LITERATURAS es el suplemento dedicado a la literatura de Détour, y se puede encontrar en su blog: diarios.detour. es. Esta es una recopilación de lo publicado en su primer año, 2012.
Agradecimientos: Cabaret Voltaire, Contra, Errata Naturae, Fundación Luis Seoane, Librería Leo, Libros del Asteroide, Pepitas de Calabaza, Librería Railowsky
Collage en portada: Francisca Pageo
ESPECIES DE ESPACIOS
Sombras | Jordi Revert París | Laia López Manrique La isla misteriosa | Óscar Brox Brian | Rubén León Escapar al cine | Irene Villarejo My Winnipeg, My Winnipeg | Paula Pérez Coule la Seine (canción) | Tera Blanco de Saracho
LITERATURAS (Libros) Óscar Brox, Juan Jiménez García, Laia López Manrique
La mujer sentada | Guillaume Apollinaire (El olivo azul) El salario del miedo | Georges Arnaud (Contraseña) B-17G | Pierre Bergounioux (Alfabia) Una habitación en Holanda | Pierre Bergounioux (Minúscula) El frío | Thomas Bernhard (Anagrama) El trébol de cuatro hojas | André Breton, Lise Deharme, Julien Gracq, Jean Tardieu (Demipage) Si una noche de invierno un viajero | Italo Calvino (Siruela) El pan a secas | Mohamed Chukri (Cabaret Voltaire) Paul Bowles, el recluso de Tánger | Mohamed Chukri (Cabaret Voltaire)
El libro blanco | Jean Cocteau (Cabaret Voltaire) Body Art | Don DeLillo (Seix Barral) Contrapunto | Don DeLillo (Seix Barral) Mao II | Don DeLillo (Seix Barral) Los mendigos | Louis-René des Fôrets (Alfaguara) Los nuestros | Serguéi Dovlátov (Áltera) Los espacios de Marguerite Duras | Marguerite Duras, Michelle Porte (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo) Dos noches | Ennio Flaiano (Errata naturae) Urbana| Fogwill (Mondadori) Antón Chéjov, vida a través de las letras | Natalia Ginzburg (Acantilado) Querido Miguel | Natalia Ginzburg (Acantilado) Jóvenes talentos | Nikolai Grozni (Libros del Asteroide) Sombras de un sueño. Diario de rodaje de Las damas del bois de Boulogne | Paul Guth (Contra) Amor y basura | Ivan Klíma (Acantilado) La huida del caballo hacia lo profundo de la ciudad | Bernard-Marie Koltès (Alfabia) Un granizado de café con nata | Alessandra Lavagnino (Errata naturae) El prisionero del Cáucaso| Vladimir Makanin (Acantilado) Rescate | David Malouf (Libros del Asteroide) Las encantadas | Herman Melville (Berenice) Escenes de batalla i paisatges de guerra | Helman Melville (Brosquil) Mitologías de invierno | Pierre Michon (Alfabia) Barrio perdido | Patrick Modiano (Cabaret Voltaire) Hazard y Fissile | Raymond Queneau (Seix Barral) La infancia de Nivasio Dolcemare | Alberto Savinio (Siruela) Viva voz de vida | Marina Tsviétáieva (Minúscula) Los mutilados | Hermann Ungar (Siruela)
Hace cuarenta años | Maria Van Rysselberghe (Errata naturae) Manual de Saint-Germain-des-Prés | Boris Vian (Gallo Nero) La joven | Anne Wiazemsky (El Aleph) Lecturas interrumpidas. Sobre Alberto Savinio, Zbigniew Herbert y Sándor Marai | Óscar Brox
(Autores) Leonardo Sciascia. La verdad y nuestro compromiso | Óscar Brox Color Sciascia | Juan Jiménez García
(Librerías) Leo (Valencia) | Óscar Brox Railowsky (Valencia) | Juan Jiménez García
ESPECIES DE ESPACIOS
«En resumidas cuentas, los espacios se han multiplicado, fragmentado y diversificado. Los hay de todos los tamaños y especies, para todos los usos y para todas las funciones. Vivir es pasar de un espacio a otro haciendo lo posible para no golpearse.» Especies de espacios, Georges Perec
Sombras | Jordi Revert
Sombras proyectadas sobre el asfalto. Tres sombras que se funden, se deshacen, juegan desordenadas en esa alameda en la que transcurren paseos, voces adultas que no hablan de nada en particular, que no hablan de nada en absoluto. Es el crepúsculo de un día de verano, de un verano cualquiera pero siempre el mismo que da forma a un diluido recuerdo de aquella infancia feliz. Es esa escena a la que siempre vuelvo para evocar esos juegos, para volver a sentir la dulce anarquía que se prolongaba más allá de la puesta de sol, la libertad de correr de un lado a otro bajo la relajada vigía de mis padres. Siempre, repito, vuelvo para recordar esas horas del estío en las que el tiempo simplemente había desaparecido, en las que nunca buscábamos palabras con las que entender nuestras emociones a flor de piel. Pero cada vez que vuelvo allí mi memoria me traiciona, me obliga a encuadrar esa imagen, a racionalizar el recuerdo de esas sombras alargadas y hacerlas prisioneras de una lógica condescendiente que no deseo. Siempre me veo en el siguiente plano, como Jessica Chastain, mirando a esas sombras y aferrándome a la nostalgia para sobrevivir a una tragedia, otra más de la vida adulta. Quisiera soñar ese momento y no recordarlo, quisiera que me asaltara en toda su pureza original, poder experimentar aquella excitación indescriptible que intento recuperar en vano. Pero sólo me queda la nostalgia para hablar con el pasado, siempre
la nostalgia. Y aún así, algo tiene de hermosa su mediación. Con ella, he hecho más mío ese momento que es otro distinto para Terrence Malick. Lo he echado más de menos, pero he comprendido que su belleza también se debe a su fugacidad, al necesario desvanecimiento de su rastro. Por eso, he aprendido a reescribir mis sombras en el asfalto, a no perderlas. Constantemente las rectifico, las hago más grandes o más pequeñas, a veces hay más y a veces menos. Las de amigos que se quedaron y las de otros que se fueron. La sombra de mi hermano corre fielmente detrás de la mía, no me abandona ni cuando interpongo sombras de otros tiempos y lugares. Dentro de mí, esas siluetas se conjuran para jugar cuando escucho a Eleanor Steber narrar esa tarde en Knoxville, Summer of 1915, cuando su voz vibra sobre la música de Samuel Barber y me invaden las melancólicas palabras de James Agee. El ruido del motor de un coche que atraviesa la calle, los despreocupados gritos que llegan desde una piscina, el sabor de un helado de vainilla en el atardecer. En ellas puedo encontrarme de nuevo en ese momento, con todas mis sombras. Knoxville, 1915. Waco, años 50. Una pequeña playa de Valencia, 1992. Yo estuve allí, vuelvo allí de cuando en cuando para reunirme con ellas, juego hasta que se acaba el día. Entonces ellas se van a dormir, y yo aparezco en el contraplano, pletórico de felicidad tras el recreo fantasmal que he vivido. Y me hago una vez más la misma promesa: volveré allí, a aquella imagen o a uno de los muchos trasuntos en los que la recordé. Volveré a aquella tarde de verano en la que ya apenas distingo mi sombra.
París | Laia López Manrique
Un minúsculo apartamento en Le Marais. Un callejón sin salida. Un hombre que grita en un patio interior, amenaza a otro con los ojos torvos. La puerta roja, el cerrojo doble. Insectos entre las baldosas. París. La sombra del París leído, del París torpemente descifrado en
los
libros.
provinciano
a
del
de
Lucien
Del
la
candor
mezquindad
Rubempré
de
Balzac a las voces anónimas de la rue Christine de Apollinaire. De la buena vida de Ernest Hemingway a los malos sueños de Marguerite Duras. De la ironía de Djuna Barnes a la orfandad en los diarios de Alejandra Pizarnik. De los pasajes de Walter Benjamin al espejo desventrado de Antonin Artaud. Rimbaud insolentemente joven, pobre y maldiciente en París. Jules Vallès insolentemente joven, pobre y maldiciente en París. Las correspondencias no establecidas entre ellos. Raymond Radiguet muriéndose en París. Danielle Collobert suicidándose en París. Sade en la Bastille. Las piedras de la Bastille en el puente de la Concorde. La guillotina ausente. Ver ahora en el suelo limpio de la plaza, entre la gente que acude en masa a los bares, los restos de la sangre derramada.
París. Juliette Binoche y sus nudillos cortados contra un muro en Bleu, de Kieslowski. La sensación física del corte en mis nudillos. Anna Galiena en Le mari de la coiffeuse, lanzándose a un río que siempre creí el Sena. El frío intestino del agua verde. El París del Hotel du Nord de Marcel Carné. De las mujeres perdidas de Germaine Dulac. Las galanterías de Le plaisir de Max Ophüls, estacionadas en la misma orilla que la locura de Maupassant. París era una palabra hasta que fue una habitación en Le Marais. Hasta que fue una pequeña mujer rumana en el Quai Voltaire, intentando estafar a los turistas con un anillo de oro falso. Hasta que fue mi cuerpo medio enfermo de resaca, tendido en la cama, o un perro negro que se nos acercó dando saltos, ladrando, mordiendo todo nuestro asombro, las ganas de sumergirnos en la ciudad inmensa, devuelta por los otros, apenas sospechada.
La isla misteriosa | Óscar Brox
La
imagen
podría
pertenecer al género de aventuras o al de terror, pues se inscribe en ese punto intermedio en el que penetrar en un lugar ignoto comporta tanto riesgo como placer. Un barco, una expedición, unos náufragos o unos colonos, divisa la orilla de una isla. La promesa de alcanzar tierra firme, tras un viaje lento y penoso, es la brújula que dirige el colosal esfuerzo -humano, técnico y moral- de la nave. En ocasiones, el desembarco se produce en mitad de la noche. El cuerpo del barco atraca en la arena con toda la violencia de una colisión entre dos mundos. Minutos antes, la torre de vigilancia reconocía un extraño fulgor en la isla, como si aquella tuviese la capacidad de generar una iluminación complementaria a la de la luna. La expedición limpia los granos de arena de sus armas, echadas a perder tras el choque con la playa. Despiertos, con la mirada perdida entre la oscuridad y la densa vegetación que nace al final del puerto de entrada, escuchan los sonidos de la isla: animales, la acción y el efecto del viento, la pulsación interior de un espacio desconocido. Recuerdan por qué arribaron a este lugar -un tesoro, un naufragio, tal vez el destierro-, y reconocen ese gesto casi invisible por el cual el placer de la aventura se transforma en el miedo, cerval y primario, ante lo que no conocemos.
Aquella isla misteriosa es uno de los espacios de mi educación sentimental. Punto de partida o conclusión de un relato, la imagen del barco que avista suelo firme compone un catálogo de referencias que abrazan desde la delicada literatura de Melville a la deliciosa sencillez de la serie B. A veces, en el corazón de esa isla misteriosa habita una jungla indómita, edén o purgatorio para sus exploradores. Para un cineasta como Werner Herzog, la espesura selvática es aquella segunda piel que la sociedad nos obligó, en nuestro proceso civilizatorio, a desprender del cuerpo. Sin embargo, la selva también puede representar la apoteosis de ese mal cuyas raíces permanecen escondidas. El horror cuyo eco nos remonta a través de la corriente; la fragilidad humana que hunde nuestros pasos en el barrizal de hojas e insectos; la convicción de que estamos abandonando todo signo de familiaridad. El terror, sí, encajado entre nuestras costillas, que obstruye nuestras acciones y decisiones con su sobreproducción de miedo. Lo indómito desdibuja nuestras creencias, deforma nuestra idea del buen salvaje, nos pone en contacto con el corazón de esas tinieblas. En el corazón de la isla, las categorías morales son relativas. Por eso hay tantas islas con monstruos como monstruos -saqueadores, bandidos o desheredadosque recalan en su interior. Lo que hace de ese lugar una imagen imborrable es, precisamente, el fruto de esa desobediencia moral: allí, en mitad del terror y la locura, de la violencia y la desesperación, también hay lugar para lo bello. La muerte, la desaparición o, por qué no, la victoria sobre nuestros demonios, siempre vendrá arropada por la naturaleza irreductible del escenario. Esa misma naturaleza que, ante el descenso hacia la locura del héroe o del grupo, responde con el canto sereno de un ave salvaje. Gesto de indescriptible belleza, el canto de ese pájaro conjuga la identidad de toda isla misteriosa: el deseo de aventura y la posibilidad del horror.
Brian | Rubén León
Llevamos
viendo
películas
juntos
más de una década. Nuestra primera cita fue en un cine en el que proyectaban la
inefable
Pearl
Harbour. Anoche vimos una lynchiana cinta francesa llamada L´autre monde. El camino entre estas dos películas es una metáfora de la distancia que separa nuestros gustos, pues, en estos diez años, nunca hemos conseguido ponernos de acuerdo. Hasta ahora. Una tarde de sábado vimos Vestida para matar. Siempre pides películas que, por lo menos, sean entretenidas, aunque no sepa muy bien a qué atenerme contigo: a pesar de que la mitad de los espectadores huyeron de la sala, El año pasado en Marienbad mantuvo tu interés, pero no puedes aguantar enteras esas banales comedias románticas hollywodienses y, a la mitad, les das unos cortes para comprobar que pasa lo mismo de siempre, ves el final y sanseacabó. El thriller es el género en el que establecemos la encrucijada en la que se cruzan nuestros caminos cinéfilos. El suspense no suele ser aburrido. Y en esa confluencia nos encontramos con Vestida para matar. Ninguno había visto una película de Brian De Palma. Ni El precio del poder. Ni siquiera Carrie. Y mucho menos uno de sus thrillers, aunque suelan poblar el late-night televisivo porque se ven muchas tetas y eso atrae a los insomnes como la miel a las moscas. Ninguno supo describir qué era aquel artefacto sin pies ni cabeza, que fusilaba descaradamente a Hitchcock, que
parecía una mera excusa para exhibir a Angie Dickinson en una escena de sexo (en la que, descaradamente, utilizaba una doble de cuerpo) y para que Michael Caine hiciese el ridículo de su vida. Nos pareció grotesca. Comprobamos que se había llevado un montón de Razzies. Normal, dijimos. Pero algún poso dejó, porque después de un tiempo, como un periodo de incubación, decidimos ver otra película de De Palma. Fascinación también era un Hitchcock barato, pero ya no supimos decidir si era ridícula o sublime. Poco después vimos Carrie, una suerte de giallo que, como afirma el director Edgar Wright, es, en realidad, un musical. Entonces ocurrió. Decidimos darnos un atracón de De Palma, al que ya llamábamos cariñosamente Brian. Aprehendimos algo en aquellas películas que no habíamos descubierto en ninguna otra: una voluntad de llegar a todo el mundo y, al mismo tiempo, una libertad para rodar lo que a Brian le viniese en gana, que muchas veces le hacía caer en el ridículo. Pero, una vez que entrabas en el juego, ya no importaba. Así, devoramos todos sus thrillers, Doble cuerpo, Hermanas, Blow Out, obras maestras incomprendidas, incluso los últimos, hasta la maniquea Femme Fatale, hasta la vapuleada Raising Cain (¡ese finalazo!), que se ha convertido en nuestra película de culto personal porque el resto del mundo la desconoce o la detesta. Por supuesto, cambiamos de opinión con respecto a Vestida para matar. También adoramos El fantasma del paraíso, lo más extraño y fascinante de su filmografía, pero no tanto El precio del poder, porque, aunque sea buena, no es para nada una película de Brian, de nuestro Brian. Queremos turbios secretos del pasado, asesinatos, travestismo, agujeros en el guión, desnudos gratuitos, absurdas escenas oníricas y todo lo que le convierte en un genio posmoderno, al que no le avergüenza exhibir sus influencias, un cineasta radicalmente libre que ha conseguido lo imposible: reconciliar nuestras diferencias cinéfilas y darnos un espacio de entendimiento mutuo. Por eso, aunque hayamos tardado diez años en descubrirlo, para nuestros pequeños corazones cinéfilos Brian lo es todo.
Escapar al cine | Irene Villarejo
“El Chorrito” 6404 North Clark Street Chicago, Illinois 60626, EE UU Se dice que Devon Street, en Chicago, es una de las calles más fascinantes de EE UU. Allí se suceden bares universitarios, supermercados latinos, tiendas indias
(muchas),
restaurantes
afganos, una sinagoga, la tienda de ropa del Ejército de Salvación para familias sin recursos, un café georgiano, y muchas otras cosas que no caben en la primera mirada. No es una calle acomodada, pero tampoco se oyen tiroteos por la noche; está en el cruce exacto entre lo desconocido y lo convencional que hace que su exotismo reconforte al visitante. Y no hay queja si es eso lo que una encuentra un jueves cualquiera a las once de la noche, sin haber cenado a una hora en la que la que la mayoría de norteamericanos se dedican a actividades más golfas sean éstas beber, dormir o ver la televisión. En la intersección de Devon con Clark hay un local pequeño, que gracias a un enorme toldo naranja en el que se lee, con historiadas letras amarillas, “El Chorrito”, no pasa desapercibido. No se cansa de anunciar sus
buenos precios, los tacos baratos, los tacos vegetarianos y lengua y burritos y un montón de cosas cuyo nombre no entendí escritas sobre simples folios y en rotring azul. Ni una palabra de inglés. Era típico, claro, pero qué no es típico o tópico en EE UU. Saturados como estamos de cine estadounidense, y saturados como están ellos también de esos referentes cinematográficos (la pregunta sobre qué fue primero, si el estereotipo o la realidad, es más que inquietante en aquel país), es difícil llegar a un sitio y no recordar el gran cine americano, o, más bien, el telefilm de sobremesa. Si digo que la pregunta es inquietante es porque el visitante no tiene claro que esa realidad no haya sido construida a imagen y semejanza del entretenimiento americano, como una producción más de Hollywood. Al cruzar la puerta de “El Chorrito” se ven unas pocas mesas pequeñas, ocupadas por familias hispanas y algunas parejas blancas, mientras la tele conecta Univisión, que retransmite a un volumen muy audible la detención del narcotraficante colombiano conocido como “El Fritanga”. Es difícil describir la sensación de autenticidad, una nada consciente autenticidad. Y es que la imagen que ofrece “El Chorrito”, a pesar de las guadalupes que adornan las paredes, a pesar de las truculentas historias de la televisión (“Dos siameses unidos por la cabeza son separados en una operación”), a pesar de la joven y despierta camarera con el largo pelo apretado en una coleta, su imagen, digo, se escapa del cliché. El garito mexicano de Clark Street no es el lugar donde reeditar los ajustes de cuentas de la Mafia, y tampoco el lugar donde rodar una comedia costumbrista sobre la integración hispana. En la mesa de al lado, un hombre y una mujer blancos, vestidos de ese negro chic que guiña a la Vieja Europa, engullen una sopa y dos burritos. Hablan en voz baja, en un tono pausado que es tan adecuado para comentar una obra de teatro como para tratar los problemas del crío en el colegio; por su edad, podrían ocuparse de cualquiera de las dos cosas. Ese hombre y esa
mujer pertenecen a otra tradición, étnica, social e incluso cinematográfica. De repente, vi la imagen arquetípica: la comedia dramática de relaciones personales, la conversación en el restaurante de barrio, el plano americano de los dos comiendo, uno a cada lado de la pantalla, el plano-contraplano de sus rostros. Y eso tenía sentido, porque lo alternativo a la cultura dominante ya no es lo italiano, sino lo mexicano; la curiosidad ya no se simboliza con un vino italiano, sino con las especias provenientes del otro lado de la frontera. La cuestión, y es por esto que “El Chorrito” sonaba, olía y sabía de manera genuina, como un verdadero mexicano de Devon con Clark, es que los objetos no simbolizaban nada. Yo no oía la conversación de la pareja, la humildad de la comida no realzaba la insaciable búsqueda sentimental de los personajes. Dejé de mirarles. El restaurante, tan pequeño y lleno, de paredes blancas y carteles coloridos, tan alegre y tan poco bullicioso, tan recogido en sí mismo, era y es el centro de mi atención, o así lo quiero contar: es el único modo de respetar la inocencia del lugar.
My Winnipeg, My Winnipeg | Paula Pérez
Cuando nos dijeron que teníamos que cambiarnos de habitación no queríamos hacerlo. Es cierto que la anterior tenía una moqueta verde y vieja llena de ácaros, dos camas pequeñas imposibles de juntar dada la
estructura
del
viejo
castillo reformado en el que pasamos mes y medio. Arañas y, sobre todo, esa habitación estaba rodeada por las otras camas de los niños, que incluso en nuestros días libres nos despertaban a las 7 de la mañana. Así que no entiendo por qué razón no nos entusiasmamos cuando nos informaron de que nos teníamos que trasladar al primer piso, donde solo estaríamos nosotras y la sala de enfermería frecuentada de vez en cuando por niños en carne viva, que arrastraban sus codos o sus rodillas con la piel a jirones mientras dejaban algún que otro rastro por las paredes, víctimas de un resbalón sobre la gravilla mientras jugaban un partido. Intentamos hacer nuestro ese espacio compartido con los niños que sangran, cuyas visitas eran imprevistas. Intenté hacerlo mi winnipeg, un refugio donde escapar al calor sofocante y a los gritos ensordecedores, inundado por la nieve que sería capaz de sellar ese hueco donde debería haber una puerta velando por nuestra privacidad. Curando las grietas del viejo castillo, que dividían las
interminables paredes como un relámpago sobre el agua, hogar de telarañas y grava que cae a cada golpe que sufre. Quise realmente llamar a Guy Maddin y decirle ven y arregla este espacio, haz que el suelo sea blanco y frío, que sea un campo de nieve donde crezcan las cabezas de los caballos congelados y que cuando el hielo de sus ojos se derrita parezca que están llorando, y poder subirme a la cama como si fuera una balsa o un bote salvavidas que me llevara a cualquier otra parte salvo esta. Ven y haz que la nieve entre, asesina al calor a sangre fría. Pero Guy Maddin nunca vino. Una mañana estaba encargada del desayuno y ella podía quedarse en la cama durmiendo, así que puse en una bandeja dos trozos de pan untados en mantequilla y una taza hasta arriba de café negro y sin azúcar y se los subí a la habitación, esperando encontrármela entredormida en la cama. Cuando llegué la habitación estaba vacía, las sábanas desordenadas, la camiseta que usaba para dormir en el suelo y el ordenador abierto en el suelo, sonaba Mazzy Star con su voz de terciopelo y toda esa dulzura que uno solo es capaz de soportar por las mañanas o en los días más melancólicos. A lo lejos oí el ruido del agua de la ducha y supe que había llegado tarde. Dejé la bandeja con el desayuno sobre la cama y salí de la habitación, dándome cuenta de que por fin ese espacio era un poco más nuestro, de que nunca había sido tan ella como en ese preciso instante en el que solo estaba habitado por su ausencia. Lo estudié una vez en la escuela de cine: la aprehensión espacial. Primero llega el espacio, con toda su magnitud y su peso, y después llega todo aquello que habita en él, mimetizándose, robando las características de este espacio. Después de haber vivido y aprendido ese vacío, fui capaz de sentirlo. Lo aprehendí tarde, pues aquella era, al fin y al cabo, una habitación que habitaba en la estación equivocada.
Coule la Seine (canción) | Tera Blanco de Saracho
Un día hice las maletas me fui a París y lo que vi allí no fue París. En el Louvre no vi a la Mona Lisa, vi el azul de tu camisa. En Montmartre no vi el Sacre Coeur, ton coeur, ton coeur lo vi. En la biblioteca el Pompidou les hablé de ti a Sartre y a Camus. En Buttes-Chaumont no vi al aviador de la peli de Rohmer. Te vi a ti a ti a ti...
que leías filosofía en las lavanderías y empujabas tu bicicleta por la periferia de París. Y la luz de la torre Eiffel no te alcanzaba. Decías que las calles eran nuestra casa. Y algunas mañanas en Saint-Lazare cogimos trenes que acababan en el mar. Y por el Canal Saint-Martin corría el agua sin parar… Y la luz de la torre Eiffel no te alcanzaba. Decías que las calles eran nuestra casa.
LITERATURAS (Libros)
La mujer sentada | Guillaume Apollinaire (El olivo azul) Juan Jiménez García
Guillaume Apollinaire muere en 1918. Durante su entierro, la gente grita feliz por las calles porque otro Guillermo, Guillermo II, acaba de abdicar, y así terminaba la Primera Guerra Mundial, aquella sobre la que el poeta escribió desde sus trincheras, bajo el cielo estrellado por los obuses. Su cortejo fúnebre, discretamente seguido, avanzaba entre la alegría general. La mujer sentada apareció, póstuma, en 1920. En ella se entrecruzaban (muy claramente), dos obras, dos historias, unidas por su protagonista, Elvire (nombre tras el que se escondía a la pintora Irene Lagut, durante un tiempo amante de Picasso, que también aparece en el libro como Pablo Canouris). Por un lado, una peculiar historia de y sobre los mormones, sobre sus costumbres, fundamentos y primeras andanzas, y por otro, una evocación del Montparnasse a través de los artistas que lo habitaban, ocultos tras los más diversos nombres (así nos encontraremos desde Blaise Cendrars a Max Jacob, pasando por el propio Apollinaire).
El libro, inacabado pero supuestamente muy próximo a las intenciones del autor, se convierte pues en algo un tanto especial, aún dentro de la obra de Apollinaire, que no solo fue poeta, sino que frecuentó todos los géneros, desde la narrativa al teatro, pasando por el ensayo, y si por algo destaca (además de su reconstrucción del aire de su tiempo), es porque después de todo, la poesía fluye por sus páginas, se encuentra por cualquier rincón, brota de los sitios más inesperados… Puedo afirmar que Apollinaire fue el poeta más grande que dio el Siglo XX. Para quien esto escribe, el poeta más grande, simplemente. Seguramente este libro no estará entre lo mejor de su abundante obra, pero en él aún encontraremos momentos como “la linda pelirroja de ojos color de avellana cuyo aspecto evocaba tan bien al de una gota de sangre sobre una espada.” No es poco.
El salario del miedo | Georges Arnaud (Contraseña) Óscar Brox
Los
escritores
franceses
criados
en
tiempos de guerra parecen estar tocados por la turbulencia moral y su inclinación a retratar el mal y el miedo más cerval. A diferencia de otros coetáneos, Henri Girard no fue colaboracionista ni criminal, pero sí bohemio y amante de los pequeños placeres de la vida. Y, sin embargo, acabó prisionero en varias cárceles, junto a los frutos de una sociedad podrida desde su misma raíz, acusado de unos homicidios de los que nadie supo aclarar si fue su autor. El único asesinato en la vida de Henri Girard fue el de su propia identidad, que rechazó violentamente al salir de la cárcel. Así, parapetado tras el nombre de Georges Arnaud, inició un viaje hacia el fin del mundo que le llevó hasta América del Sur, donde se mezclaría con el clima de delincuencia e inmoralidad de los emigrados, exiliados o rechazados por la sociedad europea. El salario del miedo es, hasta cierto punto, un relato que disfraza de ficción el derrumbe moral y la agonía que el propio Arnaud vivió en su descenso al infierno. El transporte de una carga maldita reúne a cuatro hombres desesperados, mal nacidos al borde de la histeria, que no saben cómo huir de
una realidad que les corroe las entrañas. El miedo, en sus diversas vertientes, deforma cada línea de diálogo, la posee y la desmonta, como si ese convoy de camiones no tuviese otro destino que la muerte. En un decorado de rocas, alquitrán, nitroglicerina, putas, desalmados y desgraciados, El salario del miedo radiografía las pasiones más bajas del ser humano con la precisión de un bisturí y la falta de piedad de un cáncer en estado de metástasis. Arnaud, que como sus desdichados antihéroes también fue camionero, muestra esa lenta travesía como si se tratase de la barca de Caronte que guía a las almas perdidas hacia su final.
B-17G | Pierre Bergounioux (Alfabia) Óscar Brox
“Volar, dominar el mundo lo mismo que a los dioses, es en 1944 una de las experiencias
cuyo
regusto
habrá
de
quedar para siempre” B-17G es la historia de un gesto, de una mirada que abarca el tiempo de calma entre un rayo y su sonido. A través de la imagen de una vieja grabación tomada desde la cubierta de un caza alemán, Pierre Bergounioux emprende una búsqueda en dirección al horror más primitivo. Nos cuenta el relato de esos jóvenes que, en su ignorancia, son alistados en el ejército para combatir en la guerra contra el enemigo alemán. Nos cuenta cómo, supongamos Smith, un joven artillero, realiza un viaje hacia las tripas del mal absoluto; hacia ese horror que vomita fósforo sobre las praderas francesas y reduce la flota aliada de bombarderos a antorchas humanas que, segundos antes de su colisión contra el asfalto, se consumen en el recuerdo de aquello que fueron. Un horror para el que no hay palabras, que alienta a escritores como Faulkner y Hemingway a inventar fantásticas epopeyas, pero que empezamos a intuir desde la mirada aterrorizada de un adolescente
enviado a la muerte. Un horror que parte en dos la condición humana, como una brecha en la Historia de la que nunca conseguiremos recuperarnos. Un descenso al mal, a ese último momento antes de que el obús destroce la carlinga del bombardero, de que los cuerpos jóvenes mueran aplastados entre metal y fuego, en el que la ambición olímpica de asaltar los cielos revela la naturaleza del mal: la falta de comprensión de lo que en 1944 era una novedad y aún hoy nos cuesta encontrar palabras para definir. El horror.
Una habitación en Holanda | Pierre Bergounioux (Minúscula) Óscar Brox
Leer a Pierre Bergounioux implica advertir la naturaleza híbrida de su escritura. A través de sus relatos breves, tanto ensayo como ficción y crítica literaria forman un mismo cuerpo narrativo. Así en B-57G, donde el repaso histórico del viaje hacia la muerte de los primeros pilotos de guerra del ejército americano deviene una elegía a las formas literarias de Melville o Faulkner. Una habitación en Holanda también es, a su manera, una suerte de elegía: seguimos a René Descartes en su travesía europea en busca del cogito, una de las larvas que alumbrarán la Modernidad, mientras el paisaje de la Edad Media entra en su ocaso. Bergounioux pule cada descripción con la misma delicadeza con que Baruch Spinoza -otra de esas voces de la Historia de las ideas que el escritor francés convoca en sus páginas- pulía sus lentes. La Modernidad, aquel paradigma cultural destinado a morir en sus ideales ilustrados, adquiere en palabras de Bergounioux el carácter de duda. Viajamos junto a Descartes, atravesamos países, cortes y mecenazgos culturales, sin introducirnos en ninguno de esos microcosmos. Cada paso de René es tan profundo y fatigoso como nuestra pisada en una capa de nieve,
como si fuésemos incapaces de liberar nuestras piernas de una enredadera que nos impide avanzar. Europa aún conserva su aliento fúnebre -el mismo que obligará a Galileo a retractarse de sus ideas para evitar seguir el camino de Giordano Bruno-, gélido y debilitado; un aire que apenas ilumina tenuemente el camino hacia el asentamiento de la Razón. La frágil salud de Descartes, que terminará con su vida al poco de instalarse en Suecia, acompaña cada nuevo hallazgo recordándonos la inestabilidad de un momento histórico incierto. De esta manera, Bergounioux representa un mundo hipotecado por sus numerosas necesidades, por su irremisible tendencia al cambio, que sustituye el hedonismo intelectual de Italia -lugar de paso para el pensamiento premoderno- por el espartano decorado de una estufa y una habitación. Como Kant, Descartes hará de su habitación su particular campo de Marte en el que cultivar las semillas del futuro. Como Descartes, Bergounioux encuentra en esa búsqueda intelectual el motivo para resucitar los fantasmas de una búsqueda sin término: los fundamentos que nos llevaron a construir las bases del hombre moderno. La genealogía de una idea; la fugacidad de un estadio intermedio entre el pasado y el futuro; la belleza de aquel tiempo en que todavía había lugar para las pequeñas cosas, aquellas que florecían en el taller de un pulidor de lentes o junto al fuego de una estufa.
El frío | Thomas Bernhard (Anagrama) Óscar Brox
Cuarto
peldaño
autobiográfico, El
de frío
su expone
relato con
precisión glacial algunos de los aspectos que acompañarían a Thomas Bernhard durante su vida: la enfermedad, la vida y la naturaleza humana. ¿Cómo describir el intenso efecto que provoca su personal escritura para capturar (y retener) nuestra atención? Cada vez que nos sumergimos en una de sus narraciones, la organización de los párrafos -continua y discontinua, torrencial y minuciosa- nos arrastra hacia un estado mental que no podremos abandonar. En El frío, ese estado mental se compone de enfermedad y vida, pues comprende el tiempo que Bernhard pasó en Grafenhof, un sanatorio para tuberculosos. Allí, Bernhard observa ininterrumpidamente -otra forma de definir su estilo/pensamiento; sin interrupción- cada detalle de la vida: el hedor de los cuerpos podridos de los enfermos en fase terminal; el ruido de los esputos que cada paciente deposita en sus botellas; el neumo peritoneo que le practican para inyectar y distribuir aire a través de su cuerpo. Cada descripción afila el sentimiento de esa vida que escapa, sometida por alguna jerarquía -social, quirúrgica o médica- que
condiciona nuestra percepción de lo que significa vivir. El adolescente Thomas evoca la agonía de su madre, cómo cada nueva visita al hogar familiar puede ser la última, antes de que el vacío materno inflija una herida abierta a lo que entendemos por soledad. Y, sin embargo, ante la pérdida, Bernhard elige la vida, la voluntad de vivir y continuar respirando. Cada vez que nos perdemos entre las páginas de El frío, algo en su discurso se arremolina sobre nuestros ojos: la tristeza infinita de una época de penurias humanas, que Bernhard relata con la paciencia de un contable, contrasta con el pálido fuego que desprenden sus palabras. La vida que tiene lugar sobre la cama del sanatorio, a través de la enfermedad y sus avatares -las intervenciones y laceraciones, que desdibujan el sentido de vivir por uno mismo-, deja su lugar al deseo de otra vida, al que tenemos acceso cada vez que decidimos por nosotros mismos. De repente, la precisión glacial de su prosa, que no ha dejado de discutir cómo las condiciones difíciles afectan al campo semántico de la vida, desprende ese fuego interior que combate el dolor y la soledad, las limitaciones y la miseria humana. Todos esos conceptos nunca nos abandonan, pero poder enfrentarnos a ellos es quizá el principal signo de vida; el fuego íntimo que combate la glaciación emocional.
El trébol de cuatro hojas | André Breton, Lise Deharme, Julien Gracq, Jean Tardieu (Demipage) Juan Jiménez García
Bajo el Trébol de cuatro hojas, se esconden
cuatro
textos
de
André
Breton, Lise Deharme, Julien Gracq y Jean Tardieu. La relación que les une es simplemente la del surrealismo, aunque allá por los años cincuenta, cuando los escribieron, el movimiento ya hubiera pasado por todo lo que tenía que pasar y Breton declarado cadáver en más de una ocasión. Sin embargo, ese puente entre realidad y sueño que aquel movimiento había trazado seguía vigente en la medida en que lo sigue hoy en día y lo seguirá mientras durmamos. La disparidad de las propuestas, aun con todo, es notable. Breton adopta un tono instructivo en primera persona (como lo hizo todo), acerca de la ensoñación y en una forma entre la reflexión y lo teatral, sobre su relación con Titania y Garo. Lejos queda Nadja, aunque en su rigidez no deje de tener momentos interesantes. Lisa Deharme, por su parte, coloca a su escritura a la deriva automática, tan querida por los surrealistas, y escribe un texto de una abrumadora belleza, alrededor de su cuarto, contenedor de objetos
maravillosos que acostumbraba a recoger, en un relato lleno de imágenes que crecen de las palabras y en el que todo está a un mismo nivel, los vivos y los muertos, el más allá y el acá, lo que fue y lo que es, lo soñado y lo vivido. Julien Gracq adopta el formato del diálogo, de la entrevista, para en Los ojos abiertos volver sobre la ensoñación, con una carga poética, pese a todo, mucho mayor que la de Breton, dotando a sus reflexiones de su habilidad descriptiva, que es inmensa, inagotable (ver su obra, en especial, su libro de viajes, A lo largo del camino). Y Jean Tardieu, en el que seguramente es la hoja más débil (y breve) de este trébol, se entrega, como Deharme, a la escritura automática, pero con mucha menos fortuna que ella, recorriendo lugares que habitó alguna vez en sus sueños…
Si una noche de invierno un viajero | Italo Calvino (Siruela) Óscar Brox
Entre escritores como Perec, Queneau e Italo Calvino siempre ha existido un gusto por el reto literario. Cada texto, marcado por algún tipo de limitación, enmascaraba bajo su prosa traviesa fórmulas
matemáticas,
estructuras
y
ritmos -escribir/expresar cada idea con la misma fluidez y velocidad que la frecuencia de cruce de un semáforo-, y un continuo desafío para la comprensión lectora. Sin embargo, el resultado conseguía hibridar lo poético (o lo humano) con lo técnico. Así, el hiperdetallismo de Perec a la hora de describir a través de sus objetos las entrañas de un matrimonio pequeñoburgués no eclipsaba su profunda ternura hacia esos personajes. Con Italo Calvino sucede algo parecido: mientras el lector observa cómo se despliega su ejercicio de estilo a propósito de la posmodernidad literaria -donde autor, lector, discurso y desarrollo se entremezclan y disuelven de tal forma que la novela muta su identidad en cada nuevo tramo-, se deja llevar por los caminos sinuosos de su escritura. Un posible relato criminal se interrumpe ante un error de imprenta, su lector busca otra copia del mismo libro y, en cambio, encuentra que la historia que
le prometieron -a la que ya había acostumbrado su curiosidad lectora- ha desaparecido. El crimen, como la letra e de Perec, ha desaparecido y en su lugar no hay más que otro relato. Cada cuento, en el fondo, es la semilla de su continuación, la travesía de ese lector ansioso que descubre el amor efímero, las lenguas muertas de una vieja provincia europea de un viejo país muerto, o la conspiración que una red de falsificadores ha urdido en torno al ejercicio mismo de escribir. Cada relato muere antes de culminar su clímax, mientras advierte la necesidad de todo lector de encontrar, entre las palabras de un texto, una tabla a la que agarrarse. Tal vez por eso, Calvino debería ser precursor de aquellos hipertextos juveniles de Elige tu propia aventura, pues su obra testimonia con que cada palabra que escribimos prende en un nuevo relato, un nuevo camino, un discurso diferente y nuestro reto, como lectores, de conseguir penetrar en el núcleo de su narración.
El pan a secas | Mohamed Chukri (Cabaret Voltaire) Juan Jiménez García
Contad, hombres, vuestra historia, tituló a uno de sus libros Alberto Savinio. Sí, pero ¿qué historia? ¿Qué historia entre todas las historias posibles? Mohamed Chukri contó en El pan a secas la suya, y fue una historia del hambre, no porque la pasara siempre, sino porque ese hambre, como el frío, se le metió en los huesos desde pequeño y no le volvió a abandonar. Su familia deja el Rif para marchar a Tánger, en una época “de sequía y de guerra”. Su padre, un tipo alcoholizado y violento que reprocha su suerte a todo lo que le rodea, su madre, su hermano enfermizo y él mismo, empiezan (continúan) un viaje a través de la miseria, atravesando lo más bajo de la existencia. Ya en las primeras páginas asistimos a la muerte del hermano a manos del padre, estrangulado. La escena no puede ser más prosaica, el entierro más vacío. La tumba quedará sin nombre y la vida seguirá. Chukri irá a regarla, robará las flores de los vecinos. Eso será también su primer libro: escribir para que su historia no quede sepultada por el tiempo, en un rincón anónimo, entre tantas otras. Escribir para que la vida no sea como esa tumba,
para que su hermano tenga un lugar donde estar eternamente. De Tánger marcharán a Tetuán. En realidad, el lugar no importa. El hambre y la muerte van con ellos. El padre no cambiará: acabará en la cárcel un tiempo por problemas con los españoles, vendrán otros hermanos, morirá alguno, quedará algún otro. Chukri busca por las basuras, roba en los huertos de los demás, trabaja de criado, de camarero, de cualquier cosa. Poco a poco, el mundo se va construyendo alrededor de él. La vida siempre estará en otra parte, como las mujeres, a las que empieza a observar y desear. En su escritura, las cosas no tienen el mismo peso: la muerte del hermano, en su importancia, ocupará mucho menos que su deseo, sin que esto responda a un verdadero orden. Él cuenta. Al leerle, nos sentimos más cerca del instante en que la oralidad dejó paso a la escritura, se convirtió en ella. Chukri era analfabeto (cuando se tiene hambre, solo se puede ser eso: alguien con hambre). La novela terminará precisamente con su decisión de marcharse a estudiar, a aprender a escribir. Tenía veintiún años. Chukri cuenta en español El pan a secas a Paul Bowles, que lo transcribirá pasándolo al inglés. El libro no se editará en árabe hasta mucho después, revisado por el escritor (y esa es la edición que nos trae, maravillosamente, Cabaret Voltaire). Así, la escritura se despoja de lo superfluo, de los adornos. Como el pan, se queda desnuda, sin más, abandonada a su suerte. La familia va dejando lugar a los encuentros fortuitos. Convertido en un crío de la calle, uno más de esos vagabundos hambrientos dedicados a cualquier cosa que les permita llevarse algo a la boca, el callejeo, el sexo (fundamentalmente las putas), irá ocupando un lugar en su historia. Incluso la Historia, esa que se escribe con hache mayúscula, encontrará sitio, con una matanza organizada por los españoles para minar el poder francés en la región. Todo se va confundiendo. Todo, en realidad, está al mismo nivel: ganar dinero prostituyéndose, comer pescado cogido del suelo o comida de la basura,
trabajar para contrabandistas (a eso dedica buena parte del libro, su segunda mitad), las calidades de los distintos burdeles y prostitutas, el padre (al que odia más que ninguna otra cosa en el mundo), la madre (como refugio), la ciudad (Tánger, fundamentalmente), el miedo, trabajar de sirviente para una familia francesa, fumar kif… La vida es eso. Vivir es eso. Tánger, para él, no puede ser la ciudad cosmopolita y abierta al mundo, aquel lugar de encuentro para escapados de todos los rincones de la tierra. El hambre, de nuevo, no produce imágenes idílicas y rara vez convive en armonía con aquellas cosas. La ciudad que muestra el escritor marroquí es un lugar amenazador en el que atravesar una calle de noche puede ser mortal, como los encuentros fortuitos. Chukri nunca pudo liberarse de su libro (¿cómo liberarse de aquellos años de su vida?, por otra parte). La vida seguiría y también sus memorias. Llegó Tiempo de errores y Rostros. Persistencia de los malos tiempos, de los peores recuerdos. Cuando yo era solo un crío, un pajarillo entró por la ventana. Mi abuelo lo cogió y lo mató golpeándolo contra le mesa. Con la cara desencajada, le pregunté por qué lo había hecho. Dijo que aquellos pajarillos se comían las cosechas. Mi abuelo hacía muchos años que ya no tenía ninguna cosecha que cuidar, ninguna huerta que vigilar. Con aquel gesto, solo mataba su pasado, y en aquel triste animal, a todos aquellos otros que se habían escapado y aquello que él había pasado, que era mucho. Leyendo El pan a secas, lo he recordado. Contad, hombres, vuestra hambre.
Paul Bowles, el recluso de Tánger | Mohamed Chukri (Cabaret Voltaire) Juan Jiménez García
Hace
unas
semanas,
entre
mis
deseos estaba Paul Bowles, el recluso de Tánger. Como a veces nuestros deseos se hacen realidad, ya he podido leerlo. Entonces: entonces, volvamos sobre él. Decía, en su momento, que el libro trataba la conflictiva relación de Chukri con Bowles. Bien, más que la conflictiva relación, los conflictivos pensamientos que el escritor marroquí se había formado con respecto al americano. O los americanos, porque realmente a través de Bowles y los que le rodearon, no deja de ser un viaje al Tánger soñado (que no real), por el que pasaron tantos, y en el que cada uno tenía algo que decir (y Chukri que escuchar). Especial es el espacio que le dedica a Jane Bowles, a la que no llegó a conocer, y que se convierte en una reconstrucción de su vida y obra, para ofrecernos el retrato de un ser único, fracasado pero feliz (a ratos), una persona superada por su incapacidad para escribir como quería escribir, y que mantuvo con su marido una relación que solo podía ser muy especial desde el momento que ella era lesbiana y él no tuvo nunca demasiado interés por el sexo (realmente, ninguno), lo cual no
evito que se necesitaran de algún modo y que Bowles dejara de escribir tras su muerte. Con todo, a Chukri lo que le molesta realmente es ese Tánger sin marroquís o como actores secundarios de otra historia, que discurría de espaldas a ellos. Eso y que el escritor americano se quedará con la mitad de sus derechos de autor, en contratos no muy claros con editores menos claros aún. A falta de acercarme a otros libros del escritor, hay algo que realmente asombra al leerle: su escritura. Quizás debido a la influencia de las narraciones orales (fuente que pareció sustentar buena parte de la literatura marroquí), Chukri cuenta con un orden interno propio, cercano a la deriva, en el que ni tan siquiera importa pasar varias veces por un mismo sitio, volver a contar lo mismo, con las mismas palabras unas hojas más allá, así como su pensamiento, sus reflexiones, a las que vuelve una y otra vez, al hilo de fragmentos de la obra y las palabras de otros, o de sus propias experiencias. Esa oralidad aplicada a una (después de todo) biografía, le confiere una textura excepcional, de cuento oriental (es fácil de decirlo) o de un encuentro con su autor en los cafés de Tánger. Testimonio corregido de una época que duró lo que duró (y que posiblemente ni existió), entre el desencanto y el recuerdo amable, Paul Bowles, el recluso de Tánger, no deja de ser un libro necesario para quienes quieran conocer algo más de aquellos escritores y aquellos tiempos o, simplemente, para los que aún queremos creer que en algún lugar existió un paraíso perdido.
El libro blanco | Jean Cocteau (Cabaret Voltaire) Juan Jiménez García
Publicado en un precioso volumen por Cabaret Voltaire (editorial a reivindicar por sus ediciones que son un puro lujo como objeto material, táctil), El libro blanco de Jean Cocteau siempre vivió rodeado de la polémica, ampliamente investigada (y de la que da cuenta en un preciso ensayo que cierra el libro, su traductora, Montserrat Morales), de si era o no un texto autobiográfico sobre los amores del escritor francés. Aparecido sin nombre (al parecer para no ofender a la madre), la breve novelita es un intenso recorrido por las relaciones sexuales y de amistad (que venían a ser lo mismo) que atravesaron sus primeros años y sus primeras estancias, desde la visión gloriosa de un mozo de cuadra o un gitano, a su relación con chulos, putas (todos a la vez), marineros tatuados muy fassbinderianos (era fácil decirlo, luego lo digo), compañeros del instituto idealizados, en fin, la vida, la vida según Cocteau, rica en sexo, excesos y muerte, también muerte, la muerte, una presencia tan poderosa como las otras dos, tal vez más.
Cocteau siempre escribió como pareció vivir: rápido (el libro se escribió en un mes), en una urgencia en la que los acontecimientos fluyen, se detienen ligeramente, siguen fluyendo, se nos escapan para encontrarlos de nuevo o nunca más. Su prosa es tan libre (y a la vez tan esclava de sí misma) como parecía serlo él. Escribir como vivir. Vivir como escribir. La edición se acompaña con las ilustraciones, bellísimas, brillantes, que realizó para este libro anónimo, si es que alguna vez hubo un libro menos anónimo que este. Si alguien no entiende la diferencia entre un libro electrónico y un libro que no lo es, por favor, que coja este en sus manos.
Body Art | Don DeLillo (Seix Barral) Óscar Brox
En comparación a algunas de sus obras fundamentales -Submundo o Mao II, por ejemplo-, Body Art es un pequeño aguafuerte que gira sobre los temas recurrentes de la obra de Don DeLillo: la convivencia entre el arte y el sujeto, el sentimiento cada vez más efímero de pertenencia a un lugar y a un tiempo, o la inscripción (la memoria) que depositan ese lugar y tiempo en nuestro interior. En su relato, DeLillo pone a prueba los límites de un cuerpo: el de una performer, cuyo marido se ha quitado la vida, que inicia un proceso de auto-extrañamiento. Como un fantasma, Lauren empieza a distanciarse de un cuerpo, de una memoria con los que no sabe cómo negociar porque no dejan de recordarle la muerte de Rey, su marido. En uno de sus mejores relatos, Ingeborg Bachmann narraba la tranquila extinción de un romance a partir de la alienación que la combinación de idiomas -italiano, alemán, inglés- producía sobre la pareja, sobre su mundo, un caos de lenguas en el que se perdía la comunicación. En Body Art, DeLillo nos recuerda de qué manera el lenguaje, las palabras, imbrican una serie de relaciones cuyo
vector acaba siendo nuestro propio cuerpo. Así, la aparente incomunicación que empieza a palpar su protagonista se despliega como un virus que devora su identidad, sus rasgos más reconocibles -esa piel exfoliada que cambia hacia un color neutro; la voz que deja de sonar familiar para dispersarse en otras voces-, aquellas palabras que pronunció cuyo eco devuelve un amasijo de expresiones inconsistentes. Body Art podría haberse titulado ¿hasta dónde puede un cuerpo?, ya que la performance final de su protagonista, un desafío físico en el que transforma sus rasgos en los de una anciana o un hombre afásico, muestran ese límite quebrado en el que una identidad se descompone hasta borrar aquellos signos de lo que una vez fue. El lenguaje, inarticulado y traumatizado, revela la huella del terror inherente a la condición humana: cuando no somos capaces de aceptar la herida del trauma, nos abandonamos a un descenso en el que no podemos continuar siendo nosotros mismos. El cuerpo, las palabras y el mundo alrededor dejan de existir. La vida, exhausta, también. El arte permanece como ese poso misterioso, secreto y casi indescifrable, que dejamos tras desaparecer; un punto de encuentro para rastrear nuestras huellas.
Contrapunto | Don DeLillo (Seix Barral) Óscar Brox
En su presentación a esta obra breve, Ramón Buenaventura señala una de las virtudes cardinales de la prosa de DeLillo: la sensación de movimiento, de espacio y recorrido, que imprime en sus palabras y descripciones. En Contrapunto, el autor ensaya una concordancia entre varias voces contrapuestas: el hombre y la creación, la distancia y la pregnancia de lo creado, el yo y los otros. Cada par de conceptos se solapa en una narración que es, ante todo, precisa. La primera imagen que dejan caer las palabras nos sitúa en un lejano paisaje glacial -el de la leyenda de Atanarjuat- en el que una figura solitaria comparte ese lugar aislado junto a una jauría de perros que aúllan. Más adelante, serán Glenn Gould, Thomas Bernhard o Thelonius Monk quienes, desde sus respectivos paisajes glaciales (un pequeño estudio, la vieja máquina de escribir o una sala de conciertos mal iluminada), aúllen sus propias soledades. Enfermos, psicológicamente frágiles, erráticos y, sin embargo, genios. DeLillo se esmera en describir delicadamente el fulgor -único y excluyente- que emana de cada uno de sus personajes. Desea hallar ese punto de encuentro, en el arte o en el
proceso de una ficción literaria sobre unos hechos reales, que nos comunique con el interior, el mundo, la profunda raíz que descansa en Gould, Bernhard o Monk. Desea, en fin, desencriptar ese monólogo de Gould mientras toca Las variaciones Goldberg, el rayo intenso que atraviesa la prosa extenuante de Bernhard, o el ritmo secreto que marcan los dedos de Monk sobre un piano que no emite sonido. Contrapunto no es, ni mucho menos, una obra menor; al contrario, la brevedad de su narración supone el prefacio de una de las búsquedas más nobles del oficio de escritor: el medio que une, como si se tratase de un vaso comunicante, el arte y lo humano. El final, como en su inicio, tiene lugar en otra clase de paisaje glacial: el espacio. Allí, dos naves, las Voyager I y II, se adentran en el espacio profundo. Uno de los contenidos que acompaña al viaje es una grabación de las variaciones. Quizá ese lugar ignoto, cuyos límites seguimos explorando, denota esa búsqueda elemental que todos, en algún momento de nuestras vidas, emprendemos cuando nos preguntamos por la belleza de las cosas.
Mao II | Don DeLillo (Seix Barral) Óscar Brox
Entre los diferentes rostros de sus serigrafías, Andy Warhol dedicó una de las piezas de su colección al líder chino Mao Tse-Tung. Sin embargo, la superficialidad del
arte pop,
tan
predispuesto
a
explotar la fascinación por los iconos contemporáneos,
tiene
una
lectura
diferente en la novela de Don DeLillo. Aquí es el rostro de Bill Gray, novelista perdido, el que aparece retratado por una fotógrafa sueca. Los surcos, hendiduras y señales de su cara adquieren, foto a foto, una profundidad cada vez mayor, como si la precisión de cada retrato nos sumergiese un poco más en el microcosmos de Bill. A veces pienso que la virtud de DeLillo consiste en la precisión, en su manera de profundizar una y otra vez en ese punto intermedio que une al creador y lo creado, al lector y a la obra de arte. En este caso, Mao II es una inmensa reflexión sobre el poder: de una imagen, de un texto o de un rostro. La obra de Bill Gray, obsesiva e inacabada, gravita sobre las vidas de sus protagonistas, individuos extraviados de su entorno. Tan intensa como la extenuante prosa de un Bernhard, la existencia hermética de Bill y sus
impresiones sobre la escritura revelan un terror latente en las raíces de la sociedad que, paulatinamente, encontrará su lugar y su cuerpo. La narrativa, nos dice DeLillo, interpreta/comprende ese terror casi invisible que acabará con las estructuras sociales, económicas y morales apenas una década más tarde, nada más nacer el Siglo XXI. Hay una extraña intimidad entre el terror y el escritor, su perfecto oráculo. Y Mao II, como si se tratase de una pintura pop, profundiza en el poder de ese icono retratado, en su agotada existencia y las visiones de horror que, desde los márgenes, parece advertir. El de DeLillo es, así, un informe desde el ojo del huracán del malestar contemporáneo que a principios de los ’90 era una larva en medio del éxito efímero. Un prólogo para entender el horror.
Los mendigos | Louis-René des Fôrets (Alfaguara) Óscar Brox
Uno de los puntos de encuentro entre los más destacados representantes de la literatura francesa contemporánea radica en la obsesiva precisión a la hora de relatar el atasco que precipita la desaparición de una comunidad y sus costumbres. Con un ojo puesto en la obra poética de François Villon, Pascal Quignard hacía de Las nieves de antaño el canto fúnebre de esas pequeñas sociedades rurales de entreguerras atrapadas entre una tradición moribunda y un presente marcado por la ocupación extranjera; sociedades carentes de herramientas para definir una identidad cultural propia, ahogadas en el éxtasis de sus recuerdos. Louis-René des Fôrets, escritor secreto, concluye Los mendigos, su primera y última novela, en 1943, a caballo entre la guerra y la resistencia. En ella, des Fôrets describe con una intensidad abrasiva, como si se tratase de un ensayo sobre las bajas pasiones, el relato de dos grupos de contrabandistas: el de los adultos y el de los niños. En apenas dos movimientos, que comprenden un accidente en el grupo de los niños y una delación entre el grupo de los adultos, des Fôrets despliega
un mosaico de personajes, miradas, reflexiones y deseos que, uno tras otro, elaboran pacientemente el clima de brutalidad que define a la condición humana de ese determinado momento de la Historia. Por momentos, la prosa exigente de su autor parece arremolinarse en torno al carácter indómito de Sani, el líder de la banda infantil, de la violencia con que rechaza subordinarse a quien no es más fuerte que él; en otros, perseguimos la sombra del amor de Fred, que lucha por evitar que acabe contaminado por la sordidez moral que corroe todo a su alrededor. Ambas son luchas de poderes, que pelean por huir de un presente monstruoso condenado a acabar con ellos; que buscan naufragar en mitad de esa gloria eterna que concede la conquista (del amor, del liderazgo de la banda criminal, de la ley del más fuerte). Y des Fôrets se aplica de tal manera en su relato que, antes de sucumbir a la dominación, prefiere la muerte en pleno éxtasis. O el olvido de la Historia.
Los nuestros | Serguéi Dovlátov (Áltera) Juan Jiménez García
Serguéi Dovlátov había nacido en el lugar equivocado. Demasiado irónico para ser soviético, demasiado corpulento para pasar desapercibido, demasiado amante de la bebida para estar callado, demasiado buen escritor para no poder escribir. Con todo, las autoridades no se ensañaron especialmente con él, por lo que cuenta. Simplemente hicieron lo justo y necesario para destruirle: no dejarle publicar. Escritor de relatos a la manera de Chéjov (dicen, yo no estoy tan seguro, a falta de leerle más y más), Dovlátov acabó en Estados Unidos contra su voluntad (¿qué se le había perdido a él allí, fuera de su tierra?, pregunta tan frecuente y honesta en muchos exiliados, quizás la única posible). Entonces sus libros empezaron a aparecer e igual se le confundió con alguien más de los tiempos del deshielo, aunque él hacía ya sus años que se había derretido. Cuando algo cae, pasan estas cosas: hay tantos cajones… En Los nuestros, Dovlátov habla de los suyos. De su familia. Empieza por su
abuelo, que le legó su corpulencia, y acaba, mínimamente, por su hijo recién nacido. A través de sus páginas, pasan padres, mujer, hija, abuelos, primos, tíos,… Cada uno tiene su propio capítulo, que no es otra cosa que el relato de su vida, y en todos hay algo de fantástico (porque lo fantástico, en esos tiempos, en esas condiciones, era vivir). La historia, cuando se escribe con hache minúscula, es un poco siempre así. Lo que le aporta Dovlátov es la amargura, una cierta tristeza (la de no comprender… o comprender demasiado), y el contarse él mismo a través de todos los demás, como infinitos espejos que le devuelven su imagen, en una nitidez cristalina. Libro maravilloso, comprado por un par de euros en la edición antigua de Áltera (hay que echarle mucho valor para hacer portadas como la de la reedición), devorado en unas horas, lo pongo entre mis lecturas más interesantes del año…
Los espacios de Marguerite Duras | Marguerite Duras, Michelle Porte (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo) Juan Jiménez García
Hasta qué punto los lugares lo son todo… El lugar donde habitamos, aquel en el que estamos, aquel del que surge todo (o se desvanece), también la creación, los personajes, las palabras. Marguerite Duras habla de sus espacios, transcripción de unas conversaciones para un programa de televisión, con Michelle Porte. De la lavanda puesta cada año sobre la puerta de entrada, de las telarañas imposibles de alcanzar, en fin, de esas cosas que son la vida. Las imágenes se suceden, las fotografías. Las mesas donde escribir, un poco por todos lados. La luz, tanta. El bosque, más allá. Lamentamos no poder escuchar su voz, perdernos en sus pausas, sus silencios, conocidos (es otra cosa). Habla de la salida de los niños del colegio, de sus voces, de sus juegos, y solo quienes hemos vivido junto a una escuela (quizás) podamos entenderlo. Hay espacios en los que uno está, muchos, pero solo habitamos en unos pocos, apenas. De aquella casa surgieron aquellas otras mujeres. De allí, aunque sus destinos, sus propios lugares, sus paisajes, fueran otros: Lol V. Stein, Nathalie Granger, Anne-Marie Stretter,… Marguerite Duras habla también sobre ellas. Sus imágenes se suceden a las de la casa, su cine a su vida allí. Todo se confunde, porque es una única cosa. También los recuerdos de su vida en Indochina,
su madre, el dique (siempre el dique), el hermano. El cine. La imagen, ese espacio en el que todo está escrito, frente a la escritura, donde no es posible “dar cuenta de todo”.
Dos noches | Ennio Flaiano (Errata naturae) Juan Jiménez García
La historia del cine italiano, para ser comprensible, debería ser escrita desde sus guionistas. En un país con directores tan personales (capaces de convertirse en adjetivos), demasiado a menudo nos olvidamos que tuvo unos guionistas tanto o más personales que ellos, que cruzaban de un director a otro con una facilidad extraordinaria, pero lograban dejar en cada uno un rastro perceptible. Tras los años del neorrealismo (que fueron breves pero establecieron las bases del cine por venir), el cine italiano se diversifica tomando a este como referente: surge la comedia alla italiana (su continuadora lógica) y un fuerte cine de autor. Sin embargo, los guionistas permanecen. La impronta dejada por la fuerte personalidad de un Zavattini o un Amidei no se desvanece, al contrario. Surgidos muchos de ellos de las redacciones de revistas, semanarios y periódicos o directamente de la literatura, no es extraño el caso de alguien como Ennio Flaiano, escritor y cronista (como a él le gustaba definirse), intelectual (cuando la palabra no estaba tan manoseada), que ya con su primera novela, Tempo di uccidere, había ganado el premio
Strega (suerte de Goncourt italiano). Escritor, pues, antes que nada, escribe en infinidad de revistas, para entrar en el mundo del cine a mediados de los cuarenta, actividades de que siempre combinará en mayor o menor medida y cuyo trazo se puede encontrar a ambos lados. Tras aquel Tempo di uccidere, novela que recoge su experiencia en la guerra de Etiopía, llegará Diario nocturno, reuniendo textos escritos para el semanario Il mondo. En él ya se percibe aquello que le caracterizará como guionista y también como escritor: un fina ironía (o un dulce sarcasmo), despiadada con los vicios de su tiempo, una mirada aguda sobre sus coetáneos, una facilidad para, en apenas nada, dibujar verdaderos tratados de costumbres. Mientras, empieza a colaborar con Fellini ya desde su primera película, Luci del varietà, hasta que tras Otto e mezzo y por razones más bien triviales (tuvimos una relación frívola y es justo acabar por una frivolidad, le escribe), se separan. Dos noches, libro que nos llega ahora de la mano de Errata naturae, viene a hacer justicia a un escritor sistemáticamente olvidado en nuestro país (solo Seix Barral publicó Diario nocturno hace casi sesenta años). Situado en un momento muy especial, es decir, poco antes de empezar con el guion de La dolce vita, reúne dos largos relatos o dos novelas breves, como se quiera, muy significativas de su propia personalidad (a decir de quienes le conocieron) y de su obra (que siempre tuvo un fuerte componente autobiográfico o, al menos, autorreferencial). Si en Tempo di uccidere trazaba el retrato de un oficial que mata por error a una etíope y su viaje a través de la sospecha y la locura, en un relato pormenorizado entre el cinismo y la derrota, Diario nocturno, conforma un hilarante dibujo de los italianos. Así, en Dos noches, el primer relato, La mujer de Fiumicino, recoge el testigo de este último, mientras que el segundo, Adriano, lo hará de su primera novela.
La mujer de Fiumicino cuenta la historia de Graziano, al que su padre ha colocado en un periódico y al que le pierde su tendencia a hacer literatura de todo. En el rotativo solo piensan en tirarlo y él en las mujeres. Un acontecimiento extraordinario cruzará esas dos voluntades: una nave espacial aterriza en el mar, a orillas de la playa, y allá se va a cubrir la noticia, encontrándose con una mujer, una bella y misteriosa danesa, que acabará por ser una extraterrestre y se lo llevará a su planeta, tras una noche de amor y palabras de las que arrepentirse, perdidamente enamorada. El tema no deja de ser una variación de Un marciano en Roma (incluido en el Diario), en el que, eso, un marciano con aspecto de sueco (definitivamente los países nórdicos no son de este mundo), llega a Roma entre la perplejidad y la admiración general, para acabar a los pocos meses siendo objeto de burlas por la calle, en un retrato despiadado de los vicios romanos. En La mujer de Fiumicino, que podría haber protagonizado perfectamente en el cine Alberto Sordi, Flaiano no es muy generoso con sus compatriotas (nunca lo fue) y Graziano aparece como el paradigma del hombre cuyo única ambición es tomarse una cerveza con los amigos y tener alguna aventura que no deje demasiada huella (mejor ninguna), ambiciones que no cambiarán ni ante la promesa de un futuro mejor. Algunos apuntes, algunos trazos, aparecerán luego en La dolce vita: la descripción de la llegada de la aeronave y el trasiego de gente en la playa, o el encuentro de Graziano con la mujer venida del espacio exterior, son evocados en la llegada de Anita Ekberg al aeropuerto (Anita, esa otra extraterrestre… como sueca que es) o el milagro. Pero sin duda, el más interesante es el segundo relato, Adriano, suerte de reunión de textos alrededor de un mismo personaje (de nuevo, el propio Flaiano, esta vez en su lado más oscuro), que nos cuenta una historia de hastío y huida (una huida que el escritor italiano practicó más de una vez, siendo frecuentes sus “desapariciones”). Adriano es un escritor al que seguimos
vagabundeando por la noche romana, luego visitando un rodaje (Fellini y Las noches de Cabiria), más tarde instalado junto al mar con su mujer, en una casa que poseen, y contemplando la vida, ahora de los domingueros, ahora de los míseros pescadores, únicos habitantes del lugar en el otoño (un otoño y un invierno en el que se obstina en permanecer allí). Además de contener momentos que más tarde se retomarán, de nuevo, en La dolce vita (como la aparición de un delfín, quizás una sirena, en la playa, que luego será ese monstruo final en la película), su afinidad va más allá: Adriano no deja de ser Marcello (y también, de algún modo, el Giovanni de La notte, ya desprovisto de la tendencia al espectáculo y lo espectacular de Fellini y su otro guionista, Tullio Pinelli). La misma melancolía, el mismo cansancio de vivir, la misma imposibilidad de abandonarlo todo (empezando por la sociedad que le rodea), las mismas derivas nocturnas (a pie o en coche). Los dos comparten, más allá de una historia, un mismo estado de ánimo. Flaiano tenía un sentido chejoviano de la escritura: sus personajes se construyen a través de sus actos, y son ellos los que componen el retrato de una sociedad, la italiana, que le agota y provoca ese necesidad de huida, que en Marcello atraviesa unos días y en Adriano unos meses, unos meses en los que el tiempo empeora y el viento lo barre todo (todo excepto la pobreza). Ambos acabarán igual, frente a esa aparición marina, frente a una muchacha a la que no logran entender. Adriano (y Dos noches por extensión) es una obra mayor de la literatura italiana de su tiempo (un tiempo que no deja de ser el nuestro). En ella cristaliza toda la narrativa de Flaiano (como escritor y como guionista), tantos sus irónicos apuntes como la amargura de su primera novela, para convertirse, desde su testimonio (tan personal), en la crónica de unos últimos días, no de la humanidad, sino de las personas, en un mundo “del que ya no apreciaba los placeres, ni compartía los dolores”.
Urbana| Fogwill (Mondadori) Juan Jiménez García
Fogwill quería escribir una novela sin historia, en la que no sucede nada. En realidad, quería escribir una obra en la que no sucedería nada. Es complicado. La nada, después de todo, ya es algo. Pensaba que cuando uno cree que en el texto debe suceder algo es porque no tiene mucha confianza en que algo vaya a ocurrir entre el texto y su lector. Seguramente es cierto. Fogwill, después de todo, siempre fue un tipo listo, un escritor brillante, también cuando no escribía, cuando simplemente conversaba, por ejemplo. Urbana es un intento de no contar nada, es verdad, una historia de personajes sin nombres que se resisten a ser personajes. Están siempre como a un lado, viendo la vida que les pasa cerca, hasta cuando está encima, hasta en el sexo. Miran sin ver, piensan un poco por azar, los momentos se suceden y algo que parece ocurrir sin especial sentido, lo encuentra en otro lugar, en otra situación. Una historia de la banalidad (la Historia). Al final, Fogwill parece compadecerse (de su editor) y le arregla un bonito final para que todo tenga un
argumento, en el último instante. No importaba demasiado. Quizás Urbana no sea Los pichiciegos, esa demoledora visión subterránea de la guerra de las Malvinas, ni tampoco Help a él, que tampoco contaba nada especialmente, pero era un brillante juego de identidades. Urbana, no apostando por nada, acaba siendo un lugar plácido en el que dejarse llevar por la prosa del argentino, al que hemos aprendido a querer, como un encuentro inesperado, como aquello que está en el fondo de un baúl, esperándonos, después de todo. Quizás necesitó morirse para que todo fuera así. Es un precio. Triste, pero habitual.
Antón Chéjov, vida a través de las letras | Natalia Ginzburg (Acantilado) Juan Jiménez García
Un libro que se lee en un par de horas y se recuerda toda una vida… Ahora que se nos imponen las frases cortas, aquellas en las que nada puede sobrar, Antón Chéjov, vida a través de las letras, de Natalia Ginzburg, podría ser simplemente eso. Hablar de alguien, contar su vida, escribir sobre él puede ser algo extremadamente complejo, con miles de páginas y visitas exhaustivas a archivos de medio mundo, además de entrevistas con cientos de personas o simplemente un pequeño librito. Para los que no creemos demasiado en biografías, la ligereza, la belleza de las cosas pequeñas, se impone. Ginzburg busca en las palabras al escritor ruso. Su vida desfila a la par que su escritura, sus interminables desplazamientos, los personajes que cruzaron por su vida, que la atravesaron, son parte de sus relatos, sus obras de teatro son parte de su vida, todo es parte de algo más complejo, vivir, escribir es parte de esa complejidad de cada día. Chéjov no pensaba escribir toda la vida. Las líneas de sus relatos tenían un precio en rublos y el tiempo era espeso, entre verano y verano, más espeso conforme su enfermedad, la tuberculosis, avanzaba, hasta poderse cortar,
hacer pedazos hasta el infinito, en una sucesión de estancias, de viajes, de casas, de personas, de encuentros y desencuentros. Chéjov vivió rápido y todo en él fue breve, como sus relatos. Y trágico o triste, como sus obras de teatro. La escritora italiana, como dice de Chéjov, no juzga a su personaje, sino que deja que sus acciones, su vida, hablen por él, o mejor, que sus palabras nos vayan dejando algo, un poso apenas, pero que llegados al final entendemos que no podía haber más, que hemos asistido a todo, que nada quedó fuera de esas ochenta y pocas páginas. Durante años amé a Chéjov sobre todas las cosas. Sus libros en infinitas ediciones ocupan una estantería. Grandes, pequeños, mal o lujosamente editados, forman un rincón de mi memoria, un rincón al que volver, una y otra vez, cuando creo que ya toda la literatura se ha agotado y ninguna palabra podrá decirme nada nuevo. Ni tan siquiera son libros de cabecera… Es algo más profundo, mucho más íntimo. Si existiera el alma (eso tan ruso), si existiera ese espacio en algún lugar de nosotros mismos, formarían parte de ella, como algo inseparable. Pensaría que sin Chéjov hubiera sido otro y que no hubiera podido vivir sin él, y la maravillosa belleza del libro de Natalia Ginzburg solo hace que acercarnos a ese misterio compartido…
Querido Miguel | Natalia Ginzburg (Acantilado) Óscar Brox
Hay cartas que nunca alcanzan su destino, correspondencia sin abrir acumulada en la mesa del despacho y mensajes que no llegan a tiempo. A veces, esos pequeños olvidos nos enseñan lo mucho que hemos cambiado, todas las emociones familiares que hemos perdido en el fuego de la madurez. La italiana Natalia Ginzburg hizo del microcosmos familiar uno de los ejes de su obra escrita. Ante un título como Querido Miguel, uno podría imaginar -desear, incluso- la evocación maternal de ese hijo perdido cuya voz se escampa en diferentes recuerdos: ropa gastada, cuadros pintados al calor de la pasión juvenil, libros con manchas de óxido en la sobrecubierta… Sin embargo, bajo el encabezado que abre la mayoría de cartas que se enviarán durante la narración late otra clase de fulgor familiar: la pérdida, la división, las esquirlas que se esparcen por todos lados tras una separación. En Querido Miguel, Ginzburg cuenta la historia de una familia como si se tratase de un permanente fuera de campo. Cada cambio, cada transición, acontece con
silencioso dolor, eco sordo de una tristeza que carece de palabras a su altura. Adriana, la madre, se encierra en su casa de campo romana mientras, en vano, intenta retomar el contacto con unos hijos separados (perdidos) tras su pronta ruptura matrimonial. Contra esa soledad, se apoya en las visitas de Osvaldo -el único amigo fiel de su hijo Miguel- y el trato, entre cercano y distante, con sus hijas Angélica y Viola. Enrarecido, el paisaje familiar de los personajes gira, una y otra vez, en torno al destino de Miguel, huido a Londres por motivos políticos -estamos en la Italia de los años de plomo. Casi una presencia fantasmal, Miguel alimenta el recuerdo familiar de todo ese pasado que ya no es posible volver a vivir, la fantasía que tenemos miedo de confrontar con nuestra realidad. A través de una familia de la burguesía romana, Ginzburg narra unos años repletos de idas y venidas, de vidas encajonadas en pequeñas buhardillas, domicilios desconocidos y amantes de quita y pon. Como la Annie Girardot de Rocco y sus hermanos, hay algo trágico en el personaje de Mara, esa figura, una amante pasajera de Miguel, que nunca termina de formar parte de la familia. En cada una de sus cartas a Miguel y Angélica, Mara dibuja la realidad tras la fantasía embalsamada; la mujer sin marido, la hija sin padre, la madre sin casa, que a medida que pasan los meses tiene que manejarse -entre la picaresca y el amargo realismo- para proporcionarle un techo a su bebé recién nacido, que tal vez nunca conocerá a su padre. Quizá por eso, Querido Miguel narra la paulatina desconexión con nuestro pasado, como si colocase el foco sobre la onda expansiva tras el estallido. Mientras los personajes alimentan su aburrimiento pensando en lo que fueron, la vida se acomoda en esa nueva realidad enseñándoles sus efectos devastadores. A veces tasamos el olvido de una persona querida cuando no recordamos el sonido de su voz, cuando automatizamos una serie de gestos que han perdido su sentido o nos empeñamos en creer, una y otra vez, que
en algún momento se producirá ese regreso que nadie más que nosotros espera. Se podría decir que pocas novelas han tasado el olvido de la manera en que Ginzburg refleja esa soledad compartida en su obra. La ausencia de Miguel, ese personaje al que apenas reconocemos como una mancha borrosa en la memoria familiar, alienta el recuerdo de una familia fragmentada y herida tras la pérdida. Y, mientras Osvaldo ameniza las tardes de espera en la casa materna y Angélica y Viola capean sus propias preocupaciones familiares, la vida continúa. Ese, tal vez, es el sentido último del olvido.
Jóvenes talentos | Nikolai Grozni (Libros del Asteroide) Óscar Brox
En
los
años
previos
al
apogeo
de
la perestroika, la política reformista impulsada en el seno de la Unión Soviética por Mijail Gorbachov, los países satélites del bloque del Este agonizaban presas de
diversas
enfermedades
sociales.
Tras su capitulación durante la Segunda Guerra Mundial, Bulgaria se adhirió a un socialismo que echaría raíces en las siguientes cuatro décadas. Fruto del desgaste de sus políticas económicas, la recesión golpeó duramente los primeros años 80 y obligó a reconducir una situación cada vez menos sostenible. La educación, uno de los bastiones del comunismo -entre sus proyectos figuraba la erradicación del analfabetismo-, empezó a generar un caldo de cultivo, un rechazo radical entre los jóvenes, que contribuiría a derribar los muros, materiales o ideológicos, que separaban al pueblo de su autonomía social. Uno de esos jóvenes, un muchacho airado en perpetuo combate contra el régimen, fue Nikolai Grozni, pianista precoz y escritor. Su novela Jóvenes talentos es el testimonio de una caída inevitable.
Antes de morir prematuramente a causa de un infarto cerebral en 1982, Glenn Gould grabó por segunda vez su interpretación de Las variaciones Goldberg, de J.S. Bach -que, según el novelista Don DeLillo, sería más sombría y fúnebre que su primera versión de 1955. En aquel momento, Nikolai Grozni apenas contaba con nueve años y ya estaba preparándose para un concurso de piano en Salerno, Italia. Parapetado tras su piano, las minúsculas manos de Nikolai, entrenadas desde la infancia para alcanzar el olimpo artístico, casi podían palpar tímidamente una realidad diferente a la de la gélida Sofía. Sin embargo, toda la ternura que ese primer instante de libertad puede condensar se diluye tras el arranque de Jóvenes talentos. A partir de un salto en el tiempo, que se centrará en la cruda adolescencia de su protagonista, caemos de bruces contra el suelo de la Bulgaria más ahogada, la que comprende los últimos estertores del comunismo. Konstantin, el nombre elegido por Grozni para narrar su educación sentimental, ensaya día y noche en la Escuela para jóvenes talentos de Sofía. En aquel lugar, la mano de la educación socialista se hace notar en las prácticas de tiro y en el (des)montaje de armas de fuego, en los docentes con nombres de animales -la lechuza, el cisne, la mariquita, entre otros miembros del ecosistema comunista- y en la desobediencia civil que riega los cuartos de calderas de condones usados, cigarrillos aplastados y botellas de vino barato vacías. El pequeño microcosmos de Konstantin se compone de prácticas extenuantes, donde sus dedos han de domar el ímpetu de las notas de Chopin, sabotajes escolares planeados junto a su cómplice Alexander y la delicada pasión que siente, por diferentes razones, ante Irina y Vadim. La crónica de aquellos meses de incertidumbre se transforma, a través de la escritura de Grozni, en la búsqueda de esas almas gemelas que, en mitad de nuestra caída al foso, nos ayudan a encontrar un lugar donde quedarnos. Así, la narración de los meses de aprendizaje y desobediencia de Konstantin
siempre parece marcada por el estatismo del paisaje gris búlgaro, en el que la acción se desarrolla en apenas dos escenarios -alguna de las salas de ensayo y el Jardín de los médicos- que nunca conseguimos olvidar. Mes a mes, la amargura de Grozni se filtra en diminutos detalles que dan cuenta de su irritante soledad: el verano en Europa del Este abarca apenas unas hojas donde nuestro héroe disfruta de la tranquilidad de poder tocar el piano sin sufrir las aglomeraciones de estudiantes en el centro. A través de la intensidad de las partituras y ritmos, que aumentan exponencialmente su dificultad a medida que el relato avanza, la búsqueda de Konstantin encuentra su drama. Ante la monotonía y el automatismo de la educación comunista, cada pedacito de subversión termina en el arrollo. Sin embargo, la verdadera angustia de Grozni no se muestra tras ese fracaso. Al contrario. El dolor de Konstantin se halla al saberse del lado de los que contemplan cada episodio fallido de rebelión sin saber qué hacer. Mientras sus amigos se inmolan, Konstantin observa que la madurez prematura solo le conduce a sentir una irreprimible melancolía por todo aquello que ha dejado escapar entre sus dedos. Irina, Vadim, la mariquita… Cada uno de los personajes de su adolescencia va desapareciendo mientras el bloque soviético arrecia. Pero Konstantin, a pesar de todo, siente en su pecho la opresión de aquellas palabras que le dijera otro de los personajes clave de la novela, su tío Ilya: «La justicia solo existe en la mente de los que nunca han sufrido de verdad. Lo que he intentado hacer toda mi vida es comprender». En diferentes etapas, la literatura europea ha tenido que convivir con el exilio y sus cicatrices. Agota Kristof hizo del francés su nueva lengua de expresión en el momento en el que decidió salir de Hungría campo a través para recalar en Suiza; Sergei Dovlatov, en cambio, eligió una metafórica maleta para recabar todas las anécdotas de su peregrinar soviético. La historia de Nikolai Grozni, sin embargo, refleja un exilio interior, esa clase de sorda desesperación que
aplaca el ánimo de los corazones más fuertes. Como aquella lejanía emocional que atormentara a un exiliado Andrei Tarkovski, el Konstantin de Jóvenes talentos deja atrás su actitud punk para abandonarse a una realidad para la que no conoce asideros. Producto de ello, Grozni dibuja un descenso progresivo hacia las catacumbas de la ciudad que convierte el último tramo de la novela en una suerte de alegoría de la travesía por la laguna Estigia. Mientras el joven Nikolai, exiliado de la escuela de música, pierde los días malviviendo en los túneles de la ciudad, el milagro de la perestroika obliga a capitular al comunismo decadente. De repente, la nostalgia de esa cercanía perdida interrumpe el relato. La escritura firme, rebelde y contestataria de Grozni se topa con la página en blanco, el reinicio soñado que le permita olvidar cómo se desmonta una Tokarev o el color de las corbatas de los alumnos afiliados al Partido. Con la edición de Jóvenes talentos, Libros del Asteroide descubre a uno de esos narradores cuyo brillo hay que buscarlo en el hondo sentimiento de lucha continua que transmiten hasta las acciones más banales en el entorno de la Bulgaria pre-democrática. Grozni, que consiguió emigrar a Estados Unidos para estudiar en la Academia Berklee y posteriormente se trasladó a la India para convertirse en monje budista, explora con tanta tristeza como ternura el último aliento de la adolescencia. Y Libros del Asteroide, como ya hiciera con escritores como Rafael Yglesias, Kevin Canty o Peter Cameron, pule para los lectores en castellano una de esas gemas literarias que conviene tener cerca.
Sombras de un sueño. Diario de rodaje de Las damas del bois de Boulogne | Paul Guth (Contra) Óscar Brox
Francia, 1944. Faltan unos meses para que en agosto de ese mismo año los Aliados desfilen por los Campos Elíseos y borren así el sombrío periodo de gobierno comprendido bajo el Régimen de Vichy, cuatro turbulentos años dirigidos por el Mariscal Petain. El clima de terror y bombas, sin embargo, no impide al cine radiografiar la tortuosa situación política. Así, en 1943, Henri-Georges Clouzot filma la obtusa y torturada El cuervo, auténtico golpe a traición contra la conciencia moral del momento -que le valdría la acusación de colaboracionista. Solo un año antes, Albert Camus coloca dos hitos del pensamiento como El extranjero y El mito de Sísifo, novela y ensayo. En aquella época, Paul Guth, periodista y escritor, publica el primero de una larga lista de libros orientados al público joven. Pero esa obra inicial, que acabará editando Gallimard, no eclipsa la que será su mayor ambición: (per) seguir el rastro del rodaje de la segunda película de Robert Bresson, Las damas del Bois de Boulogne, una adaptación de un fragmento de Jacques el fatalista, de Denis Diderot, escrita por Jean Cocteau y el propio Bresson.
Aún faltan varias décadas para que Bresson sintetice su idea del cinematógrafo en unas notas-aforismos escritas con la precisión de un relámpago. La presencia de Guth —observador, casi un etnógrafo que describe las costumbres y tradiciones de la comunidad del cine— bien puede considerarse un primer contacto con tan singular visión. En Sombras de un sueño, la voz de Bresson se escinde, a través de la escritura atenta de Guth, en cada uno de los detalles que animan esta revisión de la cruel historia entre el Marqués des Arcis y Madame de La Pommeraye, Jean y Hélène, Paul Bernard y Maria Casares, la virtud y la galantería. En ocasiones, se trata de una voz —esa voz que sería luego determinante para elegir a los actores de sus películas— que corrige y rectifica el tono de los diálogos; subrayado, énfasis, desdén, pausa. La escena se detiene y la actriz, Casares tal vez, repite sus líneas hasta que Bresson ordena positivar una de las tomas. En otras, lo bressoniano, cuando permanecía en estado larvario, se encuentra en la lectura del guion que explica Guth: dos columnas separadas entre diálogo y aspectos técnicos, donde son los segundos los que generalmente tienen mayor presencia. Cada jornada, Guth instala su mirada en el rodaje. Sus pequeñas charlas junto a Bernard, oriundo de la misma zona donde nació Guth, despiertan un espíritu rural que se pega a su narración —donde los kilómetros de celuloide que acumula el filme miden la distancia, en el recuerdo de su autor, entre su pueblo y la colina que cada día veía desde su ventana—; su retrato de Elina Labourdette invoca una ternura en consonancia con las duras condiciones de producción; su imagen de Maria Casares, emigrada y pluriempleada en dos papeles (rodaje de día y función de noche) que la sumen en el cansancio. Cada átomo de la filmación se convierte, en manos de Guth, en un paso más hacia el desvelamiento de la tensión interior que, mediante la alquimia particular de Bresson, acaba plasmándose en la película final. Mientras la guerra permanece en un incómodo punto intermedio, con esas
anotaciones a pie de página que señalan los cortes en el suministro eléctrico o la necesaria interrupción del rodaje —para la desesperación del Jefe de producción y de las facturas acumuladas en el presupuesto—, la puesta en escena de Bresson sigue su curso. Si el perrito Katsou no quiere moverse en la dirección, se le intenta persuadir sin trucos para que se dirija a su lugar (finalmente tendrán que hacerlo). En lugar de mentol, las lágrimas deben fluir naturalmente. Los técnicos iluminan, manipulan y buscan incansablemente el efecto adecuado, casi único, que materialice la férrea lista de detalles que figura a un lado del guion. Fruto de ello, instantes como el paseo en coche inicial de Hélène: la luz que entra por la ventana no es suficiente para que la oscuridad arrope su paseo nocturno. Sin embargo, en mitad de esa oscuridad, una perla brilla, a punto de caer en forma de lágrima, en su ojo. La hybris que desencadenará su venganza contra Jean tiene en ese minúsculo gesto su perfecta expresión. En Sombras de un sueño, Paul Guth consigue reflejar la transformación de cada orden en un pequeño milagro filmado. Como si se tratase del intermediario ideal, su prosa nos transporta (o nos invita) a imaginar ese preciso momento en todo rodaje donde cada aspecto técnico se metamorfosea en un plano final definido. A veces, su cuaderno de rodaje no evita un extraño cariño al observar cómo una serie de profesionales y técnicos son sustituidos cuando la película retoma su filmación, como si una parte de aquel proceso inicial se hubiese diluido en el camino; en otras, su diario se convierte en bosquejo psicológico de un sueño en mitad de una pesadilla que se hace sentir al otro lado de la calle o por las carreteras por donde circula el convoy de la productora. Hasta la observación mordaz (la gente corriente contratada para hacer la figuración de las fiestas de la alta sociedad) enmascara un certero análisis de la situación. Francia, 2007. Anne Wiazemsky publica La joven, una combinación entre
novela de juventud y retrato de otro rodaje bressoniano. En ella, Wiazemsky elabora una descripción minuciosa del método de trabajo en Au Hasard Balthazar, del carácter privado del cineasta y su manera de moldear a una joven Anne hasta conseguir extraer de ella todo lo necesario para construir a la ficticia Marie. Paul Guth murió diez años antes, en 1997, cuando la antigua heroína de Bresson o Godard no había pasado a limpio sus memorias de aquel episodio. Contra ediciones ha publicado recientemente, en una cuidada y modélica traducción, los diarios de rodaje de Las damas del Bois de Boulogne. Estas Sombras de un sueño no son solo la primera etapa de un recorrido por el camino de Robert Bresson, también el análisis de una época y la disección pormenorizada de un arte, el cine, cuya presencia no era tan cercana como en la actualidad; un arte que aún creía en el encantamiento. La lectura atenta de esta imprescindible obra escrita por Paul Guth es al cine y a Bresson lo mismo que un tratado sobre la alquimia: ayuda a desencriptar el misterio de toda esa vida interior que habita en cada plano, en cada metro de celuloide.
Amor y basura | Ivan Klíma (Acantilado) Juan Jiménez García
“Soy checoslovaco. Este es mi país. Puedo tirarme años “escribiendo para el cajón del escritorio” y por eso me gano la vida barriendo las calles, pero hago lo que debo”. Escribir para el cajón. Durante años, la literatura checa que tenía algo que decir acabó sistemáticamente en el fondo de alguno de ellos. Aquel fue el destino de las obras de Hrabal y también de las de Klíma, escritores atravesados por una misma corriente que viene a decir, sí, la vida es triste, pero es bella. Mientras era imposible publicar algo, trabajaban en los oficios más diversos, más insospechados, rodeados de palabristas, de hombres que, como diría Alberto Savinio, contaban “su” historia, en los márgenes de aquella otra, que pasaba sobre ellos. Amor y basura juega a confundirse con su propio autor. Un escritor que vuelve del exilio aun sabiendo que será perseguido, porque es allí donde está su vida y donde quiere estar, pese a todo. Trabajará de barrendero aunque no lo necesite, solo para liberarse de sus fantasmas, para ser uno más, y entre tanto nos contará su historia de amor, que fueron dos o quizá una sola,
entre algo parecido a la compasión y la cobardía. Basura, amor y escritura se confundirán una y otra vez, cruzarán sus caminos y sus palabras. Con este libro, Klíma alcanza las cumbres de la literatura checa y centroeuropea por extensión, desde la amargura y la ironía praguense. Un clásico de aquellos años, un clásico de nuestro tiempo.
La huida del caballo hacia lo profundo de la ciudad | Bernard-Marie Koltès (Alfabia) Óscar Brox
En 1976, Bernard-Marie Koltès, dramaturgo y voz sin igual de las letras francesas, se instala en su residencia familiar en Saboya para intentar desengancharse de las drogas. Mientras lo intenta -morirá, a causa del SIDA, en 1989-, escribe una novela de una intensidad febril como La huida a caballo hacia lo profundo de la ciudad. Alucinada y excesiva, por sus páginas desfilan -y se arrastran, desean, apuñalan u odian- cuatro personajes que, según la intensidad del pasaje, adquieren los rasgos de auténticos estados de ánimo de una desesperación terrible. Dos hermanas y sus dos amantes pasean por el, probablemente, escenario más sórdido que Koltès es capaz imaginar -aprovechando su talento para extraer las últimas gotas de lirismo de la fealdad y lo grotesco-, haciendo de su amor extremo la metáfora perfecta de su más exagerada dependencia. Hostil como él solo, Koltès se esfuerza en describir, después de agotar todas las palabras, esa especie de sentimiento de plenitud del vacío que produce la dependencia o la subordinación hacia algo. Esa sensación que podríamos concretar como el otro lugar, entre el todo y la nada, al que va a parar nuestra cabeza definitivamente
perdida; el deseo sin deseo; las ideas sin acción; el amor que todavía cree tener un objeto. Los personajes de Koltès se encuentran en ese momento en el que todavía creen; en ese último instante de parálisis que convierte sus vidas en un laberinto de bajas pasiones. Desde el más profundo de los desgarros, Koltès retrata la crónica de una abstinencia: la de ese cuerpo vacío que ha conseguido olvidar de qué estuvo lleno. La crónica, en fin, de necesitar algo que hemos olvidado, pero cuyo fulgor sigue encendiendo nuestro deseo. Una contradicción desesperada que Koltès narra con una increíble fuerza a la que a veces es difícil acceder (o eso dijo una vez Patrice Chèreau para descifrar su talento).
Un granizado de café con nata | Alessandra Lavagnino (Errata naturae) Óscar Brox
“Cuántas veces yo me había sentido paralizada ante su mirada, ante su sola presencia; cuántas veces me había puesto a hacer movimientos insensatos, ya no guiados por el pensamiento, vamos, una acción comenzada en soledad.” En su epílogo a Un granizado de café con nata, Leonardo Sciascia señala que la obra de Alessandra Lavagnino debería leerse como un tratado sobre el cultivo de la verdad en el seno de un espacio, Sicilia, construido a partir de la legitimación de la mentira. Cada embuste solidifica las costumbres del lugar, fermentando así una moral obtusa que solo contribuye a oscurecer la intensa belleza y las raíces del paisaje siciliano. Agatina, su protagonista, se debate entre el delirio de una realidad que obstruye su manera de ser y la realidad de una situación que desenmascara la actitud de una galería de personajes, la mayoría familiares, que pululan a su alrededor. Cultivar la verdad conduce a la tácita aceptación de la muerte: la desaparición de los lazos familiares, la destrucción material -ejemplificada en la tala brutal del campo de limoneros- de unas raíces, el
dolor sordo que provoca la incomprensión, que afecta incluso a la forma de organizar nuestros pensamientos. En lugar de optar por un retrato cálido, acorde a la importancia que la patria chica despierta en su interior, Lavagnino convierte el incesante e inestable goteo de testimonios de Agata en un relato pseudo-policial que pone en cuestión la formación y el relieve de la verdad en las prácticas sociales. Una investigación que, página a página, devora cualquier asidero moral cercano para dejar al descubierto la terrible relatividad que, ayer como hoy, tiene el valor de verdad.
El prisionero del Cáucaso | Vladimir Makanin (Acantilado) Juan Jiménez García
A estas alturas me resulta algo difícil sorprenderme con una escritura, que no ya con un libro o una historia. No es que haya leído tanto como para creer conocerlo todo y de lo más que puedo presumir es de mi ignorancia (que es inmensa). Sin embargo, al tener entres mis manos este libro, El prisionero del Cáucaso, del ruso Vladimir Makanin, al leer sus primeras líneas y luego aún más, las siguientes, los primeros párrafos, había algo que atraía poderosamente: sus paréntesis (y hay que leerlo para entenderlo). Si Céline se presumía inventor de una sola cosa en este mundo (¡pero qué cosa!), Makanin puede presumir de haberle dado al paréntesis una entidad propia, un cuerpo, un peso. ¿Y luego? Luego están los perdedores. El prisionero del Cáucaso reúne a un puñado de ellos. Quizás no todos son conscientes de serlo. Como señala Panov en un momento de su relato, pensamos en lo hermosos que son los dramas en el cine y lo feos que son en la vida. Y sí, es así. A través de cuatro relatos, nos movemos entre la guerra de Chechenia y las pulsiones (homo)sexuales
de dos seres enfrentados pero turbadoramente atraídos, tratado todo de la manera más sutil, entre la ironía de los días en aquellas montañas (¿se puede hablar de ironía en este tipo de tragedias?). Del absurdo de la existencia (una existencia a la búsqueda de un sentido) da razón el segundo de los relatos, en el que en un gulag los presos se dedican a tallar una letra A en una roca próxima, mientras van muriendo lentamente de cualquier cosa: perros, locura, muertes innaturales. Entretanto, la Unión Soviética se descompone, las palabras se olvidan, los días pasan, los años, y al final, todo, absolutamente todo, se derrumba, y solo queda certificar ese hundimiento de la manera más natural. Frente a aquellos líderes (oficiales o consentidos), El antilíder, otro de los relatos, nos cuenta la historia de un hombre incapaz de sobrevivir a los instintos que le llevan a acabar a puñetazos, ante la desesperación de su mujer, con todo aquellos nuevos y viejos líderes que la nueva sociedad rusa va creando a su paso, personajes ostentosos, vacíos unas veces, peligrosos otras, manía que le llevará, en su coherencia, al peor de los mundos posibles. Finalmente, Makanin se reserva su prosa y sus paréntesis para hablar de un escritor al que siempre censuró sus obras la mujer que le amaba (él no tanto) y apreciaba su obra, una mujer que aún le sigue queriendo, cuando ella no es apenas nadie ya (una madame en una casa de jóvenes putas exigentes) y el escritor es aún menos, presentador de un programa gracias a motivos nada gloriosos (que él desconoce), y cuya única obsesión es acostarse gratis con alguna de aquellas jóvenes putas exigentes, al final da igual cual, aunque solo sea porque sale en televisión. Historia de desamor (de la gente entre sí, de Rusia por todos), “Un cuento logrado de amor” se convierte en el cierre perfecto de un libro necesario, hermoso y, tenemos la amarga sensación, justo.
Rescate | David Malouf (Libros del Asteroide) Óscar Brox
“Janto, el más nervioso, el más impulsivo de los dos, es el preferido de Aquiles. Posa su mano con suavidad sobre el pelaje
satinado:
siente
el
palpitar
relampagueante de los músculos bajo la piel, casi transparente.” Atrapar la belleza del poema homérico fue uno de los objetivos de David Malouf desde su primera incursión, siendo apenas un niño, en los versos de La Ilíada. La belleza microscópica de personajes y reflexiones cuyo peso era anecdótico le animó a escribir Rescate como si se tratase de una línea de fuga de la épica de Homero. La fuga de una cultura y una moral germinada entre la vergüenza y el valor, el respeto a la dirección de las cosas impuesta por los dioses y la extraña melancolía (cuando tal término no tenía lugar ni sentido) que irradia la mirada de Aquiles ante ese mundo que inevitablemente morirá en el interior de unos versos, mientras la realidad se abre hacia otras costumbres. El factor humano es una obsesión para Malouf, como si la grandeza de Homero hubiese que localizarla en todo lo que calla: en el llanto inconsolable de un padre que quiere honrar el cadáver de su hijo;
en la pena infinita de un héroe abatido por el peso de su leyenda; en la vida frugal y sencilla. Por eso, Malouf lleva a cabo su relectura homérica a partir del relato de un anciano carretero, alguien lo suficientemente alejado de la épica como para que en su narración desvele que, tras el ímpetu de Grecia y Troya, se presentan en estado puro los temas universales de la literatura. Con la delicadeza y la finura de quien pretende resucitar el espíritu de un tiempo pasado, David Malouf hace de Rescate el más hermoso testamento escrito a propósito de Homero. El último hilo de vida de una tradición que se eclipsa tan lentamente como la mirada de Aquiles sobre todas las cosas.
Las encantadas | Herman Melville (Berenice) Óscar Brox
En
una
extraordinaria
entrevista
a
propósito de su filiación tintinesca, el escritor francés Pierre Michon cita entre sus recuerdos de la obra de Hergé la viñeta de la momia de Rascar Capac -en Las siete bolas de cristal- observando a Tintin a través de la ventana de su habitación. Esa viñeta aglutina, a ojos de un niño, el shock primario de reconocer de qué manera lo fantástico se derrama en los contornos de lo real, cómo toda una mitología arcana infecta aquellos lugares más reconocibles. Más adelante, Michon afirma su especial querencia por la prosa de William Faulkner y Herman Melville. Este último, bardo de las narraciones marítimas, desata la pasión literaria de Michon por captar el brillo particular de cada momento fugaz que le pertenece al mundo. Si el francés efectúa una imaginaria arqueología de la moral y la justicia en plena decadencia del Imperio; el americano devuelve el encantamiento premoderno a un conjunto de islas hoy conocidas como Galápagos. Tal es la pasión descriptiva de Melville que nuestro paseo por las islas encantadas se convierte en un recurrente eco de otro tiempo, galvanizado bajo la superficie rocosa
del archipiélago, que despliega su embrujo ante la mirada del narrador. Así, la fuerza magnética de las encantadas nos sumerge en un paisaje en el que los rasgos modernos aún no se han desarrollado: el hombre no es la medida de todas las cosas, el horizonte no conoce un sentimiento de territorialidad y la moral y, por tanto, la vida, no han cuajado en un modelo de Razón que ordene el caos entre creencias, supersticiones, dogmas y costumbres. En otras palabras, leer a Melville significa contemplar de qué manera los mitos, y su ambición por pervivir en el fuero interno del hombre, se despliegan ante la mirada inocente del lector creando ese shock primario que, como la momia de Rascar Capac, nos devuelve a un tiempo en el que lo fantástico fluía en los contornos de lo real.
Escenes de batalla i paisatges de guerra | Helman Melville (Brosquil) Óscar Brox
Entrar en la obra poética de Herman Melville recogida en Escenes de batalla i paisatges de guerra implica sumergirse en el corazón de la Guerra Civil estadounidense, desde sus primeros latidos, con los primeros conatos de rebeliones esclavistas y de discrepancias entre las economías de Norte y Sur, hasta su elegíaca conclusión. Entre 1860 y 1865, Melville canta las dificultades que atraviesan al país, los héroes efímeros cuyos nombres se inscriben en las tumbas, la delicada estabilidad que conduce al pueblo entre la apatía y el entusiasmo, o cómo las convicciones morales y religiosas, ante el primer estallido de la contienda, descubren su fragilidad. Así, Melville hace de la poesía otra forma de retratar la crónica de aquel período convulso, dibujando pequeños cuadros familiares (the appealings of the mother/ To brother and to brother / Not in hatred so to part— / And the fissure of the heart / Growing momently wide) donde los rostros invocan el dolor de una nación ante sus continuas heridas difíciles de restañar. Así, también, de la transitoriedad de los sentimientos, que abaten cualquier arrebato de gloria, éxtasis o triunfo, presentando a los protagonistas como víctimas de la soberbia de una guerra fraticida que deja tras de sí un reguero de muertos o el amargo sabor de su recuerdo. Porque estas escenas y paisajes están inscritas en el vientre de América con la misma ternura descarnada con que Melville pintaba aquellos pasajes de la vida en los mares. Y América es esa gran madre, en cuyo seno hollar nuestros sueños, a la que Melville dedica una de las más hermosas
elegías, la de la pérdida de una inocencia que, tras la batalla, endurece nuestro corazón revelando, como afirma el propio Melville, ese dolor que purifica desde la mácula.
Mitologías de invierno | Pierre Michon (Alfabia) Óscar Brox
En uno de sus mejores opúsculos -escrito, tal vez, con la intensidad del rayo-, Michel Foucault prescribía el trabajo de genealogista como un “insistir en las meticulosidades y azares de los comienzos; prestar una atención meticulosa a su irrisoria
mezquindad;
darles
tiempo
para ascender del laberinto en el que jamás verdad alguna los ha tenido bajo custodia”. Aquellas palabras retumban con un fulgor singular en la obra de Pierre Michon, una suerte de gestor de la belleza, como lo define Ricardo Menéndez Salmón, que dibuja en sus breves Mitologías de invierno la genealogía de esa propiedad que nos hace amar a las cosas. Partida entre dos escenarios separados como Irlanda y el Macizo Central francés, la narración arranca con un primer gesto: la pequeña corte de un rey pagano recibe la visita de un viejo religioso, y su séquito, empecinado en su conversión cristiana. El paisaje glauco, preñado de un hilo de plata que se desliza por un riachuelo, conserva el primitivo sentido de belleza que el lenguaje -la palabra de Dios, la norma y la moral que emanan de su palabrano ha conseguido adulterar. Sin embargo, la presencia invasora desviste esa
belleza asentada con la promesa de otra belleza mayor, la que provee el mismo Dios. Con toda la delicadeza contenida en su prosa, Michon construye su miniatura en torno al salto que en un momento de la Historia reacomoda -asimila, reinventa, reconstruye- lo bello y, por ende, el paisaje humana al que abriga. A través de sus mitologías, Michon encuentra esos minúsculos detalles que testimonian un vuelco irreversible que afectó a nuestra cosmovisión. En ocasiones, ese vuelco traslada su efecto a la imposibilidad de contemplar el azul del cielo con la vieja intensidad que la moral medieval ha hurtado; en otras, “la soberanía feudal de un pequeño trozo de lenguaje”, como escribe Michon, señala ese punto de no retorno donde una idea (de belleza, hombre, mundo o moral) absorbe a sus predecesoras y las oculta en su proceso. El mérito de esta colección de vidas efímeras consiste, precisamente, en la capacidad de su autor para conjugar al pedazo de Historia con su vocación de relectura, como si en esas huellas borrosas que encontramos en las zonas más recónditas del Causse se hallasen las raíces remotas de un gesto que hoy asumimos sin pensar en su evolución. Fruto de ello, Mitologías de invierno insiste con una energía insólita en ese terrible momento-bisagra en el que una naturaleza en extinción muestra por última vez el brillo familiar que la Historia enterrará. Y Michon, no sé si como genealogista o como gestor de belleza, consigue un milagro de su narración: que esas viejas formas que antaño vivieron su eclipse gocen de tiempo (de vida, de hermosísima vida) para volver a explicarse. Esa, tal vez, es la definición de una mitología.
Barrio perdido | Patrick Modiano (Cabaret Voltaire) Juan Jiménez García
Cuando terminé de leer Barrio perdido me pregunté si eso era todo… Luego fueron pasando las horas y también los días, y empezaron a llegar las dudas, y también las preguntas… No. Quizás eso no era todo… Ambrose Guise regresa un caluroso verano a París, ciudad que abandonó dos décadas atrás. Ahora escribe novelas policiacas, novelas policiacas que se venden muy bien, tiene una hermosa mujer, unos hermosos hijos. Todo va bien, todo está bien. Antes se llamaba Jean Dekker y en realidad no era un escritor ni era nada (exactamente eso: nada). Sabemos que se marchó apresuradamente, quizás que huyó. También que hay algo oscuro en su pasado, algo que Guise teme reencontrar. Podría coger un avión y volver. Tras firmar un contrato con un editor japonés, nada le retiene allí. Bien, no es así. No volverá. Poco a poco, Guise se dejará vencer por la ciudad, por el barrio, por el entramado de aquellas calles que conoció (y que Modiano recorre exhaustivamente, sin olvidar ningún nombre) y los encuentros fortuitos, que le devuelven aquellos
años imprecisos. La memoria se transforma en recuerdos, los recuerdos vuelven a su presente. Quizás sería demasiado fácil decir que Patrick Modiano escribe una novela sobre la identidad o sobre esa memoria (porque realmente su obra está construida alrededor de estos dos temas, condicionado quizás por sus orígenes judíos). Fácil, pero cierto. Primero, impregnarse del presente (volver a la ciudad dejada, a su geografía, al barrio perdido), después, volverse permeable al pasado (volver a la memoria, a su vida, al barrio triste). Decía Bohumil Hrabal que hasta nuestros errores son perfectos, y yo me había empeñado en llamar a este libro Barrio triste, cuando en realidad, el barrio solo estaba perdido. Triste, triste,… triste como los recuerdos. Dekker, cuando ya no tiene nada que esperar (apenas un muchacho sin demasiadas pretensiones más que conseguir el dinero para viajar), se encuentra con una rica y joven viuda: Carmen Blin. Todo en Carmen evoca las cosas viejas o, al menos, aquellas que se repiten sin mucha convicción, por rutina, porque sí. Él mismo le trae a la memoria un amigo, un amor ocasional de su juventud, uno de tantos. El polvo que se acumula sobre la vida de ella y aquellos que le rodean empieza a acumularse sobre él. Una vida banal, sin sustancia, sustentada por la esperanza de una relación improbable. Como todo aquello que se construye firmemente sobre la monotonía, es necesario un acto brutal, ineludible, que venga a acabar con esa circularidad, con aquella desidia. Necesitaremos llegar hasta el final para darnos cuenta de que, en la vida de nuestro protagonista, ese acto no debería haber tenido ninguna consecuencia especial, nada de terrible, nada capaz de cambiarle la vida más que indirectamente, como sin querer, y que si es así, si se marcha a Londres, si lo abandona todo para encontrar algo (otra cosa), no puede ser por este, y que a veces, cuando uno huye, no huye de lo evidente, de lo visible, sino de lo otro, de todo lo demás, de todas esas cosas intangibles. Y eso, después de todo, es Barrio triste perdido.
Hazard y Fissile | Raymond Queneau (Seix Barral) Juan Jiménez García
Escrito cuando Raymond Queneau era aún
un
surrealista
homologado
por
André Breton (es decir, antes de que el primero huyera, junto con otros tantos, lanzando un texto incendiario a la cabeza del segundo), escrito tras haber leído en repetidas ocasiones los treinta y dos volúmenes de la serie Fantomas, Hazard y Fissile, libro olvidado y rescatado de algún cajón tras su muerte, tiene como mayor valor contener en buena medida lo que será su narrativa posterior, pero sin sus conocimientos matemáticos. Poco después escribirá Le chiendent, y algo de aquellas hojas olvidadas resuena en esta, y con ello, surge algo, una manera de escribir, que irá destilando y destilando hasta llegar a sus clásicos, y entre todos, Un duro invierno. Libro, pues, para los amantes apasionados de Queneau, que somos unos cuantos, un tanto completista, pero significativo después de todo.
La infancia de Nivasio Dolcemare | Alberto Savinio (Siruela) Juan Jiménez García
Nivasio Dolcemare, como Alberto Savinio, nace un día de esos en Grecia, lo cual le hace más italiano que los propios italianos, puesto que es él quien elige serlo. Allí pasa su infancia, momento de la vida del hombre (como indica la cita inicial) en la que nos encontramos bajo el cuidado de Antia, la ninfa de las primicias. Así, esta es la historia de todo lo nuevo que nuestro hombrecito encuentra alrededor de él, en sus días griegos, con una familia Dolcemare centro de una sociedad alta y cosmopolita, llena de bichos raros con devenires inciertos, emblemáticos a su modo. “Desde el fondo oscuro de la infancia, los «problemas» de las personas serias le han inspirado siempre la mayor desconfianza. Falto aún de discernimiento, el instinto le sugería que esas opiniones en apariencia contrarias eran en realidad dos aspectos distintos de la misma forma de estupidez”. Alberto Savinio, digámoslo, era el seudónimo de Andrea de Chirico, es decir, hermano de Giorgio de Chirico. Dedicarse se dedicó a todo, desde músico a
pintor, pasando, claro, por escritor, y atravesó su tiempo de la forma más inteligente que podía hacerlo. Y su tiempo no fue el más sencillo. Conoció a Apollinaire y los surrealistas, cierto, pero también a Mussolini y el fascismo. Considerado por Leonardo Sciascia como el más grande escritor italiano del siglo pasado (un elogio importante de alguien a quien considero el más grande escritor italiano del siglo pasado), su obra en España ha corrido una suerte incierta: ha sido profusamente (y deliciosamente editado), por Siruela principalmente, pero sigue siendo después de todo demasiado desconocido. Con una escritura absolutamente deslumbrante (de la que La infancia de Nivasio Dolcemare es un brillante ejemplo, quizás su libro más emblemático), Savinio conjuga una cultura abrumadora con la más fina ironía, en un estilo nada sencillo pero profundamente adictivo. Hay una anécdota que quizás resume al hombre, quizás al libro. Savinio, en sus últimos años, dormía en una habitación separada de su mujer. Dejaban siempre la puerta abierta, hasta que un día ella, al levantarse, encontró la puerta cerrada. Él había muerto.
Viva voz de vida | Marina Tsviétáieva (Minúscula) Juan Jiménez García
Marina Tsvietáieva conoce a Maximilián Voloshín a los diecisiete años. Un día, este llama a su puerta. Ha escrito un artículo sobre ella y quiere saber si lo ha leído. Hablan en el umbral, él quiere conocer su habitación, hacerse una idea de aquella muchacha que todavía va al colegio, lleva el pelo rapado y se cubre con bonete… “¿Y qué hace en la escuela?”. “Poesía”. Conversan
durante
cinco
horas
que
parecen apenas unos minutos y comienza así una larga amistad que acabará con la muerte de él, a la hora mágica de las doce del mediodía, enterrado en alguna montaña (Marina no sabe muy bien cuál) de las que rodean Koktebel, Crimea, el lugar donde habitó. Viva voz de vida es pues esa historia de la relación de aquel gigante mitológico con cabeza de Zeus y su amistad con la poetisa. Con la poetisa y tantos que le rodeaban, porque Max fue siempre eso, amigo de sus amigos, que eran innumerables, y que le entregaron un lugar importante en la escena literaria de aquellos años, entre blancos y rojos, entre los tiempos que se marchaban irremediablemente y aquellos que llegaban con el mismo aire inevitable.
Tsvietáieva no sabe escribir biografías. A través de ella no conoceremos la vida de Voloshín, sus grandes hazañas, sus grandes obras, nada. Conoceremos a la persona. Y también a ella misma. Y a aquellos que les rodearon. Sus sentimientos, sus miedos, sus anhelos. Como poeta, saltará aquí y allá, donde su pensamiento, su instinto le lleve y sus razones serán ningunas. Escribirá de una manera única (que Selma Ancira cuida maravillosamente en su traducción) y entre todo asistiremos a la construcción de un mito personal, verdadera razón y preocupación de una muchacha que admiraba desde bien joven a Napoleón. Así pues, más autobiográfica que biográfica, Viva voz de vida se convierte en un fragmento de historia personal, para dar cuenta de que después de todo, como dice, y para un poeta, siempre es pronto para morir, pero también es siempre la hora.
Los mutilados | Hermann Ungar (Siruela) Laia López Manrique
1. He terminado de leer una novela que lleva por título Los mutilados. La compré hace unas semanas, pese a que su autor era para mí un perfecto desconocido. ¿Cuál fue, entonces, el motivo? Probablemente el título fuera lo primero que me llamó la atención. La escogí de entre un montón de libros anodinos. Refulgió como una aguja. Los mutilados, los arrancados. Siempre me fascinaron esta clase de títulos. Los libros que incorporan a personajes oscuros, zafios, desde la infancia. 2. Franz Polzer, el protagonista de la novela, lleva lo que podríamos llamar una existencia miserable. Una vida exenta de riesgo es su ideal. Aferrado a sus miedos, al temor de la alteración del orden, a la contabilidad mezquina con que atesora sus objetos y escasas pertenencias personales. Franz Polzer se avergüenza de sus orígenes humildes, vive mediado por la mirada ajena. Su vida se basa en la repetición de una serie de actos a los que se somete con imperturbable y minuciosa exactitud (su trabajo en el banco, sus paseos
dominicales, la contemplación del retrato de su santo patrono en la cabecera de su cama antes de irse a dormir) sumados a una visión atormentada y reticente del sexo. 3. Franz Polzer odia el sexo. En el personaje de Polzer cristalizan algunos de los mitos ancestrales acerca del sexo y de las mujeres. El horror al cuerpo femenino de Polzer (depredador, inmenso, turgente) cobra una temible realidad en la figura de Klara Porges, su casera. Klara aparece representada como una suerte de mujer salvaje, que convierte en víctima a Polzer. Polzer es el hombre que no quiere ser amo de ninguna mujer, que no quiere dominar a las mujeres. En él la relación de poder entre los sexos queda suspendida. Sin embargo, acaba siendo esclavo de Klara Porges, de su amigo Karl Fanta e incluso del terrible enfermero Sonntag. 4. No puedo dejar de imaginar a Franz Polzer ruborizado. Polzer vive pendiente de los demás, de su mirada. Los demás que le miran son también los propios objetos, las imágenes. En este sentido es paradigmática la relación que el personaje de Polzer mantiene con el retrato de San Francisco: el narador resalta que en realidad la dependencia de Polzer lo es respecto del cuadro y no del santo. Vive con él (con el icono) un idilio de estrecha vigilancia. 5. En cierto modo, Los mutilados es una novela religiosa. Trata acerca de los vínculos de unión de una comunidad de seres imperfectos. El principal vínculo entre ellos es la carencia y la debilidad encarnadas en el personaje de Polzer. La novela retrata la comunidad que se ha formado alrededor del personaje de Polzer y a la que él se somete. 6. Es una novela religiosa porque es también una novela de ritos. La ruptura del rito (del orden obsesivo al cual Polzer somete su vida) significa en el libro, propiamente, la irrupción del relato.
7. Pero hablamos en todo momento de un relato infeccioso, crudo, de hombres marrones y mujeres carnales y burlonas. Un relato expresionista, objetivo hasta la mueca que lo pliega y lo retuerce. Un relato seco y abigarrado de indicios de peligro. 8. Los mutilados es una novela que hace pensar, en todo momento, en la acción, cinematográficamente imposible (y por ello soñada y reiterativa) de salir del plano (ser relieve). Muestra a una serie de personajes que son salientes, filosos, mientras que Polzer es el cuerpo o superficie sobre la cual estos personajes se erigen, del cual los personajes emergen.
Hace cuarenta años | Maria Van Rysselberghe (Errata naturae) Óscar Brox
La constante labor editorial de Errata Naturae, en cuyo catálogo caben tanto la recuperación de un texto de Thoreau como la voluntad de dar a conocer a un pensador como Alain Badiou, tiene en la colección El pasaje de los panoramas uno de sus más bellos ejemplos. Dedicada en exclusiva a la narrativa, nace de dos líneas que marcan el surgimiento del hombre moderno y de sus nuevas formas de vida, deseos y conflictos. Tras editar a autores como Lafcadio Hearn o Alessandra Lavagnino -esta, por cierto, noble exploradora de aquellas formas de la verdad que tanto apasionaran a Leonardo Sciascia en sus relatos-, Errata suma una nueva adición con Maria Van Rysselberghe. Escritora secreta, apenas editada en nuestro país, Rysselberghe compone con Hace cuarenta años su perfecta carta de presentación. De formato breve, esta obra nos sumerge en uno de los terrenos más evocadores de la literatura: la memoria. A través de la propia narradora, una pequeña porción de tiempo, perdida cuarenta años atrás, cobra vida bajo la forma de un intenso retrato del amor fugaz. Podríamos pensar en aquellos amantes de Hiroshima, reflejados con abrasiva intensidad
por las palabras de Marguerite Duras; en la delicada fragilidad con la que las emociones más sensibles ocupan el epicentro de un relato. Y, sin embargo, no alcanzaríamos a divisar la insólita belleza agazapada en el corazón de esta novela. Una casita junto a las dunas de la playa del Mar del Norte. Dos personajes -a los que tarde o temprano se les sumarán sus respectivas parejas- y un ambiente de íntima complicidad que se va gestando a partir de las lecturas compartidas, de las conversaciones interminables (esas que parecen persuadir al tiempo para que se olvide de su existencia) que desvelan el nacimiento del amor. Ella, Maria, extrae de su memoria el recuerdo de cada diminuto gesto que la llevó hasta él, Hubert. Gestos, palabras que nos conducen hasta un amor que nunca será materializado, que impregnará las paredes, los libros de esa casita junto a las dunas, pero que nunca traspasará la frontera de sus cuerpos. Ese es el mérito de la sensible prosa de Rysselberghe y donde reside el secreto de Hace cuarenta años: en su capacidad casi alquímica de trocar unos sentimientos cuya realización tienen prohibida en uno de los más profundos discursos sobre la pasión amorosa; en conseguir que esa historia que nunca podrá suceder exprese tanto amor como si hubiese sucedido. Con sus palabras, Rysselberghe exalta otro amor posible, que escapa -por bello, discreto y delicado- a las categorías ya existentes, como si estuviese contado a partir de las puras emociones de sus protagonistas. Así, en la intensidad emocional que embarga cada lectura, donde sus protagonistas reconocen unos estados sentimentales propios, Hace cuarenta años disecciona el espíritu y la condición de una sociedad que comenzaba a intuir los destellos del nuevo siglo. Maria Van Rysselberghe no publicó este relato hasta cumplir los setenta años (moriría a los noventa y tres), mientras inventariaba cada gesto, cada pedazo de la vida de André Gide hasta su muerte. Fruto de esa agilidad para encontrar
el concepto exacto que reanime aquella vida en sombra, Hace cuarenta años se erige, tal vez, en la mejor representación de aquello que Pierre Bergounioux reivindicaba para entender el camino de Marcel Proust hasta culminar el tiempo perdido: escribir desde el coraje, no desde la inteligencia; desde los años que tardamos en fermentar una imagen propia del mundo. Cuarenta años después, Maria desnudó a esa sombra para descubrir la vida que todavía habitaba en su interior, cuya existencia no abandonó durante aquel paréntesis. El amor, fugaz y no consumado, nos dice Hace cuarenta años, no es nada comparado con la impresionante sensación de vida que nos deja. Su mérito consiste en poner a nuestro alcance los efectos, las impresiones de ese pequeño gesto perdido en el paso del tiempo. Volver a vivir.
Manual de Saint-Germain-des-Prés | Boris Vian (Gallo Nero) Juan Jiménez García
Este ha sido un verano de libros inacabados o libros no publicados. Hay momentos así. Nos da por las cosas extrañas, los fenómenos sobrenaturales. Inacabados porque vas y te mueres (La mujer sentada, de Guillaume Apollinaire), inacabados porque su tiempo pasó (Hazard y Fissile, de Raymond Queneau), no publicados, porque la cosa no parece tener solución y acaba perdida en algún rincón, hasta que tu mujer lo encuentra, llega tu estudioso de cabecera (en este caso Noël Arnaud) y ahí está, otro inédito. El Manual de Saint-Germain-des-Prés lo escribió Boris Vian allá por 1950. Era un encargo de un editor ingenuo, que no llegó a ver el libro. Saint-Germain-des-Prés era el centro de París, Vian el centro del Saint-Germain-des-Prés, ¿qué mejor idea? Ahora bien, imaginemos un libro sobre la historia personal del surrealismo escrito por André Breton pero sin que aparezca Bretón por ningún lado (¡imposible!, Breton no sería capaz… en todo caso, una historia personal en la que solo aparezca él…). Bien, nuestro hombre lo hizo. Fue capaz de hablar a lo largo y a lo ancho de todo el libro desapareciendo, desvaneciéndose, en fin, borrándose.
Pero, ¿puede ser eso? Podemos asistir a tal efecto paranormal. No, claro. Boris Vian puede no aparecer “físicamente”, pero está en cada pliegue de este libro, a la vuelta de cada palabra, escondido en cada párrafo. Tal como animaba las noches y los días del barrio, anima su historia. Cuando habla de los personajes que lo habitan, es él, cuando habla de su geografía, de sus calles, de su historia, es él, cuando arremete contra esos cerdos de la prensa y sus periódicos-porquería, que nunca entendieron nada (o peor, lo desentendieron para los demás), es él. El Manual de Saint-Germain-des-Pres, que tan oportunamente edita Gallo Nero, para nosotros, es un libro suyo a tiempo completo, no una guía despersonalizada para estudiantes de sociología noctámbula. En el mundo hay pocos placeres como leer a Boris Vian. Encima, es legal (por el momento… y no siempre lo fue, hay que decirlo). Como para dejarlo pasar.
La joven | Anne Wiazemsky (El Aleph) Óscar Brox
“Su mirada ardiente y tierna a la vez me envolvía por entero, pero yo sabía ahora que esa mirada no reclamaba de mí nada más que estar allí. Cerca de él.” Con prosa clara y precisa, Anne Wiazemsky evoca en La joven un relato en el que se conjuga el fin de la inocencia con el primer contacto con el mundo del cine. A partir de su encuentro con Robert Bresson para interpretar el papel protagonista de Au hazard Baltazhar, Wiazemsky elabora una descripción minuciosa del método de trabajo bressoniano, del carácter privado del cineasta y su manera de moldear a una joven Anne hasta conseguir extraer de ella todo lo necesario para construir a la ficticia Marie. Una construcción que, a medida que pasen las jornadas, la autora acabará percibiendo dentro de ella, descubriendo a la Anne dispuesta a abandonar una imagen familiar e infantil para penetrar en ese otro mundo. Si Bresson elegía a los actores por su voz, Wiazemsky se esmera desarrollando una voz literaria que capte con todos sus matices la convivencia vital y emocional entre actriz y cineasta; el extraordinario vínculo establecido entre los dos en un ejercicio de simbiosis
creativa cuyo fruto sería, precisamente, el misterio que envuelve a cada película de Bresson. Así, en su combinación entre diario de rodaje y novela de formación, La joven revela con su delicada prosa el crepúsculo de una forma de entender la vida, tan única, especial y secreta como la convicción que late en cada plano de un filme dirigido por Robert Bresson.
Lecturas interrumpidas. Sobre Alberto Savinio, Zbigniew Herbert y Sándor Marai | Óscar Brox
Cuando los libros se amontonan en la estantería, la tentación de picotear entre sus hojas se torna más intensa que de costumbre. Unas hojas o varios capítulos, un clásico y un contemporáneo, se amontonan hasta componer una narración alternativa construida a partir de los libros cuya lectura hemos interrumpido. Con Alberto Savinio y Zbigniew Herbert sucede algo parecido a lo que implica leer a Robert Walser. Ante el detalle y la finura de sus explicaciones, no tenemos más remedio que reducir la velocidad y atender a cada página como si en ella se encapsulase todo un relato. Mientras Walser crea miniaturas de una belleza sobrenatural -pocas veces la escritura puede expresar con tal precisión el placer de lo bello-, Savinio recurre a su inteligencia privilegiada para montar una Nueva enciclopedia que responda a cada uno de los movimientos que describen la vida y sus alrededores. A Savinio lo describe un concepto tan poco común como la gracia, cuyo filo utiliza para sacudir las telarañas del humanismo y sus más groseras convenciones. Basta abrir una de sus hojas para comprobar cómo la agilidad mental se entremezcla con una prosa delicada. Así, Savinio escribe en su singular versión de la
amistad un minúsculo tratado moral en el que pone en liza el interés, la igualdad, la dominación, la felicidad, los sentimientos naturales y todo un arco de emociones morales que aúnan filosofía, literatura y análisis de la sociedad. En otras palabras, Savinio es de la estirpe de aquellos pensadores capaces de atrapar un rayo en una botella. A Zbigniew Herbert lo recordamos, entre otras cosas, porque Don DeLillo utilizó un pasaje de su obra como apertura para Cosmópolis. Sin embargo, más allá de su obra poética, Herbert mantiene también una afición por el ensayo. Su Naturaleza muerta con brida es uno de los recorridos más apasionantes a propósito de la cultura -el arte, la Historia- de Holanda. Un recorrido que reúne desde la descripción minuciosa de la geografía de los países bajos hasta un detallado análisis socio-cultural de la pregnancia del tulipán como imagen de Holanda. En su viaje, la prosa severa de Herbert describe cada rincón de un universo vivo en el que cabe el relato de los falsificadores de cuadros y la cuestión del precio del Arte, preguntas que asoman
mientras el autor polaco construye con palabras el fresco de una tradición cultural cuya herencia comprende parte de nuestra Historia más reciente. Además, a través de una serie de pequeños apócrifos, Herbert retrata con tanta sutileza como sensibilidad algunos de los rasgos que formaban parte del paisaje de sus ensayos. Con Spinoza como protagonista de una de las narraciones, recupera una pequeña anécdota aparentemente impropia del carácter del filósofo y pulidor de lentes -una disputa familiar en la un joven Spinoza litigaba contra los familiares que pretendían desheredarle- para, en apenas un gesto, anotar el alcance y las dimensiones de su tremenda contribución al desarrollo de la ética. Savinio, Herbert o Walser podrían ser tres ejemplos de lecturas interrumpidas, de obras exigentes que reclaman al lector una pausa y una moderación en cada nueva página. Sin embargo, también hay otros autores, como Sándor Márai, donde es la magnitud de su reflexión la que pide un poco más de tiempo para elaborar las primeras impresiones. Por eso, esta breve recomendación de libros cuya lectura inicial nos ha dejado petrificados, volviendo una y otra vez sobre las páginas leídas, no debe acabar sin destacar la humanidad -la piedad, el dolor, la conmiseración- que desprende una novela como El último encuentro. Tras un monólogo brutal en el que se desnudan todas las verdades fundamentales -y en el que el valor y el sentido de la amistad o del amor tienen un brillo especial-, queda el silencio más largo y abrumador al que un lector tenga que enfrentarse. Ese silencio en el que la duda de sus protagonistas se ha inmiscuido en nuestro interior.
LITERATURAS (Autores)
Leonardo Sciascia. La verdad y nuestro compromiso | Óscar Brox
La mayoría de personajes del
universo
literario
de
Leonardo
Sciascia
comparten rasgo
de
el
mismo
carácter:
su
compromiso con la verdad. Esa verdad que, corrompida e instrumentalizada, es desvirtuada repetidamente por los poderes fácticos que la administran, tales como la Iglesia, el Estado y la Mafia. Leer a Sciascia supone aprender un par de lecciones básicas: cuán vulnerable es la verdad y cuántas veces acabamos vulnerándola enmascarados bajo cualquier tipo de pragmatismo. Y es que en la Italia pintada con obsesiva recurrencia por el autor siciliano, la razón nunca se da la mano con la lógica, y viceversa; siempre hay una falacia que nos permite salirnos con la nuestra, justificar la impunidad de una acción y castigar a todo aquel que cultiva la verdad, ese personaje arquetípico que, sea policía o maestro, cae inevitablemente en una tela de araña de la que nunca puede escapar. Ante la resistencia juvenil a aceptar la realidad, Sciascia enfrenta un maduro silencio de aquel que sabe que nada va a cambiar. Mientras la izquierda italiana se convulsiona y autodestruye, evidenciando que el problema de las revoluciones es que no saben prolongar su entusiasmo, las microscópicas comunidades sicilianas permanecen aisladas en el tiempo: introducen una ligera variación en la
organización territorial, pero laminan cualquier intento por acceder a una verdad y una forma de vida cuyo campo de visión es limitado. El contexto, como un remolino que absorbe a ingenuos y extraños, que vampiriza cualquier opinión y elimina del paisaje a quien discrepa, hace patente la derrota del lenguaje como aparato de denuncia; de la razón como motor para hallar una respuesta que impida caer en el discurso de poder. Por eso, ante la pérdida de los valores fundamentales, nos queda mantener nuestro compromiso con la verdad, impedir que su monopolio la transforme en vulgar metafísica.
Color Sciascia | Juan Jiménez García
En algún lugar del libro del mismo nombre, que recopilaba un puñado de cosas suyas, Leonardo Sciascia respondía a alguna pregunta que “sin esperanza no pueden plantarse olivos”. Me he repetido tantas veces esa frase… No se puede olvidar a Sciascia. Su escritura, entre el testimonio directo de su tiempo y el de un tiempo pasado que interroga al presente, es la escritura de la esperanza que, como no podía ser de otro modo, discurría paralela al desencanto, a la amargura. Quizás no creía demasiado en su presente, en su presente siciliano (¿cómo hacerlo en aquellos años, en aquel lugar?), en una tierra que le fascinaba aun corrupta hasta lo más íntimo de su ser, por la mafia, por la política, por el hombre, como una sola cosa, pero con todo, pensaba que escribir sobre ello haría crecer esos olivos. Tal vez solo fuera el pensamiento de aquello que fue, un maestro de escuela. Tal vez. En una obra a menudo y pese a todo desesperanzada, en la que el sentimiento de derrota frente a todos los poderes (que son tantos) permanece, ¿cómo no acordarse en estos tiempos de Sciascia? Cómo no echar de menos el compromiso con su tiempo… Hay algo triste en pensar que sus obras hoy como ayer siguen vigentes, que los temas son los mismos, que todo parece cambiar, pero algo permanece. Todo permanece. En sus últimas obras, cuando ya sabía que la muerte estaba demasiado próxima a él, hay una cierta felicidad, una alegre despedida. Una historia sencilla, fue un bonito título para acabar, porque además resumía su obra. Después de todo, la vida empieza siendo algo sencillo que acaba convertido en algo tremendamente complicado, igual
inexplicable. “Resumamos”, decía el comisario en ella. Y eso hizo Sciascia, en aquel final como cualquier otro. Y se murió.
LITERATURAS (Librerías)
Leo (Valencia) | Óscar Brox
De
un
tiempo
a
esta
parte, el ámbito cultural valenciano
ha
forjado,
con paciencia y trabajo, una suerte de resistencia frente a la imagen de turismo
y
espectáculos
deportivos que definen la política cultural local. En ese ámbito se dan cita centros de actividades y espacios culturales, lugares tan emblemáticos como la Filmoteca, la estupenda red de bibliotecas y uno de los puntos de encuentro con más historia: las librerías. Más allá de las grandes superficies, en Valencia continúan existiendo una serie de librerías para las que el trato con el lector y el gusto por la lectura son los principios fundamentales del oficio de librero. Uno de esos pequeños grandes lugares es Leo, librería ubicada en la Rinconada de Federico García Sanchiz, que el pasado mes de septiembre cumplió su primer año de vida. Regentada por los socios Maite, Julia y Leopoldo, Leo es una librería con encanto, cuya preciosa decoración interior se complementa con la excelente selección de libros. Como ellos mismos señalan, una de las claves de su negocio es que, antes que libreros, se reconocen lectores ávidos. Fruto de ello, Leo
se compone de un catálogo de libros cuyo origen, en bastantes ocasiones, ha sido el boca-oreja y la recomendación entre lectores. No en vano, mantener una conversación con ellos implica que en algún momento acaben cruzándose las ediciones cuidadas de Nórdica Libros, la apuesta de calidad de Periférica, la prosa excelente de Robertson Davies o su debilidad por John Williams, el autor de Stoner; recomendaciones que se encargan de plasmar en un tríptico al alcance de todo el que se acerque a su librería. En un momento de hibridación en el que cada vez más las librerías apuestan por la polivalencia y la integración de elementos en su negocio, Leo basa su identidad en mantener con vida y estimular las raíces del librero: el contacto cercano, el intercambio y la conversación. Una vocación que tiene su expresión en las presentaciones de libros, mesas redondas, talleres, clubes de lectura y exposiciones fotográficas que organizan. Todo ello con la voluntad de dinamizar la actividad y la oferta cultural de la ciudad. Así, Leo es el espacio idóneo para lectores con gusto e inquietudes que quieren compartir sus últimas lecturas, bibliófilos que adoran clasificar sus libros según las editoriales, personas que disfrutan de la lectura y, en fin, que desean aportar su granito de arena al enriquecimiento cultural local. Pasear la vista por su gran escaparate, repleto de novedades comerciales y también singulares, es uno de esos placeres para el aficionado que a buen seguro aumentará nada más pisar su interior. Por eso, en Détour os invitamos a que os acerquéis a esta librería y descubráis el amplio y variado catálogo de propuestas de que disponen. En definitiva, un espacio que demuestra, con cariño y dedicación, que todavía hay lugar para la cultura y los libros.
Railowsky (Valencia) | Juan Jiménez García
Quizás lo primero sería preguntarme qué espero de una librería. Sí, eso es. De una librería, espero que no tenga todos los libros del mundo (ni tan siquiera casi todos), que nadie me persiga (que me deje mi tiempo y también mi espacio), que sea un lugar en el que habitar (aunque sea por una hora… o media), que no tenga letreros luminosos (o muy luminosos), que su escaparate me haga detenerme (y no por los adornos navideños o la decoración de dudoso gusto, sino porque sea la promesa de algo que contiene su interior). Quiero encontrarme con un librero que no lo sepa todo (como yo), y también que dude (igual que yo), y que ni tan siquiera pueda aconsejarme (no siempre), sino que quizás solo hablemos de nuestras cosas. Quiero que no sea inmensa y que los libros no estén ordenados alfabéticamente (no tengo prisa, puedo mirarlos uno a uno… y encontrar), ni que unos autores tengan rótulos más grandes que otros (que igual ni tan siquiera están). Sí, eso es. Algo así. Pienso en todo ello, y entonces entiendo porque Railowsky es la librería de mi vida, porque llevamos juntos alguna década y porque espero que sigamos juntos mucho más tiempo. Quiero ir a su búsqueda (que no encontrarme con ella), subir los escalones, mirar sus escaparates que ni tan siquiera dan a la
calle (púdicamente), recorrer con la mirada libro a libro lo que muestran (y lo que intuyo). Atravesar su puerta (porque Railowsky tiene puerta… y hasta hay que empujarla), y entrar en la librería más pequeña (quizás) que conozco, y que es pequeña porque es generosa (y comparte su espacio con una sala de exposiciones). Entonces, miro al fondo y Juan Pedro sigue tras su mesa (luego todo está bien). Durante años, los libros han compartido su sitio armónicamente. Los de fotografía nunca pretendieron ocupar el lugar de los de cine, ni la literatura el de los libros de arte, ni tan siquiera intercambiaron nunca su lugar. En el centro, nada más entrar, está mi mesa preferida de todas las mesas que he conocido. En Railowsky siempre encontré aquello que no buscaba pero que quería tener. ¿No debería ser siempre así? Lentamente, voy dando vueltas alrededor de ella, acariciando a veces los libros. No es ni tan siquiera necesario abrirlos (no siempre). Algunos nos esperan. Vuelvo sobre los estantes, una y otra vez. Uno se lleva unos cuantos libros y se deja algunos otros, muchos, demasiados. Es siempre así. Sin embargo, aquí, nos queda la sensación de que volveremos a verlos, que nos esperarán (y quién espera hoy en día). Nos dicen que es el fin de las librerías. Comparan los libros con los papiros, nos hablan de lugares inmateriales con millones de libros, en los que con apenas unos toques todo estará a nuestro alcance en unos días, ni tan siquiera muchos. Miles de libros caben en un pequeño cacharro, y no será necesario tener habitaciones enteras de ellos. ¿Y para qué todo esto? ¿A qué huele una página web? ¿A qué huele un libro electrónico? (a caucho, podríamos decir, como aquella loca en Mon oncle, de Tati, sobre las flores de plástico). Dicen que eso es pura mitomanía, y bueno, sí, los sentidos están en horas bajas. Hemos descubierto que podemos hacer tantas cosas solos, sin la ayuda ni la necesidad de nadie, que acabaremos solos.
No, por favor, quedaos con vuestros lugares inmateriales, pero dejadnos las librerías y los libros. Dejadnos sentir humanos, creer en el azar de los encuentros, creer en los descubrimientos, en las cosas que no siguen un orden, en lo que no es fácil, en lo que se puede caer al suelo y volverlo a coger. En lo que pasa (el tiempo, las hojas, las personas) y en lo que permanece. Dejadnos Railoswky y todas las librerías que en algún momento soñaron ser libres.