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DESTINO TURÍSTICO GASTRONÓMICO
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Cid; y de un imperio, el almohade, que se extendía entre el Magreb y la Península Ibérica. Serían los almohades quienes ampliarían la muralla, que contenía a una ciudad que crecería vertiginosamente, y quienes levantarían su monumento más emblemático: la Giralda, el alminar de la antigua mezquita aljama hoy desaparecida. Ya en la edad Media, Sevilla sería la ciudad más importante, tras su conquista en 1248 por el rey Fernando III, del reino de Castilla. Una importancia que crecerá exponencialmente con la creación de la Casa de la Contratación en 1503, que coincidirá con la finalización de la obra gótica de la Catedral –la más grande del orbe cristiano durante mucho tiempo, y hoy la tercera en superficie– y con su consagración como la capital económica de la Monarquía Hispánica gracias al sistema de flotas y al comercio con las Indias. Iglesias, conventos y palacios reflejarán la riqueza de una ciudad poblada –120.000 habitantes en 1580– y su cosmopolitismo, citado por autores como Cervantes, Alemán, Góngora o Lope; una riqueza que durará hasta la segunda mitad del siglo XVII, cuando las pestes y la pérdida de su condición de puerto para las flotas sellen su paulatina decadencia, aunque intelectual y artísticamente dicha centuria sería la de la consagración de los grandes artistas que la ciudad habría de ofrecer a la cultura universal: escultores, literatos, pintores (solo recordemos a Diego Velázquez, a Zurbarán, a Valdés Leal o a Murillo) llevarán el nombre de Sevilla a los más altos cielos de las artes. Las luces de la Ilustración apenas iluminaron una ciudad desvalijada por los franceses durante la Guerra de la Independencia: Sevilla en el siglo XIX entrará en una plácida y pausada inercia, una ciudad provinciana y agraria, una situación que deseó revertirse con la Exposición Iberoamericana de 1929, y cuyos deseos de cambio se vieron detenidos por la crisis mundial y por la Guerra Civil. Ya avanzado el régimen de Franco, Sevilla recibió a un gran número de inmigrantes que ampliaron de nuevo –ya se había hecho en 1929– su perímetro; y hoy, con 700.000 habitantes, es la capital política y administrativa de Andalucía. Su hinterland aglutina a diversas poblaciones próximas, que crean un núcleo de más de 1.500.000 habitantes; el más importante de Andalucía.
La riqueza de Sevilla se encuentra también en su entorno: a una hora de la costa más cercana, en las provincias de Huelva o de Cádiz, y con un territorio diverso –un valle fluvial, el del Guadalquivir, y una feraz sierra a pocos minutos de la gran ciudad– su riqueza y variedad se refleja en sus costumbres, en sus gentes y en su gastro- nomía: la gran campiña cerealera, la marisma arrocera, la sierra ganadera y vinícola son realidades que existen desde siempre: unos productos que llegaban a Sevilla y de allí marchaban a Europa ya desde la edad Media. Esta riqueza productiva que también se desbordó por América durante la edad Moderna –vinos de Alanís, trigo de la vega de Carmona...– es también la responsable de la rica gastronomía sevillana, uno de los factores que atraen sin duda a los visitantes que llegan a la ciudad: un producto fresco, de gran calidad y de elaboración cuidada y sencilla. Una materia prima de gran valor, que se incrementa mediante el uso de recetas muchas veces tradicionales y seculares, de raíz incluso andalusí y medieval, que incorporaron alimentos cuya temprana llegada tras el descubrimiento americano permitió que fueran consagrados en las mesas sevillanas, como la patata o el tomate.
Las innovaciones agrícolas y el esfuerzo de verdaderos pioneros empresariales permitieron también que hoy, la provincia de Sevilla sea una de las más importantes productoras arroceras del mundo, exportando su grano a decenas de países; y aunque otras explotaciones no se han consolidado, desgraciadamente –como la cría de esturión en el Guadalquivir, llevada a cabo desde los años 20 del siglo pasado–, Sevilla sigue siendo madre, cuna y sede de productos –cítricos, vinos, grano, frutas incluso tropicales–de gran calidad.
“Quien a Dios quiso bien, en Sevilla le dio de comer”. Este adagio del siglo XVI es hoy, como lo era entonces, una absoluta realidad: en Sevilla se puede comer bien, e incluso muy bien, en cualquier sitio. El despegue en las dos últimas décadas de establecimientos y cadenas singulares y de gran calidad, favorecido por la creación de centros de formación que se han convertido en referentes a distintos niveles –caso de la Escuela Superior de Hostelería de Sevilla o de Gambrinus, de la Fundación Cruzcampo– han convertido a Sevilla en destino gastronómico.
Sevilla luce en su ADN la esencia de la tapa y, sobre todo, del tapeo. Tapear es algo natural para los sevillanos, un hecho cultural que une a visitantes y a oriundos. Existen tantas formas de entender las tapas tanto como establecimientos; desde las más clásicas a las más innovadoras, sencillas o elaboradas. La gastronomía que se puede disfrutar en bares y restaurantes, recoge lo mejor de los productos de la provincia: el cerdo ibérico de bellota de la Sierra Norte, el arroz y la naranja (dulce y amarga), el aceite y la aceituna de mesa o los vinos y licores de las diferentes comarcas productoras: Aljarafe, Sierra Norte y Guadalquivir-Doñana. Sevilla son sus restaurantes clásicos, emblemas de su tradición; las abacerías de productos “ultramarinos”, las freidurías, los mercados de abastos.
Y la ciudad revoluciona sus fogones y locales. Su oferta gastronómica es amplia y seductora: una nueva cocina sevillana que ofrece interesantes propuestas en locales de atractivo y cuidado diseño.•