cuando ve a unos novios felices en un restaurante, con “aire de primera cita”. En forma anónima les manda una botella de sidra inglesa. En cambio, cuando se siente bien, compromete sus emociones, las vuelve complejas de un modo casi insoportable. La ficción de Onetti es siempre íntima; narra en proximidad y privilegia las escenas de encierro. Los objetos están desgastados por el uso y las emociones y los cuerpos por la experiencia. Las cartas no son ajenas a esa maravilla: Quemaré las etapas porque todavía no —o en este momento no— me dedico a la literatura descriptiva. Impresiones mías: una mujer terriblemente sensual, capaz de dirigir las operaciones cuerpo a cuerpo, escasos senos, escasas nalgas y una cara de seguridad e inteligencia entre la sombra que me enloquecía. (Las impresiones de ella moriré sin saberlas). Y en el momento culminante sentí que estaba muerta abajo mío —pardon, no es tan bueno el cuento— que estaba ausente [al margen agrega Onetti: “Ella también tenía su fantasma”]. Y yo estaba igualmente muerto y ausente, forcejeando sin éxito y grotescamente para coger un parecido. Después toda la vieja escena de tristeza y silencio, el recobrar las ropas sin alegría, las cuadras caminadas sin hablar, las palabras de súplica, los ojos húmedos, las súplicas calladas, la carrera enloquecida para alcanzarme y acercarse y clavar la mirada después del adiós y un diminuto automóvil que se va y dobla esquina de una calle vacía. Y heme aquí nuevamente sin amor y sin testigo, en la madrugada, escribiéndole desde Reuter. 38


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Para mejorar esa despedida, sólo se puede acudir a impecables relatos de acabamiento como “Un sueño realizado” o “Bienvenido, Bob”. Hay autores (André Gide, Mario Vargas Llosa) que aun en sus textos autobiográficos pueden cubrirse de una coraza mundana y diplomática, una neutralidad que atempera sus desórdenes interiores. Onetti sólo puede ser personal. Las cartas refieren sus temas de siempre: el fracaso, el gusto por las adolescentes y las mujeres con experiencia, la ternura, el amor, el apego al whisky y al tabaco, la atracción de una casa en la arena, manchada por el sol, aislada, un poco sucia, con hierbajos crecidos, donde es posible abandonarse bajo el cielo, tostarse placenteramente. La dicha colinda con cosas lastimadas. En forma desconcertante, el narrador íntimo se siente afantasmado: “esta vida donde yo actúo y escribo pero no existo”. En otra carta dice: “Aquí me tiene, el hombre sin espejos.” Todo es genuino a un grado casi hiriente y sin embargo esa sensación le resulta falaz al narrador, eterno insatisfecho. De ese cortocircuito surge una correspondencia impar, cuarto de máquinas de la narrativa. Onetti se propone “escribir sin hacer literatura”; las Cartas de un joven escritor. Correspondencia con Julio E. Payró son el campo de fuerza donde ensaya esa temeraria posibilidad. PUIG:

“A

LOS DEL CINE SE LES ESTÁ ACABANDO EL IMPULSO”

Muy distinta es la correspondencia de Manuel Puig con su familia. Aunque el destinatario es colectivo, el testigo de privilegio es la madre, a la que continuamente desafía y siempre toma en cuenta. La relatoría abarca veintisiete años y ha sido dividida en los dos tomos de Querida familia, publicados por editorial Entropía en 2006, espléndidamente anotados por Graciela Goldchluck. El primero abarca los años formativos en Europa; el segundo, la consolidación del autor en Nueva York, Río de Janeiro y México. Las cartas de Puig son un torrente de traslados, compras, planes, envíos interminables de paquetes, encuentros y desencuentros. A diferencia de Onetti, esos momentos de escritura íntima no buscan la suspensión sino la aceleración del tiempo. Con frecuencia, el autor escribe en el metro (que lla39


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ma “el electroshock”), transporte ideal para su frenesí. En buena medida, esto se debe a que no escribe para un amigo al que le plantee sus dudas, sino a una familia a la que desea deslumbrar y proteger. Los hijos pródigos tienen prisa. El entusiasmo transmitido por las cartas se debe al deseo de alegrar a la familia, pero también al desafiante carácter de Puig, escritor ontológicamente marginal, ajeno a la república de las letras, las modas en curso, la militancia política izquierdista, la circulación sexual ortodoxa, los protocolos de una MANUEL PUIG “carrera literaria” y, por consiguiente, la obligación cultural de estar deprimido. De La náusea, de Sartre, a La noia, de Moravia, pasando por Bonjour tristesse, de Sagan (la melancolía al alcance del gran público), la narrativa europea de posguerra encontró numerosas formas de conjugar ese estado admirable: la angustia existencial. Puig enfrenta Europa con una alegría salvaje, dispuesto a tener éxito. Si las buenas costumbres literarias aconsejan pensar poco en el triunfo y menos aún en el dinero, el aprendiz de guionista llega a Roma con el divertido descaro de un Lazarillo de Tormes dispuesto a ascender y salirse con la suya. La correspondencia narra las tribulaciones felices de un tunante, la educación sentimental de quien se educa en la pantalla y traslada esa fábrica de sueños a sus compras, su vestuario y sus viajes, el irresistible encumbramiento de un artista que no se avergüenza de su olfato comercial. Su actitud hacia el público y el dinero está más cerca de Stephen King que de cualquier autor latinoamericano. Si para Octavio Paz fue un orgullo —un gesto poético— trabajar en el Banco de México quemando billetes viejos, para Puig el orgullo es ganarlos, sobreponiéndose a los editores españoles de la época, izquierdistas a la hora de pagar y capitalistas a la hora de cobrar. 40


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La literatura es una forma de circulación —historias que cambian de manos— y no es casual que aborde el tema del dinero. James Joyce daba fabulosas propinas que acaso le parecían un correlato de su técnica torrencial. El autor del stream of consciousness no podía ser avaro. En forma equivalente, las cartas son para Puig una preparación estilística. Pasa buena parte de su vida haciendo envíos a su familia y las cartas siguen la pista de esas entregas: ¿ya llegó la blusa?, ¿les gustó? No es difícil asociar esta actividad con algunos recursos típicos de Puig: la narrativa en episodios, la pasión por el folletín, la revelación demorada (las incriminantes cartas de Juan Carlos que aparecen en Boquitas pintadas), la estética de la posposición de El beso de la mujer araña, que mejora la narración al suspenderla. Alan Pauls comentó que las tres caras de Puig son “seducir, narrar y vender”. Los envíos a la familia acuñan esa moneda de tres caras. Graciela Goldchluck advierte con pericia que en la primera parte de la correspondencia Puig “parece saber siempre hacia dónde va aunque no llegue a ningún lado”. Durante casi quince años disfruta los múltiples episodios de una carrera de éxito que en realidad no está sucediendo, pero que le proporciona gratos efectos secundarios (una comida regia, un departamento soleado a buen precio, una amistad inquebrantable). Onetti comentó que en los libros de Manuel Puig sabemos cómo hablan los personajes pero no cómo habla el autor. Sus cartas restituyen esa ausencia. Lo más sugerente, sin embargo, es que la voz del narrador también tiene la precipitada espontaneidad, la oralidad sin freno (¡habla rápido para que lo oigan semanas después en la provincia argentina!), el tono intempestivo de sus personajes. Puig se transforma en el Hijo Entusiasta que agota un opíparo menú de películas, obras de teatro, museos, sitios históricos, aviones, tiendas, contactos útiles e inútiles. ¿En qué otro escritor puede ser típica la frase: “¡Estoy en la gloria!”? El empleado de Air France habla con soltura cuatro idiomas pero no se siente en casa en ninguno de ellos y adereza las cartas con el dialecto parmesano de su familia materna. A esto se agregan las cursivas, que procuran énfasis dramáticos, irónicos, burlones: recursos hablados. La puntuación, no siempre existente, refuerza el fluir de la voz. En un momento en que el voseo aún no es moneda corriente en las publicaciones 41


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argentinas, no vacila en usarlo. En una carta a Jonquières, Cortázar defiende “a muerte” su derecho al voseo, pero muy rara vez lo utiliza. Puig, en cambio, parece escribir por teléfono, explorando las posibilidades naturales del habla. Estamos ante la excepcional construcción de una voz, ajena a todo sentido del reposo (palabras en busca de un intangible jet-lag), enemiga de la solemnidad (la pedantería necesita calma) y donde la psicología es una ocurrencia exprés. De manera emblemática, Puig escribe su primer gran libro, La traición de Rita Hayworth, en el aeropuerto de Nueva York. En el mostrador de Air France, aprovecha los esquivos momentos muertos para evocar su infancia en General Villegas. Nada parece más apropiado para el dinamismo de Puig y su entrecruzamiento de idiomas y referencias pop que escribir en un aeropuerto, zona de aceleración donde hasta las pausas son frenéticas. Una maleta se pierde, un avión se demora, Puig escribe un párrafo. Enamorado de la prisa, mitiga su angustia por los retrasos con una superstición: “Como buen capricorniano debo hacerlo todo con paciencia.” Más común es que diga: “cuándo explotará es el asunto, tengo urgencia de que sea pronto”. Durante años, el novelista envía paquetes a su familia, sirviéndose de los contactos que le brinda el aeropuerto. Se convierte en proveedor de bufandas, abrigos, trajes, corbatas, prendas minuciosamente inventariadas en las cartas. En cuanto se establece y gana dinero, compra ropa para un elenco en apariencia inabarcable que en realidad es su familia. En ocasiones (muy pocas) se sorprende de las exigencias de su madre: “decime qué tipo de ‘tapadito’ querés ¿para qué querés tantos? Tenés el de piel, el de gamuza y en el ropero vi que tenías uno negro también moderno. Decime que tipo de ‘tapadito’ querrías”. Le preocupa mucho que alguna prenda no le siente bien a ella: “¿Por qué te hace panza el rosa si es derecho?”, pregunta consternado. En Air France obtuvo descuentos que hoy suenan irreales y recorrió el planeta en itinerarios aún más irreales. La traición de Rita Hayworth es la obra maestra de un pasajero en tránsito que atiende a turistas en cuatro lenguas y despacha una copiosa paquetería personal. A J. G. Ballard le agradaba vivir cerca del aeropuerto de Heathrow porque esa zona de carga y descarga, donde todo parece provisional, revelaba el reverso de la vida sedentaria. Sin embargo nunca escribió, como Puig, den42


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tro de ese ámbito febril, en el mostrador de una aerolínea, oyendo anuncios de salidas y llegadas. Nada más lógico a fin de cuentas que un heterodoxo, un exiliado de la tradición, narrara desde un paisaje deslocalizado. Siempre extraterritorial, Puig carece de contactos literarios. Gracias al fotógrafo cubano-español Néstor Almendros conecta primero con editores parisinos. Cuando Francia e Italia proponen editarlo, apresura la publicación en español con el fin de que haya una “versión original” de lo que ya se está traduciendo. El deseo de estar fuera —la no pertenencia como acto de liberación— se refrenda en las menciones a Argentina: “Qué horror ese país, todo ahí se atranca y cuesta sangre, cuando yo pienso que hasta los atrasados gallegos aprecian mi novela y los críticos argentinos a los que mostré algo no se pronunciaban ni que sí ni que no (…) Gracias, Argentina, reino de la envidia y la amargura”, escribe en diciembre de 1965. Un par de meses después vuelve al ataque: “Tengo un buen veneno contra la Argentina, hay algo ahí que no funciona, una cosa de rivalidad en el aire que tiene a la gente siempre mal dispuesta.” Es posible que, de nacer en otro sitio, Puig habría desarrollado la misma repulsa hacia el origen, tan necesaria para escribir desde los márgenes. El género epistolar cayó en desuso antes que otra costumbre que ahora agoniza: ir al cine. La principal afición de Puig adquiere en la correspondencia un tinte arqueológico. La cinematografía le parece herida de muerte. Le gusta mucho Vivre sa vie, de Godard, pero advierte que cada vez hay menos novedades dignas de interés. En su opinión, el cine ha perdido la idea del relato. En esto coincide con Onetti, quien piensa lo mismo veinticinco años antes. También comparten la pasión por Intermezzo, dirigida por Gregory Ratoff, que marca el debut de Ingrid Bergmann en Hollywood. Una escena de La traición de Rita Hayworth prefigura El beso de la mujer araña: “lo único que quería era que le contaran la película Intermezzo, que la dieron y no pudo verla por la fiebre”. Por su parte, Onetti le escribe a Payró: Acabo de ver una película, muy buena, extraordinaria para mis gustos, que se llama Intermezzo (…) Se me ocurre pensar que lo que le pasa al protagonista es una maldición que debería caer en la vida de todo hombre, a condición de que 43


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sepa tocar el violín o posea virtudes sucedáneas. Uno siente, con todas sus fuerzas, que se lo merece. Y todavía, no es perfecto. La perfección estaría en que el virtuoso continuara más o menos tiempos con la incalificable Ingrid Bergman, y que estando con ella, cuando el amor se solidifica hasta tener la forma, medida y firmeza de la casa que lo encierra, apareciera otra muchachita con ojos espantados y cara de Murmullo de primavera.

Cruzar correspondencias destinadas a seguir otras rutas produce efectos inesperados, como el gusto por Intermezzo de dos autores que no coincidían en gustos literarios. Pero las cartas también revelan otra coincidencia, más fuerte e irracional: la fobia por el horroroso número 31, cancelación del calendario. Museo de arcaísmo, el género epistolar depara anacrónicas sorpresas. Las cartas de Puig remiten a un tiempo, apenas concebible, en que existía la privacidad. Hoy en día, chatear en plan racista puede comprometerte de por vida. Como amargamente supo John Galiano en todas partes hay testigos. Los juicios epistolares del autor de The Buenos Aires affair son gozosamente irresponsables. En 1963, ya instalado en Nueva York, comenta: “Se ve mucha gente conocida por Broadway, vi a Ava, en plena mañana, bastante joven. La Woodward insignificante, entraba al teatro con una vieja, dos pobres diablas, con la guita que gana, la judía amarreta. Carroll Baker más bien fea, súper judía” (la puntuación del párrafo es típica de la celeridad hablada de Puig). En otro pasaje dice que Natalie Wood es “judía pero simpática”. El exabrupto antisemita es ofensivo, desde luego, pero en el corpus de la correspondencia se entiende como otras tantas descalificaciones rápidas, destinadas a divertir a su madre. Desde el hipervigilado presente, esos dislates recuerdan la prehistoria de la vida privada, donde no era necesario justificar palabras dichas en secreto. Escenarios de ligereza, las cartas de Puig no se sirven del análisis sino del juicio intempestivo. Las alusiones a películas, novelas, obras de teatro caen con la liviandad con que se habla de conocidos en una tertulia. Puig no quiere convencer; por lo tanto, no ofrece argumentos; levanta veloz inventario de sus gustos. No posa ni quiere quedar bien con nadie; su criterio es el del impulso: El séptimo sello lo decepciona… El deseo bajo los olmos le parece “una cagada”, “una ensalada de estilos”… “Gabriela Mistral ¡qué bestia! qué cosa horrible. Me 44


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habían llegado comentarios de que era un bluff pero no sabía que era semejante desastre. También saqué uno de los últimos de Neruda, Odas elementales, toda retórica comunista, otro a quien se le pasó el cuarto de hora”… se refiere al “chatísimo Siglo de las luces de Alejo Carpentier”… “El grupo”, de Mary McCarthy, que tiene tanto prestigio, no me gustó nada, es de lo más corriente… Donoso “es de una pobreza y chatura de no creer”… “Saqué de la biblioteca la Rayuela de Cortázar, bastante simpática pero medio pobretona”… “Leí una novela de Mallea: La ciudad junto al río inmóvil es tan mala que resulta interesante, es como un tratado de cómo no escribir una novela”… Puig recorre obras como si se tratara de lugares típicos, con el desenfado de un turista que valora souvenirs. La primera carta del Hijo Entusiasta narra la poca higiene de los pasajeros del barco: “hasta ahora no he visto a nadie dirigirse a las duchas”. El tema de la limpieza pertenece a la economía sentimental de Puig. En The Buenos Aires affair, Gladys se masturba y reflexiona con melancolía: “después del amor hay que lavarse”. Por desgracia, una errata (aborrecida por el autor) dio a la frase un sentido teológico: “después del amor hay que elevarse”. En su correspondencia, Puig abre ventanas para que entre el aire; aclara que todo está bien, es decir, ordenado, limpio. La madre no debe preocuparse. La ansiedad del escritor por recibir noticias de los suyos aumenta por sus continuos desplazamientos. En cada ciudad de Europa va a la agencia American Express a ver si tienen algo para él. De manera típica, es más nómada que su correspondencia. En toda relación epistolar abundan las misivas escritas como penitencia para recibir otras. Sin envío no hay respuesta. Onetti se preocupaba de que sus envíos se cruzaran con los de Payró. Lo mismo le ocurría a Cortázar en su trato con Jonquières. Un vínculo que depende del correo no puede ser ajeno al azar y la zozobra; los retrasos y las pérdias en los envíos hacen que la amistad prosiga como una novela castigada, a la que se le suprimió un capítulo. Cortázar y Onetti se quejan de que no les respondan pronto. Su ansiedad los lleva a culpar al amigo antes que al cartero. Puig también es único 45


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en la medida en que es él quien viaja hacia las cartas. Sus viajes continuos hacen que sólo de manera simbólica pertenezca al personal de tierra de una aerolínea. ¿Cuál fue la patria literaria de este autor errante? En el copioso epistolario destaca una carta del 2 de enero de 1962, fechada en Roma. Ahí dice: “De ahora en adelante quiero hacer todo en base a datos que me ha dado la realidad y en Villegas tengo un filón extraordinario.” Puig ha renunciado a escribir guiones que parecen un resumen de todas las películas que alguna vez le gustaron. Un año después, ya en Nueva York, se concentra en una novela. Cambia de países y de género literario con un sentido de la movilidad que recuerda la leyenda de los antiguos medicamentos: “Agítese antes de usarse.” El peregrino se mueve para encontrarse. El tono espontáneo que necesita, y que en vano ha buscado en los diálogos del cine, ya está en sus cartas. Además, la correspondencia le permite hacer otro viraje: de tanto escribir a su pueblo termina por convertirlo en un lugar mitificable. General Villegas es Atenas, La Atlántida, Esparta, Hollywood. Todo remite ahí. El cosmopolitismo de un autor literalmente excéntrico, enamorado de los márgenes, tiene un núcleo real y a la vez imaginario: el sitio que se abandonó en el mundo de los hechos para regresar en la imaginación. Las cartas son el adiestramiento impar para este ejercicio. Curiosamente, la voz del autor quedará fuera de las novelas y las piezas teatrales como el hilo de un zurcido invisible que se oculta para preservar la forma. Las cartas revelan la voz que hizo posible las otras. Lo que no se ve en la costura (la ausencia que reclamaba Onetti) permite que lo demás exista. Querida familia : es el dilatado soliloquio donde Puig se dirige a sus parientes, pero también, y sobre todo, el campo de pruebas para un desplazamiento, los libros donde los personajes responderán a un autor que los guía en un silencio cómplice. CORTÁZAR:

“HAGO

HUEVOS FRITOS (CON SUERTE VARIADA)”

Durante medio siglo, Julio Cortázar mantuvo amistad con Eduardo Jonquières, pintor y poeta argentino. La edición de Alfaguara, publicada en 2010, incluye también las ocasionales cartas a María Jonquières. Es una lástima 46


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que el aparato de notas, a cargo de Carles Álvarez Garriga, sea tan pobre y se limite a traducir algunas palabras o registrar una obviedad (si Cortázar habla de the heart of the matter, la frase se traduce sin mencionar que además se trata de una novela de Graham Greene). La soledad en que el autor de Bestiario pasó su primera juventud, la temprana muerte de su amigo Paco (uno de sus muy escasos confidentes) y la partida a Europa luego de años de abatimiento en la Argentina peronista, lo convierten en un escritor aislado, con pocos vínculos mundanos, que sólo con la celebridad entrará en contacto con un amplio reparto de lectores, artistas exiliados en París, militantes de la izquierda, colegas del boom, la colorida fauna que animaría sus últimos años. JULIO CORTÁZAR Las cartas ofrecen las confesiones de alguien que acaso sólo se franqueó de ese modo con Jonquières. Llama la atención la certeza con que un Cortázar apenas desembarcado afirma que se quedará en Europa para siempre. Disfruta París con todos los poros y se propone dominar la lengua como un nativo. Repudia a los latinoamericanos que viven en islotes de exiliados, al modo de una cofradía secreta, y declara que su idioma diurno será el francés y el nocturno el español. Comenta con orgullo que quedó en primer lugar en el examen de traductores de la UNESCO (y su esposa Aurora en segundo) y disfruta que su vocabulario y su acento provoquen la admiración de los lugareños. En ocasiones, le escribe a su amigo en francés. A propósito del Libro de Manuel, Ricardo Piglia escribió: “Habría que 47


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decir, entonces, que hay una poética, una sociología y una moral del consumo en Cortázar: de hecho, la relación fundamental que sus personajes mantienen con la sociedad se da a través del consumo: la única división social que proponen sus textos se ordena sobre una jerarquía basada en el gusto. Los cronopios y los famas son dos categorías de consumidores (…) En última instancia, el personaje más representativo (habría que escribir: el héroe) de Cortázar es siempre el exquisito.” La extensa correspondencia con Jonquières es la dieta del consumidor cultural de excepción que fue Julio Cortázar. El 16 de marzo de 1953 reseña una exposición: “Ahí están los Picasso del cubismo analítico, los primeros Braque, Delaunay, Roger de la Fresnaye, Gleizes, Metzinger (un as, ce garlà), y montones de esculturas, Brancusi, Gargallo, Lipchitz, la locura desatada y absolutamente parabólica (…) Ah, y Juan Gris, qué diablos, ese increíble bicho Juan Gris. En fin, una exposición capaz de desesclosarle las meninges a cualquiera.” Una tercera parte de las cartas se ocupa de celebraciones culturales, todas ellas de obligada sofisticación. Conviene recordar que hasta en el box Cortázar tuvo un sentido de alta cultura. En una actividad que no admite la idea de vanguardia, los conocedores —entre ellos el autor de Último round— repudiaron a Cassius Clay como a un payaso. Las cartas también incluyen demoradas y bien compartidas vivencias. El joven Cortázar recorre París en bicicleta, bebe vino en tazas de cerámica, se resigna a bañarse con una esponja y a compartir un inodoro inmundo en el pasillo con tal de disfrutar las maravillas de su sitio de elección. Lo único que lamenta es no haber llegado ahí desde los veinte años: “Europa me ha invadido de tal manera que no me deja ser yo mismo. Todo el tiempo estoy siendo otras cosas, el paisaje, los cuadros, los olores, la felicidad. Te digo con enorme egoísmo que no me importa no escribir. Nunca creí en las ‘misiones’ de los escritores, y entiendo que el escritor trabaja por las mismas razones hedónicas que el opiómano enciende la pipa o el violinista toca Bach.” Si Onetti ve la escritura como una atracción que lastima —un vicio, un placer y una condena—, Cortázar se sitúa del lado de la dicha. Sus cartas atestiguan la búsqueda y la consecución de una existencia feliz, sólo llevadera en Europa, “patria de la mejor hora del hombre”. Ya famoso, se molesta de que lo llamen “europeizante”. No hay duda 48


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de que lo es. Resulta absurdo reprocharle su predilección cultural o geográfica (nadie nace con la obligación telúrica de defender un sitio); en todo caso, se puede criticar cierto culteranismo que lo aleja de la originalidad y lo convierte en epígono o coleccionista de prestigiados talismanes ajenos. Por momentos el cazador de asombros artísticos se rebela: “Tengo horror al esteticismo ínsito en mi alma.” Un par de líneas después, claudica: “¡Qué increíble cronopio, Donatello! La colección de marfiles franceses del Bargello (y los del Vaticano) me parece digna de quedarse semanas estudiándola.” El banquete artístico da lugar a cartas que algo tienen de prosas de catálogo, a medio camino entre la simple noticia y el verdadero ensayo. Por suerte, el safari cultural lleva a impensadas presas literarias: El otro día se me ocurrió que si tengo tiempo y ganas, voy a escribir un Manual de instrucciones. Esto nació de que Aurora y yo habíamos ido a san Giovanni in Laterano para seguir explorando el museo (que es fenomenal, incluso en la parte etnográfica tan divertida, pero sobre todo los sarcófagos cristianos y los mosaicos de las termas de Caracalla). Como faltaba un rato para que abrieran, libamos un timballo de lasagna en una tavola calda, y nos metimos en el palacio de la Santa Scala. Tú sabrás que por dicha Scala se sube de rodillas, pues Santa Helena la importó a Roma después de sacarla de casa de Pilatos. Noté entre varias cosas notables, que vendían unos libritos con “instrucciones para subir la Santa Scala” y me pareció muy bien. Tan bien me pareció que me di cuenta hasta qué punto estamos huérfanos para hacer cantidad de cosas importantes. Harían falta instrucciones para beber una tacita de café, por ejemplo, o para sentarse en una silla.

Llama la atención la matriz culta de un texto anticulto, “Instrucciones para subir una escalera”. Conocedor de los prestigios, el inventor de los cronopios reacciona contra su falsificación y escribe parodias desternillantes para usar lo obvio. La pasión por París se complementa con el repudio a Argentina. Cortázar nunca se siente cómodo con lo que ahí se piensa. Cuando escribe sobre los cronopios —invención que acaso comenzó como divertimento infantil para los hijos de los Jonquières— comenta: “Pienso que en la Argentina un librito así molestaría —como vagamente molestaba Macedonio Fernández, o molesta Ramón—” (en una edición más eficaz, una nota aclararía que se trata de Gómez de la Serna). Esta necesidad de cancelar la vía de regreso lo acerca a Puig. 49


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De manera intensa, Cortázar escribe de pintura. Es mucho lo que ve y lo que estudia acerca del tema. Además, parece sentirse más cómodo ante el Jonquières pintor que ante el Jonquières poeta. Cuando recibe un texto de su amigo, lo alienta con afecto y destaca algunos versos discretos. En cambio, la pintura le permite usar más adjetivos. Revelaciones de lo cotidiano: el aprendizaje plástico sirve para elegir mejor las corbatas. Cuando las discusiones de estética definen minucias de lo diario, las cartas ganan interés. Desde el principio, la relación entre los corresponsales parece descompensada. Aunque no ha publicado casi nada, Cortázar está seguro de su talento y fustiga al poeta para que saque lo mejor de sí mismo. A diferencia de Onetti y Puig, el autor de Bestiario no tiene ansias de publicar ni lucha por hacerlo. En una entrevista diría que esa posposición se debió a su orgullo: convencido de sus dones, no necesitaba ponerlos a prueba. En forma reveladora, recuerda el consejo de Gide de no aprovechar el impulso adquirido. Todo autor debe renunciar a sus facilidades (lo cual significa que las tiene). Mientras Cortázar lucha contra sí mismo con el valiente tesón del que ya logró algo, para no repetirse en el siguiente texto, su amigo carece de confianza en sí mismo. De carácter depresivo, cordial, vacilante, Jonquières no siempre está a la altura de las exigencias de su corresponsal. Envía un cuento a París y Cortázar lo critica, poniéndose de ejemplo: “Yo, zorro viejo en la materia, tengo ya inevitablemente una deformación profesional que me fuerza ver todo cuento desde adentro, como una construcción cuyos jalones voy midiendo y pesando paso a paso (…) Creo que tú lograrías tu fin con muchísima más fuerza si, ingenuamente (es decir con esa falsa ingenuidad llena de astucia que por ejemplo meto yo en ciertos cuentos), describieras tu sesión de peluquería sin trascendencia alguna.” Cuando finalmente Jonquières expone en París, el amigo parisino se limita a mencionar dos asuntos que le disgustaron: la muestra fue presentada oficialmente por la Embajada argentina y la museografía quedó mal. Jonquières se ofende y Cortázar se disculpa, aclarando que después de elogiar tantas veces esas obras dio sus méritos por supuestos. Imposible saber si también aquí utiliza “esa falsa ingenuidad llena de astucia”. 50


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El trato abunda en apelativos cariñosos, muy propios del autor de los cronopios: “gran pingüino”, “gran atorrante”, “goloso”, “dispendioso”, “oh pintor”, y en giros de ternura hacia sus pertenencias (la motocicleta Vespa es un “Caballito de Lata”). Jonquières tenía amistad con José Bianco, jefe de redacción de Sur. Durante un tiempo, Cortázar lo convierte en albacea de sus colaboraciones. No insiste demasiado en esos envíos porque no tiene prisa en publicar. Con frecuencia, pide dinero y describe las maravillas que ve en Roma gracias al préstamo. Luego repara, con desfasada culpabilidad, en que Jonquières tiene esposa e hijos y ha pasado apuros para que él disfrute. La relación de préstamos se prolonga hasta después de publicada Rayuela. En todo el intercambio, queda claro cuál es el autor que importa y cuál el que ayuda. Típicamente, Cortázar pierde las misivas de Jonquières y el poeta y pintor atesorara las suyas. Hubo un tiempo en que las cartas escritas a máquina resultaban groseramente impersonales. La caligrafía, ya impracticable en la época digital, era una muestra de carácter. “Vuelvo a deplorar escribirte a máquina”, comenta Cortázar. Lentamente, la relación se desgasta sin consumirse, y adquiere un tono un tanto mecánico, donde los mejores pasajes son reproches. En 1965 escribe Cortázar: “Me porto mal, te veo poco o nada, a veces me aburro abiertamente en mitad de una charla (espero que te suceda lo mismo, sería justo).” En una fase conflictiva, el novelista explica que se mueven en órbitas distintas; él ve a personas que no le gustarían a su amigo pintor, tiene otras ocupaciones, muchas de ellas políticas, la vida pública lo escinde de la exigua zona privada donde tuvo lugar la amistad epistolar. Da la impresión de que Jonquières lo extraña. Cada tanto, Cortázar da una conmovedora prueba de afecto y de lealtad, y en ocasiones le reclama a su amigo: “Mi impresión es que estabas ansioso de testigos, de gentes que te quieren y a quienes quieres, pero que buscabas a esos testigos de una manera peligrosamente egoísta, sin dar nada de ti esperando en cambio todo del otro.” La correspondencia arroja luz sobre los misterios de las traducciones de Poe y Yourcenar, la vida diaria de un solitario que paulatinamente rompe su aislamiento, se entrega a los otros y pasa de una obra rigurosa a cierta autocomplacencia. A propósito de Memorias de Adriano, Cortázar explica que no sólo en51


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frenta el desafío de otra lengua sino de otro modo de expresar la emoción. Un francés ama de manera distinta. La pasión homosexual se vulgariza en español. ¿Hay forma de traducir una vida en otra, de asumir una existencia extranjera sin perder la propia? Estas preguntas surgen cuando trasvasa la novela de Yourcenar, donde todo apela a la otredad: la época, el cielo sin dioses, el erotismo, el idioma. Estamos ante uno de los pasajes más esclarecedores de las cartas. Cortázar no sólo habla del libro que tiene enfrente, sino del destino que desea traducir en otro. Terminada la lectura, queda la impresión de una vida plena, disfrutada en forma sanguínea a partir de una elección correcta. En esa felicidad se halla, acaso, la explicación del contagio que los textos de Cortázar ejercieron en mi generación, no sólo como relatos, sino como manual de autoayuda y gustos compartidos. Un club para aprendices de la sensibilidad y los placeres que depara la cultura. Uno de los mejores cuentos de Cortázar, “Cartas de mamá”, trata de la forma en que se deben entender los envíos y los silencios lejanos. Lo omitido puede ser lo más importante. Llevar una correspondencia es usar valores entendidos. Como en “La salud de los enfermos”, lo relevante, lo doloroso, no se pronuncia porque de algún modo ya se sabe. Cortázar no le dice a Jonquières que su obra literaria lo decepciona; no es necesario que lo haga. Respecto a sus libros, muestra una confianza ajena al narcisismo. Con todo, su satisfacción no deja de inquietar. ¿Qué comunica más allá de lo que dice? Cada acto cortazariano, desde romper los huevos para hacer el desayuno, es un gesto artístico. La actitud es la contraria a la de Onetti, Tolstoi o Kafka, siempre inseguros, incapaces de escribir algo que los deje satisfechos. La felicidad de Cortázar es genuina. Sería ruin suponer que un aprendizaje del dolor habría mejorado su obra aún más. La psicología siempre anima los misterios: tal vez por respeto al amigo que no logró una obra literaria tan significativa, las cartas de Cortázar bajan de tono cuando se habla de la entrega literaria y el esfuerzo que comporta, aceptan, como quien no quiere la cosa, que se trata de una afición placentera, no de una fiebre incurable. Algo importante se silencia, la posible revelación de que esa vida cumplida, dichosa, libre de vacilaciones y angustias, imponía un límite a la obra. 52


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Cartas de Onetti, Puig, Cortázar: escrituras en el tiempo, saldos de otra época. Hoy en día, un texto que se llama “Carta de Londres” es un artículo. La correspondencia literaria ya sólo existe en sentido figurado, una metáfora semejante al “escritorio” (desktop) del que disponemos en las computadoras. Al reunir sus cuentos por temas, Cortázar ubicó “Cartas de mamá” en el volumen de los Ritos. Una elección correcta: en el ritual y el mito, el tiempo da la vuelta, no tiene principio ni fin. Toda carta alude a un momento anterior; es un pasado que nos alcanza. Esto se potencia al leer correspondencias mucho tiempo después de su fecha de escritura: “Si se pudiera romper y tirar el pasado como el borrador de una carta o un libro. Pero ahí queda siempre, manchando la copia en limpio, y yo creo que eso es el verdadero futuro”, escribe Cortázar en “Cartas de mamá”. La escritura epistolar es una utopía por entregas: quien manda una carta proviene del pasado; quien la lee, se encuentra en el futuro. Este ajuste temporal, que no inquietó a los filatelistas ni fue muy tomado en cuenta por los corresponsales, cobra nueva dimensión en la era del instante y la comunidad digital. Qué extraño resulta un género que pospone, suspende y confunde el tiempo. “Esto lo estoy tocando pasado mañana”, piensa el “perseguidor” de Cortázar ante un solo de jazz. De manera equivalente, las cartas permiten leer hoy el futuro que fue ayer.

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And thus, perverted, I am amused, For that of those schemes and situations, Handled with such mastery, May only gain my admiration. Lord Albert Quay As Evil never feels guilty, never feels ashamed. Benjamin Lotard

“Me llama mucho la atención que sea apenas hoy, casi tres décadas después, que el nombre de Robert Buford venga a colación con respecto al notable incremento de accidentes de tráfico en la carretera que comunica Los Cabos con Cache Creek. Y puede que así sea, porque yo siempre lo supe. A mí esa verdad siempre me fue dada como algo… natural, por decirlo de alguna manera.” Así empieza un texto que leí hace unos años en el New York Post (lectura que, debo aclarar, carece de una razón más profunda que el entretenimiento banal que me causa). Pese a toda costumbre mía de pasar por menos que falacia todo texto que ahí encuentre, una frase del tercer párrafo captó especialmente mi atención y, por más que intenté en los siguientes días olvidar el tema, la espina encarnó en mi cerebro hasta volverse una obsesión como ninguna otra. Al principio lo pensaba ocasionalmente, unas dos o tres veces cada tres o cuatro horas, durante un mísero instante en el que me convencía de que no se trataba sino de paranoia especulativa, rumores que mi propia imaginación 54


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esparcía desde ella y para ella; pero pronto, incontenible, mi cabeza ya era más que su voz habitual, y no pasó mucho para que existiera un diálogo entre dos diferentes yoes, entre tres, entre cinco, entre veinte. Algunos, en un lado de la mesa; otros, del otro, hasta que el debate se volvió lo único que escuchaba, hasta que ganó uno de los bandos —siempre gana un bando aunque sea secretamente—, hasta que todas las voces, todas, todas y ninguna, callaban, me gritaban desde dentro de los oídos qué es lo que estaba realmente sucediendo afuera. Un hombre aguanta solo tanta insistencia, y yo cedí a ser lo que todos los demás querían que fuera: perdí la voluntad frente a mis yoes multiplicados, me hice su representante en el mundo tangible, su voz, y empecé a hablar con relación al tema y sólo con relación al tema, encontrando formas de ligar todo lo que podía decir siempre con el tema y marcando un ritmo de conciencia tan rotundo que ya iba más allá de la fe, más allá hasta del conocimiento ciego de la ciencia. Empecé la investigación una semana después, cuando ya toda mi atención se dirigía sobre el nombre de Robert Buford, cuando ya desayunaba, comía y cenaba Robert Buford, cuando ya dormía con Robert Buford y todavía lo soñaba, cuando me masturbaba y ya la sombra de Robert Buford observaba, y cuando ya era Robert Buford y no yo quien se acostaba con mi esposa desde mis ojos y mi boca y mis manos. Estaba listo, porque ya era su imagen la que llenaba todos los planos de mi existencia, y yo ya no actuaba como actuaría antes de ser el avatar de Robert Buford, Sergio Ventura, sino como el avatar de Robert Buford. Me hundí durante semanas buscando expedientes, recibos de pago, estados de cuenta de tarjetas de crédito y débito, comprobantes de domicilio, registros de placas —todos esos documentos que constituyen la evidencia de una vida—, hasta saber en qué había gastado Buford todo lo que había gastado, a dónde había ido cada centavo: una vez compró veinte kilos de bisteces para una carne asada que nunca llegó a realizar y terminó donándolos a un pequeño orfanato de un pueblo vecino por culpa de un viaje de emergencia; en otra ocasión compró cincuenta cabezas de ganado con la intención de hacer una modesta lechería, pero fracasó porque sus vacas sólo producían leche amarga; y, en otra ocasión, rentó un almacén pequeño para guardar unos muebles que pensaba regalarles a sus padres en Navidad y nunca lo hizo pues mu55


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rieron dos semanas después en un incendio. Es decir, encontré nada útil: el tipo era un maldito santo. Al menos en sus actividades públicas. Y por lo impecable de su vida, lo cuidadoso que había sido en no dejar huellas de su putrefacción, de la demencia que lo corroía e impulsaba, del mal inaudito que él amaba y lo guiaba, tampoco encontré cosa relevante al entrevistar a sus amistades, su familia, sus amores, sus compañeros de trabajo, sus jefes ni sus subordinados. Apenas una voz que parecía confirmarlo todo: un amigo que decía las cosas adecuadas para potenciar mi paranoia de agujero negro1 tras cada comentario, que confluía en momentos y tiempos y podía hasta cotejar de cierto modo todo lo que yo había encontrado en los expedientes de Robert Buford. Se trataba de un amigo común entre Buford y Clerence Torvald, autor del texto que cité al comienzo y quien murió una semana después de su publicación, paradójicamente, en un accidente de tránsito en La Rumorosa. No tiene caso reproducir lo que este amigo me dijo, acaso con sorna y creyendo que mi pesquisa no me llevaría a ningún lado. Lo que me dijo, en este punto, ya no tiene relevancia, pero lo menciono con tal de no dejar cabos sueltos. El caso, que no daba para menos que las habilidades de un Isidro ParoSegún el crítico Federico Galván, en su texto “Ars poética” (Revista Círculo, Madrid, octubre-diciembre, 2009), “La idea del texto es hablar un poco de esa obsesión severa que somete a la realidad inmediata y tergiversa en espiral: esa noción de que todo lo que sucede corresponde a un designio del destino, una construcción metaficcional de lo vivido en la que somos personajes de las historias que hilvanamos a la vez como autores y actores, según las decisiones que tomamos y las acciones que cometemos. Lo que percibimos se enrolla alrededor de nosotros y es absorbido por uno de sus extremos mientras el otro, alejado, comienza a apretar y a cortarnos, comprimiendo así su propia extensión infinita en un punto ínfimo. Autofagia. La razón de ese centro gravitacional tan intenso: lo que nos hace verdaderamente humanos, de donde nace la escritura: ese ánimo de fundir el instinto de la supervivencia, de la permanencia del ser, en el núcleo de lo que nos da la diferencia: el camino a la desaparición: deslindamiento de la individualidad por medio de la negación de lo otro: anularlo todo sabiendo que uno es todo lo otro: no es contradicción, es equilibrio: el resultado de la ecuación es cero.” Cabe agregar que, en el debate concerniente a si este texto es o no plagio, Galván aboga en favor de Sergio Ventura. (Nota del editor.) 1

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di, me llevó a la conclusión de que la única forma en que yo podría reconstruirlo sería por la proyección de mi propio ser en el de Buford pues, como él había fallecido hacía ya casi veinte años, era imposible entrevistarlo. Comencé recreando sus recorridos, sus rutas, y cuando vi que llegaba a ningún lado, empecé entonces a buscar los horarios y a tratar de pasar por los mismos puntos que él pasó. Al principio resultaba confuso y complicado, pero con el tiempo, y gracias a una severa bitácora de datos en la que el mismo Buford había anotado la hora exacta a la que había llegado a cada poblado y estación y gasolinera y que me fue proporcionada no sin dificultades por el amigo que mencioné antes mientras me rezaba al oído que “el testigo es la carretera”, logré coger su ritmo. Así, antes de una semana, yo ya manejaba como Buford, y sentía que empezaba a pensar como Buford, guiado por el tempo que la carretera imponía a mis pensamientos, por las palabras que el asfalto que iba quedando atrás me traía como si fuera ya el camino un texto, y la velocidad dictara sus posibles interpretaciones. Entendí a tiempo que eso no sería suficiente, que necesitaba más, y así no tardé en comprarme un camión doble semirremolque idéntico al de Buford, pintarlo del mismo color, tapizarlo igual, empezar a usar ropa como la suya, comer lo mismo que él, conseguir su peso y emular su estatura: tener en mí todas las sensaciones suyas y poder ser él desde mí, tratando siempre de no perder ese lado crítico de Sergio Ventura con el que analizaba todo lo que Buford sentía y era y pensaba. Perdí a mi esposa o, más bien, ella me perdió: transmigrando mi alma al concepto de Buford, yo no podía estar casado, y ella volvió a casa de sus padres por un tiempo antes de volverse a casar. No me di tiempo para el duelo, porque Buford nunca lo tuvo. Hasta el 27 de octubre me dejé inundar de una tristeza espesa, dos días después de que ella me telefoneara para aclararme que había terminado todo. Ese mismo día, en 1970, Buford se enteró de la muerte repentina de sus padres. Reproduzco su bitácora para que así el lector conozca la similitud de circunstancias que me fue dada como una gracia de los dioses. 27 de octubre de 1970. Eugene. 4:23 Terribles noticias. Mis padres murieron en un incendio. Me he enterado como en una película: en el noticiero hablaban de un incendio forestal 57


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masivo, tal vez el más grande de toda la historia de California. Los vientos de Santa Ana quemaron las líneas de poder de Kitchen Creek. Ardieron El Cajón y Spring Valley. Todo San Diego es un infierno. Me llamó mi hermana al hotel. Mis padres, durmiendo, murieron asfixiados por el humo. No quiero volver a Harbison. Toda la comunidad fue devorada por las llamas. Me sirvió como aliciente: Buford no se detuvo ni volvió a mirar su pasado. Yo seguí, como él, y poco a poco las coincidencias fueron sumándose: ya no era sólo que yo acomodara mi vida a la bitácora, sino que el universo entero conspiraba para que las situaciones que yo no podía recrear llegaran a mí. Por ejemplo, una tarde de enero quise masturbarme después de ver a una mujer amamantando, y ahí, en la bitácora, decía que ese mismo día Buford se masturbó en el camino pensando en una mujer amamantando que vio por la tarde en la misma parada donde yo la había visto. Después de cinco años de emulación, me pasó algo que hasta el momento no había podido ser por nada más que la falta de sincronización: una epifanía. Cada vez que en la bitácora de Buford se mencionaba a un peatón al que había recogido en la carretera, yo nunca lo encontraba y, para evitar problemas de sincronización con la bitácora, cuando llegué a toparme con algún caminante opté por no recogerlo pues no coincidía nunca con ninguna parada repentina que hubiera hecho Buford. Hasta ese momento. Era una mujer de cabello oscuro y ojos pequeños y achinados, piel muy blanca. Su carro se había averiado y necesitaba que la llevara al siguiente pueblo. 13 de septiembre de 1973. Interestatal 5. 17:34. Una mujer joven. Su auto se averió. La llevaré hasta Medford. Medford. 18:46. En el camino conversamos sobre lo difícil que es confiar en los extraños ahora, sobre todo en la carretera. Ella dice que nosotros los camioneros le parecemos las personas más amables. Soportamos tanto trabajo tan duro y cansado, que requerimos de gran paciencia para no entrar en arranques desquiciados. Quiero un café y un buen tabaco. Y tuvimos esa misma conversación, justo esa misma conversación, y supe lo que había sentido Buford, supe lo que ese comentario significaría 58


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para el resto de su vida. Porque él sí era paciente, muy paciente, y tenía el cuerpo y la mente para soportar tanto cansancio. No estaba demente. No era frágil. Era astuto. ¿Quién sospecharía de un camionero?2 Empecé a notar esos ligeros huecos. Esos pequeños espacios entre los que cabía perfectamente un asesinato. Porque el ritmo de Buford siempre había sido tan constante hasta entonces, y sólo entonces, a partir de ahí empecé a notar que hacía tres minutos más entre una gasolinera y un pueblo, y que entre esa gasolinera y ese pueblo había una curva prodigiosa. Comencé a anotar en la bitácora todas esas discrepancias y, en un mapa, a marcar todos los sitios posibles. Después, con los registros de accidentes de tránsito, comprobé lo terrible. El primer homicidio tuvo lugar en las afueras de Medford, poco tiempo después de esa anotación, de esa conversación con la muchacha. Cinco fueron las víctimas: una pareja joven, de 23 y 26 años, y dos ancianos que viajaban con un hijo de 52. La pareja iba en un automóvil, los ancianos y el hombre en otro. Después de eso, Buford tardó dos meses para volver a actuar en La Rumorosa. Y de ahí, un mes, luego tres semanas, y después la frecuencia 2

“He escuchado muchas veces esa frase. Antes de conocer camioneros, los pensaba como hombres rudos, un tanto salvajes y terriblemente despiadados. Esa cualidad primordial del prejuicio no se quebró ni siquiera después de cinco meses en la carretera, donde sobreviví gracias a los camioneros, figuradamente, pues sin sus aventones y favores no hubiera durado más de una semana, acaso, de viaje sin gastos. Al contrario, me pareció, por esa imagen primordial a la que le superpuse vestimenta y caridad, que no era más que una máscara astuta para poder cometer los crímenes más atroces sin llegar a ser sospechosos.” Sergio Ventura, en su plática al recibir el Premio Alfaguara de Novela 1997. 59


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se incrementó hasta llegar a ser casi diario, siempre que Buford estuviera en la carretera. Para entonces Buford había cobrado ya más de quinientas víctimas pero ni una sola podía ser relacionada con él por ningún medio. La bitácora no marcaba el momento en el que había pasado el accidente, simplemente las horas entre destinos, y habría sido casi imposible, por la falta de muchas locaciones, triangularlo a no ser como yo lo hice: dejándome habitar por su perversidad y entendiendo, en el momento justo en el que tuve esa conversación con aquella muchacha, los motivos. Y los únicos motivos eran que Buford quería matar por el mero gusto de hacerlo sin posibilidad de ser juzgado, y no sintió jamás ninguna culpa porque todos sus asesinatos fueron siempre accidentales.3 Su método de operación era sencillo y, por eso mismo, altamente funcional. Consistía en que cuando él veía, desde la altura de la cabina de su remolque, que en dirección contraria venía en una curva un automóvil a alta velocidad, él disminuía la suya y le daba el pase a quien viniera detrás de modo que él le bloqueaba la salida en el momento justo en el que una colisión brutal se hacía imposible de evitar. Buford se aseguró siempre de hacerlo cuando no vinieran más autos detrás o adelante, cuando no quedaran otros testigos que el viento y las piedras, que el asfalto y las marcas blancas de pintura que separaban los carriles. Seguro que después de hacerlo fumaba. Seguro que después de escuchar los aplastantes chirridos de la carrocería y el vidrio, las llantas tronando, los huesos dislocándose y los órganos reventando, la sangre brotando como piedra de Moisés desde esas máquinas destripadas, seguro 3

Federico Galván relaciona la psicología del personaje con la autoría del plagio, diciendo: “El personaje del texto siempre está libre de culpa, pero son pocos los que lo notan. Como quien comprende el destino como algo irrevocable y, al escuchar del oráculo la fe que le espera, en vez de sentirse apesadumbrado siente sobre sí una ligereza inmediata porque, así sea su futuro el más lúgubre y torcido, la certeza de qué va a suceder le permite disponer de toda su amplitud mental para otras actividades más placenteras que la preocupación por el futuro.” Según Galván, esta misma visión del mundo hace que Sergio Ventura escriba el texto sabiendo que comete un plagio, sin culpa al cometer el plagio porque, en palabras del mismo Ventura, “el texto se dicta a sí mismo, ya venga de la voz de otros o de la propia: el texto nunca nos pertenece”. (Nota del editor.) 60


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que fumaba. Seguro, estoy seguro, porque ahora que escribo y visualizo la escena, yo, en este momento, todavía con algo de Robert Buford dentro de mí, algo mínimo y burdo en comparación con lo que tenía entonces, al descubrirlo, así lo siento, esta necesidad de fumar y sentir ese placer de dejar un poco de mí, un poco de mi aliento y de mi propia muerte en el aire que rodea ese cuadro sangriento. Incluso yo mismo casi sucumbo, por este tipo de sensaciones, a cometer los crímenes de Buford, a continuarlos, a hacer de su estilo un legado, una leyenda, un mito del remolque fantasma que cede el paso sólo para después cerrarlo y causar un accidente limpio, sin testigos, sin culpable, porque la eterna maldad no siente culpa, la eterna maldad maquina sin sentir jamás culpa ni vergüenza. Y puede, tal vez puede, que sí lo haya hecho, que siga yo ese camino, pero al menos con este testimonio, esta crónica de relación, me redimo, porque si acaso soy yo ahora Robert Buford y ya no Sergio Ventura, acaso soy yo, con esta narración he de suponer dos posibilidades: que me exima de toda culpa propia por agendársela a otro, a un espectro, o que lleve a las fuerzas policiacas a investigarme, a seguirme, a capturarme en el momento adecuado y evitar así toda la carnicería que me sigue desde el futuro, desde adelante en los carriles únicos de las carreteras de las montañas, convirtiéndome en un mártir por lo que la ficción de mis especulaciones me llevó a cometer no desde mí, sino desde otro hombre. Así me situaré desde ahora en el borde, y puedo hablar hoy como si esto se hablara desde un futuro lejano en el que ya sucedió lo innombrable. Por eso digo desde el futuro que, a partir de ese (este) momento, todo borde que yo encontrara después sería siempre el borde que, en vez de llevar al abismo, me lanzaba hacia el cielo.4 4

La frase presenta una serie de connotaciones que, con el tiempo, ha adquirido matices distintos. Habría que poner tierra de por medio y aclarar, primero, que el texto de Sergio Ventura fue publicado en la revista Relaciones Exteriores, septiembre-octubre de 1992, como una crónica de una investigación real. Posteriormente, el “abismo”, fue pensado como que Sergio Ventura mintiera sobre la ficcionalidad de la crónica, basada en un relato también ficticio del New York Post, pero que lo llevara a colocarse en el mapa literario nacional y después en el internacional, por lo que le fue perdonada la ficcionalidad no expresa. Posteriormente, tras suicidarse lanzándose por un acantilado en la carretera de La Rumorosa con rumbo a Mexi61


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cali, y ser revisada su literatura y canonizado por las letras hispanoamericanas, se tomó la frase como un anunciamiento, como una hechura perfecta de sí mismo como su último personaje, él mismo como la última narración que, al abismarse, sube para siempre al cielo de los inmortales de las letras. Finalmente, tras el escándalo de plagio que fue revelado por su examante y también escritora, Alicia Marie Méndez, donde ella revelaba que este texto era idea original suya, así como sus siguientes obras, las novelas Aval de aliento perdido (Editorial Caballo Blanco, 1996) y Zona de escombros (Premio Alfaguara de Novela 1997), la frase adquirió un último matiz, en el que el plagio representa el abismo al que se lanza y, según Federico Galván, “En las tres obras (la primera, una crónica de corta extensión; la segunda, una novela epistolar y, la tercera, una novela corta de metaficción) encontramos una variante fundamental para entender toda la obra de Ventura y también sus intenciones. Según Alicia Marie, esta variante es el plagio; según yo, y el mismo autor, el silencio. ”Alicia Marie sostiene que Las vías insomnes no es dos cosas: la primera, una historia basada en hechos reales, pues se trata en realidad de un extracto de una conversación entre ella y Ventura en el que todo era supuesto y subjetivo; la segunda, que la historia no es de Ventura, pues ella misma se la narró en ese mismo momento e, incluso, contiene varias frases propuestas por ella; se trataba de un texto que la misma Alicia Marie pretendía escribir, y la razón por la que no lo hizo antes de Ventura fue que ella no daba con el mecanismo de narración puesto que ‘carezco de la ausencia de voz demasiado propia para hablar desde esa perspectiva’. Ventura, sin embargo, fue lo opuesto: al estar poblado de incontables voces carecía de una propia, era a la vez un amplio espectro de hablas ajenas. De este modo encontró no sólo el mecanismo de acción y de narración, sino que también se adentró en lo que sería imposible de otro modo: el desprendimiento total del mito del autor. Lo que llama plagio Alicia Marie, en la obra de Ventura se ramifica de este modo y engrosa con la evolución cronológica de su obra, es progresiva, como raíces que crecen y abarcan cada vez más terreno, mayor posición para absorber nutrientes y poder crecer más hacia el cielo: en la primera muestra, apenas la idea y unas frases vagas; en la segunda, la mitad de la obra que pertenece a las cartas escritas por Alicia Marie; en la tercera, casi la novela completa, extraída de los largos monólogos recopilados en las grabaciones y barajados con maestría por Ventura, quien los organiza de modo que una desarticulación de las oraciones es incapaz de precisar dónde termina la voz que perteneció a Fermín Carrizos y dónde comienza la de Juan Ventura. ”La meta siempre fue ésa: ir borrándose en la tierra, hacerse uno con el subsuelo conforme las raíces se vuelven más profundas y delgadas, más numerosas, de modo que arrancarlas cargue consigo a la tierra que las envuelve, porque ya son la misma cosa. El plagio no es tal, sino que se trata de una búsqueda por la aniqui62


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LAS VÍAS INSOMNES

lación absoluta de la imagen del autor, la cual se consigue en ese momento en el que la acusación es hecha, pues ahí muere el mito establecido por la crítica: el gran escritor es en realidad un gran traductor, un imitador. Esta imitación, que es la esencia de todo arte, no debe pensarse como un fallo ni como una reducción, pues su carencia no es lo que convierte una obra en un reflejo especular sino todo lo contrario: la carencia presente es la de lo inútil, lo inservible, todo aquello inherente a la vida recopilada que no tiene de memorable lo mínimo: la obra es una sublimación de los detalles de interés, de la belleza de lo cotidiano que, ausente de toda trivialidad, se intensifica y vuelve noción fundamental. La única verdad es que toda obra de arte deriva de otra experiencia, y que muchas veces esas otras experiencias son otras obras de arte, sobre todo en la literatura. Incontables son las frases que se nos vienen a la mente al decirlo, pero ninguna tal vez como ‘La Biblioteca de Babel’, de Borges, en la que están presentes todos los libros posibles, que son a la vez toda la explicación del Todo posible e incluso el imposible. El plagio, de este modo, puede desplazarse a una categoría distinta de la creación, que no corresponde precisamente a la de un Pierre Menard, pero sí confluye en varias directrices…” Y concluye: “Así se pierde toda importancia con lo relativo a que si Las vías insomnes son una idea y unas frases de Alicia Marie Méndez. (…) Lo que cobra relevancia es el contexto de la obra y su desprendimiento gradual de la figura de su autor, que poco a poco se borra como se van borrando sus palabras de su escritura. (…) Tal vez todo lo dicho no tiene sino la finalidad de evidenciar que todo lo que nos es grato y exquisito se origina de manifestaciones grotescas de trivialidad absoluta. (…) Y al evidenciarlo, al usar el plagio como máximo recurso estético, Sergio Ventura, frente a su último borde, el último abismo al que se lanza, se precipita hacia el cielo, se vuelve inmortal, se vuelve infinito, en contra de todo lo lógicamente pensable. Pues la única forma de verdaderamente lograrlo es deshacerse del nombre, quitarse de encima todo indicio de originalidad, toda prepotencia del que cree que crea: porque crear es creer, la verdadera creación es sólo en la fe: la fe de que lo escrito sólo pertenece a nadie pues es de todos, y que los nombres de los autores sólo deben servir para acomodar de forma más fácil los libros en los anaqueles, porque entre más datos se tengan es más sencillo dividirlo por secciones de interés, pero no de grandeza, nunca de grandeza, que es lo único que no existe.” (Nota del editor.)

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Generación Z ALBERTO CHIMAL

El nombre de “Generación Z”, pensado para cierto grupo de autores mexicanos, no tiene nada que ver con el narcotráfico. Es un juego más que una marca y tiene que ver con los zombis: con la figura del zombi, o tal vez con su espíritu. La explicación se divide en dos partes: 1. MELANCÓLICA

Hace falta todavía contar una historia de los escritores, y en especial los narradores, de mi edad: los que se acercaban a los treinta años cuando comenzó el siglo. Hace unos años hubo cierta polémica alrededor de nosotros; no se enteró casi nadie más allá de los propios colegas, como suele suceder en México, pero la discusión giró alrededor de algunos libros de entonces, su mérito o su falta de mérito, lo poco que se parecían a una obra maestra como las de las grandes figuras, y lo que esto implicaba para la generación. Este término se volvió mala palabra. Muchas personas hablaban de la generación sólo para recalcar que no estaban en la generación. Lo que queda ahora de esas discusiones es una idea de esa generación que no resulta una revelación, pues parece referirse a algo como el periódico de ayer o los coches del año pasado: una crisis de los cuarenta que nos regalaron, sobre todo, amigos y conocidos de edad ligeramente menor. Hubo, sin embargo, una observación interesante que se repitió varias veces. La gente de la generación, se decía, no tiene una propuesta común. Los 64


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textos que han publicado no comparten una poética. Todos están, en fin, dispersos, desunidos cuando —presumiblemente— los de otras generaciones habrían escrito de modo más concertado y esto habría sido mejor. La idea ya se había usado para hablar de autores apenas un poco mayores —nacidos en la segunda mitad de los años sesenta— en el prólogo de la antología Dispersión multitudinaria, compilada por Roberto Max y Leonardo Da Jandra y publicada en 1997; diez años después la imagen de la generación dispersa se repitió en muchas ocasiones y se volvió popular. La imagen, por otro lado, es falsa. En los mismos años noventa hubo una tendencia que siguieron muchos narradores principiantes de la generación: una más popular que cualquier otra de su momento. Los libros que le sirven ahora de testimonio comenzaron a aparecer precisamente alrededor de 1997: eran novelas y colecciones de cuentos publicados por personas nacidas en los primeros años de los setenta o un poco antes; en general apenas había quien rebasara la treintena. Casi todos esos libros fueron publicados por editoriales independientes, casi subterráneas, o bien por el Estado; sólo unos pocos aparecieron en los catálogos de empresas como Planeta, Plaza y Janés, Océano u otras. En su momento, los lectores simplemente no advertimos que todos compartían varios rasgos comunes: narradores pasivos y contemplativos, tramas casi desprovistas de acontecimientos —aunque algunas de sus premisas iniciales fueran estrambóticas o escandalosas—, un ambiente urbano y contemporáneo visto de manera no desapasionada pero sí distante y, sobre todo, una sensación de desencanto: profunda melancolía que desem65


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bocaba en amargura, en efusiones sentimentales o en observaciones cínicas sobre una realidad hostil. Este grupo de textos afines apareció, simplemente, sin que mediara ningún plan ni manifiesto. Algunos tendían a lo experimental, otros se centraban en la exploración de personajes, otros en tramas entendidas de manera más convencional, pero los temas centrales eran siempre dos: el tiempo y la memoria, y todas las historias desembocaban en la misma idea de un daño o una pérdida: en angustia ante el existir en un mundo donde ya nada es posible y sólo se puede repasar lo que fue, lo ya irremediable, lo que no y lo que nunca. Abundaban ejemplos de la voz narrativa que no podía comenzar a contar su historia, de modo análogo al del narrador de El libro vacío de Josefina Vicens; había personajes vueltos caricatura en bares (con ecos de John Fante o de Charles Bukowski) o dedicados a repetir la misma serie de consideraciones sobre la desesperación o el abandono; había también tramas que optaban por la violencia o la sordidez constantes, o bien que reducían al mínimo su propio peso al contarse como largos pasajes retrospectivos que después eran cuestionados o matizados por sus propios narradores. Tal vez sin que sus autores los hubiesen leído, muchos recordaban también a libros como Los largos días, de Joaquín Armando Chacón, o Ahora que me acuerdo, de Agustín Ramos, que intentaron articular la decepción de quienes habían vivido las luchas políticas de los años sesenta tras la masacre de Tlatelolco en 1968 y el comienzo de la “guerra sucia” mexicana en los años setenta. No todos escribíamos este tipo de narraciones, y más de uno entre quienes escribíamos algo distinto las miraba con desconfianza, pero éramos —evidente, visiblemente— una minoría. Pienso ahora que este grupo no llamó la atención como podría haberlo hecho por dos razones. Por un lado, los textos eran parte del espíritu de la época. El “fin de siglo”, con sus asociaciones apocalípticas, se había puesto de moda gracias a los medios y se explotaba en ellos de muchas formas; a la vez, tras la caída del Muro de Berlín y de la mayoría de los regímenes comunistas en los tempranos noventa, otra noción popular era la del “fin de la historia”, a partir del libro del politólogo estadunidense Francis Fukuyama, muy discutido en ese tiempo aunque casi nadie lo hubiera leído. La burguesía más o menos ilustrada a la que pertenecía el grueso de los escritores 66


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GENERACIÓN Z

que éramos jóvenes entonces se había quedado sin asidero ideológico o, por lo menos, sin sustento para una serie de ideas frívolas y optimistas sobre el futuro que había sido parte de nuestra educación sentimental y de la cultura popular desde nuestra infancia. Habíamos heredado estas ideas de la contracultura de los años sesenta y habíamos reflexionado tan poco sobre ellas como sobre el libro de Fukuyama o las profecías de Nostradamus. Además, seguíamos resintiendo el golpe de la crisis económica y política de finales de 1994: a pesar del entusiasmo que todavía provocaba el movimiento del EZLN en Chiapas, el ánimo general se encontraba en un estado semejante al descrito por Generación X de Douglas Coupland, aquel libro ya olvidado pero que tanto influyó, también, en el imaginario de la época. Las promesas del futuro habían resultado ser mentiras; nuestras “posibilidades de desarrollo” no eran mayores sino menores que las que habían tenido nuestros padres; habíamos llegado tarde a la historia que podíamos comprender y lo que se vislumbraba no era claro ni reconfortante. La narrativa del tiempo y la memoria documenta, siempre, sufrimientos y pareceres individuales alrededor de esta visión de lo incierto y de la desorientación de un momento en el que —de modo muy semejante a como sucedió en Europa en el periodo entre las dos guerras mundiales— los valores y el pensamiento tradicionales estaban en crisis. El cinismo del temprano siglo XXI tiene su precursor en la perplejidad y el desconsuelo de muchas historias de este momento, cuyos personajes ensayan con frecuencia, mediante prueba y error, formas de articular su pasado (aunque sea para descubrir que es irrecuperable) o de resignarse y soportar su presente. Por otra parte, las historias de ese momento y ese ánimo apenas dejaron huella. La causa fue, sobre todo, que la mayoría de los textos apenas se difundieron. Durante los noventa hubo un gran auge de la publicación “no comercial” de escritores jóvenes, al amparo de proyectos independientes o contraculturales o de iniciativas del Estado como el Conaculta, pero el aumento en la publicación no estuvo acompañado por nuevas formas de distribución que le permitieran llegar más allá de unos pocos lectores: todo esto ocurrió justamente antes de que las tecnologías de internet se volvieran populares y modificaran por completo, como lo han hecho, las alternativas de la edición independiente en el país. Para ser precisos, la mayoría de los textos 67


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del tiempo y la memoria no apareció siquiera en libros sino en revistas: publicaciones de tirada diminuta, casi invariablemente de corta vida, con nombres como Ostraco, Pedimos la Palabra o Cuadernos del Canguro Bolsón, o bien en colecciones de plaquettes. Y los libros tenían, en general, los mismos problemas que estas publicaciones. Aunque en algunas hemerotecas se pueden encontrar ejemplares de revistas y plaquettes y también documentos acerca de la recepción y crítica de muchos libros —reseñas, noticias de presentaciones, etc.—, lo cierto es que casi todos los tirajes quedaron sin leerse más allá del círculo muy reducido de los conocidos de sus autores y el “medio” literario en el que se desenvolvieran. De esta manera se encontró mi “generación” con el problema de la ausencia de grandes masas de lectores, que es de todo Occidente desde comienzos del siglo XX pero más agudo en un país como México, con el sistema educativo en crisis perpetua que tenemos. Hay que agregar, por supuesto, que la calidad de lo publicado era irregular, como cabía esperar, y en general no muy elevada. De los libros, quedan pocos siquiera con algún interés histórico y sólo un puñado de ellos merece releerse y reconsiderarse; entre esos pocos textos rescatables estarían Marcos’ fashion (1997), de Edgardo Bermejo —cuyo subtítulo podría haber sido un lema: “de cómo sobrevivir al derrumbe de las ideologías sin perder el estilo”—, Tránsito obligatorio (1995) de Alejandra Bernal, Los extraditables (1999) de Marcela Rodríguez Loreto y los que me parecen los tres mejores de todo ese movimiento virtual, descentrado pero no inexistente: No volverán los trenes (1998) de Andrés Acosta, La risa de las azucenas (1997) de Socorro Venegas e Y por qué no tenemos otro perro (1997) de José Ramón Ruisánchez (es significativo que los tres haya sido publicados en el Fondo Editorial Tierra Adentro del Conaculta). Un resumen de la narrativa de mi generación hecho en ese momento y centrado en los textos del tiempo y la memoria, como si éstos fueran todo lo que hubiésemos podido producir, sería injusto, evidentemente, pero no es posible negar que, a pesar de muchos momentos estimables e incluso brillantes, ninguno de estos libros podría considerarse la mejor obra de sus autores ni un libro central de la narrativa mexicana. En los primeros años del siglo XXI, la narrativa del tiempo y la memoria desapareció. 68


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Ahora da la impresión de que ocurrió de la noche a la mañana: el “grupo” del tiempo y la memoria, que no había terminado de destacarse ni ofrecido una obra maestra, dejó de representar una tendencia mayoritaria porque la mayoría de sus autores simplemente dejó de escribir. Ésta, y no las que le han colgado luego, es la derrota de la narrativa de mi generación: todas se desgastan, por supuesto, y en ese desgaste todas demuestran la necesidad de la persistencia (la verdad de la imagen de la escritura literaria como una carrera de resistencia), pero lo sucedido fue el equivalente de una extinción en masa: probablemente el fin de miles de carreras y proyectos. ¿Qué produjo el desencanto de tantas personas? Además de las razones individuales de cada autor, que rara vez podrán determinarse, los últimos años del siglo XX y los primeros del XXI fueron de pasmo y desconcierto general: a las convulsiones locales se agregaron cambios violentos en el mundo entero que no sólo fueron profundos sino que llegaron muy rápidamente, uno tras otro, durante años. El presente comenzó a cambiar muy velozmente cuando —pienso— todavía no nos acostumbrábamos como generación a las circunstancias que parecían habernos tocado a comienzos de los años noventa, o peor todavía: cuando muchos escritores ya habían fijado sus temas y sus obsesiones. Éstas se volvieron obsoletas: la reflexión sobre el tiempo y la memoria dejó de tener sentido antes de que hubiese podido dar sus mejores frutos. A todo lo que ya se había vivido se agregó la popularización del uso de internet (que ahora parece un cambio mucho más profundo que los otros), el surgimiento del “nuevo orden mundial” y, en México, el paso a una nueva etapa de nuestra lentísima transición democrática, que no sólo no se aceleró sino que ha terminado por desembocar, como sabemos, en un gravísimo deterioro del tejido social. El sentido de nuestra época —de lo que podría haber sido nuestra época— cambió rápidamente y varias veces antes de que pudiéramos terminar de asirlo. Ya he mencionado la sensación de “llegar tarde” a la que se refieren muchos textos del tiempo y la memoria: en los noventa debo haber leído al menos una docena de veces, en cuentos y novelas, la frase “La fiesta comenzó sin nosotros” u otras muy parecidas, y es muy triste constatar que los autores se referían a la vida de sus padres o sus hermanos mayores: los grandes acontecimientos de los años sesenta y de sus primeros años de infancia, y no a lo que pasaba realmente entonces, ante 69


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sus narices. Llegaron tarde —llegamos tarde— dos veces. No es imposible que en el futuro se pueda escribir todavía un testimonio de esto: un relato de este vértigo, estas incertidumbres, esta ceguera y esta frustración, capaz de poner en perspectiva el trabajo de tantas personas y lo que vivieron. De momento ese texto no existe. En eso, por lo demás, la época se parece a otras. No hay todavía una novela definitiva sobre los movimientos sociales de 68, por ejemplo, ni sobre las transformaciones de los años ochenta, de las que los terremotos de 1985 podrían ser, aún, una metáfora poderosa. Entretanto la impresión que queda es, desde luego, de vacío. El que una población viva tiempos interesantes no quiere decir que deba o pueda estar a la altura de sus circunstancias. La narrativa del tiempo y la memoria seguirá siendo invisible. La palabra generación seguirá, al menos por un tiempo, cargada de esas connotaciones desagradables. 2. ZOMBI

Para precisar o matizar lo anterior, hay que agregar lo siguiente: no todos en la generación hemos muerto, ni de veras ni para la literatura. No todos escribimos entonces, ni ahora, de esos temas dolorosos y melancólicos. Y la perplejidad, la desorientación y la frustración no sólo fueron experiencias de escritores. Y además están los zombis. Lo primero: todos los mexicanos que hoy están alrededor de los cuarenta tuvieron, en general, el mismo problema y cometieron las mismas fal70


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tas que los escritores del tiempo y la memoria. Ésta es la generación, no literaria sino de verdad, que se ha ensimismado en contemplar y sacarle brillo a su pasado; ésta es la generación que ha perpetuado la sumisión a la televisión y su realidad fabricada; ésta es la generación que, tras haberse criado en la suposición de que era progresista, de que defendía las mejores causas de la historia nacional y del mundo, optó en cuanto le fue posible por un conservadurismo gritón, ignorante, mucho peor que el de los “abuelos” contra los que había luchado la contracultura de los años sesenta. Ningún fracaso literario podría ser mayor que éste; de hecho, alguien debería contar y dar sentido a ese fracaso, más que al otro. Segundo: al contrario de la mayoría de sus “compañeros de ruta”, los autores del tiempo y la memoria que publicaron en los noventa y mencioné por nombre anteriormente han seguido escribiendo, y por lo menos dos libros recientes de ellos —Nada cruel (2008), de José Ramón Ruisánchez, y La noche será negra y blanca (2009), de Socorro Venegas— son obras muy superiores a su trabajo temprano pero que continúan el desarrollo de los temas del tiempo y la memoria: que los tratan con mayor sutileza. Venegas y Ruisánchez (junto con unos pocos más) están alcanzando el periodo de su madurez creativa y, con él, el de sus mejores obras; si en ellos el tema que podría haber sido de mi generación entera da fruto, su edad no tendrá importancia alguna. Ni siquiera importará la historia de cómo llegaron a esos temas o cómo se mantuvieron en ellos. Tal vez, incluso, podría suceder que esos escritores de mi edad, u otros con intereses semejantes y que también hayan resistido hasta ahora, pudieran hacer el ajuste de cuentas del que hablé, el que verdaderamente hace falta realizar, y que sería, muy en la gran tradición del realismo mexicano, de todo el país. (Entretanto, la generación no alcanzó, y ya no va alcanzar, el éxito precoz, pero en esto no se encuentra tan sola: no tenemos a un Justin Bieber de la novela pero tampoco lo tendrán los nacidos en 1980 ni, para el caso, los nacidos en 1990: ya debería estar aquí, ya debería vender millones de ejemplares, y lo que abunda, en cambio, son promesas de veintitantos, de treinta. No había nada de malo en eso hace diez años y no hay nada de malo en eso ahora. La juventud como mercancía y valor es una imposición absurda.) Tercero, al mismo tiempo que el gran grupo de los narradores del 71


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tiempo y la memoria hubo otros, de aproximadamente la misma edad, que publicamos textos sobre otros temas. Hubo quien no se dedicó a su propia biografía e interioridad; hubo quien se orientó aún más hacia la actualidad y de pronto terminó saltando al periodismo o a la crónica; hubo quienes, por otra parte, buscábamos deliberadamente oponernos a la gran tradición del realismo mexicano, que nos parecía anquilosada y sujeta a los peores modos de pensar del sistema político y de la cultura que vivió —vive todavía— subordinada a él. Y, por supuesto, hay narradores de mi generación que comenzaron su carrera después de los treinta o bien empezaron a hacerse notar después de 2000. Una historia de lo hecho por los escritores del “modelo 1970-1980”, sin importar lo que quiera decirse de ellos, no podría omitir a Yuri Herrera, Antonio Ortuño o Heriberto Yépez, por ejemplo. Y están los zombis. Éste no es fenómeno nuevo, pero sí el más extraño de los que han sucedido en estos años entre los narradores de mi generación. La mayoría lleva tiempo extinta, pero quienes hemos seguido después de los noventa hemos tenido que recurrir a una de dos estrategias: no morirnos, resistir, o bien sí morirnos : dejar de existir como los escritores que éramos y volver como otros después de un periodo de silencio. El descalabro del fin de siglo afectó a todos pero no destruyó a quienes tuvieron la terquedad suficiente para continuar a pesar del quiebre de sus intereses y de su ambiente, sin otra protección que su trabajo, o bien fueron capaces de encontrar otro sitio desde el que escribir: otros temas, otros enfoques, otra relación con su propia voz y con el mundo. Los casos más emblemáticos que conozco ocurrieron en la periferia de la narrativa del tiempo y la memoria. Menciono dos que he visto de cerca. Uno es el de Pepe Rojo, narrador que se dio a conocer como escritor de ciencia ficción y que en su momento animó varios de los mejores proyectos de revistas y fanzines especializados en subgéneros que se han visto en México. Luego de Punto cero, un cuento publicado en plaquette en 2000, Rojo hizo una larga pausa y volvió a publicar en solitario hasta 2009, cuando lanzó un libro de título revelador: Interrupciones, cuyos textos híbridos y experimentales siguen muy lejos de la “normalidad” literaria nacional pero resultan todavía más extraños, y más reconocibles como parte de un proyecto sumamente personal, porque ya no utilizan abiertamente las claves de la ciencia 72


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ficción ni de ningún otro subgénero: la etiqueta que Rojo utiliza es “realismo mediático mash-up” y su trabajo de escritura se complementa con obras multimedia, intervenciones, proyectos editoriales y otros trabajos con una lista de influencias que va de Alan Moore, Kurt Vonnegut y Chuck Palahniuk a Jacques Lacan y Paul Virilio. A un lado de Pepe Rojo en la escena subterránea —lo que nunca se terminó de llamar indie ni alternativo entre nosotros, y tal vez para mejor— estaba Bernardo Fernández Bef, quien hizo una transición semejante pero en dirección opuesta: de la ciencia ficción a la narrativa policiaca, que es un subgénero mucho más popular y más rígidamente estructurado en México, pero sobre de los márgenes al centro. Actualmente, y a partir de la aparición de su primera novela policiaca, Tiempo de alacranes (2005), Bef es uno de los autores más conocidos de la generación, y también de los más leídos, pues se ha inclinado por profesionalizar su trabajo para insertarlo en el mercado editorial mexicano, volverlo una presencia reconocible y encontrar desde allí oportunidades en el exterior. Sin dejar de lado los temas que le interesan, los ha tratado, sin culpa ni justificaciones, en novelas que pretenden sobre todo entretener y encontrar un público más allá de sus propios colegas. Y ha tenido éxito. Rojo y Bef tuvieron la fortuna de haber sufrido la catástrofe del cambio de siglo de manera distinta que el grueso de la generación. Ninguno escribía, como ya he dicho, directamente sobre el tiempo y la memoria, y en cambio fueron parte de un breve movimiento ascendente de ciencia ficción, fantasía y otros subgéneros mexicanos que había comenzado en los ochenta y en los noventa se confundía con propuestas “exóticas” como las novelas cosmopolitas del grupo del Crack. Pero ese movimiento se enfrentó con las mismas dificultades hacia el final del siglo y fracasó también: hacia 2000 era claro que el cosmopolitismo se había transfigurado en una búsqueda deliberada de integración en el mercado globalizado de la lengua española, que desde entonces está dominado por las editoriales de la propia España y los agentes literarios, y los subgéneros mexicanos no pudieron dar ese salto: las grandes ventas de autores como J. K. Rowling, Stephen King o Stephenie Meyer demuestran que hay mucho interés en el país por libros semejantes, pero también que al lector mexicano no le interesa de dónde provienen y 73


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leerá lo que tenga a su alcance y se promueva mejor. De todas formas hubo debacle, para usar esa fea palabra. De todas maneras hubo la necesidad de recuperarse de lo que habría debido ser un golpe mortal. (Éste es, quizás, un modo de describir más precisamente el signo de nuestros tiempos, del que no hubiéramos podido escapar de ninguna forma: la marca de todos los que vivimos, aun sin haber escrito, en el mismo lugar y en el mismo momento.) Usar la palabra zombi para discutir estas cuestiones es un poco injusto: estas transformaciones no tienen necesariamente que ver con la literatura ni el cine de terror, y tampoco implican las connotaciones más negativas de la figura popular del zombi: no hay inconciencia ni salvajismo en estos escritores. Pero otros aspectos de la imagen del zombi son pertinentes. El zombi es una criatura que vuelve de la muerte; que no debería poder moverse y de todas formas se mueve; que es y no es la persona que vivió, y por tanto inquieta y perturba a quienes lo conocieron. Podríamos llamarlos también revinientes: resucitados. Algo más que comparten con los personajes del cine, en cualquier caso, es que su voz cambia: se quiebra, deja de ser la que era, y al mismo tiempo conserva un eco de sí misma: el germen de su pasado, el alma devuelta a la fuerza al interior del cuerpo. No hay una traición absoluta: los escritores zombis no niegan del todo lo que dijeron antes de la catástrofe, pero ahora lo dicen de otro modo. Cambian de género, se abren o se cierran a las influencias, modifican su postura ante el lenguaje: ante su lenguaje. No hay en ellos la misma vitalidad de la primera juventud, pero sus textos no son de pura prosodia, ni de fórmula: no están muertos, como sí lo están muchos cuentos, poemas, novelas que se escriben con todas las apariencias del vigor y el entusiasmo. Su fuerza es diferente: terca, díscola, y sus palabras son más enérgicas que las de un primerizo, y más desesperadas. En esto también se parecen a los zombis: ya no los pueden matar porque ya han muerto. Resisten y continúan. Otro caso, menos cercano para mí pero que podría resultar importante, es el de Guadalupe Nettel, quien tras un libro temprano en los noventa —Juegos de artificio, 1993— reapareció hasta 2006 con El huésped, una novela de larga gestación y muy distinta de su escritura previa que le bastó para volverse también una referencia constante. Y aun antes de los que mencio74


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no se pueden encontrar numerosos casos de artistas que sobreviven a derrumbes de su entorno, así como de los que caen y no se levantan. Entre los primeros está Borges, quien tuvo una muerte simbólica en 1938, sobrevivió, y comenzó a escribir sus grandes cuentos fantásticos. Entre los segundos está Rimbaud, quien dejó de escribir en 1875 y sobrevivió como algo distinto hasta 1891. El autor-emblema de la literatura latinoamericana actual, Roberto Bolaño, es también un reviniente, y uno que hizo de su propia muerte y resurrección, transfiguradas ambas en Los detectives salvajes, uno de sus temas centrales. Pero debo repetir: lo ocurrido hacia el año 2000 en México le sucedió a muchas personas a la vez, lo que resulta mucho más desolador y extraño. La generación entera se dividió en tres: la mayoría de los que murieron para siempre, los poquísimos que no murieron, y los revinientes, todavía menos, y más raros, y que siguen entre nosotros. Los que he visto están escribiendo sus mejores obras ahora. Y todavía podrían llegar otros, luego de silencios más prolongados. Sus textos serán inusuales, tal vez excéntricos, tal vez más rabiosos de lo que hubieran sido, o más desolados o más enloquecidos, porque habrán sido escritos en soledad, entre grandes trabajos, después del tiempo en el que hubieran podido tener la compañía de otros colegas y otras historias. Y tal vez fracasen. Pero existirán. No cuento esto porque me parezca importante, o más importante que esas obras por venir y que espero. Lo cuento porque puede ser útil a otros. 75


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Por ejemplo, a los escritores que vienen. No han terminado los vuelcos del mundo en su paso de la era impresa a la era digital, y nuestra propia situación es la que es. El tiempo es de miedo, de hartazgo, de resignación cínica, y quienes escribimos en México no estamos enfrentados sólo con la ausencia de lectores o el desprecio de la literatura, sino también con la idea de que ésta podría, simplemente, ser innecesaria: obsoleta en un mundo que, en realidad, ya no la necesita, porque tiene suficientes representaciones del mundo en otros artes y medios o porque se encamina a un futuro en que el lenguaje no fijará de ningún modo la experiencia humana. Cualquiera de esas dificultades podría llevar a otro desastre como el de 2000; están también las catástrofes individuales, impredecibles, y está también, desde luego, la posibilidad de la catástrofe general, no de los escritores sino de todos: esa apoteosis de la violencia de las que tanto se escribía a comienzos del siglo aunque ahora ya no nos divierta y no nos parezca una fantasía deseable. Cualquiera puede morir como escritor, en cualquier momento. Pero el ejemplo de la Generación Z sirve al menos para recordarnos que la escritura, como pocas cosas, es capaz de volver de la muerte. La literatura resiste a veces más que nosotros mismos: sobrevive, a veces, aunque no sobrevivamos con ella. Como certidumbre o consuelo. No es poco.

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Cuatro poemas EDUARDO PADILLA

CONSTANTINOPLA

Vivo en las afueras del mundo, soy el peor histrión del vecindario. Considero una ventaja estratégica estar a la sombra de la Puerta Dorada, colosal atea que va siempre al grano y prefiere la desolación al adorno. La admiro por lo mismo. Cuando pienso que su muerte es mi muerte me doy por satisfecho, ya puedo anunciarle a todos que estoy en una relación sentimental. La raza de mi querencia no es importante, lo que cuenta es su sentido del diseño. No odio a los chinos por ser chinos, los odio por ser incapaces de inventar la belleza trascendental de un 1950 Studebacker Champion Convertible. La imagen de dicho auto reside en el relicario de plata que habré de arrojar desde alguna cima el día de mi finiquito. Barajeando mis opciones, me inclino por la cima de aquel puente. Hay que entender que el puente sufre el peso del tiempo 77


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como ningún mártir jamás podría y además sin drama o mácula, sin ensuciar los pantalones. Golden Gate, en tu nombre rutila una grosera promesa que ya pienso capitalizar cuando sea hora de canjear mis fichas. ¡Tú no eres ningún vulgar puente, oh montaña servil! Las pelirrojas me estimulan a tal grado, y entre más heladas y utilitarias, más vivo es el rojo de mi entusiasmo. Habría que seguir tu ejemplo, mi humilde giganta, y soportar el plomo de los días con el gris acero de tu parsimonia.

el jamelgo del lúgubre hidalgo (no aquel Hidalgo sino el genérico, el de noble abolengo) renquea cual oblea, tose cual tren y sangra escorbuto parodia tísica de locomoción clásica que de la sedición es el fruto. BRUTO Y ASTROSO

Un calambre lo tuerce y le trunca la carrera castrense 78


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(la carrera de un gato y su ovillo de estambre) y ahora lo tienen paseando a aquel fiambre en carroza, también a su esposa, la momia canalla. Tú espera en la esquina y seguro te tira confeti circense desde el asiento de alambre de esta seca antigualla.

SENDAI

Tengo un sismógrafo junto a la silla giratoria, un globo terráqueo traspasado de agujas donde las placas tectónicas se ahorcan; tengo un mirador cónico donde el fin del mundo es un diorama con partes móviles y exquisitas réplicas de trenes y cochecitos a escala. La aguja brinca y baila con el trompo. La gran ola se mueve y devora a velocidad insólita. Los muertos fluyen, se revuelven en un cosmos piroclástico. No hay defensa. Todo corre menos las piernas, los relojes… 79


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…las moscas son moscas desde siempre. De su errar derivo una lección pasmosa una modesta constante un frugal ultraje y un prismático temblor-abismo.

EL PARAÍSO ERA UN BALUARTE CIRCULAR

El paraíso era un baluarte circular, sus habitantes felizmente parapetados en la certeza binaria de un estado de sitio. Nosotros o Yo adentro; Ellos o Él afuera. Él circundaba la muralla, su voluntad siempre idéntica a sí misma… al ritmo de un caracol sus jinetes circundaban la muralla afilando en ella sus dagas como después el agua cuando erosiona las rocas. Su nombre es multitud pero entre ellos brilla la hélice 80


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espiral el remolino abismal y el viejo escargot que deja su baba en el álbum de la familia. Adentro, Nosotros en unísono de serpentina pre-serpentina circulábamos el único signo posible, y esto Nosotros lo hacíamos sin manos o sin bocas. Hoy con justa razón sentimos repugnancia y buscamos no hundirnos en ninguna pantanosa monomanía pero en aquel entonces todo era simplonamente divino. El primer portero corrupto fue el primer agujero amoroso. El primer agujero corrupto fue el primer portero amoroso. Hoy reina la Moneda, la Rueda y el Fuego. El fuego es la manifestación visible de una rueda invisible. La rueda rueda con la simplona divinidad de la moneda. La moneda es el baluarte circular en el que la rueda existe y es consumida por el fuego. Y lo que queda fuera de la moneda, 81


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o todo lo que no es moneda, es lo único que habilita y sostiene la existencia de la moneda. Y amén entonces o etcétera pues.

a las tropas, hazlas subir por el filo de Marte, da la orden, que rasguen las ropas y a usar los jirones para un nuevo estandarte. DOROTEO, ARENGA

Ya encarriladas en demás rasgaduras las huestes valientes violentan los lechos rasgando las faldas de nenas maduras los muertos vivientes se arrogan derechos. Feroz centauro, cazador de la enagua, bigote y carisma de fatal rabble-rouser, aunque ayer gobernabas Chihuahua hoy en Texas subastan tu Máuser.

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Oráculo GERARDO PIÑA

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Cuando José Miranda me llamó, yo no sospeché nada porque no había nada qué sospechar. Entiéndeme. Tenía años de no verlo, no sé cuántos, pero más de quince. Desde que comencé a trabajar en ese periódico de mierda perdí el contacto con mis compañeros de la universidad. No sé por qué. En una ocasión, José María, amigo de Miranda y de Lucrecia, del Chitos y del Loco (quizás no era tan amigo del Loco, pero de los demás sí), me dijo que Miranda y Lucrecia me habían perdido el respeto. Lo que pensara entonces Lucrecia no me importaba, pero sí sentí gacho que Miranda ya no me respetara. (Aunque esto es paradójico porque al mismo tiempo supe que antes me había respetado.) Al parecer, Miranda le había dicho a José María que yo era un tipo inteligente y con mucho potencial para ser un gran periodista o hasta un buen escritor, pero que me dejaba influir mucho por lo que pensaban los demás y que no tenía disciplina ni me preocupaba mi futuro. La verdad es que todo eso me sonó muy cursi y no supe si era invención de José María o de José Miranda. Le dije que ni mi papá me había dicho tanta estupidez en la adolescencia (la verdad es que siempre me decía esas cosas y otras rayanas en insultos, o más bien eran insultos, pero ya casi no me acuerdo, o sí me acuerdo, pero creo que no viene al caso contártelo) y que ya se vería con el tiempo quién era quién. Lo que pasa es que Miranda era muy raro: sacaba muy buenas calificaciones pero no era matado; se ganaba el aprecio y el aborrecimiento de los 83


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maestros por igual y me cae que no era guapo, pero tenía varias viejas. Yo todo eso se lo reconozco, pero dime tú, si era tan chingón, entonces ¿por qué nunca tenía un quinto y siempre estaba de malas? Muy doctor y muchos estudios en el extranjero (porque el Loco me contó que Miranda se había ido a Estados Unidos a estudiar un posgrado) pero ni carro tenía. Siempre andaba en el Metro. Yo no podía saber qué se traía porque si bien se me hizo raro que Miranda me llamara, tampoco era algo imposible. Al fin y al cabo fuimos compañeros de la universidad y, mal que bien, yo ya me había ganado cierto prestigio en mi trabajo. No, no éramos de la misma generación, simplemente fuimos compañeros. No sé, creo que él se graduó en el 98. No, yo no me titulé y ni falta me hizo. No se te olvide que estuve a punto de ganarme el Pulitzer. Los que hemos sido elegidos para escribir no necesitamos de títulos ni de esas cosas. Sin embargo, cuando me llamó algo en mí se puso en alerta, pero mi confianza natural no le dio importancia y quedamos de vernos al día siguiente (era un viernes) para comer en una cantina del Centro. Lo reconocí de inmediato; estaba leyendo un libro en inglés como si quisiera impresionar a los otros comensales; a lo mejor era a mí a quien quería impresionar. En cuanto me vio cerró el libro y se puso de pie. Me abrazó (nada muy efusivo ni muy hipócrita). “¿Cómo has estado? Qué gusto verte”, me dijo. —No tan bien como tú —le dije—, yo no tengo un doctorado, aunque ni falta me hace. 84


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ORÁCULO

—Me alegra, así nos dejas algo a los que sí lo necesitamos. Te ves muy bien —dijo, no sé si refiriéndose a mi prematura calvicie o a los doce kilos que tengo de más. Comimos cinco tiempos, pero en realidad es como si fueran menos. Lo que pasa es que en esa cantina ya me conocen y nunca me sirven las botanas. Nos vamos directo a los platos fuertes; ya saben que dejo buenas propinas. No, no estábamos borrachos. Miranda había comido dos tiempos en realidad (una sopa y un guisado) y para entonces se había tomado unas tres cervezas. Yo no recuerdo cuánto bebí, pero tampoco iba a limitarme; él había dicho que me invitaba y era viernes. Durante la comida, Miranda me hizo preguntas que iban de anodinas a venenosas. Lo bueno es que yo iba siempre un paso adelante. Primero me preguntó que cómo estaba, cómo estaba mi esposa, el trabajo… hasta pretendió interesarse en mis textos. Comentó algo sobre dos artículos míos recientes (se ve que había hecho su tarea). —¿Sigues escribiendo? —me preguntó. Como tardé en responder, dijo: —Me refiero a la literatura. Aunque no fuimos tan cercanos en la universidad y quizás por ello nunca te lo dije: siempre me pareció que eras de los que mejor escribían. —A veces —le dije—, pero no he publicado nada. —¿Por qué? —Porque no me interesa. Ahora la gente sólo quiere basura y yo no escribo basura. Digo, sin ofender a los que publican —hice esta aclaración porque José María ya me había contado que Miranda había publicado un libro de cuentos en una edición de autor y que además tenía una columna en una revista universitaria. No sé qué es peor: la mediocridad de nuestras editoriales o publicarse a sí mismo. —Te entiendo —me dijo—. Lamentablemente yo no he resistido la tentación y escribo de vez en cuando. —Y aparte de eso, ¿qué más haces? —le pregunté. —Doy clases. —¿De qué? —De periodismo y derechos humanos. —¿En dónde? 85


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GERARDO PIÑA

—En la Universidad Nacional. —¿Tienes una plaza de tiempo completo? —No. —¿Das clases en la mañana o en la tarde? —En la tarde. —¿Cada cuándo? —Tres veces por semana. Ya voy, lo que pasa es que no es lo mismo dar clases en la mañana que en la tarde en esa universidad. Todo mundo lo sabe. Te digo todo esto porque necesito reproducir el diálogo lo mejor que pueda para que veas que no me era posible sospechar nada de su locura o lo que fuera. Pero me voy a adelantar un poco para darte gusto. De hecho, ahora que lo mencionas, a lo mejor sí tomó más cervezas, pero yo no vi o no me di cuenta. Lo que pasa es que no lo vi borracho. En fin, de pronto me dijo que me agradecía mucho que hubiera aceptado la invitación a comer con él. —No tienes nada qué agradecer —le dije. —Al contrario, siempre voy a estarte agradecido porque ésta será la última vez que comamos juntos —así me lo dijo, muy seguro. Yo creí que me iba a decir que tenía alguna enfermedad muy grave o que se iba a vivir al extranjero. Pero no tenía los ojos llorosos ni el tono solemne. Hablaba como si ya supiera lo que yo iba a decirle, como si ensayáramos. —Te propongo que nos dejemos de tanto misterio —le dije— y me digas lo que te pasa porque para eso somos amigos. ¿Por qué no volveremos a comer juntos nunca más? —le pregunté. —No es fácil de decir, pero tienes razón: lo mejor es ir al punto. Después de lo que voy a decirte ya no comeremos juntos porque no vas a creer lo que te cuente. A lo mejor vas a pensar que estoy loco y ya no te quedarán ganas de que nos veamos de nuevo. En ese momento yo aún estaba sobrio porque recuerdo perfectamente lo que me dijo. Me emborraché después de que se fue, como a las ocho y en otra parte. Además, antes de que me dijera eso, todo había estado normal. Éramos dos amigos de la universidad, dos periodistas, dos colegas que se estiman mucho y se reúnen después de varios años de no verse. —Puedo predecir el futuro —me dijo. Me lo soltó a quemarropa. Le hi86


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ORÁCULO

ce una seña que significaba que no lo había escuchado bien, pero el volvió a decírmelo. —Puedo predecir el futuro —repitió—. Me le quedé mirando. Hacía un gran esfuerzo por no mostrar mi sorpresa y mi decepción, pero al mismo tiempo hubo algo dentro de mí que me decía: “Esto confirma que tú eres más chingón que él.” No me reí. Ahora no sé si porque sentí pena por él o por los nervios. Él me sonrió, no parecía avergonzado. Tenía razón, después de todo. Era obvio que no le iba a creer y, por supuesto, no me quedaban ganas de verlo de nuevo. —Pues qué bien —le dije—. ¿Te importa si pedimos la cuenta? —Ya la pedí, cuando fui al baño —me respondió. —Menos mal, tú también tienes prisa. —No, pero sabía que ibas a pedirla en este momento y me adelanté. Ahí no pude más y me reí francamente. —Estás cabrón, Miranda, es cierto que adivinas el futuro —mi risa era deliberadamente una burla y un goce por verlo ahí, tan poca cosa. Sin embargo, él actuaba como si de verdad supiera lo que iba a ocurrir. Tal vez fue su impasibilidad lo que me hizo quedarme otro rato. —Pensándolo bien —le dije—, ¿por qué no nos quedamos y pedimos algo más? —Me parece muy bien —respondió—, aunque voy a cambiarle a la cerveza. ¿Tú quieres otra cuba? Saqué un cigarro de la cajetilla, me lo puse en los labios y evité mirarlo mientras buscaba el encendedor en las bolsas del saco. Cuando lo encontré, le dije: —Casi, Miranda. —¿Qué cosa? —Casi te sale bien la broma. —No es una broma, pero no te culpo por no creerme. Yo mismo no me creería. —No me compares contigo, para empezar. Yo… te diré algo. Si ya sabías que no te iba a creer y que me iba a querer ir, entonces ¿por qué pediste la cuenta? ¿No sabías que me iba a arrepentir y que te iba a decir que 87


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nos quedáramos, que ibas a aceptar y que te iba a decir esto mismo en este momento? —Lo sabía. —¿Entonces? —Entonces nada. No pedí la cuenta, te mentí —me dijo. Se acercó el mesero dispuesto a encenderme el cigarro. —¿Te ha pedido la cuenta este señor? —le pregunté al mesero sin dejar de ver a Miranda a través del humo. —No —dijo el mesero—, ¿quiere que se la traiga? Negué con la cabeza, pedí otra cuba y Miranda un tequila. —La verdad es que no es fácil creerme —me dijo—, así que te ofrezco una disculpa si te he incomodado al decírtelo, pero tenía que hacerlo. Nos miramos un largo rato, bebimos en silencio. Fui yo quien habló primero. —Vamos a suponer que es cierto —le dije—. ¿Cómo lo puedes probar? —Como quieras. Mi mente científica comenzó a trabajar y pensé en pedirle que me dijera cómo iba a terminar el mundo, cuándo se extinguiría la humanidad, pero me di cuenta de que no iba a saber si era cierto lo que Miranda me contara. Luego pensé en pedirle los resultados de la lotería, de las carreras de caballos, de algún encabezado en los periódicos y hasta que me dijera lo que yo estaba pensando. Opté por esto último. —A ver, dime, ¿qué acabo de pensar en estos últimos segundos? —le pregunté a manera de reto. —Eso no es adivinar el futuro sino el pasado —me dijo— pero está bien, te lo diré —y en efecto, me repitió mis pensamientos. Ahí fue cuando la broma o lo que fuere dejó de ser graciosa. ¿Cómo supo? ¿Quién se iba a imaginar que ésas eran las pruebas que se me iban a ocurrir? No, tienes razón, nadie. La verdad es que no supe muy bien cómo llevar el tema sin ofenderlo y sin pedirle más pruebas. Lo intenté, pero no pude desenmascararlo. Hasta adivinó un número que yo había escrito en un papel. Sin quitarle importancia a lo que en ese momento yo creía que podía tratarse de una facultad sobrenatural, a mí comenzaba a darme miedo. Así que le propuse hablar de 88


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otras cosas. Continuaron las copas y la conversación, y cuando esta vez fui yo quien pidió la cuenta, me dijo: —Hay una razón por la que te he confiado mi mayor secreto. Es todavía más difícil de creer, pero tengo que decírtela. —Mejor ahí la dejamos, Miranda —le dije—. Me dio mucho gusto verte y hablar contigo, pero esto ya no me gusta nada. —Te prometo que será lo último que te diga y la última vez que te moleste —me contestó—. De verdad no ha sido mi intención incomodarte. Noté que ya arrastraba un poco las palabras, así que eso también me relajó. Cierto compañerismo alcohólico me relajó. —Mejor —le dije— en lugar de que me cuentes más cosas del futuro, dime el número de la lotería del próximo martes. Si le atinas, te invito a comer y me cuentas todo lo que quieras, Miranda. —Eso no te lo puedo decir. —¿Por qué? —Por cuestiones éticas y por mi propia seguridad. Lo siento. Ya sabía que se iba a salir por la tangente. Nunca confíes en alguien que te hable de ética. —Te he confiado mi secreto porque primero necesitaba que me creyeras. No sé si lo he logrado (es decir, sí lo sé, pero tengo que decirte todo esto de igual manera). En todo caso no pierdes nada y puedes ganar mucho. Trajeron la cuenta. Yo hice como que iba a pagar y saqué un billete, pero Miranda se adelantó y puso su tarjeta de crédito sobre la comanda. 89


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—Al menos ya sabes si va a pasar tu tarjeta —le dije y nos reímos. Guardé mi billete de doscientos pesos en la cartera y le pregunté: “¿De cuánto estamos hablando?” —De mucho. —¿Cincuenta mil? —Mucho más. —¿Cien mil, doscientos mil? —No se trata de dinero. Hablamos de las vidas de varias personas. Debió notar mi decepción (o ya sabía que me iba a desilusionar, como quieras verlo) porque me dijo, para interesarme en el asunto: “Una de esas vidas es la tuya. Salvar tu vida debe valer más que cien o doscientos mil pesos, ¿no crees?” Le trajeron el pagaré y firmó. —Espero que no estés tratando de amenazarme, Miranda —le dije con absoluta seriedad—, porque soy capaz de matarte. —Por favor, no te exaltes. —¡Cómo no quieres que me exalte! —exclamé dando un golpe sobre la mesa, pero nadie se volvió a mirarnos—. ¿Qué tiene que ver mi vida con tu pinche locura? —Escúchame bien, por favor. En unas semanas van a llegar a tus manos ciertos documentos. —¿Qué documentos? —Son unos papeles que, como imaginarás, comprometen a gente con mucho poder. Su publicación provocaría un gran impacto que redundaría en un gran reconocimiento para el periodista que lo hiciera, pero el riesgo es muy alto. Tu vida y la de tu hijo están de por medio. Te hablo de secuestro y tortura. Sobre todo de la vida de tu hijo, él sufrirá cosas que no te puedes imaginar. He venido a hablar contigo y a pedirte que no publiques nada y que te olvides de ese asunto. —A ver, Miranda, ya se te cayó el teatrito. ¿A qué papeles te refieres? ¿De qué hijo estás hablando? Yo nomás tengo a mi mujer. Además, si conoces el futuro, ya sabes lo que voy a hacer, ¿o no? Mejor ya párale y vámonos de aquí. Le dije al mesero que saliera a pedir mi coche. Me dijo que podía adivinar el futuro, pero no de manera ilimitada y que 90


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había decidido correr el riesgo de intentar cambiarlo precisamente porque las vidas de varias personas estaban en juego. Le pedí que se callara. Me trajeron el coche y no me ofrecí a acercarlo a ninguna parte. Que pidiera un taxi o que se fuera en el Metro como todo un hombre exitoso. Al despedirnos le dije que en una sola cosa no se había equivocado: yo no volvería a llamarlo, pero no pareció molestarse. Me dijo que entendía y hasta me deseó buenas noches. —¡No los publiques! —alcancé a escuchar que me gritaba mientras me subía al coche. 2

Te sigo contando. Poco después supe que habían asesinado a Miranda. No lo podía creer. Digo, uno como periodista sabe los riesgos que conlleva nuestra profesión, pero tenía poco de haber comido con él. Para mí no fue sino un encuentro bizarro con un excompañero de la universidad que se había vuelto loco por tanto estudio. Sentí lástima por él y con más razón me olvidé de lo que me había dicho. Su muerte, tan violenta, no dejó de impresionarme, pero sirvió (me da pena decirlo, es así) para disipar cualquier duda que aún conservaba sobre su supuesto don. Respecto a mí, a mi futuro, te confieso que no me di cuenta cuándo me convertí en el poseedor de esos papeles. Fue al volver de Hermosillo que vi entre los documentos del portafolios un fólder amarillo que no recordaba haber llevado. No te engaño. A lo mejor alguno de los padres de familia lo metió sin que me diera cuenta. No sé. Sí, yo siempre dije que estaba protegiendo una fuente porque me parecía lo mejor, pero a ti te estoy diciendo la verdad. Después de que decenas de niños murieran o quedaran heridos a causa del incendio de una guardería provocado por la negligencia del Estado, no me fue difícil sostener que no podía revelar mi fuente. No, al principio no pensé nada, me limité a abrirlo y a ojear el contenido. Esa experiencia la voy a recordar toda la vida. Mientras leía datos, nombres, fechas, no dejaba de pensar en el Todopoderoso. ¿Cómo fue que llegaron estos folios a mí? Yo había ido a entrevistar a los dueños de la guardería en lugar de Villanueva, quien se había enfermado del estómago y no podía ir. La entrevista salió como era de esperarse. Los dueños se defendieron hasta los dientes y al fi91


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nal resultaron más culpables los papás y los niños que ellos. No, yo no di pie a nada de eso en la entrevista, lo que pasa es que no estaba muy concentrado ese día y ya no me distraigas. Miré muy bien los papeles (casi todos originales) y era como si tuviera frente a mí el boleto ganador de la lotería. Era un montón de papeles, pero todos se correspondían perfectamente. No sólo estaban los comprobantes de las primas de los seguros que habían cobrado por fuera los dueños de la guardería y las cartas que comprometían al gobernador, a uno que otro del partido, al actual director del Seguro Social y a los ministros. Imagínate que ya armado el rompecabezas salió todo lo de la venta de órganos, de terrenos, licencias, favores… y hasta cosas que no venían al caso: un ministro había apostado a una amante con todo y depa con el exdirector del Seguro en un juego de cartas. (Digo, eso a quién le puede importar.) Por supuesto que me volví paranoico. Revisé mis cuentas de correo y les cambié la contraseña, cambié el número del celular y me puse a sospechar de todo mundo. No me vas a creer, pero Miranda nunca me cruzó por la cabeza. Debe haber sido que tenía mucho estrés y mucho trabajo. En fin. Lo estuve piense y piense, y al tercer día me decidí a armar el rompecabezas. Trabajé como nunca antes y dos días después ya tenía ordenadas las pruebas y una escaleta de cómo redactar el texto. Pues sí venían ordenadas las pruebas y ya había mucho redactado, pero había que pulir la redacción. Pedí tres días de vacaciones y comencé a revisar el informe, luego aproveché los ratos muertos en la oficina y le robé tiempo al tiempo. En una semana ya tenía todo listo y fue cuando busqué al gringo éste. Lo intenté varias veces. No fue tan fácil que tomara la llamada y luego no me entendía bien. Creo que su secretaria prefirió pasármelo cuando le dije en un tono severo que no estaba dispuesto a esperar un minuto más. Él me contestó quién sabe qué cosas y luego le dije que mi inglés no estaba muy bien por falta de práctica. Primero no quise darle mi nombre por temor a que mi teléfono estuviera intervenido. Él habló en español y me insistió en que le dijera qué era eso tan importante que yo tenía y por qué pensaba que le iba a interesar. Le dije que era tan importante que estaba dispuesto a ir a Nueva York a verlo si él me pagaba el boleto de avión y me ofrecía seguridad. Me colgó el teléfono. 92


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ORÁCULO

Tuve que pedir dinero prestado a mi hermano, a mi cuñado, a mis amigos, pero no me alcanzaba más que para el taxi al aeropuerto. Vendí el coche y ahí fue cuando Jacinta se enojó. Puso el grito en el cielo. Le pedí que confiara en mí, pero que por su propia seguridad no le podía contar de qué se trataba. Más se enojó cuando le dije que me iba de viaje dos días, que no tardaba. Yo sabía que acabaría por irse a casa de su mamá, así que no le di mucha importancia a sus amenazas de abandonarme si me iba. En Nueva York descubrí que fácilmente me daba a entender con todo mundo. Lo que pasa es que cuando uno está en una ciudad de a deveras, la gente es civilizada y uno se expresa mejor. No, en español. Algunas personas hablaban inglés, pero no muchas. Llegué a las oficinas del gringo éste dispuesto a esperar el tiempo necesario hasta que me escuchara y viera el informe que traía. Tuve que esperar mucho porque no quería recibirme. La secretaria me decía varias veces que me fuera a tomar un café y que volviera al rato, pero no se animaba a echarme de ahí. Entonces tuve una idea. Saqué dos papeles del informe y unas fotografías donde estaban dos ministros, el dueño de la guardería y el director del Seguro jugando cartas una noche antes del fallo de la corte. Estaban bien acompañados. ¿Si me entiendes, no? Yo le había puesto un postit para identificarlos con nombre, apellido y cargo. Uno de los papeles era un comprobante por una prima de la aseguradora en la que trabajaba el gringo y que dejaba ver la relación entre todos ellos. Le supliqué a la secretaria que le mostrara estos papeles con la foto al gringo éste. Así lo hizo. Igualito que en las películas. Debe ser porque en ese país las injusticias son intolerables. Se asomó el gringo hasta el vestíbulo y me pidió que entrara en su oficina. Le expliqué de qué se trataba y el resto ya lo puedes imaginar. Hizo más llamadas, llegó la policía. Me asusté y temí que por algún malentendido me fueran a inculpar de algo, pero después de varios interrogatorios me mandaron a un hotel, me pusieron vigilancia y en pocos días hasta me entrevisté con un comisionado de la ONU. Nunca pudieron sacarme quién me había dado todos esos papeles por la sencilla razón de que yo no lo sabía. Me ofrecieron dinero, me sometieron al detector de mentiras, pero todo en vano. Siempre mantuve la versión de que no podía traicionar a mi fuente. Luego me consiguieron un departamento en donde quedarme y algunos dólares para mis gastos. 93


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A los pocos días llegó Jacinta. “¿Tú qué haces aquí?”, le pregunté. Me explicó que la habían traído unos gringos desde México y le contaron que yo era un periodista muy valiente y que la esperaba porque quería reunirme con ella en Nueva York (a mí no me preguntaron nada). Me ofrecieron pagar la renta de un departamento y me dieron una columna en un periódico. Cuando mi informe salió en formato de libro fue un bombazo. Primero porque había salido en Estados Unidos, luego porque yo era poco conocido a nivel internacional. Nunca me imaginé que tantas personas irían a parar a la cárcel. Muy pronto pasé a ser reconocido como una autoridad en materia de derechos humanos y periodismo en Estados Unidos y América Latina. Las siguientes ocho semanas fueron increíbles. Me entrevistaban en todos lados y varias personas que nunca me habían hecho caso comenzaban a buscar mi aprobación. Pero del mismo modo en que había llegado, el éxito se esfumó. Las envidias de tantos son demasiado para que las cargue uno solo. Al periódico gringo en el que escribía dejaron de gustarle mis artículos. Me pedían que los reescribiera, que buscara otros ángulos, otros temas. Un miembro del consejo editorial llegó a preguntarme si realmente había terminado la carrera de periodismo. Imagínate. Me desprestigiaron. Después, el gobierno de Estados Unidos bajó considerablemente el monto de la ayuda que nos daba para los gastos. Nos mudamos a una zona más barata, pero aún así no nos alcanzaba. Yo escribía más y más, pero todo era inútil. Nadie apreciaba mi talento. Ni siquiera otros periódicos de renombre. Un día volvieron los interrogatorios para que 94


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les dijera quién había escrito el informe, quién me había dado la información, a quién había suplantado, etc. Comenzó lo que yo llamaría un a-c-o-s-o. Así, con todas sus letras. Vivimos meses muy angustiosos y un día llegaron unos agentes del gobierno a decirnos que nuestra visa y nuestro permiso de residencia habían sido revocados. Que si queríamos permanecer en territorio norteamericano teníamos que llenar una nueva solicitud. Entonces… ¿Cómo supiste? Así fue, la rechazaron y nos dieron de plazo una semana para salir del país. Le dije a Jacinta que nos regresábamos a México antes que darles el gusto de vernos expulsados. Lo malo fue que en México nadie quería darme trabajo. La envidia no respeta fronteras. Sí había cobrado las regalías del libro, pero nos las gastamos Jacinta y yo en un viaje a Las Vegas. La pasamos muy bien. Vimos un espectáculo de delfines, un circo ruso y un imitador de Elvis. Te juro que era igualito. No, no me estoy desviando del tema porque estamos hablando de mi felicidad robada, de mi integridad como periodista, del ser que deshumanizaron a costa de infamias, porque aparecieron difamaciones en los periódicos. (Por cierto que a raíz de eso las ventas del libro subieron un poco más y luego se desplomaron.) Decían que yo no había escrito el libro, que mis premios y reconocimientos eran inmerecidos, que yo no había hecho la investigación sobre la guardería. Hasta llegaron a insinuar que yo había conseguido los papeles a través de amenazas o de algún acto de corrupción. La sospecha se hizo más fuerte a medida que pasaron las semanas posteriores a nuestro regreso. La familia también comenzó a darnos la espalda; los amigos se negaban a recibirnos y de pronto lo pensé. Así nada más, una noche, mientras veía el box en la televisión pensé que haberme encontrado con esos papeles había sido un castigo. Renegué de toda la admiración que antes mostraron hacia mí los periódicos y la televisión, de que esas personas hubieran ido a parar a la cárcel a causa de mi investigación, del éxito y hasta de los gringos. ¿Lo de la alianza con los otros partidos? No, ésos fueron puros rumores. ¿Cómo crees que iba a traicionarlos a ustedes? Eso es lo malo de ser honesto, que siempre hay alguien que quiere difamarte. Por eso me encuentro así, despojado de todo. Además, Jacinta y yo hemos recibido ya varias amenazas de muerte. 95


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GERARDO PIÑA

Lo que para ti es ahora obvio, a mí se me presentó hace poco como una revelación dolorosa: la advertencia de Miranda. Miranda muerto me veía como un ciego con sus premoniciones. Antes no estaba seguro, pero ahora creo en sus facultades sobrenaturales. Mi mujer y yo hemos hecho un pequeño altar en la casa y le pusimos unas veladoras a Miranda, que en paz descanse. Puedes pensar que todo es una coincidencia, pero ¿cómo te explicas tantas coincidencias? No me queda más remedio que pagar por mi estupidez. Con decirte que hasta pensé en arrancarme los ojos. Me he puesto en manos de Miranda como me pongo ahora en las tuyas. En nombre del partido en el que ambos creímos, en nombre de la amistad, ayúdame. No te pido mucho. ¿Cuáles? No hay cabos sueltos. Las revelaciones están en aquella conversación que sostuve con Miranda y que no supe apreciar a tiempo. Ojalá que no te pase lo mismo. Tal vez ésta es una conversación que cambiará tu vida y no lo sabes. Todo coincide. Sí lo sabía. Quizás él sabía que lo iban a matar, pero no hizo nada y prefirió morir como un valiente. ¿Respecto a mí? No hay error, todo se ha cumplido y no pierdo nada con pedirte ayuda. Tal vez ya esté escrito que tú me vas a ayudar. Tampoco voy a negarte que pese a ser un hombre de una pieza, ahora tengo miedo. ¿Lo del hijo? Ah, justo ayer me contó Jacinta que está embarazada y algo me dice que es niño. Te digo que no hay cabos sueltos.

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El liderazgo de la ficción PABLO SÁNCHEZ Es curioso cómo el género novelístico parece a menudo a punto de morir, en decadencia o amenazado por supuestas nuevas especies superiores. A lo largo del siglo XX profetas más o menos eminentes de la élite culta advirtieron de los peligros que acechaban al porvenir de la novela como forma hegemónica de la narratividad. Ahora podría estar añadiéndose otra nueva amenaza. Una vez más, lo popular ataca, pero esta vez se trata de una forma popular renovada y con un creciente prestigio: la ficción televisiva, convertida en un lenguaje cultural de notable poder simbólico y económico que está captando la atención de los que en otros tiempos sólo se maravillaban con los productos novelísticos y que ahora, por tanto, se suman a la audiencia masiva que siempre ha tenido la televisión. Ya en la primera mitad del siglo XX la novela occidental sufrió la influencia del cine (a través de la mediación decisiva de la novela estadunidense, como estudió de forma temprana y conocida Claude-Edmonde Magny) y décadas después, con el amparo teórico de la posmodernidad, lo pop (desde Puig hasta Vargas Llosa, pasando por Vázquez Montalbán) penetró de muy diversas formas en el espectro de posibilidades de los novelistas. Pero esta vez lo popular se disfraza de culto y se apoya en el poder del mercado global para ofrecer unos productos sólidos, las series de televisión, cuya influencia empieza a notarse asimismo en los novelistas, ya que los obliga a tomar posición a favor o en contra (exacerbando lo pop o encastillándose en la complejidad autofágica de la literatura) o, como propongo yo, a negociar o incluso aprender sin necesidad de caer en la rendición ante la fuerza de ficciones que siguen millones de espectadores en todo el mundo. 97


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PABLO SÁNCHEZ

Nadie duda hoy de que ha habido en el nuevo milenio un importante salto de calidad en la ficción televisiva procedente de Estados Unidos, sobre todo con el liderazgo incuestionable de HBO. En realidad, el proceso tiene una lógica bastante clara: HBO y sus competidores directos comprendieron que las generaciones consumidoras de televisión desde, al menos, los años setenta del pasado siglo tienen una importante vinculación emocional con ese medio pero no podían seguir tolerando el mismo tipo de producción televisiva, con pobres y rígidos modelos como Baywatch, The A-Team o Charlie’s angels. Es cierto que no todo en la ficción televisiva ha sido históricamente mediocre: aparte de productos genuinos como The twilight zone o Alfred Hitchcock presents, habría que recordar que la televisión británica aprovechó las adaptaciones literarias para crear productos más que aceptables, como I, Claudius o Brideshead revisited, y no son tan desdeñables como parece a primera vista los intentos de renovación del género policiaco visibles en Miami vice, Hill Street Blues y, por supuesto, Columbo, series en cuyos créditos encontramos nombres importantes del cine y la televisión, desde Michael Mann y Steven Bochco hasta las colaboraciones ocasionales de Steven Spielberg, David Mamet o John Cassavetes. Por otro lado, la ficción que podríamos llamar “de autor” tiene dos precedentes memorables: la serie de finales de los sesenta The prisoner, extraordinaria fábula kafkiana, hermética y desconcertante creada por Patrick McGoohan, y Twin peaks, primer ensayo serio de asociación cultopopular de la mano del cineasta David Lynch, que inyectó sus obsesiones y caprichos en un híbrido de fantasía metafísica, policiaco y melodrama. Es decir, el lenguaje televisivo tiene una tradición y unos precedentes que conforman una historia que no se puede ignorar, a pesar de que esa historia haya estado siempre al otro lado de la frontera de la alta cultura. Pero el proceso de dignificación de las series de televisión como sistema narrativo complejo ha tenido lugar básicamente en los últimos diez años, con un aumento notorio de la oferta, hasta el punto de que se hace difícil estar al día de todas las novedades. Así, del mismo modo que Alan Moore revolucionó y cultificó el comic de superhéroes con Watchmen, o el rock progresivo inglés cultificó el rock, la televisión ha desautomatizado sus productos, liberándose de esquematismos y funciones narrativas básicas y reiterativas y creando productos impredecibles y semánticamente más complejos. Con ello ha desmentido el estigma 98


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habitual del desprestigio de la televisión como forma de comunicación cultural aplebeyada y primaria, como papilla cultural para estómagos poco curtidos. El resultado son obras excepcionales de ingeniería narrativa como Mad men, The wire o The Sopranos, y, en otro sentido más artificioso, The shield o Lost, o personajes extremadamente singulares que sustentan por sí mismos las series, como Dexter o House. Obras todas que pueden gustar más o menos pero que escapan al paradigma desprestigiado de la ficción televisiva como producto bajo en términos de valoración estética. El cambio empieza a ser tema de reflexión frecuente y está creando oportunidades y oportunismos, hasta el punto de que el nuevo perfil alto de la ficción televisiva ha generado entusiasmos y epifanías según las cuales la vanguardia de la creatividad ficcional se les está escapando a unos novelistas empeñados en el ombliguismo metaliterario y parcos en imaginación y fantasía. Sin duda es exagerada esa nueva euforia, pero yo diría que no les falta algo de razón a los que ven en la ficción televisiva cierta solución a las carencias de la novela de hoy, sobre todo si tenemos en cuenta la obsesión historicista de la novela actual y su búsqueda de referentes veraces con los que crear alguna alternativa a la aburrida introspección del narrador-en-primera-persona-que-cuenta-lo-que-ve-por la-ventana. Como novelista (perdón por la vanidad), admito que la ficción televisiva está ganando peso entre mis preferencias estéticas (aunque, en realidad, siempre me gustó, desde niño) y por ese motivo me interesa reflexionar sobre cómo puede esta oleada de ficción audiovisual culta influir en los criterios y prioridades y sobre todo redescubrirnos métodos para acercarnos a ese gran olvido de la novela actual: lo problemático, núcleo esencial del quehacer novelístico que sin duda (volveré sobre ello) está en peligro ante el dominio de las versiones más alienantes de la democracia liberal y la sociedad de consumo. En términos generales (no puedo ser mucho más preciso ahora mismo), la ficción televisiva juega con dos evidentes ventajas constructivas con respecto a la novela. La primera es muy simple: se trata del trabajo en equipo, que explica no sólo la minuciosidad representativa sino la sutileza retórica de diálogos como los de House. Difícilmente un novelista solitario y más o menos huraño puede crear la diversidad temática, simbólica e incluso lingüística de series en las que trabajan docenas de guionistas formados en las escuelas norteamericanas. 99


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La segunda ventaja es más compleja, y de hecho es un arma de doble filo: la extensión narrativa, diferencia básica con respecto al cine. Esa extensión suele ser sometida a imperativos mercantiles (el éxito de audiencia, principalmente, pero también la presencia o la ausencia de los actores por motivos económicos), que marcan a veces penosas condiciones de autocorrección y degradación, pero en ocasiones permite un trabajo creativo sólido y completo, en el que las líneas narrativas se cierran sin precipitación y la obra adquiere un sentido conjunto. La extensión narrativa televisiva permite acumular más hechos y personajes que el promedio usual de la novela, y por tanto facilita la concreción aparente de la utopía del novelista moderno: la totalidad, esa fantasía creativa tan tentadora, sea en su versión realista burguesa como plasmación de la suma de las fuerzas históricas o en su empeño vanguardista como fusión de todos los hipotéticos planos de la existencia en una única imagen del mundo heterológica. El afán totalizador se presenta en su versión más tramposa en el monumental truco de Lost, con su hueco multiculturalismo, su (eso sí) muy brillante juego de analepsis y prolepsis y su hipótesis fantástica, tan sugerente en las primeras temporadas y tan decepcionante en el penoso final de la serie, perfecto ejemplo de clausura contemporizadora y sin riesgo. La audacia de los guionistas ha creado un producto sin duda bestselerista y descaradamente comercial, pero dotado del encanto especial de la temeridad narrativa, que lleva a los creadores a crear cliffhangers tan hiperbólicos como el desplazamiento de una isla entera o la explosión de una bomba de hidrógeno para cambiar el pasado. Aun lastrada por el mecanicismo de la sorpresa espectacular y el permanente escamoteo de información a los espectadores, Lost es una tozuda exaltación de la imaginación creadora que ni siquiera su floja y torpe última temporada puede estropear. En cambio, otras series como The shield o The Sopranos han desarrollado el nuevo y fructífero seudorrealismo acumulativo, que, lejos de cualquier ingenuidad mimética, nos devuelve a la violencia del mundo real a través de la violencia excesiva, densa y reiterativa de tramas complejas en las que virtuosos guionistas son capaces de mover docenas de hilos narrativos. Pero tal vez el ejemplo más célebre ya es The wire, modelo de serie recodificadora de toda una tradición policiaca y paradigma de la nueva ficción culta ajena a las imposiciones de la audiencia y la industria. 100


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En The wire, que transcurre en la ciudad de Baltimore, la lucha esencial ya no se plantea entre buenos y malos en torno al cumplimiento de la ley y el sostenimiento de unos determinados valores ideológicos: los policías se alejan del acartonamiento moral, y la diversidad de registros intencionales crea un grupo humano plural, convincente y enriquecedoramente contradictorio. Pero esa revaloración (esa madurez mental, en definitiva) no es exclusiva de la serie y ni siquiera se le debe atribuir su hallazgo. Lo que sí aporta la serie, y es sin duda uno de sus grandes logros, es la traslación a la pantalla de la espesura de la vida urbana y democrática del nuevo milenio. En la exploración de esa espesura es donde la serie encuentra un camino absolutamente único, aunque bien aderezado con el extraordinario reparto y la portentosa plurivocidad lingüística. The wire describe y presenta con fascinante meticulosidad la lucha finalmente irresoluble entre sistemas, entre organizaciones, su búsqueda de la eficacia y la rentabilidad, que es en definitiva lo que caracteriza la complejidad de la vida social en las sociedades del capitalismo avanzado: los narcotraficantes, la policía, los políticos y aun los trabajadores portuarios son colectivos con códigos propios y sistemas de defensa de sus intereses, con jerarquías y pesadísimos controles burocráticos y administrativos de muy diversa índole a los que sólo escapa el personaje vagamente libertario de Omar Little. Hay, por supuesto, persecuciones, asesinatos y todo tipo de representaciones de la violencia urbana, por ejemplo en las escalofriantes temporadas tercera y cuarta, en la que la guerra contra los narcotraficantes que lidera Marlo Stanfield crea una imagen absolutamente infernal de Baltimore, que acaba siendo vertedero de vidas sin valor ni esperanza; pero lo que define la lentitud ejemplar de The wire es el interés por representar los procesos, por escenificar la última metamorfosis de los defensores del Bien, convertidos en piezas de un engranaje burocrático-político que sustrae el heroísmo y el idealismo abstracto y convierte la lucha en un papeleo fuertemente regulado y controlado como corresponde a la sociedad liberal y al fin de la Historia según Fukuyama. Por eso The wire llena un vacío que ninguna novela actualmente puede llenar (y que en lengua española quizá no se ha cumplido desde Conversación en la Catedral ): sus cinco temporadas ofrecen ese fresco histórico o mural de la red de relaciones que cubre casi toda la estratificación social. Su efecto acumulativo de 101


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personajes y movimientos desborda la capacidad promedio del novelista actual para articular lo que hemos llamado siempre “el mundo narrativo”. Y, sobre todo, consigue que renazca con fuerza ansiosa y casi agónica la problematicidad, convertida en una auténtica constelación de conflictos que devuelve al espectador una imagen del mundo desalentadora pero terriblemente lúcida. El panorama social de The wire es, así, esencialmente problemático, denso en luchas, antagonismos, ambigüedades y todos aquellos desasosegantes contenidos que nos remiten a las novelas de la modernidad, concebidas como proyectos de gran alcance. ¿Es The wire, por tanto, parte de un fenómeno por el cual el liderazgo de la narratividad puede ser arrebatado a los herederos de Dostoievski o Tolstoi? ¿Estamos ante un cambio de paradigma narrativo por el cual los lectores de novela empiezan progresivamente a preferir la ficción televisiva a la literaria, o, por lo menos, a igualarlas en términos de apreciación estética (lo cual es un modo de rebajar la grandeza culta de la novela)? La importancia creciente de la sociedad de la imagen puede inducir razonablemente a pensar que los novelistas pueden perder el poder narrativo en un futuro no muy lejano. Pero no se trata de hacer profecías baratas, ni siquiera de entrar en imposibles competiciones entre valores estéticos. La televisión y la novela coexistirán sin problemas, por supuesto, al menos en los próximos tiempos. Pero me parece innegable que el aumento de prestigio de la televisión tiene y tendrá su influencia en la producción y el consumo de novelas, porque está compitiendo directamente con éstas en el terreno de un determinado y muy concreto tipo de experiencia intelectual y estética. No es solamente el nuevo impulso que algunas series pueden dar y dan al realismo gracias a una capacidad mimetizadora de dimensiones incomparables con las que ofrece hoy el texto literario. Tampoco es la fecundidad extraordinaria a la hora de convertir al personaje de nuevo en eje de la ficción, 102


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recuperando su naturaleza épico-trágica e incluso luciferina, desde VicMackey hasta Tyrion Lannister, desde Benjamin Linus hasta Stringer Bell. Es la propia ficción la que está recibiendo una ventilación tonificante procedente de la televisión, y algunos la agradecemos abiertamente porque la ficción recupera de ese modo parte de sus características osadías, algo anquilosadas en la novela dominante hoy: la ambición cognoscitiva, la iluminación de la realidad a partir de la proyección de una parte de la misma, la entrada en los caminos inseguros pero fascinantes de lo que Ortega y Gasset llamó la “psicología imaginaria”. La novela ha seguido rumbos enormemente complejos durante el siglo XX como parte de su continuo proceso de experimentación y renovación, y algunos de esos rumbos, más o menos confundidos con la posmodernidad, han supuesto el descrédito de muchas categorías centrales: unidad, realidad, tiempo, principio, fin, causalidad. Ese descrédito ha creado, por supuesto, obras extraordinarias de vanguardia estética y filosófica, pero también más de una estafa rizomática, libresca y pretenciosa, que ha convertido hábilmente las debilidades en fortalezas para seducir a un público lector encantando de conocerse a sí mismo como sujeto culto de nuestro mundo caótico. Con ello, entre otras cosas, se han depauperado de forma clara esas cualidades esenciales de la novela que en su momento fueron descritas por teóricos como Lukács o Bajtin. No se trata ahora de recapitular y desmitificar todas esas impugnaciones ya irremediables, sino de consignar la alegría espontánea e irreprimible, el goce que supone recuperar una narrativa no autoindulgente en su deber elemental de comunicar al lector o espectador. Una narrativa no autodevorada por su propia exigencia metaliteraria y metarreflexiva; en otras palabras, un relato menos post y más pre, una ficción no ahogada en el hermetismo, la fragmentariedad, la hipertrofia de la sutileza y la autocomprensión, cualidades que, exacerbadas en algunos novelistas de las últimas décadas, han alejado en mi opinión a más de un lector dejándolo en manos de los peores engendros seudoprofundos de la novela histórica o policiaca, lo cual, evidentemente, tiene nefastas consecuencias culturales (se empieza así y se llega a canonizar a Arturo Pérez-Reverte). Es cierto que aceptar sin más la moda de la ficción televisiva también puede llevarnos a la dependencia mental de transigir ante el poder neocolonial de una industria televisiva potentísima, la de Estados Unidos, con intere103


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ses económicos e ideológicos a veces poco sutiles. Por eso insisto en que hay que contener la euforia y propiciar un cierto diálogo crítico entre novela y televisión, de modo que lectores/espectadores y creadores asumamos las nuevas condiciones culturales creadas y sepamos escapar a las más burdas coyunturas mercantiles. Hay quien ya considera que la novela, a pesar de las cifras de ventas, ha cumplido su función histórica y se encuentra en un ciclo depresivo frente al auge no sólo de la televisión sino también de las nuevas formas comunicativas de la revolución tecnológica, desde el blog hasta el twit. En mi opinión, el verdadero problema radica en la claudicación que la norma novelística general ha hecho de los presupuestos en los que se fundó su modernidad, básicamente para adaptarse a las reglas de un mercado que ha ofrecido al escritor la consumación de su sueño secular de reconocimiento social y económico. Esa claudicación ha agotado su lenguaje en la comodidad de un consumo que ofrece pocas variantes y, paradójicamente, satura al lector con una hiperproducción descontrolada e inasumible desde todos los puntos de vista. Frente al panorama confuso de las ideas novelísticas actuales, la ficción televisiva parece un terreno virginal de debate y aventura estética en el que el horizonte de expectativas de los espectadores es constantemente sorprendido de forma gozosa. Pero insisto en que la verdadera ventaja de la ficción televisiva radica en haber reivindicado de manera abierta las raigales condiciones problemáticas que deberían estar en la mente de todo novelista porque constituyen la esencia cultural (e ideológica) de la novela como género. Curiosamente, el viejo problema del enfrentamiento entre el yo y el mundo (sea Don Quijote o Madame Bovary) es más visible en cierta ficción televisiva que en infinidad de novelas ensimismadas o simplemente reducidas a una visión superficial de la realidad. Atenuar la conflictividad hasta llegar al narcisismo de la palabra novelística o, peor aún, hacia el convencionalismo comercial fácilmente digerible, puede ser el gran error de la novela actual, o al menos de una parte muy importante de ella; devolverla a su ambiente natural, el de la complejidad y la problematicidad, debería ser el gran reto para lectores y creadores. Al fin y al cabo los problemas siguen estando ahí y, desde luego, hay espacio para una coexistencia fértil de todos los tipos de ficción. Quizás el consumo de televisión, que antaño se consideraba una conducta alienante, favorezca el resurgir de la novela problemática. 104


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Cuatro poemas JULIÁN HERBERT

OSCURA

a Javier Sicilia

Pasé toda la noche con el brazo en una grieta. No era un aula de santos. Era un hotel a las afueras de Querétaro. Dos camas individuales provisionalmente pegadas para caber los tres (siempre tres) juntos. Ascesis: duermevela: Aníbal Barca, mi hijo, cayendo cada 15 minutos por el hueco. Es vulgar pero no es falso: pasé toda la noche con el brazo en una grieta. Me inculcaba el demonio de una negra rabia acústica, ¿para qué escribir poemas si todo lo que hiere tiene el tacto vacío: usura de una tumba? Encandilado, muy orondo y sin luz (sin otra luz y guía sino etcétera etcétera), escribí de memoria estos versos: “Al menos toca lo que matas. 105


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Siéntelo babosa lumbre negro caracol con la que marcas —meas— plásticos: Identidad. Recuerda, cuando vayas al cine a ver películas de nazis, que tú no eres judío. Pero si eres judío no recuerdes nada: al menos toca lo que matas. No te metas en dios. No vueles coches. No hagas citas sagradas. No discutas conmigo. No me vendas muñones. No me traigas cabezas. No me pidas que aprenda a respetar. Toca. Al menos toca lo que matas.” Son pésimos. Lo supe de inmediato. Hace un par de años que no logro hacer poemas. Lo extraño pero no lo lamento. Todos sabemos que la poesía no es más (ni menos) que una destreza pasajera. Una destreza que, perdida, se hace tú y alumbra oscura. (Igual que un padre pasará toda la noche con el brazo en una grieta procurando que la cabeza de su hijo no toque nunca el suelo.)

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SE HACE TÚ Y ALUMBRA OSCURA

(CHISMÓGRAFO)

[3]

Noli me tangere Juan 20:17

Poesía eres tú. Miguel Gaona Maricela Guerrero Efraín Velasco [3] María Salgado Ricardo Castillo Esto es lo que veo: hay alguien, en la ciudad de roma, que ignora el arte de amar : afila sus caballos, besa sus herraduras. Un lago con gaviotas famélicas y la fábrica de sosa. [3]

entre como entre gotas negro Otra grieta dentro de la grieta. Este verso es lo que no veo: sujeta por el mármol, una herida: la bala blanca, su dispersión de cincel, ni los caramelos chiclosos ni las venas ni el ojo en el ala de la monarca macho [3] 107


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como entre gotas como negro, etc. la silla nueva de los niños. Pero aquí es cualquier otra cosa: una túnica herida, por ejemplo; el mármol en sus venas. cosas sin resolverse como una herida o la pata de la mesa coja: derrames [3]

Orillamar. Por ejemplo un ladrón que grita indignado: ¡al ladrón! Se habla de un desayuno que actuaba como foca, de una comida frugal, y de una cena última como el último panda de un parque temático, y de los dientes amarillos que no mejoran ni con la cal, se habla también de los calibres de las piolas, [3]

e a a e u e a u o ue a u a a o o o a, un esqueleto vocal; no rima De una cena de la que no se dejará de hablar jamás, se habla de una causa opaca en la sonora, pero es falso. (respuesta sorteada) Serviciales agujas cervicales: y alguna lanza no lo es? 108


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enhebrar la o por lo redondo. [3]

las marcan presas horas de la obediencia. Válvulas, poleas, engranajes y rictus colaboracionistas. Al menos toca lo que matas. La La La La La

Muerte Muerte Muerte Muerte Muerte

es es es es es

una una una una una

maestra maestra maestra maestra maestra

del correveidile. de geometría y pericia. de [3] de orillamar. de primer grado

La La La La La

Muerte Muerte Muerte Muerte Muerte

es es es es es

una una una una una

subsecretaria subsecretaria subsecretaria subsecretaria subsecretaria

de de de de de

qué estado gaseoso. economía. [3]

Ventas & Tracciones. otra subsecretaria.

Estamos hasta la rabadilla: qué fosa tan común, Amazonia con semillas de cardamomo, [3] , Anilla boina de esta vaina. A continuación, el niño Dios; pase a recoger su diploma. A continuación, el niño Billy; acribille por favor a ese hijoeputa. 109


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lávese las manos y recoja sus semillas. [3] ; decanta Marcel su salto; unos milímetros deciden. El niño Dios mira el diploma y se clava en la grieta. Se hace tú y alumbra oscura: alguien —roma: ignora el arte de amar. y la sosa escuece, gaviotas famélicas: derrames. [3]

valedera de valiosa. Chocolate y atole negro por la mañana. Se hace tú y alumbra oscura. alguien —western: instruido por tus versos amará una suculenta sopa de águilas y los calibres de las piolas. [3]

Al río de mortal, ¡valiente! [4]

SPLENDOR IN THE WRAP

Deseoso es aquel que huye de su madre. José Lezama Lima

Anoche el Espíritu de las Navidades Futuras me hablaba sin hacer pausas para respirar como si lo hubiera poseído el espíritu de mi madre. Decía: 110


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“una limosina en la alfalfa / mira cómo la perra se desnuda / posesionarios de terrenos federales / tímidas, sedentarias, solitarias, caníbales y nocturnas / Tóxico Sólido No Peligroso / agujeritos que hace la muerte en el muro del kindergarten / el amor de mi vida has sido tú / el amor de mi vida sigues siendo tú”. Era un baldío y lo llamábamos la alfalfa: ahora han puesto un Soriana y quinceañeras cruzan el estacionamiento saludando desde sosos quemacocos a la gente y los carritos en sus nubosas ropas (las quinceañeras): acarreo de mortadela: acarreo de votantes: acarreo de pensionados a la fiesta. Queda (pero dónde) lo que no se compara: la metáfora de sí. “La pobre: cinco meses de salario tirados en una noche, y el marido la engaña, el amante la engaña, la mujer con la que tiene cibersexo la engaña”, decía (el voto, la pensión, la mortadela: olor a muerto sin bañar) el Espíritu de las Navidades Futuras poseído por el espíritu de mi madre: “Habráse visto: una limosina en la alfalfa, una limosina en la alfalfa, una limosina en la alfalfa.” 111


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CRISTO NO TE AMA

They shoot horses, don’t they? Horace McCoy Entonces abre la ventana y tírate Los Tres

Te estás poniendo fea y Cristo no te ama, gorda, lo gritan las paredes del gimnasio, musa gorda, no bajes (se refieren a la caminadora), no bajes que así bajarás mejor (Cfr. Juan de Yepes; qué creías, también yo cursé licenciatura). No bajes que así bajarás mejor: están hablando de ti diciendo: Cristo no te ama. Cristo no te ama. Todavía te invita a pasear a solas: te lleva a las afueras, te tumba en cobertizos, la mete a tus espaldas, 112


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murmura entre los grillos la cantinela esa de los años 80: “ya no te quiero, pequeña, ahora amo a los caballos”, engolfando la voz con calculado aprendizaje de Misterios; un circo de pulgas castálidas. No te ama. Cristo no te ama. Persigue en las inauguraciones a las entecas novias de los raperos y los diseñadores y los ciberotómanos y los aduladores— niñas que tienen todo el look pero jamás se dejarían sacar un ojo por el goce; pergeña números que son Su Nombre en las comandas de los Vip’s con la esperanza de que las nietas del dinero le manden un sms; patea botes (oscuro bajo la noche sola) con tal de no llamarte, de no saltar borracho a tu piscina tan sucia de hojas secas: 113


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tan égloga en asilo. Te estás poniendo fea, fétida, malsana, pretenciosa, musa gorda, y Cristo no te ama: ahora ama a los caballos. Escúchame: ¿acaso no matan a los caballos?... No luches. No me escupas. Te estoy haciendo un favor.

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El estremecimiento de los intelectuales: entrevista a Idalia Morejón Arnaiz CARLOS A. AGUILERA

Radicada desde 1998 en Brasil, Idalia Morejón Arnaiz (Cuba, 1965), escritora y profesora de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de São Paulo, es ya desde hace un tiempo una de las voces autorizadas en la discusión sobre los años sesenta en Latinoamérica. No sólo porque su libro Política y polémica en América Latina (Ediciones de Educación y Cultura, México, 2010) sea lo único que se ha editado entre nosotros sobre el tema, sino porque sus ensayos, muchos de ellos en otras lenguas, han ido abriendo un espacio de lucidez sobre ese momento donde, más que la Revolución cubana o los movimientos de liberación por todo el continente, lo que estaba en juego era un paradigma intelectual y político. Paradigma que hasta ese momento había tenido muy pocos precedentes en Latinoamérica (si exceptuamos algunos de los nombres del siglo XIX), y donde al compromiso total exigido por la izquierda radical más rancia habría que sumarle el debate fallido, la manipulación, la censura, el miedo... Idalia, quien también es autora del libro de ensayos Cartas a un cazador de pájaros (Letras Cubanas, La Habana, 2000) nos hace llegar, desde las pausas que le permite su nuevo libro sobre exotismo y literatura en América Latina, sus respuestas. —Los años sesenta estuvieron marcados por dos maneras “fuertes” de entender el campo cultural latinoamericano. Una de ellas tipificada por la revista Mundo Nuevo, dirigida por el ensayista uruguayo Emir Rodríguez Monegal, desde París, y la otra, Casa de las Américas, por el poeta cubano Fernández 115


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CARLOS A. AGUILERA

Retamar, desde La Habana. Si tuvieses que definir, grosso modo, ambas revistas, ¿cómo lo harías? —Tanto Casa como Mundo Nuevo pueden ser consideradas revistas institucionales no sólo por razones obvias de financiamiento y difusión de políticas culturales que siguen los parámetros de sus instituciones (la Revolución cubana para la primera, el Congreso por la Libertad de la Cultura y el Instituto Latinoamericano de Relaciones Internacionales para la segunda), sino también por la heterogeneidad de sus discursos, donde el enfoque oficial convive en determinadas épocas con las prácticas personales de sus directores. Además, ambas revistas trazan sus líneas discursivas amparadas en IDALIA MOREJÓN ARNAIZ conceptos de cultura diferentes, por tanto sus ideas de intelectual se enfrentan en lo ideológico. Mientras que Casa ve la cultura en América Latina como un agente transformador de la vida social (el arte como reflejo de la sociedad), Mundo Nuevo privilegia una idea liberal de cultura, según la cual la fuente universal de producción cultural es la expresión individual. —En tu libro dices que la relación entre discurso e institución en ambas revistas estuvo marcada, además del discurso oficial que cada una representaba, por el saber y el carisma de cada uno de sus directores. En el caso de Casa de las Américas, representante también del discurso ideológico de la Revolución cubana, ¿dónde comienza y dónde termina la mano de Retamar? ¿Pudiera hablarse de una empatía entre el discurso institucional del régimen cubano y el discurso político-literario que Fernández Retamar desde la revista quiso promover? —La empatía es total. Fernández Retamar, inclusive, publica en el nú116


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mero 46 de la revista Casa una crónica que relata su encuentro con el Che Guevara en un avión que volaba a La Habana desde Praga, y en la cual el cubano expresa su satisfacción de poder decirle al Che que ya contaban con la publicación que la Revolución tanto necesitaba: “Hablando de publicaciones, le mencioné lo conveniente que sería que Cuba contara con una revista donde se pudiera publicar textos polémicos que no comprometieran al gobierno ni al Partido (…) Cuando, algún tiempo después de volver a Cuba, la compañera Haydée Santamaría me ofreció dirigir esta publicación, le escribí enseguida al Che para decirle que ya teníamos esa revista.” Sin duda, es Fernández Retamar quien da inicio a los movimientos más politizados y radicales de la publicación en ese momento. Además, el discurso literario se modificó con la inclusión del enfoque documental, que terminaría rindiendo frutos, hoy canónicos, con la instauración del testimonio como género literario en el Premio Casa de 1970. —Casa de las Américas y Mundo Nuevo, tal como enuncias en algún momento de Política y polémica..., representan a su manera y en su momento “conceptos de cultura diferente”. Conceptos que estaban más o menos cerca de la ideología y más o menos cerca de la literatura. ¿Pudieras extenderte más sobre esto? ¿Cuáles eran los puntos de encuentro y desencuentro de ambas maneras de representar el espacio intelectual latinoamericano? —Ellas traen, en primera instancia, un interés por lo continental que no aparece diseñado como proyecto en sus predecesoras. Desde sus títulos, Casa y Mundo Nuevo se amplifican, se abren al continente de maneras diferentes, contrarias a las imágenes locales de las revistas que se centran en el valor de construcción de lo nacional, aunque sin comprometer su identificación con lo foráneo. Casa y Mundo Nuevo se construyen a partir de modelos periódicos cuyas poéticas y políticas serían retomadas o negadas durante los años sesenta. En principio, las imágenes de intelectual que reproducen son antiguas y no se encuentran restringidas únicamente a las publicaciones que las antecedieron. En buena medida, estas revistas reformulan la idea de intelectual, y el libro insiste en mostrar qué existe de renovador en ellas, qué elemento nuevo traen a la literatura latinoamericana. —Dando por sentado que ambas revistas realizan “desde su propio territorio” un particular aporte al debate intelectual latinoamericano, ¿dónde 117


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radicaría entonces para ti su falla? ¿Logran superar Casa y Mundo Nuevo a revistas como Orígenes, Contemporáneos, Sur, Ciclón…, predecesoras ilustres de las antes mencionadas y, a la vez, renovar el contexto literario que heredaron en ese momento? —En principio, ni Casa ni Mundo Nuevo se desligan del afán modernizador que caracterizó tanto a las revistas y grupos que las precedieron, como a sus contemporáneas de izquierda. Las formas de mecenazgo, que saltan de las fortunas familiares al patrimonio institucional, son fundamentales para estas publicaciones, y en ese sentido se diferencian de sus predecesoras. Ahora bien, el universalismo, la traducción, la construcción de una alta literatura, continúan siendo paradigmas ideoestéticos válidos. Desde luego, no es lo mismo una revista de los años sesenta que una de los años treinta o cuarenta. Orígenes privilegia la poesía, por ejemplo, y Ciclón la narrativa. Mundo Nuevo apuesta por el experimentalismo, Casa de las Américas es más clásica y al mismo tiempo diferente de todas las demás. La inserción en Occidente es esencial en Mundo Nuevo, pero en Casa de las Américas es el latinoamericanismo y el tercermundismo. —Entre las cosas que sorprenden a un interesado en los años sesenta está el que Casa de las Américas no aceptara el/los discursos de los estructuralistas franceses y del New Criticism producido en Estados Unidos. Si tenemos en cuenta que tanto estructuralistas como newcríticos se catalogaban como marxistas y que cada uno de estos movimientos influyó en una suerte de revolución conceptual que por lo menos en apariencia hubiese encajado muy bien en el discurso-de-revolución que Casa en estos años promovía, ¿cómo es que estos discursos no se ven reflejados en la revista? ¿Crees que existía ya una política cultural en Cuba que clasificaba como sospechoso todo lo que no hubiese sido producido desde la dicotomía capitalismo/socialismo en y para América Latina? —Cuando revisamos los catálogos de las editoriales hispanoamericanas de finales de los sesenta e inicios de los setenta, o la bibliografía incorporada a los estudios académicos por esas mismas fechas, vemos que Roland Barthes, por ejemplo, era una de las referencias centrales para el análisis literario, sin embargo no tuvimos ni una sola de sus obras publicada. Si por un lado el estructuralismo llegó a Casa de las Américas a través de colaboraciones de Gé118


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rard Genette o en reseñas de las teorías de Tel Quel, lo hizo escoltado por textos marxistas de Adolfo Sánchez Vázquez y de Romano Lupperini, cuyo objetivo era “comprobar la incapacidad del método estructuralista —en particular el lingüístico aplicado a la obra literaria— para liberarse de las propias aporías de fondo y alcanzar un real conocimiento del objeto artístico”. Así, la revista trabaja con las críticas al estructuralismo sobre la base de que éstas funcionan como obstáculos ideológicos para el “idealismo” de las corrientes estéticas surgidas en la época del capitalismo tardío, y expresan su repudio político al universalismo, frente a la preeminencia del latinoamericanismo y del tercermundismo. De hecho, Casa registra al estructuralismo como muestra de actualización teórica fundamentalmente para connotarlo de forma negativa, como “método interpretativo primermundista”, producto del pensamiento de una sociedad que había convertido los beneficios de su desarrollo en un antihumanismo. Esta perspectiva alienta la creación de un nuevo modo de relacionarse con la herencia occidental y culmina con la redacción del panfleto Calibán. —Hablando de Calibán, ¿crees que aún puede ser aprovechado el libro de Fernández Retamar? ¿Dice todavía algo el “relato” de Calibán después de cuarenta años de haber sido editado por primera vez? —A los intelectuales que continúan preocupados con el tema de la identidad latinoamericana, con el poscolonialismo, sin duda les dice mucho. A lo largo de cuarenta años su autor lo ha ido “revisitando” para garantizarle vigencia ante los cambios políticos globales y, en ese sentido, ha conseguido hacerse de un cortejo realmente espectacular. A pesar de que Fernández Retamar afirma en la primera versión de Calibán que la motivación primera de su ensayo fue la polémica Casa-Mundo Nuevo, lo considero apenas un documento que trata de cancelar el debate ideoestético de los años sesenta. Por otra parte, su esfuerzo genealógico no hace más que perpetuar a los grandes pensadores americanos del siglo XIX, como Rodó y Martí, a un espacio de subalternidad que ha sido la garantía de su éxito. —Pensando que la primera época de Mundo Nuevo, la que dirigió Rodríguez Monegal, sólo duró de 1966 a 1968, que es muy poco tiempo para consolidar cualquier canon que una revista quiera promover, ¿qué idea de literatura fue la que intentó mostrar desde sus páginas la revista? ¿Pudiera pen119


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sarse que la literatura que publicita Mundo Nuevo continúa siendo una apuesta por la tradición y las identidades cerradas, tal y como, grosso modo, la entendía Casa, o es otra cosa? —Es justo recordar que en la década del sesenta la revista Casa vivió sus años más fértiles en términos canónicos. Recuerda que a su Comité Editorial pertenecieron entonces Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa, que desde ella Ángel Rama articuló una de las primeras proyecciones de la nueva novela como conjunto, al tiempo que la revista promovió a tiempo completo la literatura de enfoque documental. Ahora bien, cuando pensamos en el tema de la identidad, el latinoamericanismo es utilizado para justificar el radicalismo político del momento y, sobre todo, para atacar el gesto comedido de Emir Rodríguez Monegal, quien no perdió nunca la perspectiva de que la nueva novela hispanoamericana era ante todo un proyecto literario y cultural. En sus manos Mundo Nuevo es un instrumento de la crítica, por eso se encuentra tan bien estructurada, es tan coherente y tan sostenida en su política editorial. —Existió entre ambas revistas, además de una guerra ideológica muy a tono con la guerra fría del momento, una guerra también literaria, de escrituras e ideas sobre las diferentes formas de hacer literatura. ¿Cómo y bajo qué géneros se reflejó esta guerra en ambas revistas? —Los debates crítico-literarios de las revistas latinoamericanas de los años sesenta se sirvieron de los textos producidos por debates similares, ocurridos en la Europa de posguerra, y suscitados por la emergencia de textos literarios de carácter testimonial. O sea, existe un marco en el cual ya se venía debatiendo intensamente la literatura a partir de lo político-ideológico. Las revistas están al tanto de las discusiones sobre el realismo y el formalismo a mediados de los años sesenta, y al mismo tiempo viven en sus respectivos contextos conflictos similares, ante los cuales se posicionan de manera oblicua. Por ejemplo, en el número 26 de la revista Casa, antológico por estar dedicado a la nueva narrativa hispanoamericana, al mismo tiempo que se publicita a un selecto grupo de escritores y de escrituras, sostenidas en parte por la fuerza y el prestigio crítico de Ángel Rama, los debates de los escritores cubanos sobre el compromiso en la literatura se proyectaban a través de voces extranjeras autorizadas como Alain Robbe-Grillet, Juan Goytisolo o Italo Calvino. Mundo Nuevo se sirvió mucho menos de estos recursos, pues jus120


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tamente uno de sus puntos fuertes con relación a Casa de las Américas fue publicar extensas entrevistas que son verdaderas piezas del pensamiento estético-literario de ese periodo. Allí los cubanos Severo Sarduy y Guillermo Cabrera Infante aparecieron por primera vez como escritores maduros, con pocas obras escritas, pero ya con una contribución absolutamente consistente y articulada a la literatura de la lengua. Ya en Casa de las Américas el testimonio fue fundamental, porque a través de él “la Revolución” comunicaba sus triunfos, y ninguna voz podía ser más apropiada que la de los milicianos, campesinos, poetas-milicianos, mujeres emancipadas, soldados de la patria. Entre las múltiples ediciones temáticas de Casa de las Américas hay dos de profundo carácter épico-histórico: la que narra los episodios de Playa Girón y la que relata detenidamente la campaña de alfabetización. Luego están los textos que desacreditan a los escritores que viven en el exilio o que, siendo antiguos amigos de Casa, habían optado por distanciarse. Con esto quiero decir que se trató de una relación de dominación lógicamente agónica, lo cual hace que estos episodios sean a menudo motivo de interés para los investigadores de las dinámicas culturales latinoamericanas de los años sesenta. Pero además Casa de las Américas y Mundo Nuevo se sirvieron de los editoriales y de las escrituras íntimas, como las cartas y los diarios, y en sus páginas finales contaban con su respectiva sección de misceláneas, a través de la cual también ventilaban asuntos de carácter literario o político-ideológico. —Una de las polémicas más sonadas entre ambos espacios fue, sin duda, la del caso Neruda. Caso que, años después, Retamar ha reconocido como instigado directamente por la dirigencia de la Revolución cubana para desestabilizar al Partido Comunista Chileno, en ese momento partidario de otro tipo de izquierda (una menos agresiva, digamos); a su vez, para instau121


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rar de una vez por todas la fenomenología antinorteamericana que, según el Estado cubano, era la única válida para el intelectual “nuevo”. Mi pregunta: ¿cómo fue que la revista de Rodríguez Monegal reflejó y defendió entonces su parte en este caso?, ¿cuáles argumentos a favor y en contra se manejaron? —Como te decía, una de las formas de interlocución explotadas por las revistas fueron los editoriales, las cartas y los diarios. En el caso de Mundo Nuevo, Emir Rodríguez Monegal optó por registrar su participación en los acontecimientos relacionados con el caso Neruda en el “Diario del PEN Club”, publicado en la revista en octubre de 1966. La participación de Pablo Neruda y Carlos Fuentes en el XXXIV Congreso del PEN Club provocó, inmediatamente, una reacción de condena entre los cubanos, que firmaron una “carta abierta” contra el poeta chileno, mientras que las declaraciones de Fuentes, entonces convencido de que entre todos acababan de enterrar la Guerra Fría en literatura, fueron ampliamente criticadas y debatidas en una mesa redonda habanera protagonizada por los miembros cubanos del Comité de Colaboración de la revista Casa: Ambrosio Fornet, Lisandro Otero, Graziella Pogolotti, Edmundo Desnoes... El punto de vista de los cubanos, basado en la imposibilidad de llevar adelante cualquier tipo de intercambio o diálogo entre escritores de diferentes creencias políticas, así como la actitud hostil hacia los que ratificaron desde dicho congreso su “independencia de espíritu”, motivó que Mundo Nuevo también buscara nuevas opciones para extender el debate con los cubanos, colmando el espacio público con las formas de lo íntimo. El Congreso del PEN Club le rindió a Mundo Nuevo cinco textos diferentes esparcidos a lo largo de tres ediciones, en las que Rodríguez Monegal recorta para sus lectores los momentos de reflexión más importantes del evento, o reseña las reacciones de la prensa a favor o en contra de la participación de las lumbreras del boom en dicho evento. Sin embargo, las polémicas entre ambas publicaciones son anteriores a este momento, preceden inclusive a la existencia de Mundo Nuevo, y en ellas participaron tanto Rodríguez Monegal como Fernández Retamar, Ángel Rama, y buena parte de la constelación literaria del boom. La lucha por los colaboradores fue intensa, y me ha sido posible contarla con todos los detalles posibles gracias a la correspondencia sostenida por estas figuras con Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y César Fernández Moreno, entre otros. 122


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—Casa de las Américas ha tenido varias épocas, algunas más afortunadas que otras. Para ti, como estudiosa del discurso que desde sus inicios la institución cubana ha manejado, ¿cuál considerarías su época más fructífera? ¿Se ha modificado la “inteligencia” literario-ideológica de Casa de las Américas según los años? —Sin duda son los años sesenta los que más frutos han rendido a esta publicación. El contexto nacional e internacional fue fundamental para la producción de textos político-literarios y para la institucionalización de géneros discursivos que hoy, como ya he dicho anteriormente, constituyen formas literarias canónicas, sobre todo dentro de los estudios culturales y poscoloniales. El testimonio literario y el uso de formas privadas de escritura, como los diarios y las cartas, tomaron cuerpo en las páginas de Casa mucho antes de ganar notoriedad académica y editorial. Mientras tanto, el discurso ideológico de la revista no ha sufrido modificaciones sustanciales, ya que continúa utilizando el mismo lenguaje y apelando a idénticas maniobras de desestabilización de cualquier agente cultural que represente algún tipo de peligro para su movilidad internacional. Por otro lado, el paradigma ideoestético de la izquierda latinoamericana no se ha modificado sustancialmente, por tanto la revista aún tiene garantizada su recepción. De la revista que en 1971 se permitió publicar tanto el discurso autopunitivo de Heberto Padilla como las declaraciones finales del Congreso Nacional de Educación y Cultura, a la que en la actualidad recoge las más variadas formas de revisionismo ideológico, la diferencia es mínima, y obedece apenas a los breves estremecimientos que el pasado aún provoca entre los intelectuales.

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Prosas FABIO MORÁBITO

LLUVIA NOCTURNA

La que empezó todo fue la abuela. Era de noche, llovía muy fuerte y alguien tocó a nuestra casa. Ella levantó la bocina del interfono para contestar. La persona se había equivocado y pidió disculpa, pero la abuela no colgó en seguida. Se quedó oyendo hechizada el fragor de la lluvia a través del interfono. El aguacero arreciaba contra el toldo de lona impermeable que daba acceso a nuestro edificio, uno de esos toldos de hotel que sirven para resguardar de la lluvia a los clientes que llegan en taxi y cuya instalación en la entrada del edificio había dividido a los inquilinos en dos bandos opuestos. Escucha, me dijo pasándome la bocina. Me sorprendió el estrépito que oí, nada que ver con el apacible repiqueteo de las gotas contra los vidrios de las ventanas. La lluvia, al golpear la lona del toldo, producía un tamborileo sordo como el que se oye debajo de un paraguas, pero multiplicado por una superficie diez o quince veces mayor, de manera que el chubasco se oía como un diluvio. Dame, dijo la abuela, arrancándome el aparato, y se puso a escuchar de nuevo. Al rato, mi padre, mi madre y mis hermanos vinieron a pegar el oído a la bocina. La abuela fue a traer una silla para escuchar la lluvia nocturna cómodamente sentada y con ese gesto refrendó cierto derecho de propiedad sobre aquel fenómeno que ella había descubierto. Nos pasaba la bocina unos cuantos segun124


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PROSAS

dos y volvía a apoderarse de ella. Un tío mío vive en nuestro edificio y mi padre le habló para ponerlo al tanto del asunto. Mi tío habló un rato después para decirnos que su interfono no servía muy bien, así que poco después subió a nuestro departamento en compañía de su esposa y de sus dos hijos para escuchar la lluvia a través de nuestro aparato. Yo llamé a mi primo Raúl, que vive en el edificio de enfrente. Su edificio tiene interfonos pero carece de un toldo como el nuestro. Las lluvias nocturnas son la pasión de la familia. La abuela organizó turnos de un minuto y medio cada uno y nadie osó disputarle su reducto junto al interfono.

EL SUBRAYADOR

Cada vez más a menudo, en lugar de leer un libro, lee los subrayados que ha hecho en tantos años de lectura. Ha subrayado libros desde la adolescencia y son pocos los que se han salvado de tener alguna marca hecha a pluma o a lápiz. Cuando le da por observar los estantes de su biblioteca, siente orgullo, más que por los libros, por tantos subrayados que encierran. Representan una biblioteca dentro de otra, que ha ido creando con esfuerzo. No ha vacilado nunca a la hora de poner un subrayado. En tantas cosas ha sido tibio y negligente, pero no en eso. Aun cuando ha tenido el ánimo por los suelos, ante una frase o un pasaje notables se ha puesto religiosamente de pie para buscar un lápiz y cumplir su deber. Puede decirse que el día que no se levante, se habrá acabado todo. Mientras no renuncie a subrayar, habrá esperanza. Ahora, cuando se acerca la vejez, empieza a beneficiarse del fruto de esos innumerables sacrificios. Sea cual sea el libro que tome de sus estantes, sabe que le brindará, a través de sus subrayados, de diez a veinte minutos de una lectura intensa y selectiva. Ha llegado el momento, por así decirlo, de que los libros le devuelvan parte de aquello que él les dispensó a lo largo de tantos años de lectura. Le ofrecen sus sub125


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rayados, haciéndose ellos mismos a un lado. Al repasar esos surcos dejados por su pluma o su lápiz, no sólo extrae una preciosa savia de conocimiento, sino que profundiza en su introspección, pues no hay como leer los propios subrayados para conocerse. En un gesto tan simple y espontáneo, uno se descubre sin tapujos, pues decimos más profundamente lo que sentimos cuando lo decimos con palabras de otros. Mira con lástima a muchos amigos suyos, poseedores de espléndidas bibliotecas que casi carecen de subrayados. Por permanecer cómodamente sentados, en vez de levantarse a buscar un lápiz, ahora, cerca del final de sus vidas, no saben quiénes son y buscan en vano en los libros leídos una marca cualquiera hecha de pasada, al descuido, para intuir algo de que lo eran, algo de lo que han sido.

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Seis notas sobre la poesía de Morábito FELIPE VÁZQUEZ

1. Hay versos semejantes a monedas de plata, en nuestros oídos resuena su tintineo de “lengua fidedigna”; hay versos como gemas engastadas en anillos de plomo, sus fulgores nos deslumbran y vuelven más gris aún la superficie en que están engarzadas; hay versos de fanfarria que vuelven ruidoso el poema, aunque dicho poema sea en general armonioso; y peores son los versos de “claros clarines” en poemas cuyas líneas, más que prosaístas, son de paso de burro en empedrado. Quizá no hay poeta que no haya buscado el verso redondo y sonoro; sospecho incluso que casi todos han deseado escribir poemas como quien pule un diamante, donde cada verso sería una arista que cristalizara la luz. Hay una suerte de parnasianismo en el inconsciente de los poetas. Y digo parnasianismo sin ceñirme a la tendencia francesa de mediados del siglo XIX, pues se trata de una idea inscrita en la tradición lírica de Occidente; es una práctica que ya vemos en las epopeyas más antiguas (quizá recuerdo de las fórmulas invocatorias, si hemos de suponer que la poesía se origina en los cantos religiosos primitivos), después la tradición grecolatina fue pródiga en el cultivo de poemas-escultura y, si nos trasladamos a la tradición hispánica, veremos que los poetas barrocos llevaron esta práctica a la concepción de poemas-joya, poemas-sagrario. Sin duda no es fácil sustraerse de esta corriente prestigiosa, pero ha habido, también desde el inicio de la poesía occidental, otra corriente, menos hierática y cultista pero más dinámica y cercana al habla popular. Según las épocas y las formas en que se ha expresado, se le ha llamado poesía popular, vulgar (del vulgo), juglaresca, goliarda, coloquialista, confesional, conversacional, etc.; a veces se opone radi127


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calmente a la tendencia parnasiana y a veces se hibrida con ella, pero siempre se mantiene cercana a los usos verbales de la época y a las formas del habla. Los poetas cultos de otras épocas se acercaron a las formas de la lírica popular, e incluso escribieron ese género de poesía (los renacentistas, barrocos y románticos lo hicieron) pero no será sino con el advenimiento de la modernidad que esta corriente marginal se hibride con las formas cultas y adquiera, gracias también a la preFABIO MORÁBITO valencia del verso libre, carta de legitimidad en la alta cultura. La poesía del escritor Fabio Morábito (Alejandría, 1955) nace de esta fusión de lírica culta y popular; con acierto ha hecho una poesía notable por su tono de naturalidad, por su dicción cercana al habla, por su lenguaje opaco y afilado, por su referencia al mundo cotidiano y a las cosas prosaicas, por su agudeza para revelar un misterio oculto en las situaciones y los objetos más ásperos de la realidad, y por su tono de alegría melancólica —que a veces, pocas veces por fortuna, roza el sentimentalismo—. Borges comentaba que el Quijote es como una plática de sobremesa, y que ésta es una de las virtudes literarias de Cervantes, lo mismo podríamos decir de la poesía de Morábito: tiene el tono reposado, íntimo y familiar de una plática de sobremesa al aire libre. 2. Morábito ha publicado cuatro libros de poesía en verso: Lotes baldíos (1984), De lunes todo el año (1992), Alguien de lava (2002) y Delante de un prado una vaca (2011).* Del primero al último, los poemas de Morábito rozan tanto el tono conversacional como el confesional, ambos tonos están contenidos en una dicción justa, serena, sospecho que educada, por una par*

Agradezco a mi amigo Cruz Benítez haberme prestado las primeras ediciones de Morábito. 128


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te, en la tradición clásica latina y en algunos poetas italianos: el Leopardi de los Cantos, Montale, Pavese; y por otra, en la lírica popular de las lenguas romances, muy evidente en su primer libro, escrito en versos de arte menor sin rima. Escuchemos los primeros versos de “Canto del lote baldío”, poema que muestra una atenta lectura de los romances viejos, de la lírica cancioneril e incluso deja oír los ecos del corrido mexicano: Déjenme solo ahora con estas lagartijas que no me piden nada, la hermandad de los cactus y el matorral sin nombre

Excepto dos poemas en versos de arte mayor (“Canciones defeñas”, en métrica variable, y el soneto endecasílabo “Bahía Quino”), Lotes baldíos está compuesto por poemas de versos heptasílabos (una buena parte), otros octosílabos y en algunos varía la métrica. Menciono esta particularidad porque, más allá de la influencia o coincidencia con el romancero, haberse ceñido a la métrica de arte menor le permitió al poeta mantener dos aciertos en los siguientes libros: el verso estricto y la fluidez y espontaneidad propias del habla. (En este ensayo no comentaré su notable libro de poemas en prosa, Caja de herramientas, publicado en 1989, pues se sale de mis consideraciones en torno al verso.) 3. Lectores habituados a ser complacidos por el brillo de un verso que, como un pez metálico, salta de súbito entre el oleaje del poema, nos sorprendemos al leer los poemas de Fabio Morábito, pues ejerce un trabajo fino de opacidad, de alguien que sólo quiere pulsar en tono menor las cuerdas del idioma. En Alguien de lava confiesa: Verso tras verso busco la prosa de este idioma que no es mío. No busco su poesía

El poeta pule el lenguaje para afilarlo, no para abrillantarlo; y en vez 129


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de un lenguaje cristalizado y escultórico, opta por un lenguaje cristalino y elástico. Evade las posibles aristas iridiscentes del poema y lo articula como si fuese un organismo vivo —parte de esta vitalidad radica en su cercanía a los giros del habla—. Prosifica el verso y hace que resuene en sordina, pero no descuida la andadura rítmica del poema, que en realidad tiene una musicalidad singular y discreta. Debido tal vez a que, como dice en Lotes baldíos, “no escribo en mi lengua”, Morábito ha pulsado las cuerdas íntimas del español y ha descubierto una música que no habíamos escuchado. Esta forma de opacar el lenguaje nos permite ver con nitidez el otro lado de la realidad que es la realidad misma (incluso nos permite ver el famoso perro invisible que Morábito lleva al parque todos los días); y esa manera de ensordecerlo nos permite oír los ecos y el rumor de realidades invisibles (invisibles de tan cotidianas, como las tuberías del agua, los columpios, los lotes baldíos, el pasto cortado, tres hormigas, el filamento de una bombilla, los balcones, los ruidos de los vecinos, la primera piedra de una construcción, etc.) que de súbito se revelan como parte de un concierto del que, sin saberlo hasta entonces, también nosotros participamos (con la música de nuestro cuerpo, de nuestros pensamientos, de nuestros recuerdos, de nuestra escritura). Los pliegues de la realidad que refiere cada poema aparecen ante nosotros, gracias a ese trabajo de opacidad, de manera luminosa, inédita y memorable. Quiero citar sólo dos pasajes donde el lenguaje de Morábito alcanza una gran intensidad. El primero se encuentra en De lunes todo el año y refiere el espacio escultórico que se halla en la UNAM, un círculo gigantesco de concreto hecho por el escultor Federico Silva en una escarpadura de lava: todo camino es por los bordes, irrepetible, y no conduce a nada. Éste no es un laberinto sino un paisaje submarino al que le falta el agua, y es lo que nos atrae a todos, es como ver el esqueleto de un océano.

El segundo proviene de Alguien de lava. No diré el contexto para que la ambigüedad de los versos sea más intensa: 130


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y cada cual mide su ser de pájaro sin árbol, de pájaro entre los pájaros, un árbol de puros pájaros, sin ramas.

4. El primer poema (una quintilla de versos heptasílabos titulada “In limine”) de Lotes baldíos es una declaración poética de principios. El yo lírico enuncia —sin drama, sin queja, sin resignación— varias de las constantes que aparecerán en sus cuatro libros de poesía: a) El origen y la autobiografía: “Yo nací en una playa / de África.” b) El desarraigo, el nomadismo y el estatuto de extranjero como acta de nacimiento: “mis padres / me llevaron al norte, / a una ciudad febril, / hoy vivo en las montañas”. En otro poema de este libro es más contundente: “Yo nací lejos / de mi patria (…) y la ironía no basta / —ni el buen humor, ni el arte— / para dejar de ser / alguien que en todas partes / se siente un extranjero.” c) La desazón de escribir poesía en una lengua ajena: “y no escribo en mi lengua”. En Alguien de lava fue más lejos: “Puesto que escribo en una lengua / que aprendí (…) Escribo como quien recoge agua / de los muros.” De manera paradójica, cuando ya tiene pleno dominio de la lengua aprendida, cuando de algún modo él ya es esta lengua, descubre que “después de casi veinte años (…) el italiano (…) se evade de mis manos (…) deserta de mis sueños / y de mis gestos, / se enfría, / se suelta a gajos” (De lunes todo el año). d) El mar como medianía, llanura y amortiguador universal en contrapunto con las cordilleras auráticas y los centros imantados (“Por el perdón del mar / nacen todas las playas”), y versos adelante: “Mi mar es este mar, / inerme, muy temprano, / cede a la tierra armas.” e) Su condición de insomne, de espía y conciencia en estado de alerta: “Por él [el mar] que da la espalda / a todo, estoy de frente / a todo con mis ojos.” Esta vigilia es puntual en cada libro, en Alguien de lava, por ejemplo, reitera: “Despierto antes que todos (…) Escribo antes que amanezca (…) Verso tras verso busco, / mientras los otros duermen, / adelantarme a la lección del día.” Y en Delante de un prado una vaca, el hablante insomne inicia el poema: “Los perros ladran a lo lejos. / Junto con ellos soy / el único sin sueño en el planeta.” Luego de referir el mundo dormido y la cólera de los perros, concluye con ecos rulfianos: “Mejor oír ladrar los perros / que amanecer 131


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neolíticos. / Más vale no pegar el ojo / que claudicar del universo.” Quien padece insomnio se halla en un estado de vigilia continuo, es una suerte de vigía de la especie. Morábito ha desplazado este estado de vigilia a la escritura y ha logrado una escritura reposada pero sin reposo, una escritura que expía y espía, un lenguaje en vela. f ) La reconciliación con la lengua poética: gracias al mar “encuentro al fin mi lengua / desértica de nómada / mi suelo verdadero”. Quizá no hay poeta moderno que no escriba desde la conciencia del exilio, sin embargo el exilio de Morábito es doble, pues, como Celan y Simic, no escribe en su lengua materna sino en otra lengua, desértica y de pliegues cuyo juego asemeja el acto de respirar, sobria y flexible, de llanura marina, lejos del barroquismo de alturas gélidas, precipicios oscuros y florituras de luz cristalizada. Quizá Morábito consideró “In limine” como un manifiesto que no sólo articulaba algunos tópicos importantes de su poesía sino la dicción misma, el fraseo en tono menor que oímos en todos sus poemas. 5. La analogía es el recurso central en que se basa la construcción de los poemas de Morábito. Este sistema analógico de producción lírica es, al mismo tiempo, dialéctico y hermético (recordemos que los poetas modernos asimilaron la tradición hermética a su visión del mundo). El discurso dialéctico es un movimiento de tres tiempos: esto, visto a través de esto otro, se sintetiza en un tercer estadio de visión, que es una visión integradora del mundo, y esta visión integrada coincide con la concepción hermética del mundo, que establece un diálogo de correspondencias entre los diversos planos de la realidad. Este recurso se halla en casi todos los poemas de Morábito, a veces en uno o varios pasajes de un poema, como estructuras anidadas, y a veces todo el poema obedece a esta estructura. Un ejemplo de este procedimiento es el poema “Mi padre siempre trabajó en lo mismo”, de Alguien de lava, donde Morábito refiere que su padre trabajó toda la vida en materiales plásticos. Veamos sólo un pasaje, en el que establece la analogía con la escritura: ¿Toda la vida yo también trabajaré en lo mismo, en la escritura, en la palabra plástica y no rígida, 132


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SOBRE LA POESÍA DE MORÁBITO

que es la palabra que se saca de lo más profundo? ¿De qué petróleo íntimo nos salen las palabras que escribimos y a qué profundidad brota el estilo sin esfuerzo?

Lo diré de otra manera. En los poemas de Morábito hay un movimiento continuo de repliegue y despliegue. Hay tres momentos básicos: la visión de una realidad (un suceso, una persona, un animal, una cosa, un paisaje urbano, una historia de familia, la lengua, el poema mismo, etc.), luego la interiorización de esa realidad como imagen de una experiencia psíquica y, después, la proyección de esa imagen interiorizada hacia la visión originaria. Este hecho crea una imagen integrada, donde exterior e interior coinciden en un tercer plano: la revelación de la semejanza. En otro poema de Alguien de lava —cuyo primer verso, “Junto a los condominios de los vivos”, funciona también como título—, el yo lírico refiere esa suerte de cementerios que tienen la forma de un condominio y, al hablar de los nombres de los muertos inscritos en las altas paredes, dice: El nombre es un temblor que alumbra el primer día de luz y el último, con tal intensidad que nos deslumbra, y a lo mejor vivir es ir de lumbre en lumbre rehaciendo ese primer y único relámpago.

La realidad cotidiana, la que entra de manera inmediata por nuestros sentidos, adquiere la forma de un espejo verbal que nos dice, nos refleja, nos ilumina, nos muestra algo que no sabíamos de nosotros mismos. Y esta imagen que nos nombra, en un segundo giro nos descubre que somos habitantes de la semejanza, que la realidad nos dice porque la decimos. Al recorrer la ciudad, por ejemplo, el yo lírico se topa con un lote baldío y descubre que es un espacio metafísico ceñido por la rugosa materialidad de una urbe sin asideros; de manera imperceptible, el yo lírico muestra que ese pequeño mundo es una de las formas de nuestro mundo interior, que ese lote baldío es un estado de conciencia, una imagen de nuestra vida o de lo que hemos 133


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vivido. Esos fragmentos de mundo nos dicen, son una visión de nuestra experiencia interior, pero el yo lírico no se queda en esa contemplación de las correspondencias universales: da un giro y devuelve esa visión hacia el espacio o el hecho que le dio origen. Entonces la visión se vuelve muy compleja, pues ya no es el áspero lote baldío ni ese lugar como espacio metafísico, ni esa imagen que ilumina y nombra un estado de conciencia: es todo junto, hay un conjunto de realidades que fluye en una sola mirada, es la visión de un mundo integrado pese a la continua sensación de que el hablante lírico está afuera, que habla desde los márgenes de un centro prestigioso pero despreciable (“Escribo para no quedar / en medio de mi carne, / para que no me tiente el centro, / para rodear y resistir, / escribo para hacerme a un lado, / pero sin alcanzar a desprenderme”, afirma en De lunes todo el año). La parte final de “Pelambre”, poema del libro que cité en la línea anterior, ejemplifica esta aspiración y respiración de realidades hacia una realidad tercera que, en este caso, nos coloca al filo del desasosiego: Qué hermosa debe ser la muerte de los osos, puntual e inevitable en las cadenas de montañas que cruzan a lo largo de su vida. Hay siempre una montaña que es la última, una pendiente que no espera solución, algo pendiente que se va con uno.

El pliegue continuo de realidades que van de lo exterior a lo interior, y viceversa, nos da una visión no de dos realidades, sino de una cuyas fronteras son inciertas, pues ambas realidades se identifican, a veces de modo fulgurante en el espacio de la semejanza, en el espacio donde los seres se miran y se reconocen y se nombran entre sí y se identifican. Daré un último ejemplo del poemario más reciente de Morábito, Delante de un prado una vaca, justo del poema que da título al libro. Aquí, el hablante poético refiere los procesos de asimilación alimentaria de las vacas y las ballenas y establece una analogía con el proceso de asimilación del poema y del poeta: 134


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SOBRE LA POESÍA DE MORÁBITO

El verso con su ácido remueve las partículas dejadas por el plancton de los días y a mí también, como el cetáceo, me sale un chorro a veces, una palabra vertical que rompe el tedio de los mares.

Fulgurante. Este movimiento de repliegue y despliegue de la visión que desemboca en una imagen integrada explica en parte la identificación del yo del poeta con el yo lírico. Una conciencia en continuo estado de alerta que escucha los ruidos del mundo y espía los pliegues de la realidad para hacer de ellos una experiencia interior no puede sino estar en el poema y ser el yo lírico. Morábito es el personaje que habla en los poemas de Morábito. O más preciso: el yo lírico de los poemas de Fabio Morábito no es Fabio Morábito pero es idéntico a él. En casi todos los poemas vemos a Morábito que ve y nos hace ver lo que ve y, al hacerlo, se vuelve invisible. Esta visión llega a ser tan íntima y profunda que me hace pensar muchas veces en los Cantos de Leopardi. Por otro lado, la recurrencia a la biografía, sea en sus vertientes familiares, personales o emocionales, hace coincidir la propuesta de Morábito con la poesía confesional norteamericana, con la poesía de la experiencia de los españoles, con la poesía coloquial de cierta corriente hispanoamericana, y no sé por qué ciertos pasajes me recuerdan la poesía del serbonorteamericano Charles Simic, quizá porque comparten algunas coincidencias biográficas y practican la misma limpidez del verso, la misma tersura, la misma complejidad de visión. 6. La fascinación por las cosas cotidianas que suceden en la ciudad y por las minucias que alimentan la vida común de los seres humanos; su morosa contemplación en lo que carece de prestigio literario y su asombro ante las pequeñas cosas que, gracias a esa forma de respiración que es el poema en sí mismo, son reveladoras de nuestra conciencia de ser en, e incluso reveladoras de nuestra conciencia en una conciencia otra, hacen de Morábito un poeta cercano a cierta sabiduría antigua, que aprehende el mundo desde una mezcla de amor, modestia y piedad —según la concebían los griegos antiguos—. No en balde él desea percibir el mundo como lo percibía Francisco de Asís, Emily Dickinson y Antonio Porchia. Además, cómo escribir en la lengua de 135


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una “urbe / que nunca cicatriza”, como llama a la ciudad de México en Lotes baldíos, un lugar donde: la lengua aquí se esconde bajo tantas heridas que hablar es lastimarse, y quien habla mejor es quien lastima más, el que mejor se esconde.

Quizá por esa amorosa comprensión de diversas realidades padece el enmascaramiento y la desgarradura de esas mismas realidades. En su escritura no sólo hay una vigilancia continua de la pérdida sino una expiación de esa misma escritura. En esta aprehensión originaria del español como lastimadura y ocultamiento radica tal vez la melancolía que percibimos en sus poemas. En efecto, del primer libro al último, una tristeza muy fina recorre la poesía de Morábito. Hay referencias a lo ido, al mundo que ya no es, al desarraigo, a la vida que fue, al tiempo que cada día nos despoja de nosotros mismos, al nomadismo que lo ha despojado de su tierra y de su lengua. Dichas pérdidas están presentes en la conciencia del yo lírico, de ahí que su voz incluya también un tono nostálgico. Pero se trata de una nostalgia tensada por la ironía. Acorde con su temperamento, no es ironía excluyente sino compasiva (véase la etimología de esta palabra), que nace quizás de la amplitud de mira, de la conciencia de un hombre que está a caballo entre dos visiones del mundo, entre dos lenguas (el italiano, “idioma de mi lengua”, lo llama en De lunes todo el año; y el español, la “lengua que aprendí”, dice en Alguien de lava); ironía de quien ha hecho del desarraigo una condición de ser (“alguien que en todas partes / se siente un extranjero”), pues el poeta fue arrancado de su tierra junto al mar y fue llevado a vivir entre las montañas, a otra tierra, una tierra que ha vuelto otra cualquier tierra. La ironía, finalmente, nace también del efecto de distanciación que realiza entre el sentimiento continuo de la pérdida y la visión lírica que elabora a partir de esa pérdida.

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La señal ALEJANDRO BADILLO

Después de una prolongada ingesta de pastillas Matías Blumfeld, recién jubilado, se sentó en el sillón de piel y miró la luz de la tarde en los edificios. Siempre tenía hormigueantes las manos después del vaso con agua, del temblor en la boca. La cura, una tras otra, bajaba en el torrente. La migraña lo acosaba desde la infancia. Las pastillas, antes de la garganta, las guardaba en diminutos frascos multicolores, apilados en el baño. Pero a pesar de los intentos la punzada en la cabeza persistía. Corto circuito. Zumbido casi imperceptible, mosquito que no se posa y sobrevuela. Y alrededor de Blumfeld, a pesar del zumbido, más nítidas las voces, la llave deteriorada y su goteo en la cocina amplificado, inmenso. Escuchaba los leves pasos del gato en el departamento de arriba. Las sigilosas huellas. Desde hacía tiempo desarrollaba una teoría de sus dolencias, íntimamente ligada a eventos en apariencia lejanos: la puesta del sol, la reciente humedad en los cristales, el camión de la basura en la mañana. Todo era motivo de análisis, hipótesis fundadas en la rigurosa cuenta de los hechos. Al final de la jornada, en la mesa de la cocina, Blumfeld llenaba una libreta con números y frases. Encontraba consuelo en el continuo garrapateo, en el movimiento del lápiz, en los detalles y en la memoria. Quizás era bueno saber que el 23 de junio de ese año el dolor había sido particularmente agudo, que treinta días antes había pasado inadvertido. Dispersos chispazos en el cerebro. Y la lengua sobre los labios, la goma borroneando un dato indeciso o equivocado. Con el tiempo estaba más convencido: aumentar la conciencia de su mal lo acercaba, de alguna forma, a la cura. Blumfeld, en el sillón de piel, esa tarde, era el único espectador, en 137


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primera fila, de la luz en los edificios de enfrente. En los techos antenas de televisión, algunas desvalidas, otras esqueletos. Miraba el amarillo que declinaba y evocó, casi sin querer, al gerente anunciando la liquidación que precedió su despido. “Muchos años de trabajo en la empresa.” “Ha cumplido con la edad.” “Es un proceso obligado por la ley.” Blumfeld tenía clara su edad, también la fatiga en las escaleras, el dolor de espalda escalón tras escalón y después, en la oficina, el jadeo, el temblor en las manos y las manchas de sudor en la camisa. Pero le disgustaba la imagen del gerente, sus maneras afectadas, la mano sosteniendo el cheque, tendida breves instantes, sin temblor, con suficiencia, como si fuera un anzuelo. El recién jubilado no supo encausar su odio. Es cierto que estaba harto de revisar papeles en la oficina. Custodiado por archiveros, parvadas enteras le llegaban. Y a veces, en el papelerío, se acrecentaba el odio a los formatos, a las casillas, a los infinitos sellos. La tinta sobre sus pulgares, casi indeleble en los puños de sus camisas. Huellas en la oficina, al final de la jornada, en la copiadora, en el piso. Pero ahora Blumfeld, en vez de papeles, tras el cristal, era solitario testigo en la ventana. Imaginaba su vida al otro lado de la calle. Su atención se concentró en las plantas del departamento, en el polvo sobre la mesita de luz. Porque el hábito del oficinista perduraba en la correspondencia. Rasgar el sobre y mirar las cifras, cotejarlas, compararlas con anteriores. Luego, agotado el descifre, poner el trofeo en un corcho. Uno más. Y otro y otro. Incluso, por el hastío, sobres ajenos, caducos en el buzón, revisados como propios. Blumfeld se levantó del sillón. Según los minuciosos registros, había pocas probabilidades de jaqueca. Como garantía, la reciente ingestión de pastillas y un historial que registraba, a esa hora, escasa incidencia. Más cómodo en el crepúsculo. Ligeras y libres las manos. Para revolver la oscuridad, para agitar las cortinas o verter agua en una jarra. Le gustaba llenar hasta el borde jarras, vasos y tazas. Una peculiaridad: esperar hasta el último momento, antes del derrame. En las tardes, como las pastillas, innumerables tazas de té. La perturbación después de una bolsita que gana peso, que se hunde poco a poco. El rostro hundido en el vapor, desvanecido, las agudas órbitas, demacrado el cuadro completo. Blumfeld caminó alrededor del sillón. Estuvo a punto de ir al cajón por la libreta y reseñar la primera incidencia del día. “El cartero pasó a primera 138


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hora de la mañana. Bajó de su bicicleta y un perro comenzó a ladrar motivado, quizás, por la campanilla que reverberaba en el manubrio.” Le pareció bien la frase, la última palabra. Pero se guardó la idea. Tiempo habría para escribir, para enfrascarse en largas disquisiciones, para ir al baño y hacer inventario de cajas. Revolverlas, mirar la fecha de caducidad, los colores. Se acercó a la ventana. Ahora, desde su posición, podía mirar a plenitud el inicio de la calle, el óxido acumulado en el techo de los buzones, las escasas nubes. Se sintió bien. Incluso era agradable el temblor de las hojas, recientes y desprendidas, en la orilla de la banqueta. El viento les daba vida, las agitaba. Blumfeld remiraba la tarde. Las lámparas de los postes, ante el inminente crepúsculo, empezaron —animales vivos— a parpadear. Blumfeld, paciente en la ventana, miraba y miraba. Los ojos a veces fijos, a veces en vuelo, indagando. A pesar de la monotonía, de la luz similar en color y el previsible instante de nubes, tenía esperanza de que algo sucediera. Entonces, al inicio de la calle, junto al semáforo, una lenta figura nació diminuta pero avanzaba y ganaba presencia. Similar a un buzón, pronto alcanzó un auto estacionado, no varió la dirección y aumentó de tamaño junto a un ciprés. Era un muchacho. Blumfeld miró: en la calle desierta el muchacho era una anomalía. Minutos antes, en el mismo lugar, se había escenificado la diaria migración de oficinistas después de la jornada, con los zapatos negros y los trajes arrugados. El muchacho caminaba lentamente. Husmeaba entre las casas, entre los autos. Con su mochila a cuestas, el andar lento. Al fin se detuvo y cruzó un jardín sin reja, una casa cercana al edificio donde era observado. Tocó la puerta. Esperó y esperó. También Blumfled. Pero nada. Imaginó la decepción del muchacho. Tocar el timbre y la tensa espera, casi siempre sin esperanza. El muchacho intentó en la casa adjunta. Tal vez en ese momento, después del timbre, alguna ilusión en los ojos y por eso pendiente de cualquier ruido: una volátil respiración, el acto de encender la luz, pasos sobre el piso de madera. De mujer, más evidentes, por los tacones. La suposición fue correcta. Y un foco se encendió en el portal y su bocanada de luz, blanca, amarilla, sobre una mujer ataviada con una bata roja, con vivos detalles. En el estampado, además del entramado de flores, destacaban unos animalillos dorados que Blumfeld —aguzando la vista— identificó como macacos 139


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japoneses, de la nieve. Sus cabezas de oro, los enrojecidos rostros, en una postal años antes. Entre las páginas de una novela, en su librero, según recordaba. La novela era muy mala, incluso la había dejado a la mitad, abandonada en el buró, en un caluroso verano. Blumfeld quiso seguir con la digresión pero la mujer reclamó su interés cuando dedicó unas palabras al muchacho. Desde la altura la escena era amplia, la mujer recargó la mano en la cintura y el movimiento de labios terminó. Muy similares los dos, en la estatura y en la complexión, incluso en los cabellos. Blumfeld pensó en una silueta, un cuerpo intacto en el espejo. Pero el muchacho rompió la imagen cuando se acercó y sacó un folleto de su mochila. Entonces la mano tendida, como la del gerente, días antes, ante Blumfeld. A la defensiva la mujer, la respiración, la rigidez en el cuerpo. Un paso atrás, precautorio. Sin embargo alargó la mano al papel y le dedicó una mirada. A la distancia se percibió un destello en la parte inferior del brazo. Tal vez un reloj o una pulsera. El brillo perduró hasta que la mano cambió de posición. El muchacho conservaba la figura erguida, los hombros un poco vencidos aunque dispuestos. Blumfeld lo miraba de espaldas pero imaginaba el ansia del semblante, los labios y la lengua que los recorría. Y todo en él precavido, esperando. La mujer empezó a leer el folleto. A la distancia era difícil saber su primera reacción, pero Blumfeld suponía que encontraba interés en el escrito, tal vez una promoción, una atractiva imagen en el papel, un anzuelo. El muchacho relajó el cuerpo. Blumfeld sintió pena por él, tendría toda la tarde tocando puertas, diligente con su mochila, caminando. Los rayos del sol, el sudor, la procesión casa por casa. Su sombra al principio corta, después alargada, ahora inerte junto a sus pies por la luz escasa. La misma tensión antes de abrir la puerta. La esperanza de una venta, entonces, en cualquier señal: una sonrisa, una acentuada respiración, los ojos avispados y abiertos. El muchacho dio un paso a la derecha. La mujer acabó de leer el folleto. Entonces ocurrió. Blumfeld observó el inicio del movimiento. Primero la mano alzada, del extremo el folleto con los dedos. Quedó ahí, suspendido en la luz, como pez acabado de sacar, con las letras, con los llamativos dibujos, con todo. Después el folleto regresó a la mano abierta y ésta, ayudada por el pulgar e índice de la opuesta, empezó a desmenuzar al cautivo. Rápidos movimientos, limpios, 140


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casi tijeretazos. La mujer, con la bata roja, con los inmóviles macacos, dedicó algunos segundos a la labor. Los fragmentos se conservaron un instante en la mano. La palma retomó su antigua posición y, abierta, dejó en escape, al viento, los infinitos papelitos. Blumfeld recorrió un poco más la cortina. Los papelitos siguieron varios rumbos. Y temblor en las manos, impotencia por no ver el rostro del muchacho. Sólo su espalda y la camisa a cuadros. Lo demás, como antes, en continuo anonimato. El muchacho inclinó la cabeza. La fiesta de papelitos terminó, apenas restos en el piso. Vagando. No se advertían desde la altura indicios de voz, aunque Blumfeld supuso algún murmullo, una palabra de decepción en el muchacho. La mujer cambió su postura. Intacto el rostro, adelantó un poco el cuerpo y la bata, entreabierta por la variación, mostró la luz de las piernas. Blumfeld, tentado por el deslumbre, inclinó la cabeza y dio un paso al frente, muy cerca el cristal. Partícipe de la escena, a su modo. Disfrutó la contemplación. Impaciente estaba por otro atisbo, ya olvidado del muchacho, cuando la mujer alzó la mirada y la dirigió a la ventana donde la espiaban, con suficiencia, como si siempre lo hubiera sabido. Después, con parco gesto, señaló a Blumfeld. La mano apuntó muy blanca, abierta, casi ala. Y perceptibles, incluso, por la intensidad, las uñas. Blumfeld se retiró de la ventana. Cerró las cortinas. No supo si el muchacho había volteado. La penumbra ocupó el ámbito. Una noche interior en el reloj, en el vaso, en todos lados. Blumfeld sintió el primer anuncio del dolor. Lo había aprendido a identificar. Primero los vivos ojos, las pupilas incandescentes, los objetos coronados por resplandores. Un paisaje alcalino en cualquier cuarto. Como cualquier atisbo de sol, en el horizonte. El doctor le había dicho que debía manejar la tensión. Su cabeza, insistió, era frágil registro del mundo, caja de resonancia, vulnerable a casi todo. Y entonces el ritual, el agua rebosante en el vaso y las pastillas, una por una, en la invitación de la mano abierta y en el rostro. Se sentó en el sillón, miró las cortinas cerradas. Las manos fueron a la mesita de luz, destaparon el frasco y las pastillas. El vaso en lo alto, no rebosante y sin reflejos. La inclinación de la mano y las pastillas de nuevo. Blumfed cerró los ojos, intactas las manos blancas de la mujer, la bata roja, las piernas. El asedio en la cabeza por la intensa luz. Sin embargo el dolor cedía con el tiempo, una onda apenas, como una piedra al fondo, su reminis141


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cencia en un lago. Se levantó y rodeó el sillón. Encontró una rendija en la cortina. Segundos estuvo, indeciso de husmear, de un lado a otro. Al fin se decidió. Poco a poco se metió en la cortina, primero la nariz, luego los ojos. En la casa de enfrente no estaba la mujer. Tampoco el muchacho. Los papelitos desaparecidos. Blumfeld suspiró. Iba a terminar su exploración cuando la inclinación de la cabeza, suficiente por el ángulo, lo llevó a la reja del edificio. A los barrotes blancos, a la maceta de escasos geranios, al buzón que volvía y que obsesionaba. Entonces el muchacho. Estaba ahí, con su mochila, haciendo guardia, junto a la puerta. Blumfeld respingó. Obra de casualidad el muchacho, no. Era la mano blanca, los macacos, los papelitos dispersos. “Que se quede ahí, que toque las veces que quiera, no me importa”, pensó. Paseó caviloso, una vuelta al sillón, otra más. La noche casi completa en el exterior, sólo alegres las sombras, las ramas de los árboles. Temeroso pasó los siguientes minutos, en la cocina, esperando el sonido del timbre. Estaba sentado, con los brazos extendidos. Apenas parpadeaba. La mente inmóvil aunque no pasó mucho tiempo para que imaginara al muchacho abriendo la puerta, el rechinido del gozne, su sombra en la maceta de escasos geranios. Blumfled dio una vuelta a la cocina, orbitó una vez más el escenario. No había ruidos. Pensó en las pastillas, en que debía tener a la mano un vaso con agua. Guerra de nervios mientras abría el garrafón pero aun así pudo completar el vaso. Después, en el baño, el frasco mudó de los entrepaños a la bolsa de su camisa. Muy rápido, en un solo movimiento. Luego, incapaz de regresar al sillón, caminó por la sala, por el comedor, por el largo pasillo. Después del recorrido, más tranquilo, abandonó el vaso en la mesa y miró las cortinas. Tras ellas, una sola luz, el resplandor de las lámparas. Iba al sillón de piel cuando se dio cuenta que la ventana estaba abierta. Una anomalía era el espacio libre pues recordó que la había cerrado, incluso había puesto el seguro. Entonces se acercó y, antes de cerrar, bajó la vista a la reja. El muchacho en la misma posición. Blumfeld interrumpió su mirada. Increíble su perseverancia, su necedad, su locura. Iba a repetir su perorata mental, que no iba a abrir, que hiciera lo que gustara, cuando escuchó los pasos de un vecino en la escalera. Una mujer, con más precisión, pues eran nítidos los tacones. Podía seguir con claridad la trayectoria, descendiente en la escalera. Y escalón tras escalón el ordenado taconeo, primero la punta, luego el peso completo. Los pasos llegaron al pri142


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mer piso y, retomando Blumfeld la visión, entró a escena la vecina, en la planta baja, a escasos metros del otro. El muchacho seguía inmóvil aunque había algo vivo en su semblante. En las cejas, bajo los ojos, quizá un temblor. Blumfeld apartó por completo la cortina. Recordó el vaso en la mesita de luz y en la camisa las pastillas. La vecina sacó de su bolsa las llaves. La pereza de la mano, el cuidadoso movimiento a la cerradura. Y así, después del leve giro, del rechinido del gozne, dirigió una sonrisa al muchacho. Mala señal, interpretó Blumfeld. Y todo se agravó cuando vinieron palabras que acabaron pronto. Tal vez una pregunta, un saludo. Los labios —a pesar de la brevedad— conservaban intacta la inercia y buscaron nuevo intercambio. El muchacho volvió a hablar. La vecina respondió. Un par de veces más. Blumfeld, desesperado en la ventana, el rostro cerca del viento, buscó alguna palabra. A pesar del silencio sólo murmullo como humo, indescifrable. Al fin la vecina se despidió y tomó su rumbo en la calle, pero dejó la puerta abierta y el muchacho quedó a mansalva, a pocos pasos de la escalera. Blumfeld cerró los ojos con el primer paso, cuando la puerta se cerró y la sombra sobre la maceta y los geranios. “¿Por qué no le dio un folleto a la vecina?”, pensó para distraerse, mientras se alejaba. Miró la puerta de entrada, la cerradura, la pequeña mirilla donde espiaba a los vecinos. Una onda en la superficie del vaso, apenas visible. Pero el movimiento no pasó inadvertido para Blumfeld que lo achacó a los pasos del muchacho en la escalera. Escalón tras escalón, como antes la mujer, ahora en sentido contrario. La misma perturbación en el vaso. Un poco de fosforescencias, casi flotando, anuncio de una nueva punzada en la cabeza. Diminutos insectos en el ardor de los ojos, en el cerebro. Sacó el frasco de la camisa. Con movimientos rápidos las pastillas de nuevo en su lengua y la inclinación veloz para apresurar el trago. El efecto fue rápido. ¿Qué le diría al muchacho? ¿Abriría la puerta? Esta última opción le pareció imposible. También la impune observación del extraño, por la mirilla. Durante algunos segundos se convenció de que el muchacho no llamaría a su puerta, que iría con otro vecino, que desistiría de su empresa. Sin embargo las esperanzas se vinieron abajo por los pasos ligeros, como ejército avanzando, pacientes y cercanos. La aproximación directa, tal vez en el piso inferior, lo puso en guardia. Volvió a meditar: una vez ofrecido el folleto no podría negarse, no podría decir “no” y tuvo miedo. Se dirigió al sillón, luego al comedor. De nuevo, como an143


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tes, orbitando. Pero ir de un lado a otro no era la solución. Necesitaba algo más, entre tanta nube en la mente una certeza. Aún cavilaba cuando los pasos llegaron a la puerta. Detenidos un instante, delatados por la sombra artificial de las lámparas. Blumfeld miró la puerta, la cerradura, la mirilla. Intuyó el cuerpo al otro lado, la mochila, el gesto. La atareada respiración por el cansancio. Incluso, formados en su mente, los latidos. Blumfeld fue a la sala, recogió una arrugada gabardina. No quiso esperar el toque. Supo que, al no haber timbre, la mano se convertiría en puño acercándose a la madera. Dos tímidos toques, luego la insistencia, más fuerte, la repetición. Blumfeld abrió la puerta de la cocina y cruzó el pequeño cuarto de lavado. Otra puerta ahí, que daba a una escalera y ésta a la azotea. Estableció la ruta, se puso la gabardina, aferró las manos al metal y comenzó la ascensión. En el trayecto tuvo miedo de un resbalón, la vacilación por una endeble soldadura, una caída. Una última imagen: su cabeza rota en el suelo y el silencio. Sin embargo siguió, peldaño tras peldaño, porque seguía el muchacho tras la puerta, inminentes los nudillos en la madera, quizás el contacto en ese momento. Blumfeld llegó a la azotea, relajó los brazos. Más libre, el escenario sin fronteras visibles, inabarcable con los ojos. Sintió el viento en las manos, en la cara, en los cabellos. Regresó el hormigueo. En medio del triunfo sintió pena por el muchacho, paciente junto a la puerta, tocando. La noche era plena en la ciudad. Por la altura los edificios parecían más cercanos, también las calles, las luces, los anuncios. Desde ahí podía ver el centro comercial, una clínica, escasos coches en fila. El ámbar del semáforo, a lo lejos, una estrella. Paciente como los autos miró y miró. Las antenas de televisión eran despojos. A unos metros distinguió la azotea de la casa de enfrente, donde había aparecido la mujer ataviada con la bata roja. Recordó la escena anterior, quiso imaginarla en la sala, despreocupada, quizás mirando la televisión, inmune al encuentro con el muchacho. Entonces observó el blanco inicio de su cuerpo, las manos aferradas a la escalera. La mujer llegó a la azotea. La bata roja parecía, por el leve viento, una bandera. Dedicó unos segundos a curiosear. Hubo un momento en que fijó la mirada en la zona más lejana de la calle, como si tuviera miedo al encuentro con otro muchacho. Blumfeld miró en la misma dirección. Cuando volvió a la mujer, ésta lo observaba tranquilamente, después extendió el brazo y lo señaló. 144


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Cincuenta cuerpos extraordinarios CARMEN BOULLOSA

Enumero cincuenta cuerpos extraordinarios sin intención de crear una taxonomía o marcar un rango. Mezclo imaginarios con reales, dioses con humanos, ficciones y mentiras con inobjetables. 1. El primero es el cuerpo extraordinario por excelencia: el de Gregorio Samsa, responde en su transformación al soplo vital de un dios centroeuropeo con agruras. En su cuerpo aparece la huella del padre que lo dio a luz y la de su deseo perverso (el afán de no dejar ser al hijo). El que se ha tornado en monstruo (o en insecto extraordinario) habla con nuestra misma gramática, el suyo es el idioma de nuestra especie. Samsa somos nosotros, los humanos desde el siglo XX, amanecimos tornados en eso al término de la Primera Guerra. Su cuerpo formidable nos relega al papel de espejo. Todos somos Gregorio Samsa. 2. Los cuerpos de las hijas de El Cid Campeador. ¿Qué había en ellos que invitaba a las ternuras de una noche de amor en la cámara conyugal y a ser aporreadas a la mañana siguiente en despoblado hasta con las espuelas, quesque porque no eran buenas ni para barraganas? ¿Por qué esos cuerpos son el blanco del rencor, la humillación que les ganó su cobardía? ¿Por qué ellas, las amadas? No basta el sentido común o la lógica para comprenderlo; debe haber algo que se considera extraordinario en estos cuerpos. 3. El cuerpo extraordinario de la Coatlicue, la diosa azteca de la falda de serpientes y las garras de águila, monstrua pavorosa y lección de arte: comprobación de la ausencia de armonía en las fuerzas connaturales al humano y a la Tierra. 145


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La Coatlicue no es una forma ideal, es el arte que no maquilla sino representa. Supe verla a mis 16 años, entendí su poder como objeto de arte. Además, estaba cargada para mí; me alineé en su grey, abandonando el cobijo del ideal mariano. Me ayudó a enfocar mis obsesiones y a desprenderme de un orden que oculta la violencia al tiempo que la alienta. 4. El cuerpo extraordinario del Vampiro, poseído por poderes supremos, a prueba de la ley de gravedad y resistente al hacha de la muerte, siempre y cuando se alimente de sangre de vírgenes. 5. El cuerpo extraordinario de la Virgen que necesita el Vampiro. La Virgen es fuente de vida eterna para el Vampiro en su sangre. Con lo mismo atrae su propia muerte (o su conversión en vampira, en tornarse en la muerte de otros). Todo en ella me parece paradójico: que sea fuente de vida siempre y cuando sea deseo incumplido, y que en cuanto cumpla el deseo del Vampiro se torne la portadora de muerte. 6. El cuerpo extraordinario de la mujer que no está herido y sangra, que sangra de salud generativa. Este cuerpo es fascinante. Es la puerta para dar vida a otros. 7. Pero entre los cuerpos de la mujer marcados por su edad, me atrae aún más el extraordinario cuerpo otoñal que se cierra al derrame de sangre y se abre a la melancolía. Una melancolía que algo tiene de ilógico: a ella, sea Virgen o no, ya no la amenaza el temible Vampiro, está a toda prueba de ser la transmisora de muerte. 8. El cuerpo extraordinario de santa Teresa, ansia de martirio desde 146


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la infancia, éxtasis, enfermedad, y así y todo eficacia administrativa (no cualquiera que levita funda una orden religiosa y abre cuántos conventos). Y, extraordinario en lo extraordinario, sus escritos, dulzura, frescura, concentrada terrenalidad en el puño de una volada. 9. Blancanieves y La Bella Durmiente. Como el de Samsa, responden con vida y anomalías a la envidia, al impulso destructivo, al deseo de causarles el mal. Pero no se deforman, suspenden la vigilia, interrumpen el sangrado rutinario, se vuelven otoñales para que el varón que las despierte no sea el Vampiro. 10. El cuerpo extraordinario de Delmira Agustini, que ella vuelve sujeto erótico: “las mil bocas de mi sed maldita”. Es con esa “sed maldita” que su boca habla, y de lo que habla. “Soy flor o estirpe de una especie oscura”, Vampira de sí misma —y de otros—, a prueba de victimización porque “come llagas” y “bebe el llanto”. Ella no es para alimentar a otros (el Vampiro, o los hijos) porque ella tiene hambre. Intercambia su lugar con la Virgen, se apropia (sin dejar de ser la Virgen) del Vampiro, revoca el orden imaginario. El cuerpo de Delmira, su “Pico rojo del buitre del deseo”, es extraordinario. 11. El cuerpo de Amado Nervo que frente a la Amada Inmóvil, a la deseada muerta, se dice: “¡Oh, vida mía, vida mía!, / agonicé con tu agonía / y con tu muerte me morí.” Nervo es el Vampiro que muere: “tú no eres el fantasma: el fantasma soy yo”. ¿Por qué muere este Vampiro? ¿Porque la amada no era Virgen cuando la encontró? En vida, Cecilia, su futura Amada Inmóvil, era su amante escondida, su amada de clóset —muerta se convirtió en su favorito objeto erótico, alentado este sentimiento por el remordimiento del (emponzoñado) Vampiro—. La muerte e Cecilia le entrega el poder a ella. Es ella el Vampiro: “Tú lo sabes hoy todo... ¡yo, en cambio, no sé nada!” Dando otra vuelta de tuerca a su historia, Nervo pasa de desear a Cecilia a obsesionarse con la hija de Cecilia (extraño que no tenga nada de hija de él, porque la niña tenía un año y medio cuando empezó la relación entre la futura Inmóvil y el poeta). La hija de Cecilia había sido desde el principio la prueba viviente de que no había Virgen para el Vampiro. Pero ahora ha crecido: ella es una Virgen posible. Al poeta no lo contiene el remordi147


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miento. Corto la historia, el poeta muere, ¿se lo habrá llevado la Vampira? (hago uso de una licencia literaria bastante manga ancha, porque el cólico nefrítico no es exactamente lo mismo que una mordida). 12. El cuerpo extraordinario de la pintura Unos cuantos piquetitos, de Frida Kahlo (una mujer desnuda en una cama, recién apuñalada por su compañero amoroso). Como otra hija de El Cid, como una de cada tres mujeres, la proporción que ha sufrido violencia doméstica. Cito a cuento la nota redactada por Carlos Rubio en Madrid: Según el Tribunal Superior de Justicia de Madrid (TSJM), que esta semana acaba de fallar una sentencia al respecto, si una mujer recibe a manos de su pareja 37 puñaladas repartidas en la cara, cuello, hemitórax izquierdo, dorso y ambas extremidades, le luxan un codo, le golpean el mentón provocándole que se le perfore el labio superior con la dentadura y a consecuencia de todo ello muere, se puede considerar homicidio, pero no se puede decir que hubo asesinato con agravante de ensañamiento. La razón de mayor peso es, según la defensa del acusado, que… “no cabe deducir necesariamente que también tuviera como propósito incrementar su sufrimiento”… la intención del agresor… “acabar con la vida de su compañera, por lo que parte de las lesiones anteriores a las mortales se debieron a la natural resistencia de ésta ante la agresión de que estaba siendo objeto”. O sea, que ella no se dejó matar y por eso su homicida tuvo que insistir en ello sin que esa acción sea calificable como ensañamiento… …Por tanto, el citado TSJM ha reducido de 17 a 12 años de cárcel la pena impuesta a ese hombre que, solamente, mató a su mujer, porque, ya ven, no quiso hacerle más daño.

13. El cuerpo extraordinario de las Santas Mártires, torturadas, mutiladas. Obsesionaron mi infancia. ¿Cómo era posible que la ruta de dolor y tormento condujera a las puertas del Cielo? Nunca pude entender el enigma que los cuerpos de las Santas me planteaba, y que no dejó de torturarme. ¿La respuesta estaba en sus cuerpos, que al ser desmembrados se extendían como una cinta prodigiosa que conduciría y guiaría segura hacia la Luz? ¿Sólo podían haber accedico a su redención y santidad a lomo de su propia tortura y mutilación? 14. El cuerpo extraordinario que el mexicano González Camarena pintó para representar a la Patria mexicana: el de una hermosa mestiza (tan in148


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dia como de otras razas, los gordos labios algo africanos, el largo cabello suelto) vistiendo toga griega. En una mano lleva un libro, en la otra el asta de la bandera. Atrás de ella la custodia un cuerno de la abundancia, imagen también del México “visto por sí mismo” de esas décadas. Ese cuerpo ilustró las portadas de 523 millones de ejemplares de libros gratuitos, reproducido en sus portadas desde 1962 hasta 1972. Trescientos cincuenta títulos la llevaron de cubierta. Fue la Patria. 15. El cuerpo extraordinario de la modelo que posó para la Patria de González Camarena. Mesera, se cuenta que Diego Rivera la apodó “La Doré” porque aspiraba a ser pintora, hacía dibujillos en las servilletas. Nació en Tlaxcala, que tenía un alto porcentaje de población indígena. ¿Cuál fue la primera lengua que habló ese cuerpo de la Patria? ¿En qué lengua soñaba la modelo de mi Patria? ¿Náhuatl, otomí, lenguas que no comprendo? (Se dice que fue la amante del pintor, casado con una mujer europea. La Patria murió joven, alcoholizada y en la pobreza.) 16. El cuerpo extraordinario del cadáver de la poeta puertorriqueña Julia de Burgos, caído en Nueva York, en las calles del Barrio, sin identificación. Cuenta la leyenda urbana que su cuerpo era tan largo que hubieron de cortarle las piernas para que cupiera en el ataúd. De camino a la fosa común, en lugar de últimos pasos —aquí no sólo licencia literaria, sino cronológica—, ese cuerpo dejó un rastro de sangre, en un país ajeno, la huella de sus sueños perdidos. La un día insurgenta puertorriqueña, perdida su razón de ser, sin pies aun cuando estaba en vida, varada en isla ajena: ahí su cuerpo extraordinario. 17. El cuerpo extraordinario de “feminidad encabritada” de Doña Bárbara, la personaja de Rómulo Gallegos. Femenina, pero no maternal o dulce. Doña Bárbara es la naturaleza y es la devoradora de hombres. La fiera independiente. Ella es la magia negra y la mentira, pero también el poder generador, la fundadora o la destructora. Es el orden de su tierra y quien corrompe. Es la barbarie, “la plenitud del hombre rebelde a toda limitación”, en palabras que Rómulo Gallegos pone en boca de Santos Luzardo. [La dotó de una corte: las 99 aviadoras (The ninety nines) que, el mismo año de la publicación de la novela (1929) se reúnen en su Congreso de Aviadoras (vivo hasta la fecha).] 18. Otro cuerpo creado por Rómulo Gallegos: el de su prosa telúrica, 149


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prosa generadora, prosa en la que respira el planeta de 1929, aún no herido por la mano del hombre. Una prosa que ya no puede ser, y que es un cuerpo extraordinario: su gramática es la Tierra. 19. El cuerpo extraordinario de México, también desmembrado. Cuando joven nación, los vecinos del norte le cortaron la tercera parte de su territorio, lo que es hoy Texas, California, Nuevo México, Arizona y más. No las piernas ni la cabeza: le arrebataron el Lejano Norte. Quedó marcado por esta mutilación. 20. El cuerpo extraordinario del México de hoy, bañado (hasta la fecha en que escribo estas líneas) en treinta y cuatro mil cadáveres, los caídos en la llamada Guerra contra el narcotráfico. 21. El cuerpo extraordinario de una mujer que se llamó la Güera Carrasco, apodada la Coronela, una de las revolucionarias mexicanas, amiga de Felipe Ángeles e Isidro Fabela, cuya única esperanza era tener dinero para hacer de su hija “una ilustrada”. Entendió, como pocos de sus colegas varones, que sin esto no sería dueña de su propio destino. Supo usar el fusil, pero entendió que la defensa real estaba en otras armas. 22. Inevitable: el cuerpo extraordinario de Frida Kahlo, su columna vertebral, rota pero sólida, recompuesta al ser pintada, a prueba de cualquier fatalidad, en el lienzo. Sherezada de sí misma, reta con suerte cada noche a la muerte, y gana. Hasta hoy sigue de pie. 23. El cuerpo excepcional de la computadora, o el ordenador —a fin de cuentas es neutro, como el de otra grande—. El cuerpo que es inteligencia, memoria, orden, captura, dominio, archivos, imágenes, texto. El cuerpo virtual de todo. El cuerpo universo. Universal y doméstico. (Libera y esclaviza también. Quedamos atados a la maquinaria industrial y económica de la factura y mercadeo de estos cuerpos robóticos. Nuestro cuerpo, nuestra mente, están sujetos a ellos, atados a sus dominios. La semiesclavitud en China, donde se fabrican las computadoras, la inflación del precio real a escala estratosférica, en lugar de tomar un bolígrafo y navegar con tinta en la página se requiere de una memoria de dos gigas para acercarnos a nuestra propia frase… Ese cuerpo monumental de la computadora plantea sumisiones y exigencias —económicas, laborales, energéticas—, pero no retiro lo primero que dije.) 150


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24. El cuerpo extraordinario, “neutro” por excelencia, de la primera poeta mexicana, la creadora de la idea misma de esta identidad: el de la escritora sor Juana, que eligió ese género. (Ya llegó la hora de volver a llamarla como la mentaba Amado Nervo: Juana de Asbaje, arrancándola del convento, el único recodo social donde podía trabajar sin tapujos.) (Un paréntesis: el diálogo entre dos cuerpos extraordinarios de vírgenes: Juana de Asbaje escribe: “mi corazón deshecho entre mis manos”. Delmira Agustini contesta, cambiando el orden de los factores: “Y exprimí más, traidora, dulcemente / Tu corazón herido mortalmente, / Por la cruel daga rara y exquisita / De un mal sin nombre, hasta sangrarlo en llanto.” Juana de Asbaje describe el llanto que es su corazón derecho (la Virgen que sangra por los ojos, una sangre pura, redención del deseo vampírico). Delmira contesta: “Copa de vida donde quiero y sueño / Beber la muerte con fruición sombría.” Delmira beberá, no se entregará, adoptará el papel “activo” del vampiro, sin renunciar a su cuerpo femenino: “Surco de fuego donde logra Ensueño / Fuertes semillas de melancolía.”) 25. Los cuerpos que imaginó Lope de Vega, travestidos, actuando el papel de otros. Los cuerpos camaleónicos de los personajes del teatro de Lope de Vega en sus imposturas aseverando que todos los humanos somos iguales. 26. El de la cuentista mexicana Inés Arredondo, torturado por sus demonios, perseguido por el ansia de suicidio —cuando no el despegue erótico—, casada con su propio médico, pasada por el hacha de las cirugías repetidas veces (algún día la fui a buscar donde la bruja Pachita, una mujer que practicaba cirugías sin bisturí), (la obsesión de hurgar, de encontrar el mal adentro de sí). 27. El cuerpo extraordinario de Miguel de Cervantes, cautivo en Argel o preso en la cárcel por deudas, herido de pobreza siempre. La mano que él presumía mutilada, el Manco de Lepanto. 28. Los que pintó Remedios Varo, extraordinarios: mujeres-pájaro y pintura y vida, y saciedad de la vida, y genio generador. Vírgenes a prueba de vampiros. Son las que beben, y beben de sí mismas, y no asesinan al saciarse, sino llevan de mano a la animación, insuflan el primer aliento: son la vida. 29. El cuerpo extraordinario de la modelo de Victoria Secret —la mar151


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ca de prendas de ropa íntima—, a quien por afán de corregirla en fotoshop le publicaron la foto sin un brazo. La modelo de Victoria es una de Samotracia… 30. La manca de Juárez, Susana Chávez, poeta y activista de la ciudad de Juárez, en la frontera del norte de México, que en vida denunció los feminicidios, y que terminó asesinada como las otras. Le cercenaron una mano. Cuando la policía recuperó el miembro mutilado, en la funeraria le trenzaron los dedos de una mano con la otra, hilvanando su cuerpo con él mismo, como si así pudieran aún protegerla de la violencia del mundo. 31. El de las amazonas. Lo elijo de cuerpo intacto, sin un pecho mutilado para manejar mejor el arco, y lo quiero de la índole del cuerpo de las sirenas, los tritones o la serpiente emplumada, un cuerpo en el terreno del mito. Estos cuerpos mencionados al paso (añado el minotauro) no son cuerpos neutros, cuerpos sexuados de dos naturalezas, bigenéricos. 32. Del lado opuesto a los mentados en el 31 están los cuerpos extraordinarios de mujeres que han pasado por el cincel-bisturí del cirujano plástico, y que terminan por ser cuerpos uniformados. Son caricatura de lo mujeril, imitación de los transexuales, violenta exageración —con senos tan grandes y duros como bolas de beisbol—. Son la introyección de la espuela de los Hermanos Carrión. El rechazo de lo femenino. La renuncia de la carne por la dureza del maniquí. (Los de Lope juegan a ser otro sin mutilarse; aquí todo es mutilación, incluso en las adiciones de volúmenes todo es restar.) 33. El (o la) Orlando de la Woolf. Más allá que Catalina de Erauso, la monja alférez. Más que el sueño de la (no tan neutra) Juana de Asbaje, que deseó vestirse de varón, cruzar el océano y estudiar en la universidad de Salamanca. 34. El cuerpo extraordinario de la Orlando sureña. Aparece en la novela Cliquot (1888). La trama va: al caballo de carreras del mismo nombre, Cliquot, no lo controla nadie. Llega incluso a matar a quien lo intenta. Aparece un misterioso jinete, menudito como un buen jinete. Montado por él, Cliquot gana todas las carreras. Vuelve millonario al dueño —Neil Emory—, que puede así zafarse del puño de abusivos prestamistas. Se descubre que el jinete es mujer, Gwendollyn, la dueña anterior de Cliquot. Hay entre Neil y Gwendollyn un romance, pero Neil está casado, y reaparece la esposa. La historia se complica, nunca le quita a Gwendollyn (¿más apropiado llamarla 152


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“el jinete de Cliquot”?) un cuerpo extraordinario. 35. La autora de Cliquot es también un cuerpo extraordinario. Como Julia de Burgos y como la Patria Doré, Kate Ferguson acabó su vida (legendariamente) vagando por las calles, alcoholizada, bajo el mando de la compasión pública (o el hazmerreír, según quien cuente la historia). De la familia de los Percy (su tía y su mamá publicaron en coautoría libros firmados por “Las hermanas del Oeste”), Kate aprendió a recorrer los antros de los negros, el hipódromo, los bares, aprendió a escribir (y bien). Ella misma fue Orlando, extraordinaria, antes de proceder a devorarse, como la de Burgos, de frustración —el marido hizo un fraude fenómeno, dejándola en la miseria, y huyó a Tambuco, Ecuador, cuando estaban por pescarlo. 36. De Ecuador tomo otro cuerpo extraordinario. El de la poeta romántica Dolores Veintimilla. Cayó mal desde que se mudó a Cuenca —venía de la Quito del XIX, ciudad de costumbres liberales—, la cosa se puso peor cuando el marido, un médico de provincias, dejó Cuenca (parece que tras los huesos de otra), dejándola sola, y mucho peor cuando la Veintimilla se opuso públicamente a la pena de muerte —escribió tres cartas memorables, defendiendo la causa y la vida de un indio acusado de haber robado pan para su familia y que estaba por ser llevado al cadalso—. El cuerpo de Dolores Veintimilla merece homenaje (y sus poemas románticos, lectores). Su cuerpo envenenado, buscando algo más vivible que la vida en Cuenca, es uno extraordinario. 37. El cuerpo de la sirena, entre la mar y la tierra. Cuando está en tierra, la sirena es el ama de casa perfecta —según cuenta la leyenda medieval—. El marido debe cuidar que no tenga peine y perlas en la mano porque podría darse 153


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a la fuga. Se da baños secretos bajo llave, y ahí le nace la cola y canta. A prueba de todo tipo de Vampiro, la leyenda la acerca más a la estufa que a la cama. Aunque su glamur sea —paradójicamente, anatómicamente absurdo— erótico. 38. La diosa Tlatecutli. Conserva sus colores originales, recién llegó al Museo del Templo Mayor como la diosa bebedora de sangre. Está dando a luz (perpetuamente) y está bebiendo la sangre sacrificial que proviene de su vientre (piedra sacrificial). Un cauce pinta sobre su pecho el camino del alimento, el río ascendente de sangre sacrificial. 39. El cuerpo de los cuchillos sacrificiales, vestidos como animales o personas para ayudar en la ceremonia del sacrificio que alimentará el apetito de la Tlatecutli. 40. El cuerpo de Rubí, otra hija de El Cid en Ciudad Juárez, asesinada y destazada por su compañero amoroso, y el cuerpo de Marisela Escobedo, su mamá, también asesinada cuando reclamaba justicia. No debemos olvidarlas. 41. Y del cuerpo de la Manca de Juárez tomo un verso: “mi boca suspendida en la fijeza de su fuerza”. 42. El cuerpo extraordinario de Rapunzel en su encierro, excediendo encierro y cuerpo con su cabello. (“La tristeza de novia en su torre de tul”, escribe Delmira Agustini.) 43. El Rapunzelo pelón creado por la tía de Kate Ferguson, la autora de Cliquot. Catherine Anna Ware Warfield —1816-1877—, una de “Las dos hermanas del Oeste” y autora del best seller The household of Bouvery. La mamá de “Las dos hermanas del Oeste” había perdido la razón al nacer la menor, fue internada en una institución para dementes y después trasportada al ático. La hija mayor la convirtió años después en un Rapunzelo —incapaz de escapar al encierro por el cabello, encerrado en el piso más alto de una casa, sin escaleras—, quien, en la novela, como un Vampiro, busca la sangre de la Virgen para mezclarla con oro; cree que conseguirá así la fuente de la eterna juventud. 44. El cuerpo extraordinario de la Celestina, por la eficacia de su magia y por sus afanes y trucos y planes y estrategias, comiéndose (como un Vampiro) la vida de los cuerpos jóvenes. Les cumple su deseo y los devora, no sin antes llenar de monedas su bolsillo. 154


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Como Doña Bárbara, tiene inhibida la sexualidad por la pasión de la codicia. Como Doña Bárbara, es hechicera, bruja. 45. El cuerpo de las niñas, las primeras víctimas de la violencia en las zonas de inestabilidad (emocional o civil), tensión política (o intrafamiliar) o la Guerra. 46. Los cuerpos de los dos amantes eternos de mi Valle, el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl. Él, con sus señas de vida, las fumarolas del volcán activo. Y el sueño perpetuo de ella, no menos vivo aunque no sea visible a los ojos. 47. Regreso a las santas para traer al 48 a la peruana Amarilis, la mujer que, desde un convento, escribe a Lope de Vega suplicándole escriba la historia de santa Dorotea —la santa más torturada que ninguna otra. 48. La Dorotea de Lope de Vega, que no es santa sino un cuerpo de mujer en el (anti)calvario del (anti)martirio amoroso. Ascenso a su cuerpo erótico, espejo de la naturaleza del Amor pasión. 49. El cuerpo extraordinario de Ucello y el cuerpo que formó con su pareja. Escribió Schwob en sus Vidas imaginarias: “a semejanza del alquimista (…) Ucello volcaba todas las formas en el crisol de las formas”. Sigue Schwob: “Quiso concebir el universo creado tal como se reflejaba en el ojo de Dios, que ve surgir todas las figuras de un centro complejo.” Ucello se encerró en casa a perseguir su obsesión. “En una ocasión —sigue Schwob— en que la esposa de Paolo Ucello —Tomassa Malifia— le reprochaba su excesiva dedicación a las formas geométicas, contestó: que cosa dolce es la perspectiva” —según Lezama Lima, “La perspectiva es la amante más dulce”. 50. Cierro con ese cuerpo, contagioso, viral: el del Amor Pasión. Cuerpo en fuga, pero camino perfecto al propio cuerpo (que se convertirá, por el deseo, en fuga a su vez). Pero ésa es otra historia.

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Seis poemas DAVID CORTÉS CABÁN

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Custodiado por el paisaje viajo en el cuerpo que se desliza como la huella de un antílope en las sombras.

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Regreso a la ventana de cristal donde mis ojos vieron volar las golondrinas no las que Bécquer vio sino estas otras que de la vida traigo y aquí dejo la vida que me dieron mis padres una noche vida que cada instante me vive y me desvive como esa lluvia que escapa entre los árboles y no vuelve jamás y es inútil quedarse y retenerla 156


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cuando la piel se tiñe de gris como un ocaso que se está yendo siempre para siempre.

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Entre los girasoles de un día que no existe quiero encontrar la vida que se escapa la vida que me aleja de ti cada mañana la que lleva los árboles que te vieron crecer los ríos y las playas de otras costas que alguna vez miramos sin mirarlas.

4

Por las calles desiertas voy buscando un cuerpo que se oculta de sí mismo un cuerpo que se aleja y nunca alcanzas un tiempo sin edades que nunca se detiene.

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La armonía de un pájaro inventa otro paisaje en el que te desgarras buscando lo que ignoras cubriendo con tu cuerpo la impiedad del olvido. Ah la injusticia amada mía recorriendo las calles de mi pueblo los perros venerando la injusticia la avaricia desplegando su iniquidad.

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En este mismo instante las sílabas guardando tu inocencia la dureza del mundo o el leve resplandor. Heme aquí guiado por tus pasos lejos de las recompenzas que infectan el alma con tu imagen en las profundidades del bosque.

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Diablo LUIS FERNANDO CRUZ CARRILLO

Estaba yo con el Jimmy y el Jaime echando unos tragos finos, presidiario... pero se encabronó el Jimmy, ya sabes cómo es, Rosa, está loco... Dónde está mi pachita... se acabó. Ese loco se enoja de nada... ¿Ya viste, Rosa, al Guillermito?... siempre tan estudioso, está leyendo... míralo nomás... ha de estudiar literatura o una de esas cosas que de nada sirven, pero ni que algo fuera tan bueno como pa’ decir de nada sufriré. ¿A poco no, Rosa?... ¿Recuerdas cuando te conocí?, eras mi vecina en el edificio, tú arriba y yo abajo, como siempre te gustó. Te desarrollaste rápido, eras la codicia del barrio, todos queríamos probar si ya estabas madura y nomás con verte se veía, pero la fruta no se sabe si está dulce hasta comérsela... Fue en el baile cuando te agarré borracha, a tus dieciséis, nos gustábamos y eso me ayudó... Que no, espérate, decías, voy a gritar, marrano, deja, deja ahí, pero ni gritabas, nomás lo decías bajito, cuando me despegaba de tus labios pa’ respirar, seguías quéjese y quéjese pero bien que te quitaste el sostén solita. Sí así son las mujeres, dicen no y el cuerpo las avienta al ruedo... Bien dice el Silvestre que le cuente uno los planes a Dios pa’ oírlo reír. Ya ves, Rosa, tanto que soñábamos y Dios nomás poniéndonos la pata... ¿Te acuerdas de ese rincón entre los tinacos? Ahí nos echábamos a soñar. Me decías el color con el que pintaríamos la casa que compraríamos lejos de la de tus padres, los muebles que pondríamos y el tipo de cortinas y adornos que harías, recuerdo que hasta te decidiste a aprender a cocinar más bien... yo nomás pensaba dónde sería el mejor lugar pa’ cogerte, y luego luego salía a relucir la cocina, ahí sería más rico, en la mesa... ¿Que soy un marrano? No mija, te quiero bien, a lo ma159


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LUIS FERNANDO CRUZ CARRILLO

cho... hubiera querido estar contigo, chaparra, desde ese momento, pero ya ves, la risa de Dios ahí está siempre... ¿Cómo se enteraron de...? Queríamos casarnos... pero no, me llevaron a bola de empujones e insultos al DF... Tuve que trabajar con los hermanos Gómez, de artesano, hacíamos vitrales, te hubieran gustado mucho... arreglamos los de la catedral del DF... Te extrañé, aunque no me creas... Fui a buscarte pero no sé si te escondían o de veras te habías ido... Estaba triste, no lo enseñaba, nunca me ha gustado andar mostrando las debilidades o repartiendo lástimas... y pos nos íbamos a la cantina, El Salón Barajas. Ellos nomás iban a perderse, a olvidarse de todo, a salirse de su infierno pa’ clavarse en otro de descarrío y viejas penas sin remedio… Yo prefería bailar, así me saco los piojos del corazón... Sé bailar muy bien, tenía las patas de diablo, ¿a poco no, Rosa?, si bien que te encanta... Te agarraba, luego la vuelta y el roce... Eran tontos pero buenos amigos, antes de irse dejaban pagada la cuenta, y me daban un poco para seguir la fiesta, síguela por mí decía Armando, el más grande, mientras sacaba a Heriberto cargando... Ya murieron. Armando se cayó de un andamio y luego murió Heriberto... Estaba en la cantina bailando con una señorita de a cheve, ahí te reencontré, ibas pasando, Rosa, y me echaste esa miradita de ¿no quieres un poquito de esto? Y cómo no, si te habías puesto mejor, estabas bien frondosa y tenías unas nalgas... que ¡vaya!; no había quien no volteara, y hasta te recontoneabas más, veías así pa’trás, por el hombro, como diciendo aquí hay hambrientos, pero está caro... Te di unas vueltas, estas patas de diablo bailaron mejor ese día, te hice acordarte de tus dieciséis, ¿a poco no?... tomamos y bailamos durante todo el día. Una frondosota se acercó y, caray, la multiplicación de los panes... Los Gómez no nos aguantaron el paso y nos dejaron solitos, esos sí que eran amigos, y mejor para mí, ahí con ustedes dos bailando y chupando, nos acabamos varias botellas y cuantas cerbatanas pudimos, pero ya estábamos cansados... y pues qué, ¿unos calditos? No querían ir, que no y que no, porque ya es tarde, mi marido me espera, tengo que ir a trabajar, eran reputas que... Así era Rosa, no te enojes, pero era así ¿o no?... La frondosota era la más borracha, ¿te acuerdas?, y, ay manita, hoy no saqué, mi marido me va a matar, que si se entera me chinga, de verdad me chinga, y qué va a ser de mis hijitos, y ahora qué comemos, manita, qué. Le di lo que traía en la cartera, no recuerdo cuánto, pero se compuso bas160


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DIABLO

tante y hasta recomenzó las bromas, y que sí me veía aguantador, que si así como bailaba la movía, y que si era tan espléndido con esto como con aquello, y yo pensando orita después de los caldos lo averiguas. Le pedí fiado al Cesáreo y de buena gana nos atendió, algo que me caracteriza es que siempre pago... Cómo tragaba la frondosa, Marga, pero si quería se podía empinar toda la olla con tal de que ella lo hiciera después... aguántate tantito, nomás tantito, chicle y pega, orita nos vamos, me decía para mis adentros. No querían ir al departamento, pero qué le iban hacer, no habían trabajado... Yo siempre me he vestido elegante, ¿a poco no esto es catego, Rosa?, que si no... las impresioné... En la vida me han sucedido cosas muy malas y muy buenas, y tú me has de disculpar, Rosa, pero... ¡Cuatro chichis! Cuatro, eso es una cosa muy buena... uno quisiera tener otras dos manos... Yo les prometí más baile y alcohol, bien sabían que nada de eso habría, nomás abrí la puerta que se me vienen encima, y yo agarrando nalguitas, tetitas, besito, mordida, un palo para cada una, duré como los grandes... Te acuerdas cómo aguanté aquella vez, Rosa, y es que tengo patas de diablo y no sólo eso… las escuchaba diciendo, sí, sí, también es de diablo, y la mueves como bailas, eres de aguante, no’mbre, quedaron exhaustas, ¿o no?, y yo ya no podía mantener abiertos los ojos... Estaba tan cansado que nomás podía reírme de lo que se decían, este hijo de la chingada no tiene nada, está más jodido que tú y yo, manita, ve si tiene más dinero, no tiene, manita, no tiene, nos van a chingar, dónde está el dinero, cabrón, dónde, antes el culo, les dije. ¡Qué carita tenías, Rosa! Te salió chueco el tiro, no pudiste desquitarte de mí abandono, pero yo qué culpa... Ahí, según tú, quedaste embarazada, yo no lo creía pero pensé que sería bueno sentar cabeza, como dicen, por eso me fui al Puerto a trabajar... Le di duro durante tres años de siete que estuve en el Puerto. Según tú, ya no le dabas al talón, y eso quería creer... hasta que luego te vi con el pinche Heriberto Gómez, y yo que lo creía mi amigo, casi mi carnal, por eso en la cantina de por el taller lo hice encabronarse hasta que perdió el control, y yo no quería hacerlo llegar a eso, nomás pensaba hacerle pasar un corajote y decirle, bueno, ahora como socios pasas a ser el que se encargue de puta e hijo, y eso nomás era mi objetivo pero se perdió por completo, yo supongo que se le vino encima la muerte de su hermano, porque puso mal el andamio, y que el taller andaba ya muy jodido, además creo 161


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que se le despertó algo de hace mucho. No, si se puso como loco, comenzó a insultar a todo mundo, lanzaba golpes a quien estuviera cerca. Grandote así como estaba el Heri, ¿qué podía hacer yo?... Lo sacaron de la cantina, lo golpearon... ahí quedó tendido en la banqueta... Ya no supe si le dieron santa sepultura o si nomás le dieron la bendición, o ni eso, los que lo hayan aventado como bulto de tierra al hoyo donde otros desgraciados se pudren. Yo creo que fue así, el Heri nomás tenía al Armando... Siempre te quise, Rosa, y te quise bien, pero así como estábamos no iba a resultar nada... Me regresé al Puerto, pos como pa’ qué me quedaba... Siete años trabajando allá, siete para reencontrarte, canija... El barco llegó, atracó en el puerto, se abrió la escotilla y salió aquel famoso... ¿No te acuerdas?, sí, ese moreno, el que trabajó con el Agustín Lara, tú trabajaste con él, ora resulta que ya no te acuerdas, ¿muy santita, no?... bueno pues ése salió y dijo... algo, no recuerdo... pero también salieron las bastoneras, puras nalgas, los bikinis, sus gorritas... yo sólo veía nalgas aunque me gustan más vestidas para irlas encuerando, como esas morritas de ahí... ¿a poco no?... No te enojes, Rosa, me conoces, me gusta el relajo, y nomás a ti me reencanta encuerarte, despacito... Con ellas venías tú, estabas igual de rica... bajaste con el moreno del brazo, cómo te dije que se llamaba... bueno pues con ése bajaste y con bikini... yo nomás viéndote con él y sí sentí feo, me reconociste pero te hiciste la desentendida, yo sí te quería... Me fui a la cantina, desde la barra veía los montones de putas esperando reata, estaba decidiéndome por una... Cálmate, Rosa, todavía no estábamos... entonces entró el moreno y me dijo ¿qué, muy hombre?, y yo ni lo pelé, pedí dos cañas, y, ándale, si 162


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puedes tumbarme yo pago, se rió el negro y me jaló para la parte trasera de la cantina... Nos sentamos con sus amigos. Échate una canción, cuánto cuesta, unas cerbatanas y comenzó a cantar... Rosa, te dijo, trae unos pescados al mojo y tú trajiste unos pescadotes de este pelo... Estabas tomando con nosotros, el moreno te dijo que te sacaras las chichis para dar ambiente, pa’ la inspiración, reímos y no creí que lo hicieras, y sí que lo hiciste, yo dije no sé cómo pero te vas a sentir de dieciséis otra vez... Pero, la verdad, mirarte así me puso celoso, al fin habías sido mi mujer un tiempo... El moreno te veía y yo lo veía a él, quería estrangularlo con la mirada, y él lo sentía y le daba más gusto al maldito... Comenzó a rondarte con su guitarra, y yo me dije ésa es mía, cabrón, te cantaba, y me estaba poniendo más encabritado... le seguías el juego y le repegabas los pechos desnudos, ya no pude más... hijo de la chingada, me la vas a pagar, y arráncate, le puse un madrazo en la cara, ni sus amigos pudieron detenerme... Este diablo ya se enojó, putos, vamos a ver de a cuánto nos toca... Me dieron gacho, pero ellos no se fueron limpios... Me estaban sacando a tirones del cuarto trasero, el moreno se volteó muy divertido para agarrarte las chichis y nomás me solté tantito le metí una patada en medio del culo, tan fuerte que hasta sentí como si mis dedos se me rompieran... Nomás vi cómo se dobló, hizo horrible, una cara de dolor pero fea de verdad, sentí remordimiento, sus amigos me soltaron, después de darme un par de trompadas... se lo llevaron de palomita, no podía ni caminar el moreno, dejó un hilo de sangre al atravesar la cantina... Los que lo vieron dicen que iba como desvaneciéndose, y que en el pantalón llevaba una mancha, como si le hubiera llegado la menstruación... Pinche Guillermo, no tienes madre, ya nos dejaste sin ídolo mexicano, felicidades, esos riquillos creen que nos pueden quitar a las viejas cuando quieran, tigre, la hiciste gorda, lárgate antes de que llegue la tira. Fui por ti y de las greñas te llevé a mi cuarto. Todo el camino ibas con que no, Diablito, no por favor, espérate, déjame te explico, era una broma, nada más queríamos darte celos, Diablito, qué vas hacer, piensa en tu hijo, se va a quedar solo, por el amor de Dios, Diablo, no me lastimes... Nomás llegamos, te empujé al catre, cómo eres Diablo, ya me lastimaste, y ni tiempo te di de decir más... Sí disfrutaste, lo vi clarito en tus ojos, hasta decías te extrañé, Diablote, te extrañé mucho, condenado, me hacías falta, mucha falta, ¡ay!, Diablo, ese moreno no te llega 163


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LUIS FERNANDO CRUZ CARRILLO

ni a los talones, ésa fue nuestra reconciliación... Nos regresamos al DF. La Marga nos consiguió un cuarto en el edificio donde ella vivía. Ya estaba muy amolada, en los siete años que no la vi se acabó horrible, quedó muy flaca, se le desaparecieron esas tetas tan sabrosas... no te enojes, Rosa, lo digo porque le tenías un poco de envidia, pero las tuyas siempre estuvieron mejor... dijeron que le cayó esa enfermedad de las que, por necesidad, le aflojan a cualquiera, la de las putas, y vaya que no quedó nada de ella... ni modo, de algo tenía que vivir, pos con dos chamacos y un huevón cómo... aunque también dijeron que se la pegó su marido, y pensar que se cuidaba tanto en su oficio... Un año después se murió y más tarde su marido abandonó a los niños, un tiempo los cuidamos nosotros... me resultó extraño, nunca llegué a sentirlos como arrimados, al contrario, había cariño, del bueno... pero no los pudimos mantener por mucho tiempo, con qué si apenas sacábamos para pagar la renta, se los fuimos a dejar a la mamá de Marga... Recuerdo que lloraste, Rosa, una de las contadas veces que te he visto hacerlo... Rosa, recuerdas que me dijiste: nada más estamos sufriendo de en balde, mira, Diablo, yo le doy al talón y tú me cuidas, verás que sacamos para la renta, para comer y hasta para vestirnos decentemente, a lo mejor y hasta nos cambiamos a una casita mejor para que el diablito crezca feliz, alejado de toda esta cochinada, ya viste que le empiezan a meter malas ideas, todavía estoy rebuena, ¿a poco no? Sí, la armamos, nada más es cosa de darle duro. Le sacaba un poco, no te fuera a caer la enfermedad de Marga, pero qué más podíamos hacer, y me animé más por mi chamaco, a fin de cuentas cuando ustedes las mujeres tienen razón ni quien las contradiga... Conseguí trabajo en una cantina, hasta ahí llegó mi reputación de peleador invicto, que si el Diablo se despachó a los cinco guaruras del moreno... ¿Todavía no te acuerdas de su nombre?... bueno pues de ése... que en el Puerto golpeaba costeños a destajo y que según un día le puse en la madre a tres marinos y por eso me tuve que pelar al DF. Nomás me veían y solitos se sacaban de la cantina, decía: Yo soy el Diablo, y entonces mis respetos señor, le invito una copa, quiere una mujer, yo se la disparo... En los diez años de andar de cantina en cantina y de bar en bar nadie se metió conmigo y donde iba yo ahí estabas, Rosa, bien arregladita, sabrosona, ni quien se te resistiera, eso sí, ya lo sabían, nada de faltarte el respeto o se metían con el más macizo de to164


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dos, el Diablo, y oiga, mi Diablo, con todo respeto, présteme a su mujer un rato, nada de présteme, cabrón, qué se cree usted, eso cuesta y caro, ya ve, pura calidad... Ni qué decir de ese tiempo, casa bonita, comíamos bien, y el chamaco iba creciendo grandote y fuerte, clarito se veía que iba a ser más que su padre, seguro un licenciado o ingeniero, los hijos deben superar a su padre, pero por la buena, y si no entonces los padres en algo la fregaron... Eran toda mi familia, mis parientes me daban por muerto, nunca les gustó el estilo de mi vida, pero yo era feliz, muy feliz con ustedes, ése fue mi mejor tiempo, pero no sé por qué Dios se ensaña con uno, como si los pecados tuviéramos que pagarlos aquí en la tierra y para joderla más los tuvieran que pagar aquellos a quien uno más ama... Guillermito se enfermó, los doctores no atinaban a decirnos cuál era el problema, nomás nos sacaban dinero y más dinero, todo se nos fue en buscarle la cura al chamaco, y hubiera dado más si lo hubiera tenido, pero se nos acabó y Guillermo se fue... Qué horrible es ese castigo, ¿verdad, Rosa?, ver cómo se nos muere poco a poco el hijo y uno en la impotencia de no poder ayudarlo y verlo sufrir todos los días, qué digo, el dolor en su carita era permanente… Comenzaste a marchitarte, te secaste todita, estabas en los huesos y yo ya nomás esperaba el día de tu partida. Rosa, come algo, vamos a pasear, quieres ir a ver una película, a bailar, vámonos un tiempo con tu mamá. Ya nomás movías la cabeza para decir sí o no, estabas fría, muda, habías envejecido tan de repente, como si te hubieran chupado todito el jugo de un sorbo, quedaste hecha una pasa, una migaja de lo que fuiste... Te llevé con doctores, pero nomás vitaminas podían darte, dijeron que te cayó la depresión, me recomendaron ir con un doctor de la mente, y éste me dio unas pastillas para dormirte un poco y relajarte, pero lo único que hizo fue ponerte como muerta, tus ojos veían algo a la distancia, yo creo que soñabas despierta o verdaderamente veías al Guillermito, varias veces me esforcé pero yo no pude ver nada... Se me iba el día en la tomadera, así la angustia se iba un rato y me olvidaba de ti y el Guillermito, la verdad sí los quería... Llegué algo tomado, no mucho, pero sí estaba mareado, y al escucharte sentí como un milagro, gracias Diosito, es ella, voy a salir de esta porquería pa’ que vivamos como tú mandas... Rosa, hablaste por fin, pero nomás para despedirte, ya me voy con el chamaco, allá es muy bonito, Guillermo, corrígete para que nos alcances allá, viejo... Y me dejaron solo, 165


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nomás me dejaron el trago para acompañarme, y yo le daba y le daba pa’ morirme, pero Dios se ensaña, y nomás no me llevaba de una vez, como si este reino me lo hubiera dado a mí, mi propio infierno. Cuando despertaba, la angustia se me metía en el corazón y yo volvía a tomar para aliviarme... Cuánto me hiciste falta, Rosa, me hiciste falta... Vendí todo cuanto pude y me vine para acá, a ver si encontraba a mi hermana, la maestra... No la encontré y, si ahora la viera, no la reconocería… Quería hacer las paces, supuse que era eso lo que me decías, Rosa, con lo de corregirme, dejé también la tomadera pero la soledad es canija, los recuerdos me llegaban de golpe... Mi hermana se enojó mucho cuando se enteró, me iba a ir a trabajar lejos antes de cumplir con mi deber, pero los padres eran duros, muy duros… Cómo iba yo a casarme con la pobretona del departamento de arriba, decía mi madre, y mi padre me consiguió trabajo con su compadre del DF, hacían vitrales… Me dolió mucho dejar sola a Ester con los viejos tan rígidos y cerrados, cuando podía le mandaba algo para sus estudios... Se esforzó mucho mi hermana, es maestra, y yo creo que ahora está muy contenta con sus nietos, ya han de ser todos unos hombres o mujeres, espero que me recuerde... Me acompaña ese par de poblanos locos, viejos jijos, pero son amigos, muy raros pero amigos, los encontré luego de regresarme, el Jimmy, el loco que se fue gritando, y el Jaime, creo que es mudo, míralo nomás, se queda ahí sentado todo el día hasta que venimos por él para echar un trago... Luego se le pasa y regresa, siempre es así con el Jimmy... Me siento mal, Rosa, ya estoy cansado, muy... diez pesos pa’ un pegue, diez pesos, la última y me voy... Ya estoy muy cansado de... la última y me voy... Rosa, a pesar de todo no me arrepiento. Nomás se vive una vez, ¿a poco no? Si nos divertimos de lo lindo, canija, ah qué chamaco, ¿ya viste cómo ha crecido?... Estoy cansado, Rosa, y Dios no se cansa de reír.

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La vigilia de la aldea

La mirada hermenéutica CARLOS ULISES MATA Teresa González, Ensayos sobre narrativa española contemporánea, Universidad de Guanajuato-Universidad de Guadalajara, México, 2010, 176 p.

Por numerosas razones (culturales, estéticas y hasta comerciales) que sería largo enlistar, entre las que destacan insistentes cuestionamientos sobre sus motivaciones, sus procedimientos e incluso sobre su discutible necesidad, la crítica literaria tiene mala prensa y es a ella, y no a la poesía, a la que tendría que calificarse como el género artístico verdaderamente despreciado y verdaderamente minoritario entre los que pertenecen al orden de la literatura. Para sólo aludir a una de las razones que hacen de la crítica literaria “el patito feo de la experiencia literaria” (en frase de Luis Vicente de Aguinaga),* conviene recordar que aquella es, en varios sentidos, una escritura de segundo grado, es decir, *

En Otro cantar. Invitación a la crítica literaria (Rayuela, Guadalajara, 2006), que, ya que estamos en esto, conviene decir que es un libro poblado de excelentes reflexiones y de puntos de vista que renuevan la mirada sobre el papel de la crítica literaria en los libros y fuera de ellos.

una clase de texto que para existir exige la existencia previa de otro, alrededor del cual compone sus análisis y sus juicios, haciendo de los escritos de crítica literaria —de acuerdo con el prejuicio que opera contra ellos— textos secundarios, carentes de autonomía, inclinados al rencor, de carácter lunar (al hacer depender su brillo de una distante fuente luminosa) y, en muchos casos, aburridos. Dado ese antecedente, dedicar el presente escrito a revisar, con alguna de las herramientas de la crítica literaria, un libro inscrito en el orbe ensayístico de esa misma crítica —lo que implica que se trata de un libro que a su vez habla de otros libros, los cuales, a su vez, surgen, sin duda, de otros más—, corre el riesgo de reducirse a un ejercicio inconcebible de escritura a la tercera o a la cuarta potencia, elaborado a propósito de un remoto germen artístico, que con razón a nadie tendría por qué interesarle. Sin embargo, pronto quiero dejar asentado que el Libro de los miradores no sólo no participa, sino que radicalmente contra167


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dice, y todavía más, supera, mirándolos desde muy alto, la mayor parte de los prejuicios y de las ideas recibidas acerca de la actividad crítica. Lo hace, para empezar, porque es un libro que se lee con provecho y grandísimo placer sin que para lograr ambos efectos el lector se vea forzado a conocer los libros y autores que analiza la autora, o haber cursado una licenciatura en letras, o haber leído a derridá o a fukó, o ser especialista en nada, como sí ocurre, en enojoso contraste, con muchos libros ensayísticos surgidos en los medios académicos, plagados de encuadramientos paralizantes y de jergas excluyentes, que reciben al lector con un título ampuloso, que lo amedrentan enseguida con un abstract y un marco teórico, y que lo golpean luego en su entusiasmo con un índice abrumador en el que constan las promesas teóricas que habrán de cumplir en sus apartados 1.1, 1.2., 1.2.1, 1.2.1.2 y así hasta el infinito o hasta el hastío. Alejada de esa opción, Teresa González nos entrega un libro que, claro, tiene como destinatarios iniciales a los colegas académicos y a todo lector que conozca y se interese en la obra escrita y filmada del grupo de narradores y cineastas que nacieron en España ya instaurado el régimen franquista, y que comenzaron a publicar durante los años posteriores a la muerte del dictador. Sin embargo, el Libro de los miradores está elaborado con una disposición generosa y con una mirada ecuménica que lo hacen hospitalario para cualquier lector inteligente interesado no sólo en la generación de la llamada “Nueva narrativa 168

española”, sino en general en la literatura, en sus modos de creación y comunicación de conocimiento, y aun para aquellos interesados en las peculiaridades de la elaboración y la hermenéutica artística. Así, el Libro de los miradores, si bien es un libro que habla de otros libros (así como de artículos de opinión y sobre artes plásticas, de relatos y novelas y de guiones cinematográficos surgidos de ellos), se nos da como un conjunto de ensayos que —en función sobre todo de la calidad de su escritura— provee de recompensas propias al ser un libro que se lee como una aventura autónoma del intelecto y la imaginación crítica (con lo que, ojo, abandona el segundo grado escritural y la lunaridad atribuidas a la crítica, trocándolas por primacía y solaridad). En función de esa autonomía, el Libro de los miradores habla con una voz ensayística reconocible y personal, y logra algo de verdad infrecuente: descubrir cosas interesantes (p. ej., que Julio Verne fue durante el franquismo en España un autor emblemático del ejercicio de una libertad de que los ciudadanos carecían); restituir con precisión el contexto cultural y político en que surgieron las obras que estudia (la brutal interrupción del luminoso ensayo social que representó la Segunda República, la grisura y encierro de casi cuatro décadas, la arriesgada Transición); contarnos con palabras propias tramas y personajes olvidados de novelas, relatos y películas. Y en muchos casos, también, decir cosas que no se habían dicho, y que siguen sin decirse ni estudiarse; por ejemplo, que la tenaz ac-


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tualización del mito de la Atlántida, de los relatos artúricos y de la novela policiaca y de aventuras en la escritura española contemporánea se debe al heterogéneo grupo de narradores y ensayistas que González estudia, en quienes puede señalarse también, como inexplorada nota común, su casi uniforme distanciamiento de la experimentación formal asociada a las vanguardias. Así, Teresa González logra la hazaña (que parece sencilla y es rara) de decir cosas sugestivas, y decirlas bien, por medio de unos ensayos que dan la impresión de haber sido compuestos como respuesta a una necesidad interior (y no a una exigencia del SNI), que se extienden en la página con una naturalidad imitada a la aparición del alba o de la luna, ya que, como ellas, se nos imponen con alegría, sin estridencias, y sin que podamos evitarlo además. Puestas las cosas de esa manera, se pensará que terminaré por decir que Teresa González, más que una profesora que enseña y escribe, es un sujeto extraño que se beneficia al hacerlo de una magia oculta y que no elabora ensayos sino piezas líricas, en cuyo caso sus procedimientos compositivos son imposibles de dilucidar. Nada más alejado de eso. Incluso, lo llamativo de su caso es que las razones o los secretos que explican la brillantez de sus ensayos son del tipo de los que pueden revelarse sin disminuir su eficacia. Para proceder con orden, señalo primero que una de esas razones o secretos reside en el inicio mismo de los ensayos, y aun antes, en los títulos mismos, elegidos con el criterio de concisión y apertura que pro-

mueve suscitaciones de los de Séneca y Montaigne (aunque sin su anuncio moralizador). Anoto tres títulos: “Del viaje simbólico”, “De la ciudad como enigma”, “De la migración textual” (justísimo, al encabezar un ensayo sobre la adaptación cinematográfica de tres cuentos en un solo guión), en los que es imposible no escuchar ecos de los clásicos “Du parler prompt ou tardif”, “De la conscience”, etcétera. Luego, a la manera cortés, vigorosa y astuta de (por ejemplo) William Hazlitt, Teresa González comienza sus ensayos con una frase que, en cuanto entra al entendimiento, nos impide abandonar la lectura de lo que sigue. Esa primera frase contiene a veces la evocación de un pasaje inesperado, ni siquiera perteneciente al autor o la obra que revisará (p. ej., del Timeo y el Critias de Platón, antes de entrar a Manuel Rivas). En otras, es una afirmación inquietante o atrevida que se propone como hipótesis y que, por reacción natural del lector, invita a ser discutida. En otra más, el ensayo arranca con la alusión a una observación seductora hecha por otro autor (p. ej., la de Jaime Moreno Villarreal de que los libros establecen entre ellos diálogos y amistades profundas). En alguna también, presenta un dato llano en el que caben resonancias misteriosas (p. ej., el aportado por Manuel Rivas de cómo, al adentrarse los marinos gallegos en el mar, al verse solos se entregan a mirar a los pájaros llamados paíños ); o el resultado de una encuesta sobre Julio Verne (de sorprendentes resultados, según se lee en el primer ensayo), e incluso toma la forma de un enunciado, en aparien169


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cia informativo, que claramente reclama ser completado. El efecto común es que deseamos seguir leyendo. Enseguida, ya avanzada la lectura del libro, nos percatamos que la autora no hace del ensayo el recorrido de un trayecto prefijado; que no repite nunca el mismo modelo para organizar la composición; que gusta de adentrarse en apasionantes meandros, logrando en esa travesía un admirable dominio de las transiciones entre argumentación y exposición, entre la glosa enriquecida de un texto y el tejimiento propiamente conceptual de sus escritos (¿y no es acaso la artística naturalidad de las transiciones la que hace magistrales los ensayos de Borges y Stevenson, de Paz y Schwob?). Una vez vistos los títulos, los incipit y el dibujo de la línea compositiva de estos ensayos, resulta útil probar a mirarlos desde un punto más elevado: la perspectiva de lo que llamo el movimiento sintáctico y expositivo que desarrollan entre la primera y la última frase. Observados desde ahí, los ensayos del Libro de los miradores exhiben una ajustada armonía entre velocidad emotiva y tensión argumental, lo que hace que al leerlos se inscriban en la memoria inmediata como una progresión rítmica de razonamientos y de observaciones, pero también de sonidos y de voces (de los personajes, los autores, los críticos evocados y, por supuesto, de la autora), cuyo flujo termina por dibujar en la imaginación figuras de gran nitidez, en un caso geométricas (un círculo, una espiral) y en el otro simbólicas (la de un rompecabezas; la de una isla; la de una sucesión de puertas que se abren 170

hasta llegar a una habitación iluminada), erigidas al fin en emblemas distintivos de cada ensayo. Antes de continuar, aún hay algo que decir sobre los finales ensayísticos de Teresa González. Y es que, en función de las estrategias de escritura a que me he referido, se llega al inicio del párrafo final de los ensayos en dos posibles situaciones: una, sin saber cuál ha de ser el enunciado y el argumento últimos, en cuyo caso el lector se ve invariablemente recompensado con una frase que ahonda el sentido de lo expuesto hasta entonces; y la otra, con la expectativa acrecentada de haber anticipado la conclusión que la autora obtendrá, previsión que, incluso cuando se cumple, se premia con una frase que abre el ensayo hacia otros horizontes precisamente en su final. Vistos como conjunto, los ensayos que conforman el Libro de los miradores tienen una coherencia que se explica por varias razones. Una es la atención preferente que en el libro se dedica a la obra narrativa y ensayística de Antonio Muñoz Molina, en la que Teresa ha encontrado nuevos filones de interés, luego de haberle dedicado su tesis doctoral hace diez años. La probada riqueza de aquella obra y del interés indagatorio de González Arce se insinúa aritméticamente en el libro: nueve de los catorce ensayos revisan algún aspecto de la poética narrativa y vital del nacido en Úbeda; cinco de esos mismos le están dedicados de forma exclusiva, y los restantes reflexionan sobre la obra de autores (Fernando Savater, José Manuel Fajardo, Javier Marías, Manuel Rivas, Enrique Vila-Ma-


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tas e Ignacio Martínez de Pisón, más Julio Medem y José Luis Cuerda entre los cineastas) pertenecientes a la misma generación de Muñoz Molina, si no por edad, sí por fecha aproximada de aparición de sus primeros libros. La segunda razón de la consistencia de los ensayos —con todo y haber sido elaborados a lo largo de varios años— se encuentra en la rítmica recurrencia que la autora hace en ellos a tópicos y actitudes presentes en la obra de los autores estudiados, quienes a lo largo de Libro de los miradores surgen, se ven las caras en un mismo ensayo, desaparecen y reaparecen dialogando, y se vuelven a sumergir en el silencio (como los personajes de la Comedia humana de Balzac). Esa recurrencia a nombres y tópicos —en la que puede identificarse cierta semejanza con el procedimiento compositivo de la variación musical— convierte al libro (precisamente) en un conjunto integrado de miradores cuyas ventanas principales concurren no sólo en un autor, sino en el edificio (a su vez de múltiples ventanas) constituido por las obras de varios autores notables. O, para decirlo con una analogía que la autora concibe para Sefarad (2001), de Antonio Muñoz Molina, “novela de novelas” la cual, dice Teresa, “encuentra en el ferrocarril una imagen eficaz para describir una sucesión de capítulos independientes que al encadenarse forman, al igual que los vagones de un tren, una unidad reconocible” (p. 72). Sin modificar una palabra, esa imagen y ese juicio se puede aplicar al Libro de los miradores. Con todo lo dicho, creo que todavía hay

otro aspecto que unifica a las piezas luminosas de este libro y debe ser mencionado. Hablo de la actitud y, aún mejor, de la ética de la lectura que Teresa González descubre en los autores que estudia, la que puede mostrarse que es la misma que ella como autora y como lectora practica. Veamos. Aun a sabiendas de que al simplificar empobrezco su contenido, considero que una de las más importantes aportaciones críticas que Teresa González hizo en su libro El aprendizaje de la mirada (Universidad de Guadalajara, 2005) consistió en descubrir que la obra de Antonio Muñoz Molina se construye principalmente mediante el reiterado recurso a la experiencia hermenéutica como tema, como problema y como estrategia narrativa, siendo eso lo que explica la infaltable presencia en su obra (novelas, ensayos y artículos de opinión) de núcleos narrativos y de procedimientos que corresponden a cuando menos tres avatares de esa experiencia: el viaje; el tránsito iniciático, y el diálogo con los semejantes, muertos o vivos en el pasado o en la remota lejanía. En semejanza estricta con esa postura hermenéutica descubierta en Muñoz Molina —que hace de todo conocimiento, incluso el de sí mismo, la conquista transitoria de un objeto inalcanzable—, Teresa González demuestra en sus ensayos carecer del prejuicio que lleva a muchos críticos a suponer que un poema, un cuadro, una novela o una película poseen cifrada en su estructura una verdad superior y única, cuya función es prevalecer y eliminar otras versiones interpretativas. 171


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Lejos de esa opción paralizante e inmanentista —no sólo para el lector, sino para la obra, que pasa a convertirse en una pieza que tiene depositado en su interior una serie de atributos eternos—, Teresa sabe (y lo dice, y lo hace entender con ejemplos) que las grandes obras artísticas lo son porque desarrollan una triple función: una función mediadora (de mentalidades, de visiones del mundo, de lenguajes); una función de interpelación específica a los lectores, de acuerdo con el tiempo y el espacio en que la lectura ocurre; y al fin, una función de revelación prismática de conocimientos que, en estricto sentido, no están en las obras mismas, ni pudieron ser concebidos por sus autores. Teresa sabe, en suma —como ella misma descubre que lo sabe Muñoz Molina—, que el diálogo con las obras nos revela “la relación específica, única, que cada una tiene con la mirada que las contempla y que, contemplándolas, se construye” (p. 130). Así, al asumir en sus ensayos la conciencia sobre la estrecha y compleja implicación existente entre las obras artísticas, el tiempo y la circunstancia en que surgieron, y la actitud vital de sus diferentes lectores o intérpretes, es que Teresa González Arce establece y define su forma de leer y de hacer crítica. En razón de esa complejidad, González Arce no lee a los autores que estudia sólo como artistas o como artífices cuya materia prima es el lenguaje, sino (y aquí llego a una clave que considero fundamental) como sujetos éticos, cuya primera condición moral digna de ser admirada es la de escribir bien 172

y no la de encarnarse en individuos ejemplares, dado que el adjetivo éticos no apunta aquí a los ámbitos de la religión y de la pedagogía social, y dado que la autora nunca confunde la tarea interpretativa con la función sancionadora de un inspector o de un sacerdote. Lo que con esto quiero señalar es que Teresa González —sin necesidad de declararlo, con el solo ejercicio de un rigor y una lucidez apasionada— demuestra compartir con los autores que admira una certeza que a estas alturas del desastre educativo y moral de México y el mundo resulta inesperada, con todo y que sobre ella se fundaron la paideia griega y el humanismo renacentista. Esa certeza establece que los grandes libros cambian a quienes los escriben y a quienes los leen; que cristalizan y vuelven perdurables los más auténticos aprendizajes acumulados a través de las generaciones humanas, sean técnicos, científicos o, de nuevo, morales. Y claro, una certeza de ese calibre conlleva aceptar que cuando un crítico habla y escribe sobre los libros que le gustan y cree que valen la pena, está haciendo algo más que ejercer la crítica literaria: está intentando cambiar al mundo. O para decirlo con la frase de Manuel Rivas que se cita en el libro: quien hace crítica literaria está buscando, o cuando menos tendría que buscar —como lo hace la gran literatura—, “ensanchar en todas las dimensiones el campo de lo real” (p. 136). Cambiar el mundo; ensanchar las dimensiones de la realidad: tal es la emocionante enormidad que Teresa González


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atribuye a la escritura y a la lectura; la misma enormidad a la que con su ejercicio crítico nos aproxima en este Libro de los miradores.

La dicha de lo dicho DANIEL BENCOMO Eduardo Milán, Disenso, Fondo de Cultura Económica, México, 2010, 256 p.

Si hay un término que pueda asir las destinaciones poéticas de Eduardo Milán éste es el de hiperconciencia: un extremo estado de alerta ante la diversidad de pulsos vitales —mortales— e intelectuales que permean la escritura y que, a su vez, permanecen y perseveran en el acto escritural. La hiperconciencia, equidistante y reguladora del decir poético, vuelve a éste un ejercicio de extrema dificultad. Ya lo asentaba el propio Milán en un poema anterior: “decir Ahí es una flor difícil”. La poesía de Milán está atravesada en su médula por una carga poderosa —y pesada— de sucesos históricos que dibujan la segunda mitad del siglo XX en Latinoamérica: la imposibilidad de justicia ante un devenir convulso, confuso, agujerado culturalmente por fuerzas de variado linaje —occidental—, mismas que activaron la injusticia y los regímenes tiránicos en estas latitudes; en contraparte, los movimientos políticos e intelectuales que, encauzados bajo el signo

de la ideología de izquierda, opusieron resistencia insuficiente ante un cauce inmenso de circunstancias que, para nuestra actualidad, se ha convertido en un estanque revuelto y sin ganancia para pescadores y que, además, huele mal, huele a mal. Hueco en el tracto social que han dinamizado el exilio y la migración como condiciones de reacomodo del individuo y de su comunidad ante tales tensiones. El exilio y su variante —sólo en apariencia— voluntaria, el flujo migrante, configuran ya en su movimiento una nueva perspectiva, un giro sensible y doloroso ante el registro de una verdad histórica que resulta insuficiente en su fragilidad como designio impuesto. La búsqueda de otra verdad —de existir, más verdadera— se vuelve eje y motor ético de la estética, se ofrece a la metamorfosis mediante la escritura; el poema se propone así como una serie de variables que, en su decir, pretende atrapar un instante y, en el instante, la tan ansiada redención de lo humano. De esta manera podemos encontrar, en el cuerpo de la práctica artística, una propuesta que respondería a uno de los postulados propuestos por Walter Benjamin en sus Tesis: hacer de cada instante el instante que redime, en su acontecer, cada uno de los instantes que lo han precedido. ¿Existe tal sanación, tal salvación posible? A esta condición latinoamericana —aquí someramente expuesta—, a tal complejidad ya trasladada a la poética, no es falso ubicarla en relación con los movimientos de vanguardia. Hay nexos, hay territorialización: las vanguardias se desplazaron a nuestro continente para establecer un diálogo 173


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mutante con los mutantes problemas de estas sociedades. Si hay algo que se ofrezca en el núcleo de la vanguardia es, por supuesto, un núcleo de conflicto: una incomodidad ante un estado de cosas, ante una ilusión forjada y opresora de la realidad. A esa “realidad” dibujada desde el estrato del poder se opuso otra diferente, que llevaba en su ADN la energía para conciliar a la comunidad con otra “realidad” recreada desde las prácticas artísticas. Para la segunda parte del siglo, la transmutación latinoamericana del espíritu de vanguardia se consolidó como un reflejo de sus sociedades: poesía móvil, poesía viva e inoculada de rabia, de error, con brillo que bruñían los dientes, apretados por la impotencia ante su dolor que era en origen otro. Una poesía que decidía abstraerse y concretar su espíritu u optaba por complejizarse entre los poros del significante, enredarse en volutas, explotar los signos para diversificarlos —en dispersión concentrada— por frondas y registros barrosos. Lo que aún hace treinta años se ofrecía corpóreo y explícito en alguna de la mejor poesía latinoamericana, ese ethos que cabalgaba sobre los versos como portador de un optimismo contestatario ha devenido, en los mejores casos, en un gesto íntimo y profundo de lenguaje que, no infiel a la voluntad de justicia, intuye que la crisis ideológica trae consigo una distorsión de cualquier futuro posible, donde toda verdad estará legitimada por mecanismos imprecisos y despojados de cualquier certidumbre en el terreno metafísico. Con el pasado entonces derruido como armazón histórico y político, lle174

vado a una nueva búsqueda de redención particular de todos sus instantes en la reminiscencia —poética— y sin la imagen del futuro, la poesía tiene como encrucijada el reconcentrar sus recorridos, el hurgar y desplazarse aún en pos del instante: “La energía de coger a los poemas / los cuerpos amados no amados al poema / los compañeros del instante prófugo / wanted el instante.” Lo anterior nos permite otorgar coordenadas a Disenso. Disenso es un complejo y amplio organismo poético en el que aparecen, de manera oscilante y en liberación prolongada, muchas de las preocupaciones que dan forma a una voz escritural que a su vez se deforma más allá del egoísmo y se ofrece como nobles e impuros registros de lenguaje poético. Disenso se compone de siete apartados, cada uno de ellos es un dispositivo dedicado a un amigo, a un dialogante que recibe la botella entre la espuma de un mar no cartografiado. Cuatro de estos destinatarios, además, ofrecen en las páginas finales del volumen un breve apéndice crítico, en donde resaltan puntos imprescindibles de la poesía milanista. Tales trazas aparecen iluminadas bajo una luz diferente en cada uno de los apartados. Así, en el primero de ellos, que lleva como nombre “Hechos polvo”, se percibe un ánimo de fracaso, sensación de ruina ante algo no alcanzado; tal fracaso exige un cambio, un primer disentir, de las convenciones poéticas, la imagen del jilguero se transforma en la imagen del migrante: “Se sabe desaparecer en poema / quedarse en poema / latiendo


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—un jilguero / es preciso algo más actual: migrante / latente en el poema, huérfano plegado sobre sí / huérfano barroco (...) hay que pasar a la tematización / no queda más que tema ya para el poema: / a los caídos en defensa del poema.” Como apunta Antonio Ochoa en el apéndice, “el lenguaje de Milán es una búsqueda por aproximación”. La imagen surgida de la vista aérea se actualiza en la de un migrante: un alguien que recorre y palpa las sinuosidades que depara un territorio de experiencia. La pérdida de legitimidad de las convenciones retóricas abre espacio a una nueva corriente de aire que eleva el verso de Milán: en Disenso no es sólo el lenguaje el que aparece como principal protagonista del poema: el tema, el verso que indica en lugar de aliterarse, aparece y alterna con otros densos registros verbales. La palabra y su posibilidad de ser poesía dejan de ser el eje rector del conjunto para entretejerse en una red de líneas fronterizas que delínean zonas y sentidos de preocupación. En una de ellas —sobre todo en la sección “El uso”— se cuestiona si el lenguaje sigue vigente como correlato certero de la realidad, si aún existe la posibilidad de asir la verdad por la vía de la palabra; en otra zona, la pregunta dirige su fuerza hacia la validez de los estratos ideológicos, si es posible creer en la izquierda como un frente común a la injusticia; en otra, la inquietud abona tal insuficiencia de recursos —lingüísticos, filosóficos, ideológicos— a la pregunta por la estética: ¿cómo hacer para decir lo que se palpa en la experiencia latinoamericana? Disenso plan-

tea la apertura de un no-lugar, una especie de exilio del habla: el poema ya no dice la realidad, por más que quisiera enunciarla, ni siquiera por la vía de la metáfora: el poema ya no mira, ni vuela, más bien palpa y, con el resto de la percepción, hace una topografía de lo vivido. Escapando a la significación inmediata de las construcciones verbales, permanecen el ritmo vibrante como costura de las palabras, la fricción auditiva y negadora de la sintaxis. El sentido deja de ser prioritario y se abre a los sentidos, al crujir a galope de una presencia que apenas es palpada, vuelve a esfumarse o, como lo apunta Edgardo Dobry, “un dejarse hablar por el discurso resistiendo la tentación de desviarlo hacia su nombre”. La redención sólo se logra en el instante del olvido del instante, en el instante del olvido del decir del habla. El Exilio de la lengua es el disentir completo. En este nolugar Milán trabaja, en palabras del mismo Dobry, “en una zona casi irrespirable, algo que está antes o después del verso dado o descubierto”, en “una estela del goce en una zona desmagnetizada de hallazgos vanidosos, con todo el sufrimiento que conlleva”.

Disenso se resuelve en un gesto profundo: la palabra ya no es la portadora de la verdad, ni la que la oculta: en todo caso la verdad es el lenguaje mismo, el poético, donde importa tanto la estela como lo dicho. Si seguimos a Giorgio Agamben, la apertura —ilatencia— del lenguaje es su clausura misma —su latencia—, paradoja fundamental que acontece en la poesía de Eduardo Milán. En este disentir hiperconsciente, el 175


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volumen se abre a la experiencia lectora no exento de dificultad. Pues el trabajo del poema en Milán consiste en alumbrar el conflicto de lo humano y no en engañarse con facilismos solipsistas o bellísimos retoques retóricos. Tanto su poesía como su trabajo crítico se sostienen como una zona de influencia —crítica, polémica— muy amplia dentro del ámbito de la poesía mexicana. El exilio del habla, zona medular de Disenso, plantea una comunidad de evidencias, a saber, el poema como nicho del conflicto y la afirmación de una certeza: en el sinuoso cruce de la dificultad se abre la dicha de lo dicho.

El peso de los recuerdos GREGORIO CERVANTES MEJÍA Diego Tatián, Frágil memoria de muertos, Alción Editora, Argentina, 2010, 192 p.

“Los muertos recuerdan siempre su casa de infancia, pero nunca completamente.” Con esta aseveración inicia el relato que da título a esta recopilación de relatos breves de Diego Tatián (Córdoba, Argentina, 1965). De manera paradójica, es también el último del volumen, por lo que pudiera ser considerado como un epílogo que plantea el hilo conductor o, al menos, el motivo central de Frágil memoria de muertos. Los recuerdos fragmentarios de los muertos, o de aquellos que han ocupado los es176

pacios antes que nosotros, están presentes de una u otra manera en cada una de las ficciones contenidas en este volumen. Pero no son los muertos quienes recuerdan de manera directa —con excepción del último relato— sino por mediación del espacio físico o de la memoria lúcida de quienes les han sobrevivido. Dentro de las 32 historias reunidas en este libro, los fragmentos del pasado interfieren con la vida cotidiana de los personajes: se alojan en rincones olvidados, en fisuras poco advertidas y, desde ahí, alteran existencias que, de otra manera, podrían transcurrir de manera apacible. Esto implica que los recuerdos tienen una presencia física y requieren de espacios concretos y familiares para hacerse presentes: casas o ciudades que son, a final de cuentas, hogares: espacios íntimos con los cuales los personajes tienen algún vínculo estrecho. En este sentido, los relatos de Diego Tatián parecieran recuperar la tradición del fantasma como un ser doméstico, como un ente atado al sitio que ocupó en vida y que vaga por pasillos y habitaciones, impidiendo que alguien usurpe su lugar. Por supuesto, Frágil memoria de muertos está lejos de ser una recopilación de relatos sobre fantasmas. Acaso el cuento homónimo y “Casi al final” pudieran entrar en esta categoría. Está más cercana, en cambio, a una genealogía —si puede llamarse de esa manera— que ve en la casa un espacio privilegiado del individuo, siempre bajo amenaza. Basta con asomarse a cuentos como “Casa to-


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mada” de Julio Cortázar, “La caída de la casa Usher”, de Edgar Allan Poe, “La casa del juez” de Robert Louis Stevenson, “El fantasma de Canterville” de Oscar Wilde, por mencionar sólo algunos. En todas estas historias, las casas —o, mejor aún, el espacio doméstico— están marcadas por sus habitantes originales, quienes se empeñan en defenderlas ante la llegada de los intrusos, esos seres que pretenden usurparla, invadir y transformar esos espacios moldeados de acuerdo a las características de sus primeros ocupantes. El lector asiste, en primera instancia, a una serie de relatos breves donde priva lo apacible: vidas solitarias y en apariencia serenas, mostradas a través de una prosa que transcurre sin sobresaltos, que apenas en algunos casos se atreve a insinuar un juicio, una reacción ante los secretos revelados. De esa manera, lo terrible —y en ocasiones el bien— se hace presente de manera casi imperceptible: “Nunca pudo sentir esa bondad mientras se hallaba entre los despiertos, ni cuando estaba solo; únicamente surgía, para fluir densa y mansa, cuando todos dormían, al sentir la inminencia de seres capturados por el común deliquio del sueño.” Así como en “Bondad” un personaje mezquino y egoísta se siente bueno sólo mientras todos duermen, en “El odio de los que aman” muestra la otra faceta: una pareja armónica, feliz, cuyo tiempo “transcurre entre conversaciones, música, lecturas y un erotismo permanente y sin truculencia que todo lo moja”, que se reserva apenas unos minutos para dar muerte a algún pequeño

animal, tras lo cual “el hombre y la mujer lavan sus manos con parsimonia y vuelven a las letras, la música, y el amor unánime del espíritu y del cuerpo”. La lista de personajes y situaciones es extensa: torturadores, ancianas que en defensa de la decencia y la tranquilidad delataron a sus vecinos, hombres que buscan objetos olvidados en las casonas a punto de ser demolidas, barrios que se transforman a causa de la especulación inmobiliaria. Algunos ecos de Borges (“Cuento de terror” y “Cuento de terror II”): nuestras existencias ya fueron vividas paso a paso por alguien más. Pero en todos ellos, lo terrible está contenido en esas fisuras de lo cotidiano, apenas visible a una mirada atenta, pero capaz de trastocar la vida de quienes se atreven a ponerlo al descubierto. Por lo menos, eso parece desprenderse de “Casi al final”: una pareja decide, tras muchos años de vida, abrir la tapa del aljibe de la casa que habitan: “No debieron haber abierto esa tapa. No debieron haberlo hecho a tan poco de llegar al final de una existencia que habría sido dichosa, de no haber sido por ello.” ¿De dónde provienen esos elementos que alteran la tranquilidad? ¿Cuál es el origen de lo terrible? A pesar de que los relatos de Frágil memoria de muertos generan éstas y otras interrogantes, no dan respuesta. Incluso, por momentos parece mostrarse desdeñoso hacia las explicaciones, como ocurre en “Milagro”: un niño nace durante una noche templada de primavera, en un entorno amoroso que pareciera destinarlo a una vida feliz. “El niño por fin creció y 177


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se hizo torturador. Lo que sucedió entre el esperado milagroso nacimiento y la elección de esta profesión es irrelevante.” Si bien el mal se presenta con un fondo de inocencia —con pocas excepciones como en el cuento “El hombre que tenía vergüenza de sus manos”—, esto es apenas una estratagema de los personajes para convencerse de que han actuado bien, como en “Sancta simplicitas”: “Ella no hizo otra cosa que decir la verdad —gracias a su gesto se había ganado la confianza del comisario, un hombre recto que lamentablemente ya murió hace algún tiempo. Sin duda había tenido razón, se decía una y otra vez. La prueba es que al poco tiempo vinieron a llevárselos.” Sin embargo, a pesar de estos intentos, los recuerdos tienen el peso suficiente para ralentizar la existencia de los personajes de Frágil memoria de muertos: la suya es una tranquilidad producida por la incapacidad de moverse con ligereza, por ir más allá de uno o dos recuerdos recurrentes, que ocupan todo el espectro de la memoria y no permite encontrar explicaciones ni regresar a momentos más felices. Rumiar una y otra vez las mismas imágenes del pasado parece ser la única opción que Diego Tatián ofrece a sus personajes para saldar sus deudas, como señala en el último relato del libro: “Los muertos transitamos la eternidad buscando interpretar el sentido de unos pocos recuerdos, cuyo significado se ha perdido, como se ha perdido el de ciertas palabras enigmáticas que sin embargo vuelven una y otra vez cual restos exóticos de un país remoto.” 178

Con un cuerno de chivo en Wall Street VÍCTOR HUGO MARTÍNEZ BRAVO Sayak Valencia, Capitalismo gore, Melusina, España, 2010, 238 p.

La sensación que experimento con un libro de ensayos en el que, a primera vista, todo está dispuesto para la espectacularidad, es generalmente de desconfianza y en muchas ocasiones de rechazo inmediato. Hablo de aquel que intenta seducir al lector no a partir de tesis, teorías y razones, sino echando mano de una retórica visual impactante, de destellos líricos en lugar de argumentación, y de palabrería académica en lugar de sólida aplicación teórica. El acercamiento inicial al texto de Sayak Valencia (Tijuana, 1980) vivificó aquellas sensaciones, reafirmando algunos criterios propios —en su mayoría arbitrarios— sobre la discriminación de libros pertenecientes al género ensayístico. Dichos criterios descansaban en dos aspectos centrales: las imágenes y el discurso. Al primero pertenecían las fotografías de los autores y las ilustraciones en portada y contraportada. Si bien las imágenes son generalmente ajenas a la competencia del autor y parecerían asuntos menores, su función en el acto de lectura es muy importante. En el segundo criterio encajaban los términos, los conceptos, las ideas. Capitalismo gore prometía, de inicio, una persuasión por medio de las imágenes, predisponernos a una “ocurrencia posmoderna” a partir de


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la combinación de ilustraciones de José Guadalupe Posada con un anuncio de ropa interior femenina de los años sesenta. Por otro lado, mis prejuicios en cuanto al criterio discursivo tomaron vuelo cuando leí, al final de los agradecimientos: “A tod@s aquell@s que practican la insurgencia cotidiana desde su devenir minoritari@s.” Una página después, en el índice, los títulos de los apartados —“Advertencia/Warning”, “Nota aclaratoria sobre los gore: el devenir snuff” o “En el borde del border me llamo filo: capitalismo gore y feminismo(s)”— presagiaban la vaguedad terminológica, el parloteo vicioso, la diarrea verbal. Más tarde, antes de comenzar la verdadera lectura y quizás obstinado en robustecer aquella impresión inicial, elegí una página al azar y me concentré en la siguiente frase: “Los sujetos del transfeminismo pueden entenderse como una suerte de multitudes queer que, a través de la materialización preformativa, logran desarrollar agenciamientos g-locales” (p. 178). Para quien no esté al día con el vocabulario de moda de los estudios culturales y de género, aquella frase puede resultar críptica (¿voluntariamente hermética?) e incluso pretenciosa. Finalmente, observo que en Capitalismo gore abundan los comentarios de otros, las explicaciones, las citas, las notas dentro de citas, y las citas dentro de notas de citas. De entrada, esto daría la impresión de seriedad académica, pero lo que ocurre en el texto de Valencia es que la obsesión por las referencias entorpece la lectura. Es decir, debido al afán por glosar cualquier minucia, por enlazar la observación de X con la aclaración de Y, y

éstas con la acotación de Z, las ideas a veces no logran organizarse bien y terminan por aglomerarse. Como consecuencia, en lugar de hacerse claro (uno de los objetivos centrales de las notas), el texto se vuelve tortuoso. Aunado a lo anterior, o quizá como resultado de la manía por la referencia, se da un empobrecimiento de la escritura. Un ejemplo de ello son las desatenciones en la puntuación y las erratas: “Tomamos el término endriago de la literatura medieval, específicamente del libro Amadís de Gaula. Lo hacemos así siguiendo la tesis de Mary Louise Pratt, quien afirma que el mundo contemporáneo está gobernado por el retorno de los monstruos” (p. 89). Otro ejemplo recurrente lo constituyen las oraciones larguísimas, plagadas de comas, en las que un punto y seguido otorgaría mayor orden a las ideas: “Queremos dejar en claro que preferimos el concepto de capitalismo gore, frente al de capitalismo snuff, dado que los fenómenos observados de la violencia extrema aplicados a los cuerpos como una herramienta de la economía mundial, y sobre todo, del crimen organizado, como parte importante de esa economía global, suponemos, que no alcanzan la categoría snuff, sino que se sitúan aún en los límites de lo gore, por conservar el elemento paródico y grotesco del derramamiento de sangre y vísceras que, de tan absurdo e injustificado, parece irreal, efectista, artificial, un grado por debajo de la fatalidad total, un work in progress hacia lo snuff, que aún cuenta con la posibilidad de ser frenado.” Ahora bien, estos pequeños reproches 179


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al texto de Valencia no ensombrecen sus más grandes virtudes, entre las cuales podría mencionar la profundidad, el rigor analítico, la capacidad de asociación pertinente de ideas que en un principio parecerían extrañas, y la creación de metáforas que ayudan a explicar ciertos fenómenos sociales contemporáneos relacionados con la violencia económica. Afortunadamente, ya avanzado en la lectura comprobé que mis prejuicios resultaron ser, como muchas veces, apreciaciones parciales, observaciones injustas. El libro de Valencia (poeta, ensayista y exhibicionista performática) es mucho más que malabarismo de frases à la Deleuze, adaptación frívola de reflexiones de Judith Butler o amasijo de ideas de Antonio Negri y Chakravorty Spivak. Por el contrario, Capitalismo gore es un libro serio que merece ser leído con mucho cuidado. En principio, porque, a partir de la reflexión y el diálogo con un importante corpus teórico, propone ideas novedosas y bien argumentadas sobre la relación entre la violencia del crimen organizado del “Tercer Mundo” (el narco como paradigma) y ciertas prácticas inherentes al modelo económico capitalista. Además, porque Valencia se toma su tiempo para examinar y deshilar con paciencia las ideas ajenas. Porque cuando discute con los otros, recula por un momento para valorar sus razones, planear una estrategia argumentativa y luego exponer con calma sus teorías. ¿Por qué se trata de un libro serio? Porque, contrario a mi opinión primera, Valencia define desde el inicio los términos que le servirán para intentar presentar con claridad sus 180

ideas y precisar y distinguir los conceptos que empleará en su análisis. Por ejemplo: “Consideramos pertinente dejar clara la distinción entre capitalismo gore y capitalismo snuff —ambos términos tomados de la nomenclatura de los géneros cinematográficos— propuestos aquí como categorías exportables al ámbito filosófico para la interpretación de la episteme de la violencia contemporánea, de sus lógicas y sus prácticas.” A partir de aquellas definiciones, Valencia comienza a profundizar sobre temas de gran importancia en su libro. En las líneas siguientes me gustaría citar y comentar una de las tesis, a mi juicio, medulares: La violencia extrema del narco no debe de verse como un fenómeno aislado, sino como un suceso indefectiblemente ligado a las lógicas de un modelo económico. Sí, aquellos Estados que en la era global eliminan barreras económicas también delínean con mayor claridad las fronteras físicas, afinan sus sistemas de vigilancia y de exclusión, a la vez que establecen un consumismo que se afianza con igual o incluso mayor fuerza en los países periféricos. Con ello, Valencia sugiere que el “Primer Mundo” echa mano de las formas de interacción capitalista (la reificación, por ejemplo) para crear la violencia y a los criminales del “Tercero”. El capitalismo global establece lo gore mediante la fijación, en los cerebros de los pobres, de una idea de “progreso” (reducido al ansia por el estatus y el afán de consumo) casi siempre imposible de alcanzar de manera no violenta en sus espacios sociales. De modo tal que, en esa carrera desigual, la única manera de “ser alguien”,


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la única manera de establecer competencia, socialización y apropiación de una identidad para el marginado, es aplicando la violencia del capitalismo global a su propia realidad. Pienso en el narcotraficante que, a partir de los métodos de reificación capitalista, aprende a cosificar a los individuos para poder matarlos en frío, sin culpa. Algo parecido al estado de excepción que, según Giorgio Agamben, se aplicó a los judíos en los campos de concentración nazis para anular su ciudadanía e identidad jurídica; para no verlos como humanos dotados de un bios (una existencia política) sino como piojos, como pedazos de carne o “nuda vida”. Pero no sólo lo anterior vincula a la violencia extrema con el capitalismo multinacional. Para Valencia, aquellos mafiosos, narcos y agentes de la violencia gore, no buscan ser héroes o sujetos de la resistencia, sino simples empresarios, pues internalizan las estrategias y conceptos corporativos (son “emprendedores”), aplican la lógica neoliberal y se abocan con fidelidad a sus demandas. Transcribo un fragmento de Gomorra de Roberto Saviano citado por Valencia: “La lógica del empresario criminal, el pensamiento de los boss coincide con el neoliberalismo más radical… Estar en situación de decidir sobre la vida y la muerte de todos, de promocionar un producto, de monopolizar un segmento de mercado, de invertir en sectores de vanguardia es un poder que se paga con la cárcel o con la vida.” Valencia no lo afirma, pero de su tesis podría inferirse que los empresarios criminales nacen de una conformidad pública con el sistema político y, sobre todo, de

una cierta legitimación social con respecto a un modelo económico agresivo. Si bien, debido al uso de la violencia, los narcos son vistos por la sociedad civil como sujetos execrables, gran parte de sus operaciones y concepciones de la realidad está mediada por la misma ideología capitalista y las lógicas del mercado adoptadas por los ciudadanos honestos, por la necesidad imperiosa de reducir todo a la compra y la venta. Capitalismo gore también tiene la virtud de evitar las debilidades en las que caen muchos teóricos al intentar reflexionar sobre la violencia económica de los países periféricos. Se me ocurre el caso de Hermann Herlinghaus y su libro Violence without guilt. Ethical narratives from the Global South. En él, Herlinghaus observa que, a partir de los años noventa, en países latinoamericanos como Argentina, Perú, Brasil, Venezuela, México y Colombia se empezó a constituir un cambio de sensibilidad estética (ejemplificado con la cultura del narcocorrido y la narcoliteratura en México, las novelas y crónicas sobre sicarios en Colombia, etc.) que, por un lado, comienza a dejar ver la ubicuidad de la violencia en las sociedades democrático-globales y, por el otro, modifica las imágenes y percepciones que se tenían de ella en América Latina. Si es claro que la violencia empieza a representarse en las narrativas latinoamericanas con mayor recurrencia y se vuelva más cruda (¿gore?), para Herlinghaus dicha violencia no es gratuita: su objetivo es político. Se configura como una estrategia de resistencia individual a las construcciones normativas, a los principios de rectitud, 181


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ética financiera, prosperidad del capital transnacional y seguridad internacional. Si para Herlinghaus el capitalismo es un creador de la culpa, la estética de estas narrativas, situada más allá de la culpa, funciona como contrapoder (no siempre consciente) al capital global.1 Para él, las nuevas tendencias en el cine de México, Colombia, Brasil y Argentina miran la paradoja existente en el problema de la violencia —sin una culpa impuesta por el aparato ideológico hollywoodense—2 cuestionando la inequidad geopolítica y los mecanismos de distanciamiento mediante los cuales las sociedades capitalistas continúan sin reconocer que la culpa y la deformación son su La relación que detecta Herlinghaus entre los conceptos “deuda” y “culpa” (para referirse a ambos en alemán se usa la palabra Schuld ), capaces de convertir la moral religiosa en utilitarismo económico, ayudan a explicar por qué —Herlinghaus refiere a Judith Butler— la culpa ha sido el instrumento mediante el cual se ha hecho más fácil formar, someter y controlar al sujeto moderno. 2 Según Herlinghaus, durante los años ochenta y noventa del siglo XX, Hollywood ideó una narrativa y unas estrategias psicológicas eficientes para justificar su “guerra contra las drogas”, como una cruzada globalizadora necesaria contra las “fuerzas del mal”, tomando a Colombia como su paradigma. Con los aparatos policiales del imperio y la industria mediática, se impusieron estrategias de higiene social, se reforzó la seguridad geopolítica y se empleó un lenguaje para hablar del “país de la violencia”. 1

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propio invento. Me parece importante destacar el rigor académico, la profundidad de la mirada y la inteligencia de Herlinghaus. Sin embargo, ocurre que en su afán por encontrar caballos de batalla que puedan resistir e incluso desarmar la maquinaria capitalista, no sólo exagera en sus afirmaciones sobre la supuesta radicalidad de las posturas políticas de ciertas narrativas contemporáneas en América Latina, sino que idealiza algunas prácticas artísticas que, en lugar de ser cuestionadoras y adversas al sistema, se integran a él veladamente como formas de criminalidad periférica. Por el contrario, en Capitalismo gore, Sayak Valencia rechaza esta violencia decorativa; repudia la idealización de la “estética de la violencia” por ser un elemento que potencia la glorificación del crimen: “Esta glorificación de la cultura criminal se instaura como un nuevo nicho de mercado para la producción y el consumo, puesto que actúa instaurando modas, con sus subsecuentes consecuencias de oferta y demanda internacional, para las clases no desfavorecidas. Un ejemplo de eso lo podemos observar en las múltiples series de televisión que versan exclusivamente sobre la heroificación del crimen, por ejemplo, Los Soprano, o videojuegos como Gran theft auto, o más recientemente, en películas como Rockanrolla de Guy Ritchie, en la cual resulta bastante sintomático que, entre otras cosas, se desplace el arquetipo del rockstar (que desde los años sesenta ha sido el paradigma a seguir mundialmente por los adolescentes urbanos para afirmarse en una identidad deseable y glamorosa) hacia la figura del


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mafioso como el nuevo y verdadero rockstar del siglo XXI.” A diferencia de muchos teóricos, Valencia piensa que la glorificación de la cultura criminal y la heroificación de mafiosos y asesinos, por parte de los medios de comunicación y “el arte”, inciden poderosamente en las prácticas agresivas de los ciudadanos. No porque los individuos sean entes solamente receptores de información, incapaces de reflexionar, criticar y tomar una decisión moral, sino porque “a través de la naturalización artificial y lúdica de este arquetipo [el del mafioso, el narco, el criminal], se abren las puertas a estas subjetividades como algo deseable”. Diría que la sensatez de Valencia radica en esta postura. Insisto, no porque ella crea que el arte y la literatura se reducen a una mímesis de la realidad o que los ciudadanos reproducen ciegamente en su vida diaria la violencia absorbida de los medios. Más bien porque la apertura de puertas a “subjetividades violentas” legitima, normaliza e incluso podría incidir en una posterior legalización de ciertas prácticas criminales que, desde un discurso gubernamental, buscarían escudarse en los argumentos de lo habitual, lo lógico o lo sensato. Un ejemplo de ello se encuentra en la normalización de las medidas brutales del capitalismo multinacional —de la enorme inequidad económica que genera— que no sólo tuvo un apoyo ideológico sino un enorme soporte legal. Por otro lado, Valencia sugiere que a partir de esta glorificación criminal se desprenden dos formas de hacer buen negocio. La primera, como se ha intentado insinuar, se

asienta en los medios de comunicación y las industrias del entretenimiento; en el cine y la literatura que utilizan la violencia como herramienta de seducción. Si bien estos productos tienen en las “clases no desfavorecidas” su gran nicho de mercado, su alcance se extiende y adapta a varios sectores. Podría pensarse que, debido a su mayor lejanía con la violencia y el crimen reales, las “clases favorecidas” de ciudadanos que trabajan dentro de la ley muestran una mirada más romántica de la criminalidad e intentan acceder a lo otro mediante el consumo de una “violencia decorativa” en películas, libros y series de tele. Sin embargo, lo que Valencia parece sugerir es que el negocio de la violencia alcanza los sectores con poco poder adquisitivo —de donde surgen los narcos y los sujetos más violentos—, donde el consumo de tales productos funciona como herramienta de reafirmación de la identidad y el estatus. A partir de este primer negocio se crea el segundo: el secuestro y el asesinato reales. Mediante estos productos se formatean los cerebros de los narcos para hacerlos concebir el asesinato como una transacción: “la violencia extrema como herramienta de legitimidad, la tortura de los cuerpos como un ejercicio y un despliegue de poder ultra rentable”. El Premio Estado Crítico 2010 al mejor ensayo fue otorgado merecidamente a Sayak Valencia por su Capitalismo gore. Atención: Fernando Vallejo lo obtuvo en la modalidad de “mejor novela” por El don de la vida. Si bien Vallejo como Valencia son individuos que se desempeñan apropiada183


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mente dentro de sus áreas, la decisión de premiar a ambos genera algunas conjeturas sobre la actualidad de la violencia como tema, sobre la necesidad de promover libros y autores que, aunque no siempre tengan la intención, radiografíen la violencia real y sus lazos con la realidad política y el modelo económico predominante. Mientras que muchos están conscientes de que el capitalismo multinacional es el creador de la violencia gore y la pobreza extrema, para otros pocos vender la idea de “progreso” a partir de la ideología neoliberal resulta fundamental para su subsistencia y continuo ejercicio de dominio. Promover la idea de que dicho sistema solamente necesita limar sus pequeñas rebabas: los cuerpos agujerados, las cabezas cortadas, los miembros mutilados o disueltos en ácido. Da lo mismo utilizar un esmeril, una transacción bancaria o una cuerno de chivo.

La caja verde de Cristina EDUARDO SABUGAL Cristina Rivera Garza, Verde Shanghai, Tusquets, México, 2011, 319 p.

…esta vida, tal como la has vivido y estás viviendo, la tendrás que vivir otra vez, otras infinitas veces; y no habrá en ella nada nuevo, sino que cada dolor y cada placer y cada pensamiento y suspiro y 184

todo lo indeciblemente pequeño y grande de tu vida te llegará de nuevo, y todo en el mismo orden de sucesión, también esta araña y este claro de luna entre los árboles, y este instante, y yo mismo. El eterno reloj de arena de la existencia es dado la vuelta una y otra vez, ¡y tú con él, polvillo de polvo! F. Nietzsche

La novela de Cristina Rivera Garza tiene mucho de caja china, de contenedor contenido, de recipiente de un secreto dentro de otro, un secreter. Pero también se emparenta al gesto duchampiano de ontologizar el lenguaje, de escribir las instrucciones de algo que se construye en ese mismo acto. Un secreter que es un objeto hermético y al mismo tiempo un hacer, un leer, un escribir. Objeto fetiche, narrativo, ilusorio. Muestra y oculta al mismo tiempo, como el lenguaje o, mejor dicho, como la incertidumbre tensa del lenguaje. Lo que seduce de las cajas secretas es la posibilidad que tienen de hacer pasar las cosas y los seres al otro lado, al de la confesión. Marina no sabe qué hacer con un maletín de médico repleto de cartas ajenas, quizá basura, cosas personales; y siente el poder de hacer vivir o morir una historia ajena que late ahí, en sus manos, dentro de ese receptáculo; así nosotros, arrastrados por el impulso secreto de Verde Shanghai, somos obligados a entablar un diálogo secreto, de desciframiento plegado. Escritura del secreto y del ritual, como


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en la prosa abstracta llena de cifras de Salvador Elizondo, con el poder de la invocación más que el de la evocación, porque al fin y al cabo esta mise en abîme es una historia, escribe Cristina, “basada en conversaciones oscuras y contada por alguien ajeno”. Puede ser en efecto la historia de ese personaje femenino, esa mujer que es muchas mujeres, pero bien podría ser sobre cualquier otra persona. Uno abre un cajón del secreter y encuentra un personaje, luego descubrimos que sólo era un fantasma; queremos volver a abrir el cajón pero dentro hay otro. Gérard Genette, dentro de su terminología narratológica, lo llamó fenómeno metadiegético, pero independientemente de los nombres que podamos o no darle a ese fenómeno, el libro se nos multiplica, se nos muestra y se nos esconde: es un juego de sobreexposición y yuxtaposición. ¿Cuántos cajones dentro de otros cajones? ¿Cuántos secretos dentro de un secreto? ¿Cuántos hombres caben dentro de un solo hombre? Cristóbal Saldívar, Rodrigo, Horacio Oligochea, Chiang Wei, nombres-caja que siempre pueden borrar sus límites, sus contenidos. Marina Espinosa, Julia O Bradaigh, Xian. Nombres que intentan fijar las identidades, delimitar algo que no puede acotarse. Italo Calvino enseñó que los nombres son un territorio; estos nombres de mujer son también nombres de ciudad. Cristina va más allá de la construcción problematizada de personajes y parece decirnos que el sedentarismo del nombre es imposible. Nomadismo, maldición de nómada, porque como Cristina hace decir a uno de sus persona-

jes: “Las marchas tienen harto a todo mundo.” De alguna manera es el arte de la fuga, la necesidad de marchar. La novela es en sí misma también una fuga. “El rostro como fuga. El rostro en continuo proceso de desaparición”, pero también una fuga en el lenguaje, porque aunque nos enteramos de la historia y seguimos a los personajes en espacios y tiempos, siempre tenemos la sensación de que las palabras se mueven “dentro de la fuga gramatical de cuerpos y significados”. Uno cree reconocer una calle, una alameda, una canción de los Beatles, los rostros de unas personas en el diario, pero la sospecha se va, el parque flota, el diario se vuela, las mujeres andan perras, andan prófugas. Porque todo es fuga en este devenir loco. Por eso Marina padece “determinismo ambulatorio, también conocido como fuga o locura viajera”, porque no puede quedarse ya en algo, en un nombre, en un territorio, en una identidad. Al tema de la fuga, del devenir permanente, se opone el otro leit motiv de la novela, el de la fijación, la detención. La figura de la estatua. La fijación de la realidad mediante la memoria, ese gran motivo conductor que aqueja a los personajes. La novela tiene un nodo temporal, las seis diez, que funciona como la mirada de Medusa, petrificando algo que ocurre. “Eran las 6:10. La hora en que los hombres callan y las mujeres dicen la verdad.” Esa hora, como los nombres propios, fija o intenta fijar algo. A las seis diez acontece un ritual. A las seis diez “La escritora vio todo el acontecimiento en la cámara lenta del lenguaje”. Corriendo el riesgo de la mujer de 185


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Lot, los retrovisores o el gesto de Orfeo en busca de Eurídice terminan por ser, en Verde Shanghai, un peligro de petrificación y al mismo tiempo la única forma, dolorosa, de ser uno, de ser un cuerpo. Como si la memoria tuviera que inscribirse en la piel, en el hígado, en el cerebro. Heridas y cicatrices, causas y efectos pero entrando en una relación reversible. Una mujer bebe para no recordar, la otra recuerda para no beber, y bebiendo, enloqueciendo, se hacen memoria, se hacen olvido. Los surcos de nuestro pasado, de nuestros miedos, de nuestras filias, rayando nuestros cerebros, nunca mejor dicho el verbo hecho carne. El verbo añorar. “Uno nunca escapa del nombre propio”, nombre es destino, nos recuerda Cristina, pero al mismo tiempo uno corre hacia los bautizos, hacia esa banda o secta de bautizadoras, el nombre y el destino entran también en una relación de reversibilidad. Estatua o lechuza volando, memoria y olvido, nombre original y nombre por venir. ¿Acaso Rivera Garza escribe en un lenguaje maldito o un abecedario muerto? No, aunque lo parezca. Escribe en realidad en un lenguaje interrumpido, y sólo cuando el lenguaje está interrumpido es más auténtico. Cuando uno lee Verde Shanghai da la impresión de que mientras la escribía: “Con toda seguridad había una colección de frases detenidas en el aire, colgando de las esquinas.” Porque ya no está ni en los cuerpos, con sus atributos lógicos, ni con las palabras, con sus verbos en infinitivo, ya no se está ni en lo real ni en lo imaginario, ni dentro ni fuera del restaurante chino, sino en un plano simbólico, en esa frontera, ese um186

bral. La pregunta sobre el acuerdo entre las palabras y las cosas desaparece cuando ese lenguaje está más acá, en donde el mundo se hace lenguaje y el lenguaje se hace mundo. Esa paradoja explicada por Deleuze en Lógica del sentido es la que sufren los personajes y las cosas que pueblan la novela de Cristina. Ya no puede haber una propedéutica hermenéutica pues el contexto ya no importa: “el lugar de donde venía, que estaba, como todo, antes. Atrás. Más atrás”. No me parece riesgoso decir que Rivera Garza intenta escribir en el idioma de las ballenas, después de todo un sonido de ballenas cantando es tan hermético, tan cifrado, como la Boite verte (Caja verde) de Duchamp, que más que un mensaje se trata de un secreto, de una obra que actúa como registro, como mera huella, como una impronta de sí misma. Verde Shanghai se dice a sí mismo escondiéndose, es un conjunto de anotaciones sobre la obra final, un libro que se desarrolla a sí mismo en tanto se va diseñando. Si El hipogeo secreto de Salvador Elizondo se decía en tanto imposibilidad, en tanto novela de esa novela imposible, Verde Shanghai se dice por lo que va anotando y por lo que va dejando fuera de la propia novela, en una suerte de deconstrucción de la trama. Rivera Garza revela la ley interna, la médula de la novela, pero al mismo tiempo la va borrando. Como bien lo hizo ver Gilles Deleuze, el sentido del enunciado no es ni el enunciado mismo ni aquello de lo que habla, sino hay que ir a buscarlo en una frontera. Ésa es la paradoja que parece interesarle a Cristina: el lenguaje deja de designar al mundo y se


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descubre a sí mismo. Esta paradoja aparece bajo la forma del entre: “Había años dentro de ese silencio. Años sin nombre, sin palabras, sin identidad, sin pasado. Años enteros. Años divididos a la mitad.” Como Duchamp, Cristina busca lectores que sean perseguidores, que sean como el interlocutor que imagina Marina: “alguien para quien ser y no ser no fueran puntos opuestos en una línea recta; alguien que pudiera concebir la peculiar realidad de la ficción”. Cristina escribe como si hubiera otra biología, no la científica, que le interesa a Horacio; no la que está detrás de la piel, en ese laberinto húmedo de órganos y venas, dentro del cuerpo, sino justo la biología que sucede en la frontera de la piel, en el cuerpo sin órganos, compuesta de inmaterialidad. Cristina escribe: “Al principio de todo estuvo la urgencia. Una sensación orgánica más que mental.” Sí, pero esa urgencia orgánica poco a poco va transformándose en algo inorgánico, a fuerza de fragmentar la narración, la historia, el cronotopo. En ese sentido su prosa es también un extenso cuerpo sin órganos, una piel llena de cicatrices por donde, sin embargo, uno se desliza; una prosa hecha cuerpo mientras estrella con un lenguaje que no siempre es posible. Porque siempre hay algo por encima y por debajo del lenguaje, de las palabras: un subtexto que se nos pierde en los ojos de un personaje detrás de los lentes. Y cuando el lenguaje pierde su propiedad apofántica, cuando se clausura como un recipiente sobre sí mismo, sólo nos quedan palabras para interpretar las palabras. “Una grieta por donde poco a poco huía el significado de las co-

sas”, porque “algo había germinado. Algo había sido capaz de expulsarla de su propio cuerpo”. Algo secreto. Y es que ahí en donde el lenguaje ya no es suficiente, estalla la risa loca o el llanto. He ahí la energía sexual de las palabras, que apuntan a algo, Alicuid, algo cualquiera. Los estoicos ya usaban ese término para incluir cuerpos y efectos. El acontecimiento no es lo que está pasando, es lo que acaba de pasar y lo que va a pasar. Muy pocos novelistas avizoran eso y escriben como si el lenguaje pudiera estar del lado de los acontecimientos de forma unívoca. El poder de la sincronía también habla en Verde Shanghai y no sólo la fuerza del secreto, como en Elizondo. Todos los acontecimientos pueden estar ocurriendo al mismo tiempo, o sin tiempo. La escritura se nos ofrece así como una suerte de espejismo afectivo o un desdoblamiento de personalidad, una ruptura del yo. La voz narrativa habla como “se dicen las cosas en los sueños o en las borracheras, simplemente porque lo estaba pensando”. La metáfora es precisa: “La cabeza como pecera espectacular.” Según Heráclito, el ser es una ficción vacía. Suponemos que habrá que llenarla con algo, Alicuid, pero ese algo es siempre algo que regresa: Nietzsche, su voluntad de poder y su eterno retorno de lo mismo. El peso más pesado o peso formidable es, en efecto, esa otra persona que fuimos o que somos o que seremos. El marido de Marina, Horacio, sabe lo que George Bataille; por eso intenta fotografiar a los enfermos en su rapto de enfermedad, pathos bisagra. Quién sabe si ese rictus, 187


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ese gesto de dolor, sea también una señal de éxtasis, una pequeña muerte. Memento mori, fotografías post morten. Desnudar es propio de la muerte, sí, pero la muerte se desnuda en esta detención de estatuas enfermas. M. Foucault, en Historia de la locura en la época clásica, dedica el primer apartado de los rostros de la locura al grupo de la demencia: “La demencia es, pues, en el espíritu, al mismo tiempo el completo azar y el determinismo total; todos los efectos pueden producirse allí, porque todas las causas pueden provocarla. No hay trastorno en los órganos del pensamiento que no pueda suscitar uno de los aspectos de la demencia. Hablando propiamente, no tiene síntomas; antes bien, es la posibilidad abierta de todos los síntomas posibles de la locura...”* La novela de Cristina se antoja como una compleja Nef des fous, una nave de los locos, con su cargamento insensato, demente, mitad azar, mitad determinismo. Lo que tiene la risa de los locos, señala Michel Foucault, es que se ríen por adelantado de la risa de la muerte. Por eso Marina y su esposo chino se ríen. Xian se ríe porque no habrá desembarco, porque nunca se saldrá del todo de este barrio construido con palabras, esta hermosa y angustiosa novela navegable. La locura del personaje de Rivera Garza quiere seguir siendo secreto y no discurso, más pictórica que lingüística, lo paradójico es que, para lograrlo, usa el lenguaje. Personajes visitados por la angustia, en

una regresión indefinida, de eterno retorno de lo mismo. Eso son, pero también pueden convertirse en sal, en nada. Pueden morirse de risa o atropellados. La risa como disfraz del silencio, la embriaguez nietzscheana, la risa que es también lo dionisiaco que hace que esa otra cara del mundo, la apolínea, la que se queda afuera del Callejón de Dolores, del otro lado del umbral, resulte menos pesada, menos perfecta, menos real. El lenguaje promete su eterno retorno en oraciones rituales, repetitivas, pero en cada regreso dicen algo distinto. Porque la novelista usa palabras valija, vacíos dentro de las palabras, blancos, que uno podrá llenar sólo momentáneamente, hermosa y también tortuosa caja sin fondo, desfondada, abismada. Caja de Pandora. En algún lugar de la novela Rivera Garza escribe: “Una caja de sorpresas perdida entre fragmentos desiguales de tiempo: un navío deslizándose sobre las aguas de un océano remoto unos cuantos años antes del nacimiento de Cristo.” Quizá por eso, al leer esta novela, tuve la impresión de tener delante de mí un secreter y un navío de locos.

Un ejemplar de chotería FRANCESCA DENNSTEDT Juan Carlos Bautista, Paso del macho, Quimera Ediciones, México, 2011, 64 p.

*

Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica, FCE, México, 1967, t. I, p. 393. 188

Hace algunos meses, en la presentación de


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un libro, un escritor se quejaba de que gran parte de la crítica se había dedicado a señalar lo cómico y divertido como una de las principales virtudes de su narrativa. Con supuesta profundidad, el autor intentaba explicar al público que la verdadera importancia de su obra radicaba en la complejidad de la misma y no en unos cuantos chistes. Con estos comentarios, el autor parecía afirmar que lo cómico no puede ser complejo, que la buena literatura es aquella donde el lector rara vez disfruta la primera lectura porque está demasiado preocupado por entender de qué trata el libro; o más bien, parecía sentenciar que la literatura no puede plantearse como finalidad ser un texto divertido. Se quejaba, en suma, de que su libro no se había leído con el cuidado ni con la seriedad debidos. Paso del macho apuesta por esa otra clase de lectura, que invita al lector a dejar la seriedad de lado y sumergirse en la putería. Es un libro que espera —como ya lo mencionó Juan Carlos Bautista en una presentación— ser definido como un texto divertido y jocoso. Como gran parte de la llamada literatura gay,1 Paso del macho es un libro que se traviste tanto de otros géneros como de difeUtilizo el término literatura gay consciente de las implicaciones y polémicas tanto de la palabra gay como de la pregunta, bastante frecuente y difícil de responder, ¿se puede hablar de una literatura gay? Sin embargo, aquí empleo el término con fines prácticos y con la intención de agrupar textos que, desde mi punto de vista, en menor o mayor medida abordan la problemática de género desde una perspec1

rentes corrientes literarias para crear un juego narrativo: una parodia del realismo mágico y de la literatura apocalíptica.2 Para comenzar, Bautista marca las pautas de la lectura, advirtiendo al lector que se encuentra ante una fábula tropical. Por definición, una fábula es un texto corto que busca transmitir una enseñanza, por medio de personajes que son casi siempre animales u objetos con características humanas. Sin embargo, en Paso del macho parece que la fábula funciona al revés: los personajes se describen con instintos animales y su función no es transmitir una moraleja —quizá ni siquiera exista— sino desembocar en un final apocalíptico. Siguiendo de manera general la estructura de las narraciones apocalípticas, Bautista divide su historia en dos partes. En la primera, todos los personajes logran satisfacer su deseo sexual: las locas se masturban hasta cubrir a Ulises con “una lluvia espesa, blancuzca”; la Culomacho sueña con la inauguración de la carnicería La Vaca Humana, y la Gallina logra seducir a Ulises con una hoja de macay, hierba que parece curar todo. De alguna manera, todos los personajes saben que Ulises los conducirá a la muerte, pero en una ciudad de clima infame, donde se han acabado los machos, coger como loco tiva literaria, grupo que incluiría a escritores como Manuel Puig o Luis Zapata. 2 Aquí pienso en los ejemplos estudiados por Lois Parkinson Zamora en su libro Narrar el apocalipsis. La vision histórica en la literatura estadunidense y latinoamericana contemporánea. 189


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es una buena forma de morir. La segunda parte del libro tiene como escenario el carnaval, donde todo el pueblo se reúne para festejar la carne: el gobernador se viste de primera dama; el jefe de policía, de Lola la trailera; hasta el cura le sube el dobladillo a la sotana y va de mujer de la vida alegre. Como es de esperarse, el carnaval termina en una orgía provocada por la “Santísima Verga” de Ulises, hasta que la muerte, vestida de loca, origina una gran ola, borrando del mapa este pequeño pueblo tropical llamado Paso del macho. El libro de Bautista se burla de la idea misma del apocalipsis, reconstruyendo de manera exagerada los lugares comunes del juicio final de Sodoma: “Y entonces, como una corriente que se sostiene y estalla, todo el mal, todo el deseo, toda la locura, se desataron. Los perros se montaron sobre las personas, las mujeres sobre los muchachos, los muchachos sobre las doncellas, las doncellas se le fueron a mordidas a las viejas, las madres que habían sobrevivido brincoteaban en la playa y se destapaban el sexo y los tremebundos pechos… Los hombres taladraban con sus sexos el tronco de los árboles, lo metían en tierra, sodomizaban a las mujeres propias y a las ajenas.” Por otro lado, rompe con la orientación decididamente masculina del mito y con la imagen de crisis colectiva que representa el apocalipsis. Siguiendo las ideas de René Girard, en los periodos de crisis hay un debilitamiento de las instituciones normales, así como una suspensión de las diferencias en las relaciones humanas; es decir, se da un estado similar al carnaval sólo que no 190

planeado ni placentero. En Paso del macho es significativo que la crisis se desarrolle a la par del carnaval y que no tienda a la histeria sino al placer colectivo. Además, el dualismo moral del apocalipsis no está encarnado en los opuestos comunes como el bien y el mal; más bien, el narrador se burla de esta dualidad al contrastar personajes como las locas y la caníbal, cuya oposición descansa en las diferentes formas de obtener placer. Para las locas, el placer está en ser sometidas por Ulises, mientras que, para la caníbal, está en la idea de comérselo. Sumado a esto, las dosis paródicas de realismo mágico acentúan las intenciones narrativas de Bautista, presentan al lector una fantasía moderada para mantenerlo en el plano de lo real y enfatizan que Paso del macho no es más que una sola carcajada: “Y ella supo lo que tenía que hacer. Maceró con los dientes un amasijo de hojas de macay y escupiéndoselo en la palma de la mano, comenzó a untárselo en los bordes del culo. Pronto el esfínter alcanzó una amplitud de puerta catedralicia. La gallina sonrió enternecida. Comenzó a succionar al muchacho como una boa constrictor. Sudaba a mares y creía morir. Se estiraba y se contraía como un reptil auténtico, la barriga inflándose y desinflándose como un globo, haciendo silbidos y eructos, hasta que al fin pudo deglutirlo.” Ahora bien, los personajes de Paso del macho no acaban de desenvolverse, principalmente porque la historia no requiere su desarrollo ni ninguna complejidad psicológica. Sin embargo, son personajes que atraen precisamente por esta falta de desarrollo.


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Me gustaría distinguir a dos de ellos: la Dama del Beso Negro y la Triste Aurora. La primera es una loca que vive vestida de luto perpetuo porque ha probado todos los culos varoniles de Paso del Macho, pero al hacerlo termina con su hombría. De esta manera, la Dama del Beso Negro, “metáfora exacta de la pasión verdadera”, es la única loca activa de la historia que, por su apetencia irrefrenable, aniquila toda posibilidad de realizar su deseo porque “cuando el varón accede a abrir su arca y se deja perforar por la lengua, al momento mismo dejaba de ser macho. Está destruido y, al derrumbarse, arrastra a la loca a su caída. Dialéctica de la mayatez que deviene putería, de la putería que se torna macharranería de oropel”. Por otro lado, la Triste Aurora es un personaje mencionado ocasionalmente, pero que se distingue por ser la única mujer del grupo de locas. De ella se sabe que es una mujer enorme y sombría y que, al igual que la Dama del Beso Negro, tiende a ser fatalista. Sin embargo, no sabemos el porqué de su tristeza: ¿es la razón la inevitable pérdida de todo macho del pueblo? ¿Es posible que su fatalismo esté ligado a su condición de mujer? A lo largo de mi lectura, me llamó la atención la poca presencia de mujeres. No es que el autor esté obligado a hablar de ellas —especialmente si es un libro que se centra en un grupo de locas—; más bien es curioso que el narrador se limite a mencionarlas con fines casi decorativos, o quizá como una manera inconsciente —¿o será consciente?— de decir que Paso del macho no es una utopía gay. Sin embargo, el personaje de la Triste Aurora me

incomoda y me deja muchas dudas. Hay una escena donde las locas se encuentran en un camión lleno de machos desnudos y cada una procede a engullir al que tiene enfrente. El narrador deja ver que cada una lo hace por placer y menciona: “Hasta la Triste Aurora tuvo lo suyo.” ¿Qué significa esta pequeña frase? A lo largo del libro, pequeñas intromisiones de este tipo me hacen pensar que la Triste Aurora no disfruta de su sexualidad, y en muchas ocasiones sólo accede a ella porque se encuentra en presencia de las locas. Si éste es el caso, lo que yo en un principio pensé como un libro que pertenece a esa nueva generación de literatura gay que no busca justificarse ni mucho menos fomentar la división de géneros, podría resultar que, entre líneas, promueva la utopía gay: un lugar donde el placer sólo se da en el cuerpo masculino. Sin embargo, es difícil que un texto que no tiene miedo de romper tabús —como la antropofagia— ni de invitar al lector a sentarse a la mesa y degustar platillos mexicanos como el Tamal de Pitopinto, las Nalgas de Criolla sazonadas con hoja de aguacate, chile mulato y crema de cacahuate, o los pechitos de Chamaca en su miel; y que se sale de la visión heteronormativa para presentar a los lectores una alternativa a la historia —ya desgastada— del fin de los tiempos, esconda una vertiente claramente misógina. No creo que la elección de palabras y las breves descripciones de la Triste Aurora sean un simple descuido; forman un personaje que, aunque casi inexistente en la trama, está para crear polémica. 191


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