NOIR.DETOUR.ES
EDITA: DÉTOUR
NÚMERO 0, JUNIO 2015
NEGRO SOBRE NEGRO Vivir, sobrevivir
La alegría de leer
La vida te matará, de Rafa Calatayud (Alrevés) | por Juan Jiménez García
Tal vez, en nuestra más completa ignorancia, aún esperábamos esa novela negra que debía darle a Valencia el lugar que le correspondía como agujero negro de un agujero negro aún más profundo, este país. Diremos: oh, no, Valencia tiene una larga tradición de novela negra, y nos remontaremos a los tiempos de Ferran Torrent y su lectura obligatoria para alumnos avanzados de valenciano. Pero lo cierto es que ni tan siquiera él, que soñaba con ser Vázquez Montalbán (como otros tantos, por otro lado), seguramente llegó a ofrecer esa obra en la que debíamos reconocer un algo, cierta cosa. Quizás el problema fue siempre uno: en esta ciudad no se puede escribir una novela protagonizada por un policía o un detective privado, porque nunca será creíble. Para llegar hasta el fondo del asunto, hay que abrazarse (y eso lo reivindica acertadamente Rafa Calatayud) a Luis García Berlanga y Rafael Azcona. Y ya no solo por la renovación y puesta al día del esperpento. Toda novela negra debería ser una cuestión de personajes. Sin estos, ningún ambiente, ninguna trama logra sostenerse, tal vez porque el género siempre será una
cuestión de entregarse a la contemplación de los límites del ser humano y su respuesta hacia algo que le es hostil, como poco, ajeno las más de las veces: el mundo que le rodea. La sociedad, que dirían algunos, más a la moda. Y el asunto está en que La vida te matará es una novela coral. Es una novela de personajes. Además, unos personajes miserables, un asco: cerdos, cabrones, miserables, capaces de cualquier cosa por cualquier cosa. En fin, un retrato de nuestro tiempo en nuestra ciudad. Si alguien quiere comprender la corrupción, el cómo hemos llegado a ser los números uno en el tema (y mira que nos gusta tener lo mejor, ser los mejores, los primeros, los únicos), debe de acercarse a las personas, salir a la calle. Y por eso no encontrará mejor novela para entender todo lo que nos pasó (nos pasa y nos pasará), que esta. Y eso que no habla en ningún momento del asunto. La vida te matará empieza por el final. Para seguir por el principio. Y así iremos hacia atrás y también hacia adelante, alternativamente, lo cual viene a querer decir, por otro lado, que poco cambia el orden de las cosas. Podemos avanzar o retroceder unas horas, o unos años, y la sensación es que todo es igual. Dos asesinos esperan a un tipo con cara de funcionario al final de un túnel para que les entregue algo. Algo que quieren los rusos. Los rusos, por su parte, están tomándose una paella en un sórdido bar, un bar seguramente menos sórdido que algún que otro que hemos pisado (y eso es lo terrible, que nuestra cabeza no deja de encontrar que esas geografías no nos son ajenas y que esos tipos nos suenan). A partir de ahí tenemos quince horas para descubrir quién puede
ser peor que los demás, en una desenfrenada carrera en el que las piezas van encajando y las personas muriéndose, entre la tensión de los espacios cerrados y el desenfreno de una despedida de soltero, club de putas obligado presente. Por muy disparatadas que sean las situaciones (conejos incluidos), por muy lamentable que sea el comportamiento de los individuos, lo más terrible de todo es que nada nos resulta imposible, y casi que ni ajeno. No es ya una visión pesimista de la vida, una especie de celebración del mal (pero el mal de andar por casa, desprovisto de connotaciones existencialistas, un mal populista, del pueblo para el pueblo), sino que las cosas son como son, y tal vez sea pesimismo o esa permanente sensación de derrota que tiene uno cuando está donde está y abre los periódicos todos los días. Y los días (y los periódicos) te traen un mundo aún más delirante que este La vida te matará. Porque quizás la novela negra valenciana camina al lado de una realidad grotesca que no necesita ser deformada, sino tan solo escrita. Una realidad que está en cualquier lado y en cualquier rincón, que se nos pega a la piel como el calor húmedo de estos veranos interminables. Rafa Calatayud ha escrito una novela de nuestro tiempo desde nuestro tiempo, callejera y canalla. No hay buenos, no hay perdedores, no suena el jazz, son tiempos de karaokes y de salir corriendo en llamas, bosque a través, esperando que arda todo. Esta ciudad, esa gente, todo.
La verdad, la corrupción y el olvido Crímenes apropiados, de Fabio Nahuel Lezcano (Cosecha roja / JMP) | por Óscar Brox
El mejor aliado de la corrupción es el olvido. El tiempo pasa, los delitos amplían su radio de impacto y los criminales quedan impunes. Lo comprobamos cada día, cada vez que acudimos a la hemeroteca para intentar demostrarnos que todo esto no sucedía antes, cuando una nueva fechoría amenaza con rebasar nuestro umbral de tolerancia. Cuando sentimos la frustración de no poder revolvernos contra ciertos poderes, cuando nos obligamos a creer que, en efecto, la corrupción es inherente al ser humano. Con resentimiento, sin alternativa. Como un circuito cerrado. Crímenes apropiados cuenta una historia puramente argentina que, sin embargo, resulta comprensible para un lector español. Basta con mirar atrás para encontrar una dictadura y un ejército a su servicio, una policía fascista, el robo y la venta de bebés y, ahora en clave contemporánea, la concentración de poder que se ha generado alrededor de varios medios de comunicación. La diferencia fundamental estriba en que los argentinos, y en general Latinoamérica, no han perdido esa intensidad política sobre la realidad en la que viven. Algo que en España, pese a todo, sí se echa de menos. Así que Fabio Lezcano encara el material de partida con la precisión de un documentalista, como un escritor que utiliza los archivos desclasificados para construir su ficción con hechos y pruebas. No en vano, en su novela pocos personajes cuentan con un nombre completo; tan solo sus iniciales. Hay un C, una K misteriosa, un JJ o un MK que devienen mártires del relato. Tan solo los villanos lucen con el orgullo de la impunidad sus apellidos: un milico, Montenegro, y Manggione Roble, un empresario de la prensa. El resto, como tantos otros desaparecidos en la dictadura, guarda un pudoroso silencio. A Lezcano le interesa armar un andamiaje sólido en el que no se noten los préstamos de la novela negra ni tampoco las deudas contraídas con la Historia. Crímenes apropiados avanza con un único objetivo: mostrar cómo,
pese al reguero de cadáveres que acompaña al relato del último medio siglo de Argentina, la única víctima de esa guerra es la verdad. Aquí su autor, transmutado en periodista, recorre las cloacas de su país en busca de aquello que ha permanecido silenciado: una huella genética, un asesinato encubierto, una deportación forzosa. Todo recurso, por pequeño que sea, que conduzca a la investigación hacia la cabeza del proceso. Una labor que abarca décadas, que ve cómo sus protagonistas maduran y envejecen, mientras el mal permanece imperturbable en su lugar privilegiado. Consciente, tal vez, de que todavía no se ha inventado algo que lo elimine, ni siquiera la muerte de sus instigadores. Si algo nos ha enseñado la Historia es que siempre nos podemos hundir un poco más. Parapetado tras el periodista C, su autor cuenta el relato de dos hijos bastardos del poder criados para convertirse en brazos ejecutores. No estamos en tiempos de dictaduras ni juntas militares, de luchas intestinas entre ideologías, pero eso no es óbice para que los vencedores extiendan sus tentáculos para terminar de estrangular a los vencidos. Y la victoria, en el presente, pasa por el monopolio de la información. Eso que va de una pequeña, pero sustanciosa, manipulación política hasta la necesidad de corregir la historia oficial. La verdad, hoy tan relativa que cualquier tertuliano puede esgrimirla en un mísero debate como argumento de autoridad. Ahí es donde Crímenes apropiados se crece, donde su carga de angustia, literal y existencial, oprime cada capítulo repartido entre la pesquisa del periodista y los pensamientos secretos de uno de los bastardos. Bajo ese manto de auténtica mierda que salpica en todas direcciones y mantiene desprotegidos a sus principales actores. Personajes, todos ellos, marcados por un destino ineluctable, contra el que se puede oponer resistencia aunque de nada sirva. Mérito de Lezcano es trasladar esas sensaciones, la agonía y el desamparo, a un contexto en el que la violencia aparece intermitentemente en forma de ejecuciones sumarias y agujeros de bala todavía humeantes. Siempre negamos, qué remedio, la sensación de que hemos perdido la confianza en las bondades de papá Estado. Quizá la desconfianza es el segundo mejor aliado de la corrupción, el que nos hace creer que la rebelión es posible y una multitud puede ganar a un grupo de ele-
gidos. Lo que Crímenes apropiados pone de manifiesto es el miedo, el terror primario que se apodera de cada personaje envuelto en la conspiración política. El miedo a escuchar demasiado o a callar mucho, el miedo que se azuza desde arriba para disuadir cualquier alternativa de poder. El miedo a perder definitivamente el valor de la verdad. En la novela de Lezcano hay pocos héroes, algunos mártires, que soportan la tortura pero se desinflan víctimas de la tortura del tiempo: con esos procesos judiciales que nunca llegan y con esas investigaciones periodísticas que quedan por concluir. Algunos lo solucionan con una bala en la cabeza y otros se abandonan a la jubilación, quién sabe si con la esperanza de que el relevo generacional encontrará solución para esos problemas. Por eso Crímenes apropiados es la clase de libro cuyo final debe leerse con puntos suspensivos, abierto a esa enésima revuelta contra el olvido de la corrupción y las heridas actuales de la Historia pasada. Solo así puede entenderse la dimensión del relato que su autor pone por escrito. Un relato en el que las víctimas no somos nosotros, sino la verdad. Y sin ella, para qué negarlo, estamos perdidos.
Negro sobre negro (online) noir.detour.es
La conciencia del pasado. Un encuentro con Fabio Nahuel Lezcano. Óscar Brox, Juan Jiménez García
El gran misterio de Bow, de Israel Zangwill (Ardicia) | por Juan Jiménez García
Israel Zangwill forma parte de esos nombres a los que la historia no les sentó muy bien. Quiero decir que tuvieron toda la fama en vida y luego, bueno, los lectores, la posteridad, se olvidaron de ellos. Puede ser que fuera una cuestión de ser un hombre muy de su tiempo, y bien, eso no es necesariamente malo, pero es que ni tan siquiera era así. Sea como fuere, Zangwill esperó su momento, y su momento llega ahora de la mano de Ardicia. Y encontrarse con él es una de esas cosas por las que vale la pena tener una fría tarde de invierno, una manta y un libro en la mano. El libro es El gran misterio de Bow, claro. El conjunto, algo parecido a la felicidad. Zangwill no engaña a nadie. Es más, esta será su premisa: una especie de honesta novela policial en el que moverá las cartas frente a nosotros sin intentar ningún truco extraño (vamos, no es Agatha Christie). Para empezar, no oculta que parte de Edgar Allan Poe y su misterio del cuarto cerrado en el que se ha cometido un crimen inexplicable. Eso sí: aquí no hay ningún mono (y nos echamos unas risas con ello, leyendo esta novela). El gran misterio de Bow, si hemos de hacer caso a sus palabras, se fue escribiendo no solo por entregas sino a medida que la gente las iba leyendo, buscando el crimen perfecto y, por tanto, librando a todos los culpables que el lector iba encontrando. ¿Entonces? Entonces se la lee uno. Como buena novela policiaca inglesa, Bow, distrito en el este de Londres, se convierte en un microcosmos en el que es tan importante la muerte como aquello que la rodea, aunque aquello que la rodea poco tenga que ver. Las cosas no ocurren apartadas de su realidad y su realidad está formada por un sinnúmero de personajes más o menos pintorescos en busca de su lugar. Su lugar. Un día la señora Drabdump, viuda que arrienda un par de habitaciones a gente respetable para hacer más llevaderos sus días, llama a la habitación de uno de sus huéspedes, el señor Constant. Pero no obtiene respuesta. El señor Constant es un emergente político laborista, pero su emergencia topa con un inesperado obstáculo: es asesinado. Así lo descubren la viuda y un viejo policía retirado, al que esta llama en su auxilio, el señor Grodman. Pero ¿cómo demonios han podido asesinar a ese pobre muchacho si la habitación está completamente cerrada y él, por lo tanto, inaccesible? Descartado el suicidio queda el gran misterio. Y las miradas se dirigen al otro inquilino, otro laborista, aunque este más beligerante: Tom Mortlake, el héroe de las cien huelgas. Pero… hasta aquí hemos llegado. En nuestra explicación, claro, porque la novela empieza a desplegar su mundo de calles y negocios, de discusiones y conversaciones, de trazos irónicos de esa sociedad inglesa tan dada a meterse allí dónde no le han llamado, como un pasatiempo más. Zangwill aprovecha para reírse (amablemente) de todo: de la gente que escribe a los periódicos resolviendo enigmas, de la política, de la policía, del ser humano,… Ya sabemos cómo son los ingleses… aquellos que nos gustaban. Porque El gran misterio… nos devuelve una literatura plácida, placentera, divertida, un gusto por la lectura trepidante, que no se pierde en ningún momento, avanzando alegremente entre bosquecillos de palabras o, en este caso, casas ordenadamente alineadas, debidamente separadas del mundo, como decía Karel Čapek. En algún momento la literatura negra (si una novela tan luminosa como esta puede soportar ese negro) perdió una cierta alegría de vivir. Tal vez son los tiempos los que han perdido la alegría de vivir. Y también la noción de puzle, de juego, de pasatiempo que debemos resolver. Y todo eso es la novela de Israel Zangwill, que, además, nos regala una solución (son palabras de Borges, y debemos darle la razón) brillante para un enigma complicado. Disfrutemos, pues, del momento.
La bestia debe vivir
Negro sobre negro (online)
Caza al asesino, de Jean-Patrick Manchette (Anagrama) Traducción de Joaquín Jordá | por Óscar Brox
noir.detour.es
Para el lector de novela negra, Jean-Patrick Manchette representa su punto omega. La visión extrema y desesperada (o desencajada) de unos arquetipos a los que el peso del tiempo dobla cada vez más sus espaldas. Así hasta convertirlos en rastros, en figuras borrosas cuya conciencia, cuyos sentimientos, queda plasmada a través de sus acciones. Sin el romanticismo de JeanClaude Izzo, más político que Didier Daeninckx, el estilo de Manchette se puede calificar como preciso, grotesco, despiadado, áspero y brusco. Descripciones en apariencia contradictorias que, sin embargo, dan cuenta de la enorme cantidad de matices que hacen de su escritura algo más. Cuerpo a tierra -reeditada para la ocasión con el título de Caza al asesino– es una obra maestra, pero también la novela en la que mejor marcó la depuración formal de su estilo. Un relato desesperado en el que la bestia, un mercenario de nombre Martin Terrier, vive con el aliento de la muerte pegado al cogote mientras contempla cómo la realidad, su realidad, se desvanece a cada paso que da. Metódico y expeditivo, Terrier es como el protagonista de El discurso del método, uno de los relatos breves de Manchette, alguien a quien resulta más sencillo reconocer en el calibre de sus armas y en el ritual previo a la ejecución del disparo antes que en una vida interior elidida en
la narración. Como esos personajes sin nombre, que su autor define a través del tejido o del color del traje que gastan, Terrier es parte del paisaje. Un color cada vez más degradado. Alguien sin vía de escape ni asideros a los que agarrarse, cuya pretensión de recuperar la vida que dejó atrás es, prácticamente, una mala parodia del folletín decimonónico. El imposible atajo hacia un lugar al que nunca perteneció. La escritura de Manchette se abate sobre su protagonista como un cepo con un animal de caza. Debilitado y acechado continuamente, a Terrier solo le queda hundirse más y más en esa oscuridad, en la violencia y la locura, hasta alcanzar ese punto en el que no sienta nada. No en vano, ese era su objetivo durante la adolescencia: huir de un padre lisiado y de sus ataques de demencia. Huir hacia ninguna parte, hacia el vago sueño escapista que había trazado al enamorarse de la hija de una familia acomodada en la burguesía. Caza al asesino penetra en la psicología de su protagonista a través del flanco más débil: esa hombría derrotada que Manchette describe en la impotencia de Terrier. Demasiado alcohol, demasiada violencia; Martin ya no es capaz de recordar si le aguantó la erección, tanto da si con una eventual compañera de cama o con ese oscuro objeto del deseo que resulta ser Anne. De ahí que la punzada sobre su amor propio sea más dolorosa cuando el comportamiento de esta última dinamite cualquier expectativa de regresar al pasado. Herido y humillado, ya solo le quedará dejarse llevar por una violencia cada vez más turbia, más inevitable, que suplirá con un reguero de cadáveres todas esas palabras que Terrier ya no sabe cómo decir. La masculinidad herida de muerte, la lucha de clases reducida a la parodia, la novela negra al borde del colapso. En un extraordinario ejercicio de estilo, Manchette supri-
me la voz de su personaje y fía el peso de la narración a la descripción pormenorizada de sus pasos. Disparos, ejecuciones, fiambres, heridas, olor a pólvora, tejidos… Quedan las impresiones en su registro más visceral, la voluntad de conducir al lector hacia la conducta de un personaje que, página a página, se desvanece en el relato. Se convierte, él mismo, en paisaje. En violencia desquiciada, en momentos de gran delicadeza literaria y escenas verdaderamente grotescas -esa oreja arrancada a la fuerza de la cabeza de uno de los hombres de Cox. Ahogado por el sentimiento fatal de que hemos llegado a un callejón sin salida y el héroe, la bestia, ya no puede hablar, follar o siquiera disparar; solo resistir torpemente cada embestida de la muerte. Como un animal que agoniza en su trampa pero, por algún motivo desconocido, se resiste a dejarse la vida entre las mandíbulas de metal del cepo. A la novela de Jean-Patrick Manchette se le podrían aplicar aquellas palabras de Claude Monet en Giverny: “yo soy el paisaje”. Y es que Terrier, ese Terrier convertido en un manojo de sensaciones y reacciones, abandona cualquier atisbo de humanidad para fundirse con el paisaje degradado de asesinos, políticos y burgueses frívolos por el que se mueve el libro. Sin otra escapatoria posible, condenado a la misma demencia que acosó a su padre. Como una bestia del circo que debe vivir. Perseguido, humillado y definitivamente herido. Como esa literatura negra para la que el autor de Nada escribió su coda más brillante. Esa en la que un asesino despiadado queda reducido al molesto viento que viene de Liverpool, a la sonrisa fugitiva del gato de Cheshire, al silencio que nunca calla, a una soledad demasiado ruidosa. El final más devastador: ser nada.
Despídete del mañana, de Horace McCoy (Akal) Traducción de Axel Alonso Valle | por Juan Jiménez García
aquella será una mañana especial porque será el principio de algo, de otra cosa. Esa otra cosa es escapar, huir. Y tras huir vendrá lo bueno. Cotter es un tipo especial. Puede parecer un criminal despiadado y lo puede parecer porque lo es. Pero hay algo en él inquietante, desde esa primera persona con la que nos cuenta su vida. No es ningún pobre diablo. Su inteligencia, su cultura, sus estudios, una familia que adivinamos importantes,… En fin. Cotter no es ningún desgraciado. Es un asesino que no duda en matar a todo aquel que se cruce en su camino (y que dedica sus días en pensar cómo acabar con toda la humanidad tiro a tiro), pero un asesino, vamos a decirlo, intelectual. ¡Un filósofo del crimen! Un hijo de puta que piensa profundamente. Qué complicado. Ralph Cotter es Ralph Cotter (o no, porque hasta su nombre perderá en el infierno por él creado). No, no es ningún descenso a los abismos del ser humano. Nuestro protagonista está donde quiere estar, hace lo que quiere hacer. Amoral, dirán algunos. Tanta abstracción… El caso es que tras su huida, llega a algún lugar. Y en aquel lugar intentará hacerse un sitio. No es que no conozca maneras de hacerse un sitio, solo es que no entiende de otra cosa que no sea el crimen. Excepto el amor. El amor, el amor. Es una palabra muy grande (que no se dirá, para sentirse mejor). Su relación brutal con Holiday, que lo ha ayudado a escapar, una relación basada en la crueldad y en lo inevitable. Pero también su relación con esa chica que le recuerda algo, su magdalena proustiana. El resto será podredumbre. Aquella que puebla la sociedad norteamericana y que McCoy tan bien supo retratar (y así le fue). Policías corruptos, abogados corruptos, industriales corruptos (¿he dicho sociedad norteamericana?). Y alrededor de ellos (o bajo ellos), estafadores, ladrones, gente bien que no tiene nada de bueno,… Qué vamos a contar. La amoralidad de Cotter tiene difícil encontrar su propio brillo, aunque bien que lo consigue. Y sumando todo, tenemos Despídete del mañana, novela. Qué decir. Qué decir más. Desde la primera página, todo un universo de negras promesas se abre ante nosotros. Ahí está todo lo que quisimos, y solo cruzamos los dedos para que esa construcción se mantenga en pie, resista su propia grandeza, su propia ambición. McCoy no flojea. Firme, camina por la cuerda floja. Y a través de ella llega hasta el final. Cuando uno lee tanta novela negra, puede llegar un momento en el que perdemos el sentido de las cosas. Sí, todo está bien, todo nos parece bien. Hay grandes obras. Pero tenemos que encontrarnos con un
Siempre pagan los mismos, de Carlos Bassas (Alrevés) | por Óscar Brox El policíaco se encuentra con la novela social.
Vidas breves El diablo en cada esquina, de Jordi Ledesma (Alrevés) | por Óscar Brox Un cruce de destinos en dirección al abismo.
Melodrama de Nueva York Sally, de Howard Fast (Navona) Traducción de José Luis Piquero | por Óscar Brox Historia de amor para una mujer desconocida.
¡Arriba las manos! Los atracadores, de Tomás Salvador (Salto de página) | por Juan Francisco Gordo López El noir que surgió de la España negra.
La realidad nos mata
Tratado de inmoralidad Hay escritores que están condenados a ser recordados por algo que va más allá de ellos. Pongamos: por haber escrito guiones de películas para Raoul Walsh, Nicholas Ray o Henry Hathaway (aunque ninguna memorable). Pongamos: por haber sido adaptado por Sydney Pollack (Danzad, danzad, malditos) o, esperando algo más de conocimientos cinematográficos, por Jean-Pierre Mocky (Un linceul n’a pas de poches). Quizás: por una película interpretada por James Cagney (Corazón de hielo… traducción moralista de, precisamente, Kiss tomorrow goodbye). Pero, entre todo ello, ¿qué lugar quedaría para Horace McCoy? Es más, quién es Horace McCoy. La respuesta es sencilla: uno de los más grandes (y desconocidos entre los grandes) escritores de novela negra norteamericana. Por las dudas: leer Despídete del mañana. Horace McCoy no tuvo mucha fortuna como escritor. Tal vez simplemente fue una cuestión de estar en el lugar equivocado demasiado a menudo. Héroe de guerra (es decir, herido), actor, periodista, en algunos de sus libros se pueden encontrar destellos de su vida (o tal vez más). Por ejemplo, Los sudarios no tienen bolsillos. Si hemos de hacer caso a esos más que presumibles apuntes autobiográficos, lo más probable es que McCoy no fuera un tipo fácil. Eso incluye una cierta tendencia a llevar la contraria y una ideología izquierdista no muy a la moda (y peligrosa). Esto se trasladó a sus libros y no solo por su contenido: alguno tuvo importantes problemas para aparecer publicado (pero eso es otra historia). El caso es que en 1948 escribe una de sus mejores obras (que no la más conocida), Despídete del mañana, y eso no es que mejorara mucho las cosas en su maltrecha carrera literaria, pero al menos contribuyó a la historia del noir con una obra maestra absoluta (y no hay muchas), todo un prodigio de escritura vertiginosa, protagonista inolvidable y toneladas de mierda. Lo dicho, un clásico del género. Y ahora que todo es negro, no está mal leerse algo que es negro sobre negro. Pero veamos. Ralph Cotter despierta una mañana en prisión. Sabe que
Días de ira
libro como este, con su grandeza, con los estremecimientos que nos produce, para entender que era aquello que siempre buscamos en el noir. Para entender que la novela negra solo es una forma de hacer visible la oscuridad, de hacernos descender a patadas hacía lo más terrible de la condición humana, de enseñarnos esos lugares en los que vivimos, rodeados de lo que vivimos. De hacernos entender que no hay salida, pero también que no podemos dejar de buscar esa salida. Siempre.
Las flores no sangran, de Alexis Ravelo (Alrevés) | por Óscar Brox De ladrones y hombres, de asesinos y políticos.
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Calle de la Estación, 120 Leo Malet (Libros del Asteroide)
La penitencia del alfil Rafa Melero (Alrevés)
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¿Qué es ese miedo indescriptible que merodea en las ciudades de JeanPierre Mocky? Stéphane du Mesnildot
La banda de los Sacco Andrea Camilleri (Destino)
Triste, solitario y final Osvaldo Soriano (Seix y Barral)
Negro sobre negro (noir.detour.es) es el suplemento que la revista online Détour (detour.es) dedica al género negro. Détour es ese espacio donde el cine, la literatura y el arte se encuentran con la emoción, la intuición y nuestros deseos... Ejemplar gratuito. Nuestro correo electrónico: correo@detour.es. Edita: Détour Cultura, Asociación Cultural.