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Hay una Betty en el espejo Melba Ayala

Hay una Betty en el espejo

Melba Ayala

Para Luz Nereida, mi amiga y cómplice de letras y bisutería

¡Qué tiempos aquellos cuando madrugar valía la pena! Poner el despertador a las 6:00 de la mañana para empezar el ritual. Un baño espumoso y largo, un lavado de cabello a profundidad, el secado y, si hay tiempo, un poco de plancha. Después, con la bata de toalla todavía puesta, ir a la cocina a hacerte un capuccino bien calientito con unas tostadas con mermelada mientras ves el noticiero de la mañana. Con la barriga llena y el corazón contento, vuelves a tu cuarto. Te paras frente al closet a seleccionar con sumo cuidado el ajuar para el día laboral que te espera. De ordinario prefieres un conjunto elegante con chaqueta, zapatos de tacón y accesorios en combinación, todo escogido con tu obstinada y calculada meticulosidad. Ya casi al filo de las ocho de la mañana estás lista para enfrentar el mundo. Te das una última mirada en el espejo: el pelo, en su lugar; la ropa, perfectamente entallada; el maquillaje, impecable; los accesorios, combinados en perfecta simetría; los zapatos, altos y elegantes. Lo admites, te gusta salir de punta en blanco, aún sabiendo que te espera un tapón descomunal y una agenda cargadísima. Eran tiempos de felicidad, pero tú todavía no lo sabías.

Este tiempo de encierro convirtió al despertador en un objeto inútil y en peligro de extinción; ya no hay rutinas de belleza, ni blower ni plancha. Entre el “tener que ahorrar para cuando no haya”, como te decía tu abuelo, y “el alto peligro de contagio en el salón de belleza”, empezaste a usar una cola de caballo; después, recurriste al moñito mal hecho, hasta que al final optaste por cortarte drásticamente tu melena, para reducir el asunto a un lavado rápido, un poco de gel y una peinilla. Evitas asomarte al espejo; estás irreconocible. Hasta para las reuniones virtuales ya ni ajuar seleccionas. Simplemente te quedas, como hoy, con la parte de abajo de tu pijama, te tiras por encima cualquier camisa, tomas unos aretes al azar, te pones un poco de polvo y lápiz labial, ese único rastro de resistencia y de elegancia que aún te permites y al que te aferras con nostalgia. Y así estás, en una mañana más de esta pandemia, frente a tu computadora en alerta máxima para la próxima reunión de trabajo, imaginando a tus compañeras en su casa compartiendo -de esa manera remota y a distancia en que ahora se vive todo-la misma tristeza y la misma pesadez que te abate, sintiéndose igual de miserables y de feas que tú y que aquella horrorosa Betty que se ha obstinado con meterse en todos los espejos de todas las mujeres del mundo.

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