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SEVILLA

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¿Quién iba a pensar que un pequeño emplazamiento lacustre –spal–, planteado hace ya casi tres mil años en lo que por entonces era la desembocadura del río al que los romanos nombrarían como Baetis, iba a convertirse en la ciudad que hoy es Sevilla?

Este antiguo asentamiento fenicio o turdetano, ubicado en la órbita de la siempre perdida y buscada Tarsis, prosperó con el tiempo ahora con un nuevo nombre, el de Hispalis, y ya en época romana –gracias fundamenta–mente a la iniciativa de César Augusto, pese a que la tradición siempre atribuyó a Julio César su fundación– había crecido notablemente: de esta antigua capital del conuentus hispalensis aún quedan restos que podemos apreciar a simple vista, aún en la superficie de la urbe actual, como las grandes columnas templarias de la calle Mármoles, o el espacio arqueólogico del Antiquarium, bajo las hoy más que reconocibles Setas.

La ciudad romana estaba organizada dentro de un perímetro amurallado ubicado junto al río, cuyo cauce corría más al interior de la ciudad: un río que se desbordaba y anegaba la ciudad con frecuencia. Posiblemente, el caso más grave se vivió en el siglo III, cuando un antiguo y hasta ahora desconocido tsunami arrasó la urbe. Después, la dominación islámica convirtió a Sevilla –ahora Isbiliyya–en capital de una potente taifa a la que incluso se acercó el

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