A man washing a trumpet in the desert Un hombre lavando una trompeta en medio del desierto Michael Ondaatje
El Bosque Revista de creaciĂłn literaria
Lima / NĂşmero 8 / 2016
Director: Abraham Carbajal Gonzales Encargado de la edición: Alonso Martínez Supervisión literaria: Pierre Almat Diseño y diagramación: Popy Borlo Fundador: Erick Larrea Arismendiz Comité asesor de redacción: Erick Larrea, Carlos Escurra, Eiffel Ramírez, Juan Manuel Matos E-mail: rcelbosque@gmail.com Web: revistaelbosque.blogspot.com / facebook.com/revistaelbosque
Hecho del Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nro. 2014–03889
Contenido Narrativa Camilo M. Aguilar
Blanco y negro
3
Román de la Cruz
La abeja
9
Aarón Alva
La madre y los niños de la calle
11
Félix Miranda
Incestuosos andinos
16
Glauonar Yue
La iglesia del padre Samael
18
Salomé Guadalupe
Naturaleza muerta
22
Santos Rafael
Ruptura
27
Enrique León
Ese silencio aún está ahí
30
Moisés Azaña
A orillas del naufragio
34
Fiorella Sobrino
Y de repente
37
Pool Carbajal
Tres poemas
38
Anne Ru
Poema
41
Poesía
Portada: Iejekzel Streichman: Paisaje, 1970 Contraportada: talleres de creación literaria en academia prepolicial
NARRATIVA | 3 BLANCO Y NEGRO 1 «… Sentir cómo el aire por entre tus cabellos suena con una cierta violencia que te agrada; quisieras seguir toda la vida de esa manera, solo sintiendo el delicado y eterno roce del aire entre tus cabellos, algo como el cielo que empieza por fundirse con la humedad del aire: dejas atrás la neblina…». Todo se va haciendo más claro. A cada instante que pasa se tornan transparentes mis pensamientos, y se van afianzando las ganas de vivir: empiezan por aclararse en una larga avenida. Los carros no dejan de pasar a cada momento, hay un ruido como a máquina que no logro entender, no se escucha el sonido de las cosas, el sonido de la máquina es constante, y así me voy acercando más a la avenida. Esto parece todo un dolor de cabeza, pero es necesario acercarme más… el carro se detiene en la esquina de una cuadra; hay un tipo adentro del carro, está entre bajar o no hacerlo. Me pregunto cuál será su decisión, «¿Por qué no bajas?», «Qué pasa». Ya el tipo baja del carro, empieza a toser levemente mientras cierra la puerta. Yo me acerco violentamente a él: puedo distinguir su sombría figura mirando a cada lado, tratando de esconder algo bajo ese largo saco de cuello alto. Qué tratará de esconder ―todos se preguntarán―. El hombre empieza a caminar hasta la otra esquina y desaparece en el recodo.
Camilo M. Aguilar Universidad Nacional Mayor de San Marcos Estudia Lingüística
«Tú empezaste aquí y luego caminaste hasta llegar al recodo» (señalo con el dedo), «algo escondes, lo sé». A una señora se le caen sus llaves, no sabe que allí mismo siguen las huellas del hombre, ella no sabe nada, se agacha y mira a todas partes, no hay nadie, está segura de eso, abre la puerta y hay un largo silencio después de cerrarla. 2 La cuadra cinco de la avenida Velasco era una de las más abigarradas de todo el distrito: casas de tres a cuatro pisos, unas muy juntas a otras, colores incontrastables; hostales; cocheras sin servicio; prostíbulos decadentes… allí mismo, casi empezando el recodo, se ubica La Fonda. Las gentes suelen pasar por allí, estirando las piernas, yendo y viniendo, ocultando sus caras del sol o de las sombras de los grandes edificios junto a la playa.
NARRATIVA | 4 3 El tiempo avanza, se dispara, los pasos no logran tocar la acera: yo me aburro. Pero a dónde ir, en dónde estar, por dónde empezar… entonces miro la ventana y una gran sonrisa se dibuja en mi rostro; mis pies se desprenden del suelo y un nuevo aire me invade por dentro. Ahora me siento en todas partes, ubicuo, tentado a mirar esta ciudad, sin pena, solo por curiosidad. Miro a lo lejos La Fonda (pues acaban de encender la luz de neón), miro de nuevo la ventana del tercer piso y la sonrisa se me agranda, se expande y me dice algo al oído. Quisiera entrar como un pájaro… Voy entrando al cuarto. Es el domingo de las seis de la tarde; voy ingresando al cuarto y voy viendo la lámpara a punto de desfallecer; sólo una cama con un catre viejo, solo eso se distingue; en las paredes hay como inscripciones abigarradas con lápiz labial; botellas de alcohol en una esquina (si tan solo pudiera oler); hay un hombre tirado sobre la cama; en la pequeña mesita a la izquierda en el dormitorio está inmóvil un papel con lápiz labial escrito. En él se lee lo siguiente: Gracias a ti, Marleni; me salvaste muchas veces y te lo agradezco, pero esta vez fallaste. El dinero de la habitación está debajo del colchón… Hay un aire violento que sale con rapidez de la pieza, las ventanas se aflojan de sus goznes: voy
huyendo de todo esto… «Pero qué hay más allá; qué puede haber al otro lado». «Qué cosa mirabas, hombrecito» En frente de, prostíbulos, fonda, hostales, cocheras hay un pequeño parque rectangular: en él se distinguen colores blanco y negro; bancas de cemento; piezas de ajedrez; la gente va y viene, transita sin prestar atención a los ajedrecistas; niños jugando en el pasto; personas conversando echados sobre la hierba. La noche empieza a entrar en escena; hay jugadas bien hechas; hay otras que obedecen a una parsimonia sin ninguna razón. Empiezan a llegar los del casino, hombres que un tablero de ajedrez pueden tomarlo de muchas maneras, maneras de jugar buscando una escalera real, mirándose las caras uno a otro; ésos empiezan a llegar, y los ajedrecistas van dejando pase, todos se van yendo a excepción de los apasionados, de los que solo buscan vivir a través de estrategias, en un mundo bicolor… «Así que esto es lo que veías, hombre», pienso en lo más profundo y trato de sonreír. Me imagino cómo fue ayer: las manos estuvieron aquí, cruzadas; él siempre esperaba algo, y nunca se escucharon golpes en la puerta; pensaba en un sonido de muchas voces detrás del golpe de un piano, rítmico, sobre un torbellino de aguas azules que se precipitaban muy lentamente. Imagino que estuvo aquí esperando sólo el desenlace, observando el tiempo alejarse por entre los grandes edificios,
NARRATIVA | 5 perderse en ese ámbito azul-gris… el sol ya había estado cayendo; los tableros de ajedrez se doblaban; las piezas eran metidas en cajas o bolsas; y los hombres daban pase a las sombras que venían a ganar o a perderlo todo. Pero allí estaban esos dos siempre, constantes, ajenos a cualquier realidad. «Cómo se llamarán―se preguntaba ―; qué estarán hablando…» ―… Conchasumadre ―dijo Ernesto a sí mismo con la mirada fija en su dama que se encontraba fuera del tablero; había fracasado una vez más la acometida de los caballos―. Mi dama ―Recalcó poniendo el dedo una y otra vez en el casillero blanco. ―Por qué conchasumadre ―mencionó Felipe para sí mismo siguiendo con una inercia en sus palabras; dicho esto se comió un alfil y al instante giró la cabeza―… mira, ya llegaron esos hijos de puta del pócker. 4 Ayer por la tarde Ernesto esperaba a Felipe sentado con una sonrisa de ansia pero que vagamente podía también distinguirse la severidad de la estrategia que venía complejizando desde la mañana. Faltaban aún tres largas horas para que el sol se escondiese por aquellos grandes edificios junto a la playa. Ernesto aún no desidía si la movida axial de todo podría ser la acometida
de los dos caballos o si en verdad los peones harían atrincherar al rey negro; siempre pensativo, buscando estrategias para su propia vida, y es que ya para ese entonces su mundo era un inmenso tablero bicolor en el que se encontraban él y Felipe tratando de buscarse a sí mismos, a veces huyendo de la multitud que ellos tanto detestaban, y si era así el final de la escapada era una satisfacción más blanca que negra. Ernesto iba mirando a la gente pasar. Iban de la mano los enamorados, otros caminaban con sus grandes mochilas después de la jornada de trabajo, después de todo también estaban los niños desencadenando el barullo por los aires, «después de todo están esas risas que viajan y sorprenden a cualquiera», pensaba Ernesto quien apenas esbozaba una sonrisa forzada. Y justamente esas eran las risas que diariamente se escabullían de las bocas y viajaban como una masa metálica, se estrellaban contra las ventanas, trataban de seguir viviendo; pero entonces, el hombre siempre llegaba a esas horas… se abre el silencio; se escuchan los goznes de la puerta; el hombre entra, se recuesta sobre ella y se deja caer; es tan grande el pesar. Escucha el sonido de las risas que vienen de afuera, piensa «Ahora dónde estás, Marleni, cuando más te busco y no te encuentro…». Es el momento de regresar; voy saliendo por la ventana; aún falta para que anochezca; aún Ernesto maquina su estrategia mientras ve a las personas pasar. A lo
NARRATIVA | 6 lejos se distingue los lentes gruesos de Felipe, su manera rápida de caminar lo distingue de los demás. ―… Cinco y treintaicinco. Cinco minutos tarde. Estoy listo ―aclaró Ernesto en el preciso instante cuando hubo elegido la acometida de los caballos. Los minutos van pasando y las ansias de vivir se van muriendo, voy ingresando una vez más, por curiosidad, quizás, pero lo voy haciendo. Voy encontrando cosas muy distintas: dibujos con lápiz labial en las paredes, el hombre las va dibujando, en su rostro puede verse una amargura desenfrenada, lágrimas van cayendo de sus enormes ojos, sus piernas largas tiemblan y sus manos se crispan. Se va abriendo una y otra botella de alcohol puro, muchos pensamientos giran en torno a él, y al fin estalla una con más intensidad que las demás. Abre un cajón y de él saca una botella pequeña color marrón, el hombre ha decidido algo, mira fijamente la botella marrón, se sacude y vierte todo el contenido en una botella de alcohol puro, se ve que algo escribe en una hoja y lo deja encima del escritorio, habla para sí mismo, «Marleni, aún puedes llegar y detener todo esto», pero nadie llega y el hombre bebe de la botella. Tiene muchas ganas de dormir. Camina un poco y se echa en la cama.
5 «Te amo…» se escuchó débilmente en la habitación. Las luces de los postes en la avenida fueron prendiéndose. Nuevas gentes empezaron a caminar por la cuadra cinco de la avenida Velasco y ahora el tiempo era espléndido, maravilloso, como nunca en mi vida hubiera imaginado. Ahora deseaba volar más allá de los pensamientos… El eco de la frase «te amo» salió sin rumbo a través de la tristeza, el fracaso y las ventanas de la habitación. Salió de un golpe a la calle, sin saber hacia donde iba, con una fuerza desconocida… «adiós», le dije con las manos. Ahora era yo el que ingresaba al mundo de los pensamientos, de lo ilógico y lo irreversible: era el tiempo de despertarlo. Ya había pasado como una hora cuando el hombre despertó con el sonido de los goznes de la ventana; no entendía lo que estaba sucediendo, su cuerpo pesaba, aun así, pudo levantarse y caminar hasta llegar a la ventana. Afuera era ya casi de noche. Poco a poco la gente iba dejando atrás el parque y los niños iban regresando a sus casas con la certeza de que mañana regresarían, que de nuevo serían parte del mismo papel; entonces, tan solo vio dos cabezas a lo lejos, a lo lejos en el parque, en el lugar del campito de ajedrez, «Esto no está pasando… » se dijo perdido y horrorizado. Y luego entrada ya la noche, sombras
NARRATIVA | 7 ingresaban en el parque alborotándolo todo en ese lugar, riendo endemoniadamente, «Son los del póker», lo pensó algo confundido. Muy adentro de sí sabía que debería estar muerto para aquel momento. «Qué hago acá… ¡qué mierda hago acá!» gritó en silencio. El hombre escuchó unos golpes en la puerta; caminó con cierta dificultad y giró la manija… ―Quién es… ―preguntó el hombre. ―Soy yo, Marleni. Ábreme―dijo el tipo de saco de cuello alto. Lo sintió muy adentro de sí: el corazón latía con mucha fuerza. Pensaba en Azzur, la ciudad pensada muchas veces por él, imaginada sobre los recuerdos que terminaban por descubrir el rostro y la sonrisa semiabierta de una Marleni pensada por él. Deseó muchas veces andar del brazo con la imaginaria Marleni a través de las calles verdosas de Azzur, pero nunca llegaba a la hora exacta, a la cita ideal. Así, siempre se lamentaba por llegar tarde a los encuentros pactados únicamente por él. Pero ahora, ante él, se configuraba el ideal, el sueño constante y solazado por gritos lanzados a la nada: era el momento de ver qué había detrás del umbral… —Hola… —dijo el hombre, quien se encontraba en un ámbito muy lejos de toda realidad. —Soy Marleni… ahora podemos ir a Azzur —afirmó el tipo de saco de cuello alto—. Vamos, apúrate…
El hombre soltó una sonrisa y se acercó rápidamente a la ventana; sacó la cabeza y señaló con el dedo hacia el cielo donde se movían las oscuras nubes: —… Azzur está arriba, muy arriba — dijo casi gritando, henchido de felicidad—. Ven rápido… Entonces el hombre agarró las manos de Marleni y con ella y otros pensamientos más subió a las alturas donde casi ya daban las seis de la tarde; y solo pensó en una cosa que se iba expandiendo en su memoria: el sonido de muchas voces detrás del golpe de un piano, rítmico, sobre un torbellino de aguas azules que se precipitaban muy lentamente, empezaban por hacerse realidad mientras él iba muriendo lentamente en un lugar donde residiría para siempre. 6 Y todo esto había pasado tan solamente ayer, pero ahora las cosas se distinguían de otra manera desde abajo de aquel tercer piso, ahora que Ernesto estaba a doce pasos de ganar la partida. Seguramente eso molestaría a Felipe acostumbrado a victorias de domingo «… Y pensar que después de esto, después de toda una noche que es la que viene tengo que volver al taller, a humillarme por un poco de dinero, ¿acaso tan solo para poder vivir?, para sentir que algo entra por mi boca, tan solo eso, nada más. Pero luego vendrá la tarde y sé que Ernesto me esperará sentado como siempre,
NARRATIVA | 8 esperando aquí. Creo que este domingo mi rey se quedó solo, pero mañana será distinto…» cavilaba Felipe. En aquel preciso instante empezó a hacerse más notorio, poco a poco iba distinguiéndose el sonido de la sirena de la ambulancia. Otra vez voy sintiendo como niebla alrededor de mí. Me voy yendo con la imagen de la ambulancia al pie de la fonda, luego llegaría Homicidios y la avenida Velasco se apagaba con el tráfago de este suceso. Me voy yendo con la imagen de los del póker amontonados tratando de saber qué pasaba; unos comentaban: «dicen que la señora, la dueña de la fonda, encontró tieso a un hombre en el tercer piso», «… que lo mataron hoy mismo», «dicen que se murió de amor». De nuevo se van perdiendo las ganas de vivir, «la niebla empieza por invadirte, te haces débil y solo te queda volar», dejamos aquí todos estos acontecimientos. Mañana sería un día cualquiera para Felipe y Ernesto.
NARRATIVA | 9 LA ABEJA Todo iba bien, era la hora del almuerzo y veíamos un programa en familia. De repente, comenzamos a oír un pequeño zumbido que venía desde la televisión. A medida que el murmullo se fortalecía, entre crepitaciones y golpecitos desesperados, la calidad de la imagen se iba distorsionando. Hasta que, en el mismo instante en que la pantalla ya sólo nos mostraba estática, una abeja salió dificultosamente desde la parte posterior del televisor, voló entre nosotros, le dio un certero piquete a mi padre y se fue tranquilamente hacia la calle.
Román de la Cruz Universidad Nacional Mayor de San Marcos Bachiller en Literatura, Ilustrador y diseñador gráfico.
Los cavernarios intentos de mi papá por reparar el aparato fracasaron, y después de unos cuantos golpes al pobre artefacto y los gritos de desesperación correspondientes, no nos quedó otra opción que acudir a un servicio técnico. El tipo que nos atendió no mostró ni un poco de asombro cuando le contamos lo sucedido, en cambio, entró y salió de su almacén rápidamente trayendo a su regreso la refacción que nos hacía falta. A pesar de que hoy en día podemos ver nuestro programa con una imagen aún más clara, debo denunciar que el costo fue excesivo, y aunque el técnico nos hizo una rebaja, la instalación de la abeja nueva nos costó un ojo de la cara.
NARRATIVA | 11 LA MADRE Y LOS NIÑOS DE LA CALLE
Cuando era niño, mis padres y yo vivíamos en la calle El tigre, un viejo barrio del centro de Lima, comúnmente sucio y poco visitado por gente de barrios aledaños. Lo recuerdo como un lugar apretado y bullicioso, de pista estrecha, que era invadida por cargadores de gas, vendedores de fruta en carretilla y anticucheros que llegaban por la noche. Había también uno de esos callejones de un solo caño, morada de rateros, familias con muchos niños, ancianos solitarios, viejas prostitutas y hasta un loco que parecía tener un cuarto donde dormir. Nosotros vivíamos en el segundo piso de un edificio, ocupando un modesto departamento de dos cuartos y vista a la calle. Por las noches el bullicio no cesaba. Un grupo de adolescentes jugaba fulbito en la pista, improvisando arcos con bolsas de basura, las cuales quedaban despanzurradas al recibir un pelotazo. La calle amanecía con la basura regada y solía verse también una especie de riachuelo espeso que bordeaba la pista, cargando el aire con olores hediondos, entre agua sucia, orines y escupitajos de borrachos madrugadores. Había a mitad de cuadra una cantina de mala muerte que no tenía hora de cierre. Se vendía cerveza
Aarón Alva Conservatorio Nacional de Música Escribe cuentos y artículos
barata y contaba con una inmortal rocola de los años cincuenta que alegraba a los parroquianos con música de la Sonora Matancera, entre otros boleros cantineros. La regentaba una mujer conocida como La Tigresa, y era de las que con su sola voz volvía sumisos a los hombres con más eficacia que una mujer joven y escultural. Tengo recuerdos de haberme despertado de madrugada, asustado por gritos y el estrépito de vidrios rotos en la calle. Al día siguiente, mi madre me contaba que otra vez la tigresa botó anoche a los borrachos de su asquerosa cantina y no dejó dormir con sus gritos de placera. Era cosa de todas las semanas. Mi tiempo estaba repartido entre la casa, el colegio de varones-lejos de mi barrio- y los paseos familiares, nada más. Pero si recuerdo alguna salida con niños de mi edad, solo vienen a mi mente mis primos; a mis compañeros de colegio no los veía fuera de clase, salvo en un esporádico cumpleaños.
NARRATIVA | 12 Al regresar de clases llamaba mi atención un grupo de niños jugando solos en la calle. Entonces yo tendría ocho años y los niños parecían ser mis contemporáneos. ¿Y ellos no van al colegio? Le preguntaba a mi padre, y él me respondía que sí, pero que seguro saldrían más temprano de clases, o tal vez estudiarían en el turno tarde del colegio nacional. Sin embargo, yo sospechaba que esos niños no iban al colegio. Parecían continuar un juego iniciado hacía horas; incluso los fines de semana pasaban toda la tarde juntos. Yo los veía desde mi ventana, y cuando pedía permiso a mi madre para jugar con ellos, me lo prohibía rotundamente. Cómo te vas a juntar con esos chicos, me decía. Son unos vagos que paran todo el día en la calle. Tú no sabes a qué te pueden inducir. Fue al cumplir trece años que se me permitió por primera vez ir solo al colegio pero sin tener aún la llave de la casa. Los niños de la calle seguían reuniéndose, y cuando los veía desde mi ventana, ya no estaban solos, sino acompañados de niñas. Ahora se juntaban más que todo a conversar. Algunos se agarraban de la mano. Mi curiosidad por estar ahí, por conocerlos, era cada vez mayor, pero el permiso me seguía siendo negado. Mi madre trabajaba casi todo el día en una oficina y mi padre lo hacía en casa. Por ello, era él quien se encargaba de prohibirme salir, ejerciendo el dictado materno.
Una tarde en que mi padre descansaba, le pedí permiso para salir a comprar láminas escolares en el mercado. Me lo concedió, pero recordándome no demorar. Fui por las láminas, y de regreso, en la cuadra previa a la mía, vi a los niños reunidos. Un par de ellos estaban con niñas de la mano y se besaban en la boca sin vergüenza alguna. Yo los conocía de vista y de seguro ellos también a mí. Una sensación de miedo y al mismo tiempo de deseo me invadió en ese momento. Estaban ahí, libres, como si fueran objetos que uno puede simplemente coger, pero mi temor era más fuerte, sentía el mandato de mi madre como una barrera infranqueable, casi un mandamiento divino, y no hice más que desviar la mirada y centrarme en el camino a casa. Pasé de largo. Y cuando ya les hube dado la espalda, una voz me detuvo. —Oe, y ¿tú? ¿Cómo te llamas?—su voz directa y sin titubeos me hizo sentir que él era algo así como el líder. Le dije mi nombre dos veces. Tartamudeé a la primera. Él no me dijo el suyo, solo se presentó como Pope. Los demás me miraban como un bicho raro, cuchicheando mientras yo era interrogado. En el fondo, muy aparte de mi temor, me sentía extasiado por hablar con el que era visiblemente el jefe del grupo, y además, el que estaba con la niña más bonita del barrio.
NARRATIVA | 13 Pope me presentó a los demás y algunos me saludaron con la mano; otros, con la mirada. Tímidamente les pregunté qué hacían y él se rió. En vez de responder, soltó una broma irónica al verme con las láminas escolares. Los demás rieron y tuve que hacerlo también. Sabía que no podía quedarme mucho tiempo. Sin embargo, aún faltaban un par de horas para la llegada de mi madre a casa, y eso me daba cierta calma. Con un poco de suerte, mi padre seguiría descansando. –Quédate un toque, pe, me dijo Pope. ¿O ya tienes que hacer tu tarea? Negué con la cabeza. Él dijo que irían hacia mi cuadra, a la cochera del tío Lucho. Cuando pregunté qué harían todos rieron pero nadie dijo nada. Les dije ya pues, vamos, y mientras caminábamos traté de hacer memoria sobre el lugar. Solo recordé la vieja pared de metal oxidado, la fachada. De pronto recordé algo más. En ciertas ocasiones algunos hombres salían del bar de La Tigresa con botellas de cerveza e iban hacia la cochera. Llegamos con el grupo reducido, solo quedamos Pope, dos niños más y yo. A las niñas las dejaron en sus respectivas casas. Mi curiosidad aumentaba al ver la puerta abierta de la cochera y los carros apilados, mal estacionados sobre líneas trazadas con tiza. Una vez dentro, viramos hacia la derecha
y al perderse de vista la calle, sentí cierta tranquilidad, ya que por un momento pensé en la posibilidad de ver pasar a mi madre por la calle, así ella estuviera todavía en su horario de trabajo, uno nunca sabe. Frente a nosotros había una puerta de metal a medio abrir, por donde Pope entró y nos hizo señas desde adentro para seguirlo. Los demás entraron al instante, yo dudé un momento, pero ya estaba ahí y no tuve más remedio que hacerlo. Era un salón de billas. Alrededor de dos mezas muy gastadas estaban hombres que yo había visto salir del bar de La Tigresa, entre otros que no conocía, todos tomando cerveza entre turno y turno. El aire bastante denso estaba contaminado con humo de cigarro y hasta el olor a orines del baño se podía percibir. Aquellos hombres no parecieron sorprenderse en lo más mínimo al vernos entrar. El que administraba el lugar era el mismo encargado de la cochera, y sus salidas momentáneas de la sala de billas me producían miedo e inseguridad. Era como estar en tierra de nadie, y en ese momento yo solo podía confiar en Pope como una posible protección ante cualquier incidente. —Una partidita, habla—me dijo. —No sé jugar—le respondí. —Ya pe, hoy debutas con el taco, luego otro día te llevo a debutar en otros huecos. Los demás rieron y hasta los hombres parecieron celebrarle el chiste. Yo también hubiese querido
NARRATIVA | 14 reír, pero mi cara estaba tensa y seguramente pálida, por lo que solo solté un tímido jaja. Uno de los hombres de la primera mesa le dijo a Pope que acabarían en diez minutos, los cuales pasaron muy rápido. De pronto me vi con un taco en la mano, novato frente a toda esa mancha de jugadores de barrio. Los hombres del turno anterior se quedaron a vernos, comentando nuestro juego entre más cerveza y humo de cigarro. Pope les tenía confianza y los trataba de tú. Yo procuraba estar callado y concentrarme solo en el juego, pero no lo lograba. El olor, el humo, aquel ambiente en general, eran para mí una suerte de oasis de agua envenenada, pero en cierto modo embriagante y tentador. Qué pensaría mi madre si se enterara de esto. De solo imaginarlo me venían ganas de irme, de arrojar el taco al suelo y salir corriendo, pero no lo hice, ya estaba ahí, y sabía que irme sería decepcionar a los demás. Pope y los otros niños eran muy hábiles con el taco, metían casi todas las bolas mientras yo a duras penas pude meter solo una. Este hecho fue, naturalmente, motivo de burla por parte de algunos hombres, quienes parecían acostumbrados a ver niños jugando como grandes. Todo esto me hacía sentir un miedo que no sé cómo explicar. Si bien el juego continuaba y las bolas
entraban una a una, yo sentía que el tiempo se había detenido, y era la angustia de querer irme y no poder hacerlo, la que me producía esa sensación. De pronto, todo cambió de mal a peor. A falta de dos bolas por vaciar la mesa, se abrió de golpe la puerta del salón y entró un policía. Tenía un bastón de guardia que chocaba en una palma. Detrás de él se asomaron cuatro policías más, y desde afuera, fulgurante y directa, la sirena del patrullero nos hincaba a todos. —¡Nadie se mueva, carajo!—dijo el policía—. Chibolos pendejos, ahora sí se jodieron. A ver qué dirán sus mamitas cuando los vean fichados en la comisaría. Por un momento tuve la irónica idea de que quizá mi propia madre, pensando sobre todo en mí y para borrar del barrio este antro, fue quien dio el aviso a la policía. Nos subieron al patrullero junto al administrador, como si nada, solo a mando de voz. Las súplicas de Pope fueron inútiles –ya pe, jefe, no sea malito, le juro que no volvemos por acá– y en ese momento se esfumó toda la seguridad y admiración que me inspiraba. El patrullero enrumbó por el jirón Ancash y dobló en la esquina del jirón Huanta. Yo estaba con el corazón en la mano. Sentí el viaje tan fugaz como un pestañeo. En un abrir y cerrar de ojos llegamos a la Plaza
NARRATIVA | 15 Italia, a la comisaría de San Andrés y al instante nos vimos parados frente al escritorio del comisario.aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa –A ver, chibolos. A ver, pendejitos, cada uno me canta su nombre y el teléfono de su casa. Y si me dicen que no tienen, yo mismo voy hasta su casita pa’ver qué dicen sus mamitas. Tengo tiempo de sobra. –Ya pe, feje—dijo Pope poniendo sus manos sobre el escritorio–le damos pa´su gaseosa y nos vamos tranquilitos no má´. –Y ¿tú? ¿Quién eres? ¿El más pendejito del grupo? Tú vas a ser el primero en llamar a su mamita, chibolo. Siéntate no má. Sucedió algo inesperado. Los labios de Pope temblaban y sus ojos se humedecieron, pero él se tapó la cara al momento de darle el número al comisario. Yo fui el siguiente.
El comisario pareció no fijarse mucho en mí ni me intimidó con ironías ni preguntas más allá del número telefónico. Qué pensaría mi madre…. Eso era lo que más me preocupaba. Mis padres llegaron a los pocos minutos. Solo se limitaron a pedir disculpas al comisario y los tres salimos silenciosos. Ya en casa, mi madre me ordenó que la esperara en la sala. Ahorita te va a tocar a ti, me dijo, y se encerró en su cuarto con mi padre. Pude oír que le recriminaba por haberme dejado salir. Estaba hecha una fiera. Me asusté mucho, pues pareció transformarse en otra persona, dando rugidos de leona suelta en plaza. De seguro su voz se oiría hasta la calle. Por un momento sus gritos se parecían a esos que ella misma tanto aborrecía, los de La Tigresa botando a los borrachos.
NARRATIVA | 16 INCESTUOSOS ANDINOS (Qarqarias1) Una noche de luna llena, mientras una pareja de enamorados retornaba por el accidentado camino a su morada luego de participar en un pasacalle santiaguero, inesperadamente se encontraron con dos qarqarias que corrían retozando entrecruzando sus cuellos a manera de caricias, gimiendo y escupiendo a los costados, a los que no pudieron eludir por estar paralizados por el susto. Murieron en el acto quedando tirados en el camino sin más testigo que la fría noche de agosto. Al cabo de una hora, otros comuneros que retornaban también a sus chozas, encontraron los cuerpos de los desafortunados jóvenes en medio del camino. Al aproximarse para reconocer a los fallecidos, comprobaron que ambos cuerpos arrojaban espuma por la boca, por lo que dedujeron de inmediato que habían tenido un súbito encuentro con el diablo o con qarqarias. –¡Seguramente se han encontrado sorpresivamente con algo horrible, por eso no han tenido tiempo para escapar! –dijeron resignados mientras levantaban los cuerpos para llevarlos a casa del varayoq2. Al llegar al poblado y entregar el cuerpo a la autoridad, éste convocó a la comunidad para tomar las previsiones del caso ante la desgracia.
Félix Miranda Riveros Universidad Nacional del Centro del Perú Escritor autodidacta
La petición específica fue alertar a la población a caminar con mucha cautela y sobre todo en grupos para evitar encuentros en solitario con aquel espíritu maligno que aún no había sido identificado. Con el paso de los días, el comentario generalizado de los pobladores fue que definitivamente se trataría de qarqarias, porque tenían fundada sospecha de una relación incestuosa entre dos primos hermanos que habían decidido mantener este amorío a escondidas, aprovechando de la choza abandonada del tío del jovenzuelo cerca del riachuelo y que al parecer, sus progenitores no estaban enterados de nada. Al acuerdo de los principales de la comunidad de espiar muy disimuladamente las cercanías de la choza por el río, comprobaron que efectivamente la incestuosa pareja frecuentaba la choza en horas de la noche. Ante la evidencia de los hechos y recibida las informaciones de los encargados de hacer el seguimiento, las autoridades, en absoluto secreto, decidieron tender
NARRATIVA | 17 una trampa a los incestuosos primos con la colaboración de los más valientes y con experiencia en casos semejantes, esperando la siguiente noche de luna llena para de una vez tender la trampa a los qarqarias que habían generado mucho temor entre los pobladores de la comunidad. Aquella noche, inicio de la siguiente fase de luna llena, la pareja, sin sospechar nada ingresó a la choza para dar inicio a su pecaminosa relación. En cuanto los amantes consumaron su ilícito, en cuestión de minutos, empezaron a transformarse en llamas blancas hasta configurarse totalmente en los tenebrosos auquénidos que salían en busca de sus víctimas. Los comuneros que habían decidido dar fin a todo, se escondieron debajo del puente colocando una soga hacia los laterales en medio sabiendo que éstos debían cruzarlo necesariamente para desplazarse al otro lado del río. Como estaba previsto, los incestuosos, en cuanto salieron de la choza, se encaminaron al pequeño puente muy juntos, mientras los comuneros que estaban muy bien agazapados, a pesar del miedo por los gemidos, los escupitajos y los desacompasados sonidos de las uñas crecidas de la pareja de llamas al caminar sobre el puente, sin dejar de entrecruzar sus largos cuellos, se dispusieron a estirar la dura soga cuando estuvieron muy cerca haciéndoles perder el equilibrio cayendo así ambos al río, que aunque
sin mucho caudal, sus límpidas aguas lavarían los pecados de los incestuosos. En medio del riachuelo, los qarqarias recobraron su verdadera personalidad y quedaron a merced de sus captores completamente desnudos siendo capturados y llevados al poblado para encerrarlos en el habitáculo del juez para su juzgamiento al aclarar el día en la placita principal. Los padres de los jóvenes fueron comunicados sobre lo sucedido y conducidos también a la plaza para ser amonestados por las autoridades y la población. En seguida, los incestuosos fueron conducidos también a la plaza y castigados con 40 azotes cada uno y la advertencia de no cometer nunca más aquella relación pecaminosa porque de reincidir en la misma, serían azotados 80 veces más, en tanto los deudos de las víctimas del fatal encuentro no les perdonaron absolutamente lo sucedido. Luego de los acontecimientos, al cabo de algunos días, los primos hermanos desaparecieron de la comunidad. Nadie supo de su paradero, aunque los más pesimistas aseguraban que con las lluvias y las aguas del riachuelo muy torrentosos se habrían aventado tomados de las manos, mientras otros decían que continuarían pecando aunque sea en otros lares causando más muertes de los incautos que se desplacen durante las noches de luna llena por caminos solitarios. _________________________ 1 QARQARIA : Pareja de incestuosos con apariencia de llamas 2 VARAYOQ : Autoridad de una comunidad o poblado
NARRATIVA | 18 LA IGLESIA DEL PADRE SAMAEL
Fue tras caminar varias horas que llegué al pueblo ese. ¿Pueblo? Un puñado de adobes derruidos y esteras precarias esparcidos sobre el suelo cuarteado del desierto, que en el aire hirviendo se entreveraban con los arbustos secos a su alrededor. Había perdido toda orientación y esperanza, y bajo el sol sofocante la visión de un rastro humano me hizo levantarme nuevamente para correr con desesperación hacia la primera puerta que alcancé. La choqué con mi cara y tropecé para caer hacia la oscuridad interior. Mis costillas golpearon contra un mueble de madera rústica que se quebró bajo mi peso mientras me desplomaba al suelo sucio. Tosí y respiré con los pulmones adoloridos, intentando recuperar el aliento mientras mis ojos se acostumbraban a la oscuridad circundante. Pude estar ahí largo rato en el extraño silencio. A pesar del estruendo de mi caída, fue sólo al cabo de como media hora que se percataron de mi presencia. –¿Qué hace usté acá, señor? –Ayúdeme, señora, por favor, me he perdido, no sé dónde estoy, tengo hambre... La mujer me hizo pararme y me dio un cuenco con agua. Bebí ansioso el escaso líquido, sentado en una pequeña caja que la mujer sacó de una esquina hundida en las sombras
Glauconar Yue Universidad Ruhr de Bochum Autor de El Empalador
que inundaban el espacio. Escasos rayos de sol se colaban por el borde del techo de paja y develaban la cantidad de polvo que inundaba el aire. Aunque ya me había devuelto las esperanzas, la mujer me dijo que no tenía comida. –Todo es del padre, señor. Él es un hombre de Dios que nos hace compartir todos nuestros bienes. Vaya a verlo, seguro le ayuda. Mi hijo también está allá. –¿El padre? –En la iglesia, señor, al centro del pueblo. Todo va para ahí, donde Dios. Me disgustó un tanto el nivel de fanatismo que encerraban sus palabras, que parecía regir este miserable y desvalido pueblo. No es que no sea yo una persona religiosa, nunca fui practicante pero sí creyente. Aun así, en ese momento pensé que en zonas remotas o abandonadas como ésta, fe era lo único que les quedaba y la llevaban a extremos. Por otro lado, al acercarme al pueblo no había notado en ningún momento una iglesia, quizá debido a mi turbación o al calor que llenaba el aire de
NARRATIVA | 19 espejismos. Ligeramente repuesto, me dispuse a volver a atravesar el sol ardiente. Avanzando una vez más en línea recta, no tardé en darme con un edificio antiguo de adobes carcomidos, a duras penas en pie. Su estatura sobresalía de entre las chozas que conformaban el poblado, aunque en sí mismo no mediría más de diez metros de altura. La puerta era de madera antigua y oscura, áspera y maltrecha pero maciza. No podría haberla movido con mis pocas fuerzas, pero por suerte la pequeña portezuela dentro de ella estaba entreabierta. El arca se hallaba en una media luz turbia y homogénea que hacía difícil distinguir las cosas. Lógicamente había algunas banquetas hacia el frente, cerca al altar, pero por lo demás el lugar se veía bastante vacío y desolado. Al fondo a la derecha había un montón de adobes amontonados, no pude distinguir si eran de un hueco en el techo o en la pared, pero de hecho en más de un sitio la estructura se caía a pedazos y podía distinguir las columnas de madera que corrían por dentro. Sobre la pared a mi izquierda se descascaraba un burdo fresco del domingo de ramos. El Salvador y algunos de sus apóstoles habían perdido el rostro, pero aun se distinguían con bastante nitidez algunas imágenes del fondo. El paisaje por el que cabalgaban era
inusual, no parecía la típica Jerusalén de los cuadros. Había una pequeña caza en la ladera de un monte, con un techo plano e inclinado y un perro negro al lado. Si hubiera sido de calamina, habría jurado que era la caza de mi tío en San Andrés. Pero evidentemente ese muro era mucho más antiguo que la casa. –Dios está en todas partes y Su casa es el centro del mundo– una voz áspera me hizo sobresaltarme, proveniente de las sombras tras el altar y reverberando en la cúpula. Vi el cuerpo de un hombre delgado con una larga túnica. –¿Es usted el padre?– dije, acercándome. –Así es, hijo mío. –Padre, estoy perdido, necesito que me ayude a volver a casa. Al verlo más de cerca, noté que llevaba en la cabeza una gran mitra dorada pero deslucida, su rostro y manos eran arrugadas y huesudas. –Ven hijo, descansa, rézale al Señor. Su voz incomodaba, pero tenía razón, quizá lo mejor sería calmarme. Quizás podría ayudarme. Me senté a un costado del altar y uní mis manos como en oración, aunque relajadamente, como un simple gesto. Al rato, el padre me alcanzó un pan, el cual empecé a devorar ávidamente, mientras notaba que el hombre, en vez de su ojo derecho, tenía un profundo orificio.
NARRATIVA | 20 –¿Crees en los demonios, hijo?– preguntó de repente. Me atraganté con el pan y tosí durante unos segundos. –Los demonios no son individuos, padre- respondí turbado al rato–. Son solo un símbolo de los vicios. –No les es permitido mostrarse por el odio del mundo, pero gracias al poder y amor que Dios ha investido en mí, aquí también caminan entre nosotros como hermanos. –¿De qué está hablando, padre? –La iglesia antaño sólo albergaba a los hijos de la luz, pero también Luzbel fue hijo de Dios y así debe volver a Él, pues ante todo el buen pastor busca a la oveja perdida. Así, Cristo es aquel que acepta en su seno a todos, y aquí conviven al fin en armonía hombres y demonios. Y antes de que pudiera interrumpirlo o responder, empecé a escuchar, levemente, una especie de rasguños sobre la cúpula, pero cuando miré a lo alto no vi nada, hasta que bajé la mirada y en las esquinas más remotas me pareció notar algunas sombras informes revolviéndose frenéticamente, y oí el gemido de un muchacho a mi derecha, me puse de pie, volteé y vi, en una rajadura de la pared, a un adolescente echado boca arriba, sostenido por un par de magras garras negras de algún ser que no podía distinguir por entre el
delgado requiebro. Me quedé pasmado ante la visión, hasta que sentí un par de manos delgadas tocar mi rostro desde atrás, volteé espantado y vi que era el padre que extendía sus brazos hacia mí, pero desde detrás de él ya veía cientos de criaturas amorfas cada vez más cercanas y nítidas, varias de ellas arrastrando a seres humanos desvalidos, con ojos enajenados o entrañas a medio devorar, y otras reptando rápidas hacia mí. Corrí hacia el altar, al sagrario, y tomé una cruz dorada entre mis dos manos, pero ésta pronto se cubrió de los tentáculos e insectos que manaban de entre la turba que se había vuelto una niebla oscura y fétida inundando toda el arca y reptando también por la cúpula, recubriendo la vieja pintura de ciudades celestes tan parecidas a mi ciudad natal. Agité violentamente la cruz para intentar golpear a las criaturas, pero la mayoría de mis golpes caían en falso al aire, mientras la brea de los demonios trepaba convulsionando cada vez más densa por mi cuerpo. Desesperado sentí la cruz deslizarse de mis manos y desplomarse estrepitosamente al suelo, y empecé a revolcarme sin rumbo hasta que mi espalda dio con una puerta que resultó ser la salida trasera. Escapé corriendo de la iglesia, de vuelta hacia el desierto, sintiendo aun los bichos correr por mi piel, y oí de lejos la voz del padre: –Sin importar dónde vayas, la voluntad de Dios está en todas partes.
NARRATIVA | 21 Es el centro del mundo, todo gira en torno a Él. Sin embargo, mientras corría sentí que se iba alejando, y caí nuevamente a la merced del sol ardiente, tropezando con las arenas hasta caer rendido y perder el conocimiento. Desde que me recogieron de ese punto en el desierto, deshidratado y maltrecho, ya he contado esta historia un par de veces en distintos medios. La mayoría lo han apuntado como un curioso delirio resumido en tres o cuatro frases. Sin embargo, omiten lo
más importante, las palabras del viejo padre demente que afectan el sentido de todas las iglesias, todos nuestros rezos. Los demonios que vi ahí fueron reales. Puede incluso que aquella iglesia fuera realmente el centro del mundo. Pero nadie me cree siquiera que haya existido. Tengo que demostrarlo, o al menos destruir esa monstruosa posibilidad. Por eso dejo esta carta como testimonio antes de partir. Lo logre o no, quizá alguien pueda comprender la importancia de lo que estoy diciendo al leer esto.
NARRATIVA | 22 NATURALEZA MUERTA
Cuando Juan José nació con graves malformaciones, los dos se sintieron culpables. Fue como si Dios les hubiese castigado por alguna falta de la que ni siquiera eran conscientes. Ambos pasaban las noches en vela y se revolvían en sus respectivos lados de la cama. En parte porque, aunque el bebé, como si se hubiese resignado a aceptar mansamente el destino que le había tocado en suerte, no lloraba jamás, permanecían atentos a cualquier rumor que pudiese provenir de la pequeña cuna. Y en parte, también, porque esperaban recibir respuesta a todas las preguntas que, cada uno por su cuenta, habían dirigido hacia el cielo. Pero nunca nadie se molestó en contestar sus reclamaciones, y éstas se fueron haciendo más tibias a medida que pasaban los días. Hasta que acabaron enmudeciendo definitivamente. Aceptar su muerte fue casi tan difícil como aceptar su nacimiento. Por eso, a pesar de que se habían prometido no traer más hijos al mundo por temor a que también sufriesen las consecuencias de la maldición que creían portar sobre sus espaldas, decidieron intentarlo de nuevo. Necesitaban taponar ese agujero inmenso que había dejado el pequeño. De la noche a la mañana, sus vidas parecían vacías. Ya no había que dar de comer a Juan José, ni cambiarlo, ni bañarlo, ni vestirlo. Ni siquiera había que llevarlo corriendo al hospital para que atendiesen una de sus frecuentes crisis.
Salomé Guadalupe Ingelmo Escritora y docente
Aparentemente, ya no tenía sentido levantarse por las mañanas. La voraz apatía que se había instalado en la casa se esfumó el día que María fue consciente de su embarazo. Como muchas mujeres de su ciudad, no acudió a los doctores hasta casi llegado el momento del parto. En su caso, más allá de las viejas tradiciones, actuó un factor bien distinto: los hospitales se habían convertido en blancas tumbas, en lugares de muerte, y procuraba evitarlos. Se propuso mantener alejado de ese pernicioso influjo a su bebé mientras pudiese. Por eso no supieron que se trataba de una niña hasta el mismo día del parto. De haber vivido Juan José, habrían tenido la parejita que siempre desearon. Alba ―que así la llamaron sus padres, a pesar de su piel cobriza, por haber nacido mientras el sol surgía en el horizonte― era hermosa como la bella Kawillaka, perseverante como el ingenioso Kuniraya, apasionada como el impetuoso Wallallo y luchadora como el combativo Pariakaka.
NARRATIVA | 23 Había observado en ella algunos comportamientos anómalos, pero procuró darles las justificaciones más peregrinas. Hasta que, a los dieciocho meses, María comprendió que algo no iba bien. *** ―Lo siento, señora. Su hija sufre un daño cerebral irreversible. ―Pero me cuidé mucho durante el embarazo. Evité coger peso y obligué a mi esposo a que dejase de fumar. Yo nunca bebo. No entiendo qué ha podido pasar. ―Verá, la niña tiene un índice muy alto de plomo en la sangre; ese metal es el causante de la enfermedad. La fundición es responsable de esto. Hasta hace algunos años no sabíamos demasiado sobre sus efectos. ―Debe de haber un error, doctor. Mi marido nunca trabajó allí. Es albañil; él no ha podido contagiarla. ―En efecto, su marido no tiene que ver... No debe sentirse responsable. Usted no le ha transmitido una enfermedad; el bebé sencillamente absorbió esos metales de su cuerpo mientras se alimentaba a través del cordón umbilical. ―¿No se puede hacer nada? ―Los daños son irreversibles. No podemos asegurarle que sobreviva a los primeros meses. Ni sabemos cuánto tiempo se quedará entre nosotros si consigue superar la infancia. Estos niños siguen siendo una incógnita. Quizá le
cueste aprender. Tengan paciencia. Con ellos, cada día se convierte en una ventura. ―Pero no es justo. ¿Por qué a mí? ¿Por qué a nosotros? Yo ya he perdido un hijo. ―Ni se imagina la cantidad de casos similares que pasan por este hospital cada día: contaminación por plomo, cadmio, arsénico, dióxido de sulfuro… Es por la refinería. La fundición libera gases tóxicos a través de sus chimeneas. Los que más lo sufren son los niños. Esos agentes nocivos dificultan su desarrollo. Casi todos padecen bronquitis, pero eso es lo menos grave. Muchos tienen también el hígado y riñones destrozados. Además, esos gases originan la lluvia ácida que aniquila los bosques de los Andes y contamina sus ríos. Es un problema muy difundido en nuestro país. La refinería de nuestra ciudad vierte al río Mantaro, pero lo cierto es que éste nace ya contaminado en el lago Junín. Allí han desaparecido un tercio de los animales, y la Reserva Nacional del Junín ya sólo conserva un quince por ciento de sus especies vegetales. Las zonas de pastoreo que rodean el lago también se han visto afectadas; los rebaños enferman y mueren. En el centro del Perú hay diecisiete compañías mineras en actividad, la fundición de La Oroya y sesenta y siete explotaciones mineras abandonadas que vierten y emiten todo tipo de residuos tóxicos sin ningún control. Vivimos en una cloaca y nos alimentamos de ella. Regamos nuestros cultivos con el agua del río Mantaro. Un agua que contiene treinta veces más hierro del permitido por la ley, trece veces más plomo y cuatro veces más
NARRATIVA | 24 cadmio y cobre. El consumo de pescado contaminado ocasiona serias secuelas en adultos y, si se ingiere durante la gestación, provoca un deterioro irreversible en la formación del sistema nervioso del feto: dificultad de aprendizaje, disminución del coeficiente intelectual o incluso retraso mental; atrofia muscular, raquitismo y malformaciones; pérdida de alguno de los cinco sentidos o de varios a la vez… El gobierno tenía tanta prisa por vender nuestras minas a los extranjeros, que sólo buscan su propio beneficio y no están dispuestos a invertir para reducir el impacto ambiental de sus actividades, que no le importó hipotecar nuestra tierra, nuestra salud y nuestras propias vidas. Nuestra ciudad es la más contaminada de todo el Perú. Quizá, la más contaminada de todo el mundo. Se puede decir que somos objeto de un callado genocidio. Nos van matando lentamente. Ingerimos alimentos contaminados, respiramos aire contaminado, bebemos agua contaminada… Y un día no muy lejano, tras grandes padecimientos, seremos enterrados en un suelo contaminado. Un suelo en el que quizá ya habremos sepultado a todos nuestros hijos ―añade arrepintiéndose inmediatamente después. *** Alba está a punto de cumplir ocho años, aunque su edad mental corresponde a una niña de tres. Sin embargo les da muchísimas satisfacciones. Siente una enorme curiosidad hacia todo cuanto la rodea y posee una voluntad
inquebrantable. Se esfuerza por no vivir al margen del mundo, por no quedarse atrás. A pesar de que éste corre a grandes zancadas y ella sólo puede dar cortos pasitos. Progresa mucho más lentamente que los niños de su edad, pero no se rinde. Por eso, para sus padres sus logros tienen un valor especial. Cada nuevo avance, incluso el más tímido, cada reto superado, es motivo de fiesta: su primera palabra, la primera vez que consigue encajar las formas geométricas de su puzzle de madera, la primera vez que intenta vestirse sola. Lo que en otros niños es natural, para ella supone una dura prueba y exige un esfuerzo casi sobrehumano. Tiene una cierta dificultad a la hora de comunicarse, pero suple las deficiencias verbales con su expresiva mirada. Es una niña muy sensible; se emociona con facilidad y siente una piedad enorme hacia todos los seres vivos, un respeto casi reverencial por la naturaleza que la rodea. ―¿Qué haces, cariño? ―pregunta María al ver cómo la pequeña se acerca a la pantalla del televisor. Alba no responde. Se limita a pegar las palmas al cristal. Lentamente apoya la mejilla sobre la superficie lisa y llora. Lo hace sin aspavientos, sin emitir sonido alguno, como cuando el dolor es realmente profundo. Sólo vierte gruesas lágrimas. Únicamente cuando las imágenes de la foresta desaparecen de la pantalla, son capaces de apartarla de ella. Siempre que los programas proponen un recorrido por los tesoros naturales del país, Alba mira extasiada. A pesar de que nunca ha llegado
NARRATIVA | 25 más lejos del hospital, que está a un par de kilómetros de su casa, reconoce la Reserva Nacional Pacaya-Samiria, el Parque nacional de Manu o la Reserva Nacional de Tambopata. Aprecia incluso las bellezas de otros países vecinos. Es evidente que la pequeña siente una nostalgia terrible de espacios abiertos, de verde y agua y animales a los que nunca ha visto más que en televisión. A pesar del entusiasmo que en ella despertará la llama de peluche que le han comprado, el mejor regalo sería una excursión familiar. ―Deberíamos llevarla a alguna parte. Sería una sorpresa que recordaría para toda la vida ―dice María mientras su expresión se vuelve súbitamente sombría. ―Pero ¿a dónde? Vivimos en un páramo desolado. Si nos enfundásemos en trajes de astronauta y nos sacásemos fotos, todo el mundo creería que estamos en la Luna. No hay árboles o plantas en kilómetros a la redonda. Ni rastro de verde. Ni siquiera en las montañas que nos rodean. En la escuela, los niños usan sólo el marrón y el gris para pintar sus paisajes. A pesar de que sus modestos ingresos apenas les permiten afrontar los gastos de la enfermedad de Alba, deciden hacer un esfuerzo. Se desplazarán a Lima y se hospedarán en casa de un primo de María un par de días. La pequeña podrá visitar el Zoo de Huachipa.
Allí Alba descubre un mundo paradisíaco como el que existía en su país antes de que el hombre dejase de respetar a la Pachamama. Antes incluso de que los incas sometiesen a su gente. Mucho antes de la llegada de los extranjeros. Cuando su pueblo aún pertenecían a los Huanca, los protectores de la tierra. Aunque los animales ―muchos de ellos en peligro de extinción― están encerrados en recintos, parecen felices. Disfrutan de una reconstrucción del hábitat natural, hoy casi desaparecido, en el que un día vivieron. *** Segeo golpea la roca a la luz de una lucerna. El pico resuena con una cadencia monótona. A cada golpe parece esperar la respuesta de sus compañeros. La hermética conversación se prolonga durante toda la jornada. Para ellos no existe día y noche, sino una oscuridad perpetua que no deja espacio a la esperanza. Dentro de la mina rigen normas que no respetan siquiera los dictados de la naturaleza: las fuerzas se dilatan innaturalmente; hombres consumidos, que apenas reciben alimentos y trabajan sin descanso, superan con creces sus expectativas de vida. La mina es otro mundo. Le parece llevar una eternidad allí abajo. Tanto que le cuesta recordar su vida anterior. Y sospecha que por eso sus enemigos le han condenado precisamente a ese castigo: para privarle del consuelo de su gloria pasada, para hacerle olvidar que un
NARRATIVA | 26 día fue libre e incluso que antaño fue un hombre. Ahora se siente sólo un pedazo de mineral. Su piel sucia y cuarteada apenas se distingue de las paredes de la galería. La tierra lo ha aceptado como un hijo suyo, a pesar de las heridas que le inflige cada día. Ése es su castigo por oponerse a la voluntad del emperador, por encabezar una revuelta contra la dominación romana de las tierras astures. Ahora sus manos ya no se tiñen de rojo con la sangre del invasor, sino con el cinabrio que finamente triturado se convertirá en ese tinte tan apreciado en Roma. Un tesoro por el que pintores, escritores, damas y tintoreros están dispuestos a pagar altos precios. Otras veces extrae oro. Sin embargo prefiere las jornadas en las minas de mercurio. Allí el polvo y los gases tóxicos dejan sin aliento, y uno puede alimentar la ilusión de encontrarse cerca de la muerte liberadora. Roba a sus gentes para satisfacer el apetito insaciable del Imperio. No obstante, le queda un consuelo. Magro y mezquino, pero consuelo al cabo. Piensa en todos los hijos de los opresores que no llegarán a nacer, en todos los niños romanos que sufrirán las consecuencias de la vanidad de sus madres. En todos los abortos, los partos prematuros y las deformaciones que provocarán el plomo, el arsénico y el mercurio que las matronas romanas se extienden por el rostro. En ese cinabrio que tiñe sus labios de rojo…
*** Alba regresa a su vida cotidiana, a una monotonía sin colores. A pesar de sus esfuerzos por seguir pareciendo feliz, cada día siente más nostalgia del mundo que ya no existe. Hasta que una noche, mientras duerme, se le aparece una hermosa mujer de caderas rotundas y senos prominentes a la que ella reconoce inmediatamente. No lo duda un instante. Lo lamenta por sus padres, pero está segura de que sabrán comprender. Salta de la cama y se aferra a su mano. El viaje dura muy poco. Antes de que le dé tiempo a sentir vértigo, ya han llegado volando a lo alto de la montaña. Una gruesa capa de mullida nieve cubre su cumbre, arropada por las nubes. Sin embargo Alba no siente frío.
NARRATIVA | 27 RUPTURA – Santos Rafael Fabián cierra los ojos e imagina las palabras de Ely nadando en la superficie del canal como florecitas de un árbol tierno. Contigua a él, tan próxima que su aroma a cereza opaca al de la humedad y el ocaso, Ely habla mirando hacia el frente, en un tono liviano, simpático y jovial. El viento del atardecer arrecia y Fabián siente los cabellos de Ely — inquietos y finos como ella misma— llegar hasta su cuello en una suerte de caricia. Pinche destino, piensa, y recuerda los tiempos en que anheló conocer a una muchacha así, espontánea y dulce, empapada con esa simpatía de quien no desea causar ninguna impresión y termina ganando la confianza de todos, de quien no busca provocar sentimientos y por eso es que genera cariño en quienes no se saben capaces de querer. ¿Nunca has pensado, Fabián, que a Monterrey le hace falta un otoño verdadero? Monterrey es mucha ciudad para sólo dos estaciones al año, para tan pocas hojas cayendo en octubre, y tanto calor a dos semanas de navidad. Porque acá somos muy extremistas, ¿lo has notado? Y pareciera que nos gusta empezar por el clima. Verano o invierno solamente, sin respetar ningún calendario, a veces ambas estaciones en un solo mes, muy seguido alternando más rápido que mi humor en el mismo día.
¿Sabes? Yo quisiera caminar por la calle Morelos y escuchar crujir bajo mis pies montones y montones de ramas secas. Yo quisiera mirar hacia abajo y no alcanzar a distinguir un solo adoquín, tener un clima como para usar bufanda sin abrigo, en un fresco equilibrio que me sirva de pretexto para poderte abrazar. Pero eso nunca sucede. Esta ciudad es lunática, bipolar. Aquí se es naco o fresa, se apoya a Tigres o Rayados, hace calor o frío, se vuelven novios como a veces quisiera contigo, o se queda en amistad, así como tú y yo. Abre los ojos de nuevo, despacio, sin muchos deseos de hacerlo, y al verla a su lado, desaliñada y bonita, dócil, encorvada y quizás contenta, manoteando en el aire igual que si pintara con los dedos imágenes que ejemplifican sus oraciones, comprende que se trata de Ella. No cualquier niña como aparenta, no cualquier mujer como cree ser, sino ella, una frondosa nube al medio día, el chorro de agua que esperó todo su peregrinar. Qué mamada, piensa, y se reprocha al saber con certeza que Ely es algo aún más significativo, esa última hebra de un corroído y olvidado estambre que lo une ya sin fe a su adolescencia, a esos años en los que también él vestía con tenis sucios y pantalón de mezclilla, años en los que el trámite del título, la mensualidad del coche y los estados de cuenta eran problemas
NARRATIVA | 28 de otros, de gente vieja, de personas grises, gente poco feliz. Piénsalo. Somos el ejemplo más claro, por no decir más triste, por no decir más radical. Mira, no existe pareja en Nuevo León que se vea tan bonita como nosotros cuando caminamos juntos y me prendo de tu brazo. En eso coincide todo el mundo, mis amigos, tus compañeros, el muchacho de la tienda, mi mamá. Menos tú y yo. Mucho menos yo que tú. Porque somos tan opuestos como las colonias Del Valle e Independencia. Yo no soportaría una vida con alguien como tú. Seríamos malos novios, ¿verdad? Claro, seríamos los peores, un caos total y la relación más horrenda que hayamos tenido. ¿Te imaginas? Tú a punto de iniciar la maestría y yo sufriendo para terminar la prepa. Sería extraño buscarte todos los días como hoy, ir hasta tu despacho como hoy, preguntar por el Licenciado Fabián González o requerir cita para verte. Qué desmadre. Ese es un aspecto muy importante en el que diferimos. Me gusta ser distinta, ser mariposa, sin ataduras. Me gusta ser colibrí. Te juro que no sé a veces cómo pasas diez horas trabajando o vistes sin quejas ese traje que, aunque te hace ver tan lindo, a mí me sofocaría. A veces tampoco me explico por qué pasas tu día conmigo, una huerca a tu lado, una mongola si voy junto a ti. Sí, está claro que somos muy
distintos por más que parezcamos hechos para hablar y hablar y hablar. De poemas, de tu colonia, mis exnovios, tus miedos y mi soledad. Opuestos como Paramode y Ramón Ayala, Foster the people y Los cadetes de Linares. ¿Sabes qué es lo peor? No que adores la crema que yo evito en dejo en mi frappé ni te moleste el humo cuando fumo. Lo peor es que somos muy regiomontanos, muy de dos opciones y sin términos medios, sin escala de grises, sin prisma para desdoblar la luz. Por ello sólo podemos ser amigos o novios, una cosa nada más, pero que sea definitiva. Yo propongo que seamos lo primero. Nosotros no podríamos ser buenos novios y entonces no tendría sentido intentarlo sabiendo que fracasará. ¿Verdad, Fabián?, ¿verdad que no tendría sentido? Sentado junto a Ely en los escalones de la Macroplaza, Fabián alarga una sonrisa desalentadora. Vuelve a mirarla, e inevitablemente se estremece al reafirmar que esa boca expectante y apacible, esas pulseras de matices pastel, su voz casi infantil y desenfadada, son exactamente los mismos elementos de la mujer con la que soñó pasear por las calles del centro a los dieciséis años, cuando también soñaba, cuando creía en el amor y una tarde prendidos de la mano era más placentera que un fin de semana en el antro o el hotel. No, jamás podríamos, pronuncia Fabián, y cuando la sonrisa en Ely se
NARRATIVA | 29 torna una mueca turbia que asiente con automatismo y dolor, Fabián cierra los ojos e imagina cómo se hunden en el canal Santa Lucía todas sus canciones dedicadas, cada una de las cartas que leyó, y al mismo tiempo, más suave que la noche cayendo, siente romperse muy al fondo de él una fina hebra de estambre que lo ataba a sus sueños, que lo ataba a Ely, a sus metas no alcanzadas, y a una época distante, una época mejor.
NARRATIVA | 30 ESE SILENCIO AÚN ESTÁ AQUÍ
A las seis de la tarde, cuando en el cielo se confunden los últimos arreboles del ocaso con las primeras brumas de la noche, un joven, desnudo el torso, se despierta tras haberse quedado dulcemente dormido, lanza una espiración cansina, mientras estira sus brazos al techo, coge de la silla su nívea camisa de almidón, se la abotona con tanta prisa que la tensión de sus dedos alrededor de los botones hace que uno de ellos salga despedido sin que este repare en su caída, coloca sus dedos alrededor del pomo de la puerta, gira con violencia y sale de su apartamento de la av. Colmena con dirección opuesta a la muerte del crepúsculo. Nada hay que desvíe su fija mirada hacia el horizonte de sus pensamientos. Uno, dos, tres…-cuenta maquinalmente las personas que van pasando a su lado, que van y vienen agitadas por algún burocrático trajín o que pasean con el desenfado de quienes se saben poseedores de la seguridad de su destino. Nada ni nadie nos detendrá… –se dice a sí mismo. La luz ambarina ya ha inundado las calles por completo. Antes de cruzar la primera cuadra, observa a una ciega que, con voz aflautada, ensaya un cálido y melancólico bolero. Ralentiza sus pasos a medida que la voz de la ciega llega a sus oídos con
Enrique León Chihuán Lingüista
mayor gravedad, una voz que repentinamente se vuelve lúgubre y apagada. Mira unas cuantas monedas en la mano izquierda de la invidente, dispuesta en forma de cuenco, que por el grosor de sus dedos le recuerda a una ollita de barro…desvencijada, pero surtida. Cinco pasos más y ya la voz de la ciega se va perdiendo en la entraña de la bocacalle. Al llegar al semáforo en rojo, se detiene y otea a una turba de viandantes que con sonambúlico paso avanzan por las avenidas que se entrecruzan. Unos caminan en parejas, otros en tropel o solos como formando parte de un monótono concierto, una coreografía de sombras zigzagueantes que se arremolinan y se expanden como una rutilante neblina multicolor en la que por fin el muchacho decide entrar para continuar con su ruta. De repente, se percata que delante de él, una anciana ha caído al pavimento tras tropezar con un bache. El joven, sin pensarlo dos veces, decide tomarla del brazo, pero es rechazado ipso facto por la
NARRATIVA | 31 señora, quien tras ensayar una ceñuda mirada contra el joven, sigue su camino. Nuestro frustrado boy scout hace lo suyo y continúa caminando en dirección opuesta a la vieja, hacia una callejuela contigua. Desde la esquina de aquel jirón, logra vislumbrar los altos barrotes del último torreón de La Mazmorra, una fortaleza construida en medio de edificios que se levantaban a su alrededor y que la circundaban como descomunales centinelas que parecían alfiles protegiendo a su rey de alguna amenaza latente aunque lejana. Toda su construcción es una obra de mampostería de un rústico y a la vez imponente acabado bizantino que contrasta con el estilo futurista de sus vigías de hierro y concreto, que en el día se asemejan a guardianes transparentes que se alimentan de la luz del sol que entra por sus poros cuadrangulares, y en la noche son como soldados durmientes petrificados bajo cuyos pies una niebla ambarina se mezcla con el rugido de artefactos fosforescentes. El perímetro que separaba a La Mazmorra de los edificios adyacentes era un campo de frío y desolado cemento en el que solo discurrían sus verdaderos custodios, que desde lo alto de los edificios se veían como oscuras hormigas dentro de una enorme madriguera. Tan endebles se les veía así que algunos solían decir que bastaba con una gigantesca inundación para sumergirlos y ahogarlos irremediablemente. Pocos
sabían que la fortaleza crecía a medida que sus habitantes aumentaban. Un tsunami –pensó de repente el joven. De ahí es de donde salen todas las noches para llevarnos –se dijo a sí mismo inmediatamente. ¿Y si lográramos romper el cerco? – pensó. Rápidamente recordó que despertó con esta pregunta de su sueño. Más aún, rememoró el sueño en el que una incontenible marea de lava derretía las rocas de la fortaleza hasta entonces inexpugnable. La rotundidad de esta pregunta fue lo que hizo que se apresurara a salir a la calle y se olvidara de saludar a sus vecinos. Entonces, recordó a la ciega y el tono mortecino que le dio a su canto cuando pasó por su lado. Recordó los ojos de esa anciana cuyas níveas canas le traían a la mente la inmaculada testa de su abuela recientemente muerta. La punzante mirada de esa anciana había flagelado su ánimo auroral por un interminable segundo y ahora esa pregunta lo explicaba todo. La anciana lo había reconocido. Esta pregunta fue un dardo dirigido a las esferas de su espíritu inconmovible, inconmovible hasta ese momento. ¿Y si lográramos romper el cerco? Era la pregunta que había suprimido de su memoria de corto plazo, pero que ahora afloraba con una potencia inaudita. Aunque los vigilantes resguardaban el perímetro de La Mazmorra día y noche, muchos de ellos vivían
NARRATIVA | 32 desperdigados por toda la ciudad. El joven sabía el peligro que entrañaba formularse esa pregunta originada por un sueño. No cabía más que salir de esa calle y caminar raudamente hacia alguno de los subterráneos más cercanos. Pero lo más importante era actuar con frialdad y no visitar a nadie hasta nuevo aviso. Así nadie sospecharía. Demasiado tarde para reparos. En la acera del frente se encontraba parado uno de ellos. Lo había estado siguiendo desde que salió de su cuarto. Llevaba una pringosa casaca beige y un pantalón jean raído, cuyo azul había casi desaparecido y dejaba paso a un blanco tenue. El ordinario aspecto de su atuendo le garantizaba una perfecta mímesis dentro del mar de noctámbulos que atestaban las calles. El individuo metió su mano en el bolsillo interior de su casaca. La serenidad que rezumaba de su burda actuación permitió al joven adivinar los fines de dicho movimiento: avisar a los demás de su ubicación, interceptarlo y detenerlo sin dubitaciones. La distancia entre la entrada más cercana del gran subterráneo y el punto exacto en el que se hallaba no era corta, pero enrumbarse hacia los sótanos de la ciudad era la única posibilidad que tenía. Los alicaídos ojos de su rostro y la aridez de sus carrillos le daban el semblante adecuado para fingir la severidad y el desapego hacia todo tipo de afecto
que se necesita en esos casos. La figura adusta que había adoptado le daba el aire imprevisible que debía transmitir a ese zafio sujeto. Levemente rotó su cabeza hacia la izquierda y comenzó a caminar con desenfado. Su consigna en ese instante era llegar dos cuadras más adelante y luego cambiar de dirección hacia la derecha para entrar a una calle angosta. Cuando estaba ya dentro de esa calle, volteó hacia atrás y el individuo había desaparecido. Entonces, apresuró sus pasos hacia una plazuela, ubicada en la intersección de cuatro calles, en la que casi no había gentío. Siguió de frente, nuevamente volteó hacia atrás y notó que alguien lo había estado siguiendo desde la plazuela. Esta vez era una muchacha con figura de sílfide como salida de un cuadro de Waterhouse. La chompa rosada con cafarena que llevaba puesta no eclipsaba en ninguno de sus pliegues la cándida sensualidad de sus formas; a su vez, la expresión taciturna de su tez broncínea y sus zapatos de ballerina la proveían de una pétrea calma que se reflejaba en su andar. Ante semejante presencia, el joven optó por apresurarse y correr. Finalmente, llegó a un parque tupido de buhoneros en cada esquina. Caminó entre los marchantes aplastados en la aceras y sintió el olor del cigarrillo mezclado con la melaza de algunos confites que se ofrecían a cada paso. Cuando llegó al final de la plaza, viró hacia la entrada del puente que se extendía hacia los suburbios
NARRATIVA | 33 acostados a las faldas del cerro que contenía la expansión de la gran ciudad. Allí se encontraba la entrada del gran subterráneo que atravesaba toda la metrópoli de cabo a rabo y que se había construido en la última guerra contra los vigías. En todo su trayecto no había mirado hacia atrás, pues ya no le quedaba tiempo más que para pensar en alcanzar la primera alcantarilla. Conocía muy bien cada una de las calles, quintas y callejones que se distribuían a lo largo de los barrios. La savia de todo lo que conocía se encontraba en esas calles de paredes destartaladas, de tejas coloniales apolilladas por el tiempo y el olvido, de pistas que dejaban ver los vestigios de los rieles por donde pasaron los primeros tranvías. Muchos recuerdos volvieron a su mente a medida que volvía a correr por esos jirones, pero ya no había más tiempo para el recuerdo. Antes de llegar a la primera alcantarilla, volteó hacia atrás por última vez. Realmente sería la última vez. Vio cómo los torreones de La Mazmorra habían traspasado el puente del que ya no quedaba mayor rastro. Las murallas ensanchadas a lo largo de la ciudad colmaban casi toda su visión. Un rotundo silencio se impuso. ¡…! Ese silencio aún está aquí –fue lo que nos dijo solo a algunos de nosotros. Al día siguiente, sabríamos que esa noche fue el último capaz de llegar al
gran subterráneo. Todos los demás habían perecido al ser tragados por La Mazmorra que ahora ocupaba toda la gran ciudad. Ahora los niños juegan tras sus barrotes, torreones y muros silentes. Para ellos solo es una ciudad.
POESÍA | 34 A ORILLAS DEL NAUFRAGIO I dios dime que dios existe
hazme creer que hay un espejo y que todos los días te peinas sentado o de pie con humanidad o rencor tus canas inmortales
Moisés Azaña Poeta
dios llévanos lejos constrúyenos otra prisión en la que no hagamos el amor entre los fierros los temblores los óxidos los instantes no inventes la derrota hazla caer por nuestras propias manos líbranos de tu eterno bien si no es mucho pedir líbranos de toda eternidad el amor es una llave que asume el abismo con demasiado esmero que la oración de tu mirada muerta no sea más dura que el infinito que las promesas duren tal vez dos segundos más que un ocaso en el que te arranco todas tus orillas que las derrotas nos sitúen más hermosos en el primer instante sobre todo en el último
POESÍA | 35 locura informalidad inexperiencia de cuatro viejas eternidades terrestre valentía de caminar sin zapatos sobre el abismo
dios dime que dios existe toca nuestra frente a mediodía nuestra puerta a medianoche y derriba esta soledad innumerable que crece sola y limpia entre nuestros ladrillos a la hora del almuerzo en una cena en la que solo hablan las moscas en nuestra habitación tras cerrar esa puerta no pongas más abismos sobre la mesa coloca las palabras que se fueron más allá del caos la bulla o el silencio que nuestra familia sea una familia después del minuto y medio que las cóleras tengan la ternura de una insolente tarde de septiembre no destruyas lo que ya no tenemos ubica el frío metal agonizante y espumoso en la otra orilla que podamos verle la cara al naufragio danos tu nombre y reza arrodíllate con nosotros nosotros tus elevados girasoles buscadores de un pedazo de inagotable fuego considéranos más que el vacío que adorna tu marchito infinito
POESÍA | 36 considéranos dios en todo caso dinos que dios NO existe ofréndanos si quieres colmillos espinas pero sácanos de tu cárcel llévanos lejos de este mar llévanos allá al mundo de los naufragios antes de que el sol regrese todo el tiempo y permite que dejemos semillas en el espejo puede que nazca una casa un camino y volveremos a continuar desde otras viejas orillas de cero de menos uno y rodeemos este océano antes de que caiga y nos quedemos sin más desastres que nosotros mismos elefantes desnudos frente a los espejos
POESÍA | 37 Y DE REPENTE Él se acerca a mí creando una ola bioluminiscente convirtiéndonos a todos en ciudadanos de sus ojos saluda mencionando mi nombre como en un pacto Fiorella Sobrino Nakamura fabrica inverosímiles momentos pintados de rojo Autora del poemario-arte se desgarra por ofrecerme la última nube del cielo Soy un caos (2014) y vamos por las calles en un triciclo sin pedales con llantas cuadradas, con ventanas polarizadas desde la cueva donde se oculta observa mi penosa luz le lanza una sonrisa al humano que intenta apagarla él va hacia la montaña de fuego para mantenerme viva invoca a los dioses durante la luna llena y contempla mi reflejo y yo maldigo a las almas danzantes que me hacen resplandecer ante él entonces se dibuja alas en la espalda y a veces desaparece entonces me mojo el cabello hasta volverlo sal marina regresa con la roca mágica a curarme las heridas me succiona los ojos hasta convertirlos en diamantes el insecto se enamora de sus pies mientras sus tráqueas se lo agradecen y yo finalmente comprendo lo que es ser una margarita
POESÍA | 38 TRES POEMAS – Pool Carbajal
UNA MEDUSA EN EL MEDITERRÁNEO Una medusa me vigila en el mediterráneo, es vulnerable y exagerada en apariencia pero su mirada es tibia así como el corazón de las cigarras. Una medusa me vigila como relámpago consumiendo el papel lentamente a frente el otoño tal vez será que las avenidas no eran tan cortas como lo imaginaron los crepúsculos, ordinarios y estrellados Aún así... Una medusa me vigila ella calla bondadosa y yo tan solo me hago del cielo
POESÍA | 39
POESÍA PARA ASIÁTICOS
Un coreano deduce mis impuestos con los más bellos cálculos matemáticos. Un cantonés me prepara la mejor sopa de pescado con el vapor de los muelles. Un libanés ilumina mi alma con una lámpara y unos espejos que reflejan el cielo. Un filipino lava mis prendas al pie de las cataratas brillantemente Y un chino bebe licor y me recita poemas en su bote intentando abrazar a la luna en este frágil universo.
POESÍA | 40 TEOREMA SOBRE LA ROTACIÓN DE LOS CUERPOS ―Para hacer el amor debe evitarse un sol muy fuerte sobre los ojos de la muchacha‖ Antonio Cisneros
Para amar a una núbil dama la rotación de los cuerpos debe ser orientada en línea recta hacia un punto donde ambos labios se unan armónicamente. Para pretender una abrazo la rotación de los cuerpos debe guardar un tiempo estable en el espacio entonces el resto de los puntos circularmente como las hojas de invierno caerán suavemente en tu espalda. Para ser correspondido con un beso la rotación de los cuerpos debe tener un punto fijo en el espacio de los grandes montes para que el resto de los puntos urgidos de calor pueda florecer. Para hacer el amor la rotación de los cuerpos no deben estar rígidos más sobre todas las cosas oscilantes, con movimientos perfectos y rítmicos que darán a los ángulos el origen del sudor más puro en el lomo de la mujer.
POESÍA | 41 POEMA DE ANNE RUE
Sombrero negro y barba rasurada. El tiempo no te alcanzó para una mejor fotografía. Tómala de la cintura y no la sueltes, Dile que nunca amaste a otra mujer con tal vehemencia. Primer sorbo de café. Mis ojos bailan a tus ritmos sujetos al disimulo. Acaríciale el cabello y luego el rostro, dile lo bellas que son su mejillas prendidas. Invítala a escuchar sinfonías y dile lo mágico en lo que se ha convertido todo en tu vida. Segundo sorbo de café. Muerdo mis labios fríos de invierno, mientras doy vueltas azucaradas. Te sigo intermitentemente, quizá por curiosidad. Bésala, muérdele los labios, Humedece su aliento, hazla vibrar… Tercer y último sorbo de café. Mis dedos se resbalan en los bordes de la taza aún tibia. Ya no te sigo. La música que baila en mis oídos, me recuerda que hay placeres más exquisitos. Tus labios se entrelazan a los suyos, tus manos la sujetan con mayor fuerza mientras el viento los despeina. Sigues besándola como si nada más importará en el mundo que sentirte conectado a su ser. Bésala, sigue besándola, pero la próxima vez cierra los ojos, cuando lo hagas, y no voltees tu mirada hacia mí, tal vez así podría creer ya dejaste de amarme.
asa