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La pandemia no es alternativa Nancy Bird-Soto
La pandemia no es alternativa
Nancy Bird-Soto
Llevamos seis meses en estas. Medio año en estas, estemos en la parte del mundo donde estemos.
En mi caso, me encuentro pasando la cuarentena extendida en la ciudad donde resido desde el 2007: Milwaukee, Wisconsin. A penas a finales de febrero, la gente todavía hablaba con entusiasmo sobre cómo la convención demócrata (DNC), que estaba pautada para julio, pondría a esta nunca bien ponderada ciudad en el escenario mundial. Pero, como sabemos, todo eso cambió en cuestión de nada. La mayoría de los eventos han pasado al plano virtual, o incluso a su cancelación o aplazamiento hasta el 2021, como ocurrió por ejemplo con el Congreso de la Midwest Modern Language Association que hubiera sido este noviembre en Milwaukee.
La pandemia no es alternativa, es decir, no es un anejo optativo a lo cotidiano, sino que informa e influye en todo lo que hacemos, o no hacemos, o nos hemos inventado. En marzo, con la mitad del semestre todavía por delante, tuvimos que trasladar toda la enseñanza al plano virtual. Lo que toma por lo menos de dos a tres meses dedicados a la planificación de un curso en línea se tuvo que hacer contra el reloj. Otros aspectos de nuestras vidas se hicieron más lentos, como la espera para poder volver a nuestros lugares de laboro, oficinas médicas, y más, mientras que muchos establecimientos cerraron temporera o definitivamente. Ni se diga de quienes no han podido despedirse de sus seres queridos, o visitar a sus parientes enfermos, dado el riesgo de contagio.
Suena ya como algo trillado, pero las herramientas que tenemos siguen siendo el uso de mascarillas, el distanciamiento social y el lavarse las manos frecuentemente.
No obstante, como si el dolor y sacrificios de miles y miles no contaran para nada, la pandemia pareciera ser una realidad alternativa, aún, para mucha gente. Aun cuando las muertes por Covid-19 rondan la cifra de 200,000 y aun cuando los casos positivos se han disparado entre las edades de 18-24 años en el estado de Wisconsin con la reapertura de la mayoría de las universidades. Me quedo perpleja al ver cómo mi alma mater de mis estudios graduados— UW-Madison—ha expuesto a la comunidad académica y a la aledaña al campus con un plan de reapertura que a todas luces era wishful thinking. Me asombra ver comentarios y postings en las redes sociales de instructores que se empeñan en que la instrucción presencial es la única que tiene valor, la única que realmente demuestra compromiso pedagógico, según ellxs. No hay nada heroico en poner a otras personas en peligro de riesgo. En plena pandemia global, nadie debería tener que revelar sus condiciones de salud (si las tiene) y/o las de las personas con quienes comparten su techo para recibir los acomodos necesarios.
Y fuera de nuestros techos, los contrastes entre el estar adentro (en casa, en el mejor de los casos) y el estar afuera no podrían ser más marcados. A finales de este septiembre de 2020, habré/habremos pasado el equivalente de cinco cuarentenas—alrededor de 200 días— del quedarse en casa y salir solamente a hacer
compra y diligencias mínimas. A esto le añado las mini-caminatas matutinas para respirar aire fresco y no entumecernos física y mentalmente. Durante esas mini-salidas a caminar o ir a buscar café, a menudo me siento que he entrado en una dimensión foránea. La mayoría de la gente que veo no lleva mascarilla, a pesar de que hay un mandato estatal y también a nivel de la ciudad de Milwaukee.
Dos instancias recientes me llevan de la perplejidad a la consternación. En una, venía yo caminando por la South Water Street y, como suele suceder, había par de personas frente a las facilidades de Planned Parenthood con pancartas en son de protesta. Acentuando la paradoja de este tipo de expresión “pro-life”, las susodichas personas no llevaban mascarilla mientras se pavoneaban por la acera. ¿Quién se echó al lado de la carretera para crear por lo menos seis pies de distancia? Yo, la que usa mascarilla ya que, sí, más de 200,000 vidas se han perdido gracias a la crasa negligencia del presidente de turno y quien suele ser favorecido por estos grupos providistas.
La otra instancia, que en realidad es una serie de episodios de por lo menos uno por semana, es cuando diviso jóvenes con su ropa de ejercicio (a lo Lululemon) tras sus clases de yoga o barre, por ahí pululando en grupos de 3 o más y sin mascarilla. Por un lado, la dedicación al ejercicio (good for them) y por otro, el conducirse por espacios públicos poniéndose a sí mismxs y al prójimo en riesgo. ¿Quién se desvía hacia el borde de la acera o cruza la calle? Yo, la que usa mascarilla, la que podría decirles algo, pero eso potencialmente invita a más saliva a flotar por el aire. ¿Cómo preocuparse por la salud haciendo ejercicio y no hacer lo básico por atajar la crisis en que nos encontramos? Tal como el mantra providista, el mantra del wellness salubrista, también muestra sus costuras a la hora de la verdad.
Trivializar los riesgos y efectos del Covid-19 es un tipo de capacitismo. Llevamos seis meses en estas y estaremos muchos más. Ojalá no demasiados más, solamente los necesarios para poder salir y recrear una normalidad, una nueva normalidad en donde se valore la ciencia, el sentido común, la compasión. Aquí o allá, salvo que alguien sea una persona absolutamente ermitaña, nos toca ponernos mascarillas como gesto de apoyo y solidaridad para con los nuestros y con nuestras comunidades.
Para salir de la pandemia del coronavirus, tenemos que vencer la pandemia de la desinformación y las ínfulas de invencibilidad. No nos queda de otra.
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