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Una edición cubana de Sergio Pitol ANTÓN ARRUFAT

Comienzo con una cita de la primera estrofa de un soneto de Du Bellay. Él lo escribió en francés, en el francés renacentista del siglo XVI, yo he de decirlo traducido al castellano de esta edad tecnológica, y quedará así: “Feliz quien, como Ulises, regresa de un largo viaje... / y vuelve pleno de experiencias y razones, / a vivir junto a sus padres el resto de sus días.” Largos viajes emprendió Sergio Pitol desde joven, permaneció por años en diversos países de Europa, dentro del servicio diplomático más de veinticinco años, y al cabo regresó —definitivamente— a México, regresó a vivir, como dijera en su época Du Bellay, junto a los suyos. Semejante a los seres insatisfechos, regresa a su lugar de origen, después de haber visto mucho mundo. Cumplida la intensidad de sus estancias en el extranjero, reside ahora en Xalapa, capital provinciana, circundada de hermosos paisajes. En uno de sus libros que más he disfrutado, El arte de la fuga, este × SERGIO PITOL

perfecto violador de fronteras geográficas y culturales, tanto como de géneros literarios, en ese singular manual de huidas en que conjuga diestramente los viejos géneros del relato y el ensayo, las memorias, el diario y la crónica de viaje, se encuentra esta descripción de una clásica vida retirada a lo Fray Luis: “Por las mañanas salgo al campo, donde tengo una cabaña, y dedico varias horas a escribir y a oír música. De cuando en cuando hago alguna pausa para jugar en el jardín con mi perro. Regreso a la ciudad a la hora de comer... Me comunico con amigos por medio del teléfono. A partir de las seis de la tarde, salvo casos extraordinarios, no hay poder que me haga salir de casa... Este ritmo de vida que a muchos podría parecer desesperante es el único que me resulta apetecible.” Este párrafo confesional aparece al principio del libro, dentro del ensayo titulado con una sentencia de sabiduría zen: “Todo está en todas las cosas.” Como Pitol tiene la costumbre de fechar, y va colocando cronológicamente huellas visibles de su existencia, el texto está fechado en Xalapa, en febrero de 1996. Cuando su vida se hacía de viajar y era tan diferente al reposo de 3


su cabaña, plagada con miles de libros en diversos idiomas, traídos de todas las partes en las que estuvo, quince años antes de su regreso escribió los cuatro relatos que forman Nocturno de Bujara. Los escribió en Moscú, en momentos muy cercanos, dos en 1979, el primero en marzo y el otro en junio, con escasos tres meses de distancia, y en 1980 los dos restantes, uno en octubre y el siguiente en noviembre, tan solo días después. Se trata de relatos extensos (alrededor de treinta cuartillas cada uno). En aquellos meses estuvo poseído por una violenta energía creadora, a la que no son ajenas sus cuantiosas lecturas apasionadas y numerosos viajes por diversas ciudades europeas. En el curso de una entrevista, residiendo su autor ya en México, y para imitar su exactitud cronológica, realizada un 16 de junio de 1990, confiesa haberlos escrito durante una especie de singular “afiebramiento”, lo mismo físico que intelectual. Por el fervor creativo que los une, y porque intentó con ellos ampliar su concepto del relato, los declara entre sus páginas favoritas. La primera edición se imprimió 4

en México, 1981, varios meses después de haberlos escrito. No obstante, la edición que conozco es la de Barcelona, pasados cuatro años, segunda obra que incluyó Anagrama en su colección Narrativas Hispánicas, cambiado el título original por Vals de Mefisto. Durante una de las muchas veces que Sergio Pitol y yo nos hemos encontrado, me dedicó un ejemplar. Recuerdo que fue en Guadalajara y que, naturalmente, aparece fechada la dedicatoria: 25 de febrero del 89. Al presente el papel, alto gramaje, ha amarillado en algo, lo que le otorga como un atractivo de otro tiempo. Ahora, lo que llama mi atención es la portada compuesta sobre un cuadro original de Gustav Klimt, Música I, pues me parece percibir una relación curiosa entre esta portada y el contenido del libro. Sospecho que a Sergio Pitol le complace la obra del pintor modernista, al que a menudo ha mencionado. Hay en sus cuatro relatos, al igual que en ciertos cuadros de Klimt, una superficie traslúcida, resplandeciente, que parece entregarse de inmediato al lector, y al espectador por supuesto, y un fondo sinuoso, de líneas curvadas, que por


el contrario emite señales indecisas, amaga con una verdad o una certeza difícil de descifrar, junto a una ambigua y oculta intensidad erótica. Es lícito suponer que Pitol estuvo involucrado, como suelen estarlo tantos autores, en la realización de la portada de su libro. Si escogió o no el cuadro de Gustav Klimt, lo que ignoro, debió al menos aprobarlo o admitirlo, por una sencilla razón sensible, como demuestran algunos de sus textos: no es extraño al grabado o a la encuadernación, a la presencia tangible de un libro, y principalmente a la relación, de coincidencia o ruptura, cuya eficacia gráfica es la misma que la portada puede establecer con el sentido de una obra impresa. En la segunda narración, “El relato veneciano de Billie Upward”, se halla una confirmación del interés en que el libro como objeto —un cuaderno en el relato— adquiera un valor significativo para el lector: “la composición de aquel cuaderno —se dice, alguien dice en los párrafos iniciales— era una de las mejor resueltas. Los enigmas del texto se insinuaban ya en la misma por tada...” Subrayo los términos “enigmas” e “insinuaban”, enigmas

e insinuaban, decisivos en el discurso narrativo de Pitol. La misma voz nos ofrece, a nosotros, sus lectores, la descripción de esa portada que insinúa los enigmas que han de venir con el resto del texto. Una fotografía trunca, borrosa y color sepia, refleja un palacio en el agua de un canal de apariencia viscosa. Más abajo una palabra al menos efectiva: Venecia. El sepia contrasta y se opone a los refulgentes colores de Gustav Klimt, pero el resto, la apariencia de un canal, lo borroso, lo trunco, lo eminentemente evanescente y esfumado, podrían ser elementos indudables, o mejor, dudosos, de algunos cuadros del pintor austriaco. Dos de estos cuentos, “Vals de Mefisto” y “El relato veneciano…” se inician con un aparente hecho casual o totalmente fortuito: la revista en la que aparece publicado un cuento que ha de revelarle a la protagonista ciertas razones de su fracaso matrimonial cae inesperadamente de su bolso cuando buscaba su pijama de seda azul, o el libro olvidado que es necesario volver a leer. En parte, cuanto ocurrirá a los protagonistas de Pitol se halla prefigurado, aunque de manera oblicua, en algún texto 5


escrito con anterioridad, y donde han de buscar la comprensión o la reivindicación de personajes o acontecimientos posteriores, parece estar en estas escrituras previas que han de leer como se leen los libros sagrados, Vedas o Talmut, en busca de algún desciframiento del misterio de sus vidas. Ellos también intentan comprender y comprenderse mediante la lectura. En “Nocturno de Bujara”, cuento que da título al volumen, Juan Manuel le hace leer un texto de Jan Kott al protagonista narrador, Breve tratado del erotismo, que luego él volverá a leer buscando una confirmación sobre la carencia de identidad en los cuerpos conocidos en la oscuridad tan solo a través del tacto. Varias figuras filiales pasan por estos cuentos. “Hay influencias evidentes —se nos advierte en ‘El relato veneciano’— de Henry James, de Borges, del Orlando de la Wolf.” Sirviéndome de esta clave, recuerdo momentos semejantes que Borges ha destacado en otras escrituras o los que ocurren en la suya propia, y escojo dos de entre ellos: cuando Eneas encuentra en un bajorrelieve sus propias aventuras, y en la segunda parte del Quijote los 6

protagonistas han leído la primera parte de la novela, es decir, son también lectores de la obra que ellos protagonizan. Estos relatos, principalmente los dos primeros, son evidencia de su poética. Abundan inesperadas definiciones, citas de autores que ofrecen alguna pista, como Arthur Schnitzler, advertencias al lector, enumeración de posibilidades narrativas. “La trama se teje en el subsuelo del lenguaje.” Pequeños núcleos dramáticos (o más bien esperpénticos), a punto del estallido. Desinterés por esa dudosa categoría llamada desde hace siglos realidad sin que el hombre o la mujer conozcan hasta ahora definitivamente en qué consiste. Tensiones cuya causa hay que buscar en un juego de hipótesis, creación de una distancia entre el autor y el narrador del relato, la anécdota como pretexto para establecer un tejido de asociaciones y reflexiones libres. Imágenes y acontecimientos unidos por una “sutura muy enterrada”, cuya conexión el lector no advierte hasta que ha avanzado en la lectura. Algo de crónica de viaje, de novela, de ensayo literario. De su fusión o choque se desprende la expresión dramática de la narración, conti-


nuamente interrumpida y diferida reiteradamente. Como sabemos por sus fechas y por confesión del propio Pitol, entre la redacción de estos cuentos media poca distancia, y tal vez por ello tienen vínculos y semejanzas sorprendentes y reveladoras. Están como contaminados entre sí. En la entrevista que antes mencioné, el autor nos revela que han brotado de una necesidad profunda, estado de casi inconciencia, como visiones de las que resulta imprescindible deshacerse. Si esto es cierto, no obstante, el trabajo con la prosa es tan extremado y hermoso a la vez, que no puedo dejar de pensar que en esta poética hay también mucho oficio. Una frase acorde excluye la ambigüedad total. Ha salvado del naufragio o de la oscuridad una forma, un orden dentro (o sobre) el desorden, algún sentimiento del número y de la belleza, hechos que contradicen en algo la afirmación del autor. En esa especie de conflicto entre las visiones y la lucidez de la escritura: de una parte la palabra, con su antigua tradición racional y nominativa, se aproxima a ellas intentando reducirlas a la claridad de la página

escrita, y de la otra, y a su vez, adquiere un esplendor de metal oscuro que no es el de la razón o no lo es del todo. Al referirse a las atmósferas de pesadilla mediatizadas por el arte, inevitablemente mediatizadas, en su artículo sobre la primera novela de Pitol, El tañido de una flauta, observa con acierto Carlos Monsiváis: “su maestría verbal contradice cualquier complacencia en el desastre, equilibra con la 7


razón el desfile de la teratología”. Antes señalé el afán y la minuciosidad de Pitol, su diafanidad en la relación con la sucesión temporal, al menos con su grafía numérica, que siempre consiste en consignar, al final de sus textos, la fecha en que fueron redactados. Uno de sus personajes tiene por igual la costumbre de fechar cuanto escribe. Tal vez en el caso de Sergio Pitol no se trata solamente de costumbre, sino de un acontecimiento más profundo y previo a la costumbre: fijar, en la medida de lo posible, la fluencia asimétrica de la conciencia, dentro de la oscura fluencia temporal, y ponerle marco a esa inagotable oscuridad del enlace de sus anécdotas. Estas visiones e imágenes de dos estructuras, o de dos cápsulas dentro de una estructura, que se prestan luces, entablan un diálogo subterráneo. Cuentos libres en su estructura, y clásicos, aunque parezca una paradoja, en su estilo o ejecución. Mentalidad barroca que se expresa en una prosa clásica. Hay sin duda la necesidad, en el forcejeo con las visiones, de alcanzar lo que podría llamarse visualidad. La narración es puntual: escribe el nombre de las 8

ciudades, de las calles, el título y el autor de los libros citados, mundo tangible que de pronto se vuelve inasible, como si comenzara a desintegrarse. Sus personajes, y nosotros los lectores, alcanzan (o alcanzamos) solo vislumbres, aproximaciones, en eso que Pitol llama, en El arte de la fuga, “la delgada zona que se extiende entre la luz y las tinieblas”. La tesis del carácter doble en la estructura de un cuento —en la que Ricardo Piglia ha insistido en nuestro idioma— podría convertirse en un método válido de interpretación de esta aparente discontinuidad. Según esta tesis, un cuento siempre narra dos historias. Una en primer plano, y la otra, en uno más secreto, el relato visible que esconde un relato secreto, narrado de modo elíptico y fragmentario. El cuento concluye cuando esta historia secreta aparece en primer plano. En “Vals de Mefisto”, la presencia de dos relatos es muy perceptible, y el autor trabaja en él dos historias sin resolverlas nunca. La primera, el final y el desencanto de una relación matrimonial entre una pareja de escritores, y la segunda historia, cargada de un erotismo


indefinido pero muy agudo, el drama entre un anciano director de orquesta, ya retirado, y un pianista al que ha ayudado a triunfar. Ahora bien, estas dos historias se prestan luces y se reflejan la una en la otra, hasta el punto de que la segunda se convierte en la conclusión de la primera, mediante, como se dice precisamente al principio, “una sutura muy enterrada”. Vuelvo al nómada, al trashumante que era Pitol cuando escribió Nocturno de Bujara. Sus viajes, lo sabemos, están fechados y registrados por él mismo. Los diversos escenarios se suceden: Praga, París, Varsovia, Moscú, Venecia, Nueva York, uno tras otro van pasando. Subía a trasatlánticos y a aviones, iba en tren, llevaba un pasaporte y cartas credenciales, sus ropas y maletas, compraba libros en cada lugar, miraba y oía, probaba comidas exóticas y hablaba idiomas que no eran el suyo, desplazaba su cuerpo incansable. A tales desplazamientos, diré físicos y tangibles, que también figuran en sus cuentos, donde sus personajes parecen que van a morir por desplazamiento, sucede un viaje distinto, íntimo y silencioso, sin documentos ni transporte, en el

que las fronteras se difuminan, pierden la sucesión cronológica, y los acontecimientos se amontonan en un espacio sin límites y se disuelven entre ellos. Es el viaje de la memoria, el viaje del recordar. Estos cuatro relatos ocurren también en ese espacio de la memoria. Empiezan a media res, cuando los sucesos decisivos ya han ocurrido, y si ocurren en el presente narrativo, serán contados como si se evocaran. Una oscura pradera los convida al asombro nocturno de la memoria, una oscura pradera va pasando: allí ven ilustres ruinas, ciudades reales y soñadas, paisajes sin nombre, cuerpos del deseo, nombres extraordinarios, callejones de Samarcanda... El primer libro de Sergio Pitol que se publica entre nosotros, Nocturno de Bujara, espera a su lector. A ese lector futuro no he podido más que darle una pequeña muestra de residuos de una lectura inquietante. El encanto que produjeron en mí estos relatos, y que producirán sin duda en el lector cubano, resulta difícil de comunicar, y aún más, de explicar. Pienso que el encanto es una cualidad decisiva del arte. Sin encanto no hay literatura que valga la pena. 9


Pero el encanto elude las explicaciones lógicas, el discurso racional: es un efecto que determinadas cosas y algunas personas, el arte y la literatura, con cierto misterio inasible, nos producen apenas sin proponérselo. Me parece que no hay quien pueda ser, a propósito, encantador.

Hacer la poesía JEAN-LUC NANCY Traducción de Juan Soros

Si comprendemos, si accedemos de una manera o de otra a un linde de sentido, es poéticamente. Eso no quiere decir que cualquier clase de poesía constituya un medio o un centro de acceso. Eso quiere decir —y es casi lo contrario— que sólo este acceso define la poesía, y que no tiene lugar más que cuando tiene lugar. Es por esto que la palabra “poesía” designa tanto una especie de discurso, un género entre las artes, o una cualidad que se puede presentar fuera de esta especie o este género, tanto como puede estar ausente de las obras de esta especie o de ese género. Según Littré, la palabra tomada en sentido absoluto significa: “Cualidades que ca10

racterizan los buenos versos, y que pueden encontrarse en otros lugares además de los versos. (...) Brillo y riqueza poéticos, incluso en prosa. Platón está lleno de poesía.” La poesía es, entonces, la unidad indeterminada de una serie de cualidades que no están reservadas al tipo de composición llamada “poesía”, y que no pueden ellas mismas ser designadas más que asignándoles el epíteto “poético” a términos como riqueza, brillo, audacia, color, profundidad, etcétera. Littré también declara que, en su sentido figurado, “poesía se dice de todo lo que hay de elevado, de conmovedor, en una obra de arte, en el carácter o en la belleza de una persona e incluso en una producción natural”. Así, desde que sale de su empleo literario, esta palabra toma un sentido sólo figurado, pero ese sentido no es, sin embargo, más que la extensión de su sentido absoluto, es decir, de la unidad indeterminada de cualidades cuyos términos “elevado” y “conmovedor” dan los caracteres generales. La poesía como tal es, entonces, siempre idéntica a sí misma, de la obra en verso hasta la cosa natural, y, al mismo tiempo, siempre solamente una fi-


gura de esa propiedad inasignable bajo ningún sentido propio, propiamente propio. “Poesía” no tiene exactamente un sentido sino, más bien, el sentido de un acceso a un sentido cada vez ausente, cada vez más distante. El sentido de “poesía” es un sentido siempre por hacer. La poesía es por esencia más y otra cosa que la poesía misma. O bien: la poesía misma puede muy bien encontrarse ahí donde no hay poesía. Ella misma puede ser lo contrario o el rechazo de la poesía, y de toda poesía. La poesía no coincide con ella misma: puede ser que esa no coincidencia, esa impropiedad sustancial, la convierte, propiamente, en poesía. La poesía no será entonces lo que es más que a condición de ser al menos capaz de negarse: de renegarse, de denegarse o de suprimirse. Negándose, la poesía niega que el acceso al sentido pueda ser confundido con un modo cualquiera de expresión o de figuración. Ella niega que aquello que es “elevado” *

El anglicismo original faire sens se traduce por tener sentido, pero conservamos la traducción literal ya que hay un juego de palabras con el título del ensayo Faire la poésie, Hacer la poesía. (N. del T.)

pueda ser puesto al alcance de la mano, y que aquello que es “conmovedor” pueda ser sacado de la reserva a partir de la cual, precisamente, conmueve. La poesía es entonces la negatividad donde el acceso se vuelve lo que es: eso que debe ceder y, por eso, empezar por eludirse, negarse. El acceso es difícil; ésa no es una cualidad accidental, eso quiere decir que la dificultad hace el acceso. Lo difícil es lo que no se deja hacer, y es propiamente lo que hace la poesía. Ella hace lo difícil. Porque ella lo hace parecer fácil, y es por esto que, desde hace tiempo, la poesía es llamada “cosa ligera”. Ahora bien, ésa no es solamente una apariencia. La poesía hace la facilidad de lo difícil, de lo absolutamente difícil. En la facilidad, la dificultad cede. Pero eso no quiere decir que ella sea allanada. Eso quiere decir que es posicionada, presentada por lo que ella es, y nosotros somos comprometidos en ella. De repente, fácilmente estamos en el acceso, es decir en la dificultad absoluta, “elevada” y “conmovedora”. Aquí se ve la diferencia entre la negatividad de la poesía y su gemelo, la del discurso dialéctico. Ésta 11


aplica, idénticamente, el rechazo del acceso como verdad del acceso. Pero ella se vuelve así un problema a resolver, y una tarea cuyo carácter infinito engendra tanto una extrema dificultad como la promesa, siempre presente y siempre reguladora, de una resolución y por consecuencia de una extrema facilidad. La poesía, por su parte, no está en los problemas: ella hace en la dificultad. (Esta diferencia, sin embargo, no 12

se puede resolver en una distinción de la poesía y de la filosofía, puesto que la poesía no admite ser circunscrita a un género de discurso y puesto que “Platón” puede estar “lleno de poesía”. Filosofía versus poesía no constituye una oposición. Cada una hace la dificultad de la otra. Juntas, son la dificultad misma: de hacer sentido.)* De esto se sigue que la poesía es igualmente la negatividad en el sentido que ella niega, en el acceso al sentido, lo que determinaría ese acceso como un pasaje, una vía o un camino, y que ella lo afirma como una presencia, una invasión. Más que un acceso al sentido, es un acceso de sentido. De repente (fácilmente) el ser o la verdad, el corazón o la razón, ceden su sentido, y la dificultad está ahí, sobrecogedora. De manera correlativa, la poesía niega que el acceso pueda ser determinado como uno entre otros o uno relativamente en otros. La filosofía admite que la poesía sea otra vía (y la religión a veces). Incluso Descartes pudo escribir: “Hay en nosotros semillas de verdad: los filósofos las extraen por la razón, los poetas las arrancan por imaginación, y ellas brillan entonces con mayor resplandor.” (Recitado


de memoria.) La poesía no admite nada de recíproco. Ella afirma el acceso absoluto y exclusivo, inmediatamente presente, concreto y, como tal, incambiable. (No estando en el orden de los problemas, no hay tampoco diversidad de soluciones.) Ella afirma entonces el acceso, no en el régimen de la precisión — susceptible de más y de menos, de aproximación infinita y de desplazamientos ínfimos—, sino en aquel de la exactitud. Está hecho, está cumplido, el infinito es actual. Así, la historia de la poesía es la historia del rechazo persistente de dejar a la poesía identificarse con ningún género o modo poético — no, sin embargo, para inventar uno más preciso que los otros, y tampoco para disolverlos en la prosa como en su verdad, sino para determinar inmediatamente otra, nueva exactitud—. Ésta es siempre de nuevo necesaria, porque el infinito es actual un número infinito de veces. La poesía es la praxis del eterno retorno de lo mismo: la misma dificultad, la dificultad misma. En este sentido, la “poesía infinita” de los románticos es una presentación tan determinada como la cinceladura de Mallarmé, el opus

incertum de Pound o el odio a la poesía de Bataille. Lo que no significa que todas estas presentaciones sean indiferentes o no sean más que figuraciones de una idéntica infigurable Poesía, y que, por el mismo hecho, serían inconsistentes todos los combates de “géneros”, “escuelas” o “pensamientos” de la poesía. Pero esto significa que no sólo hay tales diferencias: cada vez el acceso no se hace más que una vez, y siempre debe ser vuelto a hacer, no porque sería imperfecto sino por lo contrario: porque es, cuando es (cuando cede), cada vez perfecto. Eterno retorno y reparto de las voces. La poesía no enseña nada más que esta perfección. En esa medida, la negatividad poética es también la posición rigurosamente determinada de la unidad y de la unicidad exclusiva de acceso, de su verdad absolutamente simple: el poema o el verso. (Se lo podría también nombrar: la estrofa, la stanza, la frase, la palabra o el canto.) El poema, o el verso, es todo uno: el poema es un todo del que cada parte es un poema, es decir, un “hacer” acabado, y el verso es una parte de un todo que es también un 13


verso, es decir una vuelta, un verso o un reverso de sentido. El poema, o el verso, designa la unidad de elocución de una exactitud. Esa elocución es intransitiva: ella no reenvía al sentido como a un contenido, ella no comunica sino que ella lo hace, siendo exacta y literalmente la verdad. Ella no pronuncia nada más que aquello que hace el oficio del lenguaje, al mismo tiempo su estructura y su responsabilidad: articular el sentido, quedando entendido que no hay sentido más que en una articulación. Pero la poesía articula el sentido, exactamente, absolutamente (no una aproximación, una imagen o una evocación). Que la articulación no sea únicamente verbal, y que el lenguaje pase infinitamente al lenguaje, es otra cuestión —o bien, es la misma: “poesía” se dice “de todo lo que hay de elevado y conmovedor”—. En el lenguaje o en otra parte, la poesía no produce significaciones, ella hace la identidad objetiva, concreta y exactamente determinada, de lo “elevado” y de lo “conmovedor” con una cosa. La exactitud es la realización integral: ex-actum, lo que se hace, 14

lo que se efectúa hasta el final. La poesía es la acción integral de la disposición al sentido. Ella es, cada vez que tiene lugar, una exacción de sentido. La exacción es la acción de exigir una cosa debida, incluso la de exigir más de lo que es debido. Lo que es debido por la palabra es el sentido. Pero el sentido es más que todo lo que puede ser debido. El sentido no es una deuda, no es requerido, y se puede hacer sin él. Se puede vivir sin poesía. Siempre se puede decir “¿para qué poetas?” El sentido es un aumento, es un exceso: el exceso de ser sobre el ser mismo. Se trata de acceder a este exceso, de cederlo. Por eso por qué “poesía” dice más que lo que “poesía” quiere decir. Y más precisamente —o mejor, exactamente: “poesía” dice el más-que-decir en tanto que tal y en tanto que estructura el decir—. “Poesía” dice el decir-más de un más-que-decir. Y dicho así, por consecuencia, el no-decir-lo. Cantar también, por consecuencia, timbrar, entonar, sacudir o golpear. El semantismo particular de la palabra “poesía”, su perpetua exacción y exageración, su manera de otro-decir, le es congénita. Platón (otra vez él, el viejo contrincante de


la poesía) apunta que poiesis es una palabra a la cual se la ha hecho tomar el todo por la parte: el todo de las acciones productivas por la sola producción métrica de palabras escandidas. Esta última agota, entonces, la esencia y la excelencia de esas primeras. Todo el hacer se concentra en el hacer del poema, como si el poema hiciera todo lo que puede ser hecho. Littré (otra vez él, el poeta de la oda a “La Luz”) recoge esta concentración: “poema... de poiein, hacer: la cosa hecha (por excelencia)”. ¿Por qué la poesía sería la excelencia de la cosa hecha? Porque nada puede ser más realizado que el acceso al sentido. Es todo entero, si es, de una exactitud absoluta, o bien no es (ni siquiera aproximativo). Es, cuando es, perfecto, y más que perfecto. Cuando el acceso tiene lugar, se sabe que siempre estuvo ahí, y que igualmente regresará siempre (aunque uno mismo nada supiese: pero se debe pensar que a cada instante alguien, en algún lugar, accede). El poema obtiene el acceso de una antigüedad inmemorial, que no debe nada a la reminiscencia de una idealidad, sino que es la exacta existencia actual del infinito, su retorno eterno.

La cosa hecha es finalizada. Su finalización es la perfecta actualidad del sentido infinito. De ahí que la poesía sea representada con más antigüedad que toda distinción entre prosa y poesía, entre géneros o entre modos del arte de hacer, es decir, del arte absolutamente. “Poesía” quiere decir el primer hacer, o bien el hacer en tanto que es siempre primero, original cada vez. ¿Qué es hacer? Es posicionar en el ser. El hacer se agota en la posición como en su fin. Ese fin que ha tenido como su objetivo, he aquí que ella es su fin como su negación, porque el hacer se deshace en su perfección. Pero lo que es deshecho es, idénticamente, lo que es posado, perfecto y más que perfecto. El hacer cumplido cada vez alguna cosa y él mismo. Su fin es su finalización: en eso se posiciona infinito, cada vez infinitamente más allá de su obra. El poema es la cosa hecha del hacer él mismo. Esta misma cosa que es abolida y posicionada es el acceso al sentido. El acceso es deshecho como pasaje, como proceso, como visado y encaminamiento, como acercamiento y aproximación. Es posicionado como exactitud y como disposi15


ción, como presentación. Es por esto que el poema, o el verso, es un sentido abolido como intención (como querer-decir) y posiciona como finalización: no devolviéndose sobre su voluntad sino sobre su fraseo. No haciendo problema sino acceso. No para comentar sino para recitar. La poesía no es escrita para ser aprendida de memoria: es la recitación de memoria la que hace de toda frase recitada al menos una sospecha de poema. Es la finalización mecánica la que da acceso a la infinidad del sentido. Aquí la legalidad mecánica no está en antinomia con la legislación de la libertad, pero la primera libera a la segunda. La presentación debe ser hecha, el sentido debe ser hecho y perfeccionado. Eso no quiere decir producido ni operado, ni realizado ni creado, ni actuado ni engendrado. Exactamente, eso no quiere decir nada de eso, nada menos que no sea para empezar, en todo eso, lo que el hacer quiere decir: lo que el hacer hace al lenguaje cuando él lo perfecciona en su ser, que es el acceso al sentido. Cuando decir es hacer y cuando hacer es decir. Como se dice: hacer el amor, que no es hacer nada, sino hacer existir un acceso. 16

Hacer o dejar: simplemente posicionar, depositar exactamente. No hay hacer (no hay arte o técnica, no hay gesto, no hay obra) que no sea más o menos sordamente trabajado por esta deposición. Poesía es hacer hablar a todo — y depositar, a cambio, todo hablar en las cosas, él mismo como cosa hecha y más que perfeccionada. Recitación de infancia: Es schläft ein Lied in allen Dingen, / Die da träumen fort und fort, / Und die Welt hebt an zu singen, / Triffst du nur das Zauberwort. Este asunto de la poesía, tan viejo y tan pesado, cargante y pegajoso, resiste a nuestro aburrimiento y a nuestro hastío más fuerte por todas las mentiras poéticas, por los amaneramientos y por las sublimidades. Incluso si no nos interesa, ella nos detiene necesariamente. Tanto hoy como, de otra forma, en la época de Horacio o la de Scève, la de Eichendorff, de Eliot o de 1

Georges Perec, Un hombre que duerme, Impedimenta, Madrid, 2009, p. 24. Traducción de Mercedes Cebrián. 2 En carta a Felice Bauer, citada por Elías Canetti en El otro proceso de Kafka, Muchnik, Barcelona, 1981, p. 185. Traducción de Michael Faber-Kaiser y


Ponge. Y si se ha dicho que después de Auschwitz la poesía era imposible, y luego que, por el contrario, después de Auschwitz era necesaria, es precisamente a la poesía a la que le parece necesario decir una y otra cosa. La exigencia de acceso del sentido —su exacción, su solicitud exhorbitante— no puede cesar de detener el discurso y la historia, el saber y la filosofía, el actuar y la ley. Que no nos hablen de ética o estética de la poesía. Es más arriba, en su más que perfecto inmemorial, que se sostiene el hacer llamado “poesía”. Se sostiene agazapado como un animal, tenso como un resorte, y así en acto, ya.

Ninguna melodía MARTÍN CINZANO JOSEPH JOUBERT

Pero muchos, después de anudar bien, desenlazan mal; es preciso, sin embargo, que ambas cosas sean siempre aplaudidas.

Aristóteles, Poética

Alguien escribe. 3

Georges Perec, Un hombre que duerme, p. 20. 4 Aristóteles, Poética, (30-35a), p.157: “Es preciso, por tanto, que, así como en las demás artes imitativas una sola imitación es imitación de un solo objeto, así también la fábula, puesto que es imitación

de una acción, lo sea de una sola y entera, y que las partes de los acontecimientos se ordenen de tal suerte que, si se traspone o suprime una parte, se altere y disloque todo; pues aquello cuya presencia o ausencia no significa nada, no es parte 17


Es lo único y no hay más: ni versos, ni poemas, ni capítulos, ni aforismos. Nada; sólo alguien, cualquiera, trazando grafías susceptibles de reconocerse como letras. Si estas letras se encuentran alineadas o no, es algo que entrará también en el juego de ese reconocimiento donde saldrán a relucir las palabras y las frases y los párrafos. Después, si ese alguien convierte tal re-conocimiento en un conjunto arbitrario de sentido y le asigna divisiones, funcionalidad, interdependencia, “nudos” e historicidad a esas grafías que ahora va tejiendo una a una sin visos de miramientos hacia la totalidad o la fragmentación, no impedirá arrancar de esa escena un hecho tan simple como el del comienzo: alguien escribe. Imaginar escribir una sola letra sin considerar la posibilidad de seguir por el camino de una “obra”, eludir el desafío de la “pieza” y no 5

Joseph Joubert, Pensamientos, Aldus, México, 1996, p. 33. Traducción de Luis Eduardo Rivera. Recueil des pensées de M. Joubert se dio a conocer por primera vez en 1838, en París, catorce años después de la muerte de Joubert, en una edición preparada y prologada por Chateaubriand. Un siglo más tarde, 18

atender al llamado de la continuidad ni tampoco al de la discontinuidad como participación anómala del conjunto: incluso en una época en la que aún se aprecian tanto las “obras”, las “obras acabadas”, “redondas”, en las cuales “no queda nada suelto” y “todo está en su lugar”, es posible imaginar a ese alguien ataviado con la cobardía necesaria para sólo escribir. El que la valentía se asocie a la obra y la cobardía a su ausencia, dice bastante respecto del rango alcanzado por la productividad. Frente a la inacción, siempre será preferible hacer cosas. “Eres un holgazán, un sonámbulo, una ostra… te sientes poco hecho para vivir, para actuar, para hacer cosas; no quieres más André Beaunier publica la totalidad de sus manuscritos bajo el título de Cuadernos (París, Gallimard, 1938). En español permaneció inédito hasta 1995, cuando Edhasa publica en Madrid una breve selección de sus Pensamientos, traducida por Carlos Pujol. Véase, en la edición española aquí utilizada, “Joubert, nuestro contemporáneo”, prólogo de Luis Eduardo Rivera, además de los ensayos de Maurice Blanchot, “Joubert y el espacio” (también incluido en El libro que vendrá, pp. 69-76) y “Joubert”, de Georges Perros. Por otra parte, existe otra selección de sus escritos publicada


que durar, no quieres más que la espera y el olvido… La vida moderna generalmente aprecia poco tales anhelos.”1 Pero cuando Kafka se estira sobre la hierba y ve pasar a “un hombre más bien distinguido”, que lleva prisa, siente con orgullo “las delicias (…) de ser un desclasado”.2 El anhelo de sólo escribir, fuera de la obra, tampoco es apreciado. Debe existir un proyecto, algo más que la espera y el olvido, o por lo menos un programa que los justifique. Debe, pues, existir una obra. “No acabarás tu licenciatura, no empezarás ningún posgrado. No estudiarás más”:3 de tal antiproyecto no se podrá esperar nada bueno, mucho menos un aprecio por parte de la vida moderna. Elogiar la vagancia (o preferir no hacerlo, estirado sobre la hierba), sólo podrá participar dentro de una apuesta mayor y más digna, pues de lo contrario no hay negociación posible. A veces, en el mundo loco, las viejas reglas de antaño se mantienen firmes en su lugar. La normativa aristotélica relativa a la unidad de la fábula —en cuanto imitatio de una sola y entera acción—, a pesar del largo historial de refutaciones y remisiones, goza de excelente salud en la crítica literaria y se cuela

entre la multitud de juicios del habla cotidiana.4 En ese orden —el orden del todo— los que no se arman de valor y resultan incapaces de acometer la empresa exigida por la entereza de la obra, será porque el requerimiento es demasiado grande para ellos, y, por tanto, no responderán al dictum. ¿Era el caso de Joseph Joubert? Al menos será otro nombre del que este ensayo podrá servirse para indagar las relaciones entre la pareja “escritor”/ “autor” y las atribuciones de esa “curiosa unidad” —al decir de Foucault— llamada “obra”. Previamente a la declaratoria hegeliana del agotamiento del arte como expresión privilegiada de los contenidos del espíritu, es decir, sólo un poco antes de que al arte se lo diera por muerto, se reflexionaba acerca de las relaciones entre los libros y sus “autores”, entre la “obra” y el artista. A la sombra de Chateaubriand y Diderot, y sin haber publicado durante toda su vida, Joubert, en Francia, escribía hacia finales del siglo XVIII —esto es, en medio de un clima revolucionario— lo siguiente: “El obrador debe tener sus manos fuera de su obra, es decir que no necesita apoyarla con sus explicaciones, con 19


género del “diario de vida” es practicado por los poetas (y no sólo por ellos) hasta el embelesamiento autocontemplativo, constituye una disonancia y aún hoy (en especial hoy) resulta un desatino. El fragmento citado de Joubert podría leerse como un antecedente valioso a la hora de escarbar en el pasado de aquel “nacimiento del lector” anunciado por Barthes, tan importante, a su vez, para los modelos hermenéuticos establecidos por aquella escuela crítica que mucho tiempo después de Joubert se dio en sus notas y prefacios: que el pensamiento sea subsistente fuera de las aptitudes, es decir fuera de los sistemas y de las intenciones del autor.”5 Exigir la subsistencia del pensamiento por sí solo, señalar la sola presencia de la obra “fuera” ya de cualquier alcance por parte del “obrador”, en un siglo como el de Joubert, donde ese obrador es una personalidad suficientemente acreditada en tanto clave de inteligibilidad de sus obras, y donde el 6

La mención al insecto, claro está, se dirige a Kafka. El proyecto de “hacerse cada vez más pequeño”, como apunta Canetti, se revuelve en primer lugar con20

tra las tentativas de matrimonio, pues en el matrimonio “uno no puede disimularse en lo pequeño: hay que mostrarse”. La estrategia de hacerse pequeño como un insecto y sustraerse “ante la supremacía del prójimo”, de todos modos, implica un esfuerzo, y ahí radica quizá la mayor distancia entre Gregorio Samsa y la “duración” sin temor del personaje de Un hombre que duerme. 7 “Por lo regular —señala Luis Eduardo Rivera a propósito de este “escritor sin obra” que sería Joubert—, la justificación de un Diario literario presupone la existencia de una obra publicada y avalada, y funciona como un apéndice de ésta; a través de él nos acercamos a las motivaciones de su autor, a sus procesos creativos, a sus gustos personales, a su concepción del arte, de la vida, etc. Su principal interés se halla en


llamar estética de la recepción (Rezeptionsästhetik); pero si junto a ello recordamos que para producir tal “nacimiento” era necesario asegurar en primer lugar la “muerte del autor”, entonces, en cuanto a nuestros propósitos, Joubert se constituye en un sospechoso de primer orden y en un desafinado. Sospechoso del crimen del autor, por cuanto advierte una separación radical, en el terreno del arte y la filosofía, entre el productor de una obra y la obra misma. Un sentido de no-pertenencia o de desapropiación, un corte, una interrupción de la conexión, en apariencia tan natural, establecida entre la obra y el artista, que es artista porque hace obra. Pues aun cuando la obra siga siendo, según todos, “su” obra, la intencionalidad y el “sistema” del autor han sido apartados cada cual en virtud de una subsistencia separada y exterior como la del pensamiento, tal y como si éste permaneciera bajo un orden distinto, acaso impersonal, y sin necesidad alguna de incluir a los autores. Hoy resulta más o menos que nos introduce en ciertas zonas de la creación artística que la obra acabada nos oculta. Un Diario literario, pues, depende

reiterativo hablar de “autor sin obra” y de “obras sin autor” (o de “verdaderos” poetas, que lo son porque no escriben y en cambio viven el poema) pero las fórmulas suelen tragarse mucho más de lo que dicen y tornarse inexplicables. El problema de la obra, su sola pregunta, y no la pregunta por su definición, es difícil de materializar. Joubert, por lo pronto, ha descartado la pregunta por el autor en tanto origen, al tiempo que ha interpuesto una distancia irrecuperable entre ese supuesto origen y “su” producto. Si tal autor se encuentra de golpe con una “obra” de quien presume ser el productor, no será para reclamar la adjudicación de una paternidad —a través de una aclaración de intencionalidades, por ejemplo—, sino para enfrentarse a ella como cualquier otro lector. Por otra parte, la exigencia de no explicación de las obras (la ausencia de prólogos, en lo sucesivo tan presentes en gran parte de la escritura filosófica y literaria), marca una distancia importante en un momento histórico donde al arte le apremia la prescripción de un acompañamiento 8

Michel Foucault, ¿Qué es un autor?, p.

13. 21


teorético capaz de sustentarlo (a través de un programa estético) en cuanto respaldo filosófico indicado para hacer juego con la deliberación política, entroncándose de tal modo con los requerimientos de una época en la que nada es seguro y se habla, se mira y se escribe bajo el sesgo de la traición. Pero Joubert pareciera estar lejos de esos programas y respaldos; no contra ellos, ni siquiera aislado de ellos, sino simplemente en otra parte, escribiendo. Pareciera que, como el hombre que duerme, sólo quisiera durar entre los hombres: ni tan siquiera darles la espalda mediante la sustracción de “hacerse cada vez más pequeño, cada vez más callado, cada vez más liviano, hasta desaparecer” como el Kafka de Canetti, sino, en lo posible, emitir los ruiditos de siempre, apoyar una taza sobre la mesa, bostezar, aplastar un insecto, pisar las calles, repetir.6 En cuanto a su carácter desafinado, aquí no se apunta nada extraordinario; Joubert ha sido considerado una rara avis que escribió 9

“Cuando en el interior de un cuaderno lleno de aforismos se encuentra una referencia, la indicación de una cita o una dirección, una cuenta de la lavandería: ¿obra o no obra? ¿Y por qué no?” 22

fragmentos o notas breves relacionadas con diversas materias durante más de cincuenta años, anotaciones cuya escritura sólo estaba reservada para quienes poseían una “obra a cuestas” y que precisamente fueran capaces de esclarecer los pormenores y dar luz sobre el proceso de producción de tales obras.7 Por el contrario, “Soy, lo confieso, como un arpa eolia, que produce algunos bellos sonidos, pero que no interpreta ninguna melodía”. ¿Es el “sistema” de Joubert? No interpretar ninguna melodía y sólo “sonidos”, bellos o no, pero que en todo caso no se inscriben en el marco más general de una partitura, sin duda marca una posición alejada del retrato que podríamos esbozar —así sea en torno a su época como en la nuestra— de un “autor”. Todavía más: el que aquí se inserten dos citas provenientes de Joubert no permitiría proclamar “el pensamiento de Joubert”, ni tampoco hablar de “la teoría de Joubert acerca del autor”; si los “sonidos” han sido agrupados en unos cuantos libros (siendo de tal modo contenidos bajo una idea más cercana a lo melódico), eso no corresponde sino a uno de los tantos accidentes tan bien planeados por


la industria editorial (y gracias a los cuales, dicho sea de paso, hoy es posible leerlo), pues la “obra a cuestas”, la melodía de Joubert, no existe. No apoya nada, no tiene posibilidad de hacerlo ya que no hay, en su caso, imagen ya instituida. Es quizá sólo un murmullo discursivo, una superficie de contacto “carente de arrugas”, como querrá, dos siglos más tarde, el filósofo enmascarado. Sus Pensamientos se podrán leer bajo la forma del “diario” de un hombre sin sistema ni tratados, pero qué extraño “diario”: es imposible hallar en él “intimidad”, fechas o elementos autobiográficos. Sin embargo, el terreno se nos puede volver impenetrable al preguntar: ¿y si tales anotaciones hicieran, después de todo, la “obra” y pasaran a leerse entonces como las notas de alguna extraña “melodía”? Este tipo de preguntas, extensibles a todo cuanto alguien haya dejado escrito, dicho o dibujado durante su vida, es lo que a Michel Foucault le lleva a cuestionar a la “obra” como unidad válida y propia de la especificidad de

un “autor”. “‘¿Qué es una obra?’, ¿qué es, pues, esa curiosa unidad que se designa con el nombre de obra?, ¿de qué elementos se compone? Una obra, ¿no es aquello que escribió aquel que es un autor? Se ven surgir las dificultades. Si un individuo no fuera un autor, ¿podría decirse que lo que escribió, o dijo, lo que dejó en sus papeles, lo que se pudo restituir de sus palabras, podía ser llamado una ‘obra’?”8 “La palabra ‘obra’, y la unidad que designa — concluye Foucault— son, probablemente, tan problemáticas como la individualidad del autor.” Dificultades insalvables, además, porque de paso las preguntas de Foucault proponen varias definiciones de obra. “Unidad”, “papeles”, “composición”, “escritura”, “decir”, “palabras” (“una cuenta de la lavandería”):9 todas ellas tienen clara posibilidad de conformar y definir —en el sentido de delinear— una obra. Pero así como la tienen, no la tienen, y el problema permanece porque los “papeles” andan por ahí volando y las “palabras” se

10

Maurice Blanchot, El libro que vendrá, p. 223. 11 Ibidem. “De ahí que (…) Kafka y Valéry, separados por casi todo, próxi-

mos por su único afán de escribir rigurosamente, se encuentren para afirmar: Toda mi obra es sólo un ejercicio.” 23


derraman. Otro tanto ocurre con las “clases”, las “entrevistas”, las “conferencias”, los “discursos”, las “discusiones”, los “seminarios”, en fin: hasta la misma “sesión” en la que Foucault plantea estas preguntas quizás no sea propiamente considerada una “obra de Foucault” en el “sentido estricto” de una “obra”, en el supuesto de que tal sentido sea posible de precisar. Pero la búsqueda del escritor, al igual que la del autor, quizá no vaya por el camino sin fin de la definición o indefinición de una obra. Aunque, por otro lado —y ésta es la gran dificultad anclada en establecer lo que “es” o “no es” una “obra”—, tal vez sí se encamine por ahí. Las preguntas abiertas por Foucault son cruciales porque aun cuando vayan dirigidas hacia el supuesto lugar ocupado por el autor después de declarada su muerte, plantean además la cuestión de la obra “fuera” de la autoría, de modo tal que ese “alguien que escribe”, aun si no le incumbe atender a un supuesto horizonte donde le esperaría una obra, podrá tener relación con ella. Lo publicado o lo no-publicado, punto de separación entre el author y el writer, no dice tampoco nada respecto a lo que es o no es 24

una obra; cualquier escrito o declaración, inclusive cualquier “clase” o “sesión”, en algún momento deberá encontrarse en estado inédito, pasar por su estado de no-publicación, estar derramada, y no por ello un autor es menos autor ni se encontrará en un estado más cercano al del escritor. Por tanto, otra vez, el establecer una posible distinción está y no está en la pregunta por la obra. Dicho de otra manera, no interpretar la melodía y salvar el obstáculo de consagrarse a una “composición”, pero escribiendo, tal vez separe al “escritor” (no importando dónde esté su obra y cuáles sean sus límites) del “autor”, pero al mismo tiempo quizá no los separe en absoluto y, aún más, los vuelva indiscernibles. 12

Witold Gombrowicz, Diario argentino, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2001, pp. 44 y 46. Traducción de Sergio Pitol. Por su parte, Deleuze es quien escribe: “La literatura se decanta más bien hacia lo informe, o lo inacabado, como dijo e hizo Gombrowicz.” (“La literatura y la vida”, en Crítica y clínica, p. 11). Además, en el prólogo a Cosmos, Gombrowicz se plantea una pregunta muy alusiva al respecto: “¿Es que realmente no se puede expresar nada en el momento de su nacimiento, cuando se


En cambio, “lo que atrae al escritor, lo que hace vibrar al artista no es directamente la obra, sino su búsqueda, el movimiento que conduce a ella, la aproximación de lo que hace posible a la obra (…) De ahí que un pintor, antes que un cuadro, prefiera los diversos estados de ese cuadro.”10 Que tal “movimiento” contornee con más precisión la pregunta por el escritor, y no ya la pregunta por el autor, ha de considerarse en relación con un deseo —de ese “alguien escribe”— que se niega a cerrar o a empezar la “obra” y, por tanto, a interpretar melodías. Una suerte de poética de la inconclusión o de lo inacabado, de lo que sigue pero que aun así se corta, tal cual ocurre en las novelas de Kafka o en las de Roberto Bolaño, comienza a acometer el avance de la escritura hacia un lugar equidistante a todos los trata aún de algo anónimo? ¿Es que nunca nadie será capaz de transmitir el balbuceo del momento que nace? ¿Por qué razón si hemos salido del caos no podemos nunca entrar en contacto con él?” (Cosmos, Seix Barral, Barcelona, 1984, p. 35. Traducción de Sergio Pitol). 13 “Hay que añadir, además —dice Gombrowicz recordando sus primeros años en Argentina— que cuando no se tiene una situación social, honores,

WITOLD GOMBROWICZ

inicios pero también a todos los finales: “muchas veces el escritor desea no terminar casi nada, dejando en estado de fragmentos a cientos de relatos que tuvieron el interés de conducirlo a un punto determinado y que debe abandonar para tratar de ir más allá de este punto”.11 Lo inacabado: cabría pensar si desde allí también se puede leer. Pensar lo inacabado no ya bajo el horizonte de la obra: pensar lo inacabado de una escritura que nunca emprendió el camino para 14

Giorgio Agamben, “Genius”, en Profanaciones, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2005, p. 14. Traducción de Flavia Costa y Edgardo Castro. 25


acabarse, no importándole si de golpe se cortaba. Eso tal vez sea más difícil de asumir (y quizás habría que imaginar otra palabra) mientras “lo inacabado” mantenga una relación, aunque sea negativa, con lo acabado, como si lo inacabado fuera en todo caso una promesa, una promesa de melodía. En ese sentido, “descomposición”, “fragmentación” y “poética” (aunque sea de “lo inacabado”) son palabras renuentes a abandonar por completo la promesa de una composición y

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una totalidad: como se quiera, esas palabras han contraído deudas con la melodía. Pero de esta oscura dialéctica, aparentemente sin salida, no hay por qué extraer conclusiones de imposibilidad; la escena donde “alguien escribe” se sigue desenvolviendo lejos de posibles o imposibles, y tanto el “punto” como la “búsqueda” mencionados por Blan15

Roland Barthes, “De la escritura a la obra”, en Barthes por Barthes, p. 147.


Lobos para un amor que se despide y otros poemas JUAN JOSÉ MACÍAS

de los viejos amores. En los campos la primera flor de los rosales es un pasado vivo. NO TE OLVIDES

No te olvides de mí. Tengo el corazón repleto de caballos que antes dormían en mi respiración. No te olvides mucho menos de las viejas palabras de la tribu. Las palabras perdidas dormitan en el aire. Su música especial que ya no conocemos se habrá ido, modesta, humilde, deslizándose por la oreja de un dios que ha quedado en silencio.

que da el árbol es pan elaborado. Y el agracejo, el cabrahígo, el acebuche EL FRUTO

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y el peruétano aun, se han convertido en vid, higuera, olivo y peral. Quédate por aquí. Ándate por estas tierras que son tuyas, como tuyos son los capones que tienen a sus gallinas; y el agua, los abonos, los animales útiles. Quédate por favor. Estos prados no tienen más rey que el sol en el verano. Se acabaron los ilotas, los siervos, los vasallos, fenecieron a dicha los repartimientos, y sola se siembra y crece la hierba. Mírate en igualdad con la tierra y la lluvia, con el trigo y la uva. Quédate a conjurarme de otra prueba de hambre, de otra muestra de sed.

corazón en arresto a la muerte. Mujer también como tú, pero ligada de otro modo al ángel que es la dicha. TENGO EN MI

El filo del amor que ya no hiere ella sabrá recobrarlo para mí. 28


Quién sino ella tan similar al corazón que es ciego en lo que busca. Así ha de ser mi espíritu: el último vapor de una seca rivera. Suena un laúd en Languedoc. Escucha. Queda un poco de aquel remoto cielo, todavía, bajo la luz presente.

una puesta de sol y su salida guárdame la esperanza. TÚ QUE ERES

Detente en los castillos, descorre los cendales, pregunta a los romeros adónde fue la amada. ¿Quién la tendrá en su aduar? ¿Quién otro en su cabaña? Las tiendas del amor acogen cualquier forma. No te afanes, me dice un dios sólo palabra, en sortear el destino que es mi esclavo: el barro vive aun en sus pedazos. 29


LOBOS PARA UN AMOR QUE SE DESPIDE

Oh mujer que te alejas de mí para matarme, no te apartas con ello del amor que lastima. No hay mejores amores, no hay seguros caminos. No olvidará tu paso ese modo de andar cuando vivíamos. Mujer por ti crecían como selvas los árboles y al pie de los sembrados murmuraban los ríos. Ay mujer tú sabías: en nuestras humedades dios estaba formándose. Ay mujer tú sabías que a la duda no llegan los sentidos. Ay mujer tú veías que en mi presa los peces son rebaño y pastor. Oh mujer que despiertas los lobos de mi alma, escúchalos aullar en la noche incesante. Mujer que comparaba con el trigo y la uva como un niño que juega en el país de los víveres. Aya de la esperanza, ajena a toda culpa, del bosque recogía para ti sus leyendas. Oh espejismo de flores que en el erial de mi alma, tenías por centinela a un lobo que no duerme. Hermana de la piedra que construye el hogar, dama de la semilla que trabaja el mendrugo. Oh espejismo de flores, oh fronda de esmeraldas. Ay mujer que despiertas los lobos de mi alma y que han de morderte un día. 30


El soldado desconocido ALEJANDRO MENESES

Alejandro Meneses debió tener 24 o 25 años cuando escribió este relato. Poco después aparecería, en 1987, su primer libro. “El soldado desconocido”, que presenta diversas similitudes con “El fin de la noche”, la suerte de noveleta que cierra Días extraños justamente, sería sin duda parte de éste si las circunstancias no hubiesen obrado en contra de su autor. No se puede decir, sin embargo, que en la existencia azarosa de Meneses semejantes pérdidas se convirtieran en lamentos. Ni siquiera, para acabar pronto, menciones al desgaire. De ahí que quienes lo tratamos con frecuencia tengamos hoy serias lagunas en cuanto a obras inconclusas u olvidadas en alguno de los muchos sitios que habitó. Para muestra basta un botón: no tenemos certeza alguna acerca del año de su nacimiento ni contamos con algo más que conjeturas sobre la fecha precisa de su muerte, que podría haber ocurrido entre el 2 y el 3 de julio de 2005. Durante poco menos de un año, entre 1984 y 1985, Alejandro Meneses obtuvo un empleo en Tapachula. Mientras se adaptaba a la vida chiapaneca, se acogió a la hospitalidad de la familia Santizo Rodas. Un cuarto en el traspatio fue su habitación hasta que cambió de domicilio. Con el paso del tiempo, ese lugar se fue llenando de trebejos. El año pasado, al efectuar un reacomodo de su contenido, localizaron una carpeta de cuartillas mecanografiadas en papel oficio. Además de “El soldado desconocido”, corregido de puño y letra por su autor, figuraba un par de cuartillas más. Cuando se cumplen seis años del fallecimiento de Alejandro Meneses, haya tenido lugar el 2, el 3, publicamos este relato gracias a Sara Inés Santizo, quien tiene bajo su custodia el manuscrito. (JES) 31


ALEJANDRO MENESES

para Norman Mailer y Jim Morrison (por ciertas palabras, la historia y algunos nombres propios)

En los ojos del cadáver vio países que nunca había visitado, rostros, ríos o montañas que sólo eran imaginación de la muerte. El japonés se le murió en las manos: una bocanada de sangre y sus ojos clausuraron la entrada a ese lugar imposible que había vislumbrado. Recordó el sitio donde estaba, recordó el ruido de las bombas que hacían profundos hoyos a medio kilómetro. Dejó caer la cabeza del japonés, que hizo un ruido de cacharro inservible al rebotar en las piedras de la colina. Una cosa que siempre le pasaba en la guerra (cuando sentía miedo, cuando reflexionaba en su situación) era esa oleada de piedad por sí mismo, vagas estampas de otros tiempos más felices en su ciudad, Boston, cuando estaba con su mujer y la hija que casi no conocía. El cuerpo era pequeño, su rostro el prototipo del oriental anónimo, perdido en una maraña de ciudadanos retratados en alguna vasija de porcelana. Era un japonés, un enemigo, el que había muerto en sus manos. No recordaba quién había sido el que disparó. Hopkins había dado la voz de alarma (más bien un grito de pánico), pero no pudo precisar quién había accionado la ametralladora. Recordó el sobresalto, la salida brusca del sueño, cuando el centinela gritó, cuando alguien que no recordaba saltó al nido y apuntó a la maleza. El saldo era un japonés muerto. Poco antes había terminado su turno de guardia y ese azar lo angustió por un momento: él pudo haber matado al pobre diablo (en las últimas semanas de la campaña los cadáveres japoneses eran más flacos, más miserables), pero pensó “Esto es la guerra, esto es lo que me pagan por hacer, no importa, en cuanto más mejor. Lo que no llego a entender es qué hacía este tipo en nuestras líneas, porque no era una patrulla, fue él solo quien se delató al mover una rama o al suspirar lo suficientemente fuerte como para alertar al centinela. ¿Qué hacías, maldito japonés, hijo de tu 32


EL SOLDADO DESCONOCIDO

puta madre, no sabías que te ibas a morir?” Al poco rato regresaron los que habían ido a buscar a la posible patrulla. Él ya sabía que no habían encontrado a nadie más. El muerto era el único contra el que había disparado un pelotón completo. —Nadie más… —la voz de Gallaher sonaba irreal, como si hablara en sueños. —Al diablo con el asunto, llévalo a la barranca y tíralo. Mañana ya estará apestando. —No, no podemos hacer eso. He oído decir que en el Japón hay más de cien mil católicos… éste podría ser uno de ellos. Mejor hacemos con enterrarlo. —Te vas al diablo, Minneta, no voy a perder una hora de sueño para enterrar este bicho… Si no lo hubiera oído tú podrías ocupar la fosa en este momento. Las voces de Gallaher, Hopkins, Minneta y Red aumentaban su sensación de crimen. “Una banda que desaparece el cuerpo del asesinado”, pensó con cierto enojo. —Hey, Pollak, los judíos no creen en Jesús, ¿verdad?... deja esa basura o llévala a la barranca. No pierdas el tiempo en tus reflexiones, que sólo nos desvelan. Ése era el problema. Era una pieza que no encajaba en el grupo de soldados. Sintió que su cuerpo le estorbaba, que estaba de más en esa selva, en esa noche del Pacífico. “Mejor estaría ahora en casa”, pensó con cierta nostalgia y se imaginó un cuadro que había añorado desde que el barco que lo trajo al frente salió de la bahía de San Francisco (la última postal que se trajo en los ojos fue un amanecer ceniciento, acomodado como un gato sobre la ciudad): May servía la sopa mientras él jugueteaba con su hijita, el vapor del guiso lo hacía sentir una especie de cariño filial por su esposa, veía su cara y la sonrisa que demostraba una boca sensual. Pensó que ahora estaría perdido en los olores de May bajo las sábanas, en la alegría que le daba escuchar la respiración tranquila de su hija en la habitación contigua mientras él tocaba los senos pequeños y firmes de May. —Judío cagón, tira esa basura y déjanos dormir —la voz de 33


ALEJANDRO MENESES

Hopkins desdibujó la imagen y el tacto de su esposa. Los hombres se iban metiendo en las tiendas, Hopkins tomaba su puesto en el hoyo de guardia. “Él lo mató”, pensó mientras imaginaba la cara huesuda y amigable del japonés. Trató de definir la expresión que había tenido el tipo mientras las balas le perforaban la barriga y le hacían una flor blancuzca de intestinos en la piel. Minneta se acercó y trató de levantar el cadáver, lo tomó de los tirantes de la mochila pero de pronto se contuvo. Soltó el peso muerto y empezó a hurgar en la mochila. —Siempre es bueno guardar un recuerdo —dijo mientras se afanaba y tiraba objetos que iba extrayendo del interior. —¡Nada!... sólo trapos y comida podrida. Se ve que están en las últimas, nada. En la campaña de las Filipinas, Minneta había despojado a un cadáver de sus dientes de oro, a otro de un puñal que según él era de samurái, y a un oficial de sus insignias. Al tomarlo de los brazos, Minneta sintió el reloj. —Vaya con el chinito —la confusión era usual en él—; era raso pero mira la joya que se gastaba. Le quitó al cadáver el reloj y lo guardó en un bolsillo de la chaqueta. Pollak estaba a un lado y trataba de reconstruir su odio contra los que lo llamaban judío de mierda y la imagen de su mujer, dormida bajo el cuadro de los Alpes que colgaba en su recámara de San Francisco. —Anda, judío, vamos a tirar el cacharro. —Llévalo tú… antes querías enterrarlo y ahora te da lo mismo. Minneta suspiró y arrastró el cadáver hasta el borde de la barranca. Pollak oyó el ruido sordo que hizo al chocar contra las piedras del río, pensó en los ojos del japonés nuevamente. Quiso regresar a su tienda y tratar de dormir, pero algo en su interior estaba colgando, como un trapo sucio que se ha lavado y debe de recibir el viento y el sol de varios días. “Ésta es la guerra”, trató de convencerse, pero siempre sentía esa escoria que lo molestaba en momentos como ése. 34


Él mismo había matado. Pero eran hombres sin rostro, eran puntos que se movían, y cuando era artillero ni siquiera eso porque no se podían ver los cuerpos que a tres millas se retorcían bajo el bombardeo, se agarraban el vientre o la cabeza y chillaban. Ni siquiera eso era la muerte en esos momentos. Simplemente se accionaba la perilla del mortero y el infierno se realizaba muy lejos, donde no se podían ver los rostros de los japoneses agonizando. No se dio cuenta cuando se quedó dormido. Lo último que sintió fue la piel de May, sus senos rozándole la cara, el calor de las sábanas en San Francisco. —Apaga ese radio de una vez —Hopkins se había despertado de mal humor. Poco antes había sudado en la letrina del campamento mientras sus vísceras se estiraban con furia, había visto la luz lívida del amanecer de la selva en cuclillas, sintiendo que su estómago se iba yendo, que una tenaza le jalaba el culo. Una gota de sudor le escurría aún cuando se acercó a la hoguera donde estaban los demás. —Alguien hiede… los cabrones de la cocina no lavan bien los trastos —la voz burlona y pastosa de Minneta se dirigía a Hopkins con un dejo de camaradería. —Te vas a la mierda… Pollak seguía entre el sueño y la vigilia. Tenía conciencia parcial del entumecimiento de sus piernas, trataba de retomar la historia que estaba soñando cuando decidió despertarse del todo. La selva empezaba con sus maitines, un pájaro invisible contestaba el llamado de otro, los monos se rascaban y buscaban los primeros frutos del día. 35


ALEJANDRO MENESES

—Pollak, también los judíos desayunan, ¿no? Las carcajadas ante la broma tan absurda a esa hora. Pollak entró de lleno a la realidad y se levantó, sintiendo que podía nombrar cada uno de sus músculos, que podía sentir hasta el último cabello del cuerpo. De la tienda del Estado Mayor entraban y salían ordenanzas, oficiales que iban con despachos, con instrucciones para la actividad de ese día. Hopkins fue el primero en notar el trajín inusual en esa tienda: —Les juro que hoy uno de nosotros va a estar igual que el japonés, miren qué jaleo se traen allá… una incursión en la línea de esos perros es lo que menos nos toca hoy. Y era cierto, pero de alguna forma que él desconocía. La voz del sargento de su pelotón los acabó de despertar. Evidentemente no había dormido, estaba tambaleante, cargado del sueño de varios días: —Hijos, esto va en serio. No repito la orden: en quince minutos están con todo el equipo encima y con raciones para una semana. —Te metes tu orden en el culo —susurró Gallaher en el oído de Red, masticando un trozo de jamón enlatado. Pero todos sabían que en quince minutos el día comenzaba. La lancha los dejó en un paraje desolado de la costa. Estando allí la guerra parecía irreal, una pesadilla que al amanecer se desvanece. Era como llegar a veranear a una playa de California. Ninguno de ellos sabía a ciencia cierta qué era lo que hacían allí. En la mente del sargento se enredaba una serie de órdenes y coordenadas, trataba de fijarlas para siempre en su memoria. Era sencillo el objetivo (aunque las claves e instrucciones se complicaran): revisar la retaguardia de las líneas niponas y regresar con el informe. Pollak tuvo el deseo de quitarse la camisa hedionda y meterse al mar, quiso arrojar todo el equipo (mejor quemarlo) y quedarse muchas horas tirado en la arena. —Después de la guerra me mudo a este sitio… pongo un hotel y traigo putas de todos lados. —Minneta miraba con arrobo el paisaje; la 36


EL SOLDADO DESCONOCIDO

playa se extendía interminable, la selva parecía otra y no la fábrica de miasma y serpientes que hasta entonces había conocido. —Pues ciertamente que será después, Al Capone, porque ahora hay que descargar la lancha. “Este sargento de su puta madre sólo sabe mandar y limpiarse el culo”, pensó Minneta mientras iba al transporte anfibio. Los hombres del pelotón dejaban las cajas en la arena y regresaban por más a la lancha, hasta hacer un montículo de unos tres metros de alto. A la hora de haber llegado a la playa, la lancha ya iba de regreso y era sólo un punto grisáceo que daba vuelta a la ensenada que separaba a esa playa del resto de la isla. “Me pregunto qué venimos a hacer a este sitio”, pensaba Pollak mientras secaba su fusil, que se había mojado en el desembarco. “Deben de estar seguros que no hay japoneses en este sitio, si no, no habríamos desembarcado con tanta confianza.” Los demás estaban tumbados en la arena, bajo unos cocoteros. Se habían quitado los cascos y las camisas percudidas por el sudor; algunos cambiaban las vendas de sus pies ulcerados por las caminatas de la semana anterior. El sargento cerró el mapa donde había trazado líneas, donde había marcado puntos, y encendió un cigarrillo. Después caminó a donde estaba el pelotón: —Tienen media hora para hacer un hoyo de cinco metros de profundidad y otros tantos de ancho… Ahí van las cajas. Hubo ciertos murmullos de protesta y hasta algún insulto entre dientes. Pero no le molestó. En esos momentos sentía su autoridad gravitando sobre los hombres como una espada, como una advertencia del poder que él representaba lejos del Cuartel General. —Lo que quieran argumentar me lo mandan escrito en una postal después de la guerra, ahora a trabajar, extranjeros de su perra madre… —dicho esto volvió a abrir el mapa y se perdió en las estribaciones de una sierra marcada con una línea roja en las coordenadas del papel. A decir verdad, era el único netamente norteamericano del grupo. —Lo que yo digo es que cada quien tiene el apellido que puede, no 37


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el que eligió —Minneta fue el primero que se sintió aludido. —Porque tu madre no supo qué gañán le hizo el favor —Hopkins rió y dejó ver el hueco de tres dientes, sus labios con bubas y su lengua negra de tabaco. Esa noche el primer turno de guardia le tocó a Red. Tenía la sensación de que alguien lo señalaba continuamente desde un punto indefinido de la oscuridad y esto le hacía tener las manos sudorosas. No lograba aferrar bien el mango de la metralleta que habían colocado en una duna de la playa. A unos cien metros los demás dormían, hablaban en sueños. Sus cuerpos adquirían extrañas posturas por el calor y las pesadillas. Eran hombres que huían de una selva que se hacía más cerrada a medida que su sueño se alargaba, parecían correr, atravesar distancias enormes perseguidos por un enemigo transparente. Muchos despertaban y tardaban unos minutos en darse cuenta del sitio donde yacían; después volvían a dormirse sólo para continuar la persecución que habían dejado en el sueño. Red oyó que una rama crujía entre la selva, casi en los linderos de la playa. Movió la boca de la metralleta en esa dirección y secó sus manos en los muslos; nunca fue más consciente de su soledad: estaba a punto de disparar aunque sólo fuera para descargar sus nervios, alterados desde que su compañía se vio rodeada tres días seguidos por una artillería tupida en Okinawa. El ruido se repitió y sintió que un dedo húmedo le recorría la espalda. “El mismo dedo de esas noches en Okinawa”, pensó mientras trataba de localizar una sombra, un cuerpo, sobre el cual disparar y justificar su miedo. Tuvo el tiempo suficiente para ver el rostro del japonés a la luz de la luna, antes de que se metiera nuevamente en la maleza. “Me cago, estamos rodeados.” La opción era estrecha: esperar en su sitio y que, con el ruido de las balas, se despertaran los demás o echar a correr a donde estaban dormidos. Otra vez el dedo en la espalda. Si estaban rodeados, estaban perdidos porque habían elegido el peor lugar para acampar (no 38


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tenía ninguna protección natural) y serían fácilmente cazados. Vio correr al japonés hacia unas rocas, desapareció tras ellas. Todo había sido rápido, increíble, hasta el punto de que Red pensó que lo había imaginado. “Creen que estoy solo, no han visto a los demás”. Nuevamente el japonés corrió a otras rocas y Red estuvo a punto de hacer fuego, pero el dedo no le respondía, trataba de serenarse y mostrarle calma al enemigo. “¿Dónde están los otros?” Se mordía los labios, buscaba en los contornos, esperaba que de un momento a otro apareciera toda una compañía de japoneses e hiciera fuego sobre los que dormían. Pero volvía rápidamente la vista al lugar donde el japonés se había escondido. Después de quince minutos el japonés no aparecía, no asomaba la cara. El sudor le hacía pestañear a Red, secarse continuamente las manos en el pantalón. Tuvo un acceso de enojo al pensar que en una de sus observaciones a la selva el otro se había desplazado sin que él lo notara. “Puede estar ahora atrás de mí.” Eso ya fue insoportable, abrió la boca para gritar y alertar a los otros. —Lo tiene hasta la empuñadura —dijo Gallaher y retiró la vista del cadáver de Red. Un hilo de sangre seguía alimentando el charco que se había formado justo en la base del cráneo. Sin embargo no había mucha sangre, la arena la absorbía de tal forma que no era impresionante. El sargento hizo el intento de sacar el puñal de la garganta de Red pero la sensación blanda y fibrosa del arma en la carne lo hizo retirar la mano con un escalofrío. Era algo descabellado. —¿Qué hacía una patrulla de estos bichos a tres kilómetros de sus líneas? —Minneta no se explicaba el hecho, sentía que estaba solo y la playa ya no le parecía tan atrayente como el día anterior. —Sobre todo a tres kilómetros de su retaguardia… es imposible que se hayan enterado de nuestra presencia, deben estar atareados con la artillería que les estamos mandando en el frente. —No era una patrulla, si no a esta hora no sólo sería Red sino todos nosotros. —El sargento casi hablaba para sí mismo, diciendo en 39


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voz alta la explicación que había estado buscando desde que Pollak lo despertó para darle la noticia. “Fue uno solo. Lo que hacía por aquí, vaya el diablo a saber.” Levantaron el cadáver y lo arrastraron unos metros fuera del hoyo de guardia. Allí mismo lo enterraron, no sin cierta premura. Después de cerciorarse del sitio exacto donde quedaban enterradas las cajas, emprendieron la marcha, internándose por la selva. En uno de los primeros descansos, a mediodía, Minneta supo qué era lo que le daba vueltas en la cabeza desde que vio el cadáver. Era algo familiar pero que en el primer momento no supo definir. Después de meditarlo un rato a la sombra de un árbol, mientras oía el confuso rumor que salía de la vegetación, dio con la respuesta: el cuchillo con el que habían asesinado a Red era igual al que él había robado a un cadáver en la campaña de las Filipinas. Todo marchó mal desde entonces. No lograban hacer contacto por radio en un punto que debía lograrse una transmisión casi perfecta, no sabían que estaba ocurriendo en sus líneas, más allá del frente de batalla: a un calor que pudría los frutos en las ramas seguía un aguacero; una noche tibia se resolvía en una madrugada que dejaba tiesas sus frazadas. Por las noches, después de la jornada, era más difícil poner el orden de las guardias: todos sentían cierta repulsión a ser los primeros. Aun los que estaban acostados no podían conciliar el sueño, se despertaban alarmados, sintiendo el frío de un puñal en la garganta. Después de varias pesadillas, Minneta optó por deshacerse del puñal: siempre era un objeto que intuía en el interior de su mochila como un peso muerto que arrastrara por una pendiente resbalosa. En un río cenagoso lo tiró, procurando no ver el sitio donde caía. A la semana de iniciada la patrulla, estaban dando vueltas en redondo, buscando un desfiladero que había de llevarlos a través de la sierra que el mapa señalaba. —Al tipo que hizo el mapa deben de colgarlo de la lengua… Ese paso no existe más que en su imaginación —se repetía el sargento cada vez que trataba de poner en orden su cabeza. Las coordenadas estaban 40


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en regla, todos los accidentes del terreno correspondían a los que señalaba el mapa, pero ese desfiladero no aparecía por ningún sitio. Por si fuera poco, al sexto día tuvieron que racionar la comida. Habían llevado provisiones para una semana y ésta llegaba a su fin sin que se le viera solución al asunto. La cordillera se interponía entre ellos y la retaguardia de los japoneses, entre su misión y su hambre, entre sus tropas y la desesperación de la región desolada que habían caminado. —Esto no funciona, hace tres días que deberíamos estar de vuelta en nuestras líneas o por lo menos atravesando la japonesa y hacer contacto con los nuestros. —Se repetía el sargento, tratando de hallar algo de donde asirse para justificar una retirada, una vuelta a la normalidad de la guerra. Decidió mandar un grupo que intentara atravesar la cordillera escalando por lo más sencillo. Otro grupo de la patrulla esperaría en las faldas el resultado. —Traten de buscar un paso lo más cerca de nuestras posiciones — les dijo a Minneta, Pollak y Gallaher—, si no lo hacen en un día regresen aquí y nos largaremos a la playa para que nos recojan. Vio ascender a los hombres por los riscos, buscando los lugares menos pronunciados, las laderas más protegidas del viento. En dos horas no pudo verlos ni siquiera con los prismáticos. Se sentó a consultar el mapa por enésima vez: —¿Dónde estará ese paso de mierda? En el Cuartel General los habían dado por perdidos. Después de que el general Leary estuvo seguro de ello (la lancha que había ido a buscarlos a la playa donde los había dejado una semana antes no encontró nada, a no ser el hoyo que habían hecho para las guardias; después de esperarlos un día regresó a la base), mandó una ofensiva en gran escala para tratar de hacer un hueco en las líneas japonesas. De haberse realizado su plan hubiera sido un golpe maestro, algo que los japoneses no se habrían esperado: ser atacados por la retaguardia en un momento en que tenían concentradas sus fuerzas en el frente. Hubiera significado el fin de la campaña y un ascenso en el prestigio del general: para los soldados, unas 41


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semanas de licencia en Australia. La noche en que regresó la lancha sin noticias de la patrulla, el general Leary decidió jugarse todo para tratar de romper las líneas japonesas. En una maniobra de escalonamiento movilizó a sus batallones, que formaban un arco de diez kilómetros, hasta concentrarlos en un solo frente de no más de un kilómetro, justo en el sitio donde se encontraba el Alto Mando japonés y el grueso de sus tropas. Sólo se reservó un batallón en la retaguardia para el caso de que el enemigo rompiera el cerco y atacara por algún punto sin defensa. Cuando las primeras baterías empezaron el cañoneo sobre las líneas japonesas, ya no se acordaba de la suerte de la patrulla, que en ese momento se fraccionaba: unos ascendiendo la cordillera y otros esperando el resultado de su exploración en busca de un paso. Del otro lado de la montaña, cerca de diez mil hombres se concentraban en la batalla; en la cima se libraba otra más, menos espectacular pero más cercana a la muerte. Al anochecer estaban a una altura de mil quinientos metros más o menos. El viento afilaba sus navajas en las ropas acartonadas de los tres hombres, en sus caras que trataban de ocultar en el cuello de los capotes. Avanzaban a tientas, abandonados a su cansancio, que se había vuelto una ira sorda contra el hambre, los tropezones, el frío y el sueño. —Gallaher, terminemos esto de una vez. No doy un paso más… — 42


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la voz de Minneta sonaba entrecortada por las ráfagas de viento, como envuelta por hielo o por una bruma densa. Minneta se tiró sobre la roca filosa de una ladera, respiraba con dificultad y a cada bocanada de aire helado sentía que tragaba trozos de vidrio. Gallaher trataba de ubicarse, miraba el cielo en busca de la Cruz del Sur pero una neblina espesa sólo dejaba pasar la luz apagada de la luna. Pollak sentía el trabajo arduo de cada uno de sus poros; sudando en frío, se agarraba las piernas creyendo a cada momento que le iba a dar un calambre. —No puede faltarnos mucho, esto no mide tanto como para que no podamos atravesarlo. —Gallaher hablaba desde el rincón de su cansancio, pensando casi con ternura en la dureza de su catre de campaña que había dejado en el Cuartel General. —Lo hacemos hoy mismo y después nos dormimos un día entero. —Te vas a la mierda… —Minneta tuvo aún fuerzas para protestar. —No podemos quedarnos a mirar el cielo aquí, antes de la madrugada estaríamos congelados… —Gallaher trataba de pensar en otra cosa que no fuera su situación. Pensó en la playa donde habían desembarcado, pero vio el puñal en la garganta de Red, vio la sangre manchando la arena, y movió la cabeza como tratando de sacudirse la imagen. —Vámonos… Pollak se incorporó. Sentía que las llagas de sus pies se abrían y dejaban salir un líquido viscoso, sentía que las correas de la mochila le penetraban la carne de los hombros y llegaban al hueso, pensó en su mujer. “May”, dijo entre dientes y avanzó. A los diez minutos se dieron cuenta de que Minneta no iba con ellos. “Hijo de puta”, murmuró Gallaher, pensando que tendrían que regresar por él y obligarlo a caminar. Ya iba a desandar el camino cuando Pollak lo tomó por el brazo: por el camino donde habían venido corría Minneta, tropezando, el rostro en la mueca de un grito que no lograban escuchar, huyendo de algo que no veían. —¡Minneta! —gritó Pollak, absurdamente. 43


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Era la imagen de un sueño: Minneta corriendo de algo invisible en medio de un paisaje fantasmal, el viento llevando los gritos donde no debían llegar. Pollak veía todo como a través de un prisma, las rocas inmensas que bordeaban la ladera de la montaña parecían huecos, geometrías imposibles, construcciones de un loco. Nada parecía cierto. —¡Aquí, Minneta! —volvió a gritar Gallaher, como saliendo de un aturdimiento. Lo último que vieron fue una lucha. Minneta peleaba con alguien presa del terror, acercándose al borde de un abismo que cortaba de tajo la montaña. Les pareció que algo brillaba en el nudo que había formado Minneta con su agresor. Después el grito. Se imaginaron la caída de un cuerpo, setenta metros, un golpe seco, la sangre saltando en un chorro que poco a poco se agotaba, los ojos abiertos del italiano en el fondo del abismo, con la cara de esa sombra fija en su acuosidad lenta, en los colores que había visto en vida. Las noticias del frente creado por el general Leary eran confusas: se hablaba de una retirada desordenada de las tropas japonesas hacia la costa, pero la resistencia que presentaba la línea desmentía esa noticia. Se hablaba de una patrulla que había penetrado el cerco y había hecho una fisión por donde desahogar su sitio, pero poco después recibía comunicados del lugar, donde supuestamente había ocurrido el hecho, diciendo que no habían retrocedido una pulgada. El cañoneo continuaba ininterrumpido desde la noche anterior, pero sus tropas no podían acabar por cerrar la pinza sobre los japoneses. Su Estado Mayor no lograba explicarse esa resistencia. La campaña había sido programada para un mes a lo sumo y ya habían pasado dos semanas del segundo. Uno de los motivos por los que había decidido mandar la patrulla por la retaguardia de los japoneses fue el deseo de hacerlo con más rapidez. “Si lo hago en menos de un mes, Mac Arthur tendrá que hablar de mí”, pensaba los primeros días de la campaña. Ahora pensaba lo mismo pero veía a Mac Arthur riéndose de su incompetencia ante algo tan sencillo. En teoría, los japoneses estaban aislados prácticamente del resto 44


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de su flota en el Pacífico; era un hecho que al inicio de la campaña no recibían ayuda logística y las tropas de la isla se atenían a sus propios medios. Los prisioneros que habían hecho presentaban un grado de cansancio y desnutrición extremos. ¿Qué pasaba entonces? La voz de Pollak casi hizo gritar a Gallaher. Había pasado el resto de la noche acurrucado en un hueco, temblando, esperando que la misma sombra que había matado a Minneta se abalanzara sobre él: muchas veces casi sintió el filo del cuchillo en su cuello. —Despierta, Gallaher… Pero no había dormido en toda la noche desde que corrió desaforadamente, sintiendo que algo obsceno, algo inmundo lo perseguía. —Gallaher… vámonos, ahora mismo nos largamos… —la voz de Pollak parecía llegar a los oídos de Gallaher cansada, como si atravesara una distancia enorme de rocas y vientos antes de poder oírse, más como un eco que como la voz de un hombre. Pollak, después del terror de la noche anterior, se había dado cuenta de que a los lejos se escuchaba ruido de artillería. Como no estaba acostumbrado, no sabía si era norteamericana o japonesa. Después recordó que los japoneses nunca habían hecho un solo disparo de artillería pesada en toda la campaña. “Son nuestros”, pensó casi con alegría, sintiéndose acompañado por un momento que quiso prolongar por todo lo que le quedara de vida. “Seguramente están por aplastarlos”, se dijo mientras reflexionaba en la inutilidad de su misión, de la ascensión, del miedo, de su cansancio. Si era un ataque general, ya no hacía falta penetrar en la retaguardia de los japoneses: habrían hallado otra solución para terminar con el asunto. Tuvo otro acceso de alegría inocente, casi infantil, al pensar que ya no tendría que caminar ni fatigarse, ya no era necesario subir el monte ni entrar en combate en un lugar que desconocía. La luz del sol le hizo olvidar por un momento el terror que había sentido la noche anterior. Como si fuera un sueño, recordó que había oído el fuego de artillería en la noche, pero su miedo le había impedido prestar atención a 45


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lo que sucedía del otro lado del monte y mil quinientos metros abajo. Recordó a Gallaher y volvió a temblar, a sentirse desamparado, solo en esa altura. Solo y buscado: “Quizás también está muerto.” Quiso correr, pero no sabía a dónde, por qué; el miedo le hacía mirar a todas partes con desconfianza. A través de la bruma de la montaña pudo ver la selva que latía en lo bajo, las rocas que bordeaban la ladera por donde habían ido subiendo, la arenisca que cubría el sendero, el gris triste de la montaña. Después de unos minutos decidió salir de la pequeña grieta en la que se había metido. Se sintió observado, que alguien vigilaba sus movimientos esperando el momento oportuno para saltar sobre él y matarlo. Corrió unos metros y gritó, se sintió pequeño. A la vuelta de la roca estaba Gallaher, acurrucado, hecho un ovillo y aferrando su mochila. —Gallaher, nos vamos ahora mismo. Ya empezó la ofensiva, no tiene caso continuar con esto… Vio la cara de Gallaher arañada en muchas partes, sus labios estaban reventados por el frío. —Nos volvemos, Gallaher. ¡Levántate ya por amor de Dios! Recordó en ese instante que para encontrar a sus compañeros (en cualquier dirección que tomasen) les faltaban varias horas de camino. En un esfuerzo parecido al que hace un hombre que se ahoga, el general Leary logró cerrar la pinza. Pero en su interior algo le molestaba: al final de la campaña no sabía a ciencia cierta quién había ganado la guerra, Norteamérica o el Japón. Sus tropas estaban deshechas, exhaustas, hambrientas. Si se consideraba la victoria por el hecho de que ahora controlaba la isla, era un precio muy alto el que se había pagado. Seguramente esta consideración se la haría el Alto Mando al revisar las estadísticas de la campaña. Sólo en operaciones de limpieza había perdido cien hombres, es decir, cuando ya no había combate cien de sus hombres habían sido muertos por los grupos aislados de japoneses que huían a través de la selva una vez que su ejército había sido pulverizado. Para acabar con un ejército que se encontraba prácticamente 46


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sin municiones ni alimentos había necesitado una cantidad impresionante de municiones y artillería. Al final, la campaña era un desastre. Lo que en ese momento ignoraba era que había acabado con la última avanzada del Japón en el Pacífico y que sólo faltaba que llegara el 6 de agosto. Esa mañana, cuando Gallaher y Pollak descendían de la cordillera, se había programado ya el plan de evacuación de tropas para transportarlas a otro sitio donde hicieran falta. El Alto Mando había decidido no dejar ninguna fuerza de ocupación en la isla. Al fin y al cabo estaba desierta. Con el sabor agrio de no haber hecho una campaña brillante y con el desorden de los preparativos de la evacuación, se olvidó de la patrulla que había mandado al otro extremo de la isla. Iban descendiendo con el sol a la espalda, lo que producía sombras que los hacían volverse a cada momento, buscando el cuerpo que las producía. Fue un descenso a tropezones, por momentos caían de rodillas y se arrastraban sobre la arena unos metros antes de que pudieran incorporarse; en una de sus caídas, Gallaher perdió el casco, que rodó hasta perderse de vista: estaba demasiado agotado para buscarlo. El rostro de Gallaher ya no era el mismo que había tenido en Harvard. Cuando se inició la campaña del Pacífico, había sido retratado para los afiches de publicidad que el ejército colocaba en cada esquina: era un muchacho rubio y de amplia sonrisa, con un rostro común y agradable salpicado por algunas pecas: el prototipo de soldado que los Estados Unidos requería para sentirse a salvo del infeliz amarillo y pequeño japonés. Ahora su cara era la de un alcohólico, orillado al insomnio como una única posibilidad de subsistir. —Esperemos un momento, Pollak, no puedo más… Sentía el mismo cansancio del día anterior, todo el terror acumulado de la noche se resolvía en una intensa fatiga, en el nudo áspero de su garganta, en la tirantez de sus muslos. El esfuerzo de ir controlando el descenso se había atenuado un poco por el calor de la mañana, pero ahora nuevamente el sudor se metía en sus ojos haciéndolo pestañar. —Falta poco para llegar al valle, acaso dos horas… deben de estar 47


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esperándonos los otros —repuso Pollak sin mucha convicción: había perdido la noción del tiempo y tenía la certeza de que los habían abandonado los demás soldados del pelotón. Pensó con coraje en Hopkins y el sargento. “Hijos de puta, tienen que esperarnos”. Continuaron la marcha, los descansos sólo servían para acentuar la fatiga y la sed; a los quince metros ya querían de nuevo detenerse. Lo primero que vio el sargento fue la caída de Pollak, una caída de cine mudo, atenuada y quizás un poco cómica a través de los prismáticos. Pero se levantaba casi en el aire, sostenido por el terror. —¿Dónde carajo está Gallaher? —y buscó más arriba, entre las rocas, tratando de localizar otro cuerpo que cayera, que corriera y se levantara. Pollak iba levantando una nube de grava y ceniza volcánica, algo parecido a un hombre que se quema y corre tratando de apagar el fuego. Vio su cara: —¿Qué pasa allá arriba? Hopkins se había acercado y entrecerraba los ojos tratando de ver lo que el sargento distinguía sin comprender del todo. —Es Pollak —dijo Hopkins casi con calma, sin distinguir la desesperación del rostro del judío. Siguió comiendo su ración, pensando que en cinco horas estarían de regreso en la base. Seguramente no habían encontrado el paso. Perdido en su esperanza del fin de la patrulla, Hopkins no comprendió porqué el sargento echó a correr hacia la montaña con el fusil en la mano, como si cargara contra una posición: había visto al japonés que iba corriendo detrás de Pollak. Hopkins por un momento vio que nada sucedía, que el sargento trataba de ascender por los riscos; se quedó parado con la lata de carne en la mano, mirando a la montaña. Por fin llegó a distinguir el otro cuerpo que iba detrás de Pollak. “Es Gallaher”, pensó, pero no hizo más que aumentar su curiosidad por la salida brusca del sargento. Miró nuevamente y comprendió: en la mano del que corría detrás de Pollak brillaba un trozo de acero, una línea que mandaba destellos agudos con la luz del 48


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sol. El sargento casi tenía en la mira al japonés cuando Pollak cayó y fue arrastrado por el impulso unos cincuenta metros; con la nube de tierra que levantó perdió al japonés. Corrió un poco más arriba, a unos cien metros de donde había detenido Pollak su caída, pero no pudo localizar al otro. “Se metió tras una roca el hijo de puta”, dijo entre dientes. Se fue acercando poco a poco a donde estaba Pollak; parecía muerto. —Pollak… —y Pollak tuvo un acceso de nervios al escuchar la voz del sargento, se estremeció y comenzó a sollozar. Todo el tiempo que estuvo tirado había esperado la puñalada, el frío del metal penetrando en su camisa, en su piel, en sus músculos, romper una costilla, desfondar el corazón. —Pollak… muévete, rápido, vamos a cazar a ese… —el sargento se había arrodillado junto a él y le tocaba la espalda. Trataba de imaginar dónde se había metido el japonés. El saber que no tenía más que un puñal le daba confianza, sentía una especie de ánimo justiciero, una razón que lo asistía para matarlo. Pollak seguía tirado, ahora tratando de visualizar a su esposa. La imaginaba lavando los trastes de la cena, canturreando una canción. Era incapaz de moverse. “May”, balbuceaba con la boca ardiendo por el polvo y el calor, mordiendo la arena que tenía entre los dientes. El sargento recordó entonces a Gallaher. —Pollak, ¿dónde está Gallaher? 49


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Por un momento pensó que Pollak iba a gritar o a echarse a correr, pero estaba ya sin voluntad, esperando cualquier cosa que lo sacara de ese terror. Tuvo un ataque de nervios y su cuerpo se arqueó. Vomitó y se quedó oliendo el vaho de sus propios olores, apretando más la boca, escupiendo el sabor amargo que le quedaba en la garganta. Pollak recordaba la escena: un puñal se hundía en la frente de Gallaher, que todavía alcanzó a caminar unos metros como un ciego que ha perdido el bastón: con los brazos abiertos, a tientas, tropezando con sus propios pies. Había alcanzado a oír el grito que lanzó Gallaher pero al darse la vuelta ya le escurría por la cara un goterón de sangre. Pollak disparó todo el cargador contra las piedras, contra sombras que imaginaba ocultas en los arbustos. Algunas balas dieron en el cuerpo de Gallaher. Al caer, la cabeza le quedó un poco levantada por la empuñadura que sobresalía unos diez centímetros de la frente. Pollak chillaba y maldecía a todos los japoneses hijos de puta que no han muerto. Entonces lo vio: venía corriendo y con el puñal en la mano. Apretó el gatillo pero sólo salió del rifle un chasquido, el aire que expulsaba la recámara vacía. Ya no pensó en nada hasta que el sargento lo llegó a buscar al sitio donde había detenido su caída. Hasta ese momento todo su cuerpo se había vuelto un solo nervio, sin cerebro, sólo atento a lo que sus sentidos percibían. —Lo mató el japonés… —alcanzó a decir antes de llorar de nuevo, antes de ver cómo se hundía el puñal en la frente de Gallaher, tratando de imaginar lo que sintió Gallaher al ver que una mano se aproximaba a su cara y le hundía un objeto brillante que chocó en su cráneo con un ruido seco, apagado. Lo último que vio antes de que la sangre lo cegara fue a Pollak que caminaba diez metros adelante. Quiso gritar pero el terror, el comprender de pronto lo que le estaba pasando, fue superior a sus fuerzas. Antes de caer quiso llorar, pero al tocar con las rodillas la tierra ya estaba muerto, por el puñal y los disparos de Pollak. Pollak seguía tirado, acumulando el sentimiento de compasión que se despertaba en él al pensar en lo que le había sucedido. “No es justo, el ejército debe pensar en el bienestar de sus hombres, debe cuidarlos, que 50


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no sufran, que nadie los mate”, pensaba en él mismo y el nudo de la garganta se le deshacía en lágrimas. El sargento había ido un poco más arriba, con el fusil automático preparado, pisando en el aire caliente que parecía sentir bajo las botas. “No pudo haber ido muy lejos, lo habría visto”. Recordó que Hopkins había quedado abajo y deseó en ese momento que estuviera con él… pero era tarde ahora, si regresaba al campamento el japonés se largaría, si gritaba llamándolo delataría su posición. “Espero que sea listo y suba a ayudarme.” Con Pollak no se podía contar. Su cara redonda y llena de arrugas transpiraba, tenía que parpadear para aclararse la vista, sentía que el fusil le resbalaba a cada momento de las manos. La arenisca le impedía apoyar bien las piernas, le parecía estar sobre hielo, sobre aceite. Vio que el arbusto se movía y disparó sobre él, podándole casi todas las hojas. En ese momento Hopkins echó a correr cuesta arriba. “Con calma, era el viento, con calma…”, pero ya se había delatado. Ahora el otro sabía dónde estaba y podría tenderle una emboscada. —Yanqui… La voz sonó casi en su oído y en un momento no pudo ubicar de dónde había salido. Era una voz que sonaba extraña, como la de un niño cuando intenta pronunciar sus primeras palabras. Pero había algo húmedo en su sonido, un tono oscuro. —Yanqui… El sargento se dio vuelta y apretó el gatillo. Alcanzó a ver la cara sorprendida de Hopkins, los ojos que no llegaban a comprender porqué el sargento le había disparado. —Carajo… ¿por qué?... —mientras se agarraba el vientre, tratando de contener la hemorragia que le empapaba la camisa. Vomitó de rodillas y luego se encogió; entre sus dedos salían trozos grisáceos de intestino. Dio una bocanada de sangre y se quedó quieto. Pollak seguía tirado y no se enteró de nada; su mente no había registrado el ruido de los disparos. Lo ocupaba una serie de recuerdos de su niñez en Boston, en el barrio judío. Veía a su madre llevando el ritmo 51


Alejandro Meneses: el paraíso perdido ALEJANDRO BADILLO

La narrativa de Alejandro Meneses (Altzayanca, 1960) aporta una singularidad indiscutible en la narrativa mexicana por sus atmósferas devastadas, por la precisión y belleza en su lenguaje. En el 2000 lo conocí en los talleres literarios del Instituto Cultural Poblano. Además de la relación amistosa que surgió casi inmediatamente, el trato cotidiano con él me permitió un acercamiento a su idea narrativa, a su poética, que complementaba con la lectura de sus libros. A lo largo de los años y semanas antes de su muerte en el 2005, en las distintas casas y departamentos que habitó o en los bares que frecuentábamos, recobraba pequeños detalles, historias que me daban una imagen más completa de él. En sus cuentos, escondido en la cadencia o en la seducción de las frases, sucede algo terrible, a grado tal que yo trataba de vincular esa certeza, esa desolación, con el hombre amable, de cabello revuelto, que semana tras semana iba al taller y que después compartía con generosidad sus lecturas acompañado por un vaso de vodka. Si exceptuamos las antologías y los libros recopilatorios, la obra de Meneses es breve y exigente, condensada en cuatro libros de cuentos: Días extraños (Universidad Autónoma de Puebla, 1987), Ángela y los ciegos (Cal y Arena, 2000), Vidas lejanas (ABZ Editores, 2003) y el libro póstumo Tan cerca, tan lejos (Ediciones de Educación y Cultura, 2005). Algo que llama la atención es que dedicó todo su potencial creativo al cuento y sólo escribió algunos poemas dispersos que, supongo, condenó al cajón de sus experimentos de juventud. También aventuró algunos 52


ALEJANDRO MENESES: EL PARAÍSO PERDIDO

ensayos y reseñas que permanecen inéditos como libro. Los cuentos de Meneses, muchos de ellos escritos en primera persona, tienen un tono realista que es perturbado constantemente por el efecto onírico de sus atmósferas. Como sucede en los sueños, la prosa del autor transcurre lentamente, sujeta a otras prioridades, a otro tiempo y fija su mirada en detalles mínimos: el ladrido de un perro, el olor de una carpintería abandonada, la imagen dolorosa de una Virgen, el humo que asciende en una taza de café. El estilo de Alejandro Meneses es inconfundible no por su temática sino por su búsqueda constante, su adicción a ciertos colores, ciertas imágenes, la evocación de algunas palabras. Este conjunto es lo que da homogeneidad y peso a su obra. Cualquier cuento tomado al azar ofrece una imagen íntima del autor, un acercamiento al universo que pobló con sus fantasmas de adolescencia y madurez. Dos grandes vertientes encuentro en la narrativa de Meneses: una concentrada en sondear el paraíso oculto de la infancia, transcurrida en el rancho pulquero de Altzayanca y en su adolescencia en Santa María de los Niños: campos de maíz, magueyes, una panadería, una llanura hirviente por el sol; lugares obsesivos, reconstruidos una y otra vez como si el autor tratara de ubicar una imagen perdida entre el polvo. El otro foco es el amante que deambula en busca de una mujer dibujada con rasgos efímeros y poco nítidos. En esta vertiente la prosa de Meneses logra sus mejores momentos, cuadros vivos que transcurren en casas antiguas, bares deshabitados, cuartos de hotel sumidos en la penumbra; todo sujeto a la distorsión provocada por el alcohol, por el resplandor de la soledad. En cada momento el lector enfrenta un territorio movedizo, historias en las que siempre hay algo atrás, un latido, la certeza de que se descubrirá, siempre, una nueva interrogante. No se puede entender la narrativa de Alejandro Meneses sin su idea del cuento. En la antología Insólitos y ufanos. Antología del cuento en Puebla (1990-2001), de Jorge Arturo Abascal Andrade, publicada en el 2003, en la cual participa con el relato “Ángela y los ciegos”, Meneses plantea su poética del género: “A veces puede ser simplemente una atmósfera, no necesariamente un nudo o un planteamiento; puede ser un trozo de realidad tomado al azar y extenderse en el antes y el después. 53


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Los cuentos pueden seguir viviendo más allá de donde empiezan y de donde acaban, el lector puede empezar un cuento mucho antes de donde inicia y puede seguirlo mucho después de que ya cerró el libro.” Siguiendo esta poética, en cada tramo de la obra de Meneses se advierte la necesidad por devolver a la literatura su cualidad de pregunta, de explorar el alma, los resquicios que pasan desapercibidos y que su narrativa rescata —como objetos abandonados por la marea— para convertirlos en protagonistas. José Joaquín Blanco refiere en “Alejandro Meneses: los avatares de Ángela”, una reseña que dedicó a Ángela y los ciegos y que publicó en su blog: “La trama es la lluvia, o una tarde de lluvia, o una gota de lluvia.” En el mismo libro, el final del primer capítulo de “La soledad de los barcos” —deslumbrante— pone esta imagen sobre la mesa: “Un insecto vuela frente a mis ojos. En sus patas lleva una diminuta gota de agua. En el fondo de la gota una puerta se abre.” Estas palabras, además de ser detonantes, son un resumen perfecto del libro y de la apuesta del autor: una historia dentro de otra historia, una mirada en otra; sugerencias en lugar de certezas. Más allá de un juego de muñecas rusas, de un rompecabezas o un acertijo borgeano, esta imagen es el signo del descenso a un infierno particular, el cual se construye lentamente, en líneas que invocan la derrota y la penumbra. En Meneses la anécdota no se difumina o se torna críptica como sucede con el Nouveau Roman o en escritores como Jesús Gardea o Juan Vicente Melo. Las acciones son nítidas, un movimiento se encadena a otro, la mirada sigue como una cámara los pasos de los personajes. La extrañeza, entonces, sucede en las historias incompletas, “espacios en blanco” que siembra el autor y que funcionan como anzuelos, diminutas interrogantes que mueven el texto en varias direcciones. El lector recorre un paisaje indefinido, recovecos que devuelven significados insospechados; incluso en los diálogos se oculta algo, una historia que ocurre tras bambalinas y que deja breve reminiscencias entre las palabras. Las frases más explícitas parecen recriminaciones a la nada, a un dios corrosivo cuya violencia silenciosa, su inacción, degrada a los personajes o, mejor dicho, al personaje prototipo de Meneses, un alter ego que se pregunta constantemente su lugar en el mundo, estar ahí en ese 54


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momento, cuando todo pierde sentido excepto la literatura: “¿Quién soy, dónde he sido?”, dice uno de los personajes de su último libro. Esa conciencia se transmite a una corporeidad dolorosa que siempre bordea el límite y que, a menudo, se revela con referencias escatológicas: deyecciones, flatulencias, vómitos. Cada respiración, cada voluta de humo expulsada, cada segundo de vida, es una tortura. En “Cabaret para ciegos”, en uno de los fugaces encuentros con Ángela Adónica, después de observar una pelea, mientras los meseros recogen despojos de la fiesta, el personaje se pregunta: “¿Qué hacía yo tirado, escupiendo restos de canapés, sujetándome el pelo para no ALEJANDRO MENESES quedarme dormido?” Más tarde, Ángela lo guía a la casa que él había habitado veinte años antes, convertida ahora en un cabaret para ciegos donde ella es la atracción principal. El personaje reconoce el lugar, recorre la barda con el tacto, asumiendo la lejanía con la casa de su infancia. Después aparece una anciana que, por momentos, es su abuela o una extraña que regentea el cabaret. “Usted no es mi abuela”, le dice él. “¿Y quién en este mundo quisiera ser tu abuela?”, le responde ella. Estos ejemplos muestran un tono que abreva de una estética onírica, donde la ausencia de elementos fijos privilegia la ambigüedad en la trama. Como observa José Joaquín Blanco, el tono de las historias de Meneses recuerda un decadentismo modernista que no abusa de la retórica, de estados de ánimo artificiales o impuestos. Incluso podría añadir que encuentra vasos comunicantes con el expresionismo entendido como una deformación de la realidad, un mundo que no se analiza, 55


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cuya apuesta no es el análisis sino la fuerza basada en la contención, donde cobran fuerza las descripciones exactas, instantes construidos con palabras crudas, concentradas y densas. No es casual que en la portada de Vidas lejanas el autor haya elegido el óleo La muerte en la habitación de la enferma, del pintor noruego Edvar Munch, emblema del movimiento expresionista. En la imagen aparecen varias figuras vestidas de negro, sólo dos tienen el rostro descubierto y miran de frente, con las manos entrelazadas. El escenario parece una obra de teatro cuyos actores, en su congoja, sólo se limitan a ocupar un espacio, separados unos de otros, en un momento que no acaba. Incluso la última figura de la izquierda parece un bosquejo, un dibujo a medio terminar, con una mano apoyada en la pared y un rostro al cual se le han borrado los rasgos. Los personajes de Meneses, al igual que en la obra de Munch, son figuras lánguidas, de rasgos y rostros indefinidos, en escenarios llenos de contrastes: oscuridad y luz; revelación y pérdida. A veces recuperan —casi a ciegas— pasajes de su vida, pedazos de memoria vistos como en una televisión mal sintonizada. Transitan de habitación en habitación, de pesadilla en pesadilla, sin saber qué esperar, sujetos a estímulos punzantes que los confunden y los cercan. Meneses conservó este tono incluso en el tramo final de su obra, quizá más dócil, en el que sus historias no plantean un ensueño desbordado o alucinante. Sin embargo, las imágenes no pierden su fuerza y las situaciones son elaboradas con trazos precisos y punzantes. El fraseo, más depurado, no renuncia a lo sensorial que pasa desapercibido para los escritores cuya apuesta es la seguridad de contar una anécdota de cabo a rabo, que delínean con compás y regla las tramas. Meneses, al contrario, deja la historia en el antes y después, en lo que no escribe, en el silencio. El primer libro de Meneses, Días extraños, mostró una experimentación con el punto de vista del narrador y un cuidadoso ensamblaje del tiempo. “Cuando sueñe, sueñe usted con eso”, el primer cuento, es una brillante exploración de la soledad y los desencuentros. La mirada del escritor se desdobla en acciones simultáneas y voces distintas. El complejo engranaje del cuento resalta por su corta extensión, por la 56


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exploración de lo minúsculo: la caligrafía de una carta, una hoja de papel que se transforma en “una llanura desolada, un desierto aéreo, brillante de pastos secos, por donde habría de pasar una manada de bestias oscuras en busca de agua”. “El barco de cristal” aborda la relación con la figura paterna (elemento central en otros cuentos) detonada por un telegrama que informa la muerte del padre y el regreso del hijo a su lugar de origen, un pueblo costero, de aire turbio, salobre, sumergido en el tiempo. En ese ambiente comienza a recuperar parte de su infancia y, al mismo tiempo, enfrenta la progresiva destrucción de su padre retratada en objetos abandonados en las repisas, piedras dejadas por la marea, proyectos inconclusos. Conforme transcurre el relato pasa de una lejanía cómoda a asumir una pérdida que, en realidad, había sucedido muchos años atrás. “El fin de la noche”, relato extenso que cierra el volumen, no es redondo por el abuso de cierta experimentación en voces y tiempos que lo vuelven demasiado críptico. Las acciones son nubosas, la mirada se dirige a una cortina de niebla donde los elementos parecen disgregarse. Sin embargo la intención es congruente con el resto del volumen: buscar una aproximación al cuento mediante la atmósfera y que ésta determine las motivaciones de los personajes. Ángela y los ciegos es un libro demoledor, empapado de una atmósfera carnavalesca, donde conviven lo surrealista, lo absurdo, lo escatológico. Si en Días extraños los cuentos están envueltos en un simbolismo y en un rodeo en el discurso que se ramifica y que envuelve el lenguaje, en este libro el abordaje es más conciso pero no menos complejo. Le tomó varios años al autor retar a su obra y podar frases, conducir el lenguaje hasta un filtro y condensar las palabras hasta lograr las indispensables sin renunciar a los cortes en el tiempo: la anécdota o, mejor dicho, el punto de partida del libro es Ángela Adónica, maestra para ciegos, que busca infructuosamente la dirección de la escuela donde dará clases. En esta búsqueda imposible, condenada como el mito de Sísifo a renovarse una y otra vez hasta el infinito, encuentra a su primo y se vuelve su compañera y su amante. Pero su relación siempre estará sujeta a lo inconcluso. Así como ella no puede encontrar la escuela donde dará clases, su primo está destinado a perderla, a ser un extraño en su 57


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mundo fragmentario y contentarse sólo con atisbos, insinuaciones que se quedan en el flirteo y que nunca se consuman. Meneses también se sirve de esta condición incompleta para construir el volumen que no sigue una línea argumental clara. Intercalados en los cuentos más extensos hay textos identificados con números que son vínculos nuevos, detonadores para la persecución amorosa, para un recuerdo en apariencia intrascendente que completa una memoria quebradiza, cuyas ramificaciones involucran una fotografía fragmentada. La unidad, entonces, sólo sucede en la pérdida de Ángela Adónica, en el desconocimiento del mundo femenino. El autor evade la idealización fácil de la mujer y elabora un personaje complejo no por una gran tragedia o una profundidad psicológica al estilo de las novelas de Dostoievski, sino a través de instrumentos sutiles: un personaje narrado indirectamente, desolado por algo de lo que apenas tiene consciencia, entonces sólo puede pasear la mirada en busca de detalles: imágenes, sensaciones, perspectivas cuya característica no es una acción definitiva sino una tarde nublada, hojas flotando en un estanque, la sombra de un cuervo en un campanario. Esto, en la imaginación del lector, convoca nuevas palabras, un escenario completo que trasciende el tiempo y convierte a los personajes en figuras entrevistas en la lluvia. En otro cuento notable, “Sedaine está muerto”, el narrador asiste al entierro de su maestro de biología, después la trama se concentra en varias escenas donde el tiempo fluctúa del pasado al presente. El común denominador es la locura de su maestro, la inmersión en su oficina donde predomina lo extravagante: fósiles, libros extraños, telarañas abandonadas. Sin embargo, la estrella principal es el maestro que vive exiliado del mundo que genera, incluso después de muerto, asco, lástima, morbo, reacciones corporales en sus alumnos. Meneses nos muestra este mundo evadiendo lo explícito, lo fácil. Su prosa va de escena a escena, privilegiando la cadencia, el trance hipnótico que va in crescendo. El punto climático sólo puede revelarse como una escena delirante: el maestro, “un dechado de locura”, baila con una muñeca de plástico. “Crea el infinito con lo impreciso e inacabado”, reza el epígrafe de André Gidé que inaugura “Cabaret para ciegos”, sin embargo Meneses me confesó — 58


ALEJANDRO MENESES: EL PARAÍSO PERDIDO

después de dar un trago a su vodka en el bar que habitaba todas las tardes— que la cita era una alegoría del baile de Sedaine, la eternidad en la locura insondable, lo irracional como forma de arte, incorrupta, que gira en círculos mientras el exterior se desmorona. Vidas lejanas, tercera obra de Meneses, se enfoca en la niñez y en la distancia. En esta obra se advierte un intento de recrear una escena familiar perdida, un hecho no explicado que, en el recuerdo, ofrece un nuevo atisbo. “Cuaderno de viajes”, tercer relato del libro, es un homenaje a la imaginación como trascendencia. En “Escalera al cielo”, quizás el más representativo del volumen, reconstruye una infancia alejada del núcleo familiar, en donde la atmósfera está determinada por los rituales de la cocina, por las cosas que se dejan en el camino y que, años después, se intentar recuperar sin mucho éxito. Como indica el título de la obra, hay vacíos entre los personajes, los “espacios en blanco” del tramo surrealista se transforman en las cosas no dichas, en acciones mecánicas cuando no se tiene nada qué decir, cuando las relaciones familiares se transforman en una soledad inmensa, en la búsqueda infructuosa de una vocación mientras el tiempo pasa cada vez más lento. Tan cerca, tan lejos es un libro disparejo, no por la intención del autor, sino por la unión de textos sueltos —no considerados por Meneses para formar parte de un volumen— con los últimos cuentos que escribió pensando en un proyecto que abordaría temáticas de España y México y que no pudo finalizar por su temprana muerte. De entre ellos hay relatos redondos y viñetas como la muerte de Scott Fitzgerald en una noche de lluvia, asediado por un dolor en el pecho que le arranca la vida y que evidencia la filiación literaria de Meneses con el autor estadunidense. “Luna árabe”, por su simbolismo, encuentra correspondencias con Días extraños. De entre los cuentos publicados en vida del autor destaco “Cosas veredes”, que se construye con trazos rápidos y capítulos muy breves. La historia es una nueva visita al Quijote pero, en esta ocasión, el hidalgo de La Mancha, Quijano, se transforma en un sicario oriundo de Tlaxcala que viaja a España con la encomienda de matar a un hombre que no conoce. Sin embargo, más 59


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allá del detonante, la intención de Meneses es retratar a un Quijote decadente, enfermo de una vida que se le escapa por los riñones, en densas gotas de sangre, en una vía dolorosa que lo degrada poco a poco hasta que desee su final, añorando los llanos de Tlaxcala: “Era suficiente. Ya no más. Hasta ahí. Que el dios bendito de su infancia tomara su vida.” El asesino se aferra a la muerte del otro en su agonía, en una misión cuyo sentido quedó atrás y a la cual no volverá. Este cuento cierra la obra de Meneses y ejemplifica una arista de su narrativa: personajes extranjeros no en otra tierra, sino de sí mismos, buscando explicaciones, certezas que se evaporan pero que dejan su aguijón envenenado. Es difícil señalar influencias en la narrativa de Meneses, pues en su obra no hay un autor que destaque sobre otros; en primer lugar por sus lecturas voraces, que abarcaban un sinfín de autores e, incluso, libros de historia, filosofía y divulgación científica. Otro factor es la experimentación con su prosa que se constata, sobre todo, en el progresivo despojo de cierta retórica, de cierto regodeo que depuró hasta conjuntar precisión y belleza. De lo que puedo hablar es de autores que, en algunas noches empapadas de vodka, mencionaba con devoción: Augusto Roa Bastos, Ernest Hemingway, William Faulkner, Scott Fitzgerald, Juan Vicente Melo, Julio Ramón Ribeyro, Juan Carlos Onetti, el primer García Márquez. Así como íntimo es su mundo narrativo, de igual forma era la visión monástica de la literatura, lejos de glorias, Meneses vivió su vida encerrado en su literatura, dando la espalda a las cosas que otros escritores consideraban importantes. Quizás su reclusión en los últimos años de su vida impidió que sus cuentos llegaran a un público más amplio, sin embargo la fuerza de su prosa, de sus imágenes, se mantiene viva y pelea un lugar de privilegio en la literatura mexicana. Durante el tiempo que lo conocí no encontré ninguna grieta en su vocación de escritor; esta fidelidad se percibe en cada línea, en cada frase. También destaca la sensación en su obra que, con el tiempo, hace que se vuelva imprescindible: historias que se expanden en el tiempo, personajes que laten en cada frase y que tienen plenitud de significados y dimensiones. En el vuelo oscuro de los cuervos, en la risa de Ángela que se nos escapa, en un llano 60


Tres poemas MARIO ARTECA FAIBLE INFLUENCE D’UN POÈME D’UN TEXTE NON-COMMUNISTE CHINOIS (UNE ÉTAPE AU COURS DE LA

“BABEL

HÔTEL”)

Su suerte sólo le pertenece a él, pero él pertenece a lo que expresa. La desaparición de cierta unidad es incluso presentada cuando percibimos lo que no logramos saber. Quiero intervenir sobre ese problema. Quiero conocer lo que se aparta. Lo que sin discusión pertenece a la experiencia, sin daño alguno para eludir todo poder central. Una manera de pronunciar será una sentencia al parecer definitiva: “el desciframiento de las estructuras”. Porque este momento está tanto más ausente de nuestro presente 61


cuanto que no está integrado a la memoria. Sin embargo, estamos lejos del uso único del lenguaje. Tracción de fárrago; el prisma en tanto secuencia que pacta su latencia. Así, fueron días, noches, semanas. La mirada, detenida, por el agua muerta. Una manera de pronunciar será definitiva: “Estaban solas en la casa, dos personas y la lluvia.” Imagino lo que viene: somos tres.

ԺԱՄԱՅԻՆ

ԳՈՏԻՆ (ՄԻՆՉԵՒ ԿՏՈՒՐ ՄԻ ՇԱՏ ԱՂՔԱՏ ՀՅՈՒՐԱՆՈՑՈՒՄ BABEL)

*

Estamos en plena estación, el sol mengua, y nuestros especialistas deambulan a determinada hora, en calle y número, cuadra y región. No reconozco el momento en que enloqueció por ese ceceo. Antes había cancelado dos bodas propias y abortado cinco ajenas. Y todo por adquirir ese tono impertinente, que a nadie hacía gracia salvo *

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En armenio: Huso horario (desde la terraza de un pobrísimo “Hotel Babel”)


a personas dispuestas a salvar sus vidas y perderlas en el mismo instante de ganarlas. Por eso huía de la tierra prometida de la literatura. El silbido le reportaba cierta cartografía europea, una piel momentánea. Era el soporte ideal para un grupo de mujeres que caminaba a ambos lados de él, tragando asimismo cada palabra suya. Ya está, c’est fini. Lo imagino de rodillas, pegado a un arcón repleto de materia irrelevante, con el objeto de leer en voz alta lo que le dicta una sola luz posible. Es una instantánea del siglo XIX. Nada habrá que decir: le gusta el olor de los libros antiguos. Lo que sucedió por aquel entonces fue movido por una duda repentina.

ESTE UN ADEVĂR PE ACEST SILOGISM DIAVOLUL

(UN

TEST DE

“HOTEL

BABEL”, VREAU SA SPUN)

*

Un poema encerrado en un film de Terence *

En rumano: Es una verdad relativa este silogismo del demonio (a las pruebas de “Hotela Babel”, me refiero) 63


Fisher. Un film de Terence —encerrado— Fisher, o bien un lobo temeroso en la bahía de San Lorenzo. Nada habrá en la bahía de San Lorenzo porque no está habitada, y su fotograma expresa un nudo que celebra, d’annunziano, d’annunziano, d’annunziano, “el grande, el inefable goce de vivir”. Celebra: el inefable goce de vivir. Inefable, tachado. De ser joven, hincaría los dientes “ávidos y blancos”; no soy tal para cual. Tal para cual. Entiendo el estupor, cosa palpable, hacia una movilidad que anticipa el jubileo de un poema y encima de un poema en un film de Terence Fisher. Dificulta la celebración: tal para cual. En un poema, los mismos silogismos. No se despeguen del habla; no se aparten de las palabras. ¿Cuándo sentiste que pegaba duro el llamado de la barricada? El sonido de un ave de pantano cuenta con ventaja: su alfabeto no es traducible. Sin embargo, son de las pocas cosas que conocemos. Otra, muy diferente, es el lenguaje envenenado, herido de muerte cuyo antídoto está a la vuelta de la esquina ¿Pero de cuál?

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Diarios, 1946-1949 JULIEN GREEN Traducción y nota de Armando Pinto

Julian Green (1900-1998), ciudadano norteamericano, vivió la mayor parte de su vida en Francia y, aun cuando escribió también en inglés, es considerado, bajo el nombre de Julien Green, uno de los mejores escritores franceses del siglo XX. Entre sus obras, sus diarios constituyen una parte sumamente importante de las mismas. Comenzó a escribirlos desde muy joven y casi hasta el final de su vida. En total doce tomos. Hemos hecho una selección del tomo que corresponde a los años 1946-1949, justo el que escribió al regresar a Francia una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, la cual pasó en los EU. El lector encontrará que las entradas del diario aparecen algunas veces inmediatamente después de la fecha y otras están precedidas por un “balazo” (l). Esto se debe a que, en el primer caso, el fragmento seleccionado inicia la entrada del día respectivo, y en el segundo está entresacado de los apuntes del día que no hemos recogido en su totalidad por falta de espacio, y porque nos han parecido menos interesantes para el lector en español del siglo XXI. 1946 14 DE ENERO

Un diario es una larga carta que el autor se escribe a sí mismo, lo más sorprendente es que se da a sí mismo sus propias noticias. l

8 DE FEBRERO.

Traduje un poema breve de Donne, otro de Herbert y un tercero de Hopkins. Releí una parte de mi Malfaiteur lamentándome de no haberlo publicado jamás; hay un capítulo en ese libro que aún me 65


JULIEN GREEN

parece bueno. 26 DE FEBRERO.

Ayer en la noche, un poco antes de acostarme, saqué de mi secreter un sobre lleno de papeles a los que me había aferrado a un grado apenas concebible si lo contase. Sabía bien lo que quería hacer, pero durante un buen cuarto de hora me quedé cerca de la estufa con el sobre en las rodillas. Por fin, abrí la estufa y lo deslicé al fuego. 22 DE MAYO.

Visita a Gide. Me recibió como de costumbre en su biblioteca, en un rincón cerca de la ventana, sentado en la pequeña mesa de madera pulida. Su cráneo está a medias cubierto por la boina negra a la que es afecto. Me habló de su viaje a Egipto y a Líbano… JULIEN GREEN Un poco después llegó Jef Last, un muchacho alto, holandés, de ojos claros. Hablamos de Browning, quien les gusta a los dos, y de la forma en que yo pronuncio el nombre de Hopkins, me sorprendió que no lo conocieran, que nunca hubieran oído hablar de él. La conversación indecisa rozaba un tema y otro. En cierto momento, Jef Last citó a Rilke y dijo, dirigiéndose a Gide: “Él cree, como tú, que son los hombres los que han creado a Dios” (en ese instante pensé en el “Dios será” de Renan). Él, con cierta vivacidad, negó haber tomado algo de Rilke. Un poco antes de la llegada de Jef Last le había dicho que Mencken, en su diccionario de citas, atribuía a Verlaine en su lecho de muerte el dicho: “¡Victor Hugo, qué desgracia!” “Es una respuesta que yo di hace mucho y que tal vez no hubiera sido recordada si Remy (él pronunciaba Reumy) de Gourmont no la hubiera 66


DIARIOS, 1946-1949

citado diciendo que resumía todo. Y es ‘¡Hugo, qué desgracia!’, que no es lo mismo (resoplido de impaciencia). Además no es algo que Verlaine hubiera dicho. Verlaine apreciaba mucho a Lamartine…” Todavía en presencia de Last, me habló larga y, me pareció, afectuosamente. A propósito de Mark Rutherford, me dijo que Bennett lo había hecho leer ese libro admirable y totalmente desconocido en Francia. 19 DE JUNIO.

Domingo, al Français para ver Esther. Siempre he preferido leer a Racine que verlo interpretado, pues por más dotados que sean los actores me parece que se quedan un poco por debajo de lo que, por el texto, se podría esperar. Se trata tal vez de una música muy difícil de cantar de forma exacta. Sólo la voz y entonación de Yonnel me pareció que le daba el tono que requería. 9 DE JULIO.

Hay en mí una tendencia a desconfiar de todo lo que escribo, sea una carta o una novela. Esta tendencia es la causa de que jamás continuara Les pays lointains, uno de cuyos fragmentos apareció en uno de los volúmenes de mi diario. En las horas de desánimo por las que atravieso actualmente, me agarro a la idea de que mi novela pueda ser mejor de lo que creo. Otra tendencia aún más misteriosa es la que me empuja a comprometer el éxito de lo que emprendo. Por razones que no alcanzo a descubrir, pero que pueden ser de origen religioso, le tengo desconfianza al éxito. Cuando vi que Léviathan era mejor recibido que mis otros libros, hice a propósito una novela en la que no pasaba nada y que no podía tener éxito: Epaves. ¿Por qué? No lo sé. El fracaso de Epaves me hizo muy sensible. Me hicieron falta años para comprender que, de todos mis libros, ése era el más difícil de escribir y en el que más había reflexionado. Como sea, era necesario escribirlo si quería pasar al siguiente. 11 DE JULIO.

Alguien me dijo: “Hay un artículo sobre ti en tal diario.” Compré el diario, encontré el artículo y la primera frase me disgustó. Había una alcantarilla cerca. Deslicé suavemente el diario como si lo metiera en el buzón. No fue del todo un gesto de mal humor. Por el con67


JULIEN GREEN

trario, quise detener de golpe cualquier acceso de mal humor. 15 DE JULIO.

R. me pregunta si leí un artículo que alguien escribió sobre mí en tal diario. Era el del otro día. Le respondí que había leído la primera frase. “Deberías leerlo hasta el final. Es excelente.” La verdad me obliga a decir que es totalmente cierto. No puede uno escribir con mucho tacto sobre temas difíciles. Envié por la tarde una carta al autor, quien ignorará siempre la primera impresión que tuve de su artículo. 21 DE JULIO.

Leí a Auden, primero con admiración, después con cierta fatiga. Su extraordinaria facilidad de expresión provoca el efecto de alguien que siempre gana en la lotería. Hay algo que irrita y acaba por exasperar. Evidentemente está orgulloso de su agilidad verbal; dice todo lo que quiere sin balbucear jamás, incluso dice lo que tú piensas, lo que estás a punto de decir y de decirlo mucho menos bien que él. La emoción en él es rara pero exquisita (por ejemplo en el poema sobre los dos refugiados). 22 DE AGOSTO.

Trabajé esta mañana, como de costumbre, pero sin ánimos. ¿A quién le gustará este libro? Pensé que la única cosa de la que puedo enorgullecerme es jamás haber escrito una línea por dinero ni haber hecho la mínima reverencia para obtener un premio. 27 DE AGOSTO.

Releí el Narcisse de Valéry. Casi todo el tiempo pensé en Marlowe al leer estos versos deliciosos. ¡Qué no hubiera hecho él con un tema tan de acuerdo con su naturaleza! Me asombra que no lo haya intentado, ni Shakespeare, todavía más indicado tal vez, pues él hubiera podido llevar más lejos el refinamiento cerebral, el concepto. 30 DE AGOSTO. Leí en Ovidio la historia de Eco y de Narciso. Ahí están estas

palabras patéticas: sed tamen haeret amor. Conocía bien este pasaje, pero ahora me ha emocionado. Imposible recordar un tiempo en el que no hubiera estado enamorado, imposible concebir la vida sin el amor; desde la infancia hasta el momento en que escribo estas palabras ha estado ahí, 68


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dándole sentido a todo. 15 DE SEPTIEMBRE.

“La brillante vanagloria de su peluca rubia”. Ese simpático verso de Molière. Y este otro: “En un pequeño rincón sombrío con mi negra pesadumbre…” Pero no puedo dejar de pensar que Le misanthrope pierde en escena. Alcestes es interpretado por un viejo hombre joven. Un verdadero hombre joven no sabría, no tendría la experiencia necesaria. Es exactamente el mismo problema que con Hamlet, al que vi interpretado, un poco someramente, por L. O. en Londres, en 1937. Un actor tan bueno no fue suficiente. En Les fourberies de Scapin, Denis d’Inès exagera a placer las desgracias de la edad y parece el decano de los ancianos. Cuando entra en escena, uno cree ver a Louis XI cubierto con un sombrero alto de una condición tal que podía haberlo encontrado en un bote de basura. Pero la tradición pide que con Molière los hijos tengan 20 años y los padres 90. 1 DE OCTUBRE.

Pasé a ver a Gide al final del día. Le dije en sustancia: “Estoy lejos de compartir las opiniones que expresa en su Thésée, creo sin embargo que no hay nada suyo que me haya parecido más bello en relación a la forma.” Me dijo que escribió ese libro en dos meses y con alegría. La simplicidad con la que me habla me parece muy concreta y me permito decirle que el último monólogo de Thésée me ha dejado una sensación de melancolía porque no he podido dejar de verlo como una suerte de despedida comparable al de Prospero en La tempestad. “Por supuesto, me dice, es un adiós.” Sin embargo de inmediato agrega que podría escribir “aún otro libro” y pronuncia esas palabras con una especie de arrebato que le quita cuarenta años de encima. Enseguida se declara harto del mundo en el que vivimos y de la marea creciente de autoritarismo, que él aborrece. Un poco más tarde me confía que saldrá en enero. “¿Para Egipto? —Mucho más lejos. —¿Para América?” Me mira un instante. “Para Tahití”, responde por fin separando las sílabas de la palabra. “Y puede ser que ya no regrese.” Me habla de mi diario, donde “muchas cosas pasan en silencio”; le pregunto si se refiere a las cosas carnales. “Sí, ésas”, dice. “¿Pero, le pregunto, conoce usted un dia69


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rio, uno solo, que se haya publicado y que no pase en silencio por esas cuestiones?” 23 DE OCTUBRE.

“La belleza, ese don injusto…” ¿De quién son esas palabras? Pensé en eso el otro día, al ver un rostro cuyo poder sería terrible si la belleza no pasara, en general, desapercibida. Larvata prodeo, podríamos decir. 3 DE DICIEMBRE. Vi a Laurence Olivier en el Rey Lear. Me parece pleno de

inteligencia y autoridad en ese papel que se le parece tan poco. Dijo O fool, I shall go mad de un modo y con una exaltación que se le oía muy lejos de la escena. Así de profundo era el silencio que había sabido lograr. Pero el lado melodramático de esta obra es mucho más evidente que en la lectura, y por desgracia la belleza práctica de ciertas escenas, como la de la tormenta, está muy disminuida por la óptica deformante del teatro. Me pregunto si Charles Lamb no tenía razón cuando desaconsejaba la representación de Shakespeare. l El domingo anterior, en el convento de Latour-Maubourg para escuchar a Camus. Había mucha gente y los dos salones del primer piso estaban llenos. Nos pusieron en la primera fila. Camus estaba sentado a dos metros, frente a nosotros, detrás de una pequeña mesa. Junto a él, el padre Maydieu vestido de blanco. En la pieza vecina, un dominico parado sobre la chimenea fumaba tranquilamente su pipa. Camus, visiblemente enfermo, habló, sin embargo, de una forma que me pareció muy conmovedora de lo que uno espera de los católicos en 1946. Es conmovedor a pesar de él, sin ninguna pretensión de elocuencia; es su honestidad lo que produce esa sensación. Habla con sencillez, rápidamente, con la ayuda de algunas notas. En su rostro un poco lívido, la mirada es triste, e igualmente triste su sonrisa. Al terminar la conferencia, el padre Maydieu me pregunta si tengo alguna cosa que decir, le hago señas de que no, no puedo responder sin tener antes algunos minutos para reflexionar. Ni Jean Wahl, ni Beuve-Méry, ni Pierre Leyris, ni Marcel Moré, todos presentes, tomaron la palabra. Algunos oyentes tomaron la palabra, pero tan mal que hubiera sido mejor que guardaran silencio. Uno 70


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de ellos, un revolucionario de mirada cándida, dice algo que a todos nos provoca un sobresalto: “Yo tengo la gracia, y usted, monsieur Camus, se lo digo con toda humildad, no la tiene.” La única respuesta de Camus es esa sonrisa de la que hablé hace poco, pero un poco más tarde dice: “Yo soy vuestro Agustín antes de la conversión. Me debato con el problema del mal y no logro salir.” Agustín, en efecto, pensamos en él frente a este latino de África del norte que busca descubrir cómo nos comportaremos en presencia de los vándalos. Otro oyente que lo ha escuchado con atención se levanta y dice: “Monsieur, no puedo decidir en cuarenta segundos la conducta que adoptaría si la iglesia fuera perseguida. Meditaría en eso toda mi vida.” “Monsieur —responde Camus—, tiene usted cinco años.” 13 DE DICIEMBRE. Regreso fatigado y desmoralizado de una reunión de hombres de letras. Una vez más constato hasta qué punto me siento ajeno a ellos. 1947 8 DE ENERO.

Cocteau desayuna con nosotros. La continuidad de su largo monólogo es admirable (no hablo de su inteligencia: ni qué decir tiene)… le hace falta un Boswell. A propósito del teatro, dice que siempre es curioso observar la sala, sobre todo en “el momento de la hipnosis” que llega tarde o temprano. Es el momento en que todo mundo está prendido, momento muy breve, “porque, en Francia, la sala siempre está vacía. Todo el mundo está en el escenario. Todo el mundo es la reina”. Sentimos ganas de aplaudir cuando habla así. Impresionados por lo que nos dice de “la conspiración del plural contra el singular” cuyos signos él ve por todas partes. Los extremistas le han dicho que su obra es insultante porque no se ajustaba a los modelos recibidos por ellos. “Tus libros son insultantes, me dice. Minuit es un libro insultante. (Me felicito por ello.) Nos habla de su mansión de Milly, la llamada mansión del bailli, y que él ya adora, nos dice que quiere que se le entierre en el jardín, “¡y que los perros vengan aquí a levantar su pata sobre mí si les place!” Habla con tristeza de la Francia que ve toda cambia71


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da, de los jóvenes desdichados y sin ambición… de nuestros días no queda nada, cree que la santidad es un ideal valedero. Los monasterios han recibido lo que hay de mejor… Su pesimismo me impresiona. “Somos como aquellos que antes decían: “¡Ah, si hubieran conocido a Rachel!” Nosotros decimos: “¡Ah, si hubieran visto 1920!” Y tenemos razón. 20 DE ENERO.

Novelas, etapas de un largo viaje interior.

SIN FECHA.

Hablé con Robert del irritante problema de las traducciones. Apegarse al sentido literal es a menudo un error, pues el escritor que traducimos seguramente habría empleado otras palabras y dicho cosas diferentes si hubiera escrito en la lengua del traductor. Es necesario por lo tanto tratar de descubrir el libro que él habría escrito en esta lengua. Con la rapidez e inteligencia que siempre admiro en él, Robert resumió la cuestión con una sola frase: “Una buena traducción no es un guante de revés: es otro guante.” No se podría decir mejor. 9 DE FEBRERO.

Esta mañana escribí varias páginas de mi novela. Mi mano corría más rápido que de ordinario y trabajé con el mismo placer de otros tiempos, pues ni los años ni los acontecimientos han matado en mí lo que Goethe llamaba die Lust zu fabulieren, este placer de contarme historias que se remonta tan lejos en mi infancia que no sabría decir cuándo no lo he tenido. 20 DE FEBRERO.

Ayer, a medianoche, terminé mi libro. Tres largas páginas escritas en dos horas, lo que no es mi paso ordinario, pero había decidido terminarla esta noche. Hacia la 11 sentí que comenzaba a hacer frío en mi recámara y agregue un tarugo al fuego. No sé porque anoto estos detalles ¡pero la última hora consagrada a un libro que se termina adquiere a los ojos del autor una importancia particular! El fin de la novela no fue como había previsto. La idea de Fabien envolviéndose en una cobija para ver quién tocaba a la puerta es sin duda un recuerdo inconsciente del episodio de Juan Marcos envuelto en su sábana y que es 72


aprendido al huir desnudo (Marcos, XIV, 52). 21 DE JULIO

Fui a ver a Gide. Me había escrito un pequeño recado muy cordial, pero por primera vez yo no auguraba nada bueno de esa visita. Me recibe en su pequeña recamara donde está escribiendo. Arriba de su cama una máscara de Goethe. Viste camisa gruesa de lana verde a cuadros. Casi de inmediato me habla de mi novela de la que no tenía buena opinión. “¡Usted quería salvar su alma, pero vea lo que le ha costado!” Le respondo entonces: “Me obliga usted a citar el Evangelio: ‘Qué aprovechara al hombre si ganare todo el mundo’…” “Sí, dice rápidamente, pero considérelo a pesar de todo.” Y desarrolla la idea de que un converso pierde su talento y que la Iglesia es la responsable. De pronto parece furioso contra mí, como si fuera yo culpable de una mala acción. “Espere a que actúe mal para juzgarme. —¡Pero usted nunca actuará mal, Green!”, exclama. “Usted es muy honesto para hacerlo y porque es honesto lo quiero.” Entonces es la Iglesia quien tiene la culpa. De nuevo arremete contra ella. Vio a C. en Alemania y ahora es “más protestante que nunca después de haber visto el mal que le hizo la Iglesia”. Reconozco que ese argumento no me subleva, pero él dice algo que me parece más grave: “He comprobado que los conversos jamás son mejores que antes de la conversión. El orgulloso sigue siendo orgulloso, etc. No hay bonificación.” Y me pregunta a boca de jarro: “Usted mismo, ¿se siente mejor?” ¡Como si pudiera uno responder sí a semejante pregunta! “Copeau ha seguido siendo el mismo de l

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antes de su conversión, y de una forma más acusada.” Se extiende largamente sobre este punto y, siguiendo el juicio a los católicos, les reprocha tener, como los comunistas, respuestas para todo bajo cualquier circunstancia. (Yo les he hecho siempre el mismo reproche, pero no rechisté nada esa mañana. Yo creo que las respuestas que ellos suministran para todos los problemas los hacen perder la sensación de misterio, pero no es de esto de lo que hablaba Gide.) Hacia el final de nuestra entrevista, pone frente a mis ojos un futuro literario magnífico: “Usted puede hacer grandes cosas. Ya tiene detrás de sí una serie de libros notables… Vuestra responsabilidad es grande. Será usted causa de que muchos se aparten de la Iglesia al ver el mal que le ha hecho a un hombre como usted.” (¿De dónde viene esa preocupación por la Iglesia?) Me hacer ver el lugar que yo podría ocupar y bruscamente lanza esta frase: “¿Por qué no da usted un bandazo al lado del demonio?” Le digo que jamás me pondré al lado del demonio: “Fingiría usted estarlo…” Le digo una vez más que no. Volviendo a mi diario, que él mencionó junto a mi novela, me dice que está lleno de reticencias, que no he puesto más que “cosas convenientes”. “Sí, le digo, pero he indicado claramente las omisiones y la naturaleza de aquello que omito. ¿Pero, usted mismo, no ha publicado un diario en el que hay muchos silencios? ¡Qué de cosas no dice usted! “Pondré orden en esas lagunas”, contesta simplemente. Había pasado una hora y media. Creí que nos habíamos dicho todo lo que teníamos que decirnos y me levanté para partir. En ese momento Gide hace algo que siento en el corazón profundamente: se levanta también y me abraza. La conversación con Gide me conmovió tanto que al regresar a mi casa tuve que acostarme. Durante casi una hora el corazón me latió fuertemente. Me pregunto ahora si al abrazarme no me estaría diciendo adiós. Me confió que “pensaba sin cesar en la muerte” y que la veía venir “con serenidad”. Una frase en particular me vuelve a la mente: “Pienso en la muerte con perfecta indiferencia, si es eso lo que entiende uno por serenidad.” A propósito de la fe católica, dice que no puede ver en ella más que un fenómeno de autosugestión o de herencia. 22 DE JULIO.

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Olvidaba decir que en cierto momento me preguntó por qué no escribía un libro sin firmarlo, como había hecho el autor de De l’abjection. (Eso, pensé, habría sido dar el bandazo al lado del demonio, pero un bandazo sin demasiados riesgos.) No es posible, le respondí. “Escribo libros de un carácter muy particular como para que el autor no sea reconocido.” En este punto me dio la razón. Igualmente he olvidado decir que al principio también me preguntó: “¿Por qué no toma usted las órdenes? ¿Cómo es que no ha dejado el siglo?” Le digo que no se entra a las órdenes sin vocación. “Precisamente, dice entonces, no comprendo cómo con su vocación cristiana no esté usted en un monasterio. —Pero una vocación es una cosa muy precisa. Uno puede ser un católico muy convencido y no tenerla.” 3 DE AGOSTO

Cuando un hombre rebasa los 40 años, descubre que su mundo ha desaparecido y que él sobrevive en las ruinas.

l

8 DE DICIEMBRE

Ayer, en la Comédie-Française, dieron L’avare. Un actor muy conocido interpretó el papel de Harpagon, al cual sobrecargó demasiado, me pareció, en el famoso monólogo. Exprimió el texto de una manera general y lo hizo dar hasta la última gota, no de sangre, sino de significado. Nada se dejó a la imaginación del espectador, jamás un margen en el que pudiera uno bosquejar mentalmente algo: el actor quiere decir todo y explicarlo todo con sus gestos, sus suspiros, sus parpadeos y estertores; a fuerza de literalidad casi mata ese texto admirable. Composición escrupulosa y además al gusto de un público que descubre, sin duda, no tener nada que proporcionar ni que inventar. Y además, este Harpagon es repugnantemente viejo y sucio: parece que uno lo pudiera oler. l

15 DE DICIEMBRE.

Se cuenta que Charles Lamb amaba tanto sus libros que después de terminar una lectura rozaba ligeramente el volumen con sus labios antes de devolverlo al estante. No sé por qué recuerdo hoy esta historia, pero yo amo a mis libros un poco de esa forma. 75


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1948 10 DE ENERO.

Llega el momento en que uno se pregunta si tiene la vida que quería tener. A los 20 años soñaba con una vida de escritor en un decorado de biblioteca. He tenido eso. La tengo en este momento. Leo y escribo. Es lo que quería. A decir verdad, no esperaba tener lo que la vida me ha dado, este estudio desde donde veo árboles y viejas mansiones, estos muros cubiertos por hileras de libros y este silencio extraordinario. En cierta forma, la habitación en la que escribo corresponde casi exactamente al sueño de mis 20 años. ¿Pero entonces, qué pasa? ¿Por qué no estoy contento? ¿Será que llega un poco tarde? ¿El que escribe estas palabras está demasiado desencantado para creer en la realidad del decorado donde vive? No es un público tan bueno como el muchacho de 20 años que escribía sus relatos en un cuarto demasiado sombrío, sobre una mesa demasiado estrecha y que hubiera aplaudido al ver el estudio de su… sucesor. 3 DE FEBRERO.

Le maître de Santiago. “Las grandes aventuras son interiores.” Esta obra maestra extraña, escuchada con el más profundo silencio por un público que durante varios segundos de estupefacción se olvidó de aplaudir cuando bajó el telón. Yo mismo estaba aturdido… 4 DE FEBRERO. Escuché decir muchas tonterías sobre Montherlant y en particular sobre esta obra. ¿Qué necesitan, pues? No comprendo que no sepan guardar más o menos silencio frente a una obra de tal belleza, belleza irritante, puede ser, exasperante incluso, porque el autor, con todo su genio, toca cosas muy graves con una especie de insolencia que da miedo, juega con la electricidad, dirige su mano hacia el arco que no necesita sino rozar. Dudaría en publicar esto, pero lo puedo decir en este diario: él juega con la Gracia, juego terrible. A él le compete. Por mi parte, considero sólo al artista, que es muy grande y solitario, me parece. 9 DE FEBRERO.

El silencio de esta habitación donde escribo es una de las más grandes riquezas de mi vida; es también un lujo en los tiempos que 76


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corren, y me pregunto si no seré uno de los últimos hombres en disfrutarlo. En un cuarto de siglo, una vida de escritor como la mía, ¿será posible? A veces me siento ya de otra época. Desayuno en un restaurante con una veintena de personas. Camus estaba sentado frente a mí e intenté conversar. Su semblante tan sensible y humano me impresionó vivamente. Hay en este hombre una probidad tan evidente que inspira respeto casi de inmediato; no es como los demás, sencillamente. Hablamos de Malaparte y de su libro Kaputt. Mme. X cuenta que cuando vio al autor, le dijo: “Leí su libro. Me hubiera gustado leer el otro.” (Es decir, el que hubiera escrito si Alemania hubiese ganado la guerra.) A lo que Malaparte no replicó, parece. Sobre esto, Camus exclamó: “¡Madame, si usted me hubiera dicho eso yo habría abandonado el lugar!” “Oh, los franceses son tan sensibles, dijo Madame X. Los italianos no son así.” 20 DE FEBRERO.

SIN FECHA.

Al Français para ver Andromaque. En el intermedio, Mauriac se acercó a platicar con nosotros, nos dijo que le admiraba que la sala estuviera llena y el público estuviese atento. “Los franceses sólo comprenden la poesía en la tragedia”, dijo. La obra tuvo un efecto en mí que yo no esperaba, me quedé aturdido como si una gran tormenta hubiera pasado sobre mi cabeza. Se trata, en efecto, de una tormenta, una tormenta de deseo y de cólera que te estremece. Andrómaca era bella y conmovedora, como debía (en realidad era una tigresa que había hecho asesinar a un niño en lugar de su hijo). Hermione, no sé por qué, se había hecho una cabeza de águila americana. Orestes, el mejor de todos, junto con Annie Ducaux, parecía un viejo león a quien la fantasía le hubiera hecho disfrazarse de echador de cartas, pero él temblaba y hacía temblar. Había en su actuación algo que me pareció más cerca del alma griega que de la majestad convencional de tantos actores del teatro clásico. Perturbado por esta obra atemorizante, por esos gritos, por ese furor que lanza a unos en persecución de los otros. Conozco eso, sé lo que es, lo he sufrido. 77


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10 DE MARZO.

Impresionado por una carta de Keats en la que describe un viaje de excursión a Escocia y, curiosamente, a la gruta de Fingal, de la que habla a las mil maravillas: “Imaginad que los gigantes que se alzaron contra Zeus hubieran tomado un montón de columna negras, las hubiesen atado como un rollo de fósforos y en seguida, con hachas enormes, hubieran esculpido una gruta en la masa de esas columnas…” Uno ve lo que quiere decir… es esta precisión particular de los poetas, y que los novelistas no tienen, lo que indica la medida en que son poetas. Al leer estas páginas me siento invadido de un renovado amor por Keats, al que considero el poeta por excelencia y que, con Hölderlin, pongo a la cabeza de todos los demás. Pero no es sólo el poeta, es el hombre el que me seduce. Me gusta que este hombre joven, que está lejos de ser un alfeñique y que en ocasiones se muestra luchador y bastante rudo le haya escrito a la mujer que amaba: “El mundo es demasiado brutal para mí —me alegra que el sepulcro exista.” Durante su enfermedad final, dijo que oía a las flores crecer encima de él. I hear the flowers growing over me. 17 DE ABRIL.

André Breton, a quien le pregunté por qué no había aprendido inglés en Norteamérica, ha dado esta respuesta que lo pinta tal cual es, y por lo que lo admiro: “Para no empañar mi francés.” l Trabajé con ahínco en mi traducción de la Charité de Jeanne d’Arc, mi mano corrió sobre el papel varias horas seguidas. Me produce placer buscar el equivalente en inglés de esos largos monólogos discutidores, pero hay momentos en que sofocan. 30 DE MAYO.

Ayer en la mañana llamé a Gide por teléfono. “Por supuesto, venga, usted siempre será bienvenido.” Le propongo el día de mañana. “Falta mucho. Venga hoy.” Primero quería visitarme él, verme en mi nuevo departamento, pero los cuatro pisos lo asustaron. Pasé a su casa hacia las seis. Está en su rincón habitual, entre la ventana y el piano, y cada vez que lo veo de este modo me viene a la mente la idea de un gran pájaro en su nido. Hoy está vestido con un batín de franela blanca y, en la cabeza, la boina negra tan graciosamente descrita por Guth (“una foto en la que lo vemos con la boina de remero y tocando alegremente el 78


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piano”). Le llevo un regalo que pongo sobre la mesa y que él contempla, me dice, “con atención y devoción”. Es, de hecho, un molde de la mano de Chopin. Mira atentamente esta mano de yeso, le da vuelta cuidadosamente, lamenta que no tenga líneas en la palma, admira la extrema finura de los dedos y la fuerza del ligamento: mientras la mano es de una delicadeza femenina, la muñeca es una muñeca de hombre; toda la fuerza se ha refugiado ahí. Además, me dice Gide, no es una mano de pianista: no hay diferencia entre los dedos. Al oírlo tengo conciencia de su palidez, pero él se mantiene muy derecho, sus ojos brillan, y su palabra, como su pensamiento, es de una claridad admirable. La conversación se desliza de un tema a otro y no sé con qué propósito me pregunta si conozco el Informe Kinsey. Le iba a decir que no estaba al corriente de la política (algo que él sabe, por lo demás), pero algo me retuvo y contesté simplemente: “No”. Gran sorpresa, sorpresa algo escandalizada. “¡Cómo! Se la voy a buscar.” Deja el cuarto por unos minutos y regresa con un grueso volumen repleto de notas y me hace leer algunos pasajes, en particular una serie de preguntas planteadas a doce mil norteamericanos por tres profesores. Me maravilla que hayan podido obtener las respuestas porque las preguntas se refieren a actos que castigan las leyes del país, y el norteamericano tal como lo conozco es refractario a las confidencias de ese género, teme por encima todo lo que sabemos, pero tal parece que los profesores en cuestión las han planteado como era preciso. Según el autor, me dice Gide, el sesentaicinco por ciento de los norteamericanos debería estar en prisión si les aplicaran las leyes. En cuanto a las norteamericanas, pues en el primer volumen no se trata más que de hombres, tendrán también su reporte Kinsey y creo que ellas nada pierden con esperar. Lo que me irrita más de ese grueso libro, debo decirlo, es la locura de las estadísticas. Me niego a creer que doce mil norteamericanos, por bien que hayan sido elegidos, nos informen de una forma precisa de la mentalidad de toda la población masculina. “Los números no mienten”, es una expresión corriente en estados Unidos. (Figures don’t lie). Ya veremos. 15 DE JUNIO.

Hojee hace poco en una librería la reedición del Diario de 79


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Gide que nunca leí entero, pero la lectura de algunas páginas me convenció, una vez más, de que jamás podré llegar hasta el final. ¿Por qué? No lo sé muy bien. Está escrito a las mil maravillas y cada página está llena hasta los bordes de una gran riqueza intelectual, pero al mismo tiempo que da todo lo que tiene que dar, hiela el corazón, y conforme avanza uno en la lectura menos se cree, menos se espera y, lo digo con pena, menos lo ama. Una frase maligna y lúcida de Stendhal me viene a la mente de tanto en tanto: “En el seminario existe una forma de comer un huevo pasado por agua que indica el progreso conseguido en la vida devota.” Este hombre, que me gusta tan poco y cuyos libros no puedo abrir sin devorar de inmediato algunas páginas, cómo me disgusta y cómo lo admiro. SIN FECHA.

21 DE JUNIO.

Vi a Gide hace un rato, en su pequeño estudio. Me hace sentar en un sofá desfundado sobre el que ha puesto una colcha doblada en cuatro. Me muestra, quitando la colcha, cómo el sofá ha perdido crin. “Me digo algunas veces que debo hacer que lo reparen, y luego pienso que durará más que yo, así que ¿para qué?” Lo dice alegremente. No creo haberlo visto abatido nunca… 26 DE JUNIO.

¿Volveré a escribir libros? ¿Tendré el tiempo? Me planteo estas cuestiones sin angustia, y eso es lo que más me sorprende. Pensando en Bloy me digo que sus enemigos harían que lo leyera si no me gustara ya. No solamente exaspera a los imbéciles, como es su deseo más caro, irrita también a lo que hay de menos bueno en los mejores. 3 DE JULIO.

12 DE JULIO

Con mucha tristeza me enteré de la muerte de Bernanos. Él conocía todas esas cosas que nos hacen sufrir. De eso mismo estaba hecha su grandeza. Le gustaba presentarse a nosotros con un saco; era el hombre de

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lo invisible. 16 DE JULIO

Los libros responden a veces con una curiosa pertinencia a nuestras preocupaciones secretas. Esta noche releía Otelo cuando encontré esto en el Tercer acto, escena tres: l

Who has a breast so pure, But some uncleanly apprehensions Keep leets, and law days, and in sessions sit Whit meditations lawful? 27 DE

JULIO. Zurich. De nuevo esa pesadilla de la neurastenia. En

Nápoles, una vez, y en Estocolmo. Casi una hora en un banco en un estado muy parecido a la desesperanza. Lo sentí también en 1925, en Montfort l’Amaury y de ahí salió Adrienne Mesurat. Me pregunto cómo hacen los demás. l Releí aquí el Journal de l’année de la peste. No se ha contado una historia de una forma más creíble. Al mirarlo con más detenimiento, el resultado es el fruto de una acumulación de detalles reportados en un tono de extrema simplicidad y con una ingenuidad que creemos voluntaria. Los hechos que relata el autor se producen cuando él tenía cinco años, pero uno ve de una forma inolvidable todo lo que nos describe. No conozco ningún otro escritor francés o inglés que haya poseído hasta tal grado ese don extraordinario. Lo más notable de esta historia es que Defoe es sin duda uno de los más grandes embusteros que han tomado la pluma. 6 DE AGOSTO.

Esta mañana recomencé mi novela o, más bien, reescribí la primera página. Creo que la llamaré Celina [finalmente, Moïra]. Será la historia de una mulata. 23 DE AGOSTO.

Esta mañana me desperté en la madrugada y vi mi libro de comienzo a fin. Me arrancó de mi sueño. Frente a mí, en la penumbra, ese personaje inmóvil. Como si todo me hubiera sido dado, como si todo me estuviera permitido. Mucho más relacionado con la historia de 81


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Celina, tal como me había propuesto escribirla. Repentinamente le había tomado nuevamente el gusto al trabajo, a la vida, y sentía la pluma correr en la punta de mis dedos. Feliz, a pesar de los problemas que ensombrecen mi vida, pero eso también pasará a mis libros. 29 DE AGOSTO.

Claudel, en una carta a Rivière (29 de mayo de 1913), habla de las exigencias del cuerpo y del alma embrollando la cuestión como a capricho. Dice del alma que “es una realidad exigente”, pero se burla enseguida de la “vanidad romántica del amor puramente carnal” y agrega algo que es por lo menos sorprendente: “El amor humano no tiene nada de bello cuando es acompañado por la satisfacción. La voluptuosidad del amor satisfecho… no existe.” 9 DE SEPTIEMBRE.

He pensado mucho en mi libro. Creo que el personaje al que le confié la narración (Joseph) no es capaz de escribir un libro. Si lo fuera, no sería el que yo vi en la madrugada del 23 de agosto; no sería el muchacho que se me apareció, algo rudo y fanático, obsesionado a la vez por la religión y por los deseos. Imposible suponer, por ejemplo, que pueda superarse a sí mismo al punto de describir una recamara, de observar los gestos de un amigo. Por lo tanto volveré a comenzar mañana, esta vez en tercera persona. 11 DE SEPTIEMBRE.

Trabajé en mi libro con el deseo de hacer bien lo que veo tan distintamente, pero no quiero explicar nada. Se verá a los personajes como en un escenario. Serán ellos los que digan lo que pasa en sus cabezas y en sus corazones. 15 DE SEPTIEMBRE.

Releí The winter’s tale. El primer acto es una maravilla, pero comprendemos bien la irritación de un lector francés que lo lee en traducción y no encuentra más que lugares comunes como hay tantos en Shakespeare. Lo que él dice ha sido dicho antes que él y lo será sin duda hasta el final de los tiempos, pero nunca de esta forma que es la suya, pues es en verdad el mago que transfigura todo lo que toca. La desgracia es que esas cosas transfiguradas vuelven a ser lo que eran 82


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cuando son transportadas a otra lengua, y particularmente al francés (pero no, parece, al alemán). Así, cuando Polixenes le dice a Hermione: We were, fair queen, Two lads that though there was no more behind But such a day to-morrow as to-day, and to be boy eternal…

Shakespeare no nos dice nada nuevo sobre la infancia, pero sería necesario ser muy frío para no sentirse conmovido por tales versos. Qué decir también de las peroratas del rey celoso (1, 2). Nada lo salva de la banalidad sino una extraordinaria felicidad de expresión. 20 DE SEPTIEMBRE.

Creo que hace veinte años comencé a llevar este diario, casi día por día, de una forma regular, pero no será leído integralmente sino después de mi muerte. 27 DE SEPTIEMBRE.

Ayer en el Odéon para ver Lucrèce Borgia, de la que tenía un viejo recuerdo, un recuerdo del liceo. Pensábamos reír, pero no tanto. Evidentemente, sin embargo, trataron de atenuar los efectos involuntariamente cómicos. Se han saltado finales de frases. En la última escena Lucrecia dice rápidamente y muy bien: “Vosotros estáis envenenados.” No es el sorprendente: ¡Mis señores, vosotros estáis envenenados! De la bella época. Lo mismo, Genaro le dice a Lucrecia: “Decid vuestras plegarias y decidlas rápido.” No agrega esta reflexión deliciosa: “¡Estoy envenenado, no tengo tiempo para oírlas! La obra me pareció mediocremente representada por actores que no creían en sus papeles y que, tengo la impresión, se avergonzaban de ese texto, hoy imposible. Dichas estas reservas, resulta divertido ver este melodrama. l Esta mañana, en la madrugada, reflexioné en mi novela. Debo evitar que se incline al erotismo —tiene la tendencia a hacerlo por sí misma— porque el contrapeso espiritual no es lo suficientemente fuerte para asegurar el equilibrio. No será necesario expresar que todo mundo está enamorado del héroe. Tengo contra el erotismo su facilidad. No es audacia, es incluso una suerte de tópico, y es suficiente para mí que esté de moda para que lo deteste. 83


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28 DE SEPTIEMBRE

Noto en el William Shakespeare de Hugo esta burrada de talla excepcional: “Considera esta cosa profunda, Otelo es la noche. Y en tanto noche, y queriendo matar ¿qué elige para hacerlo? ¿El veneno? ¿La porra? ¿El hacha? ¿El cuchillo? No, la almohada…” Pero como, a pesar de todo, es Hugo quien escribe, lleva un poco más lejos lo que me parece una crítica excelente: “Lear es la ocasión de Cordelia. La mater-

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nidad de la hija sobre el padre.” Releyendo esta mañana una escena de Romeo y Julieta en la edición Rolfe, percibí con indignación que había sido expurgada (Acto II, fin de la primera escena). Un dicho particularmente grosero [an open arse] ha sido reemplazado por etcétera, lo que lo convierte en un verso falso y en un extraño eufemismo que el poeta norteamericano Cummings ha imitado de una forma muy divertida.

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1 DE OCTUBRE.

Hace poco R. me hablaba de la Reine morte y me decía: “Cómo me molesta oír a la gente decir que en esta obra hay demasiado verbalismo. Hay un análisis admirable del personaje de Ferrante, sin contar el infante y el curioso Egas Coelho. No hablamos sólo de belleza verbal. Hay también psicología. En Hugo hay verbalismo y nada detrás. —Pero, le dije, el verbalismo puede ser de una gran calidad. Hay cierto verbalismo en Valéry.” Sin duda. Y además tenemos el verbalismo de Rabelais, pero quieren reducir el talento de Montherlant a poca cosa y la más poca cosa posible. Son muy injustos. Hablando de Egas Coelho, que me interesa por todo lo que el autor no dice, me pre84


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gunto si la clave del personaje no nos es proporcionada en su primer diálogo con el rey. Coelho dice en esencia: “Hay dos culpables: el abad que ha casado a don Pedro y doña Inés.” A lo que el rey responde: “Por qué no nombráis a todos los culpables. También lo es don Pedro.” Pero Coelho se guarda muy bien de incluir a don Pedro entre los culpables. El rey no adivina todo pero presiente algo y lo dice brutalmente. Figura biliosa e inteligente la de Coelho, de ojos huidizos, boca despiadada, máscara terrible colocada sobre un cuello duro que le da el aspecto de una dama envenenadora de provincia. Tiene una forma casi púdica de decirle al rey: “Yo nací para castigar.” l

Treinta y cinco líneas esta mañana. Es mucho.

7 DE OCTUBRE.

Esta mañana, extraño descubrimiento, casi perturbador. La mañana del 23 de agosto tuve la impresión de que mi libro me había sido dado de cabo a rabo, personajes, intrigas, circunstancias. Lo había visto todo de un solo golpe mediante una suerte de revelación interior, cuando Joseph Day se me presentó (no lo veía con los ojos del cuerpo y sin embargo él estaba ahí y al mirarlo podía describirlo; es imposible explicarlo, pues ni siquiera yo lo comprendo; y algunas horas más tarde me senté en mi mesa de trabajo para escribir lo que acababa de ver, pero lo más singular de la historia no fue eso, y cierro el paréntesis para concluir): de pronto, al recopilar mi diario para el editor, topé con esto: “10 de octubre de 1944. Retomé mi novela fantástica a la que llamaré Baphomet (que se convirtió en Si j’étais vous…). La otra, la historia del fanático con una mujer a la que estrangula porque le estorba para alcanzar su salvación, la escribiré más tarde, tal vez en Francia.” Es el tema de mi libro, lo había olvidado profundamente, digo bien, profundamente. En qué profundidades, en efecto, sin que yo lo supiera, se había construido con toda su frescura y novedad. Me faltaba esa frescura y esa novedad para retomarlo, y quizás si no lo hubiera olvidado no habría emprendido su elaboración. Le hablé de esto a Robert, quien, como yo, se sintió impresionado.

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10 DE OCTUBRE.

Hay muchas puerilidades en ciertas comedias de Shakespeare, como la elección de sus temas. Esas historias fastidiosas de mujeres vestidas de hombres (“No vestirá la mujer traje de hombre, ni el hombre vestirá traje de mujer; porque abominación es a Jehová…”, dice el Deuteronomio); en cualquier caso es ridículo, y no me puedo interesar en esos anillos intercambiados a destiempo y en esas identidades mantenidas en secreto hasta el final. Uno siente más de una vez el cansancio del autor en presencia de temas tan apagados, pero hay momentos en que su genio retoma las alturas con una gracia que salva todo. Por ejemplo, en A buen fin no hay mal principio, en medio del acto de los reconocimientos (V,3), el rey dice esto que voy a copiar: Our rash faults Make trivial Price of serious things we have, Not knowing them until we know their grave: Oft our displeasures, to ourselves unjust, Destroy our friends and after weep their dust: Our own love waking cries to see what’s done, While shameful hate sleeps out the afternoon.

Es exquisita la belleza de estos versos, pero traducidos ¿qué transmiten? Un lector francés estaría en su derecho al decirme. “¿Esto es todo? ¿Qué es lo que admira usted?” Sin embargo son versos como esos los que hacían palpitar mi corazón a los 20 años, y veo que también hoy. 12 DE OCTUBRE. La Biblia sería citada con menos inexactitud en Francia

si las traducciones fueran más bellas. En Inglaterra, el texto de la traducción se aloja más fácilmente en la memoria de sus lectores porque es bella; literalmente memorable. La traducción de Crampon no lo es, es aburrida. Esto es lo que sobre todo reprocho a los traductores modernos; esparcen el tedio sobre las Escrituras. Me decía todo esto esta mañana mientras leía esta frase sorprendente de Bernanos: “Uno encuentra en el Evangelio una voz muy singular: ‘¿Cuando regrese, encontraré en tu casa a mis amigos?’” (Dans l’amitié de Léon Bloy, p. xii). Infinitamente menos seria pero curiosa a pesar de la falta de atención de M. Claudel, 86


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gran amante de las Escrituras: “No hay monos en la Biblia.” (Interroge les animaux. Figaro Littéraire del 9 de octubre de 1948). ¿Qué hacen entonces los monos que los vasallos de Tarsis le llevan al rey Salomón cada tres años, con marfil y pavorreales? (Reyes, 1,10,22). Si hubiese escrito esta frase en un diario inglés más de una voz se habría levantado para responderle: Ivory, apes and peacocks! Todo el pasaje en cuestión parece hecho, además, para agradar al gran poeta por su tono y magnificencia, y me gusta imaginar el relajo de los monos alrededor del rey sol judío, pero me consolaría más fácilmente de la ausencia de los monos en la Biblia que de los gatos, de los que no hay rastros del génesis al apocalipsis. l Atrapado por la lectura de un volumen de relatos de Ambrose Bierce (In the midst of death). Sus cuentos californianos no me parecen buenos; ante mis ojos, su pesada ironía los estropea, pero todas sus historias de la guerra de secesión lo ponen en la primera fila de los escritores de su país. Por la fuerza, el tono, la elocuencia, no de la frase sino de la manera de presentar los hechos y sobre todo por ese don excepcional que tiene de sorprender, no conozco más que un libro que puedo colocar a su lado — un poco arriba sin embargo—, es Sueur de sang, de Léon Bloy. Impresionado por la historia del capitán que tiembla sobre el campo de batalla y que, por miedo a morir, muere por no haber entrado al combate. Igualmente el del saboteador que atrapan y tiene un largo sueño de evasión en el instante de su muerte. Un poco por todas partes, los detalles que le hubieran encantado a Bloy —o a Hugo—: por ejemplo, el cañón que mojan para enfriarlo en el fragor de la batalla, a falta de agua, con sangre. 16 DE OCTUBRE

Releí de nuevo a Balzac, no sin una gran admiración, pero lo que ha envejecido en él ha envejecido mal. Hay en L’Auberge Rouge un joven que llora a lágrima viva porque ha perdido “la virginidad del alma”. Y ese vocabulario: inexpériente. Intususpection. Todos los paréntesis filosóficos me han parecido fastidiosos. El papel del novelista es el de ver y decir lo que ha visto. Si quiere “pensar” que lo haga en otra parte, no en la

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novela. Ese alarde intelectual vuelve pesada y fatigosa la narración. l Copiar mi diario entero, tarea gigantesca. Me pregunto si el papel del que me sirvo durará lo suficiente para que pueda leerse este libro extraño. Le dije al padre B.: “Decir la verdad es difícil, casi imposible. Intenté hacerlo y no he acabado de intentarlo.” 27 DE OCTUBRE.

El placer de la relectura. Salammbô. Las frases del principio son de una resonancia maravillosa. Me divierte encontrarme a viejos conocidos. Matho. Nos hace felices volver a ver al sufete Hannon con sus colleras y su espátula de áloe que le sirve para rascar su lepra. No lo había visto desde el liceo: “¡Cómo!, ¿todavía te rascas?” La descripción de los ricos, o más bien, de los ricos de Cartago me encanta al grado de que no resisto copiarlo aquí: “En tres ocasiones, durante cada luna, hacían subir sus lechos a la terraza que bordeaba el muro del patio, y desde abajo se les podía ver sentados como en el aire, sin coturnos y sin mantos, pero con los diamantes de sus dedos paseando por las carnes y sus grandes aretes inclinados sobre las jarras. Todos ellos fuertes y obesos, medio desnudos, felices, riendo y comiendo a pleno cielo, como tiburones retozando en el mar.” Qué bien maneja el efecto final, ¡la imagen de los tiburones! Todo el coraje de Flaubert se encuentra en esta imagen magnífica, todo su talento. Jamás se entrega al vértigo de la palabrería que hace zozobrar a ciertas narraciones de Balzac. l No conozco un diario de escritor que diga toda la verdad. El contexto, que echaría luz sobre esas páginas sabiamente oscuras, siempre falta. Peor todavía, las confesiones, pues es el cuerpo el que habla, el que ocupa todo el lugar, o es el alma la que amordaza al cuerpo y “habla por él”. ¿Sería difícil escribir un libro en el que ambos tengan voz y voto? Hay vidas en las que el asceta se bate con el juerguista. ¡Que hablen los dos! ¡Que se expliquen por fin! Pero no, no lo soportaríamos. Lo que más temor me da es la dosificación; en general, el asceta se encarga de hacerlo con una deshonestidad de la que no tiene conciencia. Él encuentra que lo que hace está bien. Los hombres más sinceros sólo 88


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dicen verdades a medias. 12 DE NOVIEMBRE.

Estas líneas extraordinarias en Le chef-d’ouvre inconnu: “El dibujo no existe… no hay dibujos en la naturaleza, donde todo es compacto… Los escultores pueden acercarse a la verdad más que los pintores por esa causa… La naturaleza comprende una serie de armonías que se envuelven las unas en las otras.” Llamo al número de Gide. Muchos problemas para lograrlo. La persona que contesta por fin es ininteligible y, para colmo, no comprende. Voy a colgar cuando llega Gide. “¡Me dijeron que era M. Scribe quien me llamaba y dudé en responder!” Me dice que está demasiado enfermo para recibirme, que sólo dejó la cama para contestar cuando comprendió que se trataba de mí, pero que va a acostarse otra vez, que espera “tener cuerda” en dos o tres días. 20 DE NOVIEMBRE.

27 DE NOVIEMBRE.

En The story of my heart, de Jeffries, hay un pasaje muy curioso sobre el sentimiento de adoración (Worship) que la visión de un cuerpo bello despierta en el autor, lo cual es profundamente pagano. Muchas veces he sentido eso, le digo. Algo religioso. Y creo que Jeffries tiene razón al decir que los impuros verdaderos son los ascetas, pero hubiera preferido que dijera: los puritanos. l “La mayoría de los hombres mueren de tristeza”, escribe Buffon. Pero el corazón de un hombre no se quiebra de un solo golpe; hacen falta veinte, treinta años para eso. 14 DE DICIEMBRE.

En un desayuno, Mauriac nos habla de Jammes, quien le dijo un día: “Conozco el lugar que ocupo en la literatura francesa: ¡el primero!” Después, de Doumic. El día en que Mauriac recibió el gran premio de novela, Doumic le dijo: “Ahora, François Mauriac, usted está en la gran vía, la vía real: la de Bazin, Bordeaux y Bourget.” Y, dice Mauriac, bajé la cabeza y respondí: “¡Sí, señor!” Sólo él puede contar eso con esa mezcla de gracia y juventud. 89


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19 DE DICIEMBRE.

Esta mañana, una amistosa llamada telefónica de Gide. Me recibe un rato después en la pequeña recámara donde trabaja. Un gran cojín de cuero sobre el sillón que ya no tiene sentido reparar. Sobre la chimenea, una cabeza de bronce de Gide sobre la que se ha echado, no, sobre la que se ha puesto cuidadosamente una bella boina de terciopelo verde. Gide tiene un sombrero de pescador de línea bajo el cual su rostro me ha parecido de una palidez extrema y su mirada, tras sus lentes, un poco cansada; su voz más dulce, más baja que de ordinario, pero distinta y clara como si tuviera 20 años. Le doy a leer las páginas sobre él que deben figurar en el cuarto tomo de mi diario, lee la primera y se dice conmovido de que no le encuentre la mirada aguda que le atribuyen los fotógrafos, sino una mirada atenta. Como me pide la siguiente, le digo que prefiero dejárselas. “Ya me las devolverá más tarde. Si las lee ahora me sentiré robado: prefiero hablar más con usted.” Él accede con una sonrisa. Le pregunto si tiene alguna objeción a que hable de nuestra entrevista a propósito de la carta atribuida a Baudelaire, y reacciona con cierta perplejidad. Lo pensará, me dice, y me repite que Proust creía en la autenticidad de esa carta. Le digo por qué yo no… Sartre tampoco la cree auténtica. Me dice que va a publicar su correspondencia con Claudel… Como me pregunta lo que pienso de Partage de midi, no le oculto la admiración que tengo por esa obra. “Pero, me dice, el texto fue modificado en nombre de la ortodoxia…” Poco después me retiro. 20 DE DICIEMBRE.

Dos frases cuyo contenido es inagotable. Pensamos en ellas indefinidamente. Por ejemplo la de Claudel, sobre el grito del ganso en la extensa humedad (Connaisance de l’Est ) o la de Cocteau sobre la casa de Keats en Roma (la compara a un molino bajo dos caídas de agua). l Gide me dice: “Claudel es un señor que cree que al cielo se va en pulman.” 1949 2 DE ENERO

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Paul Guth relata la siguiente historia que le contó Paulhan. Cuando todavía era estudiante, trabajó de figurante con Antoine para ganar un poco de dinero. Antoine, quien estaba poniendo Julio César de Shakesperare, dijo, refieriéndose a Paulhan: “Éste es demasiado tonto para hacer de hombre de pueblo. Hará de senador.” Y dirigiéndose a Paulhan: “No es difícil: ¡sólo tienes que salir levantando los brazos!”

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16 DE ENERO

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Ayer revisaba las pruebas de Si j’etais vous traducido al inglés, cuando de pronto tuve un estremecimiento. En el prefacio había un verso de Milton que yo había citado en francés, y mi traductor inglés simplemente lo retradujo a pesar de que yo había indicado su procedencia, la cual era muy fácil de encontrar. Lo que hizo no tiene nombre en ninguna lengua. En lugar de un verso muy bello, una frase dura y a la vez banal.

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2 DE FEBRERO.

Extraño oficio. Trabajo mucho, con la intención de olvidar, de sumergirme en un mundo imaginario. ¿Y qué encuentro en este mundo imaginario? Mis problemas desmesuradamente agrandados hasta alcanzar proporciones terroríficas. 7 DE FEBRERO.

Seguí con la traducción al inglés de Mystère de la charité de Jeanne d’Arc. Con toda la admiración que le tengo a Péguy, esta infatuación que tiene por lo que escribe acaba siendo exasperante. El razonamiento avanza milímetro a milímetro. Lo hemos comprendido hasta el cansancio y él vuelve a comenzar por él sólo placer de cambiarle una palabra a su frase. Pero esta lentitud prepara magníficos acordes. 91


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15 DE FEBRERO

Son curiosos los descuidos de los escritores. Encontré esto en Renan (Ma soeur Henriette, p. 7): “Ella heredó de nuestro padre una disposición melancólica que le impedía disfrutar de las distracciones vulgares e incluso le inspiraba una cierta disposición a huir del mundo y sus placeres.” En esta disposición que inspira una disposición, veo una disposición a adormilarse. l

27 DE FEBRERO.

Esta mañana, acabando de regresar de misa, recibí un telefonazo de Gide para que lo fuera a ver. Fui sin tardanza. Gide, después de una crisis cardiaca, está mejor. Lo encontré en su biblioteca, su lugar de costumbre. Delante de él, la pequeña mesa sobrecargada de papeles y libros. Un cuaderno abierto en el que reconozco media página de su escritura, y un volumen de sus obras completas. Está un poco encorvado, su semblante triste y las mejillas cubiertas de una barba completamente blanca de, parece, dos o tres días. Me estrecha la mano y me hace sentarme frente a él. “Me encontrará usted disminuido”, me dice riendo. Yo río también y respondo: “¡Me lo dice usted con alegría! —No, me dice dejando de reír, me siento disminuido. —No lo parece. Si me lo encuentro trabajando. —Finjo que lo hago. Vea, mi pluma está seca.” (La señala con el dedo.) Tiene mucho valor al hablar así de él, de ver las cosas tan claramente. Poco después me dice que recibió un cable de Norteamérica de treinta palabras (es su voz la que subraya) invitándolo a ir allá a recibir el premio Goethe. “¿Qué premio es ése? —No lo sé. Me ofrecen cinco mil dólares, con todos los gastos pagados. —Son muy fastuosos! —Fastuosos, sí, pero no iré, estoy muy agotado.” Me habla de una carta que le envió un norteamericano de nombre Henson, quien le habló de mí. “¿Pero quién es?”, me pregunta. Yo se lo digo. Henson lo admira mucho, y yo elogio a ese muchacho que conocí en Estados Unidos cuando yo era soldado. “Sí, dice Gide, hay gente muy correcta, como se dice. Hay mucha. No me gustan los que ‘denigran’ a unos y a otros, los que son derrotistas. Yo dejaré esta tierra con la idea de que hay gente muy correcta en el mundo. Lo digo sin melancolía. No hay 92


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melancolía en mí. No, no me gustan los que se complacen en escupir en la sopa. —¡A mí tampoco!, digo escandalizado por esa imagen. Tampoco a usted, lo sé. Por eso es que nos vemos. Y además, usted lo ha dicho, siempre es en la sopa de los otros…” Pero me quedo una media hora más y es hora de que me retire. A propósito de Escandinavia, donde pienso ir este verano, Gide me hace preguntas y suspira: “Si me cuidara… Pero no, no es posible. ¿Irá usted este verano? Sin embargo… pero no.” No dijo nada más triste esa mañana. Me levanto y me estrecha la mano. Al momento en que estoy a punto de cruzar el umbral de la biblioteca, me pregunta por lo que estoy leyendo en ese momento y si tengo un libro que aconsejarle a Catherine. Reflexiono. Mis lecturas son tan serias que dudo en hablar de ellas. No obstante he releído a Montaigne con placer y se lo digo. “Ah, dice Gide, pero en qué edición lo lee usted? —En la pequeña edición Jouast que recoge el texto de 1588 y el de la segunda edición. —Se lo pregunto para saber si tiene usted las variantes. Es muy importante. (Olvidaba decir que cuando dije el nombre de Montaigne él exclamo: “¡Me sorprende eso de su parte! —¿Porque soy católico? Pero Pascal lo leía y releía —solamente para refutarlo.” Ciertamente. Pascal lo admiraba y lo odiaba. Hubiera podido responderle, pero recordé muy tarde que san Francisco de Sales recibía un placer enorme de la lectura de los Ensayos. Me pide, estaba cerca de mí, que alcance uno de los cuatro grandes volúmenes que están en un estante. Es un notable Montaigne con grandes márgenes. Las variaciones vienen en cursivas. Conoce usted la famosa frase sobre La Boëtie… Y bien, “porque él era yo” fue agregada más tarde. —Sí, dije, no figura en la primera edición. —Se cita esta frase como un bello entusiasmo repentino, añadió Gide. “¡Le tomó treinta años escribir su entusiasmo repentino!” De pronto volvió a ser el Gide de siempre y durante esos últimos minutos lo vi exactamente como era antes. Me estrechó una vez más la mano. “Fue muy gentil de su parte venir a la primera llamada.” Creo que rara vez se mostró tan afectuoso como en esa pequeña frase. Lo que admiro en él es esta lucidez que no se desdice nunca, ese deseo de ver lo más claro posible, de no engañarse sobre sí mismo. 93


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4 DE MARZO.

Esta tarde R. fue a oír Tristan e Isolda. Hubiera querido acompañarlo; seguramente lo hubiera hecho hace diez años, pero cuatro horas de Wagner… hoy ya no puedo. 20 DE MARZO.

Leí poemas de Hörderlin con profunda alegría. Dice en alguna parte que jamás ha comprendido el lenguaje de los hombres. ¡Cuántas veces no he sentido lo mismo! Tiene mucho que darme. 30 DE MARZO.

Un joven interno en un hospital le dice a un religioso: “No quiero conversar conmigo mismo y figurarme que Dios me habla. Dios no habla. Hay silencio de Dios.” El silencio de Dios. He pensado en eso todo el día. 4 DE ABRIL.

Páginas interesantes de Gourmont sobre Renan. Para Renan el talento es “una cualidad inferior” al que el público no le daría tanta importancia si no fuera tan “infantil.” 10 DE ABRIL.

Al informarle a Claudel el dicho de Gide: “Claudel es un señor que cree que al cielo se va en pulman.” Claudel responde: “Gide va al infierno en el metro.” l Alguien habla en su diario de “su horrible modestia” de la que no puede curarse. Pero ahora, podemos decir, se ha reestablecido completamente. 18 DE ABRIL

Acabé la primera parte de mi novela. Hay tantos diálogos que parece teatro, pero es así como el libro se me presentó. No quiero a ningún precio entorpecerlo con explicaciones. La página demasiado densa me aburre. Es necesario que tenga aire.

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1 DE MAYO

Leí lo que llevo escrito de mi novela. ¿Cómo no vi que es la transcripción de mi propia historia? La eterna lucha contra mí mismo. He puesto en escena un protestante como quien adopta un seudónimo, pero ahí me

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oculto muy visiblemente, si puedo decirlo así. 2 DE MAYO

Le leí a R. un pasaje de Paraíso en el que el sol se compara con el metal líquido que sale del horno y veinticuatro horas más tarde R. encontró esa imagen en Le repos du septième jour, de Claudel. A propósito de poesía y, sobre todo de la primera parte de Enrique IV de Shakespeare, especie de torrente poético al que no le encuentro un equivalente francés, digo que la poesía francesa me hace pensar algunas veces en un riachuelo de cristal. “¿Pero Claudel?” Claudel es inexplicable. Debe haber caído del cielo como un aerolito. No representa ni a su tiempo ni a su país. Las grandes influencias que ha sufrido vienen más de fuera que de aquí: los trágicos griegos, la Biblia, Dante sin duda, Shakespeare.

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25 DE MAYO.

No sé por qué en la obra de Mauriac no se le da el mejor lugar a su Sainte Marguerite de Cortone. Haciendo a un lado sus novelas, es junto con su Racine, el que considero el mejor de sus libros, en el que creo que se muestra más al descubierto, y tal vez nada más doloroso y más humano ha salido de su pluma. Me gusta que se acerque a nosotros así, desde la sombra de un gran penitente y que a media voz nos hable de su tristeza. Su Racine nos hace verlo con un fulgor de triunfo en sus ojos; adivinamos al escritor impaciente de avanzar hasta el límite de sus dones, al hombre que siente toda su riqueza interior, pero entre esas dos biografías ha habido para el autor, como para la mayoría de nosotros, una especie de noche oscura de la que salimos instruidos, pero horrorizados, hemos vislumbrado el abismo. El amor de Dios para el alma no es jamás un idilio y es extraordinario que la ruta hacia él no pase por las tinieblas. Este encaminamiento a lo absoluto, la vida de santa Margarita, nos permite reconocer los recovecos, las incertidumbres, las paradas, el acenso de la angustia. Todo eso nos hace muy preciado este libro tan cargado de sufrimientos y de sabiduría. Hay dos o tres puntos de vista sobre la fe desnuda y el carácter sospechoso de la piedad sensible. Lo que parece dominar en el autor es la intuición, una intuición siempre en guardia que lo hace escribir a veces cosas de una 95


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gran profundidad. El cristiano de Mauriac marcha “a lo largo de una cresta entre dos abismos” y no espera sino temblando; no puedo, por lo demás, negarle la razón, pero ya que hablamos siempre de Port Royal al hablar de Mauriac, prefiero ponerme del lado de M. de Saint-Cyran, quien decía “¡Dios es tan bueno!”, que de M. Arnauld, quien decía: “¡Dios es terrible!” Por más lejos que me sienta hoy del rigorismo jansenista no puedo olvidar que, de los 16 a los 20 años, Pascal era para mí la religión misma y que a veces me ponía de rodillas para leerlo. Volviendo al libro de Mauriac, lo encuentro de una nobleza que llamaría desesperada si esa palabra no entrara en contradicción con la profunda fe del autor. Sin embargo, hay en él una tristeza cuyo eco resuena a través de todo el libro: “Nosotros que no somos santos… Si hubiéramos sido santos…” (“No hay más que una tristeza, repite Bloy, la de no ser santos.”) “¡Qué vergüenza que la vida cristiana no se convierta en santidad!”, exclama, y habla, duramente, me parece, de “esas recaídas seguidas por el regreso rastrero al confesionario”. Es, sin embargo, de ese modo que la mayoría de nosotros se escurrirán al Paraíso —después del Purgatorio… Pero esa tristeza honra a Mauriac. Recuerdo haber leído, sin embargo, que en Port-Royal no se estaba triste y que se cantaba en todas las celdas. Temo que nuestra tristeza es sólo lo que en nosotros hay de menos cristiano. Stendhal, al hablar de no sé qué iglesia, decía que tenía apariencia cristiana, “es decir severa y desgraciada”. ¿Cuándo, entonces, recobraremos la risa de los primeros franciscanos, la sonrisa de la piedad salesiana? Los religiosos más serios tenían bajo el silicio un corazón lleno de alegría. Bremond, citando a un autor de ese tiempo, nos dice que la madre Anne de Jésus, de una austeridad ejemplar, hacía bromas frente al sagrado sacramento del Carmelo de Dijon, y cantaba aplaudiendo. PENTECOSTÉS. Releí el ensayo de Kleist sobre las marionetas. Conozco pocas obras breves que sean de una perfección tan acabada. Esas páginas quitan el gusto por las obras grandes. Cada vez más estoy tentado a ser breve. 10 DE JUNIO

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Un dicho simpático del abad Mugnier. Citaba a Claudel, quien habría dicho: “Si yo fuera Dios le echaría más leña al infierno.” “Con ello mostraba, dijo el abad, ¡cuánto miedo le tenía!”

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16 DE JUNIO

El otro día, una dama extranjera me agradeció las magníficas páginas que había yo escrito sobre Siena. Desafortunadamente jamás he puesto los pies en esa ciudad.

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19 DE JUNIO

En una comida con hombres de letras, alguien pronunció el nombre de Valéry y, para mi gran sorpresa, vi a un escritor hacerse de la boca chiquita. Dijo que los textos de ese poeta no significaban gran cosa y que en el fondo no sabía casi nada. Como yo protestara, mi vecino de la izquierda murmuró suavemente: “¿Qué es lo que encuentra usted bello en Valéry? —¡Pero cómo!, la belleza de la lengua, la música de ciertos versos —hay mucho…” Hizo un mohín de escepticismo. “La belleza de la lengua, sí, sin duda, pero el resto…” Esas opiniones confusas me hundieron en una especie de estupor. Circuló la palabra embaucador. Desde que volví a París es lo más sorprendente que he oído. l

26 DE JUNIO

En un manual de literatura inglesa encontré esta frase que me parece justa: “Aunque estén profundamente comprometidos con las aventuras o los placeres, los anglosajones se mantienen sensibles como barómetros cuando se trata de influencia espiritual, poco importa que se trate de un cura o de un campesino; ellos reconocen lo que Emerson llamaba el acento del Espíritu Santo.” l Jouhandeau me cita un dicho admirable de su abuela: “Conforme más veo lo que veo, más pienso en lo que pienso.” 27 DE JUNIO. Ayer leí en voz alta el principio de Pilgrim’s progress. La primera frase es una de las más bellas que conozco por la permanente resonancia que deja tras de sí. Eso me recordó el monumento a Bunyan en el centro de Londres, de pie en medio de ese tumulto, con esa inscripl

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ción tomada de su libro: “Mientras atravesaba el desierto de este mundo… me recosté para dormir, y mientras dormía soñé un sueño.” 29 DE JUNIO

Releí esta mañana el principio de De senectute en la edición que tenía en el aula. El autor pretende que una de las ventajas que tenemos en la vejez es que ella nos libera de las pasiones que oscurecen la inteligencia. Ya veremos, pero me parece que me gustaría tener la inteligencia oscurecida de un hombre de 30 años en lugar de la liberada inteligencia de un octogenario. El siniestro dicho de Bourget me ha venido a la mente (Mauriac me la ha repetido, después de oírla de Bordeaux). l

6 DE JULIO

Robert, que lee los Ensayos de Bacon, los encuentra ingenuos, pero es la ingenuidad de ciertas grandes épocas literarias. Bossuet también es ingenuo. Es necesaria la ingenuidad para creer no solamente en lo que decimos, sino en la importancia de lo que decimos. El mejor ejemplo es el de Flaubert, quien se creía totalmente desengañado. A propósito de la ingenuidad, leí hace poco un sermón de Donne que no puedo copiar sin sonreír (sermón LXII). Habla del pecado de la lujuria (la lujuria y la muerte, sus dos grandes temas) y de aquellos que al multiplicar lo que llamaré las variantes hacen de ese pecado algo todavía más monstruoso de lo que de por sí es; él recuerda al sobrino de un célebre Papa, un regalo para los protestantes, cuyo sobrino, no contento con la fornicación, el adulterio y el incesto, vuelve sus deseos hacia las personas de su mismo sexo y entre ellos hacia un Principe espiritual, alcanzando su objetivo no mediante el ruego, sino por la violencia, en suma: He ravished a Cardinal.

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8 DE JULIO.

Un poco desanimado por mi novela porque estoy en una parte en la que hacen falta explicaciones. Hay dos páginas que voy a resumir simplemente en dos líneas pues esas páginas no sirven a la acción y es la acción lo que más importa. La explicación psicológica muy a menudo es el signo de una acción insuficientemente motivada. La 98


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acción debe revelar lo que está en el fondo del alma, es su papel; las palabras no son más que su ampliación. Uno ve eso en casi todas las novelas que se escriben hoy. No hay época más habladora y argumentadora que la nuestra. 12 DE JULIO. Un joven escritor viene a pedirme consejo. Lo pienso mucho.

Finalmente le digo: “Se mantiene usted a un lado de sí mismo, las palabras lo intimidan. Jamás hará algo valioso si observa siempre esa prudencia…” Me dice que le preocupa sobre todo hacer su síntesis. Le pregunto qué entiende por eso y él me explica que, siendo de dos razas diferentes, como francés quiere a toda costa ser uno. “¿Y usted?”, me pregunta. Yo no tengo tiempo de preocuparme por esas cosas. Yo escribo mis libros. 15 DE JULIO.

Una frase de sir Thomas Browne sobre la belleza de los monstruos me ha dado en qué pensar. ¿Quién me asegura que son verdaderamente bellos los rostros que admiramos? Me he hecho muchas veces esa pregunta, y en este mismo diario. La belleza del cuerpo es más fácil de demostrar, me parece (hablamos de arquitectura, de proporciones), pero el rostro es más misterioso, con los órganos de cuatro sentidos reunidos en un pequeño espacio. 18 DE JULIO.

Novela. Es necesario evitar que la acción se atasque en las conversaciones, como sucede con los despliegues psicológicos. En cuanto a un personaje se le oiga hablar, cerrarle la boca. De tanto en tanto, retomo el libro desde el principio, entiendo por eso hojearlo de modo que vea en pocos segundos el contenido de cada página. Veo así si la cosa avanza, si se mueve o si, por el contrario, se atasca. Es preciso que al comienzo de la segunda parte, que abordo este día, haya el mismo impulso que al principio de la primera. Son los personajes mismos los que me proporcionan la acción, y a ellos me remito. En cuanto trato de dirigir la acción, estoy casi seguro de equivocarme; ellos saben; lo vi de inmediato cuando Joseph rechazó el pedido de Mrs. Dare de cederle su cuarto que ella quería darle a Moïra. Yo había imaginado que al volver 99


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a su cuarto ese día el muchacho encontraría a la joven mujer tomando posesión de su antigua recamara, pero era necesario que preparara la aparición de Moïra. Mi idea no era buena. l A propósito de Descartes, Gide escribe: “Es extraordinario y casi incompresible que Descartes considerara a la sensatez ‘la cosa mejor distribuida del mundo’.” Pero la frase de Descartes es irónica pues de inmediato agrega: “pues todos piensan estar bien provistos, incluso aquellos que son muy difíciles de complacer en cualquier otra cosa, etc.” 19 DE JULIO.

Este diario, el único libro que he escrito de corrido y con un placer permanente… 20 DE JULIO.

Al leer un libro, bien que sentimos si es necesario o si no lo es, y no tanto para el lector ¡como para el autor mismo! ¿El impulso inicial es lo suficientemente fuerte para llevar el relato hasta el final? Sería necesario que en cada página tuviera uno la impresión de un irresistible empuje interior; en lugar de eso, más a menudo, uno tiene la sensación de un castigo del que el autor se desembaraza porque le hace falta un cierto número de billetes de banco. Ocurre que el libro, al principio, experimenta este impulso misterioso que viene de adentro pero que pierde su vigor en el camino y cesa por completo, y el libro entonces continúa como puede. Esas palabras inertes con las que cubrimos las páginas, esas largas frases de haragán obligado a terminar… Siempre me ha dado desconfianza un libro demasiado grande pues a menudo es signo de una falta de energía y no, como se cree, la señal de un gran trabajo. 100


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15 DE AGOSTO.

¿Qué sentido puede tener todo esto? Nuestra vida es un libro que se escribe solo, cuyos temas principales a veces se nos escapan. Somos personajes de una novela que no siempre comprenden lo que quiere el autor. l El consejo del padre de Miguel Ángel a su hijo: “Si quieres llegar a viejo, mantén la cabeza caliente y no te bañes jamás.” 22 DE AGOSTO

Leí con mucha emoción Billy Budd de Melville. El final es insoportable, habría preferido que el escritor no lo hubiera escrito. ¿Dónde encontró el coraje para hacer sufrir una muerte tan cruel y vergonzosa al ser angelical que nos describe? Veo ahí una suerte de crueldad desagradable. Es más indignación que piedad lo que provoca.

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2 DE SEPTIEMBRE.

En las últimas páginas del ensayo de Zweig sobre Kleist, ¿cómo no ver una profecía lírica de su propio suicidio, el cual habría de tener lugar quince años después? Mediante una especie de imitación del poeta alemán, no ha querido morir solo sino acompañado de una mujer. La compañía que escogió Kleist sufría de una enfermedad incurable. “Felices como una pareja de novios —nos dice Zweig— se dirigen hacia el Wansee, toman su café al aire libre. Se les oía reír y retozar en el prado. Entonces, justo a la hora prometida (cita casi palabra por palabra), Kleist dispara una bala en el corazón de su compañera y se mete otra en la boca. ¡No tembló su mano!” Estas cosas son relatadas y sobre todo comentadas por Zweig con una suerte de exaltación fúnebre que produce un ruido muy particular hoy día. “La muerte de Kleist —escribe— es su obra maestra tanto como El principe de Hombourg… es necesario que al lado de hombres poderosos que dominan la vida, como Goethe, surja de vez en cuando un hombre que domeñe la muerte…” Y termina con esas palabras que tal vez le vinieron a la mente en 1941: “Sólo quien es acorralado alcanza el infinito.” 18 DE SEPTIEMBRE.

Correspondencia de Hölderlin. La cuerda patriótica 101


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vibra a ultranza en una carta a su madre (1792). Nada envejece más mal, nada se hace ridículo tan pronto como lo que escribimos en tiempos de guerra bajo el imperio de sentimientos convencionales. Lo que dice de los jóvenes franceses fanáticos recuerda extrañamente lo que se nos decía de los jóvenes hitlerianos en 1940. 21 DE SEPTIEMBRE

Al leer la poesía de Hölderlin me he hecho la pregunta que me viene tan a menudo a la mente en casos parecidos: ¿entiendo esas palabras como un alemán? Seguramente no. Siempre habrá algo que se me escape y de lo que dudo incluso con esta música. Sin embargo me siento muy conmovido por la belleza de sus versos. En An die Parzen hay una sonoridad que me ha parecido adaptada exactamente a los sentidos (pienso en el sonido sordo y siniestro de la u en el segundo verso: “Die Seele, der im Leben ihr gottlich Recht nicht Ward, sie ruht auch drunten im Orkus nicht…” ¡Cómo hubiera querido conocer a este ángel del crepúsculo! l Mucho trabajo esta mañana. De las tres o cuatro frases que se me presentan para decir alguna cosa, es necesario elegir sólo una, pues escribir es elegir, pero debemos adivinar la presencia de frases no escritas. l

24 DE SEPTIEMBRE.

En el Diario de Barbellion, que leo por primera vez, hay grandes gritos de angustia que uno le reconoce haber lanzado. Él grita lo que no se osaba decir en esa época: “Tengo hambre de sexo.” Hay también odio al instinto sexual, a esta bestia feroz que vive en nosotros y nos devora desde dentro. En cierto momento dice una frase que yo había puesto en la boca de Joseph, pero, mala suerte, no cambiaré nada de lo que he escrito. l Escribo estas cosas porque expresan una parte de la verdad que llevo en mí, y que es mi verdad, pero me pesan y las detesto. Todo eso pasará de una forma u otra a la novela que estoy escribiendo. Reflexiono de nuevo sobre el problema de las frases, entre las cuales hay que escoger, que conviene descartar, pero cuya presencia debe hacer sentir ese libro 102


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subyacente, no escrito. El defecto de muchos escritores trasatlánticos es querer escribirlas. La mayoría no elije. 26 DE SEPTIEMBRE.

Hace poco escribía un diálogo muy difícil entre Joseph y David cuando de pronto tuve ganas de lustrar los muebles. Cogí un trapo que guardo para ese efecto y froté mi secreter y mi cómoda hasta que brillaron como escamas, después regresé a mi trabajo sin mucho daño. Releí algunas páginas de la versión primitiva (en primera persona); las frases me parecieron más ágiles, más certeras, pero siempre es así cuando escribo en primera persona. Desafortunadamente, Joseph no hubiera sido capaz de escribir un libro, en primera persona o en cualquier otra, y la verosimilitud de este personaje hubiera sufrido. 28 DE SEPTIEMBRE.

Leí con admiración el Libro de Esther, en hebreo. Más de diez años de esfuerzos recompensados. Puedo por fin prescindir de las traducciones. l He reflexionado mucho sobre mi novela. Con la idea de que pudiera no moverse si no pongo orden de inmediato, fui invadido por una especie de pánico, como si eso no dependiera de mí. Pues veo que debe seguir adelante, pero me doy cuenta de que vacilo en hacer entrar en escena a esta odiosa Moïra a quien con gusto estrangularía con las manos de Joseph. 29 DE SEPTIEMBRE.

Hace poco, en la librería Galignani a la que voy varias veces a la semana y desde hace años. Compré una traducción inglesa de Crimen y castigo, gesto tal vez imprudente, ya que siempre he pensado que era mejor no leer a Dostoievski por temor a verme desalentado a escribir. Compré también los poemas de Burns. Y el tiempo para leer todo eso, ¿dónde lo comprarás? Pensé en la observación de Robert. 30 DE SEPTIEMBRE.

Deprimido porque recibí las pruebas de mi traducción de Jeanne d’Arc, de Péguy. El editor me ha escrito para decirme que la encontraba admirable, pero no puedo compartir su opinión. Ciertamente es de una gran fidelidad, pero también tan pesada como el 103


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original. Mauriac, a quien le conté que estaba traduciendo a Péguy al inglés, exclamó: “¡Alguien debería traducirlo al francés!” Hay unas páginas de un aburrido casi insoportable. Le había dado a Wolf lo mejorcito de los extractos que había hecho de la poesía de Péguy y él quiso irse a fondo. l Algunas veces me siento tan feliz de estar vivo que canto solo. Creo también que sería perfectamente feliz si no tuviera ese problema del que no quiero hablar. Esta mañana tuve que dejar mi libro al cabo de media hora. No se sabrá hasta después de mi muerte contra qué he tenido que luchar para ser yo mismo y hacer acto de presencia casi hasta el fin. 1 DE OCTUBRE

En una antología erótica en la que están representados muchos escritores conocidos, sólo Colette ha producido una página legible, hasta tal punto es verdad que ese asunto tan rico y tan serio, el amor físico, no inspira en general más que miserias.

l

5 DE OCTUBRE.

La lectura de Father and son, de Edmund Gosse, me produce un placer excepcional, una suerte de redescubrimiento de un mundo que había entrevisto en Mark Rutherford, el cual, además, no carece del todo de relación con el libro de Gosse. Me gusta su economía de palabras, su rigor en la elección de la expresión, ¡su eterna preocupación por decir la verdad! Hay en el fondo una emoción que aflora sin cesar y le proporciona a sus frases controladas y severas una especie de palpitación. El dicho de Whistler que me cita Robert encuentra aquí su perfecta aplicación: “La parte es mayor que el todo.” El relato de la enfermedad y de la muerte de la madre es una obra maestra, discreta y, a la vez, patética. Vemos de dónde ha salido un libro como Olivia (ninguna relación, y a pesar de ello…) 16 DE OCTUBRE.

Escribo lo que veo. Si tuviera que definirme como escritor, creo que esta frase diría casi todo. Si no veo no puedo escribir, quiero decir que si no tengo frente a los ojos de la mente una representación muy clara de la escena que quiero describir, y digo bien, representación, como se dice representación teatral, no puedo hacer nada. 104


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No soy como los escritores que pueden inventar a voluntad sin ver nada, que inventan con el auxilio de las palabras, no con los ojos de la mente (y a la larga eso se siente). Dije en otro tiempo que no podía más que inventar, pero no había reflexionado lo suficiente en el problema y me expresé de una forma inexacta. La verdad es que no sé inventar. Hay alguien o algo en mí que me hace ver mis personajes y me hace verlos actuando. La intensidad de la visión no ha sido más grande que cuando escribí mis tres primeras novelas. Se redujo con Epaves (influencia del medio y deseo incomprensible de ir contra el éxito). De nuevo ese don me fue proporcionado con Minuit y Le visionnaire, me faltó casi por completo en Varouna y Si j’étais (con excepción de la escena con el infante y tal vez en la que se desarrolla en la travesía del Cairo). En la novela que me ocupa, la visión es tan límpida que impide cualquier explicación de orden psicológico, y eso vale mucho más. l A propósito de un libro de Renan sobre los orígenes del lenguaje, hable con Robert de la progresiva desaparición del subjuntivo. (Qué de veces he oído, después de regresar a Francia: “Aunque es…” Un día lamentaremos ese modo, porque el subjuntivo es un matiz muy necesario, pero la lenguas se van simplificando (no digo que se aligeren) y sería ridículo tratar de evitarlo. Los ingleses abandonaron el subjuntivo de una forma casi completa; no hay más que un género para designar las cosas (excepto ship que se mantiene obstinadamente femenino). Renan hace señalamientos luminosamente inteligentes sobre la complejidad de las lenguas primitivas y cita el caso del groenlandés, que aglutina todas las palabras de una frase, por larga que sea, y conjuga el conjunto. He devorado su obra casi entera, la otra noche, asaltado por un renacimiento de afección por el viejo buen hombre a quien le debo haber aprendido muchas cosas con placer y facilidad. Era un profesor de carácter; tenía el don de comunicar su saber con la simplicidad de un manantial que corre. Las extrañas debilidades de su estilo son las debilidades de un escritor que a veces dormita. Lo testimonia el inicio de Ma soeur Henriette. Su tics irritan a Bloy con razón, le reprocha sus eufemismos y sus “desvaríos con el matiz imperceptible”. Creo que ya no se le lee, más que cuando cuenta la historia de Israel o de la Iglesia en sus comien105


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zos, con todas las reservas que nos veamos obligados a señalar sobre su interpretación de los hechos o incluso sobre la exactitud de su información no puede negarle uno su ejecución, el tono y muchos de los favores necesarios para reanimar la verdad histórica. Para juzgar su verdadero valor, basta con leer, si puede uno, a algunos de los “vulgarizadores” bien pensantes que lo han seguido e imitado. 21 DE OCTUBRE.

Releí los Cuadernos de Malte Laurids Brigge, pero recuperé muy poco de mi antigua admiración. Muchas páginas me resultaron estropeadas por el evidente deseo de agravar la tristeza natural del autor, de “reponerla”, de recurrir a la angustia a propósito de todo, de una mujer que vende lápices, de un inmueble en demolición, de una palabra pronunciada en cierta forma, de una corriente de aire. Yo, desgraciadamente, sé lo que es la angustia. No es gratuita, y cuando se manifiesta es por razones de peso. De refinamiento en refinamiento cae uno en la literatura, y en la más falsa. Pero hay partes de una belleza excepcional (la descripción de la sala de lectura de la Biblioteca nacional, por ejemplo.) Admiro a ese gran artista, pero no me gusta la forma que tiene de decirnos: “Atención, voy a sufrir y ya verán de qué forma tan sutil.” 22 DE OCTUBRE.

Obligado una vez más a volver sobre la opinión que me he hecho de Rilke. Al reabrir los Cuadernos, caí en la admirable historia del epiléptico. Hay en esa narración una simpatía tal, tomo esa palabra en su sentido literal, una compasión tan grande y tan auténtica, que me parece ver a un escritor ruso practicando esta cualidad del amor. (¿Cómo decirlo de otra forma?) Se trata de eso, del don que distingue a los santos del resto de la humanidad. Sin embargo, un poco después, exasperado por el catálogo de miedos que el autor dice sufrir o haber sufrido: miedo a un pequeño hilo de lana, miedo al botón de su camisón, miedo a una migaja de pan, pero para juzgarlo es necesario recordar lo que él se propone hacer, a saber, “descubrir por medio de las cosas visibles el equivalente de las visiones interiores”. l El deseo de leer alemán, de fortalecerme con la poesía alemana me ha 106


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hecho releer el poema de Goethe sobre la luna y experimenté un placer tan vivo que, habiéndolo leído una vez, no pude contenerme de recomenzar su lectura tres o cuatro veces; la última estrofa me encanta sobre todo por el eco que deja tras ella, es algo que se prolonga en el silencio como la vibración del arpa. l En las conversaciones de Goethe con Eckerman, algo que pinta la bajeza del gran hombre: “Mi Werther fue objeto de tantas censuras que si hubiera tenido que tachar todos los pasajes que le reprochaban no hubiera quedado una sola línea… Por suerte la crítica me deja frío: los juicios tan subjetivos de parte de individuos particulares, por más eminentes que sean, eran contrabalanceados por la estimación de la multitud.” Soy yo quien subraya, por supuesto. Y como si la frase vergonzosa que acabamos de leer no fuera suficiente, él agrega lo que un autor de éxito, incluso hoy, no se atrevería a decir: “Quien no espere un millón de lectores debería abstenerse de escribir.” En éste caso, ni Höderlin, ni Keats, ni Baudelaire, por no citar más que los primeros nombres que me vienen a la mente, hubiesen dejado un solo verso. Por lo demás, me agrada saber por qué el hombre me desagrada tanto, con toda la admiración que haya tenido por él. l La lectura de Rilke me encanta. Habría que citar casi todo de estos cuadernos extraordinarios: la frase sobre el rostro de su padre muerto que “tenía el aire de acordarse por cortesía”; la descripción del pastor Jespersen, el retrato de Marguerite Brigge, la perforación del corazón de su padre, con la herida que deja escapar dos gotas de sangre como una boca que pronuncia una palabra de dos sílabas. Retiro todo lo que haya podido decir de severo sobre este gran escritor, aunque continúe haciendo algunas objeciones a ciertas afectaciones, como el afán de refinamiento que arruina las primeras treinta páginas de su libro. Entre las cartas que he recibido hay una página escrita por uno de los amigos de Rilke, hace quince años; la encontraré; en ella dice que a él le había gustado mi primer libro. Hoy me doy cuenta del enorme valor de un sufragio semejante.

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25 DE OCTUBRE.

Leyendo las cartas de Hölderlin a Schiller, que son, me parece, de una humildad singular, incluso excesiva, no he podido evitar decirme que jamás hemos tenido un poeta inglés que escriba a un hombre célebre en ese tono. Nos apena Hölderlin por esta modestia injustificable. ¿Cómo es que no tenía la intuición de lo que era él realmente? ¿Cómo pudo consentir en rebajarse de ese modo? 28 DE OCTUBRE.

Novela. Primera aparición de Moïra. Joseph se abalanzará contra ella como contra un muro, para estrellarse. 29 DE OCTUBRE.

Mi novela avanza, tal vez demasiado lentamente, pero la claridad de la visión tiene ese costo, me parece. Podría cubrir una extensión más grande de papel todos los días, pero entonces inventaría de una cierta forma, mentiría en lugar de describir lo más verídicamente posible lo que veo. A menudo no me parece ver más que el extremo de una mesa, un gesto, la parte inferior de un rostro, y no oigo sino una o dos palabras; en otras ocasiones, una escena entera me llega con una superabundancia de detalles, con detalles que no sé cómo emplear y entre los cuales debo escoger. Si examinamos mis manuscritos, nos damos cuenta de que todos los pasajes suprimidos fueron inventados con el deseo de ir más rápido para alcanzar la verdad que, sabía, me esperaba más adelante. ¿Quién trabaja así estos días? Es una pregunta que le hice a un joven crítico belga, M. Théo Louis, porque me pareció que le interesaría. Me dijo que, por lo que sabía, el hecho de ver a los personajes no les parecía muy importante a los novelistas contemporáneos, los cuales estaban más preocupados por las ideas que por las imágenes, “pero, agregó, si es verdad que vuestros personajes no expresan sino rara vez lo que llamamos ideas, hay en vuestros libros una visión del mundo, una filosofía”. Si usted lo dice. Lo que reprocho a ciertos novelistas de nuestros días no es hacer que sus personajes expresen ideas. No, lo que les reprocho es que las ideas de sus personajes no formen parte de quienes las expresan, sino de su autor. Cuando un personaje en una gran novela rusa manifiesta sus ideas, son su sangre y su carne las que hablan y uno las cree, pero ¿cómo no ver que los person108


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ajes de tal escritor moderno no son sino sus portavoces y que sus discursos son intercambiables? l El lector ve estrictamente lo que el novelista ha visto, y lo muestra porque lo ha visto, pero el lector sabe por instinto cuándo el novelista ve y cuándo, al no ver nada, cuenta chascarrillos. 30 DE OCTUBRE.

Persistentes rumores de guerra. No compramos un libro sin preguntarnos si tendremos tiempo de leerlo, pero esta amenaza, sea la que sea, ¿no es la amenaza de muerte que pesa sobre nosotros sin importar la edad? Deberíamos pensar en la guerra como la inevitable tragedia personal que nos espera a todos desde el momento que estamos en el mundo. Trabajar me interesa tanto como si estuviera seguro de vivir todavía muchos años. Esta mañana puse mucho cuidado en escribir un diálogo un poco difícil. ¿Quién lo leerá? Debo decir que no me preocupa mucho. Escribo mi libro porque si no lo escribiera reventaría. Le he dedicado a la lectura mucha horas que podría haberle dedicado a mis libros, pero es mi forma de elevar el dique, y de resistir. Es la pereza de estudiar mucho, decía Bacon. En mi caso, no. Le dedico tres horas por día a la lectura, más una hora y media al estudio de la Biblia. A mi novela una hora y media más o menos; es todo lo que puedo hacer, lo que escribo después de esa hora y media lo tengo que rehacer al día siguiente. Veinte líneas, algunas veces treinta, eso es todo. Sólo escribo en las mañanas porque es el momento en que el sentido crítico está más despierto. La tarde es la hora del lirismo. No escribo 1 DE NOVIEMBRE.

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cartas más que cuando me veo forzado a hacerlo y no veo en ello más que una pérdida de tiempo. El tiempo que tengo prefiero pasarlo con mis libros más que con mis cartas. 3 DE NOVIEMBRE.

Esta mañana, al estar escribiendo mi libro, tuve conciencia de un nuevo impulso de la novela, una suerte de nuevo comienzo. En general, la revigorización de la narración anuncia el final, el comienzo del último galope. Es la recompensa de una larga sucesión de esfuerzos. 4 DE NOVIEMBRE. Ayer escuché con delicia escenas de Boris Godunov pre-

sentadas en Praga y cantadas en ruso. El tenor (Dimitri) tenía una voz que te hacía un nudo en la garganta. Una vez más, me di cuenta de que la lengua rusa es en sí una especie de música. No conozco una lengua más bella, diría que tan bella como el español, al escucharla. En lo que concierne al francés, al no haberla escuchado hablar nunca, no puedo juzgarla, pues en el caso de una lengua de la que conoce uno cada palabra, el oído no es libre de juzgar. Podemos apreciar la belleza de las sílabas, su disposición en el orden más eufónico, nunca podemos oírla como la oye el extranjero que no comprende nada. 6 DE NOVIEMBRE.

Hoy, como me sucede a menudo, un acceso de melancolía inexpresable al pasearme por estas piezas que amueblé con tanto cuidado. ¿De dónde viene esta tristeza? No lo sé. Es la tristeza de estar vivo y de sentir la amenaza que pesa sobre todo lo que uno ama. No puedo ser completamente feliz en un mundo en que la muerte tiene siempre la última palabra y en el que puede intervenir en cualquier momento. Pero, si se tratara sólo de mí… Me asombra que podamos reírnos tan seguido, que podamos hacer como si ella no estuviera ahí. l Es el silencio de estas dos piezas donde vivo lo que me asombra y encanta —y, a veces, me inquieta también, como si estuviera disfrutando de algo prohibido. 8 DE NOVIEMBRE. Me pregunto si los demás escritores están tan a disgusto con su trabajo, con lo que escriben, como yo lo estoy con el mío. 110


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Creo que no. Esta mañana comencé a copiar mi novela y desde la primera página me sentí decepcionado pues la había visto más bella en la mente de lo que es. Pero hay vida en esas páginas. Los personajes respiran. 10 DE NOVIEMBRE

Summing up de Somerset Maugham es una lectura que me encanta. La honestidad y buen sentido del autor hacen del libro algo raro e inesperado, y habla de su oficio con un profundo conocimiento de todas sus dificultades. Lo que nos dice de él mismo es también muy interesante porque sentimos que es verdadero. Nada extraordinario; su experiencia de la vida no difiere mucho de lo que todos sabemos, pero dice simplemente lo que es, con una elección de palabras de primer orden, y eso es suficiente para que cada frase atrape la atención. La receta es tan simple que me pregunto por qué no la empleamos más seguido, pero pienso que entonces no existiría esta especie de alarde que llamamos literatura. A pesar de ello, la verdad es interesante, ¡por el solo hecho de serlo! Incluso en las cosas pequeñas proporciona un tono inimitable, tiene un encanto y una fuerza de persuasión que todas las mañas de estilo no pueden sino imitar. l Maugham cuenta que cuando joven quiso escribir un relato sin adjetivos. Yo tuve la misma idea en 1923. Bajo la influencia de la Biblia escribí una larga historia en la que los sustantivos decían lo que tenían que decir, y salían de apuros sin el auxilio de palabras que los calificaran. Obtuve de ese modo frases, a mis ojos, de una desnudez ejemplar. l

11 DE NOVIEMBRE.

Pensé hace poco que si no hubiera tenido ciertas dificultades en mi vida, si no hubiera estado dominado por esta hambre ingober nable, habría hecho una obra completamente diferente. ¿Mejor? No lo sé, pero diferente. Mis libros son libros del prisionero que sueña con la libertad… La novela que escribo es un largo grito de odio contra el instinto... No es para compadecerme que digo esto, sino intentando poner en claro la cuestión. Creo que algún día mi caso parecerá 111


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extraño, cuando se sepa todo, sin embargo me siento inclinado a pensar que es menos raro de lo que uno supondría. La fe es la causa de este violento conflicto. l Lectura de Maugham. No puedo darle siempre la razón, sobre todo cuando dice que releer libros es estúpido, que no tiene ningún provecho aprender lenguas muertas o vivas; pero estoy de acuerdo cuando dice que el francés y el inglés son suficientes para el hombre culto, pues Francia e Inglaterra son los únicos países que tienen una literatura: los demás sólo tienen grandes escritores. Sólo en esos dos países encuentra uno, en efecto, la continuidad de las grandes obras, el río que fluye hasta el borde sin jamás secarse. 16 DE NOVIEMBRE.

Sin importar lo fatigado que me siento esta noche, voy a intentar contar mi visita a Gide. Lo fui a visitar en la mañana para pedirle permiso para reproducir en Biblio-Hachette una carta que me escribió en 1934 a propósito de Visionnaire. Me hizo entrar en el pequeño cuarto donde trabaja y que da sobre los techos. Nos sentamos frente a frente; entre nosotros una pequeña mesa cubierta de libros y papeles. Gide tiene una tez rosada que desde mi regreso de Norteamérica no le había visto y me pareció tan joven y alerta como antes de la guerra. Jamás se había mostrado tan encantador conmigo, tan sencillo en sus modales, tan cordial. Creo que realmente estaba feliz de verme, porque me lo dijo varias veces como si quisiera que yo estuviese bien convencido. Cuando le hablé del objeto de mi visita, pareció ligeramente sorprendido, lo que me hace pensar que no siempre tienen tales escrúpulos con él. Él leyó la carta, su carta, con una gran atención y se detuvo un momento para exclamar a media voz: “¡Pero está muy bien, me alegra haberla escrito!” Le extendí enseguida un post scriptum suelto muy largo, que era una lista de erratas encontradas por él en mi libro. “Hágala imprimir también, me dijo con buen humor. Eso hará ver mi lado de inspector escolar…” Hablamos sin orden ni concierto y no sé por qué motivo le confié que dormía mal. “¿Conoce usted la carta de Descartes sobre el insomnio?” No la conocía. Me condujo a su biblioteca, donde, cogiendo un Descartes de la Pléiade, se sentó en el rincón cer112


Cinco poemas FÉLIX SUÁREZ

TELEGRAMA PARA GONZALO ROJAS. URGENTE

He sabido que estás muriéndote en Chile, Gonzalo. Tan acostumbrado has estado a la vida, a sus deleites, pero si ya lo hablaste, si ya lo tienen contemplado allá arriba (o donde sea), vete en paz, bien comido, Gonzalo, bien bebido, viajado, amado hasta la saciedad. El mundo que tú conociste no cambiará: medio nublado a veces, a veces con sol, con lluvia a veces. Lo de siempre. Los canallas y las víctimas de siempre. No te distraigo más: no todos los días se muere uno, y tú, viejo lascivo, has de querer estar atento, muy atento, para ver qué se siente entrar desnudo y cantando en la eternidad.

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SALMO

Madre, los lívidos señores de la guerra han acampado en torno mío, desatan sus jaurías y envenenan el agua alrededor de mi tienda. Aquí están, ebrios de ira y sangre, magníficos en sus furores. Y yo, tu niño de antes, Madre, he salido a la noche, con la lluvia, para que vuelvas a poner tu mano fresca sobre mi cara.

VERANO

Arde el mediodía de vocinglera miel. Y en sus notas últimas la tarde al fondo me pronuncia: niño, hombre cansado. Estremecida nube que pasa.

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EL DÍA DE LA RESURRECCIÓN

Ese día, amada, sobre el umbroso Valle de Josafat, no despertaremos tampoco juntos. Ni volveré a mirar como hoy, en otros días, el primer rayo de luz sobre tu cara. Nada —está Escrito— nos volverá a la dicha.

ABRASADOS

Arden con piel y huesos sobre el pabilo trémulo del día. Las manos y los muslos enlazados, las bocas ávidas, convulsas. Saben que luego de la inmensa llama, luego del fuego que los hiere y los alumbra, un día, amargos, se llenarán de frío. 115


Straub very feels for Eva CARLOS VELÁZQUEZ

Today is the greatest day I’ve ever known cantan los Smashing Pumpinks en la grabadora Paioner. Y Straub canta también (pinshi disco ya stá más aplaudido quel de Neil Young con Pearl Jam) mientras piensa en si existen los sueños siameses. Un sueño es como meterse coca, considera, nunca la experiencia es la misma. Algunas veces la pesadilla se repite, pero siempre con pequeñas variaciones que hacen el mundo más insoportable. Muy bien planshado y con camiseta, frente al espejo se aplica un generoso tratamiento antiarrugas. Una crema redentora y preciada que compra su jefa en oferta y con dinero electrónico en Soriana. Apenas tiene 22, pero stá obsesionao mal plan con sus patas de gallo. Atemperado, como mecotaxi recién desempacaíto de lagencia, sale a la calle a hacer gruvi. Tunait’s de nait, se dice pa que amarre. Sta esu noshi, su sabadancin. Se siente sabrosuras. Eva morderá el polvo del amor. Onque del disho al hesho haya una maquinaria, piensa que la teibolerita se derretirá diatiro como barquillo napolitano ante sus naipies. Stá en edad de Bing. Carga 5 mil varos en la cartera. Pa sacarla del congal y gozarla hastalamanecer. Quiobo reina, ya llegó tu piratón. Tu don Pedro con agua mineral. Son las ochoa melo y asociados. Faltan dos orejas tía rosa pa que las morras arriflen a la pista. Antesitos de llegarle a la tablita, tira pal cerro a conseguirse una grapa. Sabe que la soda siempre se requiere. Yu bi olgüeis on mai main. O no? Agüelita, soy tu nieto. 116


STRAUB VERY FEELS FOR EVA

Se mete al Sabino Gordo, no sin antes sonarse apreciativo, cauteloso, conocedor, pasesinar el tiempo. Ignora por quéso, pero recuerda las palabras de su jefita: ya no uses esa mierda. Se te va a joder el disco duro. Pos será mierda, pero ah qué sabrosa popó. Se atranca uno, dos Tecates de 16 onzas. Ya sizo, dice y se despasha un saque de 80 kilómetros por hora. Digno de Güimbledon. En el Infinito la onda stá detenida. Como la pausa de los dos minutos en los partidos de futbol americano. Todas las morras del teibol la rolan trepadas en las dos pistucas. Es día de privados 3 x 1. Por 50 varos puedes escoger una piel y amasarla como tortilla de harina cruda 3 rolas. Por 100 más le puedes dar su bombeada. Pero eso lo arreglas acá en corto con la morra. Eva no se guasha. Pos una tina de Cartas, no? Termina la barata. Última oportunidá, 9 minutos por 50 varos. Son una mini mami las que agarran cliente. La raza anda sharra. Prefiere invertir en el taxi de regreso o en cargar saldo pal celular. Dos morras aparecen sobre la pista 1 y son recibidas con una ovación. Hesha por los mismos batos que celebran un gol en el estadio de los Tigres. Somos un solo público. Somos todos un mismo pito que igual se levanta con el niño Maseca del Kikín que con unas tetas operadas. Las morras sencueran toditas y desocupan. No se permite el tráfico en la pista. Le toca a otras douglas. Imaginen si llegan a colapsar nalgas contra nalgas, podría ser un accidente como los de Formula 1. Para cuando suben las que siguen, el culo de Straub dice suelo. La rola que bailan es Easy Money de King Crimson. Y por primera vez, desde hace 10 años que compró el disco Siamese dream, el pendejo de Straub ntiende. Sto, se confiesa, es un sueño siamés. A sto se refiere el pinshi Billy Corgan. La unión de carne y música es el perfecto sueño siamés. Es tan certera la rola bailada por las teibols que incluso se le para el pito a pesar del ntosque de coca. Es posible que hasta unas gotas de líquido lubricante alcancen a brotarle. Se acaba el shou y salen dos morras más. Gemelas. Repetición instantánea. Qué nombre más atinado pa un teibol: Infinito. Entonces, 117


CARLOS VELÁZQUEZ

Eva sale del área de privados después de como shingo mil servicios. Segurito más aplaudida quel disco de Neil Young con Pearl Jam. No esu turno, sin embargo se trepa a la pista. Nunca hay más de dos shavas arriba. Pero nadie la sordea. Cómo si anda hastal ful. Bien tasha. Con los ojos más vidriosos que una virgencita de guadalupe en miniatura. Por eso Eva scapa al formato. Mientras las otras morras se desprenden de sus prendas con la sórdida monotonía habitual, ella yanda por completo desnuda. Víctima de la química. Desafía las reglas. Los preceptos básicos y sagrados del oficio. Obsequiarse al público. Permite que un tumulto de manos la transite. Cada trozo de su carne se ha revelado al manoseo. Eva se entrega, a la trasgresión sensorial, a la auscultación vulgar, a la báscula insultante. Eva se reparte, democrática. No como las otras. Que al sentir un dedo más allá de la cancha permitida, se retractan, se repegan a la seguridad que proporciona el tubo. Lejos de ese proletariado rabioso e infiel que las perturba. Eva no. Eva stá perdida. Contraindicada. Straub no lo soporta no lo tolera. Que Eva se regale no es problema. Pero el ultraje. El saqueo. Qué le pasa al mánayer que no cambia de pisher. Que alguien hable con el coush de pisheo. Neitamos un relevo del bulpen. Ya van doce carreras en un inin. Eva es latracción dese parque de diversiones ques el Infinito. Su cuerpo es el neón más atrayente. Así, pequeño, plano, moreno, sin shiste. Pero mejor ntrenao pal sexo que aquellos que se revuelcan en la moda de la cirugía. Un cuerpo de niñita que ni creció. Un cuerpo de 18 años endeble, blandengue, que no se derrumba, no se exhausta. Se crea una fila pa darle sexo oral. Y Straub se forma. Y Eva stá viviendo su propio sueño siamés. La mezcla de contacto y la voz de Marilyn Manson que canta Sweet dreams son un mellizo al que Eva se retrae. Se retribuye. Una misma matriz sensorial, receptiva a la que le ha nacido otra pero que son la misma. Después de musho ai va lagua, por fin Straub queda frente a ella. Ha sido tan exhaustivo el recorrido para llegar a ella, que se siente como el primer astronauta en pisar la luna. Pero Eva no lo reconoce. Anda pasada. No sacaría a flote ni a su jefa. Es una paleta clavarse con 118


stas morras. Son como los perros. Pero ellas no huelen tu miedo. Perciben tu interés y te mandan a la shingada. Las mujeres pagan remal. Ojalá Jesús no baje pronto a la tierra. Si con los romanos le fue gasho, con las teiboleras no se la va a andar acabando. Straub la abraza a la altura la cadera. Eva sólo sonríe, con los ojos cerrados. Ni al casting decirle Qué onda, morrita. Te acuerdas? hace un mes te dije quiba a recibir una prima en el jale y que hoy hoy vendría por ti pa comprar un buen de polvo y enjaularlos en un cuarto hay un hotel rebara por el café Brasil te acuerdas? Me dijiste simón Straub le ponemos yorch y snifamos y snifamos y snifamos. Pero qué caso decirle aora Eva tudai is mai dei hace un mes que no baila el muñeco hace un mes que ni siquiera una shaquetita me disparo mestoy reservando pa tus güesos hace un mes sueño con pasarla contigo toda una noche solitos lejos del congal encuerados y todo. Eva se safa de los brazos que la retienen. Otra fila, más prolongada, más sensorial, la reclama. Y Straub comienza a oír en su interior una stación de radio conocida. El f. m. que le dice que le hace urge un pase. Una rayita. No puede digerir sus emociones sin cocaína. Entre dientes se pregunta: oye dios, qué me has dao, que todo el tiempo quiero star drogado. Entral baño a atenderse. Lo primero que ve es a un par de baserolos fumando piedra en unas pipas heshas con botes aplastaos de Tecate. Encimita, lee en la pared: El pinshi sueño siamés existe. Abajo hay otra frase. Dice: Como los Gremlins. Y debajo una más: Como tu shingada 119


CARLOS VELÁZQUEZ

madre. Uno de los basucos le pasa a Straub la pipa y el encendedor. El otro hace lo mismo. Y Straub empieza a darse. Se quema el pulgar con el encendedor. Por las frases, se acuerda de los Gremlins. Que se reproducían con agua. Todos son siameses, no? Por qué no se parecen, pues? Dos saca borrashos del Infinito ntran al baño. El guarura gordo y prietote que stá en la ntrada y otro que no conozco. Quién shingados te dijo que se puede fumar eso aquí, eh puto? Algún pitorra shismeó que staban quemando en el baño. Ecuánime, casi hasta podría afirmar que elegantemente, le quitaron las pipas. Una vez concluida la transacción, comenzaron a madrearlo. Lo sacan a patadas en el culo. Pero los putazos ni le saben. Straub anda bien priedrólar. Prendidote. Para un taxi. A ónde va, joven? A la Nuevorepueblo. Durante el vieje tararea today is the greatest day i’ve ever know, cant’ live for tomorrow, tomorrows much to long. La pesadilla se repite. Al parecer sin variaciones. La pesadilla es la misma. No se cumple su sueño siamés. Quemar los 5000 con Eva. Regresa solo a casa. A tratar de masturbase sin conseguir eyacular. Hasta quedarse dormido con el miembro fláccido en la mano. Lo sabe. La pesadilla nunca se transforma. Es como una fotografía. Tal vez los sueños siameses existan, pero como otros mushos sueños, sabe que no stán a su alcance.

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Dos poemas HÉCTOR M. SÁNCHEZ

CATEDRAL

Una mujer ha parido un sol; la ciudad se levanta con un grito de sangre, un himno de guerreros muertos, una voz de comerciantes en la plaza; de lo alto del templo, al mediodía, un sacerdote entrega el incienso y danza con la piel de la doncella sacrificada; las muchachas preparan los tejidos y las flores y la lluvia se resquebraja como una olla de barro; la ciudad brilla, tiembla, se derrama (viajo hacia el final de la tierra, donde los autos pasan con su ráfaga de aire), es un estallido de cadáveres y polvo, flechas, caballos, armaduras: todos los dioses la han abandonado; 121


IDALIA MOREJÓN ARNAIZ

la ciudad se levanta sobre piedras, claustros, conventos, monasterios de esquina en esquina (cae la tarde en Tepotzotlán); el virrey sale al balcón de su palacio y las mujeres caminan por la plaza cuando llegan las fiestas de la Virgen (viajo de vuelta para contemplar la muerte de los dioses); la noche es un misterioso gigante que murmura y canta, un cuarto de hotel vacío (voy por las salas de un museo, por los pasillos de una galería deshabitada), estallido de cohetes y cornetas, baile de máscaras en los parques (observo vasijas, cajetes, cristos, pelucas, casacas, pasamanerías); la noche es una carcajada, retablo convertido en alameda (naves de una catedral que nunca, hasta hoy, había visitado); la ciudad es una luz de neón: danzamos con la doncella que será sacrificada por la mañana.

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ROSARIO

El recuerdo vivo de la tierra aún llueve sobre mí como una marejada, reina de los mares, diosa de los vientos; una tarde, sobre la avenida, vi a una mujer vestida de noche (…las casas del pueblo se apagan a las ocho y el olor de las panaderías perdura aún entre las iglesias…); tu vientre es la casa vacía, espacio de la locura, recinto de los enamorados (…los días en Naolinco, los días en Perote, Tlapacoyan, Teziutlán, Martínez de la Torre…); la historia, en su trono de estrellas, se ha sentado a escuchar al tiempo que pasa ya de distinta manera, Dios se reconcilia con el Diablo y el reloj se detiene, de pronto, en su miseria infinita; habría deseado casarme contigo, y tener una casa, un gato, tres hijos, pero vino la muerte muy temprano: espejo de sabiduría, virgen de la tierra; 123


cuando niño, cada verano íbamos a la playa (…Jalcomulco, Carrizal, Molino de agua…) y juntos rezábamos el rosario: torre de marfil, refugio de los desamparados (…Jalapa, Coatepec, Las Vigas, Cruz Blanca…); viajamos a Puebla una tarde de verano, a ti: hermosa como un campo de girasoles, distante como el suave olor de la contingencia (… los años que no viví ni viviré contigo…); me sangras con el dolor de un recuerdo vivo, entraña ardiente, herida mal cicatrizada; te aguardo con la ansiedad de un hijo desterrado: templo de la noche, imagen de la luna, espejo vivo de la tierra (…ruega por nosotros).

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Una noche en Oaxaca EUSEBIO RUVALCABA

para Teresa Mondragón Y abiertamente consagré mi corazón a la tierra grave y doliente, y con frecuencia, en la noche sagrada, le prometí que la amaría fielmente hasta la muerte, sin temor, con su pesada carga de fatalidad, y que no despreciaría ninguno de sus enigmas. Así me ligué a ella con un lazo mortal. Johann Christian Friedrich Hölderlin, La muerte de Empédocles I

Siempre lo supe. No quiero que se piense que soy idiota, que la vida habría de darme esa lección como se alecciona a un aprendiz de carpintería. Sin duda la vida se la pasa dando lecciones, y yo soy el primero en aceptarlas, y me mantengo con los brazos abiertos a su espera, pero aquí no se está hablando de dar o recibir lecciones sino más bien de asumirse como una cucaracha cuando le encienden la luz a la mitad del trayecto del bote de la basura al fregadero y no le queda más remedio que correr y refugiarse. O morir. Y yo opté por morir. La vi venir desde las primeras veces que hacía el amor con ella. Nos entregábamos con tanta pasión como si nos hubiesen quitado las amarras. Y los dos nos comportábamos exactamente como perros. Yo tengo más 125


EUSEBIO RUVALCABA

de 59 años y Amaranta apenas ha rebasado los treinta. La gente se nos queda viendo cuando caminamos en la calle —algo hay en nuestros cuerpos que nos delata, aunque ni siquiera vayamos tomados de la mano—. O cuando comemos o bebemos en un bar. Porque de inmediato nos calentamos. Yo más que ella. O es que Amaranta sabe exactamente qué mecanismo accionar en mi cabeza que me acelero y me disparo como proyectil en llamas arrojado por una catapulta. Hubo varias pistas que debieron haberme alertado. En el automóvil ―de ella, yo prefiero no sacar mi carro si no es totalmente necesario― sufrimos una experiencia atroz. Estábamos en mi barrio ―barrio es un decir, vivo en la colonia Cuauhtémoc―, en el fragor de la noche, digamos hacia las once, cuando nos sorprendió una patrulla. No es difícil imaginarse lo que pasó. Amaranta se encontraba practicándome una felación cuando la luz de la lámpara de los patrulleros iluminó la escena. Por supuesto que no alcancé a cubrirme con la suficiente rapidez. Pero lo curioso, lo verdaderamente curioso, es que los patrulleros nos dispensaron de cometer faltas a la moral sólo y nada más por mi edad. Entre bromas de mal gusto, miradas de franca obscenidad dirigidas a Amaranta ―que no hallaba cómo cubrir su escote, y que sin embargo se reía, muy sutilmente pero lo hacía―, me palmearon la espalda y me dijeron, no sin un dejo de admiración, que yo no era cualquier viejo, que más bien tenía actitudes de adolescente, y que de cuáles camarones comía para mantenerme en forma. Todo quedó en doscientos pesos, cien por cabeza. Cuando nos subimos al auto e intenté arrancarlo ―Amaranta prefiere que yo maneje porque de noche su vista falla por los brillos de las luces―, se aproximó y volvió a extraerme el pene, aun con más furia que como lo había hecho antes. Quise apartarla pero no pude. Le rogué que se estuviera en paz, que no tardarían los patrulleros en regresar, que fuera sensata. Pero fue como si mis palabras hubiesen significado exactamente lo contrario. Se prendió peor. Me succionaba como si fuera nuestra última oportunidad. Yo intentaba mirar los espejos. Percatarme de lo que sucedía a nuestras espaldas. Inútilmente. Si los patrulleros nos descubrían ahora sí no habría dinero que nos sacara del aprieto. Por el espejo retrovisor vi 126


UNA NOCHE EN OAXACA

pasar las luces azules de una patrulla, pero siguió su camino hacia la derecha. Decidí guardar mis temores en la guantera y dejarme ir. Y juro que ha sido de las felaciones que más he gozado. Por cierto, cuando esa noche llegué a casa, mi esposa Carmina quiso que la amara. Increíble que eso haya acontecido. Cada vez estamos más separados, pero finalmente se impuso. Estaba con ella, y lo que yo veía era la boca de Amaranta. La oía gemir y lo que yo escuchaba eran los gemidos de Amaranta. Sentía sus manos ásperas y grandes ―Carmina ha trabajado toda su vida― y lo que yo sentía eran las manos pequeñas y frágiles de Amaranta. Supongo que gracias a estas introproyecciones logré excitarme y concluir. Viene a mi mente otra experiencia. Amaranta vive en casa propia. Miguel, su padre, se la heredó en vida por la simple razón de que su hija viva en un lugar seguro. Pues bien. En cierta ocasión invité a un par de amigos a beber a la casa. Está en la colonia Escandón, sobre las calles de Martí, a unos pasos de Patriotismo. Bebimos bastante. Como siempre. Digo que tengo casi 60 años, pero por mi trabajo —soy dueño de un taller de motos― estoy rodeado de jóvenes. Y los jóvenes ―y algunos viejos, como yo― siempre están ávidos de vivencias, de tocar fondo. Aquella vez Amaranta llevaba una falda que casi en su totalidad dejaba al desnudo sus muslos. Pero no he dicho lo hermosísima que es. De verdad. Esto puede sonar exagerado, e insistiré en que no lo es. Hasta las mismas mujeres ―una mesera, una empleada de librería― han ponderado su belleza; sin más le han dicho lo bonita que es. Así pues, invité a dos de estos amigos a beber de un tequila que recién había adquirido yo en un viaje fugaz que hice a Ciudad Guzmán, Jalisco. Ella también bebió, y mucho. Todo era cordialidad y buena vibra, pero de pronto el tequila empezó a hacer de las suyas. La mirada sin dobles intenciones de aquellos hombres pronto se tornó grave y torva, y de sus labios escurrían palabras que más sonaban a procacidad que a gentileza. La conversación de ella, en cambio, era demasiado alegre, demasiado gentil. Como si en lugar de poner un hasta aquí a la presencia de los intrusos, los animara a no abandonar la casa por los siglos de los siglos. Yo me enfurecí. ¿Qué esperaba 127


EUSEBIO RUVALCABA

de ella?: ¿un gesto de solidaridad?, ¿una mueca en la que me diera a entender que no había que guardar temor alguno? No lo sé, aunque confieso que alcancé a percibir una sonrisa que a mí me pareció de complicidad. En fin. Claramente me percaté de que estaba radiante, de que para ella esa noche era el escenario de su estrellato. A la primera oportunidad los despedí. Desde luego ella se molestó, y casi los obligó a beber más con tal de que se quedaran otro rato. II

La ciudad de Oaxaca siempre ha representado para mí una extraña mixtura del cielo y el infierno. Conozco ciudades que tienen fama de intensas, como Chicago, Nápoles, Estambul, pero Oaxaca no les pide nada. No sé por qué razón, pero todo en Oaxaca roza en el extremo. O la gente es amable y cálida, o desconfiada y hostil. Y esta misma sensación se respira en sus calles. En el mercado. En sus rincones y recovecos. Aunado al mezcal. Para los turistas el mezcal es algo así como el guía insobornable. El mezcal es un demonio. Quien lo bebe, sabe que va a emprender un viaje hacia sus interiores más profundos, a su propio precipicio, allí donde nadie se atreve a meter la nariz más de la cuenta. Y yo lo hice. Al lado de Amaranta. Puse en sus labios la copa de mezcal con que Oaxaca nos dio la bienvenida. Fuimos por insistencia de ella. Desde hacía mucho me lo había estado pidiendo. Quería caminar de mi cintura por aquellas esquinas, por aquellas avenidas peatonales. Y aclaro que de mi cintura porque en la ciudad de México siempre pesa sobre nosotros ―más sobre ella que sobre mí― la sombra de Carmina, mi esposa. En cualquier momento se nos va a aparecer, dice, sonríe con cierto desafío, y me suelta la mano. Yo mismo sé que eso podría acontecer. Pero me la juego porque también sé que la vida es una moneda al aire. Que todo se puede venir abajo por circunstancias ajenas a nuestra voluntad. Aunque todo esté armado a la perfección. Que hay cónyuges que se cuidan hasta rayar en la demencia y que, de pronto, se atraviesa algún incidente que nadie hubiera supuesto. Así que decidí echar todo eso por la borda y exhibirme con 128


UNA NOCHE EN OAXACA

Amaranta sin ninguna precaución. Comérmela a besos donde se me diera la gana. Si la moneda caía águila o sol ya no era asunto mío sino del azar. Y si esto lo hacía en la ciudad de México, con mayor razón en Oaxaca. Desde los amigos con los que me topé, oaxaqueños de buena cepa, cuyas mujeres son amigas de mi esposa, hasta los lugares que visitamos. Galerías que suelo visitar precisamente con Carmina para adquirir pinturas de artistas oriundos de aquellas tierras. Acaso alguien se pregunte cómo es posible que el dueño de un taller de motocicletas coleccione pinturas, y yo podría contestarle que el arte siempre me ha fascinado. Quizás porque mi padre fue un escritor frustrado que jamás en la vida publicó un libro, pero que siempre me inculcó el gusto por la literatura y la plástica. Toda mi vida he devorado libros. Mi casa está abarrotada de volúmenes de poesía y de novela, y he comprado tantas pinturas que ya no caben. Llegó un momento en que las paredes fueron insuficientes. Hasta el baño fueron a dar. Y en la misma medida el motociclismo me atrae. Creo que es de las pocas sensaciones verdaderamente emocionantes a las cuales puede aspirar un hombre de nuestros días. Tuve una educación que iba de la universidad a la conducción y arreglo de motos. Me vanaglorio de no haber seguido la carrera de comunicación. Los grilletes vienen por otro lado. III

Llevábamos varios mezcales cuando el hambre me hizo pensar en mi condición de diabético. No puedo sobrepasarme más de unas cuantas horas sin alimento, así que nos propusimos buscar un sitio donde comer. Nos encontrábamos en el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, y 129


EUSEBIO RUVALCABA

alguien nos recomendó un restaurante de comida itsmeña. Nos fuimos para allá —con un pintor oaxaqueño que se nos unió en el instituto—, y apenas pusimos un pie en el restaurante, el mesero nos ofreció un mezcal de prodigio (ésas fueron sus palabras). Bebimos y casi de inmediato ordenamos de comer. Todo transcurrió sobre ruedas, como se esperaba; aunque, para ser sinceros, yo no le quitaba la vista a mi amigo el pintor. Amaranta lo había inquietado. De vez en cuando depositaba sus ojos en los ojos de ella ―profundamente verdes, si es que el verde puede ser profundo―; por segundos, porque de inmediato los míos se interponían. La botella de mezcal fue bajando ostensiblemente. Si hubiésemos llevado la cuenta por copa, estoy seguro de que la habríamos extraviado siglos ha. Pero no sé este comentario a qué viene, porque a quién le puede importar llevar la cuenta cuando lo que se consume es mezcal. Sin embargo, por muy borracho que estuviera, me repetía que Amaranta no me podía engañar. Que encima de todo mi amigo el pintor me era leal. Leal como una carretera que no cambia al paso de los años. Por fin terminamos y nos salimos de ahí. Más bien sumidos en el silencio nos alejamos del restaurante. La avenida Macedonio Alcalá se abrió ante nosotros como un mar de posibilidades. Aunque mi amigo salía sobrando. Cierto es que siempre he sido proclive a compartir a las mujeres con las que ando. Sea el tipo de relación que sea. Lo mismo si se trata de la esposa que de la novia, de la amante que de la amiga ocasional. Y curiosamente ellas han accedido. Como si el hecho las atrajera. Como si desafiar ciertas normas les resultara inequívocamente atractivo. Acaso por peligroso. Pero en este ¿juego?, ¿deporte?, ¿entretenimiento?, siempre hay un lado de dolor y congoja, de desconsuelo y desdicha: ver a la mujer que amas en brazos de otro, o imaginártela, es un estímulo increíble para tu adrenalina sexual, pero también es un golpe a tu estructura: sientes que todo está perdido, que en medio de ese placer todo se está desmoronando. Y sobrevienen los celos más abyectos y devastadores. Quedas hecho polvo, mejor aún: ácido corrosivo del que gota a gota perfora metal y granito. Me pregunto por qué es tan fuerte y tan brutal. Y por qué no puedo dejar de hacerlo. O cuando menos de pro130


UNA NOCHE EN OAXACA

vocarlo. En cuanto lo perdimos de vista, Amaranta me empezó a echar en cara por qué había despedido a mi amigo. Me dijo que yo era un cobarde y que en el fondo de mi corazón todo en mí era pusilanimidad. Que ni había sido artista ni corredor de motocicletas ―aspiración, ésta última, que alguna vez, en mi juventud, había contemplado―, y que finalmente no era yo más que un mediocre y un cobarde ―palabras que decía en un tono cantadito. Yo ni le respondía. Qué caso hubiera tenido. Ya la conozco. No era la primera ni sería la última que afloraba una parte suya desagradable y provocadora. Dejé que el tiempo transcurriera y nuestros pasos nos llevaron a una cantina que se le conoce como La Muralla, que está enfrente del mercado 20 de Noviembre. No es precisamente la más recomendable para llevar a una mujer hermosa y distinguida. Pero esas cosas tampoco se piensan cuando el alcohol ha tomado el poder. Nos metimos y lo primero que hice fue preguntar por mi amigo, el dueño: Alejandro Cabrera. Pero no estaba. Nos sentamos hasta el fondo y pedimos nuestra jornada de mezcales. Que finalmente fueron cuatro. Cuatro rondas. La mirada libidinosa de los borrachos revoloteaba alrededor de la mesa. A tal punto que me empezó a inquietar más de la cuenta. Y eso para no hablar de las ganas de orinar de Amaranta. Cada vez que iba al baño me obligaba a levantarme e ir tras ella. Hasta que me harté. Pagué y salimos de allí. IV

Una vez más, emprendimos la caminata. Sin destino alguno. La quería abrazar y me quitaba el brazo de encima. Le quería hacer conversación y me eludía. Siempre me ha parecido incomprensible esta actitud de muchas mujeres, que se encierren en sí mismas y que no sea posible sacarles una palabra. Aun ebrias. Como si de ese modo las cosas fueran a resolverse. Seguimos la orientación que caía de las estrellas y de pronto ya estábamos ordenando un mezcal más, pero ahora en un restaurante caro: Los Danzantes. Ordené además una botella de vino. Ella miraba 131


EUSEBIO RUVALCABA

hacia todos lados. Me voy, dijo. Pues lárgate, repuse yo. Cancelé el vino, pedí un whisky —según yo, para contrarrestar el efecto del mezcal— y un sirloin. Cené con la serenidad de un monarca que tiene todo resuelto en la vida, pedí mi cuenta —que obviamente no revisé— y me dirigí al hotel. Pero he aquí que Amaranta no estaba. Sentí que un relámpago me partía en dos. Regresé una vez más a la calle y comencé a buscarla. Cada vez más preocupado, entraba a cuanto antro veía y revisaba el lugar. Nada. Nada de nada. A la preocupación sobrevino la ira y luego el nerviosismo más acuciante. ¿Dónde diablos se había metido? ¿Estaría con algún hijo de puta? ¿Me merecía yo eso? ¿O en ese momento, justo en ese momento, correría algún peligro? El alcohol —mejor dicho, el mezcal— no me dejaba pensar con claridad. Compré un whisky doble en algún antro y me lo llevé en un vaso desechable hasta el hotel. Intenté esperarla en el lobby, pero no aguanté más. Subí a mi habitación, bebí de un trago el whisky que restaba y caí dormido en calidad de fardo. V

No sentí cuando entró, no sentí cuando se acostó, pero sí sentí cuando se metió bajo las sábanas y me abrazó. No lo hubiera hecho. De inmediato me llegó el olor a semen. Hueles a hombre, le dije. No, no huelo a nada, bésame, hazme el amor. ¿Con quién estuviste cogiendo?, ¿quién te cogió, hija de tu puta madre?, le pregunté y le solté un golpe en la cara. Un hombre, un hombre me la metió hasta el fondo y me encantó. Pero no dejaba de pensar en ti. En que nos estabas espiando tras la ventana. Si lo hice, fue por ti, porque eso te gusta y te excita. Y yo estoy para complacerte. Ahora te amo más. Lo hice porque te amo, porque vine al mundo a hacer realidad tus fantasías. ¿Crees que lo hubiera hecho de no ser así? La puse en cuatro y la penetré. Conforme mi miembro se atascaba en su ano, no dejaba de gritarme que me amaba. Que lo nuestro era para siempre. Y yo sabía que estaba diciendo la verdad. VI

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Tres poemas ANDRÉ VELTER Traducción de Andrés Sánchez Robayna y Joséphine Cabello

En el panorama de la poesía francesa contemporánea, la voz de André Velter (Signy-l’Abbaye, Ardennes, 1945) ocupa un espacio singular e inequívoco. Su primer libro es Aisha (1966), junto a Serge Sautreau. Lo que ha seguido es una amplia trayectoria lírica marcada por un raro sentido de la libertad, que va desde la más rabiosa exaltación del amor hasta una nueva y peculiar versión de los valores de la oralidad, en buena parte aprendida en sus múltiples viajes y contactos con las culturas más diversas. Entre sus libros figuran Ce qui murmure de rien (1985), L’Arbre-Seul (1998), L’Amour extrême (2000) y el muy reciente libro-recital Paseo Grande (2011). André Velter, también ensayista y animador cultural, ha recibido importantes reconocimientos, como los premios Mallarmé (1990) y Goncourt (1996). Los tres poemas que aquí presentamos, pertenecientes a L’Arbre-Seul, forman parte de un amplio conjunto de versiones de poesía moderna llevadas a cabo en el seno del Taller de Traducción Literaria de la Universidad de La Laguna (Tenerife). Fundado en 1995 por Andrés Sánchez Robayna, el Taller de Traducción Literaria persigue dos objetivos fundamentales: estudiar y difundir las cuestiones y los problemas de los que se ocupan la traducción literaria y la traductología, de una parte, y, de otra, emprender diferentes trabajos prácticos de traducción, sobre todo de aquellos textos que por su nivel de elaboración o de “información estética” presentan un grado especial de dificultad y de complejidad. Ha publicado hasta el presente más de una veintena de volúmenes (Keats, Wordsworth, Flaubert, Samuel Johnson, Valéry, Stevens, Jabès, Luzi, etc.). En 2006 vio la luz De Keats a Bonnefoy. Diez años del Taller de Traducción Literaria, que reúne una amplia muestra de poesía moderna, al que seguirá, en breve, Ars poetica, en el que se incluyen los poemas de André Velter que aquí damos a conocer. “Fado” y “Epitafio” han sido traducidos por Andrés Sánchez Robayna; “Sed de realidad”, 133


por Joséphine Cabello. FADO

à Pierre Léglise-Costa

Tatuó sobre su pecho el nombre intraducible de una mujer de ausencia: Nada Nada, noche de nada Nada, mi sombra fiera Nada, para la risa y para el no Salmodiaba embriagado el mantra de carbono en recuerdo del oro Nada, sultana mía Nada, desgarro mío Nada para el fin último Bajo su máscara de ceniza seguía con los ojos FADO // à Pierre Léglise-Costa // Il avait tatoué sur son cœur / le nom intraduisible / d’une femme de néant: Nada // Nada, ma nuit de rien / Nada, mon ombre fauve / Nada, pour le rire et le non // Il psalmodiait avec ivresse / ce mantra de carbone / en souvenir de l’or // Nada, ô ma sultane / Nada, ma déchirure / Nada pour la fin des fins // Sous son masque de cendre / il suivait du regard / une sombre déesse //

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a una deidad oscura Nada que sabe a tempestad Nada en cuerpo y espíritu Nada que todo borra Nada llevada al infinito

SED DE REALIDAD

el sol en la piel seca los secretos cuerpo a cuerpo de la arena y los sueños es un destello del ser

Nada au goût d’orage / Nada de corps et d’esprit / Nada qui tout efface // Nada portée à l’infini UNE SOIF DE RÉEL // le soleil / sur la peau / sèche les secrets // corps à corps / du sable 135


el despertar crudo del presente donde la sal cristaliza el océano donde las piedras son testigos del fuego donde el deseo alcanza su hálito de hueso así nace una fuerza sin sombra pues la noche disipa toda idea de la noche du présent //où le sel / cristallise / l’océan // où les pierres / témoignent / du feu // où le désir / rejoint / son haleine d’os // ainsi naît / une force / sans ombre // car la nuit / dilapide toute idée / de la nuit // ce qui vient / 136


lo que viene es más que una llamada a vivir al descubierto

EPITAFIO

Nada ha pasado, caminante: no te detengas. Las estelas, los mausoleos y los templos celebran sueños tristes. De mi cuerpo sin vida ha nacido una hoguera

est plus / qu’un appel // à vivre / en terrain / découvert ÉPITAPHE // Passant, il ne s’est rien passé: / ne t’arrête pas. / Les stèles, les mausolées et les temples / célèbrent de tristes songes. / De mon corps sans vie est né un feu

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Juana Borrero en el país de las sombras ELIZABETH MIRABAL

para Abilio Estévez, porque el reino también es suyo

En abril de 1941, cuatro años antes de morir, Dulce María Borrero aventuró por escrito una especie de fatal imposibilidad que hoy intentaré burlar. En una conferencia de evocación sobre su hermana, aseguró que el temperamento que había florecido tempranamente en la figura de Juana Borrero no podría nunca, y subrayo el empleo categórico de este adverbio, ser comprendido por los investigadores sistemáticos, fuese cual fuese el grado de fervor que aquellos pusieran en el descubrimiento de sus virtudes artísticas o de sus asombrosas cualidades mentales. Fuese cual fuese la acuciosa paciencia empleada en la búsqueda y clasificación de sus inclinaciones más recónditas. El marasmo que se impone en la vida de Juana Borrero tras la muerte de Julián del Casal no comenzará a ceder hasta que, a finales de 1894, el padre Esteban Borrero coloca en sus manos el poemario que dos jóvenes le habían enviado desde Matanzas a la redacción de El Fígaro. En la primera página podía leerse: “A la memoria del maestro Julián del Casal: consagran sus primeras poesías C. y F. Uhrbach.”1 Para ese entonces, hacía muy poco que los hermanos habían perdido a la figura paterna y estaban bajo la tutela de su madre María del Pilar 1

Carlos Pío Uhrbach y Federico Uhrbach, Gemelas. Primeras poesías, Biblioteca de “La Habana Elegante”, 1894. 138


JUANA BORRERO EN EL PAÍS DE LAS SOMBRAS

Campuzano y Lamadrid. Carlos Pío, el primogénito, tenía 22 años, y Federico 21. Tras los primeros repasos, a medianoche, de Gemelas, Juana anotó en su diario: “He leído de prisa y sin detenerme las rimas de Federico. Me fascinan. Pero Carlos… no sé por qué me atrae con su semblante enigmático y triste. Vuelvo a leer sus estrofas. Enclaustrado… ¿será sincero? ¡Oh Dios mío, así es el hombre que yo he soñado!”2 La atracción que Juana siente es fecunda gracias a la poesía y a un retrato. No necesitaba más. Ella se descubre como una virgen de toca en los sueños del bardo y se siente optimista porque él aspira a las dichas ideales, las mismas a las que se sentía inclinada tras la muerte de Casal. No es posible hablar de la obra de Juana sin intentar recon- JUANA BORRERO tarles cómo se anida el torrente pasional generador del más impresionante epistolario de amor de la historia de la literatura cubana. La fuerza y la debilidad se compensan en una joven capaz de declarar que antes de dos meses Carlos Pío será suyo con otra de aparente victimismo: “la mayor tristeza es no hacerle falta a nadie. Como me pasa a mí”. Convertida en crítica literaria, se muestra implacable al inicio. Las composiciones de 2

Juana Borrero, Epistolario, Academia de Ciencias de Cuba, Instituto de Literatura y Lingüística, La Habana, 1966, t. I, p. 40. Hasta donde se indica lo contrario, las citas siguientes proceden de este libro. 139


ELIZABETH MIRABAL

Uhrbach quedan reducidas a unas “estrofitas” “muy correctas” que carecen de dolor. La perfección de la forma no interesa si los versos no emocionan. El carácter se afirma en decisiones disyuntivas, expresadas lo mismo en el todo o nada escrito en el escudo de los márgenes que en los retos de conquista impuestos en su diario. Ella aspira siempre a la posesión absoluta, lo reclama como un botín de guerra o un esclavo de su ternura. En él encuentra su faro y su puerto, es decir, la guía, el remanso, el amparo, el refugio. Ama a Carlos porque se adora a través de esa imagen idéntica a ella misma. Casi desde el comienzo del epistolario, el novio pasa a sustituir al Padre Nuestro de sus rezos. Primero se limita a convertir algunos poemas de Gemelas en sus oraciones, luego el esquema le sirve para encomendarse a su ídolo: “Dios te guarde amado mío, mi esperanza es contigo… preferido tú eres, entre todos los seres…” Interpreta la costumbre como una evidencia de la religiosidad de su amor: “Esto, ¿es sacrílego, o simplemente sublime? Yo creo en lo último.” Como suele acaecerles a los amantes que intentan traducir su sentimiento, Juana desde muy pronto padeció ante la ineficacia del lenguaje. Se preguntaba por qué no se podría escribir con besos. Por la fuerza de la emoción que experimenta, desea ocultarse en Carlos; renunciar a su condición de artista al menos en la esfera pública, ser solo para amar: “No vuelvas a decirme que escriba para la prensa. Mi mayor anhelo es anularme aparentemente para vivir en ti y en mí solamente sin llamar a los extraños a comulgar con la hostia blanca de nuestro ensueño.” El ansia de soledad y la simpatía hacia la vida ermitaña emanan de una relación sometida a la vigilancia estricta y la desaprobación, sobre todo paterna. El noviazgo existía en un plano ideal, pero de férrea clandestinidad. Las confesiones, en las cartas y en los sueños de futuro. En su afán de entrega suprema, Juana renuncia a su personalidad, aun cuando en un temperamento “escéptico y altivo” esto resulte inconcebible. Y por este sacrificio, prueba de su grandeza, ella demanda a cambio la devoción. No deben asombrarnos entonces los intensos celos de los que da fe en las cartas, capaces de extenderse hasta el terreno de la literatura y 140


JUANA BORRERO EN EL PAÍS DE LAS SOMBRAS

el arte. Descubre en Afrodita o silueta ducal, no ensoñaciones abstractas de Carlos Pío, sino inspiraciones a partir de modelos reales. Este sentimiento se erige como una prueba de amor, y al celar, exige ser celada: “Yo quisiera que tú fueras muy celoso, tanto como yo y que no me permitieras salir ni mirarle la cara a ningún hombre.” En su caso, no es hipérbole cuando asegura que le molesta hasta el aire que roza su cara sin su permiso y que, de ser posible, lo envolvería en un manto y le cubriría los ojos con una pantalla para que nadie los viera o lo metería en el fondo de un abismo muy hondo. Quisiera transformarse en el ángel tutelar de sus correrías y paseos bohemios, haberlo conocido siendo niña para aniquilar el pasado. No obstante, lo temible que puede ser Juana cuando sospecha o las apariciones imaginarias la atormentan, en ocasiones conserva la capacidad de discernimiento suficiente para calificar sus celos de infundados, bromear (como cuando le escribe que lo tiene circulado), propiciar hasta un punto las salidas nocturnas e incitarlo para que incluya el poema que le molesta en un libro: “Soy demasiado artista para permitir la omisión de esa maravilla.” Pero ella no solo celaba, sino que buscaba celar, necesitaba el sufrimiento que le generaban las dudas y cuando el novio, tras muchas exigencias, incurre en el error de confesarle sus amores pasados (Carlos había tenido una novia en Matanzas que había muerto en un incendio) ella no puede soportarlo y le suplica que no vuelva a contarle con lujo de detalles nada sobre ese asunto porque “Es que estoy segura de que a la segunda confidencia me suicido”. Éste será un conflicto que reaparecerá una y otra vez en las cartas. En los instantes más delirantes, Juana asegurará haber sostenido conversaciones con la “pobre muerta” y, en gran medida, su resistencia a intercambiar besos y caricias con Carlos Pío se deberá a su deseo de colocarse por encima de este recuerdo. Como parece que en sus remembranzas el joven aludió a sus primeros contactos físicos con la novia fallecida, ella encuentra en su afirmación de la pureza el único modo de sentirse superior: “Seamos poetas. ¿Por qué no hemos de tener nosotros en nuestro espíritu grandeza bastante para contrarrestar la tradición y rechazar la costumbre?” Como el beso no será el primero, aspira al menos a que sea el más libre de pecado. Le hace prometer que, 141


cuando se unan, tendrán un matrimonio casto, no solo porque, como han señalado algunos investigadores, quiera mantenerse fiel a la imagen acuñada por Casal en Virgen triste, sino principalmente porque está convencida de que Carlos está sediento de goces ideales. A medida que la oposición familiar se recrudece, Juana comprende que para que no la aparten de Carlos Pío han de casarse. En la exposición de sus consideraciones sobre lo qué significa el matrimonio desde el punto de vista formal, demuestra su desprecio por las convenciones: “…la sociedad exige que, para obtener lícitamente esta dicha inmensa, es necesario legalizar, formalizar y consagrar con la fórmula fría ceremoniosa y superflua la unión de dos existencias… Pues bien, sea! Si ella lo exige, que se cumplan sus estúpidas farsas… Yo soy tuya tuya sin remedio como tú eres mío, mío hace tiempo… ¿No están ya desposadas nuestras almas?” Podemos inferir, por el tono de la carta, que el novio dudó que Juana estuviera dispuesta a renunciar a su promesa de castidad para unirse a él. En misivas anteriores, ella había sido muy explícita: le horrorizaban las habitaciones cerradas, le pedía no adelantar los acontecimientos y conformarse con un sofá entre dos pianos. La prohibición y la amenaza latente, sin desestimar la proximidad lógica que se iba produciendo entre los dos amantes, le arrancan la primera confesión de que estaría dispuesta a ceder en caso extremo: “Si la sociedad me exige que yo te compre a ese precio, no vacilaré un momento… El jazmín aquel... se convertirá en rosa… y tú saldrás ganando en el cambio… Me entiendes 142


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ahora? Voy a concluir con el primer punto, y si no me has entendido… ¡no puedo hablarte más claro!” Sin embargo, estos arranques los concilia con la esperanza, nunca despreciada, de lograr un acercamiento entre Esteban Borrero y Carlos Pío Uhrbach. Se convierte en una auténtica estratega. Le recomienda al novio que cuando se sienta enfermo solicite los servicios de su padre médico. Lo impulsa para que le dedique el soneto de próxima salida y mantenga una amistad influyente como la de Dolores Rodríguez Tió. Poco a poco, la figura paterna va quedando sola en su negativa, es “el único inabordable”: las hermanas, desde siempre, fueron sus confidentes y la madre y la abuela ya han cedido. Es él quien le infunde mayor temor, está consciente de la inflexibilidad de sus principios. Cuando todo se descubre, a la hora negra, como ella la llama, se mantiene dispuesta y optimista. Tras permanecer hasta las tres de la madrugada sentada en un sillón recibiendo los regaños, escribe: “¡Sí! Triunfaremos.” No le complace desafiar al doctor Borrero, de hecho teme que en un ataque de desesperación sea capaz de matarse, pero le entusiasma este obstáculo real, le alegra tener un impedimento que le permita demostrar la fuerza y constancia de su amor. Por el cariz de las reprimendas (el padre le retira la palabra durante tres días y no le hace el acostumbrado obsequio el día de su santo), se deduce una severidad pasada por el filtro de la idolatría. Las razones que sostenían aquella resistencia van manifestándose: Borrero pensaba que Carlos Pío debía estudiar para asegurarse un porvenir que le permitiera asumir un compromiso serio con Juana, no le causaba mucha gracia la libertad de la cual gozaban los hermanos al vivir distantes de su casa materna ni tampoco le simpatizaba la admiración que mostraban por los bohemios. El ultimátum llegó en la noche del 24 de julio de 1895: no quería compromisos mientras no pudieran casarse al término de un año; le pedía una tregua a Juana de cinco a seis meses, antes de entrar en relaciones formales, para comprobar las seguridades que Carlos ofrecía y conocer a su madre y, aunque la incitaba a quererlo y serle fiel, le prohibió escribirle. De más está decir que la enamorada desobedeció cada una de sus exigencias. 143


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En su epistolario, Juana Borrero desarrolló un lenguaje cargado de simbolismos y mensajes en clave, un idioma singular invadido de códigos de amor. Dejaba filtrar palabras muy simples de algunas de las lenguas aprendidas de niña, como cuore, o se dejaba llevar por una inclinación lúdica y, para reprocharle cuando no le escribía con la vertiginosidad que ella necesitaba, le trastrocaba el nombre al novio llamándole Carlos imPío. Cuando estaban mucho tiempo sin verse, que en su calendario podían ser apenas dos o tres días, le lanzaba dulces amenazas: “Prepárate para el jueves miedoso. Voy a ser tierna muy tierna.” Y para referirse al instante en que se decidiría a hacerle una petición formal al padre, reacomodaba frases alusivas a la situación del país a su historia personal: “…espero verte para saber de tus labios cuándo piensas declarar la isla en estado de sitio”. En sus esquelas, la autora se escinde en la novia que puede llamarse desde Ivonne hasta Santuzza, y “la Borrero”, una joven literata con criterios de valor para juzgar las poesías o comentar de forma muy esporádica una pintura. La personalidad literaria desaparece ante su yo enamorado. Se molestaba si descubría un tono solemne en las misivas de Carlos Pío, ansiaba que él le escribiese con confianza, sin pretensiones, tal como ella lo hacía. Con frecuencia, en los párrafos de despedida, dejaba correr la pluma como si le hablase, construía un discurso muy coloquial, suponía las respuestas y adoptaba un tono maternal. Le chiqueaba el nombre y lo llamaba Uhrbita o acudía a expresiones populares, consciente del humor que provocarían: “Con que tú me idolatras y yo te amo? (…) Si estuviera de humor para pelear te armaba una pelotera por esa frase.” Como podían verse si las visitas parecían sorpresivas y estaban sometidos a una fuerte vigilancia, los novios alcanzaron la intimidad primero en las cartas y sólo después presencialmente. Por ello no debe asombrarnos que Juana se queje de la timidez de Carlos, o que pida perdón por no haber sido muy expresiva en su último encuentro. Fue escribiendo que alcanzaron la compenetración de sus seres morales y, muy pronto, la joven se percató de que esas esquelas eran su gran obra: “Son la expresión más fiel de mis sentimientos… En ellas estoy yo toda entera con todos mis defectos y también con todas mis grandezas.” La 144


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conciencia del valor que tenían asoma cuando le pide a su destinatario que las numere, las ponga en orden de fecha y las cosa en forma del libro. El género epistolar, al ser hijo de su corazón, va desplazando lo demás. La pintura y la poesía quedan en el terreno de los ejercicios cerebrales. En muy escasas oportunidades encontramos una alusión a la apariencia física de Juana, a no ser algún cuadro burlesco que ella hace de sí misma. Pero gracias a la preocupación manifiesta del novio por su salud, sabemos que se acercaba al ideal de belleza romántico, y que recalcaba cierto aspecto lánguido con que creía verse espiritual. No tenía una alta opinión de cómo lucía, se sentía insegura y CARLOS PIO UHRBACH creía en el amor como fuerza regeneradora: “Con decirte que me miré al espejo y me encontré casi bonita! Mira tú si me transfigura la felicidad. Pero pasa muy pronto… el espejo se arrepiente de su impostura, y por eso tengo miedo de volver a mirarme. Después de todo qué me importa ser fea?” Se pintaba los labios, los pómulos y los ojos para disimular la palidez y ocultar las ojeras que tanto hacían sufrir a Carlos, pero libre del efecto y sin dejar que el detalle de tocador la absorbiera. Virginia Woolf especuló sobre la posibilidad de que muchas de las mujeres acusadas de brujas y condenadas a la hoguera o el ahogamiento durante el Medioevo fueran en realidad potenciales escritoras, las pocas que se resistieron al mundo de ignorancia al que estaban sometidas. Al conocer que las madres del barrio de Puentes Grandes escondían a sus hijos de Juana porque le temían a sus ojos “negros y penetrati145


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vos” y que la gravedad de una niña había sido achacada a su capacidad para el “mal de ojo”, no pude evitar relacionar los dos hechos y pensar que a pesar de las distancias temporales la inteligencia ostensible en una muchacha continuaba sembrando prejuicios y era sospechosa. Cuando cuenta este incidente, la joven bromea preguntándose si será cierto “el poder magnético de su influjo” al que Carlos Pío había cantado en Esbozo, pero en realidad está disgustada. Aunque tuvo el innegable estímulo de su entorno familiar para crear, no escapó de los ataques externos. La comunidad letrada acogió sus primeros versos con admiración y beneplácito, pero la publicación satírica Gil Blas los arremetió. Incluso quienes la alabaron, también la encasillaron en estereotipos de los que ella pronto renegó: “Soy para algunos una cerebral que obra inconscientemente impulsada por su imaginación. (…) Para otros soy un temperamento de fuego atormentado por la fiebre de las emociones (…) Otros descubren en mí un poder maléfico del que no pueden darse cuenta exacta pero que los predispone contra mí de un modo nada favorable.” Mientras la intimidad se hace más escurridiza, las ansias por conversar sin testigos y los ardides para burlar las barreras y lograr algo tan simple como estar en los bajos de la casa cuando Carlos Pío arribe a Puentes Grandes, van en notable aumento. Rompe su collar la noche en que no puede aproximársele. Ella quiere volar lejos de la tierra, los hombres y su propio cuerpo, quizá con esas mismas alas que sintió nacer alguna vez en la espalda. El rechazo a esa luz invasiva, que todo lo devela, se reitera. Ella quiere escapar “muy lejos de mis compatriotas, muy lejos de esta isla tórrida cuyo sol me hace sufrir tanto!”,3 habitar un sitio ideal donde desparezcan sus identidades y no exista el pasado. Le satisface peinarse como al novio le gusta, con el cabello flojo y rizado. Acosada por padecimientos constantes como las neuralgias, la fiebre, las alucinaciones, el insomnio y los dolores intercostales, se deja minar por los celos, aun consciente de que el estado nervioso que le causan la 3

Juana Borrero, Epistolario, Academia de Ciencias de Cuba, Instituto de Literatura y Lingüística, La Habana, 1966, t. II, p. 56. Las citas siguientes proceden de este 146


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conducirán a la demencia o la muerte. La planta fatal abre la corola roja con “toda la fuerza de lo involuntario” y “el poder de lo ilógico”. Desatinada, se atreve una madrugada incierta a inyectarse morfina en el brazo derecho. La asedian visiones oníricas, en las que casi siempre un ente puro se pervierte: la luna aparece herida y el campo lilial se inunda de una lluvia de sangre. Lo blanco pasa a ser rojo. Lo inmaculado fenece. Las inclinaciones suicidas surgen una y otra vez como amenazas latentes, orientadas a manipular el comportamiento del novio o esbozadas como un acto de venganza. De Carlos depende por entero su existencia: “Más me encadena a la vida una palabra tuya ‘cuídate’ que todas las lágrimas de mi madre y que todas las tristezas de mi padre.” Vive por él, pero le advierte que si quisiera morir le sería muy fácil. De pronto la casa se dibuja como un siniestro abanico de posibilidades: el río, el botiquín, las tres pistolas del padre siempre cargadas y, bajo su almohada, la daga obsequiada por Casal. El ansia de compenetración con el amado alcanza una densidad tal que Juana aspira a fundirse con él, padecer su dolor y llorar su llanto. En su febril sed de posesión, confiesan que podrían llegar a matarse el uno al otro. Juana se inundó de Carlos Pío Uhrbach. Ese amor descolocó los otros, desplazó y atomizó las jerarquías establecidas. Su pasión por Casal, por el arte, la fidelidad a sus padres, quedaron en un segundo orden. Y junto con ellos, también fue movido de su sitio el amor a su país. En diciembre de 1895, el joven bohemio, escribidor de versos parnasianos, siente que sumido como está en los brazos de la dicha no ha escuchado “la voz vibrante del deber”. La dicotomía ya se insinuaba cuando Juana le escribe que, si le faltara él, estaría desterrada de su suelo natal. Su lógica no da cabida a las dudas. “¿Por qué —se pregunta— han de ser más poderosos los reclamos del honor que los vínculos de la pasión suprema?” Ella lo sabe desde hace mucho tiempo: la patria puesta a su lado se reduce a un grano de arena. La dimensión de estas palabras se comprende al pensar en el círculo eminentemente revolucionario en que había crecido la joven. ¿Qué inmenso cambio había acontecido en el interior de quien había rechazado una beca para perfeccionar sus estudios por un sentimiento patriótico? ¿Dónde estaba la 147


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cantora de los héroes que había llamado a la batalla con sus versos? Permanecía allí, pero amordazada por un infinito amor que la hacía sentirse orgullosa porque la voz de su patria no había sido más alta que la de su ternura. Ese concepto nebuloso, hecho de tantas sensibilidades inexplicables, la Cuba emotiva, se había achicado y ahora cabía, con toda su complejidad, en Carlos Pío. Ella dice: “¡Mi patria mi patria mi patria! Está donde tú estés.” No es el patriotismo el que se reduce al amor de pareja. El proceso va en sentido inverso. La entrega espiritual a otro ser alcanza la magnitud de un país, con todo lo que ello supone. Juana se resiste a creer que ella esté en el corazón de Carlos a la izquierda de su devoción por Cuba. No le importan las recriminaciones y se impone autoritaria: “Tú no irás? ¿verdad alma mía? ¡Qué se hunda la isla entera qué me culpen todas y que todos me condenen! Tú no irás!” El riesgo de que el novio marche a la guerra va derrumbando el apego unívoco al amor espiritual. Ella clama por otro tipo de entrega; el temor que le infundían las estancias cerradas se resquebraja: “¡Oh si pudiera estar contigo, sola en una habitación semialumbrada y protegida por la complicidad de los portiers… ¡entonces! Entonces no me reiría!” A medida que la intensidad de las cartas cruzadas va en aumento, Juana comienza a dejar constancia de una crisis creativa. En una de las primeras misivas, todavía a Federico, ésta sólo se circunscribe al ámbito de la poesía. A pesar de que nota que no faltan sensaciones que rimar, no produce nada: “La Primavera me encuentra esta vez muda.”4 Poco des4

Juana Borrero, Epistolario, Academia de Ciencias de Cuba, Instituto de Literatura y Lingüística, La Habana, 1966, t. I, p. 44. 5 Juana Borrero, Epistolario, Academia de Ciencias de Cuba, Instituto de Literatura y Lingüística, La Habana, 1966, t. II p. 93. 148


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pués, le dice a Carlos que le resulta inexplicable la “pereza intelectual” que la desconsuela y le quita fe para el trabajo artístico. Determinados indicios hacen pensar que Juana tenía todas las facilidades creadas, siempre que se inclinara hacia la pintura. Algunas de sus misivas están escritas desde su “atelier” (en otra ocasión lo llamará “mi cuarto de pintar”), y si disimulaba dibujar la dejaban en paz y podía concluir las cartas clandestinas a Carlos Pío Uhrbach. Pero se advierte que el discurso amoroso es valorado por encima de cualquier otro modo de expresión. No duda en afirmar que los dibujos que ilustran la misiva floreal carecen de mérito, en comparación con la sinceridad de las palabras. Se angustia por llevar al escrito (no por ilustrar) los latidos de su corazón. Su esperanza de manifestarse en algún soporte con éxito se reduce al escritural. Esta teoría se reafirma cuando, en su afán de traspasar parte entrañable de sí, escribe una carta con su propia sangre. La entrega al oficio de amar se desborda, y la domina: “Te pertenezco tan totalmente que ya no soy ni del arte…”,5 hasta llegar a un punto crítico en que la pintura comienza a convertirse en una obligación, una tarea impuesta por el padre, una actividad que le impide hacer lo único que desea y que ocupa toda su capacidad intelectual y espiritual: escribirle a Carlos Pío Uhrbach. A finales de 1895 le confiesa: “…el tiempo que paso escribiéndote es el único que aprovecho. Lo demás, todo lo demás, es superfluo, secundario e insignificante. La pintura, que antes llegó a constituir mi vida está hoy relegada a segundo término.” Juana descubre que amar es el verdadero arte, y por eso no duda en decir que el beso primero será su obra maestra. Excepcionalmente, se deja convencer y dibuja o pinta algo en los albúmenes de las señoritas. Si ya en Puentes Grandes o muy cerca, en la casa de los Larrazábal en Marianao, asomaba este desinterés, después de la partida hacia Cayo Hueso en los primeros días de 1896 pasará a ser una sensación perma6

Juana Borrero, Epistolario, Academia de Ciencias de Cuba, Instituto de Literatura y Lingüística, La Habana, 1966, t. I, p. 367. 7 Juana Borrero: Epistolario, Academia de Ciencias de Cuba, Instituto de Literatura y Lingüística, La Habana, 1966, t. II, p. 341. 149


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nente. El exilio y la espera del novio que ha quedado en la Isla la neutralizan y lo expresa no sin cierta ironía: “Estoy de una incapacidad tan absoluta y de una nulidad tan completa que pienso decirle adiós al arte y dedicarme… a la cría de aves domésticas, por ejemplo.” Sin embargo, todo indica que Juana hacía grandes esfuerzos, y que dedicaba tardes enteras al ejercicio de la pintura, independientemente de que la solución artística le angustiase. Sobre Madonna, otra de las creaciones del periodo, explica: “Mi Madonna… no creas que la he abandonado. La mano es rebelde. El problema plástico es difícil. Ayer lloré de desesperación porque no acertaba con una media tinta delicadísima y necesaria. Espero salvarla con un esfuerzo heroico.”6 Una de las últimas referencias a la pintura aparece en febrero de 1896, cuando le anuncia a Carlos Pío que debe ir hasta el convento cercano “a pintar durante el día”.7 Quizás en estas sesiones hayan surgido los Pilluelos (pintura que en algún momento titularon Negritos, pues así se refiere a ella José Lezama Lima), y otras dos piezas: un óleo sobre tabla que muestra dos tiendas indias similares a las típicas de las praderas norteamericanas y una de tema árabe. Resulta llamativo, pero no paradójico, que Juana dedicara una pintura a la alegría en instantes de desoladora incertidumbre y fuertes enfrentamientos con la autoridad paterna. Se da cuenta de la falsedad de los tonos conciliadores del pasado y de que la oposición se adormeció con la esperanza de un rompimiento. Se avecina la tortura de Tántalo, pues aunque Carlos Pío viaje a Estados Unidos, la familia no consentirá que se vean sin la seguridad de un casamiento. En estas horas de impotencia, el padre se erige en el “árbitro directo” de su vida. Siguiendo los patrones de los cuentos de hadas, Juana le pide al noviopríncipe que venga a rescatarla de la cárcel de tristeza en que tienen cautivo su espíritu. Incluso valora recluirse en el convento cercano hasta que él pueda buscarla. Al retratar a estos tres niños negros, con su sonrisa pícara, quiere atrapar la felicidad con la que sueña. Las cartas del novio postergan cada vez más la posibilidad del reencuentro y Juana desata una carrera contra el tiempo. Su única esperanza es verlo llegar en febrero. Teme desde Cayo Hueso el contagio 150


del ejemplo y que Carlos Pío termine marchando a la guerra. La acosa un malestar creciente, tiembla de frío estando abrigada, pero todo lo oculta a su familia. Así puede ella misma caminar hasta la casa de la Posta para enviar sus cartas. Inventa una historia increíble sobre Sara, una mujer de Cárdenas que huyó de Cuba con un hombre casado, para probar el sentido de justicia de Carlos. Le molesta la “chusma enlevitada” que se encuentra en el exilio y rechaza a los jóvenes cubanos que se han norteamericanizado. Piensa que las muchachas, al cuidado de varios hijos y consagradas de forma exclusiva a la casa, se han vendido a la vulgaridad. La familia de Carlos Pío, que vive en Estados Unidos, la fustiga y le lanza condenas evidentes por sus “pretensiones de genio”. Impresionantes premoniciones sobrevienen. Mientras pasea sobre las tumbas en el cementerio, piensa que quizás allí descansará ella también. Ve la muerte como un hada blanca y cree descubrir, en los grandes ojos fosforescentes de un gato negro que duerme junto a su cama, una fijeza de insistencia extraña. La hostiga el presentimiento de que no volverá a besar a Carlos y su único temor es apagarse de un momento a otro sin volver a verlo. El 6 de febrero de 1896, es ella quien abre la puerta a Federico Uhrbach y su turbación es inmensa al verlo llegar solo. Desesperada, le escribe a Carlos: “¡Ah, compréndeme! Tu Juana se va… Espero que estés aquí dentro de 14 días a los sumo. Ya no puedo más…” Siente que una sierpe oculta en su pecho la muerde sin piedad. El terrible malestar la mantiene nueve 151


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noches sin dormir y ve con una lucidez profética la cercanía de su fin. Comprende que en el futuro tendrán que sepultar el ensueño y la estrofa para poder sobrevivir en un país ajeno, relegar la actividad intelectual y desempeñar trabajos humildes como lo hicieron Goethe o Heine. Le promete cuidarse para lograr verlo, pero a mediados de febrero tiene una recaída de tal envergadura que debe dictarle las cartas a su hermana Elena. Alcanza 41° de temperatura y, en su delirio, sólo sabe llamarlo a él. Apenas logra una ligera mejoría, se finge dormida. La dejen sola y puede tomar la pluma y el tintero para consolar a Carlos por la muerte de su abuela en el exilio. Las últimas cartas escritas por ella se van haciendo más sintéticas. Para ese entonces el dolor en el pecho sólo puede ser controlado con el opio y los calmantes. Las drogas le producen extraordinarios sueños: viven juntos en un país donde la única mujer es ella y en donde redactan un semanario llamado El Buril. Cuando leemos que el 24 de febrero es el propio Esteban Borrero quien está recogiendo las cartas de Carlos Pío en el correo, deducimos la gravedad de la joven musa. Todas las antiguas defensas pierden sentido ante el deteriorado estado de salud de Juana. La enamorada concentra todas sus fuerzas para escribirle meramente al novio, y en ese sacrificio identifica un premio de amor. Le dice, acongojada, que ha tenido que cortarse el pelo a la altura de los hombros porque se le caía todo arruinado producto de las fiebres, pero que le ha guardado una larga crencha. Cuando la inminencia del fin parece posible, el miedo suplanta la visión noble sobre la muerte. El hada blanca alza el vuelo. Un arranque de egoísmo la sacude y el terror a lo desconocido se impone de manera desoladora: “No quiero irme porque no sé lo que pasará allá… entre los muertos. Es necesario que me acompañes tú. No me iré sola! No te dejo en el mundo. Tú eres mío!...” A pesar de que en las últimas cartas enfrentaron una desavenencia temporal, las últimas palabras que Juana recibió de Carlos fueron de una gran ternura. Tratando de tranquilizar sus celos, le decía que se recogía temprano, lo más tarde a las nueve y la regañaba dulcemente: “Ah mi intransigente! Qué grande eres y cuánto me amas!” Ella, en medio de los cáusticos sobre el hígado, las inyecciones de quinina y los baños helados, 152


JUANA BORRERO EN EL PAÍS DE LAS SOMBRAS

dicta su última carta, consciente de que lo único importante ha sido el amor que se han profesado. La fiebre tifoidea hizo uno de sus mayores estragos en aquella bohardilla de la calle Duval. Un viejo recorte de un periódico desconocido recoge la noticia de la muerte de Juana, el 9 de marzo de 1896: Casi niña —diez y siete años apenas contaba— bajó ayer a la tumba la señorita Juana Borrero, después de 27 días de enfermedad rebelde a todo tratamiento. La antes plácida morada de sus amantes padres los esposos Dr. Esteban Borrero Echevarría, ha quedado huérfana de una de sus mejores galas; la sociedad también huérfana de una de sus joyas más preciosas; la Patria herida, en una de sus más legítimas esperanzas; la Poesía y la Pintura sin esa estrella brillante que el cielo del Arte apenas…

Juana, debido al refinamiento de su sensibilidad, desarrolló una mayor capacidad para el dolor. Los escasos momentos de felicidad que se registran en su epistolario, como aquellos en los que da su primer beso, entrega sus párpados a los labios del amado o logra burlar el acecho e inclinar su cabeza sobre el pecho de Carlos, aparecen como pinceladas en un cuadro desgarrador, donde los jóvenes se enfermaban de epidemias incurables, morían en las guerras y padecían una doble necesidad de libertad: la de su país y la de las estrictas convenciones sociales. La vida no le alcanzó para huir de la tórrida isla a ese páramo distante y paradisiaco que tantas veces anheló. No pudo disfrutar de los travestismos con que sus hermanas se divirtieron a principios de siglo (hay fotos que las muestran con sombrero y bastón, mientras los muchachos usan vestidos largos y se cubren el rostro con un abanico). No asistió al primer baile del Ateneo en el Carnaval de 1908, no lució un disfraz de japonesa ni conoció las primaveras en Buen Retiro, las excursiones a Hershey, los aviadores norteamericanos en Columbia, las primeras carreras de auto en El Heraldo o las regatas con ocho remos. Si hoy preguntamos por ella en Puentes Grandes, nadie la recuerda. Solo un amable señor llamado Domingo Nazábal, que haciendo 8

Esteban Borrero, Autobiografía (manuscrito), p. 9. 153


Dos poemas DANIEL TÉLLEZ CIUDAD VERGEL (I)

diez veces diez ojos para visar este Paseo Escultórico Nezahualcóyotl litigios entre la estatuaria figurativa y 5 doctrinas atrayentes: González Cortázar, Regazzoni, Cuevas, Rojo y Mayagoitia mixturas temáticas y tridimensionales=5 imperios del hábitat híbridas pericias a La mano roja, 2005, de Fernando González Cortázar, placa de acero al carbón y pintura de poliuretano, 7.35 m. de altura y 6.20 m. por 4.48 m. de planta (salvado: forraje: La gran espiga en Tlalpan y Tasqueña y Cubo de herrumbre en el Museo Tamayo) trabado más cristal más inestable=El poliedro, 2005, de Ricardo Regazzoni, placa de acero inoxidable y sand blast, 6.87 m. de altura y 6.40 m. por 6.40 m. de planta, comprimido a ojo del grabado Melancolía del renacentista Durero adulta-cara mitad/cónyuge-niña, Carmen, 2005, de José Luis Cuevas, tubo y placa de acero al carbón y pintura de poliuretano, 6.70 m. de altura y 1.70 m. por 1.12 m. de planta; 154


consorte de La Giganta-El Gigante y Hombre mirando al infinito (en Pánuco y Sena de la Colonia Cuauhtémoc) altozano Volcán iluminado, 2005, de Vicente Rojo, agrimensura en tubo y placa de acero al carbón y pintura de poliuretano, 7.15 m. de altura y 3.40 m. por 3.32 m. de planta; consanguíneo de Volcán encendido 929 y Estela Pluvial en Paseo de la Reforma geomorfológico artilugio es Tríada espacial, 2005, de Jesús Mayagoitia, placa de acero al carbón y pintura de poliuretano, 7 m. de altura y 2.69 m. por 2.12 m de planta, soporte del geometrismo antes mostrado en Tríada, en Ciudad Universitaria y Danza y acrobacia en la FES Zaragoza léxicos fundacionales + una ciudad de 63.74 Km. cuadrados + un emplazamiento nomeolvides + síncopes al cuadrado semiendurecidos de pe a pa pantitlán bocagrande sobre la olorosa clandestinidad arribaabajo artería disipaniebla Pilares de oro y plata

CIUDAD VERGEL (II)

dilatación de vigilancias este Coyote de Sebastián emboscado como sólido/augusto como la costumbre tramo atravesado a tres kilómetros de horizonte la ley del embudo 155


atolladero al repliegue obsceno privilegio tan abundante accesorio aquĂ­, comer con los ojos (cadena dilecta cafetera) entre col y col, lechuga escruta la marginalidad quimĂŠrica : embaucadora capaz de proveer esta holgura desertora esta mansedumbre urbanizada tienta no tener para un diente/ la petulancia estilizada de la grandeza del ayuno clarearse de hambre/ ora coyote ora boato

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La vigilia de la aldea

Un caso de fervor GABRIEL WOLFSON Jorge Aguilar Mora, La sombra del tiempo. Ensayos sobre Octavio Paz y Juan Rulfo, Siglo XXI Editores, México, 2010, 136 p.

¿Quién es Jorge Aguilar Mora? En alguna ocasión reciente, un grupo de escritores mexicanos jóvenes escuchó tal nombre y se hizo la pregunta. Varios eran buenos lectores de Bellatin, Fadanelli, Sada o González Rodríguez; sobre el crack se soltaron en general comentarios duros y terminantes, pero en cualquier caso todos manejaban los nombres de sus integrantes y algunos títulos de sus obras; se hablaba de Toscana, González Suárez, Parra, Enrigue, si bien, junto al conocimiento de montones de nombres, afloraba el escepticismo conforme las fechas de nacimiento de otros autores nombrados se acercaban a las de los jóvenes escritores; Villoro parecía una asignatura obligada, evocable gratamente por unos y con tedio por otros; y aun había quien se decantaba por el canon de rarezas, de Tario a Alain-Paul Mallard. Pero de Aguilar Mora apenas llegó a deslizarse una referencia borrosa: “Creo que vive en Estados

Unidos”. Como quizá les pasó a otros lectores de generaciones posteriores a la de Aguilar Mora, yo llegué a sus libros atraído por esa especie de ejercicio honesto y masoquista en que ha consistido la crítica que le ha dedicado Christopher Domínguez. Entre mis ensayos favoritos de Christopher, el destinado a Reyes en Tiros en el concierto: ante uno de los más normativos de los escritores mexicanos, Christopher puede hacer los deberes a un lado y distraerse un poco, intentar una lectura sesgada, no tan definitiva y territorializante como otras suyas y sí en cambio molesta, inconforme, impertinente. Y lo mismo ha ocurrido con algunos escritores que, en cierto sentido, le quedan en el extremo opuesto: ya no Reyes sino Revueltas, Salazar Mallén, recientemente Fabre, y también Aguilar Mora: en su devoción lectora, en su entrega a una verdad sólo emergente en el espejeo entre escritura 157


y mundo, Christopher ha intentado, digamos, traerlos al redil, y sin embargo no ha podido dejar de fascinarse con ellos, autores que, si Christopher sólo hablara desde ese redil, no podrían ni mucho menos fascinarlo. Yo no sé si sea cierto lo que dice Christopher de Aguilar Mora: “tiene más lectores, devotos e irritados de los que su personalidad, entre hosca y mustia, haría sospechar”. Yo sospecho, más bien, que en México lo leen unos pocos o muchos académicos, quienes siguen sus pistas en el rastreo de obras como la de Guzmán o como las de autores —Nellie Campobello, Rafael F. Muñoz— que Aguilar Mora, casi en solitario, puso de nuevo en circulación. Fuera de ese ámbito, y del de algunos entre quienes hubieran leído y admirado sus novelas de los setenta, tengo la impresión de que se lo lee y se lo comenta muy poco, sobre todo dado el interés que, me parece, podría acarrear involucrarlo en el juego crítico de la literatura mexicana, sumar sus libros más decididamente a nuestro panorama, contraponer su escritura a muchas escrituras nuestras que, sin darnos cuenta, se abocan a exploraciones minúsculas en espacios que, pareciendo gigantes o seductores, están en realidad acotadísimos: algo así como una rutina sudorosa en el gran gimnasio de las transnacionales de la edición. Y aquí aprovecharía de nuevo otra frase de Christopher: “Yo le profeso una admiración plagada de 158

dudas y querellas; admiración honrada pues no exige ni recibe correspondencia alguna”, porque creo que da en otro clavo: acaso a Aguilar Mora no se lo comenta porque, como no vive aquí ni participa en las mesas redondas o los consejos de redacción de las revistas, no da premios ni becas ni escribirá en retribución —y porque, por decirlo de alguna manera, no ha dado el famoso “salto” a Anagrama.* La sombra del tiempo reúne dos largos ensayos sobre dos figuras prominentes de las letras mexicanas, Paz y Rulfo. Sin embargo, como en otros trabajos críticos de Aguilar Mora —ejemplarmente, en Una muerte sencilla, justa, eterna—, uno se encuentra no sólo con disquisiciones más o menos afortunadas sobre tal o cual autor, tal o cual tendencia literaria: uno se topa con un sujeto encumbrado por su escritura, alguien que halla en la prosa —aun en la prosa crítica— el único *

Y otra posible razón, mal que nos pese a quienes le huimos a las teorías de la conspiración: La divina pareja. Historia y mito en Octavio Paz, un libro tan incómodo que, por ejemplo, mereció recientemente su exclusión de Luz espejeante. Octavio Paz ante la crítica, antología publicada en Era hace un par de años y que, al dejar fuera trabajos como el de Aguilar Mora o el de Rubén Medina (Autor, autoridad y autorización. Escritura y poética de Octavio Paz, Colmex, 1999), a veces parece más un arco triun-


espacio quizá para desentenderse de las restricciones del pudor, la caridad o la conveniencia: para combatir la incesante desubjetivación de nuestra tempestuosa o tediosa vida social. En la actualidad, y no sin cierta desesperación, muchos ensayistas se esfuerzan —o dicen que se esfuerzan— por ligar su trabajo crítico o académico a su propia vida, como si, digamos, se dieran cuenta de que el Sistema Nacional de Investigadores pudiera evocar una cadena de producción que los aliena de su trabajo y frente a la cual sólo puede reaccionarse merced a unas cuantas semillas autobiográficas regadas en la llanura de la retórica académica, o mejor, mediante un párrafo introductorio donde se “confiesa” el interés privadísimo que movió a la elección del especializado y árido objeto de estudio. Diría incluso que, mientras más se dice tal propósito personalizador, más nos encontramos al final con las puras buenas intenciones, o, en el peor de los casos, con emulaciones irreflexivas de una tendencia, por otra parte, llena de sex-appeal. Muchos años después, frente al pelotón del CONACYT, Monsiváis descubriría que eso que escribía desde las páginas de La cultura en México iba a llamarse, sencilla y prestigiosamente, Estudios culturales. Muchos años después, también, tampoco, tal vez a Aguilar Mora ya no llegaría a interesarle saber que su forma, su impulso de escritura iban a atormentar las

cabezas de muchos ensayistas e iban incluso a aparecer como la soñada derrota de la barrera entre práctica y análisis, entre objeto y sujeto de estudio. En el ensayismo, sin duda, hay más de un camino, y en las páginas de esta revista he indicado mi admiración por escritores como Saborit o González Rodríguez, que están muy lejos de exhibir su vida en sus textos. Como se apuntó arriba, desconfío de quienes programáticamente nos someten al desfile de sus minucias y miserias personales suponiendo que tales confesiones —y aun el gustito cínico de jugar con tal suposición— son materia necesaria y suficiente para el ensayo. Pero también, qué remedio, me siento quizá más lejos de quienes, entregándonos prosas pulcras y llenas de gracia, puedan escribir sin que nada de lo que escriben, y sin que el hecho mismo de escribir, les afecte en absoluto. Y esto para decir que, en todo caso, en Aguilar Mora hubo desde antes, o desde siempre, una escritura que, se tratara de novelas o ensayos, se anclaba confiada, casi candorosamente, en su biografía: del hermano muerto en el ya referido Una muerte sencilla, justa, eterna al azoro frente al nacimiento y la existencia del hijo en el libro que nos ocupa. O bien, los desencuentros entre Aguilar Mora y Paz, las alteraciones de la ferocidad y la cordialidad en esa relación, que son ya también, desde luego, materia vital de Aguilar Mora, 159


y como tal, el punto de partida de este libro. Que ya de entrada, en la introducción, hay un posicionamiento categórico y de apariencia muy poco dialogante no queda duda: “Otra de las motivaciones —que anuncio aquí porque tal vez no sea muy evidente en el cuerpo de mi ensayo— es componer un lamento: Octavio Paz perdió mucho tiempo y mucha inteligencia tratando de ser quien no podía ser. Su fracaso no es trágico, es patético: quiso cambiar su pasado, quiso cambiar al Octavio Paz que no había sido para que correspondiera con el Octavio Paz famoso y reconocido, y ahí se perdió en un laberinto más destructor que el de la soledad, el laberinto del narcisismo dogmático y dictatorial. No aprendió nada de lo que había criticado: adoptó las actitudes de las figuras políticas que aborrecía. Y no aprendió nada de lo que había leído: la poesía no fue su compañera, no fue su destino, fue su instrumento, fue su escalera para subir a la sima (sic) del desvarío.” Y sin embargo, es claro —aun si no incluyera Aguilar Mora explícitas indicaciones al respecto— que nadie que no considerara importante, estimulante, aprovechable una cierta obra le dedicaría mucho tiempo de la propia vida para leerla, pensarla, anotarla y construir argumentos sobre y contra ella. Porque eso es lo que hace Aguilar Mora: construir argumentos (y al publicarlos, los somete al escrutinio y al diálogo, desde luego) y no simplemente 160

acumular juicios implacables —a menudo espectaculares en el caso de que sean negativos; aburridos y no obstante, como con Paz, proliferantes cuando positivos—. Así, su ensayo — por su discurrir reflexivo y filosófico, también por su inclemencia y contundencia, cercano al ensayismo de Gutiérrez Girardot— arranca, por ejemplo, con una línea de Paz, un solo verso inaugural, con el que abrió la primera de sus “Vigilias” que a su vez abrieron la andadura de Taller, la revista de fines de los treinta. Una línea: “…y la naturaleza, frente a mí, muda e indiferente”, luego de la cual Aguilar Mora ha de trazar un esbozo de cierta poesía posromántica que tuvo que lidiar, por fin, con la intemperie, con la cancelación de la ilusoria trascendencia —y su acompañante, la sinceridad “como un valor moral de la poesía”—, ejercicio poético que, aunque se desdobla en las voces de Vallejo, Huidobro o Martín Adán, parece concentrarse, como lo enfatiza Aguilar Mora, en José Asunción Silva. ¿Por qué? Porque, como se lee varias páginas adelante, el trabajo poético de Paz arranca en el punto donde Silva — con los versos finales de “La respuesta de la Tierra”: “La Tierra, como siempre, displicente y callada, / al gran poeta lírico no le contestó nada”— lo había dejado, en esa “constatación definitiva de que la naturaleza no significa nada”. Sin embargo —y para esto Aguilar Mora ha de leer minu-


ciosamente un ensayo temprano de Paz, “Razón de ser”, y traer a colación muchas más obras de las vanguardias latinoamericanas—, al poco tiempo del punto inaugural de las “Vigilias”, Paz la emprende contra esas vanguardias, mezclando y confundiendo sus límites y objetivos, como si, para el caso mexicano, todas las tentativas cupieran en la empresa de los Contemporáneos, o como si todo fuera una herencia común de Valéry: “de manera asombrosa —escribe Aguilar Mora—, en menos de un año, Paz había cambiado hacia una dirección exactamente contraria a la que se había propuesto en la primera de las ‘Vigilias’”, una dirección que pareciera haber olvidado la lección antitrascendental ya presente desde Silva o la lección antisimbolizante de cierto Novo y, añade Aguilar Mora, de varios de los narradores de la Revolución. Hasta aquí, un resumen de los argumentos sólo de la primera parte del ensayo sobre Paz, un ensayo que tarda en arrancar, que luego parece desperdigarse en ligerezas, y que al final, no obstante, se amarra y resuelve brillantemente como resultado de un arduo y paciente trabajo. Se le pueden discutir varios asuntos al resto del ensayo —yo, por ejemplo, discutiría la rapidez con que Aguilar Mora se desentiende de los estridentistas, o bien la preeminencia que otorga a “Piedra de sol”, un poema donde, me parece, mucho se subrayan las contradicciones

entre la forma y la composición del texto, y sus postulados u objetivos “teóricos”—, pero no que no se sostenga en una lectura meticulosa —el detalle que sólo puede brindar el fervor, el fervor crítico—, coherente y argumentada de la obra de Paz, ni que deje de ofrecer ideas estimulantes sobre ésta. Por ejemplo, la manera en que el Paz estructuralista de los sesenta reescribe la obra del Paz casi antivanguardista de los cuarenta, como para escribir ahora unos ya imposibles poemas surrealistas que entonces no escribió. O por ejemplo, en torno a El arco y la lira, las reflexiones de Aguilar Mora sobre la estructura del pensamiento y el discurso pacianos: si Paz siempre demandó autocrítica pero fundamentalmente de las pasiones políticas, Aguilar Mora hace ver lo necesario de un estudio que analice no sólo las tesis expuestas por Paz en sus ensayos, sino las formas poco autocríticas y las condiciones de posibilidad de tales tesis, algo que, a mi gusto con reveladores resultados, habían probado ya Bolívar Echeverría al enfrentarse con El laberinto de la soledad y el propio Aguilar Mora con La divina pareja. En último término, la imagen del Paz poeta que traza Aguilar Mora nos remite, me parece, a la de aquel frente a quien Paz muchas veces quiso enseñar distancia: Alfonso Reyes. Es cierto, como enfatizó Anthony Stanton, que cuando Reyes lee El arco y la lira experimenta una lejanía insalvable, y 161


que las diferencias son fáciles de percibir sobre todo cuando se contrasta El arco… con El deslinde. Sin embargo, como apunta Aguilar Mora, el pensamiento poético ya consolidado de Paz resulta sumamente cercano al del Reyes armonizador, capaz de subsumir vanguardias y radicalismos nuevos o viejos bajo el signo de la conciliación: “La sensación final —escribe Aguilar Mora— es que Paz no quiso admitir las posiciones contradictorias como lo que eran: otras ideas tan legítimas como las de la armonía universal, y no sólo confirmaciones paradójicas de ella. Su gran debilidad fue la insistencia en concebir la teoría de la poesía como el único camino para regresar al origen. Esta idea hubiera reforzado su autenticidad si Paz la hubiera confrontado con otras convicciones igualmente coherentes pero opuestas a su idea de ‘vuelta’. No lo hizo. Para él, esa relativización de la teoría era algo inaceptable. Estaba más interesado en imponer una verdad que en afirmar una fe” como también al del Reyes genealogista que, discretamente, acaba siempre por situarse como núcleo o vértice de sus constelaciones culturales: “En algún momento, que yo ahora no sabría precisar, a Paz lo devoró la figura social del poeta en detrimento de la interioridad de su quehacer poético. ¿Dónde comenzó esa autofagia? No pregunto ‘cuándo’ porque me parece más importante indagar en qué punto de articulación de su proyecto vital 162

como poeta y como pensador cedió finalmente ante la presión del espejismo de ser ‘un poeta’ y no de ser un simple ser humano que, con el lenguaje en el cuerpo, se enfrenta a los misterios de este mundo, el único que había para él y para todos los hombres.” Y son estas conclusiones las que, creo, hacen que el ensayo de Aguilar Mora permita una aproximación a la obra de Paz mucho más enriquecedora de lo que en principio podría pensarse, una aproximación que, en vez de invitar a voltear la vista hacia otro lado, genere de verdad muchas más lecturas: ¿no podemos empezar a ver a Paz de manera más humilde y sencilla, más como un apasionado curioso y singular, como un deslumbrante caso de fervor, en vez de como un iluminado, un hombre total, una sinécdoque de la cultura, una suma de lo mejor de la nación? ¿Más como un escritor —esto es, un hombre que a veces escribe, como Christopher justamente lee a Revueltas— y no como una Ley espiritual del pueblo? En la misma introducción del libro a la que me referí arriba, Aguilar Mora presenta su ensayo sobre Rulfo fundamentalmente como un ejercicio de devoción. Una devoción que compartimos muchísimos, claro, pero que mediante trabajos críticos como el de Leonardo Martínez Carrizales —Juan Rulfo: los caminos de la fama pública— y el de Felipe Vázquez —Rulfo y Arreola: desde los márgenes del texto—


puede interpretarse como una devoción generacional: aquella que, desde los sesenta, asimiló el mito de la genialidad de Rulfo y arrancó sus propias lecturas a partir de darlo por hecho: asentado el genio inefable, queda sólo cantar las bondades de lo indescifrable, o en todo caso describir los rasgos del jeroglífico rulfiano. Ahora bien, en el texto de Aguilar Mora aparecen la devoción y bastantes cosas más, entre otras una disposición crítica, lo que en todo caso alimenta de mucho mejor forma la entrega devota. Y entre otras, también, y de manera aún más acentuada que en el texto dedicado a Paz, aquel anclaje, verdadera dependencia del ensayo con respecto a las peripecias vitales del autor. Por ejemplo, una página magistral, donde se cuenta cómo conoció Aguilar Mora la obra de Rulfo: gracias a una serie de equívocos narrados con mano sobria, nada espectacular, el adolescente va a dar a casa de Sergio Magaña, con quien encarna la antigua práctica ritual del maestro y el discípulo y quien una tarde, sorprendido porque su joven visitante no ha leído Pedro Páramo, le lee en voz alta, completa, la novela de Rulfo. Junto a ello, con momentos muy altos, varias páginas deshilachadas sobre la paternidad, reflexiones a veces privadas, herméticas, que remiten oblicuamente a lo expresado sobre el símbolo y la trascendencia en el ensayo sobre Paz: aun así, o quizá gracias también a ellas, uno lee ahí a un tipo obcecado,

tan lúcido como por otra parte ciego, cegado por ciertas obsesiones, es decir: uno lee a un ensayista verdadero. En este sentido, leer La sombra del tiempo, y en particular el ensayo sobre Rulfo, no es sólo leer un libro sobre Paz y Rulfo —lo que ya valdría la pena—, sino leer, inequívocamente, un libro de Aguilar Mora: puede haber ahí poca humildad y poca cordialidad con los benévolos lectores, pero también una efectiva necesidad intelectual y expresiva. Pero además, la devoción de Aguilar Mora (“Vivo […] para tener el privilegio de poder leer estas palabras: Vine a Comala…”) supone también un contrapunto con el primer ensayo y, sobre todo, una paradójica desmitificación: el autor de esas palabras cuya lectura justifica una vida no es más el genio inexpugnable, el creador singularísimo que se distingue con un golpe de magia del resto de los hombres, sino “ese hombre cualquiera, taciturno, que las escribió”. Y dada esa desmitificación del autor, corre natural la desmitificación de las lecturas mitificantes de Pedro Páramo: a partir de un examen cuidadoso de la mezcla de estilos directo e indirecto en varias frases de la novela de Rulfo, Aguilar Mora la presenta como la culminación de un proceso no de consolidación de los mitos —como las lecturas típicas del boom, de las que resulta ejemplar el ensayo “Juan Rulfo: el tiempo del mito” de Carlos Fuentes— sino de 163


materialización radical de los símbolos: “No hay final para la historia, el apocalipsis ha dejado de ser un mito posterior a la experiencia humana en esta tierra, para convertirse en una forma de vivir dentro de este mundo; no hay orden en la naturaleza, pero sin el azar de la naturaleza no hay reconocimiento de que la única salud, la única belleza y la indispensable tragedia consisten en que las palabras se transformen en nuestras palabras, los objetos en nuestros objetos, el mundo en nuestro mundo. (…) En el eterno retorno de la única lectura posible de la novela, todo termina siendo literal. No se puede hacerle decir al texto, ni a los personajes, nada más de lo que están diciendo.” Los mitos, pues, abandonan en la obra de Rulfo su imponente pretensión de señalar el origen y se convierten, en cambio, en imágenes, las imágenes obsesivas de un autor que, de igual manera, deja de ser un sujeto genial para trabajar en cambio como un hombre común: no un escritor, alguien que confecciona novelas, volúmenes de cuentos, sino aquel que se entrega a una sola idea, a una imagen. Imagen ésta de escritor que, por cierto, una vez más gana para mí Aguilar Mora con La sombra del tiempo. No es sólo que, nuevamente, cierre su desbalagado ensayo con una sentencia que lo ata y que, a la vez, aleja a Pedro Páramo de ese carácter de oráculo nacional que desde hace tiempo se le 164

ha atribuido (“No, Diego, no somos hijos de Pedro Páramo, ni él fue padre de ninguno de nosotros”), sino que, mientras avanza la argumentación, mientras se cumple propiamente con el avanzar, aparecen párrafos infrecuentes en nuestras escrituras, líneas frescas y descarnadas, alegres y patéticas, tremendas e inmediatas, nuestras. Con uno de esos párrafos me gustaría cerrar estas notas: “Como en su trato con los símbolos, Pedro Páramo, en su trato con la narración, se constituye a contracorriente: en vez de llevarnos de la ignorancia a la revelación, nos lleva del conocimiento a la ignorancia. Nos hace ver, insoportablemente, que en el origen del lenguaje hay complicidades inconfesables, quizás porque el lenguaje se propuso salvarnos de vivir a cada instante la inevitable impotencia de lo orgánico y de lo simbólico. Por eso, tal vez, el lenguaje se propuso convertirse en un símbolo de símbolos, en una protección contra las intensidades desolladas de la vida. Y gracias a él entregamos sentido, creamos sentido. Es lo único que sabemos hacer, lo único que sabemos crear, lo único que sabemos ser. No es más que ser, pero es más que morir. Es más, incluso, que vivir. Con el sentido, al menos, vivimos creyendo que nuestros destinos son una misma piel, una misma tierra, un mismo espejismo del cielo.”


Traducir desencuentros FRANCESCA DENNSTEDT Mia Couto, Venenos de Dios, remedios del Diablo. Las incurables vidas de Villa Cacimba (Trad. de Ana María García Iglesias), Almadía, México, 2010, 200 p.

Venenos de Dios, remedios del Diablo: una escritura hace por sobrevivir en un país que, desde su reciente independencia, aspira a crear no sólo su historia sino también su lengua e identidad. Para Mia Couto, la literatura juega un papel importante dentro de la búsqueda de un lenguaje que sirva tanto para comunicarse como para traducir la cultura; es decir, un lenguaje que mezcle, de manera natural, el portugués de Portugal con el de Mozambique y con las lenguas nativas, lleno de neologismos propios de la palabra oral, y que, de forma constante, aluda al folclor mozambiqueño. Tal parece ser la línea central en que se desarrolla la propuesta literaria de este escritor, con la cual se ha ganado la atención de la crítica y la comparación con escritores como Guimarães Rosa y Mario de Andrade. En Venenos de Dios, remedios del Diablo, el escritor busca poner a prueba el discurso de la traducción y hacer explícitas sus implicaciones; no necesariamente por medio de juegos con el lenguaje ni mediante la creación desmesurada de neologismos, sino

poniéndolo a prueba a la hora de interactuar como mediador entre dos culturas. La novela narra la historia de Sidonio Rosa, un médico portugués que llega a Villa Cacimba buscando a Deolinda, una mulata que conoció en Portugal y de quien se enamoró. El médico rápidamente se entera de que la mulata está fuera del pueblo; decide esperarla mientras ayuda a curar un brote de meningitis. A partir de entonces, Sidonio comienza a frecuentar la casa de doña Munda y Bartolomé Sozinho —padres de Deolinda— con el pretexto de curar a Bartolomé, quien supuestamente agoniza desde hace tiempo, encerrado en el cuarto y convencido de que morirá de la misma manera que su abuelo: convertido en lagarto. Desde el primer capítulo, el lector asiste a un diálogo entre Sidueño —nombre que el doctor recibe en la Villa— y Bartolomé Sozinho, un diálogo lleno de tensiones entre la cultura portuguesa y la mozambiqueña, donde el portugués quiere imponer su discurso mientras busca recurrir a imágenes familiares para entender el de los habitantes de la Villa. Por ejemplo, la gente del pueblo cree que la enfermedad es causada por encargo o por maldición, y llaman a los enfermos desandariegos ; pero Sidueño afirma que “las enfermedades poseen causas objetivas” y que, aunque “es un bonito nombre: desandariegos…”, la enfermedad se llama meningitis. De esta forma, el portugués —tanto el person165


aje como la lengua— se enfrenta a la inventiva capacidad lingüística de Villa Cacimba, a sus diferencias culturales, que no siempre se pueden entender o traducir, aunque hablen el mismo idioma: —¿Llovía en el sueño? —Ay, Doctor, usted sufre de un exceso de poesía, ¿acaso llueve en los sueños? —¿Yo? ¿Poesía? —No es un mal reciente. Ya anda poeteando desde hace mucho tiempo. Por ejemplo, cuando me aconseja que corte las bebidas… —¿Cree que eso es poesía? —¿Entonces no lo es? ¿Cortar la bebida? Uno puede cortar los árboles, cortar la ropa, cortar no sé dónde, pero dígame, Doctor, ¿qué cuchillo corta el líquido? Sólo el cuchillo de la poesía. —Usted es el que anda muy inspirado estos días, mi querido Bartolomé. —¡Ah, es verdad! Hay otra más: dice que beber me provoca gota. Sabiendo los litros que bebo, Doctor, es necesaria mucha poesía para hablar de gotas…

El lenguaje también funciona en la novela como una forma de resistencia para no perder la memoria. Desde el comienzo de la historia, tanto los lectores como Sidueño nos enfrentamos a una trama compleja de recuerdos que se contradicen y se reinventan a través de la imaginación, para poder sobrevivir en un país que está enfermo, ya sea por el exceso o la falta de memoria. Nos enfrentamos a un rompecabezas que podemos o no armar, pero ante el 166

cual nos descubrimos limitados: “el portugués confiesa sentir envidia de no tener dos lenguas, y poder usar una de ellas para perder el pasado. Y otra para burlarse del presente”. Doña Munda y Bartolomé Sozinho mantienen a Sidueño en la Villa con la promesa de que Deolinda está por regresar. Por medio de cartas que doña Munda le entrega, la mulata le pide a Sidueño que cuide de sus padres y les regale, entre otras cosas, una televisión. A lo largo de la trama, el doctor se da cuenta de los engaños de la pareja: Deolinda está muerta. La trama se complica y se desdobla: ella pudo haber sido violada por Bartolomé, quien puede o no ser su padre; o bien, está muerta por causa de un aborto o por alguna enfer medad no tratada. La pareja inventa o no estas historias para conseguir la ayuda del extranjero: “Que el extranjero entendiese la razón y perdonase el motivo. Pedir es mejor que robar. Y si Dios no nos ayuda, ¿cómo rechazar la ayuda del diablo?” Finalmente, Sidueño se percata de que en África él no es una persona, sino una raza a la que se puede manipular porque no entiende cómo funciona y sobrevive la gente de Villa Cacimba. Hacia el final de la narración, bajo los efectos de una flor llamada besosde-mulata, Sidueño deja de verse a sí mismo para incorporarse a la niebla o Cacimba que, de manera constante, cubre la ciudad. A través de esa alucinación, el doctor logra develar los


secretos de la Villa: “Por eso le habían convocado; por eso había desembarcado en el pueblo. No eran los habitantes los que estaban enfermos. Era la casa”. La novela está dividida en dieciocho capítulos, pero se omiten casi todos los eventos ocurridos fuera de casa de los Sozinho. Sólo se mencionan unos cuantos: la breve conversación de Sidueño con Suexcelencia, la huida de Bartolomé Sozinho y, por último, la alucinación y partida de Sidueño. Es importante aclarar que la casa no es un personaje, como puede ocurrir en Kafka o en Beckett, sino un espacio que sujeta y construye a los personajes. De esta manera, la casa funciona como metáfora de un país, en este caso un país sin historia ni identidad definidas. Todos los personajes de la narración —a excepción de la esposa de Suexecelencia, doña Esposita— son personajes con cualidades y defectos que en algunos momentos de la trama sirven como remedios y, en otros, como *

A propósito de este punto, me habría gustado poner a discusión la originalidad de su lenguaje, porque tengo la impresión de que podría reducirse a una imitación de Guimarães Rosa. Pero leí la traducción al español, así que sería arriesgado afirmarlo. De la misma manera, aprovecho para mencionar que la traducción me resulta sospechosa, desde la elección de algunos adjetivos hasta la decisión de traducir algunas palabras y otras no,

venenos. En este sentido, Sidueño es a la vez remedio y veneno para la familia Sozinho. Por un lado, busca curar a Bartolomé por medio de sus conocimientos científicos de la medicina mientras que, por otro, su raza y su falso título de doctor lo convierten en veneno. Otro ejemplo es doña Munda, quien de forma constante le pide al médico un remedio que la cure a ella, es decir, algún veneno que mate a su marido y la deje viuda. Sin embargo, el personaje de Suexcelencia es quien mejor encarna esta dualidad: a veces es el típico político ignorante que busca combatir la pobreza haciéndose rico; otras veces es víctima de la corrupción del sistema y una persona que, por honesta, termina perdiendo su puesto. Esta dualidad se explica de manera histórica: los personajes están viviendo el cambio de la colonia hacia la independencia. Mia Couto parece preguntarse cuál es el precio de dicha independencia: ser una colonia es lo mismo que tener un remedio, que estar sano. Por ejemplo, para Bartolomé significa ser empleado en la Compañía Nacional de Navegación, trabajo que pierde tras la independencia. Para doña Munda y doña Esposita la transición no significa nada, ya que siguen sujetas a su condición de mujeres. Para Suexcelencia, es la oportunidad de acabar con la pobreza. Y para el país entero, como señaló el crítico Padilha, la independencia es heredar una tierra cubierta de niebla, es estar exiliado de 167


la propia tierra. Me gustaría señalar un último punto de la novela: la habilidad y el sentido del humor por medio del cual se construyen los diálogos de Venenos de Dios, remedios del Diablo. Es gracias a este humor que temas tan discutidos por la literatura y por otros muchos discursos —el racismo, la misoginia, la pobreza e incluso el tema central de la novela, la poscolonialidad—, consiguen desarrollarse sin caer en el lugar común y en la caótica acumulación de exotismos para merecer la atención del lector. Este humor va desde lo simple —la ironía que encierra el nombre de doña Esposita— a situaciones más complejas, como la vergüenza que siente Bartolomé de que se le caigan los calcetines porque son lo único que sostiene sus partes privadas. O como el remedio que solicita Suexcelencia: “un producto para la eliminación radical de la transpiración. No un desodorizante sino un anulador definitivo de sudores”, porque el sudor es un defecto de los pobres y no de quien combate la pobreza. Quizá la originalidad de Mia Couto no radique sólo en la creación de un lenguaje,* sino en la forma en que consigue actualizarlo y hacer con éste una literatura de este siglo.

Inventarse una vida 168

JUDITH CASTAÑEDA SUARÍ Iris García Cuevas, 36 toneladas, Ediciones B, México, 2011, 168 p.

Hemos llegado a un punto en el cual los noticieros ya no bastan a la realidad, a ese día a día nuestro cundido de fosas clandestinas, decomisos, culpables fabricados y jóvenes cuya única opción de progreso es la delincuencia; día a día que está lleno de palabras y frases como “guerra contra el narcotráfico” —degradada a lucha en el discurso oficial—, “narcofosas” y “narcomantas”. Lo que vemos a través de la pantalla, lo que leemos en los artículos y crónicas de periódicos y revistas, en Internet, rebasa no sólo las fronteras físicas, sino las de la ficción. Narcocorridos, narconovela, son términos que nos señalan que la actualidad circundante alargó los dedos a campos de la creación tales como la música y la literatura. Y es en esta segunda área, en lo que toca a la narrativa, donde la mano, el puño de esa actualidad, comienza a difuminar la división entre géneros: podríamos aventurar que la novela policíaca se ha convertido en novela costumbrista. Muchas publicaciones de esta temática llenan los estantes en librerías, las zonas de novedades. Cada una de ellas cuenta con puntos de conexión entre sí y con la realidad, pertenezcan o no al campo de la fic-


ción: decomisos de droga, corrupción dentro de las instituciones que deberían combatir a la delincuencia organizada —para decirlo en los términos que usan los medios de comunicación—, periodistas en busca del reportaje de su vida, personas desaparecidas… El que una mujer inscriba su obra o parte de ella en dicha temática no debe ser motivo de asombro: el tipo de violencia que nos rodea no distingue géneros ni edades, puede tocar a un grupo de adolescentes que celebra un cumpleaños en una casa, al hombre que camina rumbo a su trabajo, a personas que ni siquiera lo imaginan y amanecen dentro de la cajuela de un auto. Esta violencia mete a la gente en su casa, pone enrejados en los comercios, cuelga mensajes y arranca cabezas. Y las escritoras no son ajenas a ello —¿quién podría serlo? Ésta es en parte la temática que aborda 36 toneladas, primera novela de la narradora Iris García Cuevas. Cocaína que se vende luego de decomisarla, cuarenta toneladas reducidas a cuatro, son hechos anteriores a la primera página. El protagonista, Roberto Santos, comandante de la policía judicial del estado de Guerrero, despierta con un hueco negro en la memoria. Sólo sabe lo que le dicen: “No te hagas güey. Te clavaste la lana de un decomiso grande de cocaína. Lo que le tocaba al procurador Mendiola y al mayor Domín-

guez”. A lo largo de la novela, diferentes voces rodean la de una especie de conciencia que narra cada uno de los pasos del supuesto Roberto Santos. Un paciente de 65 años, la mujer del comandante, desconocidas de bar, periodistas. Un hombre de gafas oscuras. Entre homenajes a autores clásicos de la novela policiaca, primeras personas y tres fragmentos de diario que muy bien podrían ser parte de los titulares cualquier día, llama la atención la segunda persona que Iris García intercala entre los quince capítulos del libro. Se trata de la conciencia de Santos que se unta a él, que a veces pareciera respirar y andar sin depender del comandante, hasta el punto de gritarle, casi de empujarlo: “Ya estás en la estación. ¡No dejes que la angustia te detenga! ¡Entra! (...) ¡Mira bien alrededor! ¿El hombre de las gafas oscuras no te sigue?” O de llamarle la atención, de insultarlo: “¡Aguanta! ¡Tienes que hacerle honor al nuevo nombre! Te has hecho muy chillón desmemoriado”. Esa segunda persona forma parte de una atmósfera opresiva, donde brochazos apenas diferenciables se mueven sobre un fondo nocturno. Cuartos de pensión compartidos con extraños para “abaratar la renta”, avenidas junto a las que un mar invisible suelta rumores, carreteras a la media noche, son escenarios que poseen una sordidez compartida con otras narraciones de 169


Iris García, cuentos antologados en libros como Volver a los diecisiete o La muerte es un sueño, por ejemplo, hasta donde se extienden los matices oscuros de un cuarto, en el caso del primero, y el tinte policiaco en el del segundo. Además, en 36 toneladas, la también autora del libro Ojos que no ven, corazón desierto agrega otro elemento a su ya de por sí densa atmósfera: el olvido, el desamparo. El comandante Santos escapa del hospital donde estaba internado para encontrarse con que es un “niño de apenas tres semanas y media de recuerdos”. De antes, conserva lo que le dijo el hombre de gafas oscuras: “Te llamas Roberto. Te apellidas Santos. Fuiste judicial. Estás detenido porque mataste a un hombre”. Y no sabemos si creerle, pues en un inicio el hombre de gafas oscuras pareciera encarnar a la prensa real, a esa que oculta nombres y maquilla hechos, la que dice medias verdades. Quizás este personaje, más semejante a una alucinación resultado de dos semanas de sedantes en las primeras páginas, tiene la consigna de convencer a Santos y a su perdida memoria de un hecho que no es real. Quizá Santos no sea Santos después de todo. El lenguaje apuntala tanto la desmemoria como la voluntad de no perder otra vez lo recuperado — “Tenías miedo de volver a dormir (…) El hombre de las gafas oscuras te pasaba cigarros encendidos. Tú los 170

apagabas en el dorso de tu mano. Ahuyentabas el sueño. Querías salvar lo poco que sabías de ti mismo”—, aspectos que, junto a la intención de acrecentar esto último con la búsqueda de la historia propia, terminan convirtiéndose en el tema central de la novela. Se trata de un lenguaje coloquial con ocasionales salpicaduras de lo que las buenas conciencias llaman palabras altisonantes —“Qué pendejada es ésta de perder la memoria, te repites”—, trenzado con frases en las que las sensaciones cobran solidez: las ganas de llorar cosquillean sobre el rostro, el peso del fastidio cuelga de los hombros, el miedo escurre. Al final esa indefensión, ese no saber ni su nombre, ese fastidio, quedan detrás de una posible salida: si el pasado no gusta, si se sienten ajenas las imágenes obtenidas luego de armar un rompecabezas, siempre se puede conseguir dinero para inventarse una vida. Y aunque construir biografías, pasados y futuros no parezca un buen consejo en nuestra actualidad de corrupción, tráfico de drogas y casi cuarenta mil muertos —o daños colaterales, como se les designa en el discurso oficial—, aunque recordar ayude a no repetir errores viejos, podríamos terminar escogiendo entre seguir dicho consejo o hacer propio un reino de cenizas fruto de golpear avisperos.


estaban

El agujero travestido CAROLINA CUEVAS PARRA Luis Felipe Fabre, La sodomía en la Nueva España, Pre-textos, Valencia, 2010, 88 p.

A manera de palimpsesto, un texto poético se traviste de puesta en escena para presentarnos la crónica del juicio y ejecución de homosexuales en 1658 en la Nueva España. Nefandos afanes de transgénero se propone Fabre. Tiene en sus manos los testimonios, las cartas y las confesiones —el legado concreto de la historia—, que ocupará como materia verbal para transformarla en materia poética. Sale Juana de Herrera y dice: ¡Estaban dos hombres cometiendo el pecado nefando! El Escribano lee otro papel en voz alta: Juana de Herrera, mestiza, lavandera, declara que en la albarrada de San Lázaro, a las afueras de la Ciudad de México, estaban dos hombres cometiendo el pecado nefando Dice la Carne: En la albarrada de San Lázaro, a las afueras de la Ciudad de México, bajo los sauces,

dos hombres a la manera de una carne herida por un cuchillo a su vez hecho de carne.

Me permito la cita larga porque en ella queda manifiesta la transformación a la que serán sometidos los textos de la historia. Retocarlos hasta hacerlos invertidos. Incluirlos en bruto en la escritura poética y después vestirlos y maquillarlos hasta que, ya travestidos, desconozcamos lo auténtico de su cuerpo. Así, este libro se presenta como un palimpsesto herético que, al reiterar y repetir aquello que la Inquisición infligió sobre el cuerpo de los condenados, se escribe por encima de aquellas otras palabras. Sobrescritura del hereje. En La sodomía… se hace visible el entrecruzamiento de recursos poéticos y dramáticos; sus límites se vuelven imprecisos: “Sale un Escribano disfrazado de escribano”, “Sale de la nada y hacia la nada, la Nada / envuelta en uno de sus disfraces de carne”. Desde la poesía se travisten los recursos propios de un género u otro para cuestionar las convenciones que sujetan e inmovilizan los cuerpos —textuales, sí, pero ya podemos intuir que se está hablando también de otros cuerpos—. ¿Cómo hablar de poesía si cuando ésta se abre el vestido vemos el sólido cuerpo del teatro? En esta subversión lúdica de las formas, Fabre se enfrenta a la tradición y al establishment. No presenta, 171


ingenuo, obvias ideas reivindicativas ni un texto panfletario. Maltrata la materia y manipula las formas para revestir con decorados grotescos las imágenes sacralizadas por la historia. Si los cuerpos de los sodomitas perecieron en la hoguera, no lo hicieron los textos que testimonian estos hechos. Fabre sabe que conservar intocable su materialidad es aceptar y venerar lo ocurrido. Entonces se atreve a retocarlos, aplicándole rubor y delineador al estéril legado de la Historia.

jeros: ensayos sobre (des)escritura, antiescritura y no escritura, de 2005). Se abren huecos en el cuerpo de la Historia, en el cuerpo de la Poesía, en el cuerpo de la Sociedad, todos Cuerpos consagrados desde una fingida pureza poco cuestionada por quienes los conforman. Creo que Fabre quisiera violentar estos cuerpos con un taladro. Pero su libro abre este agujero casi de forma indolora, y por eso corre el riesgo de que su afán transgénero se escuche como el monótono ruego del discurso homosexual por ser incluido

Dice Gregorio Martín de Guijo en una página de su diario: En el brasero se empezó a dar garrote al dicho Cotita y acabaron con todos los catorce a las ocho de la noche que les pegaron fuego. Sale el Fuego: aplausos: sale el Fuego: verdugo en llamas: sale el Fuego y ardiente besa a Juan de la Vega en los labios: aplausos.

¿Cuál es la intención del poeta al armar este palimpsesto poético? Abrir un agujero: “Dice / la Carne: Abramos / un agujero: abramos una ausencia / en memoria de los sodomitas ajusticiados.” Agujero que nos recuerda a los sodomitas por su nulidad como materia —nada suyo quedó registrado (no se olvide que Fabre ya había explorado esta idea en otra obra: Leyendo agu172

en los castos cuerpos de la literatura y la sociedad. El libro se halla en contradicción con su propia propuesta, pues se adhiere a la tradición, quizá demasiado, al tiempo que su pretensión es darle la vuelta. Ay, antes que el cuidado, en estas olimpiadas del instante, llegó a la meta el disco: laureles para la venganza. Ay, el disco que abrió en la frente del muchacho atroces labios rojos para el beso de la muerte.

Algo persiste de aquella tradición


que subyuga a la materia. Algo se resiste a ser ensuciado. Por eso, no sé si el libro logra a cabalidad ser el cáncer que se propone ser o, me atrevo a decir, debiera proponerse ser. Un libro que, como plaga o tumor, se propagara por los cuerpos saludables para destruirlos. Pero Fabre sí logra abrir un pequeño agujero en estos cuerpos, rememorando la presencia de aquellos que no quedaron registrados o no merecían ser registrados por sus actos infames. En la reivindicación de estas voces sin registro pende el riesgo de que La sodomía…, a pesar de su festividad e irreverencia, se escuche como un sollozo, una lejana súplica por pertenecer y adherirse a ese corpus que las excluyó. El hueco que se abre es el culo del mundo y también es la boca del infierno. Hoyo desde donde se escapan palabras e imágenes penosas —donde vagamente se distingue el dorso de un joven asesinado por maricón en 2005 con la leyenda “Soy puto”, grabada a un costado del tórax para recordarle que sus puterías son un cáncer, y, en una nalga, “loca”, para asegurarle que haremos todo por sanarnos—. No hay espacio para los hoyos desnudos ni los agujeros travestidos en la tersa piel de nuestro cuerpo afanado en su salud. Se alza la pregunta —y se escuchan risas incómodas—: ¿seguimos siendo la Nueva Sodoma que, temerosa del castigo divino, esconde violentamente sus vicios y pecados? Así visto, La sodomía… es también

el intento de okupar un espacio negado desde siempre a ciertos cuerpos hostigados por el doloroso y deleitoso deseo de sus semejantes. Como la okupación ilegal de un terreno baldío o de una casa deshabitada, el libro combate por desplegar su materia en el espacio reapropiado. Pero toda okupación provoca resistencia. Violenta, pasiva, ignorante, abúlica: ¿no es también la negativa de las editoriales mexicanas a publicar este libro la resistencia del Cuerpo social mexicano intentando preservar su salud? Procuramos que nuestros edificios permanezcan inaccesibles a violentas imágenes como la final del “Retablo...”: los sodomitas cantando jocosos su deseo por encima del humo de la hoguera. Llama mi atención que este libro haga tan necesaria la reflexión de la relación entre la escritura de este texto y la sociedad que la contiene. El poeta no es iluso. Está consciente de que la venganza simbólica en La sodomía… —el indio Miguel incendiando al Niño Jesús de madera— es simbólica. Dice: “De este modo termina el poema y vuelve a comenzar el mundo.” Advierte: este libro es la representación de lo que no ocurre en aquel lugar donde la Santa Doctrina y el mulato afeminado no pueden bailar juntos al ritmo lascivo de “Las Tiranas”. Hay una declarada distancia entre el ejercicio de la poesía y eso que Fabre llama el mundo. Vuelve a confirmarlo cuando escribe: “Mas nada puede un escribano 173


contra la Nada.” Subyace la pregunta de si el ostracismo al que se condenó a los sodomitas es o no reivindicado mediante el ejercicio de la escritura. En otras palabras, ¿puede el poema significar fuera de sí mismo o de la literatura, en aquel plano que Fabre llama mundo? Sí. Su escritura fue hecha desde la comprensión de la poesía como trabajo material y no puramente simbólico. En este texto se utiliza la historiografía para anclar el plano inmaterial de las ideas con la materialidad de los textos que las contienen. Así, la materia del poema se encima violentamente en la materia de la historia. Dicho de otra manera, la venganza simbólica es necesariamente venganza material. ¿Qué importancia tiene que comience el mundo después del último verso si al menos, por un instante, la poesía le abre el paso a los sodomitas que se encarnan, se hacen Carne y Materia, en el papel?

Ingobernable poeta BLANCA LUZ PULIDO Hernán Lavín Cerda, Alabanza de amor. Antología en versos más o menos libres y en prosas casi profanas, CONACULTA, México, 2010.

Cuenta Vicente Quirarte en el Prólogo 174

de Alabanza de amor algunas anécdotas, ideas y fabulaciones que caracterizaban las clases de este entrañable poeta y querido amigo, allá por los años setenta, cuando recién llegó de Chile y se convirtió en profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Las clases de Hernán, a las que también me apunté apenas pude, que ganaron muy pronto fama de ser únicas, me ayudaron a leer a los autores latinoamericanos del boom como nunca antes. La ironía apasionada, la duda excéntrica, la sonrisa y el placer de la lectura y el descubrimiento en vez de la seca erudición planeaban por las clases, que más que clases eran talleres, provocaciones, invitaciones a sumergirse de una manera otra en la literatura, convertida en goce tanto de la inteligencia como de los sentidos. La Ra yuela de Cortázar, por ejemplo, nos reveló algunos de sus misterios y laberintos, a los que nos asomábamos tomados de la mano de Hernán, protectora aunque discreta, a la vez irónica, divertida y sagaz, como si fuera un sacerdote profano iniciándonos en un mágico ritual, el de la lectura atenta, detonadora de hallazgos que tal vez un día, con suerte, podríamos incorporar a nuestros textos, si acaso corríamos el riesgo de volvernos escribientes, nuevos ofician* Hernán Lavín Cerda, “Locura y sabi-

duría en Friedrich Hölderlin”, en Esplendor del árbol de la memoria. Ensayos casi ficticios, UACM, México,


tes de los asombros que muchos de nosotros descubrimos por primera vez en las páginas de los autores que íbamos leyendo durante el curso. Esa manera de leer, de pasearse por las obras no desde la perspectiva del historiador de la literatura sino desde la de un más terreno-aéreo lector que transita por ellas con el entusiasmo de un niño sabio, pero con esa sabiduría que no alecciona sino inventa, es la que nos regaló el maestro Hernán Lavín y la que sigue practicando el poeta Hernán Lavín, que es el mismo y es otro, otros, que se van creando a sí mismos, transfigurándose año tras año y libro tras libro, de los muchos que conforman ya su trayectoria como autor. Hernán, desde entonces, yo creo que desde que era un niño y empezaba a practicar en el mundo su mirada de poeta, entre apasionada y escéptica, ha convertido su pasión lectora en una pasión escritural, en una ars combinatoria donde todo cabe y todo es transfigurado por su pluma, por su pinceloído-tacto-gusto-aroma, mediante todos sus sentidos (más de cinco, siempre), donde los poemas son atravesados por historias y sueños y por supuesto lecturas y más lecturas, lecturas siempre, antes y después del sueño. Gracias a ello nos ha dado desde entonces —aproximadamente porque ya he perdido la cuenta— seis libros de relatos, cinco novelas, tres de ensayos, y nada menos que 33 de poesía, 34 con éste (si mis números no fallan, que es lo

más posible, porque siempre, desde niña, me han fallado). En esta Alabanza del amor, obra que es también una alabanza de la poesía y de los poetas, el autor elige, con una metodología cortazariana, poemas de varios de sus libros anteriores para erigir una libérrima, inmoderada, festiva reunión de temas, tonos, pasadizos con contraseña de la imaginación; celebraciones de la lujuria, la lujuria de la palabra, de la vida, de la luz, de la ironía, del desacato, de la sombra…, de la sombra de otros poetas, de nuestros ancestros, de nuestros cómplices; de la sombra que somos de nosotros mismos en el pasado; de las transformaciones que nos atraviesan a cada paso; de los otros todos que nos configuran; de nuestras deudas y nuestros deudores; de los espejos múltiples en donde nos reflejamos y nos ocultamos… Para nombrar los temas, las obsesiones que iluminan los poemas de este libro plural que nos incluye y nos dice, nos interroga y cifra; de este libro donde laten, ciertas y fingidas, las sombras protectoras de Oliverio Girondo, Macedonio Fernández, y Borges y Cortázar y Sabines y muchos otros poetas más que sería prolijo detallar ahora, necesitaríamos el abanico de un gran abecedario, literario y vital, que en este caso es el mismo porque no existe o casi no se ve en los textos que lo conforman una frontera divisoria entre literatura y vida. 175


Mas como esto excede los límites de mi breve nota de consignación de asombros ante Alabanza del amor, tan sólo citaré algunas partes, versos o fragmentos que, en mi lectura, dibujan un primer mapa del tesoro: y tal vez el mapa del tesoro, en estos poemas, sea ya el tesoro mismo. Díganlo si no los primeros versos de “Lento respira el mundo”: Lento respira el mundo en mi respiración. Durante la noche, respiro tal vez la noche de la noche. Inspirar, espirar, respirar: la fusión de contrarios, el círculo de absoluta conciencia. Me he sentado, cerca de mí, en el centro del bosque a respirar. Me he sentado, lejos de mí, en el centro del mundo a respirar. Lento respira el mundo en el viaje de mi respiración.

Los contrarios, fusionándose siempre, aparecen con frecuencia en este libro. En uno de sus textos teóricos, Lavín escribió, hablando de Hölderlin, algo que se puede afirmar sobre su propia poesía: “La palabra del poeta es inaugural y toca la esencia de las cosas, para que las cosas brillen por primera vez. (…) Gracias a la palabra poética, somos, existimos en una atmósfera de esplendor ontológico.”* Ahora bien, ¿a qué mundos nos transportan, qué realidades crean e inauguran estos poemas? Básicamente, 176

realidades que se están recomponiendo, en perpetuo estado de transformación, de perplejidad; galaxias mutantes que la mirada poética clava en el pizarrón del poema como clava el naturalista a la mariposa en un cuadro, con la gran diferencia de que, en el caso que nos ocupa, la mariposa sigue viva, aleteando, respirando, volviéndose otra vez oruga o alebrije e incluso, quizá, guiñándonos un ojo —porque todo, pero de veras todo, puede pasar en estos poemas—. Hernán juega, el poeta se divierte, pero el juego va en serio, tan en serio como es posible en este aletear de sombras varias que somos. Tomemos, por ejemplo, a Dios, a Dios visto y configurado por Hernán Lavín en su poema “El canto del zanate”: Es muy posible que Dios, si existe, no sea una guacamaya ni una ninfa gris —otro tipo de guacamaya vespertina— sino más bien un zanate gigantesco de plumas casi azules por lo profundas y ojos de velocidad amarilla, de ambigüedad simulada.

Dios es un zanate pero es una ninfa, otro pájaro, y podría ser también una guacamaya, así como la mujer amada —en un poema donde resuena la sombra de José Alfredo (aunque políglota)— es al mismo tiempo italiana, griega, estelar, odalisca y Cenicienta… el mundo cambia constantemente, se agita y muda hacia algo más, muestra


su revés en estos poemas que son un caleidoscopio verbal, un juego con la suerte, pero que también labran a veces (en una especie de descenso, de suspensión temporal del tono lúdico que se alterna con un dejo más reflexivo, filosófico) una propuesta, desde mi perspectiva, central en la poética de Hernán Lavín: mirémonos vivir sin prisa: cada minuto puede ser central y único, nacer de sí mismo e iluminar esa materia indefinible y plural de la que estamos hechos. “Cada uno se cae como puede”, dice el poeta, y esas caídas son tan o más importantes que las epifanías o las grandes ocasiones. Dice Lavín: “Ahora vuelvo a caerme, por séptimo desliz, me alejo paso a paso de mí mismo. Vámonos cayendo entre un vaivén y otro vaivén, desde la piel al alma. (…) ¿Qué más canción que el transcurso del tiempo? Quiera Dios que los dioses, cayéndose de bruces, no se olviden nunca de nosotros. ¿Qué más canción que el transcurso del tiempo que no deja de sonreír con piedad y entusiasmo, como un recién nacido?” En Alabanza del amor, como en los demás libros del autor, nos espera, nos alcanza, si así lo permitimos, una poesía que está venturosamente habitada por la gracia, por el poder taumatúrgico de la palabra, por la invocación del ser: una poesía que nos ayuda, a la vez, a merecer, a entender, a escuchar los milagros posibles y los imposibles, una poesía que, como afirman los últimos versos del libro, “se

extiende sobre el mundo / como un manto de luz infinita, esa luz ingobernable”.

De la realidad a la ficción ALEXIS MÁRQUEZ RODRÍGUEZ Mario Vargas Llosa, El sueño del celta, Alfaguara, México, 2010, 456 p. I

La publicación de El sueño del celta, la más reciente novela de Mario Vargas Llosa, coincidió con el otorgamiento a éste del Premio Nobel de Literatura. Feliz coincidencia. En esta novela Vargas Llosa recurre, una vez más, a la historia como fuente narrativa. Se trata, en efecto, de la biografía novelada de un personaje que no sólo es histórico, en razón de la importancia histórica de sus actuaciones en la vida real, sino que su vida fue, además, realmente novelesca. Roger Casement, el personaje central de la novela, fue un irlandés que vivió entre 1864 y 1916, cuando fue cumplida la sentencia de muerte a que había sido condenado por un tribunal británico, acusado, entre otras cosas, de traición a la patria, agravada por el hecho de haberla cometido en tiempo de 177


guerra. En ese lapso relativamente corto de su vida Casement realizó una serie de actividades que, dado su carácter, bien pueden calificarse de hazañas. Éstas le reportaron un inmenso prestigio, dadas las dificultades para realizarlas y la importancia mundial de tales realizaciones, hasta propiciar que el gobierno inglés le hiciera un merecido reconocimiento, incluido el otorgamiento de un título de nobleza. No obstante lo cual, aquel prestigio ganado a lo largo de muchos años de labor, en especial en el campo diplomático, paradójicamente se vino abajo de modo aparatoso en dos o tres meses, hasta convertirlo en un ser furibundamente aborrecido y despreciado. Casement fue, en la vida real, autor, por encargo del gobierno inglés, de sendos informes sobre la vil explotación de los negros del Congo por la monarquía colonialista belga, y de los indígenas de la Amazonía peruana por las empresas extractoras de caucho, sometidos a un régimen vilmente esclavista, de una brutalidad y de una alevosía que aún hoy, a muchos años de los sucesos que narra la novela, enmarcados en las dos primeras décadas del siglo XX, causan indignación y estupor aun en los lectores más insensibles o indiferentes. Ambos informes tuvieron una repercusión mundial, y aunque no lograron su objetivo primordial de cambiar radicalmente las cosas, quedaron en todo caso como vibrantes denuncias del colonialismo. 178

Un hecho en la vida de Casement, que en la novela cobra particular interés, es cómo aquellas experiencias produjeron en él un cambio absoluto de pensamiento y de acción, al despertar su conciencia acerca de las vilezas del colonialismo y convertirlo en un ardiente y radical combatiente por la independencia de su Irlanda natal, lo que lo llevó a enfrentarse valientemente con la Inglaterra imperial, a la cual, no obstante, había servido con ejemplar dedicación y pericia. Su amor a la patria irlandesa y su odio al colonialismo indujo a Casement a cometer un grave error: aliarse con Alemania contra Inglaterra, durante la Primera Guerra Mundial, convencido de que la derrota de la Gran Bretaña por Alemania era la vía más segura para la ansiada independencia de Irlanda. Esto dio origen a que, fracasados los planes militares que había concebido con los alemanes, fuese hecho prisionero por los ingleses, sometido a juicio por traición y condenado a morir en la horca. La manera como Vargas Llosa enfoca la vida y acción de Casement permite observar que, paralelamente con la denuncia por este de las atrocidades del colonialismo y de la explotación de los negros africanos y los indígenas del Perú, la misma novela se erige hoy día como una nueva denuncia de aquellos hechos, válida en tanto que, si bien la realidad actual no es idéntica a la que se muestra en la novela, de todos


modos las circunstancias no han variado radicalmente, y aún se practican métodos de explotación cercanos a la más abominable esclavitud. No menos importante es el hecho de que esta novela contiene un inquietante muestrario de la perversidad de que es capaz el ser humano. Paralelamente se da también en ella un testimonio de la lucha del hombre por la libertad, y de cómo esta alcanza, como dijera José Carlos Mariátegui, el valor de uno de los grandes y eternos mitos universales. II

El sueño del celta no ofrece mayores aportaciones novedosas al arte de novelar. Su estructura novelística podría decirse que corresponde a lo que hoy ya es rutinario en ese punto. Uno de sus mayores atractivos está en el juicioso manejo de los planos temporales, dentro de una concepción y una técnica puestas en práctica principalmente por los narradores del boom, uno de los cuales, y de los más conspicuos, es precisamente Vargas Llosa. La novela, en efecto, se va desarrollando, mediante la técnica de la alternancia o del contrapunto, entre lo que podría verse como la actualidad para el narrador, y el pasado correspondiente a diversos momentos en la vida del protagonista. En un primer plano narrativo se va mostrando sucesivamente lo que es la

vida del personaje en la prisión donde aguarda, simultáneamente, el momento de la ejecución de la sentencia a muerte y el resultado de su solicitud de indulto o conmutación de la sentencia. Curiosamente, el mayor dramatismo en la vida del personaje en esta parte de la novela no está, como pareciera lógico, en la espera angustiosa de la muerte que se presiente segura y a plazo fijo, sino en la expectativa ante la solicitud de clemencia. Ésta había contado con el respaldo de numerosas personalidades de todo el mundo, entre ellas George Bernard Shaw, y hasta el presidente Wilson, de los Estados Unidos, había prometido interceder ante el gobierno británico, sin que, por cierto, quede claro en la novela si cumplió o no su promesa. Los episodios de este primer plano narrativo se van alternando con los correspondientes al pasado del protagonista, su viaje tempranero, como simple aventura, al África; su presencia, sobre todo, en el Congo colonizado por los belgas, encargado por el gobierno británico de levantar un informe sobre las atrocidades a que eran sometidos los nativos congoleses por los enviados de la monarquía belga, bajo el reinado de Leopoldo II, quien pretendía justificar su presencia en la colonia africana con el pretexto de que se trataba de llevar la civilización a aquellos pueblos primitivos, cuando en realidad se trataba de la explotación, en mucho irracional, del látex que abundaba en 179


los árboles de la selva congoleña. Lo mismo ocurre con el viaje de Casement a la Amazonía peruana, de nuevo con el encargo del gobierno inglés de un informe sobre el trato ignominioso que los caucheros de la compañía del siniestro Julio C. Arana le daban a los indígenas. III

Particular interés tiene en esta novela la maestría con que Vargas Llosa describe sus personajes. Por ser una novela histórica, sus actantes no son creados o inventados por el novelista, sino sacados de la realidad histórica, correspondiente al lapso que corre de 1903 a 1916. Sin embargo, una vez más se pone en evidencia que, cuando se trata de novelas de alto nivel cualitativo, una cosa son las personas reales que sirven de referentes de los personajes novelescos, y otra cosa son estos mismos. Es decir, los personajes de El sueño del celta, aunque responden con toda precisión a seres reales, son los personajes de Vargas Llosa. Su elaboración es extremadamente cuidadosa. Particularmente la del protagonista principal, Roger Casement. No hay

180

duda de que la persona real de este despertó en el novelista, una vez descubierta por él a lo largo de sus investigaciones, primero una gran curiosidad, trascendida luego a un especial afecto. El novelista no disimula el atractivo que aquella persona y sus hazañas despiertan en él, al margen de su realidad, de sus virtudes y defectos. De suerte que al construir, sobre esa base real, su personaje novelesco, no puede menos que trasmitir al lector esa simpatía por éste. Tal simpatía por el personaje se mantiene aun hasta el final, cuando la imagen del admirado héroe, del esforzado irlandés que realiza la vibrante denuncia de las atrocidades del colonialismo, cae en el extremo opuesto, y se trasmuta en un sujeto odiado y escarnecido por todo el mundo, acusado de uno de los delitos más repugnantes como es el de traición a la patria —aunque irlandés de nacimiento, Casement era ciudadano británico, en virtud de ser entonces Irlanda colonia inglesa—, agravado por la condición de homosexual, ejercida, aparentemente, con cierto grado de depravación, siendo que en Irlanda, y en general en Inglaterra, tal conducta despertaba un rechazo virulento, y sobre todo en una época en que la homosexualidad padecía en el mundo entero un atroz desprestigio. Todo ello agravado aun por el hecho de que Casement no hacía nada por disimular su condición homosexual, y aun podría


verse en él cierta tendencia a hacer alarde de ello. IV

El sueño del celta se inscribe, como novela, dentro del concepto de lo real maravilloso que Alejo Carpentier definió con gran precisión. No hay en ella, ciertamente, nada fantasioso o inventado por el novelista. Éste se ciñó en todo momento a la veracidad de los hechos, reconstruidos minuciosamente por él a través de una rigurosa investigación, que le llevó largo tiempo. Y como se trata de hechos de por sí maravillosos, en tanto que insólitos, narrados, además, con una técnica y un lenguaje adecuados, resulta de todo ello una narración singular, en que el lector, aun a sabiendas de que se trata de sucesos históricamente veraces, tiene la certeza de que aquello que lee no es un libro de historia, sino una novela, y por tanto una obra de ficción. Esto me lleva a un planteamiento que he hecho otras veces acerca de la necesidad de redefinir el concepto de ficción literaria. Ya ésta no sería sólo producto de la invención del narrador, sino que habría una ficción que podríamos llamar estilística, es decir, una ficción que, más que provenir de la invención de hechos y personajes, se basa más bien en la manera de narrar tales hechos, de modo que, sin perder estos, ni los personajes, su empaque veraz, produzcan, no obstante, en el lector el efecto que produce la lectura

de una narración literaria en la cual predomine la invención o la fantasía del narrador. Uno de los mayores méritos de esta novela radica en que, no obstante que narra hechos realmente ocurridos, y cuyo desenlace es de antemano conocido, o al menos presentido por la mayoría de los lectores, el autor logra mantener en ellos el suspenso durante toda la narración. V

Podría decirse que, de las diecinueve novelas escritas y publicadas por Mario Vargas Llosa, ésta es la menos novelesca. No es una paradoja. Sin dejar de ser novela, El sueño del celta, en la misma línea de La guerra del fin del mundo y de La fiesta del Chivo, también de Vargas Llosa, muestra una marcada influencia del periodismo, que él ha ejercido paralelamente con su oficio de novelista. No sería aventurado sugerir que esta novela pareciera más un gran reportaje periodístico en que se narra la vida de una persona famosa. En ella la minuciosidad en las descripciones de personajes y de lugares, o en la narración de determinados episodios, así como la inserción frecuente de pasajes en los que el narrador emite opiniones o interpretaciones de los hechos, parecieran más atribuibles a la pretensión de objetividad de un periodista que a la subjetividad literaria de un novelista. Igual ocurre con el 181


“Epílogo” con que Vargas Llosa cierra la novela, en el cual, prescindiendo de todo propósito literario, registra una serie de datos acerca de la vida real de Roger Casement. La detallada investigación, que el novelista realizó para documentarse antes de escribir su novela, con observación in situ de los lugares de África e Hispanoamérica en que ocurrieron los sucesos que dan cuerpo a la novela, fue una investigación típicamente periodística. Pero, como lo escribí antes, el lector siente que se trata de una novela, y no de un texto periodístico. Ello se debe a que, aun cuando el autor usa abundantemente recursos periodísticos, al mismo tiempo da a los sucesos narrados y a los personajes un tratamiento novelesco. De ahí que, como también ya lo he señalado, los personajes, por ejemplo, todos absolutamente veraces, cuando actúan en la novela dejan de ser las personas que en la vida real les sirven de referentes, y pasan a ser los personajes de Vargas Llosa. Trasmutación vedada al periodismo, pues éste no puede despojar a los personajes ni a los sucesos narrados de su auténtica catadura, mientras que la novela, para ser tal, tiene necesariamente que dejar a un lado aquella objetividad real y asumir una subjetividad estética. Cabe decir también que es ésta la primera novela de Vargas Llosa en que éste descuida, hasta cierto punto y por decirlo de algún modo, el lenguaje. Las novelas de Vargas Llosa siempre se han 182

caracterizado, entre otras cosas, por la perfección formal, en que el lenguaje alcanza un notable grado de atildamiento. En El sueño del celta pareciera percibirse lo contrario, pues sin dejar de ser un texto muy bien escrito, en ciertos momentos se echa de menos aquella perfección lingüística. Quizás en este caso estemos frente al hecho de que Vargas Llosa, al escribir esta novela, se atuvo, conscientemente o no, a su veteranía como narrador, y dejó plena libertad a su escritura. En fin, El sueño del celta no es la mejor novela de Mario Vargas Llosa. Pero es una excelente novela.

Hacia un canon de la narrativa mexicana FELIPE OLIVER Rafael Olea Franco, Doscientos años de narrativa mexicana, El Colegio de México, México, 2010, 504 p.

Sumándose a la batahola del Bicentenario, a finales del año pasado El Colegio de México publicó una interesante antología crítica titulada Doscientos años de narrativa mexicana. Se trata de dos tomos editados por Rafael Olea Franco, enfocados a los siglos XIX y XX, y cuyo propósito expreso consiste en “ofrecer visiones generales sobre algunos de los escritores que, en el ámbito narrativo, han marcado varias de las tendencias más


trascendentes en nuestros dos siglos como nación independiente”. En efecto, los artículos que integran ambos volúmenes ofrecen lecturas panorámicas sobre aquellos autores distinguidos con la marca de “trascendencia”, postura sobre la que ya tendremos oportunidad de discurrir. La predilección de lo accesible por sobre la pedantería académica reservada a la minoría especializada responde al también expreso deseo de servir como un referente lo mismo para los estudiantes universitarios que al público en general (ese que, según las estadísticas, no lee y lamentablemente pasará por alto el notable trabajo de Olea y sus colaboradores). De esta manera, uno de los aciertos de la antología consiste en ofrecer al término de cada trabajo una numerosa bibliografía crítica sobre el autor en cuestión. La propuesta, está claro, no es postular la última palabra sobre, digamos, Juan Rulfo, sino más bien la primera, aquella que invita al interesado a seguir indagando. Resumir una compilación de 32 ensayos en unas cuantas páginas es casi imposible. Ante el riesgo de intentar una lectura integral fracasada, prefiero entregar algunas reflexiones sobre el mapa de la narrativa mexicana que proyecta la antología. La idea es poner algunas ideas sobre el tapete para estimular un debate, objetivo natural que todo trabajo crítico persigue o debiera perseguir. Antologar implica, por fuerza,

seleccionar, y aún sin conocer el “detrás de cámaras” de Doscientos años de narrativa mexicana es fácil suponer que el proceso de selección supuso necesidades y dificultades opuestas de un volumen a otro. Si la literatura mexicana del siglo XIX tiene poco que ofrecer desde un punto de vista netamente cuantitativo, apenas un puñadito de narradores cuya obra logró sobrevivir a las pobres y escasas ediciones y a casi cien años de guerra civil ininterrumpida, el siglo XX arroja demasiados nombres sobre la mesa. No es entonces precipitado concluir que el primer volumen exigía ante todo incluir, rescatar del olvido textos y autores a estas alturas casi anónimos como Laura Méndez de Cuenca y Pedro Castera, mientras que el segundo obligaba a excluir a los “pocos representativos” para delinear las tendencias de mayor relevancia. Salvar todo lo que se pueda del pasado y restringir al máximo el presente, he aquí una paradoja que define el oficio de la crítica literaria. Mientras lo lejano luce siempre valioso, o cuando menos interesante, lo cercano produce desconfianza. A través de las inclusiones y exclusiones presentes en esta antología emerge una imagen significativa, mas no concluyente, del canon de la narrativa mexicana (tratándose de literatura la lista de los prescindibles siempre estará sujeta a una renegociación histórica). Ya ha sido mencionado que Doscientos años… escogió el criterio de tras183


cendencia como principio de constitución orgánica y, en ese sentido, más que ofrecer sorpresas la selección de narradores confirma certezas. Por ejemplo, la presencia de varias figuras de la llamada novela de la Revolución Mexicana corrobora la enorme seducción que esta vanguardia ejerció durante el pasado siglo. Otro tanto ocurre con la generación del Medio Siglo, sin duda alguna la que en conjunto ha aportado más talento a nuestras letras (y no sólo en el ámbito de la narrativa). Al respecto, el propio Olea admite con pesar haber perdido en el camino trabajos ya comprometidos sobre figuras centrales del periodo como Juan José Arreola y Fernando del Paso. A la lista de ausencias yo agregaría a Juan García Ponce. Y hablando de los ausentes, reveladora es la de los exponentes de la llamada “Literatura de la Onda”. Pidiendo prestada una expresión a Guillermo Cabrera Infante, la no inclusión de José Agustín o Gustavo Sainz, por referirnos tan sólo a los miembros más conocidos, viene a confirmar la cada vez menor relevancia de esta vanguardia que el tiempo se obstina en enviar a la retaguardia. Acaso la única sorpresa de Doscientos años de narrativa mexicana resida en la inclusión de Carlos Monsiváis. No estoy cuestionando el papel central de Monsiváis en la literatura mexicana; simplemente destaco la extrañeza que, en lo personal, me produjo encontrar a un cronista y en184

sayista en una antología sobre narrativa. El camino fácil para salvar el desconcierto es apelando al género; Monsiváis cultivó la crónica urbana, y la crónica es un subgénero narrativo. Pero leyendo el texto dedicado al autor emerge una hipótesis de lectura que merece una reflexión; la literatura mexicana del siglo XX recurrió a complicadas alegorías para representar las contradicciones de un país siempre debatiéndose en los antagónicos polos de la tradición y la modernidad. Los fantasmas prehispánicos del primer Carlos Fuentes, la fundación de espacios imaginarios altamente sugestivos como el Comala rulfiano y el Ixtepec garriano, o el cosmopolitismo evasivo de Elizondo constituyen sin duda un corpus literario de primer orden. Sin embargo en el proceso la “realidad”, término que siempre conviene utilizar con reservas, quedó eclipsada por un exceso de fantasía. El ya mencionado grupo de la Onda de algún modo intentó contrarrestar la tendencia apelando al lenguaje coloquial, incluso soez, al rock y a la representación realista de la ciudad. Y si bien es cierto que en sus orígenes el impacto no fue menor, el tiempo demostró que la crónica urbana que Monsiváis llevó hasta las últimas consecuencias resultó bastante más eficaz para dotar de visibilidad espacios y prácticas sociales poco exploradas. El discurso fácil pero de ningún modo banal que distingue a Monsiváis supone un contrapeso ante


las representaciones alegóricas de la identidad. Dicho con otras palabras, mientras los autores del Medio Siglo se detuvieron en el árbol, Monsiváis describió el bosque. La necesidad por atender y entender lo inmediato constituye también uno de los grandes méritos literarios del José Emilio Pacheco narrador, al menos el de sus trabajos más conocidos. Aunque escritas en 1972 y 1981 respectivamente, El principio del placer y Las batallas en el desierto vuelven al pasado para reflexionar sobre la idiosincrasia de una sociedad atrapada entre el peso de lo atávico y la seducción por lo nuevo (una sociedad que incluso inventó el término “malinchista” para hacernos sentir culpables por subirnos al barco del mundo). En Pacheco, las complejas y cultas metáforas son sustituidas por referencias más bien mediáticas, accesibles y comunes para todo tipo de lector. Al final, el personaje que sintetiza todas las contradicciones del mexicano ya no es un Chac Mool disfrazado de burgués afrancesado o los hijos bastardos de Cortés y la Malinche, sino el “clasemediero” común y corriente que se persigna con la mano derecha al mismo tiempo que con la izquierda sustituye el tequila por el jaibol, aunque le sepa a 1

Pongo en redondas las expresiones que podrían interpretarse como grotescas o, al menos, risibles, y subrayo aquéllas que tienen un carácter más serio.

medicina. Tal como Jean Franco lo postula en su ya clásico estudio Decadencia y caída de la ciudad letrada, una vez agotadas las construcciones “totales” y las mal denominadas novelas mágico-realistas, la crónica urbana, lo inmediato y la fragmentariedad se convirtieron en un verdadero asilo para la narrativa. José Emilio Pacheco apostó a la desintegración antes que a la totalidad convirtiéndose así en el enlace entre los narradores del Medio Siglo y “los posmodernos”, a falta de un mejor nombre. Acercándonos a la última década del pasado siglo, la selección de narradores se complica. Mientras Azuela, Rulfo o Elizondo pueden ser incluidos sin riesgo en el selecto club de los trascendentes (aun cuando más de un lector reclame el personal derecho de abominarlos), otorgar el distintivo a quienes ahora mismo publican con regularidad de manera inevitable induce a 2

Hay fragmentos que, aunque técnicamente parecen estar escritos en verso, poseen un ritmo fónico y sintáctico como de versículos (versos tan largos que pierden ya su carácter de versos) que más bien los asemeja a la prosa. El ejemplo citado “Ladridos de metal en vez de campanas…” es uno de los pocos, dentro de Isla de las breves ausencias, que acusa un ritmo fónico propiamente versal. Nótese que no es lo mismo la oposición narrativa/poesía, que he utilizado al principio de este texto, que verso/prosa, a la 185


la polémica. Más de un crítico literario hubiese reservado un lugar a los ahora denominados escritores del norte, como Daniel Sada o Eduardo Antonio Parra, o a figuras como Mario Bellatin y Guillermo Fadanelli, que han sabido construir un estilo y un repertorio personalísimo (la antología incluye una lectura sobre la tamaulipeca Cristina Rivera Garza, pero en su obra el norte no es un factor determinante). En su lugar el lector encontrará a Jorge Volpi, icono del famoso crack que al menos en México cuenta con más detractores que seguidores. Sin afán de atacar o defender a nadie, la obra de Volpi debe ser leída al margen de la producción menos ambiciosa y meritoria de sus colegas, no obstante que en el pasado la promoción grupal haya impulsado a éste y a aquéllos. Por lo demás, el autor de En busca de Klingsor forma parte de una tendencia narrativa visible pero poco estudiada por la crítica literaria: me refiero a la germanofilia, corriente que conecta a Volpi lo mismo con un escritor de la vieja escuela como Sergio Pitol que a un novísimo como Tryno Maldonado. Reitero la imposibilidad de entregar una imagen más o menos completa de un trabajo monumental como Doscientos años de narrativa mexicana. Aquí me he limitado a presentar algunas reflexiones personales emanadas de su lectura. Queda todavía mucho por discutir, y esta antología es un buen pretexto para tomar posiciones, recla186

mar inclusiones y ausencias, y abrir un diálogo crítico. No dejemos pasar la oportunidad.

Poesía de la variedad HÉCTOR M. SÁNCHEZ Francisco Hernández, Isla de las breves ausencias, Almadía, Oaxaca, 2010, 88p.

Cual si se tratara de dibujar un mapa del tesoro, lleno de peligros, de monstruos acuáticos y de dragones, pero también de paraísos exuberantes y de hechiceros prodigiosos, Francisco Hernández (1946) construye La isla de las breves ausencias como un espacio poético en el que la variedad de estilos y de recursos empleados nos producen la experiencia estética de la diversidad: un mapa de las distintas emociones vitales, pero un mapa condensado y poderoso, como el lugar al que representa: una isla abandonada, porción sintética del universo. Veamos, agrupándolas por parejas, algunas de las rutas trazadas por este poemario. Aparece en él una cierta narratividad, una historia que se va desarrollando en el tiempo y que se convierte en el hilo conductor de los sesenta y dos episodios que conforman el libro: la anécdota de un hombre que,


solitario en una isla, comienza a explorarla y, de pronto, se da cuenta de que alguien más, alguien oscuro y secreto, vive en ella también. Sin embargo, al lado de esta trama, importante sólo en tanto mecanismo de cohesión y de suspenso narrativo, figuran múltiples instantes de poesía (propiamente dicha: literatura contemplativa) en los que recibimos la impresión de que es negada la temporalidad: fragmentos que, como en un plano cartesiano, apuestan por las líneas verticales y, de ese modo, refrenan un tanto la implacable marcha de lo horizontal. Tales fragmentos, que brillan en cada página, son los que le dan a este libro su carácter de delicada permanencia, de literatura proverbial: Dice el obelisco: “El aire tiene dedos, pero no tiene pies ni tiene manos.”

Dos de las grandes fuerzas de la existencia, el humor y lo solemne, también tienen armónica cabida, y aun con diversos matices, en este mapa de la Isla de las breves ausencias: el humor, a veces blanco y deliciosamente pueril: El obelisco y sus sentencias: “La muerte es saludable”. (Más vale saludarla con amabilidad cuando se pasa junto a ella)

Y, a veces, despiadado francamente grotesco:

y

Al disiparse las nubes bajas, pueden leerse otros jeroglíficos en el obelisco: “Más vale incinerar al epiléptico. Su esqueleto podría poner a temblar a los gusanos”.

Lo solemne, por otro lado, toma la for ma de sentencias reveladoras e increíblemente profundas: Texto aparecido en la quinta cara del obelisco: “Un pezón, a la distancia, es una isla. Después de acariciarlo es un volcán”

O, bien, infinitamente devastadoras en cuanto a su sentido último: Pasó rápido el verano. Como isla que lleva el Diablo.

En otras ocasiones, como en la vida misma, verdades trascendentes y ocurrencias frívolas se conjuntan en un solo texto sin que sea posible tomar partido por alguna de las dos emociones: Algunos simios pigmeos también son víctimas del grand mal. Pierden su posición erguida, su labio superior se convierte en capucha y su comportamiento enfermizo se acentúa cuando comienzan a masturbarse. El dedo gordo de su pata derecha, ya fuera de control, dibuja en el piso símbolos de amnesia. *

Gilles Deleuze, Lógica del Sentido, Paidós Ibérica, Barcelona, 1994, p.33. 187


Las convulsiones cesan al blanquearse su pecho, ya para entonces parecido a un bloque de hielo o a un urinario. Cuando logran ponerse en pie, su boca sangra y se acercan a los demás miembros del clan para comunicarles que la vida merece la pena de ser vivida.1

Finalmente, Isla de las breves ausencias echa mano, así una escritura en verso en la que, claro está, tienen primacía los sonidos y los silencios de las palabras: Ladridos de metal en vez de campanas cada minuto y medio. Pájaros que no dejan de ejercitar el polvorín de su garganta. Lluvia de insectos contra el techo de láminas. Así he vivido últimamente en la Isla de las Breves Ausencias. ¿Y Robinson Defoe? Duerme a tres metros bajo tierra acompañado por los ocho días de la semana,

Del mismo modo, una redacción en prosa (y ésta es la que, al menos cuantitativamente, encabeza el poemario)2 en la que el ritmo de la sintaxis y la precisión del léxico ocupan el lugar principal —prosa poética, podríamos denominarla: El obelisco anocheció cubierto por una piel manchada de mamífero carnicero. Al desaparecer la última de las manchas, ya con el pelaje completamente negro, inició su recorrido por la selva. El alba lo sorprendió marmóreo, erguido, aunque con dos o tres lunares cerca de la base 188

que podrían confundirse con salpicaduras de sangre.

Mapa de los sentidos humanos, La isla de las breves ausencias contiene, en sus escasas pero efectivas páginas, toda la variedad de las especies que habitan el universo emotivo, de la misma forma que una isla concentra, en sus estrechos límites, la totalidad de los enigmas del mundo que la circunda.

El octaedro onírico EDUARDO SABUGAL Carlos Fuentes, Carolina Grau, Alfaguara, México, 2010, 184 p.

La estructura del libro cruza los ocho cuentos en historias independientes que sin embargo no pueden ser leídas como autónomas, pues constituyen un juego de espejos, un recorrido por ocho pasajes en una suerte de sueño paradójico o lúcido, en donde mediante la problematización de la identidad de Carolina Grau Fuentes consigue un fuerte efecto de irrealidad al tiempo que de autoexplicación narratológica, especie de partenogénesis autorial y narrativa. Y es que en “El arquitecto del Castillo de If ” el personaje se pregunta ¿para quién y para qué trabaja? La


labor escritural del autor modelo de este libro es igualmente fortuita, la ingeniería narrativa del libro es también una cárcel contradictoria, en donde parece incompatible escribir un libro de cuentos para aprisionar personajes al mismo tiempo que se realiza esa escritura en nombre de la libertad amorosa. “¿Cómo terminar la obra sin perder a Carolina Grau?”, se pregunta el arquitecto en ese cuento, y es también la pregunta que seguramente atraviesa todo el libro en la mente del lector y del propio autor. Porque al final, el desenlace paradójico, nos revela que en efecto Carolina se pierde, que las ficciones sugeridas por Fuentes son insoportablemente divergentes de la existencia unitaria, etiquetada en identidades fijas, insertada en un tiempo. Ese placer de shock, asumir esa diferencia, es el que logra la lectura de Carolina Grau, con el efecto de develación misteriosa, como si se tratara de una ensoñación, un sommeil paradoxal. No en vano Fuentes cita a Mesmer con su hipnosis inverosímil y a Swedenborg con su eternidad igualmente inverosímil y tan cercana a la aspiración poética de un William Blake. En ese sentido el autor modelo, el dueño de la casa, el narrador de Carolina Grau (que no necesariamente es Fuentes ya se sabe), se asemeja a una providencia omnisciente que cifra sus personajes fantasmales y sus historias contradictorias en una suerte de clave

filosófica casi esotérica, y por eso mismo nos recuerda lo mejor de Salvador Elizondo. Una escritura hipnótica que requiere de una abstracción similar a la que usaríamos para leer un ensayo filosófico y entender el tiempo inmóvil, el movimiento de la arquitectura y la escritura. Además de un tributo a Alejandro Dumas y a su libro El conde de Montecristo, Fuentes pretende escribir un libro como desde una celda, en donde todo pueda ir pero irremediablemente regresar a esta prisión isleña, en un vaivén hipnótico. En “El prisionero del castillo de If ”, el abate Faría y Edmundo Dantés son la primera pareja de personajes masculinos que gravitarán en torno de Carolina, encerrados en la celda 34, inaugurarán la primera evasión pensada y sugerida en el libro, dependiendo casi exclusivamente del azar. Uno de los temas recurrentes en el libro son las formas del encarcelamiento, la prisión de la genealogía y el amor, por ejemplo, y nuestra imposibilidad para conseguir la liberación, para huir definitivamente del otro, y, de poder hacerlo, no saber qué hacer con el triunfo de la fuga, de ese segundo nacimiento, con esa capacidad salamandrina. Como el mismo Edmundo Dantés que “no habría sabido qué hacer con la libertad”. En “Brillante” los satélites masculinos que acosan a Carolina son el padre y el hijo, Juan Jacobo y Brillante. En 189


una casa en donde no hay fotos, para que el hijo no tenga ningún tipo de reminiscencia, Carolina intenta liberar a su hijo a la pureza de su imaginación. Espantada de la paulatina invasión que el padre opera en él, haciendo que Brillante hable con una voz cada vez más parecida a la de su padre, a la del esposo muerto, a la del amante. Pero finalmente el niño entra tarde o temprano en la guerra del mundo. “Era como una lucha encarnizada entre lo que se queda y lo que va pasando, como si abandonar la infancia fuese un segundo parto, más doloroso que el de la madre, porque esta vez es el hijo quien se da a luz a sí mismo…” Y es que esta guerra consistía en ir escribiendo los propios desengaños, las alegrías y los accidentes, de forma secreta, velada, sólo que el personaje de Fuentes es justo un niño velado que verá salir al padre del portarretratos que hay en su prisión hogareña. Justo en el último cuento, el padre emprende el camino de regreso, tras haber leído los ocho lados del laberinto, que son los ocho años que lleva muerto, y mirará al hijo con su veladura dorada. Justo esa invasión completa un movimiento de reversibilidad que parece anunciarse en todo el libro. El hombre que regresa de otra dimensión encuentra a Carolina debatiéndose en un espacio neutro, el espacio del entre, haciéndose preguntas ociosas pero 190

fatales. “¿Cuál de los dos va a morir antes? ¿Moriremos al mismo tiempo, madre e hijo? Si muere el niño, ¿se convertirá en hombre? ¿Si muere el hombre, se convertirá en niño? Si muero yo, ¿quién lo cuidará?” Esa misma reversibilidad que Gilles Deleuze analizaba a propósito de la Alicia de Caroll. No es sólo la potencia y el acto aristotélicos, sino una relación de modulación imperceptible. Para Deleuze la verdadera aventura de Alicia es “su subida a la superficie, su repudio de la falsa profundidad, su descubrimiento de que todo ocurre en la frontera”.* Y es que justamente la fotografía del amante muerto de Carolina funciona como el espejo de Alicia: frontera como de una piel que no es ni profundidad ni superficialidad sino un entre, sustrato y mutación. Y eso también aplica para lo temporal. Así, Fuentes escribe: “La memoria puede ser una trampa que, creyéndose reminiscencia, en realidad es premonición.” Y más adelante: “No sólo eres lo que serás sino lo que has sido.” Carolina, como Alicia, se da cuenta de que los acontecimientos son como los cristales, que ocurren sobre los bordes. Hay un canibalismo simbólico en ese cuento, para regular los intercambios. Ella, Carolina Grau, la madre, se come al hijo que está a punto de transmutarse corporalmente en el padre. En esa pequeña muerte, ella confiesa: “Sólo quedaba la cabeza de niño fuera de mi


hambre, brillante, suplicante, tierna, asustada, adolorida, incomprensible, ausente de mi afán de matar al padre que lo engendró.” Esa situación fronteriza, de estar justo en medio de dos cosas que están comenzando a crecer y desaparecer, confundiéndose, aparece también en el siguiente cuento, “El hijo pródigo”, donde la identidad sigue problematizándose: la pregunta “¿quién era yo?” se repite sin encontrar nunca una respuesta. ¿Cuándo empieza algo a ser ese algo? Así como era imposible que la Alicia de Caroll supiera cuándo crecía o cuándo decrecía, también las cosas o

los estados de las cosas, en el texto de Fuentes, siempre están en una ambigüedad similar. Siempre se puede decir “gracias” o “perdón”, como si fueran intercambiables. No sabemos si a ella le crece o le desaparece el pelo: “ese secreto nacimiento (¿o sería extinción?) de su cabellera”. Carolina aquí es como una Eva en el paraíso perdido, o una Alicia de Caroll trasladada a otra geografía, porque Carolina Grau, ante los ojos del personaje masculino, de pronto es también una niña corriendo con un aro. Como el Zaratustra de Nietzsche, él hace el viaje de la montaña al pueblo:

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“Descendí al pueblo con esas palabras agudas en mi oído —no eres el mismo—. ¿Quién era entonces ‘el mismo’, el idéntico?” Podemos ver aquí los tres niveles lacanianos (lo real, lo imaginario, lo simbólico), y también a Zaratustra. Fuentes nos arroja la interrogación, cuál de las dos opciones es la más peligrosa, la otredad o la mismidad; el je o el moi, que Lacan distingue en el sustrato lingüístico ontológico del francés. La disyuntiva en este cuento es entre el ermitaño y su sabiduría, contra el conocimiento colectivo de la sociedad. Ser montaña o ser río, dejarse sucumbir en esos extremos o bien instalarse en un espacio neutro carente de tensión. El hijo pródigo (bíblico desde luego) se construye aquí contra la figura del apestado, el arrimado. ¿En qué momento uno deja de ser uno para convertirse en el otro? Hacia el final de este cuento hay un cambio de focalización, narratológicamente hablando, y un sabotaje temporal, el personaje se ve a sí mismo en el pasado y en el futuro. Se instala narrativamente un mundo paradojal propio de Carolina Grau, de la niña Eva, de la Alicia niña, en las casillas que Fuentes imagina como cuevas. Así como la montaña y el río forman una dicotomía, en “Olmeca” se plantea esa otra forma dicotómica del encarcelamiento entre el ser cercado por la luz o por la oscuridad. En este 192

cuento, que es el cuarto en orden cronológico, las palabras “Alma. Ánima. Espíritu” son palabras prohibidas. Aquí Carolina se transforma en una mujer indígena que se interroga por el revés del encierro, ¿qué será eso que no es encierro?, y en el fondo es la pregunta por el afuera. Los límites entre el adentro y el afuera nuevamente como tema filosófico. Es justo el tema de la invaginación: lograr ese sistema de pliegues en donde lo externo se transforma en lo interno. Carolina Grau, personaje-forma vaginal que todo lo expulsa desde el interior y todo lo interioriza desde el exterior con una humedad mortal. La selva y la pirámide, lo vegetal y lo mineral, dos polos que en ella, gran mujer preadánica, se confunden gracias a su poder vaginal. “¿Por qué hablo de un ‘afuera’ si todo está adentro?”, se interroga la mujer, transfigurando todo el espacio, logrando con su ser, con su cuerpo (de posible madre y de posible asesina) disolver las dicotomías del arriba y el abajo, del ascender y descender, del alma y del cuerpo, del tiempo y del siempre. El hombre, el colonizador, el europeo, enfrentado a esta fuerza dionisiaca del pliegue vaginal, se pregunta “¿No es esto lo que buscaba? ¿Desconocer y ser desconocido?”, porque después de todo se da cuenta de que él no sería nada sin ella. La verdad, aprende el hombre al amar a Carolina, no sólo es lo que se ve, sino sobre todo


lo que no se ve. En “La tumba de Leopardi”, ese poder encarnado que representa Carolina Grau le habla al poeta Giacomo Leopardi mediante una invasión, diciéndole “Ésta es tu cabeza. Y yo estoy, desde ahora, en tu cabeza”. El poeta se confunde con ella, así como el colonizador se confundía con lo colonizado. Ella es su pretexto, mediante ella consigue la unidad. Mediante la hembra el escritor elimina la existencia escindida y múltiple. Piensa “Acaso mi monstruosidad era la cara paradójica de un despojo que me obligaba a multiplicar mi persona y ahora la visión de la mujer ha unificado mi visión de mí mismo”. Una vez más se sugiere una idea filosófica, la del mundo encarnado de Gabriel Marcel; el poema es la encarnación sin muerte, mientras que la vida del poeta no. La escritura como encarnación, eso piensa el Leopardi que escribe gracias a Carolina, pero es quizá también una declaración de la poética de Fuentes. El poeta se tortura: “Mi única mujer es imaginaria: la mujer que no se encuentra. La vi una vez y me hago a la idea de que fue la única vez.” Y es que Carolina, el poder de la invaginación, no se deja ver ni saber, late con la fuerza del no saber, se puede convertir en tierra, en el archipiélago con forma de Salamandra o en una visión en el espejo. Otra suerte de partenogénesis, parecida a la del niño que se pare a sí mismo para hacerse hombre, ocurre en el poeta, que elimina

las otras cabezas gracias a esta madre que le devora. En el sexto cuento, “Salamandra”, Fuentes usa al animal mítico para simbolizar nuevamente la dualidad contradictoria que se disuelve en una unidad reversible, como el adentro y afuera de la vagina, sólo que ahora mediante lo que quema y lo que congela, el frío y el fuego. Pero también este animal, si uno mira el mapa, es la forma del sur de Europa: “helada aunque ardiendo en sí misma”. Hay que decir que los cuentos que conforman el último libro de Fuentes sirven de asíntotas, y como la arquitectura de la cámara del Palazzo Té, abren “otros espacios en el espacio, más allá del espacio, para el espacio, pero también contra el espacio”. Si bien Carolina es en un principio la mujer evocada por un preso que pretende escapar de la cárcel para volver a verla en una isla, esa mujer y esa evocación terminarán por ser sólo falsas pistas identitarias, para convertirse sólo en cifras de aproximación. La transformación de Carolina Grau a lo largo del libro, de los ocho cuentos, es un intento por hacer cruzar una figura evocada e invocada, acaso los vestigios de una identidad, por diferentes mapas. Ese intento por surcar diferentes historias con este personaje, de localizarlo en diferentes diégesis, de reajustar su constelación en diferentes geografías ficcionales y reales. Ese intento coincide con la 193


tentación de olvidar la condición de humano, unirse a lo que Fuentes encuentra simbólicamente en la salamandra, ese aspecto tribal, dionisiaco. Por eso Carolina Grau “podía pasar por una viajera desconocida vista por un poeta desde la ventana de una casa en Recanati, o la sirviente de una pareja de ancianos en una aldea alpina; o una mujer indígena perdida entre una selva y una pirámide; o una madre cuyo hijo crece hasta convertirse en esto: el marido indeseable que ni siquiera la mira cuando regresa”. Ella es todo eso simultáneamente y al mismo tiempo una mujer que un abate amó en una novela que nunca fue escrita. En “El arquitecto del Castillo de If ”, el séptimo cuento, Carlos Fuentes parece hablar de su alter ego en tanto creador, el arquitecto Cayo Morante, que cuando logra terminar su obra queda preso dentro de ella, como dentro de una mujer. “El Castillo de If era un dédalo de pasajes muertos que no conducían a ninguna parte, salvo a sí mismos”, justo como los ocho cuentos que conforman Carolina Grau. El último cuento es quizás un sueño que sirve de índice para todo el libro, “El dueño de la casa”. El escritor confunde recuerdo, imaginación e invención, porque el nutriente mental, el sustrato desde donde fermentan las ideas que luego serán narradas, está compuesto justamente por el recordar, el inventar y el imaginar. El dueño de la 194

casa hace eso y construye a partir de esas tres actividades. Acciones propias del sueño, de esa parte invernal que cada uno posee. Como El hipogeo secreto, de Salvador Elizondo, Carolina Grau posee dentro de su estructura la clave para encontrar el dibujo de la misma; son libros que tienen dentro la óptica del afuera. En el último cuento se explica el esqueleto de este libro de ocho cuentos: “Una recámara desordenada, un lecho revuelto, un sueño pesado y un pasillo con ocho costados y seis puertas.” En cada puerta, en cada cuento, una especie de fotograma, de naturaleza muerta, con un fluir inaudible que nos hace dudar entre lo escenográfico, la pintura y el espejismo. También como Elizondo, Fuentes usa la pintura para elucubrar el contenido de la historia dentro de ella. Fuentes usa una pintura de Zurbarán en donde un monje escribe: probablemente sea el retrato de fray Gonzalo de Illescas, sentado en su despacho en actitud de escribir, pintado en 1639, aunque es imposible saberlo porque Fuentes no da más pistas, además de hacer al monje mostrar el culo y tirarse un pedo. La pintura, lo inmediato, se contrapone a la escritura, lo sucesivo. En esa reunión de lo inmediato y lo sucesivo se plantea una dicotomía más para acrecentar el leit motiv de la paradoja en Carolina Grau. Al final, la realidad de cada diégesis se impone por


sí misma, no sin dejar de sentir cierta sensación de agrietamiento, de ignorancia. Hay que leer todo el libro, completo, en su totalidad, para poder entender cada cuento, “o destapas todas las cartas o se las devuelves boca abajo al croupier”. En este cuento (el último aunque también el primero) es cuando él, el amante de Carolina, logra deslizarse por uno de los bordes del cristal, y, desde las últimas hojas del libro, atraviesa la fotografía para ver cara a cara a su hijo, que brilla confundido.

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