Détour. Cuaderno de arena. El levante

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Détour. Cuaderno de arena Editado por Détour Cultura, Asociación Cultural ISSN: 2444-4022

Editores Óscar Brox, Juan Jiménez García, Francisca Pageo

Escriben y/o ilustran Roberto Amaba, Óscar Brox, Juan Jiménez García, Francisca Pageo, María Simó, Emilio Toibero

Portada Francisca Pageo

Maquetación Juan Jiménez García

Agosto 2015

detour.es, correo@detour.es


5 Huevo, leche miel, seda. Semih Kaplanoglu y el Nuevo Cine Turco por Roberto Amaba 11

L’avventura

por Francisca Pageo 15

Rue Lepsius, 10: recuerda cuerpo

por Emilio Toibero Ilustración de María Simó 19

Literaturas

Mircea Cãrtãrescu, María Belmonte, Cesare Pavese, Salvatore Niffoi, Mohamed Chukri, Jean-Claude Izzo, Scipio Slataper, Marguerite Duras, Leonardo Sciascia Por Juan Jiménez García, Óscar Brox


El levante, poema en prosa del escritor rumano Mircea Cãrtãrescu, narra en clave de epopeya la travesía por el acervo cultural de su país. Siglos de acontecimientos que la lengua recoge en forma de pequeñas historias con las que el Arte dibuja los contornos de una imagen. La de un mediterráneo que baña las costas de Europa y de parte de África hasta morir en la península de Anatolia. Un mar construido con relatos, aventuras y mitos, cuyas aguas conducen, como un torrente sanguíneo, esa cultura compartida que se extiende por todo el sur del continente. Esa misma que nos convierte en peregrinos de una belleza que se cifra en los versos de Kavafis y en las palabras íntimas de Duras, en la estética del cine turco de Semih Kaplanoglu y en la modernidad que Michelangelo Antonioni arrancó en L’Avventura. Hace un año dedicamos el verano a reunir, bajo diferentes temas, los contenidos más destacados publicados en Détour. Llamamos a esa colección de textos nuestro Cuaderno de arena. Doce meses más tarde resucitamos la idea bajo una nueva apariencia, la de una revista que condensa en forma de monográfico los diferentes artículos que han sido parte de nuestra publicación. Y empezamos, como no podía ser de otra manera, girando la vista hacia el mar y hacia el Levante. A todos aquellos países con cuyas tradiciones culturales mantenemos una ligazón. A esas pequeñas patrias que, como la Sicilia de Leonardo Sciascia o la Córcega de Salvatore Niffoi, brillan con un fulgor especial. Que, como Cesare Pavese o Mohamed Chukri, nos han enseñado a mirar la realidad de otra forma. A ver con otros ojos, los de Jean-Claude Izzo o de Scipio Slataper, la Historia de Europa. A sentir de otro modo. Y es ahí, en las páginas que siguen a continuación, donde empieza todo.

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Huevo, leche, miel, seda Semih Kaplanoglu y el Nuevo Cine Turco

Roberto Amaba

La condición fronteriza de Turquía es una cantinela de la que ha sido imposible despegarse. Hoy todavía dudamos dónde empieza o termina esa cosa que nuestros medios de comunicación denominan, con su habitual halitosis, Oriente Medio. Si responde a una cuestión de longitud geográfica, de Historia, de cultura, de geopolítica o de simple tectónica de placas. En el caso de Turquía podemos comprobar cómo esa situación le ha afectado desde la presidencia (1923) de Atatürk hasta el presente. Casi un siglo, el siglo del cine. En el siguiente texto comentaremos la relación de esa peculiaridad histórica con una parte fundamental de la cinematografía turca contemporánea a través de la obra de Semih Kaplanoglu.

I. Cruzando el puente A nivel sociopolítico a Turquía nunca le cuadró la utilización de la figura de puerta o puente entre territorios. Arrastraba una evidente insinuación a la arquitectura efímera. Enfrentarse a ese tópico del país como lugar de tránsito -cuando no de hogar partido con Estambul como sinécdoque- tuvo como consecuencia la exaltación de la unidad, de la patria. La búsqueda de la identidad en tales situaciones termina siendo confusa y parcial, no precisamente por el crisol turco, sino porque el concepto se construye sobre aquello que le interesa a unos cuantos en un momento determinado, ignorando o reprimiendo al resto. El orgullo, el progreso y el honor como fundamentos de un kemalismo recitado desde la escuela infantil. Ese sentimiento nacionalista que muchos sólo hemos apreciado en Turquía a partir de su solicitud de ingreso en la Unión Europea, no es ni nuevo ni consecuencia del terreno ganado por el islamismo político en los últimos cincuenta años. Hacía tiempo que Turquía tenía como plan convertirse en entidad única y superior frente a una diversidad que arrancaba en el pasado imperial de siete siglos (cuyos

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límites eran europeos, africanos y árabes) y terminaba en los múltiples pueblos -Kurdo, Yörük, Azerí, Rom, Balkar, Uyghur, Tatar, Pomak, etc.- esparcidos por Anatolia. La cinematografía turca del siglo XX no fue ajena a esa tendencia nacional. Al no ser el cometido de este texto valorarla al completo, saltaremos pronto al lugar donde quedan enmarcadas las obras que nos interesan: el Nuevo Cine Turco en su versión más poética y menos política, comercial o popular. Aunque en muchas ocasiones es imposible trazar una división entre términos, y cuando es posible tal vez es injusto y caprichoso. Esta nueva ola cuenta de entrada con un logro: consiguió desterrar la idea del cine turco como algo chusco. Una consideración que procedía de la, en verdad, paupérrima producción de los años 80 que Internet se encargó de difundir y ridiculizar. Sin embargo, el Nuevo Cine Turco no parece que despertara la curiosidad por un pasado que siempre arrastró su confinamiento al Yesilçam como etiqueta industrial entre los 50 y los 70 del siglo XX. Época en la que llegaría a ser una de las cinematografías con mayor número de películas producidas por año. A pesar de tal volumen, su expansión internacional fue débil si eliminamos algunos de los países vecinos como consumidores inmediatos. Un pasado que sí dejaría figuras y filmes merecedores de rehabilitación fuera de esa gran masa de cine popular que no estoy en condiciones de comentar con mínima competencia. No obstante, la aparición de un cine más abarcable y accesible de tipo social y político podría empezar por un rastreo de la filmografía de Yilmaz Güney anterior a El Camino (Yol. Serif Gören, Yilmaz Güney, 1982), la que parece ser su obra más -por no decir única- conocida. Finales de los sesenta e inicios de los setenta, cuando Güney realiza películas excepcionales como La esperanza (Umut, 1970), algunas de un nivel inferior pero también de interés y con pasajes apasionantes: La novia de la tierra (Seyyit han, 1968) o Lobos hambrientos (Aç kurtlar, 1969), y otras como Padre (Baba, 1971), cuya influencia aun podrá apreciarse en filmes

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actuales: Tres monos (Uç maymun. Nuri Bilge Ceylan, 2008). La obra de todo un personaje de la cultura y la política turca que merece la pena visitar hasta su interrupción con El Muro (Duvar, 1983). Un poco antes, Metin Erksan -sí, el mismo de Seytan (Turkish exorcist, 1974)- firmará la maravillosamente castellana El árido verano (Susuz Yaz, 1964) y la menos inspirada pero sorprendente Tiempo para amar (Sevmek Zamani, 1965).

contradicción sobre la identidad de su pueblo, asoma como una de las razones. Como en cualquier otro país, triunfar en festivales de prestigio no es suficiente para atraer al público de casa, más interesado en el filón comercial abierto en su día por el filme de Turgul. Con todo, el cine turco contemporáneo ha seguido viviendo de manera injusta en una segunda línea de atención crítica y cinéfila respecto de otras cinematografías asiáticas.

El Nuevo Cine Turco que nos interesa adquiere forma al coincidir en el tiempo diferentes factores económicos y azares culturales. A la profunda crisis económica de los años 90 le siguió una fase de reformas. Se liberalizan medios de comunicación y entran en el país distribuidoras norteamericanas que permiten la apertura del mercado cinematográfico. Éxitos de taquilla como El Bandido (Eskiya. Yavuz Turgul, 1996) vuelven a situar al cine como medio de entretenimiento de masas. Entre 1994 y 1997 realizan su primer largometraje directores que habían llegado al cine a través de diferentes caminos (el cortometraje, la televisión o el arte): Yesim Ustaoglu, Dervis Zaim, Nuri Bilge Ceylan, Zeki Demirkubuz o Kutlug Ataman. Tabutta rövasata (Somersault in a coffin, 1996), la pasoliniana ópera prima de Dervis Zaim, suele considerarse -es discutible- la obra fundacional. En cualquier caso, es sintomático que fuera alguien cuyo origen (chipriota) no era 100% turco quien la realizara. Y que uno de los más celebrados en años venideros, Fatih Akin, sea alemán. También en 1996, en abril, el Centro Pompidou organiza una magna retrospectiva en París sobre la historia del cine turco comisariada por Mehmet Basutçu.

Al contrario que la política el arte no suele tener miedo a la variedad, ya sea fruto de la tradición o de nuevas importaciones. El estupendo documental Crossing the bridge: The sound of Istanbul (Fatih Akin, 2005), lo explica a través de la música. El Nuevo Cine Turco no sólo ha cruzado ese puente, antes se ha encargado de construirlo. De hecho, la coproducción será una fórmula corriente para sacar adelante proyectos, por lo que no extrañará ver acreditadas productoras de Grecia, Alemania, Italia, Francia, Chipre, Bulgaria, Hungría, Holanda, Bélgica y hasta España. De esa actitud ante los hechos para nada reñida con el pragmatismo, deviene una unidad más sincera y conseguida que la exigida por los gobiernos durante décadas. En lo temático –teniendo en cuenta la diversidad de puntos de vista- resultará sorprendente la coherencia de este nuevo cine. Pasado el puente, el celuloide turco se desenrolla como continuación simbólica de la Ruta de la seda.

En estos tres últimos lustros el Nuevo Cine Turco se ha convertido, tal vez, en la más clara manifestación transnacional de la cultura turca. Igual que sucedió con los cineastas de Irán –si bien estos con problemas políticos más graves-, el cine turco ha sido mejor aceptado fuera que dentro. Reflejar sin reparos la eterna y absurda

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II. Yusuf eran tres La primera vez que vemos a Yusuf no es necesario ser perspicaz para darse cuenta de que las cosas no le van bien. De noche, apurando un vaso de vino, dejando que suene el teléfono, fumando y escuchando música, se descalza para dormir en un camastro en su librería de viejo. El encuadre en leve contrapicado transmite cualquier sensación excepto la de enaltecer al retratado. Yusuf queda presentado como

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uno de los personajes alienados de Demirkubuz, encerrados en habitaciones claustrofóbicas, presos de rutinas y situaciones de las que es imposible escapar y que para mayor angustia se repiten hasta el abismo. Habitantes de una ciudad –Estambul- caótica y fantasmal. Yusuf empieza siendo un personaje de Demirkubuz y en cierto momento será uno de Ceylan, todo para terminar como uno genuino de Semih Kaplanoglu. Igual que le sucede a Yusuf, el relato de una vida a través de una serie de películas, su división en tres partes, la estructura interna de estas, los subtemas que puntúan ese ciclo vital, la asimilación de diferentes culturas y obras o el reciclaje estético al que procede el cineasta, está bien lejos de la idea de originalidad por todos aceptada. Falsa y peligrosa idea, coartada frecuente de imposturas intelectuales y artísticas. Pocos sitios mejores que Turquía para saber que el Mediterráneo, el Mármara, el Egeo y el Negro, ya fueron descubiertos y explorados. De oriente a occidente, de Satyajit Ray a Bill Douglas pasando por Mark Donskoi y François Truffaut, Semih Kaplanoglu –en la encrucijadareclama un lugar con su Trilogía de Yusuf: Huevo (Yumurta, 2007), Leche (Süt, 2008) y Miel (Bal, 2010). La disposición regresiva del sujeto, la ausencia de un tiempo lineal que hile las partes, la incoherencia entre fechas y personajes o las diferentes ambientaciones y localizaciones, no pueden ser vistas hoy en día como alardes o riesgos formales. Su utilización es accesoria y solo refuerza la planificación de la trilogía como un todo desde el principio, desde que el personaje de Yusuf adolescente empezó a rondar la cabeza del director. La conexión entre Huevo-Leche-Miel es, por tanto, producto de un programa que hace que la repetición de motivos tenga absoluta coherencia dramática y narrativa. Las piezas funcionan con idéntica soltura en conjunto y en autonomía. Las historias se desenvuelven en tres planos/universos paralelos. Estas obras de Kaplanoglu se alimentan de una serie de temas que el Nuevo Cine Turco había venido utilizando de manera recurrente desde sus comienzos. Son temas endémicos del país actualizados a la fuerza por las nuevas miradas y por la situación de final y comienzo de milenio. Kaplanoglu continúa esa tradición temática que cuenta con el regreso al hogar como núcleo. Un tema que utilizará en Lejos de casa (Herkes kendi evinde, 2001), su debut cinematográfico que desgraciadamente no he podido ver. A este tema le siguen: el enfrentamiento entre la Turquía rural y la urbana, la patria, la naturaleza, las relaciones familiares, el rol de la mujer, el idioma, la religión y la infancia. El cineasta no innova en superficie, pero sí en los matices. Vamos a pasear por cada uno de ellos.

III. Heimkehr La nueva ola turca representa el regreso al hogar como suceso alejado de la idealización y la nostalgia. Sigue latente en buena medida la propuesta de Güney en El Camino, la inestabilidad política de la década, los ecos de una pesada historia militar con la asonada de 1980 y la simultánea de 1997, las sucesivas crisis económicas, la despoblación rural y la imposibilidad de alcanzar una identidad nacional satisfactoria para todos. Todo regreso implica un abandono anterior, la emigración interna y externa sufrida por Turquía durante años. Llegado el momento de regresar al hogar es muy probable que este ya ni siquiera exista, como en la alucinada última parte de Viaje hacia el sol (Günese yolculuk. Yesim Ustaoglu, 1999). Se regresa muerto, para morir o para cumplir con la muerte de otros. Eso es lo que le sucede a Yusuf, que aseguraba odiar un lugar convertido en cárcel hasta su redescubrimiento a través, primero de los elementos y segundo de las personas, nunca al contrario. Yusuf no sabe nada de los que fueron sus amigos y desconoce el parentesco que le une con Ayla. Su madre le encubría haciendo regalos, prometiendo visitas o repartiendo sus libros de poesía entre las amistades. Ni siquiera atina a identificar a los ancestros ahora convertidos en lozanas plantas. Le sucede lo mismo que al muchacho de El pueblo (Kasaba.

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Nuri Bilge Ceylan, 1997), que añoraba su tierra por el olor del suelo, por los pinos, los robles o los perros. Para Yusuf los lazos con el hogar son más telúricos que humanos. Hasta que descubre la nuca de Ayla. La naturaleza en este cine no sólo llega mediante el ojo. El oído es fundamental en unas bandas sonoras que en la trilogía no cuentan con partituras musicales compuestas para la ocasión. El catálogo de sonidos ambientales es ilimitado. El viento, las hojas rozándose, animales salvajes y domésticos, la lluvia, el trueno, etc. La contrapartida urbana de ese despliegue sonoro del Nuevo Cine Turco la encontramos en sirenas y radios policiales, de alta carga simbólica y textura gutural, que inundan las películas ambientadas en Estambul. La llamada del almuédano, por supuesto, tanto en el campo como en la ciudad. Los sonidos de la naturaleza, por fortuna, no responden a la majadería chill out que algunos esperan de ellos. Que el trino puede convertirse en graznido es algo demostrado por Reha Erdem en la Mouchette turca: Hayat var (My only sunshine, 2008). Y que el concierto de los árboles puede devenir cacofónico y trágico, lo ilustra la rama quebrada en la que cuelga el padre de Yusuf en Miel. El Nuevo Cine Turco no es un cine paisajístico a pesar de contar con material para serlo; no lo es en un sentido visual ni auditivo.

Sentimiento de culpa que coincide con la aventura sentimental de su madre. Una relación a la que ha llegado gracias a que él no se encargó en su momento de arreglar lo que tantas veces le pidieron: el neumático de la motocicleta. En la trilogía, la liberación femenina se limita a ese episodio y, en menor medida, al papel de Ayla, a su carga sentimental y a sus afanes académicos. Kaplanoglu le presta mayor atención al asunto en su filme anterior: Melegin düsüsü (Angel’s fall, 2005). Las diferencias entre la figura paterna de Melegin düsüsü y la de Miel, marcan la distancia poética que, sobre cualquier otra cuestión, Kaplanoglu trata de otorgar a su trilogía. El papel de la mujer en la jerarquía familiar y en la sociedad turca, sin embargo, ha sido uno de los grandes temas de discusión social, religiosa y artística desde la aparición de movimientos feministas -también en torno al cine- en los años 80. Para profundizar un poco dentro del Nuevo Cine Turco, además de rastrear el tema en las películas, se puede atender al papel de mujeres cineastas como Yesim Ustaoglu y Pelin Esmer.

La razón que Kaplanoglu ofrece en Leche del inevitable éxodo de Yusuf a la urbe, tiene menos implicaciones sociales y políticas que en otras películas. Esa preferencia por la estética en vez de por el mensaje, será una constante más que agradable de la trilogía. Yusuf es un poeta cuyo futuro corría riesgo de parecerse al del protagonista de Pyaasa (Guru Dutt, 1957) o al del profesor borracho al que pide consejo para publicar sus poemas. No tenía más salida que la cantera donde ya se estaba pudriendo su otro amigo poeta. El mito arcádico tampoco concuerda ni con el personaje ni con el cine turco fuera de la rama del Popular Nostalgia Cinema. Como, en definitiva, no existe ningún lugar donde se pueda ser poeta sin sufrir las consecuencias, decide que si debía pasarlo mal que fuera al menos rodeado de libros.

El idioma, otro de los grandes dilemas del país, Kaplanoglu lo presenta como un problema humano y biológico, no político. La utilización del idioma por el poder para reforzar la ansiada identidad, la convierte el director en mecanismo dramático. Yusuf habla y escribe lo justo y su capacidad para relacionarse con los demás es limitada. Desde su tartamudeo infantil en la lectura, desde que se quedaba en el aula durante el recreo, desde las confidencias al oído con su padre. El silencio como disfunción y, con el tiempo, como decisión. Yusuf adulto da la sensación de no necesitar una comunicación intensiva con el resto, mucho menos con aquellos que dejó atrás hace años. Sólo al final de Huevo se intuye un cambio de tendencia, cuando rompe a llorar y cuando come con apetito. No hay rastro del silencio como imposición política o presión social, con la aniquilación del kurdo como principal ejemplo. Al respecto pueden verse la cansina y poco sutil Big man, little love (Büyük adam küçük ask. Handan Ipekçi, 2001) y On the way to school (Iki dil bir bavul. Ozgür Dogan, Orhan Eskikoy, 2008), endeble documental (?) sobre un joven profesor de primaria destinado a una aldea kurda.

Ese aparente fracaso vital con el que se inicia Huevo, facilitará su reintegro posterior en el hogar materno gracias a Ayla. Pero antes de sentirse también desmotivado con la poesía («Ya no me gustaba lo que escribía»), había sufrido dos desengaños decisivos en su vida: Yusuf, en Leche, pierde al mismo tiempo la patria y la atención prioritaria de su madre. En un país que inyecta el ardor patriótico desde la escuela, no ser apto (Yusuf y su padre son epilépticos) para cumplir el servicio militar es una deshonra.

Turquía es un país de supersticiones -bueno, supongo que no más que cualquier país actual- y la primera de todas ya la hemos mencionado: la patria. A esta le sigue, hasta copular, confundirse, yuxtaponerse o lo que ustedes deseen, la religión. Rezos, imanes, videntes, maldiciones, leyendas. Ritos casi macabros como el de la serpiente y la mujer con el que se abre Leche. Yusuf es escéptico y no le agrada ninguna de esas manifestaciones esotéricas, si acaso siente más respeto por el folklore de un mercado o por la fiesta

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posterior a una boda. El sacrificio que dejó pendiente su madre al morir le incomoda: «No creo en esas cosas». Pero todavía le molestó más la lectura de los posos del café a la que se encomendó también su madre en Leche. En Miel, Yusuf es demasiado niño para tener conciencia de la banalidad que supone llevarlo al imán para que cure su falta de habla, para que sane el “mal del susurro”. Kaplanoglu utiliza en Huevo ese sacrificio del carnero como excusa narrativa. Yusuf, de inicio, lo pospone a un futuro viaje que lógicamente no realizará, luego cede por educación ante los temores de Ayla y termina alargándose con la ausencia del pastor y del rebaño cuando acuden a comprarlo. Llega un momento en el que la cadena de impedimentos hace que Yusuf se convierta en George Bailey incapaz de abandonar Bedford Falls en ¡Qué bello es vivir! (It’s a wonderful life. Frank Capra, 1946). El cordero, la falta de un abogado que tramite el papeleo del entierro, un viejo amigo que lo detiene justo antes de coger el coche y un enorme mastín que lo retiene toda la noche al raso cuando ya había logrado marchar tras superar todos los aplazamientos. La resolución de la escena del sacrificio tal vez sea una de las más brillantes en cuanto a puesta en escena. Yusuf es un tipo sensible al que le da reparo matar un animal, y con ello juega el director en el momento de pasarlo a cuchillo. Yusuf desvía y mantiene unos segundos la mirada hacia un espacio off para que, justo en ese instante, Kaplanoglu corte a un plano de Ayla en la lejanía. La ambigüedad que otorga al acto con esta operación de montaje es maravillosa y uno termina pensando que la última voluntad de su madre se acaba de cumplir. Que el deseo que llevaba implícito el sacrifico era el de la compañía que ella no le daba a su hijo hacía tiempo. Con ello, Yusuf y los espectadores no asumimos una revelación religiosa, sino afectiva y narrativa, respectivamente.

IV. ¿Dónde están las colmenas de mi amigo? Para que la trilogía adquiriera cierto reconocimiento, tuvo que llegar el Oso de Oro obtenido por Miel en el Festival de Berlín de 2010. La infancia como constante en el cine turco y como gran atractivo para los jurados festivaleros. El portavoz de aquel tribunal era Werner Herzog, quien elogió el brillante uso de la naturaleza más allá de la postal. La importancia de filmar junto al Mar Negro, diría Kaplanoglu. En este tipo de películas con y sobre niños, gran parte de la suerte y del trabajo se encomienda a la elección del intérprete. El director lo sabía y ha dejado constancia de las dificultades de encontrar no un niño adecuado para el papel, sino al niño. Bora Altas, difícil negarlo, resulta admirable como el primer/último Yusuf. La visión de la infancia suele estar condicionada por las experiencias de unos cineastas que tratan de utilizar el cine como herramienta, como enlace entre la generación anterior -la de sus padres- y la posterior -la de su descendencia-. Yusuf guiñando un ojo al niño que merodea por el cementerio y la casa es una de esas conexiones impagables. El cine como medio para tomar conciencia de cómo el tiempo altera la manera de percibir los espacios. La enormidad de una calle, de un corral, de una escalera, de un animal o de una montaña cuando se es niño, frente al reajuste escalar en los ojos del adulto. El aula del colegio, el camino hasta ella, los uniformes, los compañeros y el maestro adusto son los motivos más representativos de esa infancia turca. El retrato, a pesar de incluir en determinadas ocasiones el componente biográfico, no es siempre amable. En Miel, junto a la pérdida del padre, la amargura llega con la forma que tiene el niño de lograr lo que durante toda la película ha deseado: la chapa que prende el profesor en el pecho de los buenos lectores. Miel también cuenta con un gran episodio sobre la lucha por la supervivencia infantil. Aquel en el que Yusuf roba los deberes a su compañero para librarse de la reprimenda del profesor. Un acto de venganza tras haber visto como su padre le hacía un regalo, que no dejará de pesarle en su pequeña conciencia.

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Eliminar la maldad innata de la niñez es uno de los errores más graves y frecuentes de este tipo de películas. Sin llegar a los límites casi morbosos de Erdem en Bes Vakit (Times and winds, 1996), esa dualidad ocasional de Yusuf está muy bien incorporada por Kaplanoglu. De Yusuf se puede decir que es un “niño bueno”, pero no lo suficiente como para resistirse al engaño. Igual que aquel pequeñajo de Nubes de mayo al que su tía le encomienda el cuidado de un huevo que, si es capaz de no romper durante un mes, le valdrá como resguardo para obtener un reloj musical. El huevo, faltaría más, se romperá, lo que no será obstáculo para entrar en cólera por la causa de esa rotura, y para dar el cambiazo por otro ejemplar con el que concluir el desafío. En esta ocasión, ni a Kaplanoglu ni a Yusuf se les podrá acusar de un exceso de miel. Sabiendo que las preocupaciones y los temas son en muchos casos compartidos, la forma y el tono se convierten en uno de los elementos diferenciadores. Por ejemplo, mientras Demirkubuz exprime a Dostoievski (y a Camus), Ceylan busca a Chéjov. Conviene tener presente la herencia soviética sobre esta generación y situar antes la literaria que la cinematográfica, con Tarkovski y, por consiguiente, Dovzhenko a la cabeza. Nada tendrá que ver la sequedad bressoniana de Demirkubuz con los tics pseudomodernos de Yücel, ni el costumbrismo de Ustaoglu con el surrealismo de Zaim, ni el humor de Akin con la ironía del primer Ceylan, ni con el más fatuo que surge a partir de Los climas (Iklimler, 2006). Esa tendencia a la solemnidad según pasan los años será uno de los riesgos que se pueden apreciar, en comparación con las obras que abrieron camino, entre algunos de los cineastas más representativos. Kaplanoglu llega algo tarde, ya comenzado el nuevo siglo, pero con la trilogía de Yusuf mantiene intactas la ligereza y la frescura. Esa incorporación sobre la marcha hace que tenga presente el legado inmediato de sus “compañeros”,

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pero también que una película del 2005 como Melegin düsüsü pueda parecer pasada de moda, como lo que se hacía diez años atrás; personalmente no lo creo. Kaplanoglu también citará directores hacia los que siente afinidad pero con los que no guarda un parentesco inmediato: Bresson, Ozu, Bergman, Antonioni, los Dardenne, Tarkovski. Kaplanoglu conoce bien cerca de qué flores debe situar las colmenas, pero la elección, la posterior mezcla y los procesos de elaboración –como sucedía con Yusuf- ofrecerán un resultado de gusto particular. Cualquiera que se acerque sólo a Miel no dudará en emparentarlo además con Erice y Kiarostami. Un cine iraní que al margen de su innegable influencia sobre el cine turco –y sobre tantos otros desde principios de los 90-, se encargó de monopolizar la atención durante el estallido de dos cinematografías consideradas hasta entonces por los europeos poco menos que exóticas, cuando guardaban con nosotros lazos culturales y estéticos indudables. Lo hemos apuntado a propósito de El árido verano, y lo mismo podría hacerse en el caso de Irán con una película como La vaca (Gaav, Dariush Mehrjui, 1969), que es italiana, japonesa, india, rusa y española sin dejar de ser profundamente iraní. Concluyendo, a este espectador español muchas obras del Nuevo Cine Turco le despiertan una serie de identificaciones que su propia cinematografía no logra con la misma eficacia y continuidad. Con la radiante industria del odio funcionando a todo trapo, no sería extraño que algún día se llegara a considerar esta experiencia ante el cine o ante cualquier manifestación ajena, como alta traición. Mientras tanto, el Nuevo Cine Turco debería lucir hoy en negrita y con el antónimo de una de sus obras maestras: cercano.

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L’avventura

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Rue Lepsius, 10: recuerda cuerpo

Emilio Toibero

de la poca importancia que la literatura tenía para los griegos en ese entonces)

i.m. Aldo Oliva para Gustavo Fontán

“El verdadero artista no es como un héroe mítico que tenga que escoger entre virtud y vicio, sino que se servirá de ambas y las amará, a ambas, igualmente.”

I

“Lo que importa para nuestra felicidad no es el juicio que los demás tengan de nosotros sino cómo pensamos que es ese juicio. El sostén de nuestra vida radica en la imaginación y no en la realidad.” (Comentarios escritos por Konstandinos Kavafis en los márgenes del libro Selections from the Writings of John Ruskin, primera serie, 1843-1860) «Pero al lado de todo lo desagradable y hostil de la situación, cada día peor, déjeme anotar -como una muestra de alivio en nuestras miseriasuna ventaja. La ventaja es la independencia intelectual que se garantiza. Cuando un escritor sabe bien que unos pocos ejemplares serán vendidos, gana una gran independencia para su trabajo creador. El escritor que tiene la seguridad, o al menos la posibilidad de vender toda su edición, y quizás futuras ediciones, no pocas veces es influenciado por las futuras ventas. Casi sin saberlo, sin pensarlo, habrá circunstancias cuando conociendo lo que el público piensa, lo que gusta y compraría hará algunos pequeños sacrificios, escribirá esta frase un poco diferente, dejará fuera aquello. Y no hay nada más destructivo para el arte, tiemblo con sólo pensarlo, cuando una frase debe ser cambiada, cuando hay que omitir algo.» (Konstandinos Kavafis en 1907 hablando acerca

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Inesperada suerte

cinematográfica está

conociendo

este

poema.

Es

dicho enteramente en Dans le rouge du couchant (2003), de Edgardo Cozarinsky y figura, asimismo íntegramente,

en

el

La

guion

de

costa errante, que, durante

mayo

y

junio de este año rodó

Gustavo

Fontán en Cataluña. Puede

advertirse

cómo adquiere un sentido

similar al

que le otorgo más arriba en el filme de Cozarinsky.

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En La ciudad1, poema cuya primera escritura es de mil ochocientos noventa y cuatro y cuya última es de mil novecientos diez -la permanente reescritura en pos de la depuración es una de las marcas del trabajo de Konstandinos Kavafisdos voces, enlazadas por el recuerdo de una de ellas, dialogan. La una cita palabras de la otra y le responde. Quien es citado quiere abandonar la ciudad, quien le contesta le advierte que no encontrará otra. El texto se cierra con dos versos que, en la traducción de Carlos Miralles, dicen: “Tu vida, tal como la has arruinado aquí,/ en este pequeño rincón, por todo el mundo la has destrozado.” Los exegetas no han dejado de advertirnos que esa ciudad debe considerarse una ciudad imaginaria -¿aquella en que verdaderamente habitamos más allá de la que está fijada en nuestros documentos? Menos se han detenido, hasta donde conozco, en arriesgar una lectura menos fatalista que la que circula. No propone salidas, se dice, como si la función del arte fuera iluminar caminos y no ser, lo que es ya mucho, un acicate a la sensibilidad para que cada cual los busque, si se atreve. Pero, hay que admitirlo, que, en una lectura perversa a lo mejor, el “Nuevos lugares no hallarás, no hallarás otros mares.” afirmado en un verso, es, también, el reconocimiento de la inevitable existencia de un espacio mental permanente, necesario para que el artista trabaje: sus materiales que organiza y vela, quizás, de muchas maneras,


pero que nunca dejan de ser los mismos, tal como lo estaría sugiriendo un poema tardío: En el mismo lugar. Otro poeta -W.H.Auden- escribió que Kavafis tuvo tres preocupaciones fundamentales: el amor, el arte y la política, en el sentido griego original. A partir de ellas, y sobre todo de su entrecruzamiento y de lo que este origina, construyó los ciento cincuenta y cuatro poemas que dejó autorizados, donde trabajó su palabra para descubrir cómo, y qué, decía de aquello que lo obsesionaba, que para el escritor griego Evgénios Aranitsis -en su prólogo a O eróticos Kavafis- no se trata de otra cosa que del placer. Tres o cuatro, quizás cinco poemas de Kavafis, tras una cuidada descontextualización han sido instalados en la industria cultural: el mencionado La ciudad, Esperando a los bárbaros, El dios abandona a Antonio, título también traducido como Que el dios abandonaba a Antonio, y, sobre todo, Ítaca, que, a esta altura de su profusa circulación, llegó hasta el dudoso privilegio de ser leído en el entierro de Jacqueline Bouvier Kennedy-Onassis y corre el riesgo de ser digerido como una suerte de variante sensitiva aunque igualmente pedagógica del If..., de Rudyard Kipling o como una incitación al turismo por países exóticos. ¿Es esto malo? Sin duda, no. Cualquiera de estos poemas, de corta extensión, por sí solos valen más que la obra entera, por ejemplo, de Mario Benedetti y alguna marca, de seguro, han de dejar en quien los lee. Pero es probable que este consumo apresurado coloque en la sombra al resto de la producción de Kavafis que, decididamente, al menos en este oscurecido país del fin del mundo desde donde escribo, no interesa a la Academia y solo es leída dentro de los ghettos de los diversos happy few de siempre. Porque convengamos que si Ítaca suele funcionar como regalo de despedida para todo aquel que parte, no conozco ningún caso en que Cuanto puedas sea intercambiado como manual de supervivencia, imprescindible para estos tiempos que corren.

II Myris: Alejandría del año 340 D.C., el poema más extenso del corpus kavafiano: 70 versos, fecha su acción con una precisión extraña, dado que en él, a diferencia de otros, no se da cuenta de ningún hecho en el que se haya detenido la Historia: es tan solo el monólogo de un joven “pagano”, a quien el escritor decide darle voz y este hecho se me ocurre fuertemente indicial, cuyo nombre desconocemos frente al cadáver de Myris, un coetáneo cristiano que fue su amigo y su amante. ¿Cómo entender, entonces, la necesidad de la datación exacta? ¿No será una manera de poner lejos algo que no lo está? En el trescientos cuarenta, olvidada por Roma, la ciudad atravesaba uno de sus cíclicos períodos oscuros, como el que padecía en mil novecientos veintinueve, año de escritura del poema, tramos finales de su sometimiento, desde mil ochocientos veintidós y después de un fracasado intento de independencia por parte de Egipto, a Inglaterra, en una de cuyas ciudades, Liverpool, Kavafis vivió, entre los nueve y los dieciséis años, un período decisivo en su formación humana, estética e intelectual. La extrañeza que se apodera del “pagano” frente a los ritos cristianos que se despliegan alrededor del muerto -”huí velozmente antes que el recuerdo de Myris me/ fuera cambiado por el cristianismo de ésos.”, dicen los versos finales en la versión de Miguel Castillo Didier- ¿no aludirá

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a otra provocada por un cambio que se sabía inminente y se adivinaba en la transformación de la ciudad amada, con su vida popular bullendo por las calles laberínticas, en centro de veraneo de los cairotas? Cabe pensar, y esto, sin duda, merecería un análisis más minucioso, que cada vez, o al menos la mayor parte de las veces, que Kavafis sitúa, con notable erudición histórica, sus poemas en la antigüedad -sea en el mundo helénico, bizantino o persa- también alude a su presente, individual y social, al que solía observar, al sesgo, con ironía feroz. (El monólogo de un poeta situado mil trescientos veintiséis años antes de su escritura -Melancolía de Jasón hijo de Cleandro, poeta: en Komagine, 595 D.C.- no puede menos que leerse como un autorretrato, poco indulgente, de Kavafis a sus cincuenta y ocho años.) En su lugar, cuando la historia de amor desafortunada que cuenta transcurre en un tiempo que puede pensarse cercano al de su escritura -como ocurre en Bellas flores blancas que armonizaban bien, escrito el mismo año que Myris y donde el poeta también elige elidir la causa de la muerte del amado- nada hay que parezca referir a lo que ocurre fuera de ella. O bien, cuando el arte se incorpora, rara vez la política, al placer o al dolor provocado por la(s) historia(s) de amor reciente(s) -como en Comprensión- es porque allí reconoce el artista que está el fuego que nutre a su obra.

III El trabajo fue meditado, paciente y esporádico: Kavafis, en vida, eligió a sus lectores. Entregaba sus poemas, en plaquetas u hojas cosidas a mano por él mismo, a algunas personas seleccionadas entre sus no muy numerosos visitantes o a aquellas otras, a las que se acercaba, que entendía podían valorarlos. Entre mil ochocientos noventa y uno y mil novecientos cuatro imprimió seis poemas de los ciento ochenta que llevaba escritos; en mil novecientos cuatro, catorce, y en mil novecientos diez, veintiuno de los que guardaba. Recién después de su muerte, ocurrida el mismo día de su nacimiento setenta años después -siempre que se elija contar la primera fecha a la manera nueva cuando coexistía todavía con la antigua-, en mil novecientos treinta y cinco se concreta la edición de los ciento cincuenta y cuatro poemas que el autor consideró “canónicos” con el título de Ta Poiémata (Los poemas). Ediciones posteriores llegan a incluir un total de doscientos cincuenta y dos poemas: veintitrés proscriptos que ya se conocían -por sus esporádicas colaboraciones con revistas, especialmente las alejandrinas Nea Zoe y Ta Grammata, que van desde mil ochocientos ochenta y cuatro hasta mil novecientos veintiuno- y setenta y cinco inéditos, tres de los cuales fueron escritos en inglés. ¿En qué se diferencian aquellos que eligió con los otros que desechó? Imposible saberlo a ciencia cierta a través de sus traductores, algunos de entre ellos notables poetas, siempre enzarzados en afirmar sus versiones -única manera en que puedo leer a Kavafis- donde, a veces inevitablemente, se pierden tanto el relajado verso yámbico que dicen practicó con asiduidad como la utilización, intencional cabe pensar en una obra tan meditada, del griego purista (katharévusa) y del popular (dimotikí), a veces en el mismo poema, tomando así partido, a su manera: indirectamente, por una polémica, saturada de intencionalidades políticas, que sacudió, a

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principios del siglo que pasó, a los que escribían en griego. ¿Por qué Fui sí y Adición, excluido de su opera omnia, no? En ambos se percibe, las señales son muchas, la misma voz, preocupada, al mismo tiempo orgullosa por su diferencia. Una diferencia que, quizás, pueda originarse en el descubrimiento de su sexualidad pero que Kavafis ahondó durante toda su vida, cincelándola en los detalles cotidianos. Entre sus excentricidades se cuenta que en su departamento nunca permitió la instalación de la luz eléctrica, eligiendo, en su lugar, la iluminación por lámparas de petróleo o velas, tan presentes, tan pregnadas de sentidos en sus poemas. Pero esta conducta tan poco frecuente, como otras que se le atribuyen, es una de las maneras en que Kavafis eligió desaparecer para los otros, reducirse a un par de anécdotas que rápidamente se agotan -la mayor parte de ellas fijadas en el Cuarteto de Alejandría por Lawrence Durrell, muy especialmente en Justine, el primer tomopara conducir, inexorablemente, a su obra. Como si aquello, cuidadosamente preparado, que quiso que supiéramos de él fuera nada más que una estrategia que nos obligara a internarnos en su poesía, el espacio donde depositó aquello que quiso legarnos: una cierta manera de entender la vida de la que se desprende un cierto transcurrir en ella.

IV Despojada es una palabra que conviene a esta poesía, a la que Nina Anghelidis llamó “poemas en prosa”. Dijo Kavafis: “Si una historia que podría contarse en cincuenta páginas es escrita en treinta, será mejor..., o sea, el Artista se dejará algo, pero no hay en ello ninguna falta... Pero si la da en cien páginas es una falla horrible.” Y también: “El adjetivo debilita la expresión y es una debilidad. Hay cosas -un paisaje- que no tiene valor darlas con varios epítetos... El Arte consiste en darlo todo sólo con sustantivos, y si se necesita un epíteto ha de ser leve....” Sí, poesía sustantiva. Ni profusión ni epítetos, entonces. Tampoco comparaciones ni metáforas. Sólo la palabra justa que, como aquella “imagen justa” que predica Godard, por las resonancias que aviva y por el lugar que ocupa entre la que antecede y la que sigue, es capaz de evocar, así como la luz frágil de una vela, a diferencia de la iluminación eléctrica, erotiza las figuras que opaca la oscuridad, tal como da cuenta un poema precisamente llamado So. Esa esencialidad buscada por Kavafis puede encontrarse también en lo que conocemos, poco, de la disposición de su vida. En el lugar que a finales de mil novecientos siete eligió para vivir y del que no se movió, salvo un breve viaje a Atenas en mil novecientos treinta y dos para ser operado de cáncer de laringe, hasta su muerte, el segundo piso del número diez de la calle Lepsius, en un barrio griego antiguo de Alejandría, frente al hospital donde murió a las dos de la mañana, con la iglesia patriarcal de Aghios Savas en la esquina y un prostíbulo abajo. “¿Dónde podría vivir mejor?”, se preguntó. “En el piso de abajo está la casa de citas, donde se pueden satisfacer las necesidades de la carne. Allá, la iglesia, para que se nos perdonen nuestros pecados. Y más abajo el hospital, donde morimos.”, se respondió. O en

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su aceptación, perseguido por la pobreza, de un empleo público en la Oficina de Riegos, dependiente del Ministerio de Obras Públicas de Egipto, en mil ochocientos noventa y nueve, en el que se mantuvo, discretamente, hasta su jubilación, en mil novecientos veintidós. Hay una vida, entonces que se describe en Monotonía, cuya escritura definitiva ocurre nueve años después de obtener el puesto de trabajo, pero que disimula otra, insomne, la que estalla en Cuando incitan.

V ¿Por qué un hombre que escribe poesía, a sus cuarenta y cuatro años, y durante los veintiséis que le quedan por vivir, elige no moverse ya de un raído departamento y de una ciudad, apenas cercana al medio millón de habitantes en el año de su muerte y con una pobre vida intelectual? Es cierto, desde la bancarrota económica de su padre, descubierta en mil ochocientos setenta: el año de su fallecimiento, Kavafis fue ahondando en la pobreza hasta que pudo sostenerse, de manera a veces precaria, con su sueldo, y su posterior jubilación, de empleado público. Pero también es verdad que, a partir de 1914, traba amistad con el novelista Edward Morgan Forster, y con Robin Furness y John Forsdyke, ingleses que lo admiran y que, sin duda, podrían haberle facilitado el establecimiento en su país. Según lo piensa André Malraux, la lamentada muerte en mil seiscientos cuarenta y dos de su esposa -Saskia van Uylenburgh-, en el momento en que estaba pintando La ronda de noche, hizo que Rembrandt Harmenszoon van Rijn, atravesado por la angustia, realizara un giro copernicano en su obra. ¿Hubiera sido posible sin la desaparición de Saskia? Malraux cree que no. Sin pretender homologar una muerte con una decisión de vida, puedo preguntarme: ¿podría Konstandinos Kavafis haber construido una de las obras poéticas más importantes del siglo XX fuera de su Alejandría, más, conjeturo, la imaginaria, atravesada por una historia que esplende en su memoria, que la real, si hubiera transgredido los límites que se impuso para poder crear? Esos, quizá trazados para permitir la alquimia que refiere Recuerda cuerpo, síntesis de su proceder escritural. Un poema concluido en mil novecientos trece, cuando tenía cincuenta años, propone un autorretrato y esboza un deseo. Ciertos intérpretes traducen su título como Rareza, algunos como Muy raramente y otros como Rara vez. En la versión de Nina Anghelidis dice así: Es un anciano. Exhausto, encorvado,/ destruido por la edad y los excesos,/ que atraviesa, lento, la calle del barrio./ Sin embargo, al regresar a su casa, escondiendo/ su vejez y su miseria, piensa/ en lo que aún comparte con la juventud./ Los jóvenes ahora recitan sus versos./ Sus visiones iluminan esos ojos ardientes. /La mente sana y voluptuosa,/ y la armonía y el vigor de la carne/ se conmueven con su propia expresión de lo bello. Tres décadas atrás, año más o año menos, podía leerse como profético. Ahora no.

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Literaturas

Fervor de Rumanía El levante, de Mircea Cãrtãrescu (Impedimenta) Óscar Brox

Realidad y fantasía. Parece difícil reunirlas en un mismo cuerpo; aún más utilizarlas, como en una transfusión, para que la una nos lleve a la otra. A través de las calles sombrías de Bucarest o de las olas bravías del Mar negro. Desde una cocina modesta en la que un profesor de secundaria redacta su ambicioso manuscrito hasta la cima del monte Athos, al sur de Grecia. Sin embargo, la escritura de Mircea Cãrtãrescu nos ha acostumbrado a esa clase de viaje literario en el que se entremezcla el sórdido reflejo de una época aplastada por la dictadura con la fuga simbolista en busca de otra realidad. La prosa clara con la imaginación desbordada. El apunte biográfico con la reproducción esquiva, bajo capas y capas de ficción, de esa historia personal. El autor íntimo de Lulu con el escritor casi satírico de Las bellas extranjeras. Concebido como poema en 7.000 versos, El levante es, ante todo, una epopeya. Ambientada en algún punto del Siglo XIX, el único lo suficientemente fértil como para permitir el triunfo (o, simplemente, el nacimiento) de algunas revoluciones, sigue los pasos de su protagonista, el poeta Manoil, en su viaje hacia la reconquista de una Valaquia, más que perdida, añorada. Pura tramoya posmoderna que Cãrtãrescu, como narrador y eventual personaje agregado en los últimos cantos del libro, dispone para tomar el pulso a su tiempo, como hicieron Fellini con Petronio o Pasolini con Boccaccio. Así, repartido cada canto entre párrafos y versos, voces, olores y texturas, Cãrtãrescu construye un altar para el Levante y el Mediterráneo, una ruta de la seda literaria que recoge los sentimientos de un fragmento de

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Europa triturado por su historia reciente. Una evocación que encuentra en su hálito poético los ojos para invitar al lector a mirar otro mundo posible. Mundo de piratas, bandidos, princesas y globos aerostáticos con forma de vejiga, de mares argentinos y cielos en los que se puede divisar a un ensimismado Barón Münchausen. Mundo cercano, aventurero e infantil, todavía por construir, ya sea con una cita del Che Guevara o un verso del acervo cultural rumano.

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Tal y como hiciera Claudio Magris con el Danubio, Cãrtãrescu nos propone remontar ese otro río que conduce hasta el Danubio azul del socialismo. Entre dátiles y ambrosía que un profesor de lengua y literatura teclea estoicamente en la mesa de la cocina. Como si, todavía lejos el derrocamiento de Ceaucescu, esas pocas páginas manuscritas constituyesen una Ítaca soñada a la que huir de la realidad, con la que reconquistar la realidad, la política y las sensaciones humanas secuestradas por el politburó. Con esa mirada, entre sarcástica y enternecedora, con la que su autor narra una epopeya de aventuras como diario íntimo, cuaderno de bitácora de un tiempo que ha perdido las palabras para describirlo. Por tanto, que requiere de la imaginación para palpar esa realidad que escapa entre sus dedos. No en vano, El levante es también una fábula sobre el poder, la corrupción y la integridad, la relación con nuestro tiempo y el esfuerzo que exigimos a la literatura para que dé cuenta como testaferro. Una epopeya escrita con la métrica de un clásico y el espíritu de un agitador, liviana como una ensoñación fantasiosa y negra como la cruda Rumanía de los 80. Quien se acerque a El levante encontrará al Cãrtãrescu más peleón (el retratista de Bucarest y su peculiar atmósfera vital) y, también, al más simbolista. He ahí los párrafos alucinados en los que narra el encuentro de Manoil con la diosa Hyacint, pura escritura musical que nos conduce de un tramo al siguiente como en un hechizo, sin ser del todo conscientes de lo que leemos mientras avanzamos línea tras línea. He ahí, también, ese viaje en globo hasta la vieja Rumanía, vigilado por el ojo omnisciente de su autor, que abre un agujerito en el firmamento para cuidar a sus criaturas durante la travesía. He ahí, en fin, esa estrafalaria coalición de turcos, valacos, griegos, franceses y arrumanos que, unidos por una hermandad más sentimental que territorial, marchan hacia Rumanía para derrocar al tirano. Reflejo de una reconquista imposible que Cãrtãrescu trata de capturar con la intensidad de una revolución que nunca llega, que parece flotar en el ambiente sin concretarse en un momento. Fruto de la frustración, semilla de la rebelión. Contar, contar y contar, como en un relato de 1.000 noches, la ansiada persecución de esa Rumanía que se escabulle, se pierde y tanto se añora que se tiene que fantasear. Como Danilo Kiš con su Circo familiar, El levante es en sí un ejercicio de fuerza autobiográfica, lectura posmoderna para disfrazar las tribulaciones de un autor comprometido con su tiempo, que destila entre los Cantos la historia de la literatura rumana y el sentimiento de arraigo sobre una patria robada y desprotegida. Patria literaria que echa a volar con el simbolismo y patria emocional que se refugia junto al hornillo de la cocina. Delicada epopeya que imagina a un Ulises ingenioso en busca de una solución para recuperar su hogar. Libro que, como la temporada de Gica Hagi en el Steaua de 1989 o el documental de 1992 de Farocki y Ujica sobre el fervor revolucionario rumano, solo puede calificarse de obra maestra.

El azul del cielo Peregrinos de la belleza, de María Belmonte (Acantilado) Juan Jiménez García

Desde que el hombre es hombre debe haber existido esa necesidad de estar en otro lado. Ya no es el nomadismo, el viaje por el viaje, el recorrer mundo. A veces es tan solo la certeza de estar en el lugar equivocado. O la sensación, repetida, de estar siempre en el lugar equivocado. Entonces empieza la búsqueda. Una búsqueda que puede ser tan simple (o tan extraordinariamente complicada) como encontrar un azul del cielo. Un simple tono. Aquellos que hemos vivido desde casi siempre a orillas del Mediterráneo (aunque sea tras bloques de cemento y hormigón) entendemos el significado de ese azul. Un azul suficiente para abandonarlo todo. Y lanzarse a los caminos. Goethe abrió el camino del norte hacia el sur. Frente a los días grises y oscuros, la luz era casi un sentimiento. Un necesidad. Luego estaba ese mundo clásico, portador de

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otros valores (o siempre los mismos y siempre olvidados de la misma forma). A un mundo industrial se oponía un mundo en ruinas y, entre ambos, un paisaje antiguo. Antiguas forestas, mar antiguo, gente vieja, casas desprovistas de todo, la simplicidad de una vida que avanza según el tiempo de otros relojes, despacio. El libro de María Belmonte, Peregrinos de la belleza, recoge la vida de algunos de esos buscadores del infinito, que debe ser un lugar que está entre Italia y Grecia o, en todo caso, a orillas de ese Mediterráneo. Poco tuvieron que ver las vidas y circunstancias de unos y otros. Desde Johann Winckelmann y su malestar, incluso físico, cuando abandonaba Roma hasta Lawrence Durrell, que finalmente pudo dejar tras tantos años las islas para llegar hasta el mismo mar pero en Francia. Desde la búsqueda del clasicismo (Wilhelm von Gloeden y sus fotografías que intentaban captar otro tiempo) hasta la búsqueda de la luz (D. H. Lawrence), pasando por los momentos de felicidad frugal capaces de cambiar el resto de nuestra existencia (Henry Miller). Prácticamente todos ellos dejaron constancia de sus viajes, de sus estancias, como si a esa felicidad desbordante, a esos momentos de paz, de tranquilidad que encontraron frente a unas vidas difíciles, solo pudiera corresponderle la palabra, esa unidad mínima de la emoción. Qué tiempos aquellos en los que la visión de un mar podía cambiar un destino. O qué tiempos aquellos en que éramos capaces de remontarnos tan atrás, siglos tan atrás, como para dejarnos embargar por la antigüedad clásica. Tal vez el significado esté más allá del paisaje, del clima, incluso de la gente. Quizás es solo que en algún lugar de nosotros sigue anidando algo así como un sentido de la libertad o un sentido de la justicia que solo se despierta, evocadoramente, hacia aquellos espacios que parecieron contener todo aquello en algún momento de la historia. Y sí, está la belleza, como sentimiento último. O primero. Un gusto, que alguno podría pensar decadente, como si el mundo fuera muriendo por años y los tiempos fueran cadáveres y las ruinas los despojos. Como si entregarse a la belleza fuera algo injusto, dado todos los problemas que nos rodean, sin pensar que la belleza tal vez podría salvarnos de alguno. Convertida en una utopía, peregrinar en búsqueda de esta belleza, se convierte en la locura de unos pocos, alejarse del mundo tal como creemos conocerlo (con su velocidad, con su precipitación, con su agotamiento) en una excentricidad. Y es por eso que el libro de María Belmonte se nos antoja como algo necesario. Como una botella lanzada a ese mismo mar o como el susurro de unas sirenas que buscan nuevos aventureros (porque lanzarse a los caminos se ha convertido en una aventura). La pregunta sería qué queda de todo aquello y si ahora no viajaríamos a través de las ruinas del nuevo mundo. De nuevo perdimos paraísos a cambio de nada o bien poco. Quién sabe.

La soledad derramada Antes de que cante el gallo, de Cesare Pavese (Pre-Textos) Juan Jiménez García

Escribir sobre Cesare Pavese es una temeridad. Muchos escribieron sobre él. También sus amigos: escritores como Italo Calvino o Natalia Ginzburg. También él. Es una temeridad no ya solo por esos ríos de tinta vertidos, que nos llevan a pensar que no tenemos nada más que decir, sino por estar tan lejanos de su tierra, de su época, de su espíritu y, no menos importante, de su soledad. Y pensar que no habíamos leído nada suyo, hasta este, estos libros… No, no es cierto. Habíamos hojeado El oficio de vivir. Cuando éramos mucho más jóvenes (o simplemente jóvenes). Y solo lo habíamos hojeado por un temor, por un presentimiento: leerlo nos haría daño, daño al reconocernos en alguna página (o en muchas), daño de llegar a un mismo final, temor

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de esas últimas líneas: Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más.

le leyeron, que estas dos novelas breves trazan el paso del escritor hacia su madurez. En ellas late la escritura, fluye la sangre. Todo es palpitación, vida. Cuando leemos a Pavese tenemos la sensación de asistir a la construcción de toda la narrativa italiana que vendrá, que es esa figura inevitable, esa pieza que lo hará todo comprensible. Y que es necesario leerle, aun con el miedo de encontrarse.

Así, aquellos tomos de obras completas amarillearon. Se hicieron ilegibles. Antes que cante el gallo reúne dos novelas breves: La cárcel y La casa en la colina. Con él, Pre-Textos continúa recuperando la obra de un escritor tan imprescindible como demasiado desconocido (en nuestro país), lejos de la fortuna de un Italo Calvino o un Leonardo Sciascia, o del ímpetu editor, un tanto caótico, con Pier Paolo Pasolini. Pavese, anterior a todos ellos, presencia constante de las letras italianas de posguerra, quedó ahí, sin tiempo, sin espacio. De marcado carácter autobiográfico, La cárcel recoge su experiencia del destierro. El protagonista, Stefano, tras su paso por la cárcel es confinado a un pueblecito sin nada de particular, en el que todo es como todo en cualquier otro lado. Su prisión, ahora, estará hecha de paredes invisibles: el mar, las montañas, sus miedos. La casa, despojada, la playa y sus baños, hasta que el verano acabe, la gente del bar. Su relación con Giannino, tal vez la única persona con la que puede hablar, sus furtivos encuentros entre maternales y sexuales con Elena, están impregnados de algo que no logra sacudirse: la necesidad, la voluntad, de estar solo. Ante todo, vivir esa soledad, apurar ese sentimiento. Vivir prisionero no tiene nada que ver con unas paredes, unas rejas: también es un estado de ánimo. Algo más profundo. No podemos dejar de tener la sensación de que Stefano estará preso siempre de algo, de algo a lo que nunca podrá escapar: él mismo. Y eso, después de todo, es también La casa en la colina. La casa en la colina retoma esa narración autobiográfica en parte. Tras los años del confinamiento, Pavese vuelve a Turín, su ciudad. Tras Stefano, llegará Corrado. También una cierta conciencia de ser uno mismo: el paso de la tercera a la primera persona. Para Pavese será el tiempo de interrogarse a sí mismo y a los demás. A ese diálogo interior (que no puede escapar a las convulsiones de su tiempo, por mucho que se aleje de la ciudad a las colinas), se suma el reencuentro con Cati, antigua novia con un hijo que podría ser suyo, pese a sus negativas. Cati se convertirá en ese pasado insistente que vuelve a él, entre dulce y amargo, deformado por el presente. La caída de Mussolini, los devastadores bombardeos aliados, la ocupación alemana, la resistencia, se convierten en la columna sonora de una necesidad de estar solo. De nuevo, esa búsqueda de la soledad, dubitativa, pero constante. Constante hasta la huída, cuando ya no quede nada, únicamente el miedo. Ese regreso al hogar, suerte de regreso al vientre materno, a su protección. Hasta que todo acabe.

Tiempo de matar La viuda deslcaza, de Salvatore Niffoi (Malpaso) Óscar Brox

En poco tiempo el mercado editorial español ha propiciado el hallazgo de dos autores de lo que se ha denominado la nueva ola de la literatura sarda. Marcello Fois y Salvatore Niffoi comparten un gusto común por la reconstrucción sensible de un territorio arcaico, aquel que amaneció con los inicios del Siglo XX, cuyas vidas aún no habían sido desencantadas por las sucesivas revoluciones europeas. Cerdeña es, en fin, como aquella Región que dibujase en su obra Juan Benet, casi un lugar imaginario que preserva

La casa en la colina es la evolución natural de La cárcel. Los personajes de Pavese siempre estarán prisioneros de ellos mismos y rodeados de los pesados barrotes de hierro de la soledad. Nada les impide salir de ellos (al contrario), pero no saldrán. El pesimismo, la desconfianza en el ser humano, individualmente o en sociedad, el deseo de una mujer (para una vez encontrada, huir), entretejen la complejidad de una vida condenada a ser vivida sola. Dicen, aquellos que

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las esencias de un orden humano que aúna lo íntimo y lo volcánico, la ternura y la violencia. Tras Hoja de lata es ahora la editorial barcelonesa Malpaso la que publica La viuda descalza, de Niffoi, exponente de la novela sarda y retrato de un paisaje y una memoria alucinados en forma de drama turbulento sobre el amor, las bajas pasiones y el dolor. La viuda descalza arranca con el cadáver descuartizado de un bandido y la impotencia de su esposa ante la ofensa recibida. Ya desde el inicio, Niffoi nos introduce en un microcosmos que huele a mirto y miel, rodeado por la zona montañosa de Barbargia, entre Tavulè y Larenei. El siglo apenas ha entrado en la década de los 30, pero ya acumula sobre sus espaldas el peso de una guerra y varias campañas africanas. Cerdeña ha sufrido la llegada del fascismo mussoliniano, que acentúa las diferencias entre sardos e italianos tanto en el idioma como en las costumbres. Aquellos no abandonan su primitivismo, esa reacción visceral de las bajas pasiones, aunque los comisarios políticos instauren un nuevo régimen. No en vano, Niffoi se refiere a todo aquello que excede los límites de Cerdeña como el Continente; más allá de ese lugar queda el vacío o el exilio, la vida se abre camino entre pedregales y lagos con el mismo hálito salvaje con que lo hizo en el pasado. Mintonia, la protagonista del relato, narra esos primeros acercamientos vitales sobre un terreno eternamente arcaico. Niffoi le presta a cada descripción su prosa esforzada, teñida de olores, sabores (dulces o acres, da igual), de una fisicidad que describe a la perfección el atavismo que une con lazos de sangre a sus habitantes. La memoria del pasado trae una época tempestuosa, de vidas breves y difíciles, de enfermedad y obligaciones, carencias y afectos desbordados. La fuerza de ese paisaje elemental se traslada sobre cada personaje a través de la violencia, de la arrogancia o de la severidad con la que se juzga todo aprendizaje sentimental. Niffoi centra esa relación en el enamoramiento entre Mintonia y Micheddu, el futuro bandido que morirá a manos de sus enemigos. A partir de una serie de estampas en las que sobresale el poder de la tierra, los ritos y las tradiciones, observamos el despertar a la vida de Mintonia y su mueca de disgusto ante una sociedad arcaica incapaz de alterar sus ritmos. La gente vive y muere, siente y sufre, pero pocas veces cambia el destino que la partera ha fijado desde el día de su nacimiento. Como sucedía con otra gran novela italiana, La larga vida de Marianna Ucrìa, de Dacia Maraini, Niffoi finta cualquier tentación por ahogar su historia en el relato negro para, a cambio, construir el retrato de una mujer mientras el siglo pasado comenzaba a desperezarse. Así, página a página, seguimos las vicisitudes de su protagonista mientras se debate entre la pena profunda por la muerte de su marido y la venganza silenciosa contra su asesino, entre la madurez sobrevenida nada más abandonar la adolescencia y una feminidad mal entendida que su entorno dibuja como propia de una fulana. El paisaje agreste y polvoriento sirve de escenario para la narración de una mujer independiente, emancipada y desencantada, que señala cómo los vestigios del pasado son demasiado potentes como para construir un futuro en ellos. Aún es lugar para la pelea a navajazos, para el coito animal y esa sensualidad salvaje que marcan las costumbres.

En La viuda descalza se derrama más sangre que lágrimas, pues la tristeza de su protagonista encuentra un remedio en la venganza más pasional. Más allá, en el Continente, los ejércitos fascistas trituran las esperanzas de progreso y humanidad; en Cerdeña es el propio peso y el hechizo del lugar lo que aplasta la oportunidad de vivir otra vida. Niffoi, de alguna manera, nos advierte que es el propio tiempo el que no tiene remedio, perdido como un náufrago en mitad del océano; que no se puede cambiar lo que se es y que la fuerza del paisaje ejerce un influjo total sobre los habitantes. Por eso, se acerca a cada personaje con unas palabras que no olvidan los giros y las herencias, los olores y los recuerdos, en un recorrido tridimensional que pone a nuestro alcance la imagen de una Cerdeña casi mitológica. En la que se muere, se vive, se llora y se mata. La protagonista de la novela huye en busca de otro futuro, de otra realidad, a salvo de un destino que ha firmado la hipoteca con su propia sangre. Vidas breves, apenas un suspiro que no abarca más allá de la última etapa de la adolescencia; vidas curtidas, marcadas por la pérdida y el amor más arrebatado, por el sabor agridulce de unas pasiones cuyos estribos no logramos controlar. Mientras Mintonia evoca, como en una tragedia, el infortunio que marcó los primeros años de su vida, una historia comienza a desarrollarse capítulo a capítulo. El retrato de una mujer entre el pasado y el futuro, entre el hechizo y la emancipación, entre el amor y la rabia. En una región perdida más allá del Continente, sensible, cuna de los viejos mitos. Íntima, volcánica, tierna y violenta.

Las noches y la vida Tiempo de errores, de Mohamed Chukri (Cabaret Voltaire) Juan Jiménez García

De nuevo Mohamed Chukri, de nuevo Cabaret Voltaire. Tras sus ajustes de cuentas con Bowles y Genet, tras la primera entrega de sus memorias (El pan a secas), Tiempo de errores nos devuelve allá dónde nos habíamos quedado: Chukri abandona Tánger camino de Larache, donde quiere estudiar, aprender a escribir, con veinte años. Después de todo, no deja de ser un cambio de ciudades. La miseria sigue siendo la misma, el hambre parecida. Así pues, si el anterior era su libro de infancia y adolescencia, marcado por el padre y una vida pasoliniana, ahora llega el tiempo de la juventud, marcado por el aprendizaje y las prostitutas, sin que nada de lo demás llegue a abandonarle. En una de los momentos más bellos del libro, dirá “yo hermano mi noche con cualquier otra”. Todo cambia, todo se mueve, pero él permanece, su noche permanece, sin desaparecer jamás. El pan a secas fue escrito en 1973, Tiempo de errores en 1992. Han pasado diecinueve años, que en escritura son todo un mundo, muchas vidas. Como si cada periodo


en la vida de Chukri está llamado a permanecer. Quizás solo la bebida y la tristeza. Los encuentros furtivos y el sueño de la ciudad tangerina. La obra de Mohamed Chukri no es especialmente extensa. Su obra autobiográfica se cerrará con Rostros, amores, maldiciones, escrita cuatro años más tarde (y que Cabaret Voltaire sacará próximamente). Pero no, no es cierto. Su obra es tan extensa como los sesenta y ocho años que vivió. Como aquel Falstaff de Campanadas a medianoche para el que Orson Welles se estuvo preparando toda una vida, tanto física como mentalmente, la obra de Chukri y su propia vida son una sola cosa, que abarca tantas páginas como días vivió, tantas palabras como minutos, tantos silencios como noches.

La urgencia de vivir Mi Carso, de Scipio Slataper (Ardicia) Juan Jiménez García

hubiera encontrado su forma, la furia, la oralidad, la concreción, la velocidad con la que se sucedían los espacios y las personas (con un hambre de escritura comparable a la inmensidad del hambre de aquellos días), encuentran otras maneras en este segundo libro. La escritura de Chukri ha cogido espesura. A los gestos, a las acciones, se suma el pensamiento, la reflexión, la poesía. Su prosa sigue siendo igual de precisa, igual de punzante, igual de directa, pero ahora se ha enriquecido con la conciencia de sí mismo, de sus actos. Su vida discurre como una sucesión de fragmentos, de destellos, muchas veces con forma de mujer (en su mayor parte, prostitutas), y sin embargo todo está amalgamado. Todas esas noches y esos días, como él dice, quedan unidas a la suya. En otro momento escribe: “Siempre busqué el juego de la vida y su simbología, no la realidad; la ambigüedad y el enigma, no la claridad ni lo simple; el misterio, no lo obvio”. Como si aquella escritura aprendida le permitiera ahora comprender todo el mundo que le rodea (o entender que no entiende nada), Chukri se dedica a recorrer su juventud a través de las personas, de los encuentros de unas horas o unos días. Nada permanece, todo continúa. Su madre, que acabará por morir (y qué bello, pero también qué cruel capítulo le dedica, por aquellos que se quedan), su padre, al que le gustaría matar, sus hermanos, a los que ni tan siquiera conoce. Sus viejos amigos de Tánger (los pocos que quedan), sus encuentros con mujeres de las que no se quiere enamorar, eterno frecuentador de putas. Sus encuentros con la literatura, sus lecturas, ese mundo que se abría ante él, tras el conocimiento. Sus casas, las casas de otros, las calles, el Tánger que desaparece, como todo. Nada

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Scipio Slataper vivió deprisa. Nacido cuando apenas quedaba nada para acabar aquel siglo XIX (1888), murió prácticamente de forma simétrica en 1915. La guerra acabó con él. Con tantos, pero también con él. Como si hubiera intuido todo eso, vivió deprisa. Solo escribió un libro, pero todo él, todas esas pocas páginas, estaban atravesadas por la memoria, por los recuerdos. Nostalgia de los veinticinco años. Menos. A la edad que él murió, yo no había aún empezado a vivir. Me pregunto si ya lo he hecho, muchos años después… Sí, quizás sí. Todo se ha ralentizado en nuestro tiempo. Ya no habrá más Rimbauds. Existen los lugares geográficos y también los espacios de la memoria. Geográficamente, Carso es una región que en tiempos de Slapater era parte del Imperio austrohúngaro (y él la soñaba italiana) y ahora es un poco de todos lados: Italia, Eslovenia, Croacia. Todo ello con un Trieste próximo, allá al fondo. Luego están aquellos lugares que nos pertenecen, que son nuestros, que no responden a más frontera que nosotros mismos. Imprecisos, fugaces o persistentes. En el caso del escritor, Mi Carso. Mi Carso está dividido en tres partes. Tres partes que podrían ser toda una vida, la suya a esos veinticinco años: infancia, juventud, sentimientos y sensaciones. Después de todo, no hay nada más. En un antiguo acto de despojamiento, Scipio Slapater se cuenta. Es decir, nos cuenta: Quisiera deciros, nací en el Carso. La infancia es ese lugar que traza una geografía imaginaria que nunca dejaremos de recordar. Por mucho que volvamos sobre aquellos lugares, su sentido íntimo vendrá configurado por el recuerdo de esos primeros años. Los caminos serán los de entonces y no los de ahora, las noches serás aquellas

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Tras las la juventud ya no queda nada. Scipio Slapater no lo lo sabe, pero ni tan siquiera le queda mucha vida por vivir. Le queda la poesía. Entonces, se entrega a un intenso poema en prosa. Empieza: Recuperé mi Carso en un periodo de mi vida en que necesitaba ir lejos. Regresará y entonces las historias dejarán lugar a los sentimientos, a las sensaciones. Las personas a todo aquello que nos atraviesa y nos conmueve, un canto a la tierra, a la vida. La nostalgia se desborda, una nostalgia que, como dice, se tiene ya desde niño. Los pensamientos tropiezan entre sí, hay que correr, vivir con una cierta urgencia. Quién sabe… Dice: Yo te doy las gracias, naturaleza. Tú me has hecho libre, y te doy las gracias.

Vivir y morir en Marsella Total Khéops, de JeanClaude Izzo (Akal) Óscar Brox

otras. También las personas. La infancia, momento en el que todo está para ser descubierto a través de una mirada original, primera. Los abuelos, la guerra de Abisinia, la chiquillada, los padres, la tierra, los juegos, los amigos, las tardes tórridas que solo existen para los niños. Entonces era Scipio. El primer amor: Vila. La chica deseada por todos pero que solo le quería a él. Pero él quería ser libre, desde bien pequeño. Dice: Ha nacido un poeta que ama a las hermosas criaturas de la tierra porque ha de restituir, puro, su túrbido pensamiento, como el agua absorbida por el sol. Tras la infancia, llega la juventud. Tras el bosque, los campos y los viñedos, la ciudad. La ciudad es Trieste. Una vez la poesía está dentro de él, ha llegado el momento de buscar un oficio, el oficio de escribir. En un periódico. Escribir artículos, reivindicar cosas. Dejar sitio al hombre político, en unos tiempo prebélicos. Principio de siglo, final de las cosas antiguas. La dificultad de crecer, porque todo envejece. Nuestros padres. Sus padres. Los problemas con los negocios. El cansancio. El dolor. Vivir. Los cafés y las mujeres. El amor. Ya no aquel de niño, junto al tronco de los árboles. Y entonces llega la muerte del padre. Dice: La vida es más amplia, más rica. Tengo ganas de conocer otras tierras, a otros hombres, porque no soy en absoluto superior a los demás, y la literatura es un oficio árido y triste.

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En estos tiempos de desencantamiento y corrección, donde los fenómenos editoriales deforman el sentido de un subgénero literario como la novela negra, toparse con un escritor como Jean-Claude Izzo es como escuchar una improvisación de Thelonius Monk o dejarse arrastrar por películas con oficio como Tres aventureros. El grado de autenticidad y apasionamiento de lo que cuenta queda plasmado en cada hoja del libro. Con independencia de los altibajos narrativos o de lo interesante que pueda ser la trama policial que enmarca las vivencias de Fabio Montale. Izzo respira a través de cada palabra, de cada expresión y cada recuerdo que evoca con la sencillez de quien puede decir que lo ha vivido. Ahora que nuestras ansias europeístas nos hacen creer en macroestructuras políticas que solo unen fuerzas para imponer sanciones o reclamar dinero, nunca está de más acercarse a esa otra Europa cuyo fermento ha tenido lugar en puertos de entrada como el de Marsella. En un crisol de nacionalidades que encontraban en cada barrio su identidad y su idiosincrasia, pasaporte marsellés y sentimiento de que uno nunca olvida su paese de origen. Corsos, españoles, armenios, argelinos o italianos. La Marsella que describe Izzo es un hervidero cultural, siempre marcado por la tensión política del presente y las deudas contraídas con el pasado, entre las cités segregadas racialmente y la ciudad por la que callejea día tras día mientras recaba vivencias. De ahí, en fin, que Total Khéops sea, ante todo, una novela política y el relato de una ciudad donde se vive y se muere, donde la mafia corroe menos las estructuras que los discursos del Frente Nacional; donde la memoria está siempre atenta a evocar la historia de aquellos chavales que elegían el crimen porque no tenían otra cosa que elegir. Robar o matar en Djibuti por una guerra de mierda. Morir en el desierto argelino o vivir deprisa mientras las fuerzas aguanten un nuevo palo.

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de sangre y disparos mientras ensambla las piezas de su propia vida, en la que añora aquel compadreo juvenil en una ciudad abierta de par en par y se pregunta qué habría sido de los últimos cuarenta años si las cosas no se hubiesen torcido de esta forma. Imposible saberlo. Cada uno de ellos, Manu, Ugo y él mismo, eligió lo que pudo, siempre perseguido por ese sentimiento de indefensión que les susurraba al oído que cuando nacen no pueden esconderse; siempre encandilados por el sueño de vivir, de amar a su mujer -casualmente la misma, Lole- y escapar a otro lugar donde la tormenta no les alcance. A diferencia de Manchette, la otra gran visión política del polar, Izzo no es un nihilista; tampoco un cretino que venda ideales postizos y relatos de saldo. La fuerza narrativa que despliega Total Khéops radica en la energía con la que su autor se entrega a describir una vida que, al fin y al cabo, bien podría haber sido la suya, para la que nunca está de más aventurarse bajo un heterónimo. Lo hermoso de su novela es que, como él mismo se encarga de anotar entre sus páginas, hay que leerla de la misma manera que un visitante debe caminar por Marsella como turista: en lugar de buscar monumentos que no existen, o grandes tramas para las que no queda gasolina suficiente, lo importante es callejear. Perderse por sus ritmos y pintoresquismos, entre el puerto y los barrios, con una copa de pastís y la mirada entelada por las lágrimas de un pasado que pasado está. De eso trata Total Khéops: de vivir y morir en Marsella.

Errar Total Khéops, el primer escalón de su trilogía marsellesa, se centra en la relación de amistad, tan imborrable como intermitente, entre el ya veterano policía Montale y sus dos amigos de toda la vida, Manu y Ugo. Una amistad que se esparce por las páginas, pero que su autor narra fundamentalmente a través de las mujeres que han marcado la vida de esos tres amigos. Las que han pasado, las que se han quedado, a veces por mucho tiempo y en ocasiones solo por unos días, y las que nunca han podido tener. Que Izzo guarda un marcado acento hedonista es indiscutible, cada vez que su protagonista riega una conversación con recetas gastronómicas, escapadas en barco o litros de buen y mal alcohol. Sin embargo, hay en ese romanticismo crepuscular que exhibe Montale tanta vida acumulada que cada mujer (Lole, Babette, Leila, Marie-Lou, Honorine, Rosa, etc.) evocada es como un pedacito de Marsella que el comisario ha cultivado en lo más profundo de su ser. Algo por lo que se vive y se muere, por lo que se pelea hasta el último aliento, porque nada tan intenso como eso se vive dos veces. Por eso, entre réplicas agudas y personajes inolvidables, Izzo siempre hace sobresalir el poso de eterna nostalgia que baña las promesas de unos tiempos mejores que, en fin, solo han conseguido ser menos malos. La nostalgia del olor a albahaca y del calor de la piel de Lole, de la seguridad personal de Leila y la fragilidad emocional de Marie-Lou, el aire maternal de Honorine y la complicidad total de Babette. Por la novela de Izzo circulan criminales de poca monta, abogados, proxenetas, mafiosos con pedigrí y fascistas con carnet. La mayoría mueren entre ellos, porque el equilibrio del orden y el caos total nunca han hecho buenas migas entre los delincuentes. Montale solo acompaña esa travesía

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Dos noches, de Ennio Flaiano (Errata naturae) Juan Jiménez García

La historia del cine italiano, para ser comprensible, debería ser escrita desde sus guionistas. En un país con directores tan personales (capaces de convertirse en adjetivos), demasiado a menudo nos olvidamos que tuvo unos guionistas tanto o más personales que ellos, que cruzaban de un director a otro con una facilidad extraordinaria, pero lograban dejar en cada uno un rastro perceptible. Tras los años del neorrealismo (que fueron breves pero establecieron las bases del cine por venir), el cine italiano se diversifica tomando a este como referente: surge la comedia alla italiana (su continuadora lógica) y un fuerte cine de autor. Sin embargo, los guionistas permanecen. La impronta dejada por la fuerte personalidad de un Zavattini o un Amidei no se desvanece, al contrario. Surgidos muchos de ellos de las redacciones de revistas, semanarios y periódicos o directamente de la literatura, no es extraño el caso de alguien como Ennio Flaiano, escritor y cronista (como a él le gustaba definirse), intelectual (cuando la palabra no estaba tan manoseada), que ya con su primera novela, Tempo di uccidere, había ganado el premio Strega (suerte de Goncourt italiano).

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relato pormenorizado entre el cinismo y la derrota, Diario nocturno, conforma un hilarante dibujo de los italianos. Así, en Dos noches, el primer relato, La mujer de Fiumicino, recoge el testigo de este último, mientras que el segundo, Adriano, lo hará de su primera novela. La mujer de Fiumicino cuenta la historia de Graziano, al que su padre ha colocado en un periódico y al que le pierde su tendencia a hacer literatura de todo. En el rotativo solo piensan en tirarlo y él en las mujeres. Un acontecimiento extraordinario cruzará esas dos voluntades: una nave espacial aterriza en el mar, a orillas de la playa, y allá se va a cubrir la noticia, encontrándose con una mujer, una bella y misteriosa danesa, que acabará por ser una extraterrestre y se lo llevará a su planeta, tras una noche de amor y palabras de las que arrepentirse, perdidamente enamorada. El tema no deja de ser una variación de Un marciano en Roma (incluido en el Diario), en el que, eso, un marciano con aspecto de sueco (definitivamente los países nórdicos no son de este mundo), llega a Roma entre la perplejidad y la admiración general, para acabar a los pocos meses siendo objeto de burlas por la calle, en un retrato despiadado de los vicios romanos. En La mujer de Fiumicino, que podría haber protagonizado perfectamente en el cine Alberto Sordi, Flaiano no es muy generoso con sus compatriotas (nunca lo fue) y Graziano aparece como el paradigma del hombre cuyo única ambición es tomarse una cerveza con los amigos y tener alguna aventura que no deje demasiada huella (mejor ninguna), ambiciones que no cambiarán ni ante la promesa de un futuro mejor. Algunos apuntes, algunos trazos, aparecerán luego en La dolce vita: la descripción de la llegada de la aeronave y el trasiego de gente en la playa, o el encuentro de Graziano con la mujer venida del espacio exterior, son evocados en la llegada de Anita Ekberg al aeropuerto (Anita, esa otra extraterrestre… como sueca que es) o el milagro. Escritor, pues, antes que nada, escribe en infinidad de revistas, para entrar en el mundo del cine a mediados de los cuarenta, actividades de que siempre combinará en mayor o menor medida y cuyo trazo se puede encontrar a ambos lados. Tras aquel Tempo di uccidere, novela que recoge su experiencia en la guerra de Etiopía, llegará Diario nocturno, reuniendo textos escritos para el semanario Il mondo. En él ya se percibe aquello que le caracterizará como guionista y también como escritor: un fina ironía (o un dulce sarcasmo), despiadada con los vicios de su tiempo, una mirada aguda sobre sus coetáneos, una facilidad para, en apenas nada, dibujar verdaderos tratados de costumbres. Mientras, empieza a colaborar con Fellini ya desde su primera película, Luci del varietà, hasta que tras Otto e mezzo y por razones más bien triviales (tuvimos una relación frívola y es justo acabar por una frivolidad, le escribe), se separan. Dos noches, libro que nos llega ahora de la mano de Errata naturae, viene a hacer justicia a un escritor sistemáticamente olvidado en nuestro país (solo Seix Barral publicó Diario nocturno hace casi sesenta años). Situado en un momento muy especial, es decir, poco antes de empezar con el guion de La dolce vita, reúne dos largos relatos o dos novelas breves, como se quiera, muy significativas de su propia personalidad (a decir de quienes le conocieron) y de su obra (que siempre tuvo un fuerte componente autobiográfico o, al menos, autorreferencial). Si en Tempo di uccidere trazaba el retrato de un oficial que mata por error a una etíope y su viaje a través de la sospecha y la locura, en un

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Pero sin duda, el más interesante es el segundo relato, Adriano, suerte de reunión de textos alrededor de un mismo personaje (de nuevo, el propio Flaiano, esta vez en su lado más oscuro), que nos cuenta una historia de hastío y huida (una huida que el escritor italiano practicó más de una vez, siendo frecuentes sus “desapariciones”). Adriano es un escritor al que seguimos vagabundeando por la noche romana, luego visitando un rodaje (Fellini y Las noches de Cabiria), más tarde instalado junto al mar con su mujer, en una casa que poseen, y contemplando la vida, ahora de los domingueros, ahora de los míseros pescadores, únicos habitantes del lugar en el otoño (un otoño y un invierno en el que se obstina en permanecer allí). Además de contener momentos que más tarde se retomarán, de nuevo, en La dolce vita (como la aparición de un delfín, quizás una sirena, en la playa, que luego será ese monstruo final en la película), su afinidad va más allá: Adriano no deja de ser Marcello (y también, de algún modo, el Giovanni de La notte, ya desprovisto de la tendencia al espectáculo y lo espectacular de Fellini y su otro guionista, Tullio Pinelli). La misma melancolía, el mismo cansancio de vivir, la misma imposibilidad de abandonarlo todo (empezando por la sociedad que le rodea), las mismas derivas nocturnas (a pie o en coche). Los dos comparten, más allá de una historia, un mismo estado de ánimo. Flaiano tenía un sentido chejoviano de la escritura: sus personajes se construyen a través de sus actos, y son ellos los que componen el retrato de una sociedad, la italiana, que le agota y provoca ese necesidad de huida, que en Marcello atraviesa unos días y

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en Adriano unos meses, unos meses en los que el tiempo empeora y el viento lo barre todo (todo excepto la pobreza). Ambos acabarán igual, frente a esa aparición marina, frente a una muchacha a la que no logran entender. Adriano (y Dos noches por extensión) es una obra mayor de la literatura italiana de su tiempo (un tiempo que no deja de ser el nuestro). En ella cristaliza toda la narrativa de Flaiano (como escritor y como guionista), tantos sus irónicos apuntes como la amargura de su primera novela, para convertirse, desde su testimonio (tan personal), en la crónica de unos últimos días, no de la humanidad, sino de las personas, en un mundo “del que ya no apreciaba los placeres, ni compartía los dolores”.

Buscar, no encontrar El marinero de Gibraltar, de Marguerite Duras (Cabaret Voltaire) Juan Jiménez García Antes de Marguerite Duras estuvo Marguerite Duras. Antes de las emociones entrecortadas, estuvieron las historias: las historias propias, como Un dique contra el pacífico, o las historias ajenas, como El marinero de Gibraltar. Hubo un tiempo en el que Marguerite Duras podía ser adaptada por René Clement o Tony Richardson. Luego ya no. Luego solo pudo ser llevada al cine por sí misma. Es posible que todo esto sea algo aventurado, una cuestión de estilo, si se quiere, y que solo haya una. Es posible. Y quizás El marinero de Gibraltar sea ese libro en el que una avanza al encuentro de la otra, como ese barco que cruza el mar y busca, busca a ese hombre (ese misterio), en ese pasado que es presente y que pretende ser un futuro. Marguerite Duras termina de escribirlo en 1952. Un par de años antes había ajustado cuentas con su madre y con su juventud en la Indochina francesa, en Un dique contra el Pacífico. Quizás el exotismo del ambiente nos haga olvidar la profundidad de las relaciones (como seguramente podría pasar en El marinero…), pero lo cierto es que la ruptura que se producirá en su obra, tras estas dos novelas, no deja de ser una cuestión formal, es decir, aquello que va de una obra más narrativa a otra más depurada, entrecortada, de emociones intensas. En este libro, Duras construirá un primer personaje femenino fascinante (de tantos que vendrían), una especie de aventurera a la búsqueda de un hombre perdido, de un marinero que conoció hace algunos años y que despareció en el puerto de Shangai (bien, más que desaparecer, nunca regresó al barco, por las circunstancias). Desde entonces, recorre los mares acudiendo a la llamada de aquellos que han creído verlo, para reunirse con él, para retomar aquella aventura. En

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su camino, en un puerto italiano, se encuentra con aquel otro, un francés, como ella, funcionario colonial hastiado, que viaja con su pareja (compañera de trabajo), a la que no quiere, a la que nunca quiso, y de la que ya solo ve como alguien de quien deshacerse, como un pasado que le oprime y del que debe desprenderse. Él, narrador, se une a ella, a Anna. Es uno más de los amantes ocasionales que va encontrando en sus viajes alrededor del mundo, en su búsqueda. En su magnífico prólogo para la edición de Cabaret Voltaire, Lola Bermúdez (traductora), nos recuerda que los motivos de este libro son los motivos de toda la obra de Duras: la ausencia, la separación, la pérdida,… También la importancia del agua, o de la bebida (dos elementos tan íntimamente unidos a la escritora francesa, por otro lado). Pero hay algo más, algo que le da un aire de novela de aventuras, extraño en la obra de Duras, pero que aquí es fundamental: el viaje. Un viaje de ninguna parte a ningún sitio, en el que aquel motivo que lo sustenta (la búsqueda del marinero, del amor perdido) acaba por perder su sentido, y ya lo único que importa es este en sí mismo. Desplazarse, huir o ir al encuentro: todo es lo mismo. El marinero de Gibraltar seguramente es una de las obras más desconocidas de Marguerite Duras. El motivo es inexplicable: no solo es una obra inmensa, cautivante (y no encontramos un libro mejor para usar esta palabra), sino que nos transporta a un mundo que se empieza a construir (el de Duras) y también a destruir (el de los personajes, para llegar a una calma recuperada). Es inevitable pensar que la vida es un poco ese trayecto: la búsqueda de un ideal

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(que tal vez no existió nunca, que quizás hemos perdido), el sueño de un futuro que nos devolverá este pasado (real o no), el pasar de los días, sabiendo que, tal vez, ni tan siquiera queremos encontrar nada, tan solo desplazarnos.

Vidas olvidadas El hombre del pasamontañas (Crónicas), de Leonardo Sciascia (Piel de zapa) Juan Jiménez García En una de las siete crónicas que componen este libro, Mata Hari en Palermo, Leonardo Sciascia nos explica realmente todas las demás. Escribir, en un juego, en un pasatiempo, sobre pequeños acontecimientos del pasado. Aquellos que o están mal contados porque no parecen interesar a nadie, o no están contados de ningún modo porque no interesan en particular, a los historiadores. Y eso precisamente es el libro que ahora nos propone Piel de zapa. Sciascia siempre tuvo un gusto por contar. Ya no solo a través de la literatura, de esas ficciones suyas que eran más convincentes y nos decían más que la historia oficial, ese conjunto de falsas realidades, sino también en obras que indagaban en sucesos, en acontecimientos, de la historia siciliana, y que encontraban, de algún modo, su reflejo en nuestro tiempo. En concreto, si algo atraviesa este El hombre del pasamontañas son las vidas más o menos pequeñas, más o menos colaterales, de ciertos personajes que tuvieron sus pequeños momentos. Pensemos en aquel actor de nombre evocador (Achille Scatamacchia), que había sido contratado por Leopoldo Marechal , Adolfo Bioy Casares y Manuel Mujica Lainez, según la revista argentina Cabildo, para hacerse pasar por un Borges inexistente, invención de estos tres. En Rosetta, esa joven de diecisiete años y vida entre alegre y cabaretera, que muere de una paliza propinada por la policía y cuya muerte se quiere hacer pasar por un suicidio. En viejos misterios como el de la aparición de un cuerpo sin cabeza, en 1613, o el de Mariano Crescimanno, última víctima de la Inquisición o, mejor, de alguien que la añoraba. En la delirante vida del príncipe Pietro, aun así lejos de la vida más reciente y cruel de Juan René Muñoz Alarcón, ese hombre del pasamontañas, que señalaba a aquellos que iban a ser asesinados o torturados en el Chile de Pinochet. O, quién sabe, en Mata Hari, una Mata Hari perdida en Palermo durante unos días, en un pequeño teatro, sin que alcancemos a saber cómo fue a parar allí. Todos estos personajes le sirven a Sciascia no solo para relatar esos instantes fugaces en los que pasaron por la historia silenciosa o estrepitosamente, sino para hablar

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de nuestras vidas. Porque en la impunidad de la nobleza frente al asesinato (El príncipe Pietro), en la alteración policial de los hechos (La joven Rosetta) o en la creación del terror a través de una metáfora humana (El hombre del pasamontañas), no deja de establecerse una larga sombra que puede llegar hasta nuestros días. Como en la obra del escritor siciliano, no es fácil alcanzar el final de las cosas. El misterio nunca es desvelado por completo, y en un mundo lleno de mentiras, quizás solo la intuición pueda arrojar algo de luz (de vacilante luz) sobre los hechos. Sciascia se muestra divertido, irónico, pero también tristemente revelador. Estas historias le permitirán reflexionar sobre un buen puñado de temas con las lucidez que le caracterizaba. Encontrar entre los pliegues esos elementos que se escapan, que se pierden. Desde las razones para una espía de primer orden para acabar en un teatro de tercer orden, hasta el sentido de un hombre con el rostro oculto delatando a gente que ya se sabe culpable. Desde el triunfo final de Borges, convertido en ser inexistente, hasta la arbitrariedad del poder y sus sirvientes. En este libro, como en toda la escritura de Leonardo Sciascia, también encontraremos algo que no tiene precio: la alegría de escribir que es también la alegría de leer. Una alegría jamás reñida con la profundidad o el compromiso. Porque escribir, aun en las historias más terribles, también nos puede acercar a la felicidad, a la felicidad de una lectura tras la cual, y aunque solo sea un espejismo en este desierto que nos rodea, creemos haber entendido algo. Algo.

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