El Bosque Nro. 10

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El Bosque Revista de creación literaria Número 10 Febrero 2018

Director

:

Abraham Carbajal

Fundador

:

Erick Larrea

Comité asesor de redacción :

Lucía Palomino Carlos Escurra Johan Sánchez Jesús Tecse Eiffel Ramírez

Correo

:

rcelbosque@gmail.com

Portada

:

Javier Pedro

Contraportada

:

Paulo Orué

El Bosque se publica en castellano, y a partir de este número será anual y virtual. Los derechos intelectuales pertenecen únicamente a los autores que conforman esta edición. Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nro. 2014 – 03889


Contenido Alexander Bustos Martha Robles Melvin Jara Jadranka Boljunčić Aura Hurtado Kevin Rodríguez Bruno Cueva Yeison Medina Antonio Zeta Dhamara Zevallos Luis Gutiérrez Ana Carina Díaz Emilio Paz Aura Hurtado Jean Francisco Cervant César Klauer Rusvelt Nivia Castellanos Aarón Alva Kevin Rodríguez Antonio Zeta Aleqs Garrigóz Wendy Chuquillanqui Edson Rejas Anthony Milla Erick Larrea Eiffel Ramírez Abraham Carbajal

Boker Tov Breakpoint Carta para Raquel 5 poemas El enigma de los cabellos La odisea de Ulises Los designios de Nammu Los indios de la ciudad Niñez bajo el agua No era amor Oscuras nupcias miraflorinas 3 poemas La triada de la consciencia Sanadora de almas 3 poemas Un agujero en el parque Sinfonías de paz Scooby Doo y los monstruos de verdad El gran maestro El lobo sagaz Escarcha de sueño La chica invidente Palomas La muerte Una cita en París Traducción de ―El alce macho americano‖ de Alden Nowlan El entrenador de perros

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BOKER TOV Alexander Bustos

Desperté y de pronto un maravilloso halo solar me saludaba a la mañana. Había tomado algunas prendas para cubrir con ellas mi cuerpo. Salí de casa, salté las vallas que circundan la casa de mis padres y aterricé a buen recaudo. Estas, por intuición lógica, acciones no premeditadas, tenían como objeto alcanzar aquel espectro ―diurno‖. Atribuyo tal término, al contexto matinal, que pienso solo se daría a tempranas horas del presente. Apresuré mucho, a paso fatigable; no corrí porque la luz que emanaba el espectro humanoide ya obnubilaba mi marcha. Para alcanzar aquel espectro, no debía parpadear, determiné tal afirmación, al comprender que su resplandor agobiaba la visión de los hombres, que contemplándola fijamente sin parpadear o disminuyendo su frecuencia, alcanzaría siquiera a mirarla. Con

zigzagueo

taciturno,

se

aproximaba.

Imité,

tal

acción.

Diezmado ante inefable bella silueta, viva, primorosa, cuasi real. Solo argüí

a

decir:

hola.

Era una venusina, juzgando su estética, y algo que trasciende a la misma. No es mi intención exceder el término, ser un lambón o adulador, qué detestable. Pero me hago responsable de mis contradicciones y conjeturas.

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La venusina alzó sus manos y echó a llorar, le correspondí con un abrazo de enamorados. Mi ineficiente acción no apaciguó el llanto interminable que carecía de congoja, que no toleraba carencia alguna. Rápidamente asentí, que aquella mujer, connotaba el llanto de los hombres, como vigente muestra de bienvenida. De la anterior afirmación, pude colegir que no era el primer hombre al que visitaba en una mañana de junio. Toqué su dorso y toqué carne: tersa y cálida. Desestimé que poseía pezuñas como algunos ungulados, al término de sus

extremidades

inferiores.

Me respondió en un idioma indescifrable, cacófono. Parpadeé, craso error, me sobrevino una ligera cefalea, rápidamente me reincorporé. Al no obtener respuesta alguna de mi parte, me volvió a expresar otra serie de palabras, que tampoco entendí, exceptuando: ¡Boker tov!, que en hebreo moderno significa buenos días. Callé, puesto que más allá de aquel saludo, ignoraba al idioma en mención. Volvió a intentar comunicarse conmigo, no tuvimos mejor suerte, ahora desentendía todo, diferenciando este indescifrable intento del primero, en su eufonía y me atrevo a decir armoniosa expresión. Buenos días, amigo de marcha atribulada y turbada, estoy aquí por ti. He

vuelto

por

ti.

Respondí, con educación: ―Buen día, en verdad por vez primera sé de su

presencia,

¿se

encuentra

bien?‖

Simultáneamente a su extraño ademán, que interpreté como un sí. Me percaté de que ya nos comunicábamos en el mismo código, hablábamos griego ático.

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Temía no poder siquiera saber el motivo de su presencia en mi hogar, donde convergen la fauna y la flora de la sierra y la selva de mi país. Como no temer que jamás entendiese mi español, mi dialecto, determinado por la geografía. Con elocuencia me dijo: ―Estoy aquí por ti, he vuelto por ti‖. Nuevamente parpadeé y la cefalea trajo consigo un vértigo, que aletargó mis pasos. Tardé, no obstante me reincorporé y le manifesté mi admiración hacia su venustez, asimismo le increpé: ―Dígame cómo se llama, de dónde viene, es un hecho que es una foránea. ¿Desea abrigo o tal vez alguna manta para el frío?, el tiempo atmosférico es muy irregular. Verá uno no puede darse el privilegio de andar desnudo. Su acción es bizarra y a la par irresponsable, déjeme traer algunas prendas de vestir de mi madre, serán útiles‖. La venusina, acarició mi mejilla izquierda y con su otra mano movió lúdicamente sus dedos sobre mi barba. Me abrazó y vociferó: ―Estoy aquí por ti, he vuelto por ti‖ y esputó un fluido azul verdoso, de notoria viscosidad. Parpadeé involuntariamente, sucumbí… En el suelo, las náuseas me hicieron prisionero de una intermitente agonía. Aún lúcido, o tal vez jamás lo he estado, cogí con fuerza las pezuñas del extraño ser, y temiendo un fortuito desmayo, ante otro inevitable parpadeo, la observé en ulterior acto, elevé mi rostro hacia ella. Era Locuaz, me sostenía de él. Quien responde al nombre de Locuaz es el padrillo de la región, es el caballo semental, por antonomasia, de la yeguada de mi padre. El miembro, también, de mi familia, muy querido por mis progenitores. Todavía tardé quince o veinte minutos en reanudar fuerzas y tratar de

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resolver todo lo acontecido. En este trayecto y abocado a mi introversión, observé cómo Locuaz lamía con tesón y desenfreno el fluido azul verdoso que esputó la inexorable entidad luminosa, ya ausente. Su perseverancia en la acción, me hacía inferir algún elemento adictivo de aquel líquido extraterrenal. Entré en pánico o algo similar. Mi sinceridad explícita define mi carácter, y lo que había vivenciado acrecentaría más mi autodefinición, a modo de premonición, me trabé emocionalmente. No tardó mucho en suceder la fatalidad, Locuaz yacía muerto. Hace instantes relinchaba inútilmente, desentendiendo su trágico y obscuro deceso. Nuestro Locuaz estaba muerto. Tiempo después, en términos técnicos, la caballeriza de mi padre se había extinguido. La caballeriza en conjunto: caballos, mulas, entre otros animales de carga, se iban muriendo paulatinamente. Yo, he callado todo este tiempo, no me he atrevido a contárselo a mis padres, sumada a mi congoja por la ausencia de la venusina, me hiere profusamente y todas las noches, si el insomnio se apiada de mí, escucho en sueños el relinchar agónico y desencajado del semental, despierto turbado en el suelo de mi habitación, sosteniendo erradamente los soportes de madera de mi cama, tal vez evocando a Locuaz, tal vez evocándola. En algún momento, mi padre en el intento de salvaguardar a la caballeriza, que había enfermado sorpresivamente, contrató a un grupo de estudiantes de medicina veterinaria, que sumado al diagnóstico de un amigo de mi padre, médico veterinario de profesión, coincidieron unánimemente en un envenenamiento como consecuencia de la ingesta de tejo, un árbol venenoso. Descarto rotundamente esa posibilidad, el

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tejo no es oriundo de aquí, jamás he visto un solo tejo en la región. De ser verdad, sería insuficiente para envenenar a todo el ganado. Mi padre, aceptó con irreparable melancolía la pérdida. Yo, confieso que hasta hace unos días la esperaba, todas las mañanas, entre las seis a.m. y siete y veinte seis de la mañana. Lo hice religiosamente hasta el día de la muerte de Lalú, un hermoso potro, el último de la caballeriza de mi padre. Ella, no solo se ha llevado consigo mi asombro y entusiasmo por lo ignoto y desconocido; sino también a su paso ha traído la deshonra familiar.

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BREAKPOINT Martha Robles

Las Hiedras es el vecindario donde viví mis primeros veinte años. Bajo sus cimientos hubo chacras en un pasado remoto, cuando llegaron los primeros migrantes en los 60. Llegaban de la sierra en su mayoría por el abandono de un Estado adormecido en las urgencias rurales. Mi vecindario empezó a ser invadido por fábricas de golosinas, tallarines, tabaco, bebidas... Una tarde de invierno en los 80, la calma de mamá y la mía se quebraron cuando los rojos sembraron unas Molotov frente a la fachada de la fábrica Tubino. Las ondas hicieron estallar las lunas de varios metros a la redonda. Las del salón se dividieron en la superficie como si fueran venas de terror. Los oídos se taparon por minutos. Con el pasar de los años, la marea de los cochebombas, los apagones y huelgas se fue disipando y así la producción de panetones ha continuado sin parar. Por las calles del barrio se perciben los aromas de los panetones, chocolates y helados Tubino como si la masa confitada o los hervores de los chocolates fueran preparados con la receta de la primera generación de italianos que llegó a Perú, tras la Primera Guerra Mundial. En casa, será por alguna explicación metafísica pero por las noches los espíritus de las chacras pasean flotantes como buscando un refugio escondido en el patio o

simplemente esperando captar nuestros

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sentidos con el trinar de cosas en la cocina. Con los años, las ánimas se sienten cómodas cuando se humea palo santo. Con los años vividos, mi mejor amigo (el de la casa de al lado) y yo nos hicimos grandes. Cuando éramos niños jugábamos chancalata con los demás del jirón Avelino Cáceres. Teníamos como siete años cuando vivíamos los veranos para jugar a la chapada o para correr de alma con el fin de colocar la última chapita del kiwi, ir de un sitio a otro para conservar la vida en el matagente. Y cuando caía la noche, todos volverse cómplices de la botella borracha. Conocer a tu mejor amigo desde los siete años es como vivir una vida paralela, Sebas era la otra vida simultánea que la sentía como propia. Para él, soy la persona que lleva cuenta de quien fue su primer amor (yo no lo fui), pero llegamos a besarnos a oscuras sentados al pie de mi escalera con las canciones de la ―99.1 FM Doble Nueve‖ fluyendo en mi microcomponente. Así jugamos de enamorados por una semana. Las mujeres fuimos las huellas profundas de su corazón frágilmente templado. Con los años, el reloj solar dio vueltas horario para marcar nuestros 17‘s. Una noche, Sebas y yo dábamos vueltas al parque. Él se encargó de armar el vacilón, mojar discretamente la risla y pasármela para disfrutar de una libertad condicional. Luego con las pitadas siguientes el pavimento se volvía algodón. Nos echamos al pasto para ver el

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firmamento bailar e intercambiar incoherencias… ¿Por qué la tierra gira?, porque no puede caminar… (risas incongruentes). Nos volvimos también cómplices para las borracheras al límite, como cuando su madre tuvo que recogerlo del sardinel de mi casa. Esa vez, Sebas esperó que entrara a mi domicilio. Cuando apenas cerré la puerta, se quedó encorvado por el alcohol absorbido. Sin pensar en el presente llegaban los tonos. Las chicas vivíamos una dependencia inquietante esperando ser invitadas a la pista. Las baladas solo eran pretexto para el cuerpo a cuerpo. Fue así como llegó mi primer chico para bailar en medio de la pista, Give it away de los Red Hot. Fue una noche para besarnos, libertinos de alcohol. El amor me alejó de Sebas, por primera vez. Al verano siguiente, volví a estar sola. Una tarde de esas que sientes que el sol cae como reloj de arena, crucé la avenida hacia la unidad vecinal y ahí estaba Sebas. Aquella vez, yo me estaba acostumbrando a mi soledad y él paseaba de la mano con su chica. Cuando creces es natural que abandones la amistad por amor. Cuando el verano del 93 nos atrapó, seguíamos viviendo nuestro proceso con más alcohol fluyendo en nuestras venas, vivir de paseos en moto por el malecón de los Pies Descalzos. Con la brisa acariciándonos evadíamos la embriaguez. Luego de unos meses fuimos dando vueltas en el Chevrolet Camaro 70 del papá de Diego. Su viejo no sabía que íbamos a la playa de noche, con el equipo reventado por las guitarras de

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Soul Aysalum, Beck y Jack Johnson. Yo amé a Diego porque fue inmenso para equilibrar mis ritmos dispares. En las noches de verano el vaho de los días furiosos se impregnaba en nuestra piel, y así bajo el poder de la luna, sentirnos adormecidos por la resaca de las olas con aliento a ron de caña. <<Nunca volveremos a tener esta edad, Diego>>. Nos besamos como si nadie existiera. Sebas quiso huir de nosotros y yo lo detuve cuando ya estábamos frente a la casa de Diego. Rompió en llanto como un niño perdido en medio de un mar de grandes. ―¡Abril, no puedo más, tengo que confesártelo!‖, fue todo en medio de su ahogo. Un año después las condiciones se dieron para que Sergio y yo camináramos juntos y así llegar por vez primera a una discoteca donde los besos y las caricias son (homo)géneas. Les puedo confesar que lo desconocido me erizó con agrado. Fue así que me convertí en su cómplice frente a la presión de su familia, los chicos de su colegio, llamándolo por detrás ―Sergio, bebito. Hey, ¿quieres ser mi amiga?‖ Del otro lado, ―Sergio, se te ve churra con la raya al costado‖. Definir lo que eres cuando todos están pendientes del cómo es una cuestión para resolver sí se vuelve doloroso. Por un lado, la familia pentecostal que no quiere una oveja descarriada y por el otro, el placer de experimentar la intensidad de los besos, roces, caricias entre sigilos y medianoches.

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Los calendarios fueron pasando y nuestra amistad continuaba acumulando experiencias similares simultáneamente. A los 25 años, como una manera de encontrarle sentido a la vida, nos convertimos en pentecostales. Sin duda, se trata de buscar las respuestas creyéndole a un dios inventado por quienes necesitan pretextos judaicos. Yo buscaba solo una respuesta, por qué Dios dejó que me vuelva huérfana cuando estaba a punto de celebrar mis quince. Fue un arrebato emocional. Yo la recuerdo cuando una mañana, ni bien despertó me dijo: ―Si lo que quieres es viajar, ya se verá la forma de conseguir la plata‖. Con los años, las confusiones me volvieron una integrante de conductas inexplicables. Querer ser libre cuando todos piensan que das problemas. La rebeldía se vuelve traicionera y solo alcancé a desencadenar un autismo esquizoafectivo. Salir del túnel me costó dos años. Volví a ver a Sebas en abril de 2007. Fue un cumpleaños pausado, adormecida por las dosis de Alprazolam y Aldol. Mis días se volvieron frascos de pensamientos circulantes, me levantaba de la cama solo para pensar en perder los 20 kilos ganados. Hacer que duela menos el acné que brotó en mi rostro vacío. En medio de ese túnel, Sebas poco a poco fue reconciliándose con mi espacio. Una noche de caminata por el parque, me sorprendió con la noticia de que alguien había llegado a su vida, luego de tener una noche de chat. El afán de Sebas por que conozca a Antonio era intenso. Me hablaba de sus gestos, sus rasgos de personalidad, su contextura fina, de su extrema timidez que le pareció cautivante.

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Haberse conocido en el parque, aquella noche de junio fue la prueba de que Antonio venció su extrema timidez. A Sebas no le fue fácil convencerlo de ello. ―Se trata de mi mejor amiga, la primera que supo de mí. Quiero que conozca mi felicidad‖. Antonio me inspiró ternura. Lo sentí como un segundo hermano. Su frágil delgadez, sus manos finas y alargadas, sus ojos rasgados e inclinados para ocultar su vergüenza, sus dientes bien cuidados como profesional en su rama; eran las señales para que se sienta la química. Nuestra primera charla duró tres horas, sentados en uno de los lados más oscuros del parque. Cuando sales a conocer nuevas vidas, lo primero que dices es tu mundo. Me habló ampliamente de su profesión, de su familia, de sus hermanas y de sus dos únicos mejores amigos. ―No creo ser sociable. Siempre he convivido con la timidez. Solo tres personas saben que soy gay‖. ―En mi caso he luchado para no perder el juicio. Enfrentarme al espejo de la esquizofrenia a mis veinticinco años. No he podido hacer más que sobrevivir a la frustración. La voluntad se volvió un ajuste de cuentas personal. La familia se convirtió en mi juez. Obedecer cuando en el fondo existe un idealismo que solo duerme, nunca muere‖. Le mostré mi cuaderno de apuntes, aquel que llené mayormente con las notas que fluían de mi encierro en la sala de psiquiatría. Mapas conceptuales del bien y el mal dibujados por alguien que tiene en su cabeza un mar de estudios teológicos.

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Cuando el tiempo transcurría, logré volverlos cómplices de mis sensaciones a primera vista. El efecto de sentir que el amor llegó tan solo con verla entrar al salón, coger la tiza y comenzar la clase de Literatura cuando apenas se sentía su voz rasposa. Las pastillas excitaban mis sentidos. Fue un verano de proponerse estudiar. Los postulantes eran bastante menores que yo, podían reír, jugar, intercambiar números. Yo pensaba que tal vez no daría resultado, ―creo que no ingresaré‖, pero una tarde me dejé llevar y solo pensé en buscar un pretexto para abordarla. El amor que perturba cuando se está superando una crisis es infernal. Yo creé una semidiosa, en cada tarde de encierro en mi cuarto, entre mis libros y separatas; mi mente no podía liberarse de sus ojos café, tiernamente redondos, profundos y a la vez curiosos. Sus labios carnosos, extremadamente provocativos, su cabello recogido con algún lapicero que seguramente encontraba por ahí (lucía la apariencia de las estudiosas que solo tienen tiempo para preparar la clase los fines de semana). Recuerdo que el primer día los complejos se apoderaron de mis monólogos internos: ―Estoy gorda. Me siento vieja con tanto chiquillo alrededor‖. Sus voces por

detrás despertando los demonios,

hundiéndome. Cuando intenté dar todo para lograrlo, decidí celebrar mi rotundo fracaso pasando el verano del 2007 en el BreakPoint.

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En aquellas coordenadas al norte de la ciudad ya no éramos tres, éramos Sebas, Antonio y los chicos de las noches salvajes. Todos solteros, a la caza o a la espera de un amante que sepa dar amor por detrás. Todos ellos con los ojos asombrados por ese cariño de Antonio y Sebas. Si el BreakPoint fuera el mundo, el amor de ambos sería un arcoíris de confusión. Como las olas despiertan voracidad, Sebas dejaba descansar su tabla para empezar el apetitoso ritual del Ceviche. Bajo el sol, el alcohol es un jarabe, desinhibe los juicios, se sube y luego bailamos con la mirada vidriosa por el sunset. Vacíos de resaca, se podía contemplar las pinceladas iridiscentes, para después cambiarse de ropa porque la luna también vive en el Universo. Para llegar al BreakPoint, la carretera norte es la indicada hasta el kilómetro setenta y cinco. Al lado del templo Hare Krishna, luego de pasar el vacío de Pasamayo. Con la Nissan Patrol del 82, a duras penas llegábamos. Remolcarla de la arena tomó media hora aquella vez que nos cogió la noche. En el BreakPoint se asentaban tres carpas de nómades huyendo de la furia urbana. En medio de la fogata, el refugio del mundo externo era beber las primeras latas. Yo aún no había podido ser capaz de olvidar a Ana (ella se dignó en responder al menos uno de una larga lista de mensajes). Con solo una línea en la pantalla: ―Disfruta la Semana Santa‖. Lo cierto es que la amistad es una terapia para lo que toca en la vida. Puedes volverte uno cuando se trata de destapar las botellas para pasar

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el trago amargo de la decepción. BreakPoint es el último rincón para huir una noche de Año Nuevo. Con la camioneta repleta de cervezas, ron de caña y espumante, porque lo que llega después es abundante tiempo como para recordarlo. El alcohol corría indomable por nuestras venas, la música de Kyle Minogue nos volteaba como tribu de danzantes alrededor del fuego. Y luego un efecto mayor: las lágrimas que empezaron a brotar en Antonio. La lucha es una tristeza que habita en su cuerpo por amar secretamente. Sus lágrimas se impregnaron en mi rostro. Nos enredamos en un abrazo que resistió el tiempo. El amor se disfraza de una amistad plena para la familia.

―Nunca lo entenderían‖. Yo lo

escuché en silencio. Cuando no existen marcadores de tarjeta, el sol al acostarse disuelve el tiempo, como el reloj disuelve la lluvia de arena al caer. Pasar los días a unos pies del mar para bombear los pulmones con la primera brisa, sacudirse de lo rutinario con los graznidos de las gaviotas... Con el pasar de los días, el pan, el atún, el agua, las galletas, los cigarrillos iban abandonándonos. Y es que en el Breakpoint, aunque las provisiones llegan a su final, la memoria es profunda. Memoria como para recordar momentos de amor, de miradas mutuas entre ellos y mi frágil capacidad de cargar los años. Para fácilmente verme como una niña que pierde su mirada entre extraños caminando por la avenida cuando ya la vida se vuelve rutina.

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Aunque los años hayan pasado, aunque estos años solo hayan acumulado retratos de BreakPoint, aunque Sebastián y Antonio no se vean más que como dos amigos distantes; esté donde se esté y con quien se esté, nadie nos quitará nuestro lugar en el BreakPoint. Lima, abril del 2017

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CARTA PARA RAQUEL Melvin Jara

Raquel, no hay noche ni día en la que deje de pensarte. Es que estás allí, aquí, metida entre cada pensamiento, debajo de los muebles y entre el bullicio de la cocina. Cada cuadro de la última vez que nos vimos y no logramos decir nada porque nuestras miradas cargaban todo el dolor soportado durante esa última semana, ya no quedaba leña y empezaba a hacer frío, pero no dijimos nada porque nuestro orgullo era nuestro fogón interno, incendio inacabable. Recuerdo bien que la primera copa la serví con desdén, colmado de cansancio y hastío, y además en casa no había nada preparado, era tarde, tenía frío y no quería salir por más leña. Recuerdo tus manos al hablar, mudas, sin ese batir en el aire, sin esa manía de estar en constante movimiento como escribiendo en el aire. Eché la culpa a la bebida por su raro sabor pero sabía bien que la casa necesitaba leña, tenías frío también, ambos y así, frente a frente el día se acabó, la botella vacía, solo la noche y el frío de nuestras voces. La botella transparente y las copas sedientas, la mesa como cuadro principal, nosotros partícipes del mutismo y la negrura absoluta que se avecinaba. Nuestras miradas dejaron de verse, oscuridad a todos lados hasta en los rincones que no lo necesitaban. Quizá fue demasiado tarde, Raquel, recién entiendo tus silencios, comprendo el sonido de la silla y tus pasos con dirección a la habitación, recuerdo también el miedo que me iba invadiendo, iban a dar las once o quizá las doce de la noche y la habitación era la única

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cubierta de sonidos: cajones y tacones, portarretratos y la llave del auto. Sentado frente a la mesa con dos copas y una botella vacía, con las ganas de gritarlo de una vez, pero el miedo siempre puede más porque enmudece y se agiganta aquí en la garganta de quien lo siente. Raquel, Raquel, si esa noche hubiéramos hablado o al menos nos hubiésemos preocupado por la mesa y por las copas vacías, la botella hubiera sido otra y la bebida nos hubiera salvado como tantas otras veces. ¿Cuántos posibles finales me he ido inventando en esta misma mesa?, mas ahora este hogar está con solo una copa vacía, la tuya. Aunque quizá sea la mía y la tuya esté nuevamente llena, no lo sé Raquel, tuve miedo esa noche. No podía decirte nada, esperaba beber más y dejar de tiritar por el frío pero la casa estaba a oscuras y sin leña para la chimenea. No dijiste nada cuando llegaste a la puerta, jalando la maleta de ruedas que compramos en uno de esos viajes, lo digo por el sonido que dejaba tras tus pasos, plástico desgastado que llevamos a todos lados con nuestros mejores trajes. Pero te fuiste Raquel, con tus mejores prendas y fotos donde solo salías tú. Raquel, ha pasado tiempo, mucho tiempo y aún recuerdo todo como la última vez. En casa nada ha cambiado de lugar, salvo algunas veces que ha llegado visita y traían leña y comida para varios días. A veces vuelven a preguntarme por qué no te dije nada, por qué dejé que te fueras así. Hasta Martina, la vieja que venía a hacer la limpieza ha llorado cuando entró al cuarto y vio el desorden que dejaste, pero ya se ha ido acostumbrado a este silencio y a la actitud de este viejo. Raquel, aquella noche no logré ver tu cara por última vez, ni tampoco oí tu voz

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dando alguna despedida. Ay, Raquel, si te hubiera dicho algo aquella vez, quizá me sentiría peor y estaría en esta misma mesa llorando por no poder ir por leña, no poder hacer nada, ni verte a los ojos, ni ver tu sonrisa, Raquel, querida, aquella noche empezaba mi ceguera y tenía miedo de tropezar si salía o empezaba a hablar, y llorar, porque Raquel, aquí todo está oscuro.

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5 POEMAS Jadranka Boljunčić Seudónimo: Adri Bogliuni

LA TEMPESTAD SE VE CAER la tempestad se ve caer juntándose están el cielo y la tierra y en mi pecho se siente angustiada el alma mía dálmata pesada más que el ancla bajo de una barca, pesada más que el callo a los pies de un olivo, pesada y de cada peso aún más, pesada porque sé lo fácil de enloquecer, fácilmente porque sé lo fácil de confiar, fácilmente porque sé lo fácil de amar, fácilmente pues me pesa pues me atormenta la tempestad en la madrugada el cielo está oscuro y en la tierra no alcanza paz por ningún lado el alma mía dálmata pesada porque sé lo fácil de enloquecer, fácilmente porque sé lo fácil de amar, fácilmente al alma mía dálmata pesada

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LÁGRIMA ni la corriente ni el rio ni el mar ni el océano ni la lluvia y sin embargo tal vez el mar en el rabillo del ojo

¿DÓNDE ENCONTRARÉ LA LUZ? me dicen „te hace falta la chispa en tu mirada― pues, pego las estrellas sobre mis globos oculares ciegos, de la memoria, la luna la corto del cartón para colgarla de una percha ?pero donde encontraré la luz?

CUANDO DIOS CIERRA UNA PUERTA cuando dios cierra una puerta la dicha muere y se convierte en un ángel volando para siempre por la ventana abierta de par en par sólo queda la desdicha por escribirle el epitafio

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MI ÁNGEL DE GUARDIA A Z.U. en la época en que la luna comenzó a robar la luz de las estrellas y la noche se hizo pasar por el día todos mis ángeles de guardia fueron expulsados de la nuestra patria común menos un ángel, sólo sin la capacidad de vuelo, él apenas habla, y gusta de las bombonas caramelos aprisionado en la silla de ruedas motorizada está murmullando detrás de mί y cuando mi corazón le falta el aliento abajo de una pesadilla enorme por la conciencia impura de los demás él me manda una mensaje SMS angélica del su paraíso motorizado

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TRANSFORMACIÓN INÚTIL Desde que vine del agua mis escamas de pez se secan y caen y mi piel se convierte en la piel sedosa de un anfibio suave estoy aprendiendo a caminar lentamente con pasos inseguros y cada uno se ve pesado más de millones de años pero tú no ves esfuerzos míos no tienes paciencia y levantas vuelo con otras aves mientras mis ojos ya de reptil están mirando con ansiedad aquella agua en la que no puedo volver más

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EL ENIGMA DE LOS CABELLOS Aura Hurtado Tenía seis o siete años cuando la vi por última vez. Durante el verano, solía recogerme del colegio cerca del mediodía. A pesar de que en las vacaciones útiles solo me dedicaba a las actividades libres, esperaba con desesperación que me recogiera a la salida para ir a construir castillos con ella. —¿Qué has aprendido hoy, puerquito? —dulcemente preguntaba. ¡A crear colores, Baba! Me sentía fascinado por la creación de nuevos colores a partir de unos básicos. ¿Y tú que has hecho, Baba? ¿Yo? M…he leído algunas cosas interesantes y he ordenado las barajas, otra vez enfatizó. ¿Cuántos pisos tenía tu último castillo? Tres, Baba, dije orgulloso. Aunque aún era niño podía reconocer que la ¨Baba¨ era diferente. Vivía sola y decía sentir repulsión hacia las personas. Le molestaba la estupidez, la lentitud, la negligencia pero sobretodo la crueldad. Toleraba la soberbia cuando derivaba de la inteligencia. No era una abuela común, de esas que suelen sentarse a tejer algún suéter, o ver la novela como quien contempla con expectación una buena cinta cinematográfica; sino era de aquellas que leía olvidándose de las horas, de esas que odiaba estar en casa mucho tiempo como si temiera fosilizarse con las paredes.

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Dedicaba gran parte de su tiempo a enseñarme cosas raras como a leer las expresiones y a no temerle a la oscuridad. De cualquier modo, tenía una valentía innata y terminé por acostumbrarme a la oscuridad absoluta, sobre todo a la de mi habitación. Esa falta de temor me alentaba a quedarme despierto con las luces apagadas e incluso podría decir que en vez de temor sentía curiosidad. Una noche después de haberme quedado jugando hasta tarde, me levanté para ir al baño y atontado por el sueño, noté el reflejo de luz sobre las escaleras. Escuchaba un murmullo lejano y noté que no se trataba del televisor encendido proyectando alguna película. Aunque la luz era inconstante a causa de la flama de una vela a punto de derretirse, pude notar a mi abuela sentada a la mesa junto con dos figuras. Se trataba de un hombre gordo y calvo y de una mujer delgada y de cabello brillante. —¿Sí o no? —escuché a la mujer preguntar. —No lo sé. No es claro. Deben ser tus cabellos… Escuché el sonido de un siseo y por un momento la luz proyectada en el interior del estudio bailó en las paredes. —Vuelve dentro de un mes, cuando la raíz no tenga rastro y pueda verlo claramente. Es lo mejor. —¿Y los de él, sirven? —interrogó la visitante, agotando su última opción. —No, él no la vio. Los suyos no servirán para conocer lo que deseas. —Si no hay otra opción… —soltó resignada la figura femenina. —Aunque, existe otra forma —interrumpió mi abuela—. Pueden servir si son de un infante y si estamos cerca de…

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—¡Entiendo! —cortó la delicada figura con un tono imperativo— La recogeré mañana temprano para ir a las afueras. La puerta principal se cerró detrás del paso apurado de los desconocidos.

¡Levántate, puerquito! Tengo que ir a un lugar y no puedo dejarte solo. ¿Adónde vamos de noche, Baba? Ya casi aclara, puerquito, me decía mientras me vestía. Cuando salimos había una camioneta gris aparcada frente a la puerta. Recostada sobre la puerta del copiloto yacía la mujer desconocida de la noche anterior. Era alta y extremadamente delgada. Solo al acercarme pude notar que las clavículas le sobresalían y estiraban una piel translúcida

que al contraste con la oscuridad

resultaba tétrico. Posó los ojos en mí y luego le devolvió la mirada a mi abuela. Su madre vendrá en un par de horas y no tengo con quien dejarlo —afirmó, como quien se adelanta a cualquier negativa de compañía—. Bueno, niño, iremos a un jardín inmenso a las afueras de la ciudad. Deslizó la puerta de la camioneta y pude ver dentro una niña más pequeña que yo. —¡Suban! ¿Qué esperan? Debemos evitar la gente. Luego de rato, habíamos llegado a un parque a las afueras de la ciudad. Un ángel inmóvil se alzaba imponente en la entrada, detrás de él se erigía un camino que surcaba el pasto y sobre él descansaban perfectamente colocadas unas láminas blancas. Ya empezaba a aclarar y el aire matutino se combinaba con el aroma endulzante de las rosas.

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Nos sentamos al cobijo de una segunda estatua cuyas angelicales alas se abrían ampliamente. La cercanía es necesaria para ser más acertada, aseguró mi abuela. La mujer tomó a la niña de la mano y le susurró al oído. La pequeña cerró sus ojos y la mano de mi abuela acarició su cabellera. Se llevó a la boca una hebra de cabello recién extraído. Palpó el sabor del bulbo y afirmó: No lo hizo por eso. —¿Estás segura, Hermenegilda? —Sí, la conexión es más fuerte cerca de ella. Mamá nos esperaba en la puerta y con mirada enfadada increpó a mi abuela. —¿Otra vez? Se supone que llegarías más tarde, Leila —desvió la Baba. —Es la última vez. No expondré a Harry a esto, —gritó mi madre mientras me depositaba en su auto. —Harry lo terminará descubriendo de todas formas. Él sí lo tiene… El auto rugió y mamá arrancó lo más rápido que pudo. ¿Baba?, pronuncié mientras salía de la oscuridad de la habitación y me situaba fuera del estudio para que me iluminase la pálida luz. Puerquito, ¿qué haces despierto a esta hora? ¡Vamos! ¡A la cama! No tengo sueño, Baba. Cerca de la mesa pude ver algunos cabellos retorcidos tras haber sido expuestos a la llama flameante. Cogí uno e intenté estirarlo como si quisiese analizar su resistencia pero se partió en el acto.

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—¿Quieres saber cómo funciona? —¡Sí, Baba! Presta atención. Mira, depende de la zona y de qué quieras saber. Acercó su mano a mi cabeza y me arrancó un cabello situado en la frontera que delimitaba la frente y el cuero cabelludo. Lo analizó frente a la tenue luz, y pude observar un punto capilar en el extremo del cabello. Mira, Harry, este es el continente. Se llevó el cabello a la boca y saboreó la gota capilar del cabello. Casi sentí que lo arrancó y el cabello se separó de sus labios para ser consumido por el fuego. El cabello debe quemarse en símbolo de que lo físico es temporal y transformable. La ¨Baba¨ parecía degustar aún el punto capilar de mi cabello arrancado. Luego susurró: Harry, aquello que empezarás a preguntarte cuando tengas más uso de razón, lo sabrás antes de acompañarte. ¿Y qué es, Baba? —pronuncié en voz alta, transgrediendo la frontera de un sueño repetitivo con la conciencia de estar despierto. Es irónico que soñara con lo sucedido aquella noche en el estudio cuando llegaba el día en que la había visto por última vez. Su recuerdo se desvanecía. Mamá no hablaba de ella y mi memoria suprimía su imagen hasta que, inconscientemente, regresaba a mí cada año. Ese día resonaba dentro de mí esa frase a la que no encontraba sentido e intentaba recordar sus últimas palabras, que se entrecortaban como un quejido y solo obtenía un suspiro. Me hubiera olvidado al día siguiente del sueño recurrente de no ser por un hecho simple y quizá un tanto insignificante.

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Mamá había invitado a Valeria para que almorzáramos juntos, pues le había comentado lo atractiva que me resultaba. Era una chica de alma pura, de esas que transmiten paz con la mirada. Acostumbrada a ser por casi veinte años la única mujer en mi vida, mamá había decidido conocer a toda aquella con la que saliera. Hacíamos sobremesa cuando mamá recibió una llamada y salió. Valeria se encargaría del servicio mientras que yo levantaría la mesa. La luz que se filtraba por la ventana de la cocina dotaba de brillo a algunas gotitas de agua salpicadas sobre sus ropas. Cuando hubo terminado, me acerqué y la rodeé con mis brazos. Mi barbilla reposaba ligeramente sobre su frente y podía aspirar el aroma desprendido de sus cabellos. Me sonrió con la mirada y apreté sus labios contra los míos, enredando mis manos entre sus finos cabellos. Sin intención, algunas hebras se le desprendieron y yacían depositadas entre mis dedos. Sonreí y se me pasó por la cabeza algo perdido en mi subconsciente. Llevé esa brizna a mis labios y saboreé su bulbo capilar mientras sostenía la mirada de Valeria. Y, al degustarlo, divisé una imagen superpuesta. Deslicé las yemas de mis dedos sobre la superficie de su rostro pudiendo sentir las líneas que surcaban la rugosidad de su piel. Destellaba al sol la cabellera plateada de donde había caído una fibra oscura. —Harry, ¿no vas a contestar? —me preguntó con ojos inquisidores. Parpadeé y noté que mi móvil vibraba sobre la superficie de la mesa. Seguía abstraído pero contesté por inercia, ¿Mamá? —¿Harry? No llegaré hoy, espérame mañana. Aunque no había dicho más al colgar intuía dónde estaba.

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Caminaba en silencio junto a Valeria. La construcción blanca que se alzaba frente a nosotros tenía unas paredes despintadas que transmitían olvido. La sola idea de verla de nuevo producía en mí una sensación de culpabilidad. Sentía que me reprocharía el no haberla visitado y, peor aún, el dejarla al olvido en un lugar como aquel, tan inapropiado para alguien como ella. Atravesamos un pasillo de losetas blancas cuyas fraguas estaban oscurecidas a causa de la suciedad penetrante. La sala estaba llena de miradas perdidas que proyectaban una resignación asumida. Algunos parecían no tener rostro sino solo

un

nido de arrugas

con dos

cavidades incrustadas. Y la vi. Estaba sentada junto a mi madre. Su expresión me resultaba irreconocible. Tenía los cabellos blancos y una piel surcada por arrugas. —¡Baba! —Dije mientras me aproximaba. Se dibujó una expresión que denotó años de ansias contenidas. —¡Mi puerquito! —soltó con voz ahogada. La abracé y sentí una masa de fragilidad. Tomé uno de sus cabellos desteñidos y lo llevé a mi boca. —¿Ahora lo ves? —preguntó con la complacencia secreta de haber sabido que alguna vez me enteraría. Sí, Baba. Es el futuro…tragué saliva para continuar pero me interrumpió antes de pronunciar otra palabra. —Sabrás entonces que hasta hoy te acompaño —dijo, y sonrió mientras cerraba sus ojos.

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LA ODISEA DE ULISES Kevin Rodríguez Ulises había heredado el nombre de su padre y este de su abuelo. Al igual que su nombre, su padre había seguido la tradición de su familia y había sido ingeniero como su progenitor y su abuelo. Cuando Ulises tuvo que elegir qué carrera seguir, la verdad es que no tuvo mucho qué escoger. Te preparas para la UNI, o estudias ingeniería mecánica o mecánica eléctrica, le dijo su padre. Y es que desde que fue niño esa era la idea que su papá le había metido en la cabeza. La madre de Ulises también creía que su hijo estaba destinado a ser ingeniero porque desde niño había sido bueno para los números y malo para las letras. Está en la sangre, pensaba. Aunque la sangre de Ulises ahora le decía otra cosa. Sentado en su escritorio, veía constantemente el reloj de pared, el reloj en la pantalla de su computadora y el reloj de pulsera que llevaba en la muñeca izquierda. En el monitor tenía abierto el plano de una estructura, lo había visto tres días enteros y ya estaba cansado de modificarlo. Solo movía el cursor de un lugar a otro. Eran las tres y cincuenta y cuatro y comenzó a calcular el tiempo que faltaba para salir y correr a casa, que era el único lugar donde quería estar. Se imaginaba echado en su viejo colchón sobre el suelo, con un café negro humeante y un plato de galletas sobre su mesa de noche, y acompañado de un libro entre sus manos. Un día antes había terminado con Fiesta de Hemingway, la cual le pareció una obra estupenda y hoy tendría que elegir un nuevo libro de su biblioteca. Sólo una hora y treinta y cinco minutos más, susurró para sí mismo. Detrás de él se encontraba José

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Loayza, un joven ingeniero de la Universidad del Centro de Huancayo. Ulises lo miró de reojo y se admiró nuevamente de su temple para realizar su trabajo. Miraba atentamente la pantalla, daba un clic, presionaba algunas teclas, sonreía. Realmente disfruta de su labor, pensó Ulises. Ambos compartían el escritorio, que tenía forma de u. En un extremo estaba él y al otro José, ambos sentados en sillas rodantes, uno a espaldas del otro. Ulises sabía que su jefe lo regañaría nuevamente por demorarse tanto en un simple plano, pero él ya no soportaba un minuto más en aquel horrendo lugar. Se tomó la cabeza. Este ambiente me da jaqueca, musitó. Aunque en la escuela, seis años atrás, todos sus compañeros le pedían ayuda con los ejercicios de matemáticas y había representado a su colegio en concursos externos, Ulises solo lo hacía porque le parecía fácil, no porque le gustara. Fue en quinto de secundaria cuando conoció a Pía Pajares, la nueva profesora de Letras. Desde primaria había llevado literatura con Angélica Zegarra, una profesora estricta e inflexible, con quien él tenía pesadillas desde niño. Sobre todo cuando tuvo que verla en clases de verano luego de jalar la materia. No tener que cursar con ella el último año fue la mejor noticia que recibió. Pía Pajares, una mujer que se encontraba alrededor de los cincuenta años, con unos veinte kilos de más, desaliñada, de piernas y brazos cortos y con un tic en el ojo izquierdo que le obligaba a guiñarlo a cada minuto, dictaba sus clases con una pasión contagiosa; además del toque cómico que producía su actuar y hablar. Inculcó un nuevo método de lectura: los alumnos ya no se verían obligados a leer los aburridos libros que exigía el colegio. Ustedes escogerán el libro que quieran leer como proyecto bimestral, había propuesto la licenciada Pajares con su voz

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gangosa. ¿Y ahora qué libro voy a leer?, pensó un preocupado Ulises que cogió uno al azar de los tantos que había sobre su escritorio cuando vio que Marco se puso de pie. —¿Cómo vas con ese plano? —preguntó Marco. —Ya casi termino —respondió Ulises, realizando un trazo automático para disimular el desdén con que hacía su trabajo. —Hoy lo necesito. Me quedaré hasta las nueve. Eduardo quiere que acabemos ya. Voy por un café ¡Apúrate! — dijo Marco. Marco se sentaba en un escritorio paralelo al de Ulises que, al igual que él y José, compartía con Don Silvano, el mayor del grupo. Sobre el escritorio de Marco vio una enorme torre de libros y manuales abiertos. Silvano dormitaba sobre su escritorio. Al menos no soy el único, pensó Ulises. Vio los tres relojes nuevamente: cuatro en punto en todos ellos. Tenía hora y media para acabar con ese plano, correr a casa y dejar atrás aquel lugar lleno de personas aburridas que lo único que hacían era llegar a las siete y media de la mañana, sentarse frente a su escritorio, dar clics frente a su monitor y pararse a las cinco y media para regresar a casa. ¿Era ese un trabajo gratificante? Lo que sí fue muy complaciente para Ulises fue leer el libro que Pía Pajares le recomendó. —Comienza con La palabra del mudo —le había dicho—. Son cuentos fáciles de entender y muy entretenidos. Cuando acabes vendrás a preguntarme por más. No lo creo, había respondido Ulises, pero se equivocó. En menos de una semana había acabado de leerlo y buscó a su profesora hambriento por más. Atrás había quedado su fobia por las letras. Ahora admiraba a Julio Ramón Ribeyro, Gabriel García Márquez y a Jorge Luis Borges.

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Incluso, aquel año, participó en el concurso de cuentos interno de la escuela y ganó el segundo puesto, algo que con las matemáticas jamás había logrado. Vio la hora en su reloj de pulsera que precisamente fue su premio de segundo puesto: cuatro y cuarenta y cinco de la tarde. Esto me está tomando más tiempo del que creí, pensó Ulises. Preocupado, fue por un vaso con agua. Mientras servía el agua, vio a su alrededor: escritorios distribuidos en una oficina de cincuenta metros cuadrados, todos iguales, personas mirando sus pantallas sin interactuar una con otra, todos vestidos con camisa y corbata, todos cansados y pensativos. No quiero ser como ellos. No quiero estar aquí, pensó Ulises sosteniendo un vaso de plástico con agua hasta el ras. Una vez sentado ante su escritorio, cerró los ojos y respiró profundamente. Los abrió y vio la pantalla negra con líneas blancas, cogió el mouse y comenzó con sus trazos: una cota por aquí, una línea por acá a treinta y siete grados con respecto a la horizontal, este recuadro lleva una capa de línea intermitente y color azul, un arco de noventa grados y radio de treinta milímetros, acortar, llenar el cajetín y listo, imprimir en formato A3. Ulises se puso de pie, caminó hacia la impresora que se ubicaba en una esquina de la oficina, sacó su plano que aún estaba algo tibio. Lo admiró un instante con satisfacción. Vio su reloj: cinco y veintinueve minutos. Un nuevo libro me espera en casa, se dijo. Le entregó el plano a Marco, quien le dijo que lo ponga sobre su escritorio. Ulises alistó sus cosas y enunció un fuerte Hasta el lunes, pero nadie se inmutó. Caminó hacia la puerta, se vio en casa tirando su mochila sobre el colchón, se vio calentando el agua, pasando el café, echándole azúcar, se divisó recorriendo con el índice sus libros, evaluando títulos,

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autores, hasta al fin encontrar el adecuado, se vio en su cama, leyendo las primeras palabras con emoción. Ya podía sentirlo. Puso su mano en la perilla de la puerta cuando de pronto escuchó la voz de Marco: Algo está mal con este plano, Ulises.

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LOS DESIGNIOS DE NAMMU Bruno Cueva En algún lugar de Ur en la mística y antiquísima Mesopotamia, tal era la devoción por Nammu que, como muestra de retribución —cuentan en tablillas de escritura pictográfica—, ella misma modeló a su hijo en una figura de arcilla con el objetivo de establecer un nexo entre lo sagrado y lo mundano. Fue a partir de este período de abundancia que toda la pirámide social que conformaba esta misteriosa ciudad fortaleció más aún su fe en todos sus dioses; la lluvia jamás escaseaba y los cultivos de trigo, cebolla y lentejas ya no dependían tanto de los reservorios. Las inundaciones no paraban de llegar y ni bien los sacerdotes y adivinos detectaban que los cielos cesaban su llanto, le avisaban al patesi para que habilitara las entradas a los zigurats o lugares de adoración, y mediante algunas salmodias poder convocar a Asbu, vástago de la reina madre, y así las precipitaciones vuelvan a bendecirlos; sin embargo, todo favor tiene un precio, y Asbu pedía a través de los humanos, que tenían contacto con la metafísica, que sacrifiquen a un hombre o una fémina del campo al atardecer, si querían seguir gozando de los beneficios de los dioses. Llegó el día en que esta situación enfureció a Ishnon porque la mala suerte parecía haberlo apresado. Él tuvo que soportar que eligieran a su padre como pieza de sacrificio años atrás y en esos instantes se enteró por rumores de los comerciantes del pueblo que su madre correría el mismo destino. Más tarde pensó en las consecuencias de quedarse solo

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a cargo del resto de toda su familia, y esa chispa de rebelión que solo tienen los guerreros lo poseyó. «Tengo que demostrar que ese ser portentoso del que todos hablan no es hijo de Nammu, sino la charlatanería de un ocupante del zigurat de Ur para usurpar al patesi con posteridad; debo tramar una manera de salvar el honor de mis relativos y terminar con esta veneración nada convencional», pensó en la soledad de su habitación. Y al momento que ráfagas de odio salían disparadas como cuchillos de asesino de sus pensamientos se acordó de Nephim, el sacerdote más conocido de la región, con el cual forjó una sincera amistad años atrás cuando era un ciudadano común. En la mañana del día siguiente, consiguieron reunirse a escondidas en el mercado principal. Ishnon hablaba en volumen bajo a la vez que el tímido sacerdote pronunciaba palabras entrecortadas que salían del turbante que le envolvía casi todo el rostro. El joven campesino rogó para que lo ayude en un plan casi suicida: «Las leyes han cambiado. Los soldados que estaban apostados en los tres accesos al zigurat son parte de la historia. El patesi ha ordenado hace dos meses que ellos cuiden los límites del gobierno y solo sirvan, aparte, para tomar acciones beligerantes. Tú, con tu vestimenta de tela azul y la piel de cordero que enrollas a tu cuello, tienes el acceso. Permíteme, oh Nephim, hombre cercano a lo divino, revelar la apariencia del seudorey que apretuja a las nubes y trae falsa riqueza a esta parte de Ur», dijo. «Amigo, soy la última puerta de tu salvación, te entrego mi confianza total, aunque no he logrado ver al hijo de Nammu en el santuario del zigurat ya que solo tengo permiso, por el momento, de ingresar hasta la tercera terraza. El patesi y los sacerdotes de mayor confianza suben

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cada tarde por las escalinatas reales cuando hay sacrificio; no obstante, puede que los rumores sean solo eso: rumores. Somos ochenta y cuatro miembros del grupo religioso y por más que he hecho el conteo no falta ninguno», aclaró Nephim. Pero Ishnon recordó instantes de su infancia donde su exvecino, ahora entregado a la música y la adoración de deidades, tenía como principales defectos ceder ante los caprichos de otros y su ingenuidad. Así que lo presionó para que cediera a su plan disidente. —Hermano, no se trata solo de revelar su apariencia. ¡La vida de mi madre corre peligro! —Los dioses lo quieren así. Hay que agachar la cabeza ante los pedidos indirectos de Nammu. —¿Y si están cometiendo blasfemia al adorar a uno de los nuestros? A un humano rancio con falta de moral que lo único que tiene entre sus ojos es adueñarse de la voluntad del pueblo. —¿Y si no es así? ¡Nergal, dios del inframundo, me arrastrará en vida hacia sus dominios y me martirizará toda la eternidad! —musitó el sacerdote, quien con su esmirriado y retorcido cuerpo temblaba y agachaba la cabeza. Su columna vertebral sojuzgada a actos de adoración provocaba sonidos como cuando los carruajes de madera y bronce se elevaban y caían a los suelos irregulares de piedra y arcilla. —Olvídate de todo y dale una mano a mi madre. Dame uno de tus tantos vestuarios y juro que no se darán cuenta de que me apoyaste en esto. Me verás morir si fallo, y con eso tendrás la certeza de que no te delataré más allá de la muerte.

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El campesino golpeteó con la palma de su mano el hombro del viejo y le aseguró que pasaría más tarde por su vivienda para recoger el vestuario desde su contenedor de residuos. Se fue comprometiéndolo con la ayuda y se marchó entre la muchedumbre. Poco más tarde, Ishnon se enfundó el traje de ceremonias y siguió el camino de los sacerdotes de primer orden tapándose el rostro y en total hermetismo. Subió el zigurat siguiendo las líneas diagonales de las uniones de los ladrillos cocidos y vitrificados de color ocre mientras que en la escalinata secundaria conducían a su madre dos sacerdotes del santuario. Tuvo que controlar sus impulsos para no actuar con vehemencia. El valiente campesino sabía que no podría con la fuerza de todos esos hombres que se esparcían por doquier. Llegó al templete donde se sintió más seguro. Imitó los movimientos de uno de ellos, despejó sus ojos de la piel de cordero y se puso de rodillas para adorar una imagen de Nammu pintada en la pared; de inmediato, escuchó la melodía de las flautas, los tambores, las arpas de doce cuerdas y por supuesto la lucha de los crótalos. Los potenciales participantes del cruento acto iban subiendo al templete de a uno. «Nuestros ojos solo deben ser abiertos para ver la grandiosa fuerza del hijo de Nammu, favor de tapárselos hasta subir a la tercera terraza y en posterior al santuario. La carne de entrega yace desmayada; estamos seguros de que será del gusto de la reina madre», dijo el patesi en la reunión que antecedía al sacrificio, quien tenía una barba larga y blanca que descansaba en su pecho como animal salvaje en cautiverio y vestía un llamativo traje morado con grandes pliegues y aberturas en la cintura. Alzó su cetro de cristal y los demás sacerdotes bajaron la cerviz sin

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objeciones. —Usted, sacerdote de segunda clase, tome la daga ceremonial de oro y mézclela con el agua del dios Apsu traída del río Éufrates —mencionó el patesi al confundir al campesino con un miembro de su comisión religiosa. Hubo silencio. Por todos los medios, el campesino trataba de no observar los traslados de Nephim cuyo trabajo delegado fue contar uno por uno a los treinta y cuatro responsables. Ishnon solo asintió con la cabeza y recibió en una bandeja la daga con la que obligarían a matar a su madre. Esta arma constaba de un mango de oro y estaba afilada por ambos lados. La tomó y la sumergió en una vasija de barro, viendo a través de la parte más delgada de la piel de cordero que arropaba su cara. —¡El agua de Apsu convertirá esta arma en un puñal dispuesto por los altos dioses! —se escuchó a tres metros. Subieron a velocidad de procesión a lo más alto de la pirámide sumeria. Se alumbraban solo con la poca luz del atardecer y el séquito del patesi iba formando filas al frente de un santuario ínfimo que se erigía en línea recta de ellos con un trono revestido de plantas y flores en el espaldar. «Es una locura... debe ser una locura. Las dimensiones del templo están muy bien construidas y estas luces... ese trono demoniaco con esa marca en el asiento... alguien grande, un superhumano, un gigante estuvo apostado allí», se decía Ishnon. Pasó menos de un

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minuto para que los murmullos dejaran de sonar. ¿Ya estás listo?», dijo la voz del cuerpo que dirigía a Ishnon. «¿La daga ceremonial? La llevo en mis manos y un poder lejano y celeste no me permite soltarla. ¿Pero qué digo? No...no. La verdad es que no la suelto porque debo seguir su juego para que no me descubran». Lo llevó a los alrededores de una gran piedra con ladrillos apilados en la parte superior donde descansaba el cuerpo de su madre. «Coge el mango con el poder transmitido y clávaselo en la frente cuando se acerque el hijo de Nammu», habló de nuevo el hombre enigmático que le sostenía la muñeca. «¡Qué horrible! ¡Este hombre huele a una mezcla de plantas bañadas en ciénagas de otros reinos perniciosos», se dijo el campesino. Y de súbito los bisbiseos de los ocupantes desaparecieron como cuando el océano calma sus aguas al irse la luna. Ishnon presentía que el mismísimo Asbu vigilaba desde su trono; sin embargo, por más que viraba la cabeza de un lado a otro, no lograba justificar las bocas abiertas de estupor por parte de los sacerdotes del zigurat. «Se acerca, se acerca, no provoques su ira y hazlo, aprendiz», gritó un sumo sacerdote de la primera fila. La tensión subía desde el polvoriento piso hasta desembocar en su brazo derecho. No conseguía mirar nada. Seguían gritándole que se acercaba y volvía a atisbar por un extremo y otro. Entonces, las dudas se empezaron a transformar en certezas. «¿Cómo es que siento sus pasos? ¿Es una figura de verdad? ¿Un hombre de carne como los sacerdotes o un dios vestido de cuerpo terrenal? Y esta daga, santos cielos, ¡oh, santos cielos!, esta daga es símbolo del destino. ¿Cómo es que me la dieron a mí? ¿O es que ya corrió el dato de mi irrupción y han condenado a muerte a Nephim porque no lo veo por ningún lado?». La fe brotaba de su alma sin poder

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doblegarla. Bajó un trozo de la piel de cordero a la altura de la nariz. Pudo ver mejor. El éxtasis y el delirio le eran transmitidos por las arengas de los ancianos y jóvenes servidores del templo. —Está a mi costado. ¡Puedo sentirlo! —pensó Ishnon. Y la presencia de los cielos hizo su aparición por la luz final de la tarde que Anshar, el primigenio celeste, envió a la tierra del santuario. Ishnon volteó a verlo. Aquella presencia llevaba puesto un yelmo de grifo, piel de cordero en todo el pectoral y un vestido de tela roja que cubría sus piernas con pliegues más impresionantes que los del patesi. «No deja ver ni su cara ni parte de su piel, ¡no quiere que lo reconozcan!», gritó el joven con osadía. El séquito siguió observando y no se inmutó por largos segundos. —¡Obedece! No se puede cuestionar el designio de un dios —se oyó al unísono y corrieron tropezándose unos con otros para impedir cualquier oprobio a Asbu. En un salto desesperado dio un giro y se colocó detrás del hijo de Nammu. Con lo poco que le fluía de ese espíritu guerrero, le puso la daga ceremonial por debajo del yelmo. «En verdad es un dios. Sabe que si le clavo la daga no morirá y yo seré condenado a ser martirizado por los reptantes vástagos de Nergal». En ese lapso lloró el cielo y todos se miraron entre sí con temor a que Asbu reaccione con los poderes superiores. «Esta lluvia, estas gotas de agua, de vida, creencias, bondad... este dios ha decidido probarme que lo es. Soy el elegido. Me

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lo prueba con toda esta agua de los manantiales de su reino al más allá. Me lo prueba con esta daga que no es capaz de cortarle las venas y obtener su sagrada sangre. Me da la confianza a pesar de mis excesos y confía en que podré sacrificar a mi madre y espantar a Nergal». Una vez iluminados todos los espacios de su mente, miró a su madre sin ánimos de sacarla del zigurat de Ur. El sacerdote a cargo del sacrificio cogió los brazos del joven campesino, pero se detuvo al sentir que este no ponía resistencia alguna. «¿Cómo no poder hacerlo? Cuando cualquiera nace, lo hace con un fin». Ishnon se sacudió de su captor y el patesi cuenta desde entonces que al leer los labios del falso miembro de la comisión religiosa logró distinguir que se decía: «Hacerlo es sencillo cuando es designio de Nammu». En lo que dura el galope de un caballo, alzó el glorificado puñal con ambas manos y apuntó con fe ciega a la frente del ser que tiempo atrás le había regalado la vida.

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LOS INDIOS DE LA CIUDAD Yeison Medina no son indios pero los llamamos asĂ­ en aceras pisoteadas son pisoteados con pesares con monedas de cien las mujeres desde el piso amamantan con sus senos de barro a semillas sin tierra fecunda las manos merodean por las calles en busca de algo para comer sus artesanĂ­as son vistas con ojos de caridad sus pies deambulan entre rĂ­os de gente y mares

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de carros en el centro de la ciudad en Niquitao barrio de nadie barrio de los nadies viven en pensiones junto a malévolos y mendigos los niños corren desnudos por los parques se suben a los árboles sin frutos persiguen ratas a pedradas y enseñan sus bocas desdentadas a borbotones a carcajadas ¡me contagian de risa sus risas! en suelo sin tierra crecen con las raíces al aire los indígenas de la ciudad aserrín de madera fina talada

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NIÑEZ BAJO EL AGUA Antonio Zeta Anoche llovió tan poco que las gotas podían contarse. Contar las gotas, de eso se trata. Tenga uno la edad que tenga. Aunque la gente se ría de verme corriendo, saltando charcos y bailando bajo la lluvia, no me importa que me digan que me hará mal, que la humedad y tanta cosa. Hay cosas que los niños no entendemos ni queremos entender. Yo no entendía, por ejemplo, por qué no se me permitía ayudar en momentos como este. Primero dijeron que por mi edad, luego que por mi fuerza; sin embargo, terminé por no aceptar la negatividad de los demás. Así que a escondidas de mi familia, me até dos salvavidas al cinto y salí por el techo de mi casa. Tomé toda la avenida Grau. Era cierto lo que decían, el Lengash se había salido y ya estaba por el óvalo de Grau. Así que abracé mis salvavidas con fuerza y corrí derechito por la avenida y lo vi. Ahí estaba avanzando de a pocos sin detenerse. Ese día el sol no se atrevió a salir, yo en cambio me paré firme y le hice frente al río andante. Caminé hacia él, pero conforme avanzaba sentía más la fuerza de Lengash. Llegado el momento me vi obligado a nadar. Braceaba contra el agua y por mi lado pasaban ratas flotando, mirándome con sus ojos rojos y horribles. A la altura de la Arequipa, una señora pedía auxilio para poder cruzar la calle. ―Súbase señora, agárrese fuerte‖ y listo, al otro lado. Llegué a la calle Tacna y el agua casi me sepulta. Pero no, mi nado era firme y más cuando oí a un hombre gritando por ayuda. De inmediato me dirigí a él y le extendí mi flotador. Tenía un semblante gris y su traslado se hacía difícil por su decrepitud. Ya

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cuando llegamos a la calle Cuzco, el hombre pudo caminar solo. Intentó pagarme, pero no acepté. Una señora, al ver la hazaña, se me quedó mirando. Todo delgaducho y con el agua escurriéndome. Me dijo que estaba preocupada por sus nietos, y en un dos por tres estaba yo frente a una casona, cerca del antiguo cine municipal. Los churres estaban en casa, asustaditos. Le coloqué un salvavidas a cada uno y los llevé de la mano hasta dejarlos a salvo. Cuando la abuela terminó de besarlos, ya yo estaba rumbo a la avenida. Podría enumerar todo lo que hice en el día, pero las fuerzas me abandonan a cada minuto. En realidad yo esperaba estas lluvias. Las del 83 y 98 las viví junto a Isolina, mi mujer. Pero ella ya no está conmigo. Y lo más probable es que ella no se hubiera reído de verme chapoteando en el agua. Me habría reñido, claro está, como una madre. Pero no ahora. Si me viera así, me cubriría de lágrimas hasta ahogarse en ellas. Y me diría: ―Tonto, por qué lo hiciste‖. Y yo no tendría ya voz para decirle que no vi desprenderse la viga que apagaría mi vida. Que me desmoroné como una estatua de yeso, pero que el dolor duro como pasada de nube. Pronto vendrán por mí. Acabo de oír a alguien decir que anoche llovió tan poco que las gotas podían contarse. Quizá la gente tenía razón y aquellos no eran trotes para un niño de sesenta años.

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NO ERA AMOR Dhamara Zevallos Usted nunca fue el amor de vida y tampoco con quien pensaba quedarme para siempre, usted fue aquel amante oculto, el deseo a flor de piel, miradas intensas y labios húmedos. Nunca ha sido quien quitó mis sueños, pero sí quien los volvió más candentes de lo normal, usted fue aquel del que intenté enamorarme mil veces y en diferentes cuerpos.... y sí, ¡reconozco que mentí algunas veces diciendo que lo amaba. Pero todavía no llega ese ser que me haga amarlo más que a mí misma, ―asumo que eso será el amor". Usted nunca fue el culpable de mis tristezas, pero sí de despertar mis instintos de mujer y sentirme más deseada que nunca. Por ello, le pido por favor no me piense en melancolía creyendo que tuvo alguna culpa, pues usted solo fue aquel que deseé como hombre cuando mostraba serlo, e ignoré como ser inexistente al ponerle final a esta bonita mentira. Usted no fue el amor de mi vida, pero sí mi pasatiempo preferido y puedo reconocer que hasta le fui tomando cariño de a pocos. Usted no tuvo culpa de nada, pues el deseo puede ser mucho más fuerte que el corazón a veces, mi perdón con usted está siempre todos los días, por mover su mente, sus emociones, y complicarlo sin que apenas me dé cuenta. Usted solo fue víctima del destino, usted lamentablemente nunca me podrá olvidar.

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OSCURAS NUPCIAS MIRAFLORINAS Luis Gutiérrez Miguel Salomón Alcázar Echeandía y Gloria María Urbina López de la Vega acababan de contraer nupcias, él: chalán norteño, a sus treinta y tres años había quedado maravillado ante la presencia de ella: guapa, rubia, blanca, ojos verdes, metro ochenta, mirada lánguida y cuerpo descomunal, titulada en la Universidad de Lima como psicóloga, Gloria María era más inteligente que cualquier ser humano-mujer promedio, poseía grados altísimos en historia y era por demás culta tanto en leyendas peruanas como extranjeras. El matrimonio se había dado en la iglesia ‗Bienaventurada‘ de Miraflores, la familia del novio había llegado de Trujillo y juntos celebraron hasta decir basta la unión de ese par de seres que se habían juntado hasta que la muerte los separase. Luego de la recepción en el Country Club, Miguel Salomón y Gloria María pensaron en el que sería su próximo y nuevo hogar. —Gringa, he hablado con la amiga de una clienta -y es que el novio era gerente general en CopyFord, una de las mejores empresas de fotocopiadoras del Perú y rankeada entre las veinte mejores del mundo- y me ha dicho que nos va a alquilar el ala derecha de la mansión, esa, la que vimos la vez pasada. La tarde los acompañaba y juntos, sentados con dos copas de un champagne casi tan rubio como

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ella, mirándose el uno al otro, coordinaban cuáles serían sus nuevos pasos a seguir: el haber conseguido un sitio dónde vivir, había sido el primero

y

uno

de

los

más

grandes.

—¿La de la mansión?, ¿la de atrás de la huaca?, ¿la de al lado del óvalo Gutiérrez?, ¡por Dios! —gritó Gloria, y lanzó la copa casi vacía al césped y siguió su proceso de exclamación abrazando a su ahora esposo. —Sí, esa, es precisa para nosotros —respondió Miguel—, es grande, espaciosa, y no está tan cara, podremos empezar ahí y de acá a tres meses establecernos e irnos a otro sitio más grande y más bonito. —Lo más bonito es estar a tu lado —le dijo Gloria, mirándolo como alma

que

se

la

lleva

el

viento.

—Te amo, gringa —agregó Miguel, acariciando su mejilla derecha, rosada

por

los

rayos

del

sol.

—Te amo Migue —ella le decía Migue, así, sin ele al final. Pasaron dos días luego de la recepción en el Country y los marido y mujer mudaban sus cosas a la mansión Kroerlia, una vieja casa gigante al lado del óvalo Gutiérrez y exactamente detrás de la Huaca Pucllana, en Miraflores, exactamente en la calle Las Condes número tres cuatro cinco. Miguel tenía un viejo Ford del ochenta y cuatro, y Gloria un Honda Civic, llegaron los dos acompañados de sus cosas, y sus sueños. Doña Cecilia, la dueña de la mansión los esperaba parada en la puerta de ingreso. —Chicos, ¿cómo les va? —les dijo, entrecerrando los ojos y abriendo los brazos

en

señal

de

51

querer

abrazarlos.


—Bien, doña Ceci —respondió Miguel— quiero agradecerle antes por permitirnos estar aquí, en su casa, bueno, en su mansión —y rió, mirando con la cara levantada hacia los recónditos lares de la vieja casa, que se perdía en el horizonte y en los rayos del sol, que dejaban ya

de

brillar.

—Gracias, doña Cecilia —dijo Gloria, interviniendo —no hay mejor que vivir en un distrito como este y qué mejor que en esta mansión, la verdad es que desde que la vimos, nos enamoramos de ella. —No te preocupes, hija —dijo Cecilia, la vieja tenía más de sesenta años pero se vestía y parecía de cuarenta— y dime Cecilia, díganme Cecilia, no me gusta que me digan doña, o señora –e hizo un gesto de asco

con

—Está

bien,

Cecilia

las

manos.

—sentenció

Miguel.

—Vamos, pasemos por acá, les voy a dar un pequeño tour dentro de la casa, y por supuesto, les voy a enseñar el ala que les corresponde. Luego de dar el paseo –que duró más de una hora– Miguel y Gloria se acomodaron en su habitación. —Qué afortunados somos, carajo. Vamos a vivir como reyes, como nos merecemos vivir, en esta mansión cojonuda –Miguel hablaba casi siempre con muchas lisuras en sus frases cargadas de ají, muy a pesar de

las

quejas

de

Gloria,

no

podía

evitarlo.

—Ya te he dicho que no hables así, Migue, no me gusta –lo miró seria Gloria

–sabes

que

no

me

gusta

y

peor

lo

haces.

—Ya, ya, está bien. Perdóname mi amor. Mejor ven, y dame un besito –y la jaló a la cama. Esa noche, hicieron el amor de una manera suave y sutil. Literalmente, crearon amor.

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A la mañana siguiente los levantó un ruido extraño. —¿Qué

suena?

–dijo

Miguel,

sobándose

los

ojos.

—No lo sé, anda a ver, hay mucha bulla –respondió Gloria, con un bostezo

que

le

tapó

la

palabra.

Cuando Miguel Salomón salió de la habitación, cruzó el living y abrió la puerta falsa para llegar a la sala central, encontró a Cecilia sacando cuatro

maletas

—¿Se

va

de

inmensas.

viaje,

Cecilia?

–preguntó.

—Sí, Miguelito, me voy a Ica por dos meses, me acaba de llamar mi nieto y me ha dicho que mi hijita, la Luciana, está malita de salud. Tengo que ir a verla urgente, se quedan a cargo de la casa, toda la mansión es suya –dijo paredes–

dispongan

señalando de

con

las manos abiertas las

todo

lo

que

quieran.

—Bueno, gracias Cecilia, espero que le vaya bien en su viaje, cuídese bastante

y…

saludos

a

su

hija.

—Gracias Miguelito –y le dio un beso muy cerca a la boca. —Esta vieja pendeja –pensó Miguel, y se fue acercando de regreso a su habitación —¿Qué

nuevamente. pasó,

amor?

–preguntó

la

esposa.

—Cecilia, se va a Ica, regresa en dos meses –e hizo un dos con los dedos, acostándose en la cama, abriendo los ojos a manera de orate. —No

lo

puedo

creer,

¿se

fue?,

¿así

por

así?

—Lo que pasa es que su hija está mal, pero bueno, ojalá se mejore. Lo importante es que tenemos la mansión para los dos solitos. Tú y yo, gringa.

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La mañana era amena para escuchar música: Pedro Infante y zarzuela. El sol salía y las sábanas blancas reflejaban el amor que había en la mansión. Los esposos salieron a pasear. Estaban de vacaciones y querían aprovechar al máximo su tiempo juntos; fueron a almorzar al Regatas y luego a ver el atardecer al mirador de Miraflores, regresaron promediando las siete de la noche a la mansión y se metieron al baño, Miguel a cagar, y Gloria a lavarse los dientes. —Esta va a ser su habitación –recordaba Miguel Salomón lo que le había dicho la vieja al momento de mostrarles el lugar –en el primer piso se encuentra su cuarto, la cocina, una sala grande, una sala pequeña, tres baños y un living –caminando y mirando siempre todos los compartimentos –en el segundo piso hay dos cuartos más y un baño falso –y los condujo a unas viejas escaleras que daban directamente al segundo piso, al jardín –también

hay un

jardín

grande –señalando el pasto verde–, un jardín donde hay un árbol, un árbol de higos –Miguel Salomón recordaba al árbol, negro, con los frutos ya podridos–, ¿por qué no arranca ese árbol? –le había preguntado –porque lo tengo de toda la vida –le había respondido Cecilia. Mientras Miguel cagaba de una manera estruendosa, Gloria cogía el cepillo de dientes y hacía su trabajo, Miguel fumaba, a la vez y miraba la —Cómo

belleza es

la

confianza,

de ¿no,

su gringa?

–le

mujer. dijo,

riéndose.

—Claro, ¿no te gusta, acaso? –respondió Gloria, golpeando de cariño

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en

el

hombro

a

su

esposo.

—Claro que me gusta, me encanta –le dijo Miguel, agarrándole la nalga izquierda. En ese momento, Miguel sintió un frío que le fulminó la espina y entonces las luces se apagaron. Fue cuando Gloria dejó el cepillo en el tacho y empezó con el terrible lapso que jamás olvidaría en toda su vida. —Cecilia, ¿cómo está?, ¿cuándo llegó? –y empezó a caminar hacia afuera, dejando a Miguel, atónito, sentado en el wáter del baño. —¿Gringa? –preguntó Miguel, aún en desconcierto por lo que acababa de

ver

y

escuchar.

—Sí, claro, Cecilia, está fascinante la mansión, lindísima. ¡Claro que nos

vamos

a

quedar!

Todo indicaba que Gloria escuchaba una voz que Miguel ignoraba, una voz que tendría que ser de Cecilia, si no fuera porque Cecilia estaba camino a Ica y en la mansión no había más gente que ellos dos. —¡Gloria, por la puta madre, carajo!, ¡¿con quién mierda estás hablando?! –Miguel se desesperó y salió del baño con el pantalón abajo y con el culo cagado cuando vio la silueta de Gloria subiendo las escaleras,

en

dirección

al

jardín

del

árbol

de

higos.

No pudieron descifrar en qué momento Gloria dejó de oír la voz de Cecilia y empezó a escuchar la de su esposo, cuando bajó más blanca de lo que ya era y lo abrazó sin poder gesticular palabra alguna. Sentía que se desmayaba. No pudo recordar si lo hizo en algún momento. Juntos, fueron al cuarto y se acostaron en la cama sin decir nada. —No te escuchaba, Migue, no te escuchaba –era lo único que repetía y

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repetía

Gloria.

—Tranquila, gringa. Tranquila –la acurrucaba Miguel en su pecho. Esa noche la pasaron en velo, escucharon pasos, que se alejaban de su cuarto y regresaban; pareciese que ‗alguien‘ los vigilaba. —Gloria,

déjame

sacar

el

revólver,

carajo.

—Migue, sólo abrázame; abrázame, por favor. Y se quedaron observando la puerta, abrazados y alertas, esperando que sucediera, lo que sus mentes más temían y que al cabo de unos minutos, finalmente sucedió.

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3 POEMAS Ana Carina Díaz

CAMINOS Soy millones de caminos que anduvieron mil muertos míos ancestros de los que heredé orillas de mar, punas, totoras en gélidas aguas Caminos de serena luna gris de introspección y melancolía recorridos por nómadas nostálgicos ciudadanos de aquí y allá caminos de inquieta luna negra entre gritos de guerra en busca de libertad caminos del bien, justicia y rectitud y de odios y engaños caminos tan humanos que llevan a pasiones de juventud a la búsqueda de lo divino al deseo por la inmortalidad Hoy recorro sus mismas rutas Avanzo con llagas en los pies herida por el viento tosco preguntándome quién me guía con solo una rosa en medio del camino

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QUIMERA Ha sido tu venida ver la huella de lo divino en cordillera lejana la simpleza del sentir una guitarra incomprendida en medio del ritmo acelerado de esta moderna vida Lo efímero del tiempo y la actividad humana Ha sido tu mano en la mía la continuidad de mi piel en la tuya una esperanza de eterna compañía la ingenuidad de un niño que en sus sueños confía peligrosa ilusión que no hay quien rehúya Ha sido tu mirada en la mía mil heridas pasadas que no pude ocultar que leas en mis ojos la poesía de entrega en una mirada que desborda su energía esa que significa amar

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LLAGAS Alguna vez se me quedó en el alma la tristeza de la historia Reflejada en los ojos de un niño herido cruelmente en el Putumayo 100 años después aquel niño ya no es un esclavo Tiene ahora la mirada risueña, recitan las aves sonetos a aquel nuevo mirar Bellos edificios de Art Nouveau tapan los labios del Amazonas Que antaño emitieron gritos de aflicción La selva dio a luz con dolor el lujo de sus calles antiguas De sus árboles y de su gente brotaron lágrimas Vendidas para construir la opulencia de una ciudad Hoy el mundo no soporta lo tóxico del aire No soporta lo tóxico del hombre Se enferma la selva, pues el hombre enfermo de egoísmo siempre está El bosque amazónico pierde una vez más su libertad Esconde el miedo al hombre en el fondo de su ser Veo la inmensidad de esa selva luchando por vivir Veo su miedo camuflado Tras esa colorida faz llena de savia y brillo Tras esa corpulencia enérgica e invencible Tan enérgica y descomunal como la codicia del hombre forastero, cruel enemigo

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LA TRÍADA DE LA CONSCIENCIA Emilio Paz

CANTO I Nosotros, no somos ni vacío ni espacio. No somos, no somos. Nada, nada somos. Ni cuerpo ni alma. Ni memoria ni crónica. Maldita sea, no somos. No, no somos. Ni olvido ni arrogancia. Solo somos lo que no somos. Lo que temimos ser lo que quisimos ser.

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CANTO II Pero, ¿si el tiempo fuera mentira? Entonces, no habría pasado. Posiblemente, con ello, no habría futuro. Entonces, ¿qué es el presente? Una mentira. No, no es una mentira. Te veo, me veo. Te siento. Huelo tu aroma. Estás aquí, delante mío. No eres una mentira. Eres real. Estás aquí, robándome la puta alma quebrada. La misma que te abraza. La que te implora, la que llora de verte aquí.

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CANTO III Despiértame, te imploro. Dime si esto es mentira o es realidad. Pues de mis sueños, cuando quise morir, te has escapado. Escupo miedo, mucho miedo. Miedo de perderte, de despertar y no verte aquí, conmigo. Mis ojos no lo creen, solo son cristales opacos que dudan de sí mismos. Dime, ¿cómo creer que estás aquí? Me detienes, callas mi mente. Te acercas, me abrazas. Siento tu pecho. Me aprisionas. Me besas. Me has despertado. Te amo.

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SANADORA DE ALMAS Aura Hurtado Podía ver luces centellantes cada vez que entreabría los ojos y notaba que figuras deformes se dibujaban ante mí. Había oscuridad y aunque tenía ganas de gritar y de moverme solo era una masa incapaz de sentir. Desperté en una habitación de losetas blancuzcas con grietas oscurecidas ya por el tiempo. Era una habitación sin ventanas, con luces blancas y sin cortinas. En ella, había diez camas que sostenían cuerpos moribundos. Cinco al frente y dos a cada uno de mis costados. Quienes estaban al frente permanecían inmóviles. Daban una imagen espeluznante y nauseabunda. Parecían

muertos congelándose. En

ellos, el aire artificial se disipaba como una catarata fría debajo de sus fauces. Reparé que la tranquilidad de esa atmósfera era paulatinamente interrumpida por el pitido regular, que emitía la máquina a la que estaba conectado. A mi costado yacían sobre una vieja mesa: un suero, unas jeringas y una vía de triple entrada. Mi brazo, lacerado con hincones ya cicatrizados, evidenciaba las múltiples sondas puestas. Intenté levantarme pero las piernas no me respondieron. Con el brazo libre descubrí la sábana y vi un nudo de vendas que remataba mi pierna izquierda a la altura de la rodilla. Sentí espanto e incomprensión. Tragué saliva y estupefacto, grité.

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Sentía adolorida y dispersa la cabeza, como si la venda que la rodeaba intentase sostener algo que pronto se

desmoronaría. Me sentía

atontado. Quité lentamente la sábana con la esperanza inútil de que haya sido una alucinación pero no. Ya no estaba. Buscaba en mi mente pero sólo tenía vagos recuerdos. Aunque las imágenes eran confusas, había una recurrente. En ella, Valeria me miraba sonriente y de repente una luz intensa nos cegaba. Emanaban de esa claridad, incontables pedazos de cristal que se incrustaban en mi piel. Aunque no lo había pensado antes, Valeria debía estar allí también, en el hospital. Mi cuerpo se irguió pero fue detenido violentamente por las agujas clavadas en mi piel. –¿Dónde está Valeria?– Una enfermera insertó una aguja en mi brazo y pude sentir un líquido frío entrando por mis venas –Usted necesita descansar– y su imagen se desvaneció frente a mí. El estrépito de personas moviéndose me despertó. Una camilla atravesaba el pórtico

seguido de media docena de médicos y

enfermeras. Un varón de entre 40 y 50, de piel aceitunada y de músculos fornidos yacía cianótico ante la mirada atónita de los pacientes. Generaba desconcierto ver a alguien de su contextura al borde de la muerte.

Las placas metálicas de la máquina eléctrica

succionaban el pecho del moribundo. Después de un par de intentos, su mano cayó de la camilla y el médico que estaba a cargo afirmó que era inútil. Sus colegas y enfermeras se detuvieron como si fuese una orden. Todos se retiraron dejando descubierto al recién fallecido. Era la primera vez que había visto el transcurso hacia la muerte. Una señora con vestimenta de dormir, entró y acarició el rostro de ese

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cuerpo inerte. Lloraba aun haciéndose la idea de que lo sucedido era irreparable. Masajeaba con presión el pecho del difunto pero ya no para revivirlo sino para tranquilizarse sabiendo que se hizo lo humanamente posible. Un gemido lejano se escuchaba como eco en mi habitación. Era una canción a la muerte. Horas después, una anciana situada en una de las cinco camas frente a la mía, falleció. Esta vez no me sentí desconcertado. De alguna manera era previsible en su estado. El deceso fue tranquilo y esperado. En su caso, el oxígeno ya no cumplía su objetivo. Su respiración se hacía cada vez más pausada hasta que exhaló la última bocanada de aire. Cuando la pusieron en una camilla para llevarla a la morgue pude verla de cerca. Tenía la piel de cebolla estirada al límite por unos huesos sobresalientes que daban el aspecto de querer cortarla. Su brazos magullados por las agujas evidenciaban una dura batalla. A pesar de ello, su rostro ahora proyectaba paz. –¡Interno!– Traiga del pasillo al paciente más grave, ordenó una voz desde el escritorio. –Enseguida, doctor.– Un pitufillo de metro y medio vestido de celeste se asomó al pasillo y entró gritando –doctor tenemos un TCE, 30 años, accidente de motocicleta–. Una camilla fue introducida en la habitación y a cada paso, una línea de sangre dibujaba la trayectoria de las ruedas. Me obligué a no mirar pues parecía tener el cráneo partido. Un doctor distribuía las tareas: dos prepararían la sala, otro conseguiría un par unidades de sangre y uno más lo prepararía para la

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operación.

Desaparecieron

rápidamente

por

el

pasillo

para

tranquilidad de quienes estábamos en la habitación. –¿Un día intenso, no?– una voz a mi costado intentaba obtener una respuesta mía. Miré a mi derecha y me topé con un varón de cincuenta años. –Seguro no demoran en traer otro, ya sabes solo hay camillas disponibles cuando alguien ya no la necesita– murmuró mi vecino. Soy Edgardo, fémur roto por caída. –Harry, el puerq…Harry Tolema, pierna cercenada y descubrí mi sábana ante su mirada. –Lo siento, consoló Edgardo y luego permaneció en silencio. No tienes que decir nada ni sentir lástima, acoté. Sentía enfado pero eso no era lo peor. –Harry, hijo mío. Pen...sé que estabas…– Sus palabras se tropellaban y no conseguía articular con claridad a causa del llanto. –Mamá– la miré, me abrazó y hundí mi cara en su pecho soltando al fin el llanto contenido. –Hijo, estás vivo, eso es lo que importa– soltó con alivio. Ahora más que nadie comprendía esa diferencia que resultaba de no haber traspasado la frontera de la muerte. –Mamá, ¿y Valeria? ¿Cómo está?– pregunté con aire preocupado. –Mi Harricito…–. Antes de que ella continuara, percibí en su tono lástima y dolor. –Valeria, Valeria, ella está dormida, hijo–. En el fondo, sabía que me ocultaba lo que sucedía. –Pero, dicen los doctores que despertará– soltó con falso aliento.

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pronto


–Quiero verla, mamá. –Ay, hijo, tú aún no estás bien. Espera a que termines con tu tratamiento y vam… –No, mamá. Iré ahora– dije con aire resolutivo. Tráeme una silla de ruedas por favor. Me ayudó a colocarme en la silla y puso una sábana encima de mis piernas. Quizá aún no se acostumbraba a mi nueva imagen. Me empujaba al andar mientras yo arrastraba el tubo que sostenía los sueros. Solo permitían el ingreso a una sola persona y la enfermera de turno insistió que en mi condición no podría pasar. Me aparté de la puerta porque no alcanzaba el cristal y había sido mamá quien había entrado a verla a petición mía. De pronto, sentí que algo cortaba el aire y luego un impacto me sacudió la cabeza. Un hombre calvo la cogía por los brazos y ella furiosa e inmovilizada solo atinó a decir –es el nieto de la loca–, al tiempo que se alejaban. Mi madre me examinaba sin pronunciar palabra alguna. Eso había heredado de la Baba, aunque ella no lo reconociera. Sabía ser prudente. No dijo nada ni tampoco lo hizo. Quizá porque entendía el dolor de los papás de Valeria. –¿Cómo está ella?, mamá. –Te enseñaré Harry. Vamos a la capilla. La capilla era un lugar no construido, formado por las paredes de dos edificios discontinuos. Entre ellas, al fondo, se levantaba un altar improvisado con un crucifijo. Tenía las bancas sucias y arrinconadas para que no se estropearan con las lluvias de verano. Allí se percibía aire limpio, en parangón al de los pasillos y las habitaciones. Mamá

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sacó su móvil y reprodujo una filmación. Era Valeria. Tenía una venda como la mía en la cabeza y aunque la mascarilla de oxígeno no me permitía apreciar su rostro en plenitud, me pareció perfecta. –Gracias, mamá– dije al tiempo que le devolvía el móvil. Aunque podía adivinar en mamá el deseo de quedarse conmigo en el hospital, le insté a ir a casa y descansar. Mi situación ya era difícil como para someterla, además, al ambiente depresivo del hospital. Había llegado a repudiar la compasión por ser un sentimiento innecesario y estatizante. Y sin embargo, ahora la sentía por mí mismo. Aunque fue un accidente, no evité sentir culpabilidad por lo ocurrido. Sabía que sucedería pero también que era inevitable. Eso no llegó a decírmelo la Baba. Cuánto me hubiera gustado conversar más con ella y no tener que descubrirlo por mí mismo. Dormía a sobresaltos por las noches. Solían desocuparse camillas cada tanto y llegar nuevos y efímeros compañeros. Durante la madrugada del tercer día, un alboroto en el pasillo nos despertó a Edgardo y a mí. Traían a una mujer calva en camilla. Mientras la entubaban, mi vecino me susurraba algo sobre ella pero yo ya estaba muy cansado. –¡Harry!, ¡Harry! Entreabrí los ojos y miré al frente. Noté que la sala estaba llena de miradas perdidas que proyectaban una resignación asumida. Algunos parecían no tener rostro sino solo un nido de arrugas con dos cavidades incrustadas. Y la vi. Su expresión me resultaba irreconocible. Tenía los cabellos blancos y una piel surcada por arrugas. ¡Harry! Mi puerquito. Sabrás entonces que hasta hoy…

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¡No! grité transgrediendo la frontera del sueño con la conciencia de estar despierto. Estaba erguido y frente a mí estaba la mujer calva entubada. –¿Estás bien, Harry?– escuché de un Edgardo preocupado y desconcertado. –Sí, sólo fue un sueño– tranquilicé a mi interlocutor. Al costado de la mujer calva, estaba sentada una anciana de cabellos plateados y ojos azules cálidos. Su mirada me recordó a la Baba. Se levantó con dificultad, cogió su bastón y se alejó. –¿Harry?– me volví al escuchar la voz de Edgardo. –Tu brazo está sangrando– reparó. La vía que tenía puesta se había salido al erguirme violentamente. Alcé la mirada pero la anciana ya había atravesado la puerta. ¡Enfermera! Una señora mayor y regordeta se acercó con un recipiente metálico. Limpió la sangre de mi brazo y alistó un avocad. –De hoy no pasa– comentó Edgardo refiriéndose a la entubada. La miré y ya lucía como los de su costado, como si fuese un muerto congelándose. –Si ya la visitó Constanza, pues seguro se nos va– afirmó la enfermera al tiempo que sujetaba mi vía con esparadrapo. Pasado el almuerzo, ingresó un cura con biblia en mano. Se colocó al costado de la mujer calva a la que ya le habían retirado el oxígeno. Pidió por su alma, para que ascienda libre de pecado y para que sus deudos tengan fortaleza. Un murmullo rematado por la frase ¨Así sea¨ se escuchó varias veces. No hubo familiares que la lloraran, solo el cura

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se quedó junto a ella. Si bien ¨los santos óleos¨

podrían resultar

pacificantes y alentadores para los agonizantes, no eran más que una tortura psicológica que anunciaba una muerte. Una sábana cubrió el delgado cuerpo hasta la calvicie. –Padre, ya es hora. El cura se volvió inexpresivo –te estuvo llamando–. Una mujer de cabello cenizo y piel cuidada estaba delante del padre, aguardándolo. Sus ojos azul cálido se conectaron con los míos y la reconocí. –Constanza, pudo revertirse– increpó el padre. Era la misma aunque unos años más joven. Cabello marmoleado de plateado y azabache. El océano se había calmado en su mirada y su expresión era gentil aunque cansada. –¡Harry!, No vayas a bajarte– rugió Edgardo. Harry, escúchame. Desconcertado, extraje las vías salpicando unas gotas de sangre. Me puse en un pie asiéndome de las barandas de la cama y me coloqué de espaldas a Edgardo. Me deposité en la silla de ruedas que mamá había dejado y salí sin que las enfermeras lo notaran. Eché a andar la silla a lo largo del pasillo y pronto sentí adentrarme en un túnel vacío. El ambiente se opacaba tras cruzar el letrero de la morgue y el aire perdía calor. Una puerta metálica abierta al final del pasillo dejaba filtrar luz blanca de fluorescente. Dentro, Constanza y el padre yacían entre dos bandejas metálicas con cuerpos. –¿Cómo lo harás si ella no tiene ninguno? – dijo ensimismado el padre.

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–No es por ella que estoy aquí–aclaró su interlocutora. –Constanza se inclinó sobre uno de los cadáveres. Era el hombre de color aceituna fallecido en la mañana. Extrajo uno de sus cabellos y degustó su folículo capilar. Parecía alimentarse de él. Me quedé frío y estupefacto, más por la impresión que por el terror que aquella escena pudiera haberme causado. –¿Quieres saber cómo funciona?, Puerquito– escuché dulce y lejanamente. La imagen de la Baba se desvanecía de mí al abrir los ojos. Desperté en mi cama de emergencias atado del pie y de los brazos. –¿Qué pasó?– pregunté girando hacia Edgardo. –Harry, te encontraron en el pasillo desmayado– regañó. El sacerdote y una mujer vinieron a verte pero seguías inconsciente. –¿El cura y Constanza estuvieron aquí?– repliqué. –Pues no sé quién era la mujer pero escuché que irían a la capilla. ¡Harricito! Hijo. Mamá entraba con una sonrisa disforzada. Me dijeron que… –Mamá, estoy bien. Fue un vahído nada más– la calmé. Quisiera ver a Valeria. Mamá bajó la mirada y no pudo contener un par de lágrimas. –Aunque sea para despedirme de ella– agregué derrotado. Mamá echó a andar la silla y me condujo por el pasillo en silencio. El rostro pulcro de Valeria proyectaba inocencia intacta. Extraje uno de sus cabellos y la vi envejecida como antes ya. Quizá, me faltó tiempo con la Baba. Me faltaba su sabiduría. No entendía. Valeria estaba

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muriendo. No habría un futuro para ella. Pegué mis labios en su frente y sentí mis lágrimas cálidas descendiendo. Mamá arrastraba una silla con un cuerpo de mirada perdida, al que llamaba Harry y que ya no respondía. Escuchaba su llanto al lado mío. Sentí disgregarse mi alma del cuerpo. ¿Quieres saber cómo funciona?– interrogó una voz expectante. Pestañeé recobrando el sentido y volví en su dirección. Constanza, más joven y revitalizada, de pie frente a mí esperaba una respuesta. –No entiendo– e intenté aislarme en mis pensamientos. –Para cuando quieras, podría ser tarde– sugirió la dama. Harry, esto es diferente. Los cabellos de un fallecido no permitirían ver un futuro. –No me importa eso. Para qué saber algo que no puede ser cambiado– exploté de impotencia. –Es que sí puede Harry. Es la razón por la que Valeria tiene un futuro contigo.– Su expresión era sincera. ¿Quieres saber cómo funciona?– repitió. Asentí aún atónito pero esperanzado. Es una cuestión de equilibrio natural. Todos merecemos una segunda oportunidad. No obstante, esta está condicionada a hacer el bien. Puedo devolverte a Valeria pero enfermará y se revertirá si su alma se alimenta de maldad. Ya sabes, todos tienen lo que se merecen. Empujó mi silla hasta la sala donde Valeria agonizaba. Puso sus manos sobre su frente y noté como la piel de Constanza era surcada por arrugas. Es cierto, todos merecían otra oportunidad pero solo cuando

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lo que acontece no deriva de sus acciones. La compasión había sido omitida dentro del catálogo de sentimientos que albergaba. Siempre había pensado que cada quien tenía lo que merecía. No obstante, con Valeria muriendo ese sentimiento desprovisto de empatía había perdido sentido. Miré a Constanza y me sonrió. Su mirada seguía siendo la misma aunque ahora su expresión se deformaba a causa de los infinitos pliegues. –Ya sabes, si se revierte vendré por sus cabellos– expresó sarcástica y se alejó caminando lento, con dificultad y un poco encorvada. Una mano apretó la mía. –Despertaste, luna de mi vida– dije al tiempo de mirarla.

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3 POEMAS Jean Francisco Cervant

AVENTURA QUIMÉRICA Una noche me soñé perdido. Mi precaria nave era un punto rutilante acaso una botella verde sin rumbo a la buena o mala de un furioso dios marino. Yacía muerto sobre una playa de grava. Fui alzado y bañado por bellas mujeres de ébano todas misteriosas, impresionadas y huidizas. Mi memoria ululaba lejos de la orilla, tierra adentro. Al despertar, me hallé ante la mayor de todas. Tenía destellos y era hermosa, una deidad cuya estirpe jamás ha prosperado entre el paraíso humano. Yo apenas si lograba arrastrarme a sus pies, embelesado. Me tomó la mano y pude contemplar sus dominios: Un palacio níveo, un atolón de manantiales casi una nada de mármol estatuario en el mundo donde el hombre sólo es mito y leyenda.

Así y todo, el inevitable reino de su ser natural me cautivó durante años y décadas. Interminables retozos y velos perfumados me llegan aún de aquel ensueño.

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PERSISTENCIA

Al mirarte, pierdo parte de mí. Alzan vuelo los cernícalos como espantados de repente Al contemplarte vívidamente como un niño embelesado sin dejar volar los párpados no reflexiono. Permanezco. Afilo mis pupilas en tu boca.

Toda flexión pasiva o desaforada forma parte de mi colmena mental, miríada de zánganos que intrépidos se desbordan a través de mis ojos.

Al mirarte, trazo tu aire en perfil. Naces cual flor de loto en la caverna radiante y silenciosa en el lago.

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Al contemplarte cegadoramente como si anduviera sobre un glaciar más allá de todas mis fronteras encandilas mi voluntad. Perduras. Palpitante obstinación que me eleva.

Pero estamos distantes, esta mañana. Tú en Reikiavik, yo en Paso Drake. Debo apartar de ti la mirada, por si acaso en una décima imperceptible de segundo debo avanzar con el sol, construir castillos puentes y sendos paisajes que maravillen tu campo de visibilidad, tu instinto. Persisto. Buscaré una rendija que me lleve a tu vergel.

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HISTORIA DE UN INQUILINO Ésta es mi vida de azotea, del momento en que la tomé por cuenta propia y terminé en una ratonera con techo de cinc. Recuerdo el cuarto de baño a turnos el agua compartida de un pozo al aire las interrumpidas horas de luz los tendederos donde las ropas se esfumaban la niebla del invierno que me acompañaba el aroma del moho floreciente el congreso de los bichos y roedores el escándalo de los inoportunos el berrido de la mujer del vecino la peluca de la dama entrada en canas los ojos jaspes de la niña paliducha los llantos del manganzón mimado esa fiesta revoltosa de los allegados el oportunismo de los parientes empobrecidos la renta que subía diez soles cada mes, y las vociferaciones del hombre dueño de casa: —O te callas o te vas. Cualquier lugar te espera igual.

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UN AGUJERO EN EL PARQUE César Klauer

Salí de casa, como todos los días, a trabajar. Subí a mi auto pensando en lo que tenía que hacer en el día, pero no pasaría ni un minuto para que descubriera que había cosas inexplicables que se ocultan en los lugares más inesperados, hasta revelarse y asaltar la vida de las personas con mayor fuerza que los problemas habituales de los mortales. Llegando a la esquina reparé en el primer indicio de algo fuera de lo común en el barrio: no había nadie en la calle. La gente no salía de sus casas a trabajar o dejar a sus hijos en el colegio; los vecinos no estaban limpiando los vidrios de sus autos en la puerta de sus garajes. Además, el guardián había abandonado su caseta, ni siquiera su perro negro, al que no muy originalmente habían bautizado ―Black‖, estaba acostado en su lugar habitual. Parecía una evacuación. ¡Qué raro!, por un momento pensé que mi horario estaba trastocado, que me había levantado muy temprano, que mi despertador se había malogrado forzándome a salir de casa una hora antes. Observé mi reloj de pulsera: siete y treinta de la mañana. Todo en orden. Antes de cruzar la esquina, como es habitual, miré a ambos lados, aunque sin necesidad pues no había tráfico. Fue entonces que vi, doblando la siguiente esquina, a un buen grupo de personas caminando hacia el parque que está a la espalda de la calle donde vivo. Avanzaban

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en una procesión apurada, sin banda de música, uno tras otro, hombres, mujeres y niños, jóvenes y viejos. Sus expresiones reflejaban curiosidad, un brillo peculiar en los ojos. Fui tras ellos. Aunque no podía escucharlas, sus ademanes y gestos me decían que sus conversaciones eran animadas e interesantes. Algunos agitaban los brazos, otros señalaban hacia el parque, otro grupo sonreía, unos niños que escaparon de sus padres corrían hacia el verde rectángulo dando gritos y saltos llamando a sus amigos que asomaban a las ventanas. Anunciaban algo sobre una soga y un hueco. ¿Una soga y un hueco? ¿Tanto alboroto por una soga y un hueco? La curiosidad fue más fuerte: decidí husmear, pero tuve que dejar el automóvil estacionado, porque la calle estaba colmada de personas caminando compactamente hacia el parque, ocupando la vereda y la pista. Una vez a pie, y siendo parte de la marcha, pude recién enterarme mejor. Dicen que unos trabajadores de la municipalidad han encontrado un hueco en el suelo, una señora gorda le relataba a otra más delgada. Está en medio del parque, escuché decir a una señora de anteojos grandes, ayer no estaba. Y han arrojado una cuerda, continuó un

hombre

que

se

había puesto

la

bata sobre

el

pijama

apresuradamente. Los más jóvenes trotaban en dirección al parque buscando un sitio privilegiado para observar el acontecimiento. Llegando pude ver las unidades móviles de los canales de televisión apostadas a los lados de los jardines, sus antenas desplegadas, los técnicos trabajando con los cables, los camarógrafos haciendo tomas generales, los reporteros alistándose a describir la escena que, unos metros más allá, había convocado a todo el barrio, a todo el distrito, y después de esta cobertura posiblemente a toda la ciudad y a todo el país

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por televisión y radio; a través de las fotos de los periódicos todos participarían de lo que estaba ocurriendo, o estaba por acontecer allí mismo, en el barrio donde vivo. Algunos reporteros avispados ya estaban entrevistando a los vecinos que no desaprovechaban la oportunidad de salir en televisión, y tener sus quince minutos de fama a costa de un hueco y una soga. ¿Cómo se enteró del hueco?, la reportera le puso el micrófono frente a la boca a un hombre bajito de unos cincuenta años con dos perros diminutos en sus correas. La shitzu que miraba a su amo con la lengua babeante meciéndose fuera de su hocico trataba infructuosamente de llamar su atención rascándole la pierna con una pata. El otro, un pekinés, se había volcado sobre los pies del amo y dormía tranquilo. El hombre tenía acento español y contaba que había salido a comprar el pan con Brisa y Lucas cuando vimos llegar la camioneta de los obreros, el español la señaló. Otro reportero había abordado a una joven muchacha de buena apariencia que no paraba de sonreír a la cámara como si estuviera en un comercial de dentífrico, pero que aparentemente no sabía nada del hueco, había llegado siguiendo a su hermana, quien había salido cuando la llamó por teléfono una amiga. No sé qué hay en el parque, sonreía la chica. El reportero cortó la entrevista, llamó al camarógrafo, se pusieron a buscar a otra persona que entrevistar. El reportero vio mi traje, mi corbata, y me llamó, pensaría que yo sabía algo. El camarógrafo me apuntó con su lente: ¿Qué nos puede contar del hueco?, hablaba rápidamente. Pues nada, yo recién llegaba, los miré. Apagapagapaga, el reportero estaba visiblemente fastidiado. ¿Usted no sabe lo que pasa?, me atreví a

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entrevistarlo a él. El reportero me miró como a un marciano, esbozó una sonrisa y se fue llevándose a Quispe, su camarógrafo. Caí en la cuenta de que ya estaba en el parque, pero no podía ver lo que había convocado a tanto curioso, no me dejaban ver el centro de la acción. ¡Están sacando algo!, anunció una joven despeinada, la gente se arremolinó, yo los seguí, tratando de ver qué era, empujando, recibiendo codazos, pisotones, insultado por señoras, casi perdiendo mis lentes. Pero alguien dijo que era falsa alarma y la gente se relajó. De todas formas avancé entre los curiosos hasta llegar a una posición desde la que podía ver. Efectivamente, en el piso había un hueco. Era perfectamente circular, me hizo recordar a los famosos círculos de los campos de maíz que había visto la noche anterior en el Discovery Channel. Tendría un metro o metro y medio de diámetro. Se me ocurrió, no sé por qué, que era un desagüe sin tapa, pero luego pensé que si fuese así no habría llamado tanto la atención. Una especie de humo blanco, grueso, ensortijado y brillante flotaba desde el mismo centro en línea recta, tan recta que parecía haber sido trazada por un ingeniero o arquitecto, casi como dibujada en el aire. También salía del hueco una soga larga, tan larga que no podía ver dónde terminaba. Una cuadrilla de ocho obreros vestidos de amarillo y naranja tiraban de la soga. Un olor extraño atacó mi nariz. No lo podría describir fácilmente, pues no era un aroma conocido, no era olor a desagüe, que fue lo primero que pensé, tampoco era nada que conociera, pero sí era penetrante, intenso, azufrado. Sí, azufrado podría describirlo. Por la resistencia que aparentemente ofrecía la soga debía haber algo al otro extremo dentro del hueco, algo pesado, o que se resistía a

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salir. Pero no se me ocurría qué podría ser. Los obreros de la cuadrilla ponían gran esfuerzo al tirar de ella, les veía el trance en las caras, los músculos tensionados, las rodillas flexionadas. Usaban mascarillas como las que recomiendan para protegerse de la gripe porcina, me imagino que para evitar el olor nauseabundo que se estaba apoderando del barrio. Llevaban guantes para no dañarse las manos, algunos estaban envueltos en fajas, otros llevaban cascos. Uno que parecía ser el capataz o el jefe de los obreros acababa de ordenar que se detuvieran. Soltaron la soga aliviados, suspirando, resoplando, agradecidos por el descanso. No pasó ni un segundo, y la soga comenzó a desaparecer tragada por el hueco. La gente lo notó, se escuchó un rugir de voces advirtiendo a los obreros. Reptaba rápidamente de vuelta al oscuro hueco. La cuadrilla reaccionó, los hombres intentaron cogerla nuevamente, pero la soga había agarrado impulso: les quemó los guantes. Seguía perdiéndose en el hueco, los obreros intentaban tomarla con las manos sin éxito, la pisaban fuertemente con un pie, luego con los dos, caían, la cogían con las manos enguantadas nuevamente; por fin la soga empezó a ser dominada, finalmente la controlaron. Pero vi que el hueco se había tragado buena parte dejando sólo unos cinco metros para retenerla. En eso llegaron los bomberos, la policía y el serenazgo, haciendo sonar sus sirenas de emergencia, con ello los que aún no se enteraban de lo que pasaba en su propio barrio ya no tendrían pretexto para no estar en el parque. Miré a mi alrededor a ver si encontraba a mi esposa, pero con tanta gente era imposible ubicar a alguien. Busqué el celular, pero me di cuenta de que no lo tenía conmigo, se habría quedado en el auto. Los uniformados estacionaron sus autos y camiones. Un bombero

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y un oficial de la policía, que parecía ser un comandante, se acercaron al jefe de los obreros. Conversaron un rato. El jefe de los obreros se encogió de hombros, resignado pero aliviado. El bombero llamó a otros dos quienes se dirigieron al camión. Reunieron a un grupo con guantes más gruesos que los de la cuadrilla, se apostaron al lado de los obreros y a la voz del bombero tomaron la soga liberándola de sus manos. Los obreros se retiraron felices de haberse desembarazado de la responsabilidad de cuidar la soga y jalar sin saber qué encontrarían. Otros bomberos hicieron despejar el área cerca de la soga, llevaron el camión hasta allí, luego amarraron el extremo al motor que llevan los camiones de bomberos en la parte del frente. Soltaron la soga y esta revivió con violencia tratando de entrar al hueco, los gritos de la gente se escucharon en todo el país, los ojos del Perú entero siguieron los movimientos alocados de la soga gracias a la transmisión de televisión en vivo, las cámaras de los reporteros gráficos buscaron las mejores tomas, las respiraciones se detuvieron mientras la soga luchaba para escabullirse dentro del hueco, pero no pudo soltarse del camión. Quedó tensa como cuerda de guitarra, un vector punzando desde el motor en el camión hacia el misterioso hueco en el parque. El vehículo de los bomberos, grande, pesado, se sacudió por la fuerza de la soga, pero se mantuvo firme. Entonces, accionaron el motor y empezó a tirar de la cuerda, a ganar centímetros de a pocos. El olor a azufre ya había envuelto no solo al barrio sino también al distrito, que es grande, y amenazaba la ciudad. La soga parecía vencida, salía lentamente del hueco, no parecía que habría problemas para terminar de sacarla y finalmente saber qué era lo que se encontraba en el extremo. Yo me mantenía inmóvil,

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esperando el desenlace de esa extraña situación, cuando noté que la soga salía del hueco goteando un líquido verdoso, otras personas también lo vieron, los reporteros de televisión lo anunciaron a los televidentes. Unos metros más de soga y esta empezó a salir cubierta de una sustancia parecida al moho, verde, pastosa, pero que despedía humo o vapor o algo muy parecido. Alguien que estaba escuchando una emisora de radio gritó asustado: ¡Hay huecos por todo el país! Los locutores anunciaban sorprendidos otros agujeros similares en varias otras ciudades. El hueco de nuestro barrio no estaba solo.

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SINFONÍAS DE PAZ Rusvelt Nivia Castellanos

POETA Poeta eres una soledad en susurro musical. Eres una noche de puros cantos desaguados. Vives en el sueño de cada musa en el olvido. Poeta eres una voz toda de llena melancolía. Estás en carne salvando el parnaso del más allá. Poeta; sufres el llanto de una humanidad inasible. Estás en furor imaginando a las ángelas inmaculadas. Siempre te creas como un mozo de poesía. Poeta; nunca te quedas con la queja ausente. Siempre te juegas como un niño de encantación serena. Nunca te quedas sin hacerle versos a la lluvia. Poeta; siempre estás en cada estrella rota. Nunca te agonizas sin palabras en vida. Estás en ceremonia con la divinidad insondable. Poeta; alegras la pesadilla más luta del corazón. Estás en oración con las diosas del mar. Poeta eres el fuego del cielo más negro en lejanía.

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Eres una presencia de fulgor en retratos alucinados. Resides en el corazón de cualquier mujer ultrajada. Poeta eres siempre el novio de la lirista poetisa.

LA EXISTENCIA Y EL HOMBRE En el pasado; los niños eran rebeldes, ellos se partían las caras, la mayoría se ocultaba en sus calabozos y solo unos pocos salían a limpiar los otros iris, la simpatía era menor que la aversión. Allá, la miseria era la escandalosa, los sabios eran detestados y los reyes seguían en su carnaval de la avaricia. En el presente; los jóvenes aún se tiran balas, se lanzan bombas y se estallan las conciencias. En el ahora; la guerra no se detiene, los combatientes fenecen, la crueldad es mayor que la fraternidad. Aquí, la ignorancia es la alevosa, la subsistencia se enmaraña y los pobres son los enemigos de la ilustración.

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En el futuro; el hombre será humilde, ellos se darán la mano, juntos irán por el albedrío de la lucidez y en sociedad labrarán la madre naturaleza, la dicha será más diáfana que la elegía. Allá, la magia será la blanca, los amigos serán todos hermanos y la inmanencia volverá a iluminarnos.

QUIERO TU PAZ Quiero tu paz, amigo de la paz. No quiero más guerras, amigo de las guerras. Necesitamos una humanidad sin más violencia. Necesitamos una gente con más manos sin cadenas. No deseo más muertes, amigo de las muertes. Deseo sólo tu respeto, amigo de lo irrespetable. Decimos ser hombres justos; pero somos aún injustos. Decimos ser mujeres sobrias; pero somos aún inestables. No ansío más maldad; niños de crueldad. Ansío sólo unos corazones colmados de bondad. Añoramos en general una vida con palomas blancas. Añoramos en general una tierra sin misiles negros. No quiero más guerras, amigo de los soldaditos. Sólo quiero tu paz, amigo de las paces.

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LA ESCARLATA Su voz es rubicunda, dice todo lo que siente, no se guarda ningĂşn secreto. Madura por lo humilde, se hace con los semejantes, palpita en la prestancia. Ella en lo fervoroso marinea, alcanza la esencia de la verdad, esto es lo que impresiona. Dan ganas de llorarla, lo capaz la ampara, nunca se ausenta. Ella anda libre como la paz, respira con el corazĂłn, su moralidad alboroza. Es una libertaria, predice el otro despertar, albura con la bella primavera.

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SCOOBY DOO Y LOS MONSTRUOS DE VERDAD Aarón Alva Estábamos a punto de empezar con el ejercicio de composición literaria en clase de lenguaje. Yo no sabía sobre qué escribir, pero cuando el profesor dijo que el tema era libre y que no habría ganadores ni perdedores, me acordé de algo que le pasó a un amigo. Esto fue lo que escribí: ―Ese sábado nos visitó la tía Helena. No venía desde hacía mucho, pero mucho tiempo, quizá más de medio año. La recibí muy alegre, es mi tía favorita. Vestía un abrigo de piel marrón y lentes cuadrados; con tan solo verla, daba la impresión de que un oso abrazaba su cuerpo y la envolvía de calor. Su cara blanca y rechonchita resaltaba su ánimo bonachón, parecía un peluchito al que uno puede apachurrar por los cachetes. Nunca lo he hecho, a pesar de que ella lo hacía conmigo cuando yo era casi un bebé. Ahora no lo soy, voy al colegio y los niños de quinto de primaria me ven como todo un grande. Creo que el haber llegado a sexto, nos convierte a mí y a mis compañeros en los jefes del turno mañana. Los de secundaria, vaya… esos… esos ya son casi adultos. Algunos hasta dicen tener enamorada. Mamá, papá y yo vivimos en el centro de Lima, en un barrio del que mamá me cuida mucho. Sé que lo hace por mi bien, como siempre

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dice, por alejarme de malas juntas y pasos que me lleven al mal camino. “Estás en edad de aprender, estudiar y obedecer, antes de saltar a la piscina de la adultez, en la que todo será como un torbellino cargado de responsabilidades”, me dijo el otro día. Tía Helena me cae muy bien, aunque mamá no habla bien de ella. Dice que es buena gente, pero que de niña era muy desobediente y la llama oveja negra. Cada vez que nos visita, dice: ―¿Quién es mi engreído?‖, y yo respondo: ―¡Yo, tía!‖ Apenas digo eso, ella me abraza y me carga, dándome vueltas por el aire. No sé en qué trabaja, pero debe ser en algún lugar donde le enseñan cosas de la vida porque le gusta darme consejos. Pero yo no sé qué pensar. Sus consejos siempre son lo contrario a lo que dice mi mamá. Por ejemplo, mamá dice que hay un tiempo para todo, y que yo estoy en la etapa de hacer caso y obedecer, si no terminaré como tía Helena, soltera y sin hijos. Pero cuando mi tía Helena me saca a comprar papitas fritas a una tienda que se llama ―Cocos‖, me pregunta si ya tengo enamorada y si salgo a jugar con mis amigos, yo le digo que no y ella dice que debo vivir más y no parar encerrado. Cuenta que de muchacha era muy bonita y tenía muchos pretendientes. Pero mamá dice que es una perdedora porque nunca se quedó con ninguno y todo por no haber hecho caso a sus padres cuando le recomendaban sobre un chico en especial. Cómo habrá sido… Aparte de mi colegio, voy a un instituto donde enseñan inglés. Está muy cerca de mi casa, a unas seis cuadras a pie, como dice mamá cuando vamos caminando. Estoy en el curso sabatino por la mañana, y estudio con niños y niñas, a diferencia de mi colegio, donde todos somos varones. En mi salón conocí a un niño de nombre Abel. Es más alto que yo, se sienta a mi costado y casi siempre va bien vestido; calza

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zapatos marrones de hebilla, una camisa a cuadritos azul y el pelo en línea recta sobre el costado de la cabeza. Ese parece ser su uniforme para el sábado. Él sabe bastante inglés. Cuando tengo dudas sobre algún tema, le pregunto y me responde con facilidad. Frente a nosotros se sienta una niña llamada Catalina. Es que las carpetas están alineadas en forma de un cuadrado al que le han quitado uno de sus lados. Catalina es una niña bonita, su cabello cae en largos mechones a ambos lados de su cara, como el cabello tan hermoso que tienen los ponis. Siempre está mirando hacia nuestro lado. A veces pienso que me mira a mí y otras a Abel. Pero sé que lo mira a él, porque en los recreos casi siempre conversan y se van juntos a comprarse una gaseosa en el quiosco. Solo una vez he conversado con ella, un día en que el profesor nos juntó para un trabajo grupal. Tengo la impresión de que es una niña sobrada, porque aparta la mirada cuando yo la veo y me responde con sí y no. O quizá es tímida, pues su voz tembló un poquito al responderme y sus mejillas se pusieron rojas como dos ciruelas. Abel es un buen amigo. Si Catalina falta a clase, la pasa conmigo y conversamos de los dibujos que vemos en la tele. Él sabe mucho acerca de ellos. Pero cuando conversa con Catalina, yo me quedo sentado en una banca y los veo reír a lo lejos. No sé de qué le hablará. Sea lo que sea, a ella se le ve muy suelta con él, a diferencia de cuando conversó conmigo en clase. No sé de qué se le habla a una niña bonita. Supongo que lo sabré después, al tener edad para enamorarme. Mi mamá dice que recién a los veinte años puedo tener enamorada, que esa fue la clave del éxito en su relación con mi padre, sin ilusiones ni alborotos.

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El sábado anterior a la visita de tía Helena, Abel llegó a clases con una noticia que lo animaba un montón. —¿Ya viste lo que están anunciando en la tele? Yo encogí los hombros, no sabía de qué hablaba. —¡El próximo sábado se estrenará mundialmente el primer capítulo de Scooby Doo con monstruos de verdad! Scooby Doo… no había visto mucho ese dibujo, pero algo sé sobre él. Se trata de un perro algo tonto que tiene un dueño más tonto, y que junto a un grupo de amigos resuelven misterios donde los malos se disfrazan de monstruos para cometer sus fechorías. No me gustaba mucho, pero un estreno mundial… eso es otra cosa, ¿no? —Por supuesto, cuando seas viejito tú podrás decir: ―Yo vi el estreno mundial del capítulo de Scooby Doo con monstruos de verdad‖. —decía Abel—Será un hecho histórico. Creo que Abel tenía razón. Sería todo un privilegio ver aquel capítulo. De seguro lo repetirían después, mil veces, un millón de veces, pero la primera vez era la primera vez, y eso solo ocurría… una sola vez en la historia del mundo. Además, la idea estuvo reforzada por algo que dijo mi propia madre: ―Todo es más bonito cuando solo sucede una vez‖. Si no me equivoco, ella es la primera pareja de papá y viceversa. Pero, es raro. Aunque sé que no debo dudar de ella, tengo una extraña sensación… pues ahora ya casi nunca conversan y siempre paran por su lado…eso me lleva a pensar que…no, nada, mamá tiene razón, debe ser tan bonito como ella dice porque eso pasó una vez y fue bonito solo una vez, cuando se conocieron y fueron enamorados, a pesar de que ahora los sábados en la tarde mamá sale a comprar, se echa en su cama a ver

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televisión o visita a otra de sus hermanas mientras papá trabaja en su escritorio, lee, o sale solo. El sábado tía Helena vendrá a las tres de la tarde. —A las tres de la tarde hoy, en el canal 23 —dijo Abel. Le comenté que no estaba seguro de poder verlo porque mi tía vendría justo a esa hora, y según supe, el capítulo duraría una hora y media. Lo más seguro era que a su llegada, mi tía, mamá y yo saldríamos a pasear, pero… también había la posibilidad de quedarnos en casa. —Hoy nadie va a salir, todo el mundo verá el capítulo de Scooby Doo con monstruos de verdad —enfatizó Abel con voz mandona. No supe qué hacer. Pero, bueno, sería así… nadie saldría, por lo menos nadie de mi edad a quien le importen, no solo los dibujos, sino las primeras veces en la historia. Una vez más me quedaría en casa, pero por una causa histórica. Aparte de eso, lo que más me entusiasmaba era que si Abel me hablaba de los dibujos todo el tiempo, imagino que también le hablará de eso a Catalina, y si es así, quiere decir que es uno de los temas a conversar con las niñas bonitas. Ese sábado del capítulo pasó algo extraño al terminar las clases. Yo salía del salón y sentí una mano tocar mi hombro. Al voltear, me di con la sorpresa de ver a Catalina. Parecía nerviosa. Se quedó un rato mirándome sin decir nada, hasta que por fin habló. —Tu mochila está abierta —dijo con su voz temblorosa. Cogí mi mochila y sí, tenía razón, el cierre principal estaba abierto hasta la mitad.

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—Gracias —le dije, sonriéndole. Sus mejillas se pusieron rojas de nuevo, y yo sonreí más porque en ese momento me di cuenta de que se veía más bonita. Sonrió también, se acercó a mi cara y me dio un beso en el cachete. De pronto hizo chau con la mano y se fue corriendo. Tuve ganas de seguirla, pero en ese momento Abel apareció por detrás y me dijo: —No te olvides del capítulo de hoy. Luego se fue. Lo noté un poco serio y me pareció raro porque se suponía que él también vería el capítulo y debía haber estado muy animado. Tía Helena llegó antes de las tres. Al verme, se le pusieron los ojos alegres y en su rostro se dibujó una sonrisa grandísima. Sus labios se abrieron como una media luna perfecta y sus dientes blancos brillaron como un cubito de hielo iluminado por el sol. —¡Mi sobrino favorito! —dijo al verme y apachurrarme con tanta fuerza que sentí apretarse mis huesos. La recibí de la misma manera, muy alegre. Pero todo dio un cambio brusco cuando ocurrió lo que pensé: sugirió salir. Vi el reloj, cinco para las tres de la tarde. Todos los niños de mi edad estarían frente al televisor, listos para el inicio del capítulo; de seguro Catalina también. El próximo sábado ya tendría un tema de conversación con ella. —Tía, me duele un poco el estómago… —¿Dolor en el estómago? ¿No serán mariposas y mi sobrino estará enamorado? —dijo riendo, y tuve la impresión de que me había descubierto—Hoy no podré quedarme mucho tiempo, sobrino, debo

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hacer unas compras y más tarde mi ahijada y su familia viajan a Estados Unidos. Pensé que te gustaría ir al aeropuerto conmigo para que conozcas. —Eh…. No, tía, muchas gracias, pero creo que me quedaré a descansar. Me miró de forma rara, como nunca antes la había visto mirarme. De pronto, su rostro fue cambiando hasta ponerse triste. Volteó hacia mamá y, no sé por qué, la miró con cierto enojo. —Vamos a ir por la plaza de armas, podríamos comprar papitas en Cocos —dijo mamá, tratando de convencerme. Pero Cocos y el aeropuerto podían esperar para otro día y mi tía no se iba a morir, era una señora fuerte todavía. Sé que las personas se mueren pasando los setenta. Al final ellas salieron solas. Me quedé en casa, echado en la cama de mamá. Vi el capítulo completo, más de una hora de programa. Fue tal como Abel había dicho, monstruos de verdad. De repente, Scooby Doo y sus amigos recibían la noticia de una isla embrujada. Cuando llegaron se encontraron con monstruos de verdad que resultaron ser experimentos de un científico loco… Bueno, confieso que no me gustó mucho, pero por lo menos me quedó la satisfacción de haber visto algo por primera vez en la historia del mundo. ¡Eso sí! Jamás se repetiría esa oportunidad. Más tarde, mamá regresó sola. Se le veía incómoda. Solo me preguntó cómo seguía del estómago y se fue a su cuarto. El sábado siguiente Abel llegó tarde a la clase de inglés, por lo que no pude conversar con él antes de que el profesor empezara la lección. Esperé hasta el recreo. En toda la primera hora Abel estuvo callado, tenía la mirada pegada a su libro y casi no hablaba. De reojo, pude fijarme que trazaba figuras deformes en su cuaderno. Eso me distrajo

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bastante y, aunque suene raro, hasta la hora del recreo no me hube percatado de que Catalina faltó a clases. Abel y yo bajamos al quiosco en busca de gaseosas. —¡Oye, tenías razón! —le dije. ¡Sí eran monstruos de verdad! Tomó un sorbo de su bebida y miró hacia el cielo. Sus ojos parecían extrañar algo. —Seguramente… no lo vi. —¿No lo viste? Negó con la cabeza. —Pero tú me dijiste que nadie saldría de su casa porque verían el capítulo de los monstruos de verdad. —Sí —dijo él. —¿Entonces por qué… —Catalina se fue el sábado pasado, se fue a los Estados Unidos. Levanté las cejas, sorprendido. —Vaya, no lo sabía —dije— O sea, que ella tampoco vio el capítulo. —No seas sonso…quise acompañarla al aeropuerto e intenté darle un pico, pero me rechazó, y dijo que en verdad yo no le gustaba, que le gustaba otro que nunca se atrevía a hablarle. —¿Quién? ¿Quién le gustaba? —pregunté con mucha curiosidad. —Olvídalo, ya se fue y quizá para siempre —sus ojos echaban más furia que pena—.Conténtate con que tú sí viste el capítulo de Scooby Doo con monstruos de verdad. En ese momento sonó la campana. Abel se paró y se fue caminando solo. No lo seguí, sabía que se sentía triste. Después de todo, había hecho un sacrificio enorme y tuve compasión por él. Dejar

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de ver el capítulo…con lo emocionado que estaba los días previos. Chicas habría un montón después, y él todavía tenía menos de quince años, ya conocería otras, pero jamás volverían a dar aquel capítulo por primera vez. Me pregunto cuántos, al igual que yo, pensarán lo mismo. Cosas simples que marcan nuestra historia, así sean capítulos de dibujos animados. Bueno, qué se hace, así es la vida, unos ganan y otros pierden. ¿De qué depende? No lo sé, quizá de suerte, o como dice mamá, cuestión de educación y de hacer caso a los padres. Me pregunto quién será el chico al que se refería Catalina y si, por alguna extraña coincidencia, ella habría sido la ahijada que tía Helena fue a dejar al aeropuerto. ¿Cómo saberlo? Pero como dijo Abel, mejor lo olvido, pues yo sí tuve la suerte de ver el capítulo de Scooby Doo con monstruos de verdad, y aquello ocurrió solo una vez en la vida. Al profesor le gustó mi escrito. Me preguntó si era verdad. Le dije que sí, que todo eso había pasado y que mi amigo Abel se sintió muy mal. Me dio una palmada en el hombro y dijo: Tienes madera de escritor, chico, pero no te olvides que para escribir hay que vivir, y que perder es mejor que no hacer nada.

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EL GRAN MAESTRO Kevin Rodríguez Sentí el frío sobre mi espalda como cada vez que presentía que algo malo ocurriría. Me abrigué con una chompa de lana que olía a guardado, que tuve que sacar de la caja donde guardaba mi ropa de invierno, a pesar de que afuera el sol calentaba con furia. Jamás había creído en la brujería o en la magia negra pero mi madre sí lo hacía con un fervor enfermizo. Corrió asustada, a toda velocidad por sus cosas apenas me vio temblando en la cocina intentando servirme una taza de café caliente. Me subió al auto a empujones a pesar de mi negativa y arrancó el motor raudamente. Viajamos dos horas por la carretera, haciendo una pequeña parada en un grifo donde me pedí un chocolate caliente. ¿Caliente?, ¿dijiste caliente?, me preguntó un par de veces el hombre tras el mostrador que parecía sudar de solo escuchar aquella palabra. ¿Y si el frío que siento es porque moriríamos en un accidente automovilístico?, le pregunté a mi madre cuando subimos al auto nuevamente, pero ella me ignoró. Yo ya había aprendido a vivir con esto. Cuando mi madre me veía temblando y con los dientes tiritando, acudíamos a toda velocidad donde ―Mauricio, el ángel salvador‖, su chamán de culto, un pequeño hombre que siempre vestía sombrero y que parecía fingir un falso dejo piurano. Llegamos por la noche a la playa Cerro Azul. La luna llena parecía un enorme foco brillante sobre el cielo, rodeado por una que otra estrella. Aunque todos a los alrededores vestían shorts, polos y sandalias, yo estaba con doble media en cada pie, pantalones de franela y un chullo de lana en la

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cabeza, frotándome las manos. Nos estacionamos cerca de la entrada a la playa y mi madre sacó su celular del bolso negro que colgaba de su asiento. Nada malo va a pasar, mami, intenté persuadir a mi madre, pero ella, terca como todos en su familia, marcó el número de su ángel salvador. Tras informarle que nos encontrábamos en el lugar acordado, bajamos del auto y avanzamos. Nos sentamos sobre la arena, cerca de la orilla. El chamán llegó a los diez minutos, con un sombrero de paja sobre la cabeza, un poncho rojo, pantalón y zapatos blancos y un pesado bolso de tela. ¿Vestido así camina por la calle?, me pregunté. Éste sólo saludó a mi madre, quien le dijo lo que ocurría como si fuera la primera vez, a pesar de que ya era la quinta vez que hacíamos esto. Esta ocasión utilizaré un método más eficiente, dijo el chamán, casi gritando, con su falso acento. Me pregunté cuál sería el método al que se refería. Sacó de su bolso trozos de madera y preparó una fogata con gran destreza. Puso tres rocas alrededor de ella y nos sentamos sobre ellas. ¿Cuál es la desgracia que nos sucederá, oh, gran maestro?, preguntó mi madre y yo me reía mentalmente de lo ridículo que sonaba decirle maestro a ese hombre que sostenía un par de coloridas maracas con sus manos. El gran maestro prendió la fogata y comenzó con su ritual. Movía las maracas con rapidez y daba vueltas dando pasos que parecían salidos de una parodia. Luego, extrajo cartas con figuras extrañas y me hizo escoger una al azar, la observó y dio un grito de sorpresa. Luego sacó de su bolso una botella que contenía un líquido verde y nos lo escupió en el rostro. Mi madre miraba extasiada a ese hombre que parecía más un payaso que un chamán y yo me reía por dentro y temblaba por fuera. Por último dijo que el ritual terminaría y haría efecto cuando yo tomara

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un sorbo de aquel líquido. Me rehusé de inmediato. Esto es demasiado, mamá, le dije a mi madre, que primero me rogó que lo haga y luego me inyectó una mirada amenazante. No tenía opción, mi madre no se movería de allí hasta que me haya tomado ese líquido y yo lo que más quería era regresar a casa pronto. Cogí la botella y bebí un sorbo del amargo líquido. De repente todo frente a mis ojos se nubló hasta volverse oscuridad completa. Desperté en la habitación de un hospital. Estaba tapado por una manta blanca. La cama era de fierro y soltó un fuerte rechinido cuando me moví. En el techo un ventilador se movía lentamente y colgado en la pared, sobre mi cabeza, había una imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Mi madre estaba a mi lado, sobre una silla, dormida con un libro en el regazo. Por la ventana pude ver que ya había amanecido. Cuando mi madre despertó me dijo: — ¿Ves hijo? El gran maestro tenía razón. Algo malo sucedió.

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EL LOBO SAGAZ Antonio Zeta

El lobo durmiose contemplando la luna. Mañana acabaría con el hambre que arrastraba hace tres días. Temprano dejó una nota en casa de la niña más linda de la aldea. La madre al leerla, no pudo dormir preparando una torta y llenando un tarrito con manteca para la abuela enferma.

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ESCARCHA DE SUEÑO Aleqs Garrigóz (A Xavier Villarrutia) Tu rosa de tinieblas, allí donde el amor es ceniza, late sigilosa en mi dolor ensimismado. Perdido estoy por ti en la oquedad del sueño, y tu música fantasmagórica resuena todavía en las flautas de este mundo privado, a cuyos pies me arrincona el miedo. Tu nombre –sobra decirlo– es el signo mágico que arde violentamente, en cuyo teatro muero una y otra vez por amor al pecado, la grieta en la noche por donde se cuela un misterio antiguo, ráfaga que me llevaría a descansar a otra orilla mejor. Nube ciega, túnel, estatua de hielo, aspereza enferma, me corroe tu ternura. Y tus olas de polvo hieren mi tacto. Cada vez que sangro bajo la noche es tu recuerdo el que me acurruca y besa. En este día tan decrépito mi corazón te anhela

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con pudoroso deseo de claudicar bajo el cielo constelado, de llamar tras la pared hueca a la esperanza loca que nos defraudó. Te amo como el cuchillo ama la degollación. Tan así soy por ti, tan sin piedad por lo tenido. Y mi apego por ti es vasto, como la soledad adentro de un pecho muerto. Yo, cántaro roto, imaginándote vivo, creo escapar de la vida. Y escalo más la nota final de la locura, presuroso por encontrar tu aroma entre las sábanas. ¿Cómo besar, ahora mismo, tus labios, tu delgadez que caía al mundo como un río de sombras, tus manos en las que apenas cabía un pájaro –uno sólo– que tiritaba de frío? Sufro por no contener tu pereza de este lado del témpano cruel que nos refleja a medias, que ignora que lo que mataste en mí revive en nuevas cadenas de necesidad. Por eso, espérame, desde tu patria verdadera, para precipitarnos juntos en otros abismos, de cara al negro sol de la muerte. Sería, alguna vez, capaz de huir hacia ti, porque esta jaula es demasiado angosta para edificar un nido donde vivir la parálisis.

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Y muero bajo mi nombre cuando tus ojos, desde la vieja fotografía, taladran las cortinas de la noche para mostrarme esa cálida alcoba donde me espera el más fino delirio, por cuyo océano naufrago en un amor egoísta y febril. Hay que esperar. Porque todo amor es espera. Y si el invierno no nos pertenece más, nada volverá a condenarnos. Toco tus palabras tatuadas en mis huesos y detengo mi vida que tiembla como una lágrima. Quiero olvidar lo sufrido. La vida. Escúchame ahora desde tu gruta de luz tenebrosa y conoce mi olvidado granizo, el miedo, los ángulos que caen del techo para herirme. Dame tu página perfecta, para recogerla con la boca de estos fangos.

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LA CHICA INVIDENTE Wendy Chuquillanqui

Es raro pensar que a una persona que no puede ver, le pueda agradar el cine; pero así era el caso de María. Ella perdió la vista a los quince años, y fue a raíz de un accidente. Desde ese momento no volvió a ver el cielo ni el sol; pero a pesar de todo no dejaba de ir al cine. Incluso no viendo absolutamente nada, imaginaba con tan solo escuchar el sonido de las películas, o tan solo oliendo el sabor del maíz que salía a la venta. Era extraño para la gente ver a una persona ciega en un cine, donde se necesitan los ojos para poder disfrutar. Pero María estaba allí, contra todo pronóstico. Ella siempre recordaba las ocasiones en las cuales salía con sus amigos y su familia, y veían las películas que estaban en estreno, pero ahora eso solo quedaba en recuerdos, porque María sabía que no volvería a ver, sin embargo, estaba feliz porque seguía frecuentando el lugar que tanto le gustaba, para así recordar los bellos momentos. Cuando llegaba, lo primero que hacía era ir a ver la cartelera y escogía entre todas las películas que estaban allí. A ella le gustaban las de

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comedia; esas donde los actores hacer reír con cualquier ocurrencia. Luego iba al mostrador y se compraba la cajita de popcorn más grande. Le gustaba tanto que frecuentaba ese lugar casi todos los fines de semana. Pedía dinero a sus padres, a sus tíos. Ahorraba a toda costa para ir al cine. Al principio de su ceguera estuvo deprimida, no quería salir, hasta que conoció a una amiga que le enseñó que por más que uno tenga una discapacidad, podía ser feliz. Y fue por ese consejo que ahora veía la vida de diferente manera. Ahora no podía ver con los ojos; pero sí con el corazón.

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PALOMAS Edson Rejas

A Diego desde muy pequeño le aterraban los animales. En especial los que volaban. Desde muy pequeño tuvo un accidente con un ave. Sus padres lo habían llevado a la plaza, y como tenía hambre le compraron una hamburguesa. Mientras comía, ellos se distrajeron por un momento y repentinamente una paloma le picoteó la mano. Sus padres, al darse se cuenta de lo ocurrido, fueron corriendo a espantarla, sin embargo, Diego con la mano sangrando no paraba de llorar. Lo llevaron al hospital y le trataron las pequeñas heridas que tenía, pero desde ese día algo cambio en él: le tenía terror a las aves. Pasaba el tiempo y a las justas salía. Trataba de evitar de encontrarse con una. Pasó el tiempo y en su colegio anunciaron la llegada de una alumna nueva, la cual se la presentaron. Diego se quedó pasmado por los que sus ojos veían, vio la belleza reflejada en ella, no podía dejar de mirarla. Incluso la profesora hizo que la alumna nueva se sentara junto él. Diego la saludaba cordialmente y le preguntó su nombre. Ella respondió Xiomara. Terminando las clases salió corriendo para su casa, para contarle todo a sus padres. Emocionado, llegó, pero sus

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padres estaban discutiendo. Estaba un poco triste por lo que pasaba en ese momento, por ello se encerró en su cuarto. A la mañana siguiente, como nunca se levantó temprano, preparó sus cosas y fue al colegio con el único motivo de ver a Xiomara. Pasaba el tiempo y llegó a la secundaria, Diego y Xiomara llegaron a ser mejores amigos, él sabía todo de ella y ella de él, tenían muchas cosas en común. Pero a Xiomara le gustaban las aves y a Diego le aterrorizaban, esa era la única diferencia. Pero a Diego eso no le importaba mucho, ya que la amaba de verdad. Decidió un día de esos decirle lo que sentía. Ella le correspondió. Pasaron los años, se casaron, tuvieron hijos, sus hijos crecieron y tuvieron su propia vida. Diego y Xiomara vivían juntos y ella siempre por las tardes se sentaba en el parque a dar de comer a las aves, y él algunas veces la acompañaba. Aunque muchas veces no iba por miedo, la acompañaba a veces porque la quería. Luego de unas décadas, Xiomara cayó en cama debido a una enfermedad muy grave, por lo que Diego gastó mucho dinero para que la pueda tener a su lado sana, pero ella sufría a pesar de todos los medicamentos que le ponían. Hasta que Xiomara le dijo: ―Ya no más, déjame ir me en paz‖. Aquella noche Diego pasó todo el día en el hospital. Al día siguiente Xiomara murió, él estaba destrozado, hacía de todo para recordarla, pero no pudo hacer mucho. Xiomara siempre anhelaba quitarle aquel temor por las aves. Hasta que un día, lleno de valor fue al parque, se sentó en aquel banquillo en el cual siempre solía sentarse Xiomara, y

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dio de comer a las aves dejando de lado sus temores. Hacía esa rutina todas las tardes, se sentaba en aquel banquillo recordando lo que pasaba con Xiomara, muchos vecinos o personas que pasaban por ahí, lo miraban alimentando a las aves, decían que hablaba solo, otros que hablaba con su esposa, pero nadie sabía lo que le había pasado realmente. Una tarde, un joven que siempre pasaba por ahí, lo vio alimentando a las aves. Luego al otro día, lo encontró dormido, le pareció raro ya que él siempre hablaba solo, pero lo que no sabía es que se sentaba en aquel banquillo esperando a que llegara su momento para estar con Xiomara, aunque ese momento nunca más volvería a suceder.

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LA MUERTE Anthony Milla Austrin era un hombre barbón, que se dedicaba a la tecnología eléctrica. Él tenía una obsesión, un miedo, un temor, sobre la muerte; ya que él lo había perdido todo. Una tarde de primavera en Alemania del año 1944, se reunió en su bar favorito con dos amigos, donde relató su experiencia sobre cómo la muerte se había llevado todo en su vida. Recordó, ya un poco ebrio, y dijo en forma de llanto: "Yo lo perdí todo. Todo comenzó cuando tenía 6 años, mis padres eran judíos, fueron tratados como cerdos por la política nazi, a mi madre la mataron de un balazo en la cabeza, y gracias a ello mi padre tomó la decisión de suicidarse. A mí me mandaron a un campo de concentración, donde un niño moría cada semana; desde ese momento me pregunté qué es la muerte, por qué se lleva a las persona, estoy en busca de mis respuestas, pero en todos estos años que he vivido no lo comprendí. Entrevisté a muchos que estaban a punto de morir y me hablaban de ángeles. Yo me pegunto por qué morimos, a dónde vamos, y mis respuestas son: no hay un lugar a donde vamos, solo dejamos de vivir y nos enterramos en un sueño donde no hay vuelta atrás, donde tus pensamientos y emociones se guardan en un sueño. Yo creo que no existe ese lugar que llamamos paraíso, pero lo que

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tengo que decir es que nadie puede explicar la muerte, es misteriosa‖. Luego de un largo rato, los dos amigos se fueron pero él se quedó un momento pensando como siempre en la muerte. Hasta que por fin decidió retirarse, y cuando estaba por la esquina, se detuvo, y a lo lejos ve a un hombre en la cima de un edificio, en llanto. El hombre decide tirarse, y muere. Austrin ve y piensa: ―La muerte es misteriosa‖.

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UNA CITA EN PARIS Erick Larrea Tal vez la primera vez que vaya, sea diferente, o simplemente la persona que me acompañe hará que sea especial y hasta valga la espera esa cita –pensaba un joven, mientras veía a los ojos a su acompañante. Hasta le interesará esta idea –seguía pensando– tal vez si se lo propongo, no le parecerá tan disparatado. —Necesito pedirte algo —dijo el joven, mientras miraba a los ojos a su acompañante—. Una última cita, antes de que termines lo que empezamos hace algún tiempo. —Pero aún no hemos empezado nada –respondió la joven, intrigada por la proposición planteada—.No se puede terminar algo que no empezó. —Tienes razón, entonces te pediré algo antes de que continúes tu camino, sola, por supuesto —dijo con una voz que empezaba a quebrarse—. Tal vez puedas concederme eso. —A veces eres muy insistente, y me gusta eso. —Una última cita, que tal vez dependa todo en cuanto hemos creado entre nosotros, esta representará la última vista que le das al sol en un día cualquiera, porque no sabes qué pasará al siguiente. —Dulces palabras para mi paladar con aftas, pero dime.

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—Una cita, que será ir a tomar un café a la puesta del sol en Paris —dijo sin flaquear en sus palabras—. Y aquella cita será en el comienzo del otoño del año 2021. —¿Qué? —respondió ella, sin saber qué decir, estaba mirándolo asombrada—. ¿Y si para ese año estoy casada o comprometida? —Solo te pedí una cita, no que dejaras tu vida para continuarla conmigo ese mismo día, además es un lugar hermoso, donde podrás observar la puesta de sol y podrá salir de ti todo lo que sientes ahora. —No puedo entender a dónde quieres llegar con esto, me pides una cita que será en más de diez años, sin embargo, estás muy seguro de lo que me dices. Si acepto, no sabré si en verdad esa cita se lleve a cabo, y no soy de las personas que dicen algo y que finalmente no lo hacen. La gente pasaba a su alrededor, como si ellos fueran estatuas que solo estaban ahí para hacer que la vista de aquel parque sea más acogedora y pintoresca, conjuntamente con sus luces y el suelo verde. Un sonido de claxon los hizo salir de sus pensamientos y los adentró en la conversación que venían manteniendo. —¿Cuál es tu respuesta? —dijo el joven sin desistir, y como ella no se atrevía a responder, buscó entre sus ojos una respuesta,—. Ahora es donde puedes hacer que una parte de nuestro futuro esté comprometido a volverse a encontrar. —No sé qué decirte, pienso que es una idea muy utópica, pero a la vez romántica. Es algo que me conmueve y a la vez me frustra —respondió ella entre leves sollozos—. Gracias por pedirme esto, acepto la cita —

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finalizó diciendo y abrazó a su joven acompañante—. Esperaré ese día con ansias. Nuevamente el parque se convirtió en una imagen estática, de esas que se muestran en una pintura en óleo, esos jóvenes abrazados eran acompañados por personas que no se relacionaban con ellos pero que estaban juntos en ese instante. Un segundo después, empezaron los aplausos de un público que veía la mejor interpretación de una escena teatral. —Yo también esperaré ese día, donde pueda volverte a ver y sentir que no has cambiado, que a la persona que vea a los ojos sea la que veo ahora. Hoy nos despediremos, pero tengo la esperanza de volverte a encontrar en mi camino —dijo aquel joven mientras sentía ese gran abrazo de parte de ella—. Y valdrá la espera. —No olvidaré esa fecha. —Yo tampoco. Ese abrazo selló aquella promesa, en esa noche, en ese lugar, donde ellos no volverán a concurrir juntos, pero donde empezó una historia. Algunos años después, un pintor que trabajaba en el parque, exhibía un óleo para el público. Este era simple: dos jóvenes abrazados, en una noche con poca iluminación artificial, con un fondo de un público enérgico y sollozante. Eso trasmitía la pintura. Esa pintura tiene diez años allí —decía el modesto pintor—, y tal vez no se vaya ir de mí, nunca.

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Los años pasaron, mientras ambos hicieron su vida. El joven en su país, esforzándose cada día para poder comprar el boleto de avión de ida y vuelta, porque tenía una cita en París. Por otro lado, la señorita había olvidado años tras año que tenía un compromiso que cumplir. —Acá tengo unos recuerdos de mi adolescencia, regalos que me dieron, pequeños, pero con mucho valor sentimental. —Ábrelos, hay que ver qué tiene guardado. —Está bien. —dijo la joven, mientras sacaba algunas cosas para mostrar—. Mira esta pulsera que me dio un amigo con el que nunca tuve nada. —Es magnifica, tiene una dedicatoria con tu nombre, qué lindo, yo también quiero —dijo la amiga, mientras sacaba una hoja de papel con una fecha, una hora y un lugar—. ¿Qué es esto? —Lo había olvidado por completo, es mi cita. —¿Me estas bromeando? —No, pero aún no he decido ir, hasta donde entendí, solo fue una obra teatral. La joven con dudas y el joven con esperanzas, sin embargo, el joven estaba decidido por ir en busca de alguien que consideraba importante para su vida.

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Setiembre del 2021 —Pensé que no llegarías —dijo el joven, dándole un beso en la mejilla a ella—. Vamos, conozco un lugar donde tomar un café. Mientras te esperaba, pude darme una vuelta por este lugar. —Gracias por esperarme —respondió ella abrazándolo—. A veces la realidad supera la ficción. —Regresaremos a aquel lugar, donde decidimos esta cita, tenemos que comprar algo.

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EL ALCE MACHO AMERICANO Alden Nowlan Debajo del purpúreo cúmulo de árboles en la montaña, tambaleando a través de los bosques de blancas píceas y cedros, tropezando por pantanos de alerces, pasaba el alce macho americano para ser detenido finalmente por un pastizal cercado de varas. Muy cansado para girar o, quizá, consciente de que no quedaba otro lugar adonde ir, el alce se detuvo con las reses. Ellas, olfateando el almizcle de la muerte, y viendo su gran cabeza como la máscara ritual de un dios sangriento, se movieron hacia el otro lado del campo, y esperaron. Los vecinos escucharon ello, y por la tarde autos hicieron fila en el camino. Los niños molestaron al alce con varas de aliso y este los miró fijamente como un viejo, tolerante collie. La mujer preguntó si el alce pudo haberse escapado de una feria. El más viejo hombre en el distrito recordó haber visto un castrado alce unido a un buey para el arado. Los jóvenes soltaban risitas e intentaban verter cerveza por la garganta del alce, mientras que sus novias tomaban fotografías.

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Y el alce macho americano les dejó acariciar sus laterales devastados por garrapatas, les dejó abrir a la fuerza su mandíbula con botellas, dejó a una risueña niña plantar un pequeño y purpúreo gorro de cardos en su cabeza. Cuando los guardabosques llegaron, todos coincidieron que era una lástima disparar a algo tan peludo y encantador. Él se parecía un poco a la mascota que las mujeres ponían en la cama junto a sus hijos. Entonces los guardabosques contuvieron sus disparos. Pero justo cuando el sol descendió por el río el alce macho americano juntó sus fuerzas como un rey armado, enderezó y elevó sus cuernos de tal manera que incluso los guardabosques se alejaron cuando levantaron sus rifles. Cuando el alce bramó, la gente corrió hacia sus autos. Todos los jóvenes presionaron las bocinas de sus carros cuando aquel fue derribado.

Traducido por Eiffel Ramírez

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EL ENTRENADOR DE PERROS Abraham Carbajal A lo largo de mis veinte años como entrenador canino, nunca había infringido mi código de ética. Era lo que más respetaba, y por lo cual, las familias más nobles depositaban su entera confianza en mí. Recuerdo claramente mis inicios. Ni bien terminé el colegio, hubo un circo donde aprendí algunas técnicas que también servían para caballos y monos. Llegando a los veintiuno, perfeccioné mis trucos e incorporé algunos que había creado según mi experiencia. Por eso, podría decir que fui autodidacta, sin embargo, el circo aquel fue mi trampolín para el descubrimiento de mis cualidades como adiestrador. Allí aprendí a respetar al animal, a imponerme sobre él pero sin que se sienta demasiado amenazado como para no obedecer la siguiente instrucción, entre otras cosas. Entrené, a los treinta años, al perro rescatista más famoso de Hawái, Sandor, cuya técnica de nado se asemejaba al de un delfín, no tanto por la velocidad sino por la elegancia de su ritmo, encaminado directamente hacia la víctima. Con ese trabajo llegué a ser conocido en todo Latinoamérica. Una revista de magazine me vinculaba con las actrices y modelos más famosas, a pesar de no tener pruebas, yo era feliz con la fama y el prestigio que crecía como la espuma. También pasé peripecias. Durante un viaje en crucero, tuve la difícil tarea de desbravar a cuatro perros salvajes, que al terminar la travesía serían sacrificados, ya que mordieron a un empresario petrolero que viajaba con nombre falso. Lo sacaron del anonimato.

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La mujer de este insistía en que yo fuera a su recámara, mientras su esposo, con mucha fiebre, dormía. Quería que le contara algunas anécdotas sobre perros en mi juventud. Fue tanta la insistencia que aparecí un par de veces allí, y en la última de esas ocasiones, me recibió con la noticia que a su esposo lo habían trasladado hacia el otro lado del crucero, para que lo vieran unos hombres que curaban con hierbas. Ella me esperaba con un vestido rojo, unas ligas negras y el cabello suelto, tenía un collar de jade que cálidamente brillaba en la habitación de madera. Recordé la clase de ética que el malabarista de circo me enseñó; también, las enseñanzas del lanzador de cuchillos, sobre lo que consideraba actuar bien. Rememoré muchas cosas de mi juventud, y mantuve mi palabra de honor, que era no combinar trabajo con placer. La mujer del empresario petrolero se ofendió. Yo me retiré sin decir palabra, ensimismado en mis propios valores que a toda costa debía mantener. Era así. Poco a poco, cuando llegué al otro lado del mar, había como una aureola de fama que me rodeaba. Es que mi técnica, o tal vez mi ingenio, rebasaba todos los manuales de instrucción canina, bastaba una pequeña señal con el brazo o un sonido firme para que el animal tomara nuevo rumbo, emprendiera una acción, o suprimiera un acto en el que estaba envuelto. Luego me enteré por un diario, que les hicieron entrevistas a cada una de esas escuelas y clubes donde enseñé, y que el ministro del país había decretado un día nacional del perro, ya que su hijo de apenas ocho años, fue rescatado por un braco de Weimar, un día cuando él se quedó dentro de su yate, haciendo deporte con la mucama. El niño tropezó y cayó por la borda, el perro, quien había llevado un par de clases con uno de mis mejores alumnos, Dalton,

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aplicó una técnica de arrastre. El resultado de su ejecución fue óptimo, pues el niño pudo estar a salvo y el ministro seguir con sus asuntos deportivos. Entonces, había cierto prestigio que de alguna manera habían generado sobre mí las escuelas y los clubes. Y si yo iba a ese país en crucero, era para incrementar mis horizontes en el arte de adiestrar perros. Sin embargo, no ocurrió así, y tal vez culpe mis años de soledad lanzando ramas y dando órdenes a los perros. Tal vez sean más cosas y no las logre distinguir ahora por la cercanía del tiempo. Tengo cincuenta y dos años, y recién hace veinte que me considero entrenador profesional. Fue una noche de verano, cuando me encontraba en la terraza de un digno hotel con vista al mar. Lo curioso de este hotel es que tenía enredaderas en forma diagonal que permitían el ascenso de cualquier animal a una de las habitaciones. Quizá lo vea así, como he entrenado perros toda mi vida. Lo cierto es que la vista al mar y las peñas que sobresalían de la orilla reflejaban imágenes geométricas y el agua cristalina trasmitía una calma solo comparable al de un perro amansado. Yo había tenido una pareja a los treinta, una colombiana que también amaba los perros, pero de otra manera. Al principio quise pensar que los amaba con ese cariño de madre que nunca podría ser, ya que el médico le dijo tempranamente que era estéril, sin embargo, la noche de nuestra ruptura, yo había ido a la casa de los hijos de un alcalde, ya que tenía dos animales que querían que fueran entrenados para una competición de circuito cerrado. Esa noche, cuando conducía escuchando algo de folk, el único disco que había y que era de mi novia, recibí una llamada al teléfono y me cancelaron la cita. Me dijeron que los perros habían salido con el señor para pasar el día siguiente en la

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playa, y que la clase se pospondría para el lunes en la tarde, pero que de todas formas se me abonaría el dinero por el tiempo perdido. Escuchado eso retorné a casa, y fue allí que encontré la peor escena de mi vida. Rita, que así se llamaba mi novia, estaba en el sofá, completamente desnuda, con un perro negro y grande, y el can le lamía ciertas partes que de solo recordarlo siento un poco de escozor. Y no es que yo haya entrado espiando a la casa, desconfiado de que ella pudiera hacer algo que yo reprobara. Sino que siempre yo ingresaba de esa manera, era mi forma de no interrumpir el sueño o la labor de alguien, por más que fuera mi casa. Mis ojos no creían lo que vieron cuando de pronto, el perro empezó a embestir a Rita, y ella emitía un grito callado, sordo, uno que moría en el mismo límite de la puerta donde yo observaba. Conocedor del instinto animal para esas circunstancias, y la agresividad resultante de una interrupción intempestiva, aguardé que terminara todo ello y entré. Rita, no tenía con qué cubrirse, el perro permaneció sentado como esperando un bocado luego de la faena, y yo solo dejé mis cosas en el sofá de enfrente y le dije que tenía ocho horas para salir de mi casa con todas sus cosas. En realidad no me interesaba en absoluto una mujer que tuviera esos gustos sexuales. Ahora entendía todo, por qué durante un año solamente nos acostábamos cuando yo estaba totalmente sucio y oliendo mal, por qué una noche de fiesta, me invitó a un jardín a enlodarnos y hacer el amor así como salvajes, ahora todo tenía sentido. Incluso los calzoncillos con detalles de huellas de can y hasta el diminutivo que utilizaba para mí, que era algo así como ―perrito‖ o ―chowchow‖. Más claro no podía estar. Mientras contemplaba ese mar en calma, desde la terraza de mi habitación, pasaron muchas experiencias por mi mente. Y ahora el de

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mi soledad aparecía con más fuerza, pero no me inquietaba porque estaba tranquilo, había salido de las peores situaciones, y había mantenido mi palabra de honor frente a propuestas de las más tentadoras. Modelos, cantantes, hijas de ministro, esposas de jueces, viudas millonarias, entre muchas personalidades que solo pensé que existían en novelas. Pero aquella noche pasó algo, vi algo que quebrantó mi rigurosidad moral, o tal vez fue como una iluminación que abrió paso a considerar mejor el fin que los medios. Porque en muchas ocasiones bastaba que yo silbara de una manera para que un perro que desconocía se acercara a donde estaba y se quedara allí hasta que llegara la linda dueña. Y lo hice un par de veces con los perros de un par de ganadoras de concursos de belleza; una de derriers y otra de belleza total, sin embargo, siempre firme en mis valores éticos, solo les decía un par de cosas sobre su alimentación y me marchaba, no creía que fuera lo más prudente aprovechar al animal para ligar a una chica por más guapa que esta sea. Pero esa noche el destino tenía preparado quebrar mi hielo moral. En la terraza contigua, apareció. Unos lentes negros, una imagen totalmente fuera de este mundo, su esbeltez recordaba a las mujeres egipcias, y la pulcritud a las italianas, su mentón dibujaba un arco de fruta y sus mejillas parecían conformar una lozanía muy superior a cualquier textura irresistible. Tenía un vestido color durazno, incluso el diseño era exótico: perlas que cerraban sus mangas, y en su cuello otras pequeñas estrellas o piedras que le daban ímpetu a su giro visual. Sus pies, podría hablar innumerables horas sobre sus pies, eran como islas protegidas y vírgenes, de aceite, parecía que solo habían caminado

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sobre césped, o sobre arena dulce. Nunca, en mis cincuenta y tantos años, había visto algo parecido. Por un momento pensé que estaba imaginando, hasta que detrás de ella se escuchó un ladrido. Se iluminó mi mundo, se abrió el cielo de mi posibilidad. Desde ese día me propuse conquistarla por el perro. Sí, olvidarme de lo que anteriormente yo suponía que era lo correcto, y empezar a acercarme a ella por intermedio de su perro, que a simple oído, era un labrador o un pastor alemán. Al día siguiente, hice uno de mis sonidos particulares para llamar a perros cercanos, me paré en la terraza y empecé. Apareció un pastor alemán y se sentó a mi lado, lo hice, antes, saltar la cerca de madera, lo hice echarse, luego girar sobre mi cuerpo y mis piernas, finalmente entrar a mi sala. La chica aún no se levantaba, porque las cortinas estaban cerradas y por lo temprano que era. Las ocho un día de vacaciones es madrugada. Esperé un par de horas. Escuché su voz llamando: ―Mauricio, Mauricio‖. Nombre peculiar para un perro. Y ella continuó llamando pero el perro no hacía caso, simplemente permanecía acostado mirando la señal de mi mano y así lo mantuve hasta que caminé hacia la terraza, el perro me miraba de lejos sin hacer el menor ruido. ¿Qué pasó, tu novio no llega? Pregunté, tratando de tragar un poco de saliva. No, no es mi novio, es mi perro, anoche estaba aquí pero ahora no está. Y cómo se llama, me acerqué un poco más, y mientras tanto pude tocar uno de sus hombros, ya que la veía compungida. Mauricio es todo lo que tengo. Ya entiendo, dije con una voz un poco apagada. Yo puedo ayudarte a encontrarlo. Ella esbozó una sonrisa. Y cómo, preguntó finalmente. Pues mira, espérame a las doce en la playa, sacaré un pequeño manual que tengo para encontrar

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perros desaparecidos y lo buscamos. Trabajé algún tiempo en veterinarias. Ingresé en mi habitación, me cambié, el perro vino hacía mí, y le di una orden muy sencilla. El perro me miró como asintiendo. Salí y ella estaba radiante con sus lentes negros y su belleza egipcia. Ya, trajiste tu manual. No lo traje, pero me lo sé de memoria, no te preocupes. Caminamos diez metros, nos reímos un poco, le conté sobre mi trabajo, y ella más confiada de lo normal hasta me retó a encontrarlo en una hora. Yo acepté el reto bajo una condición, y era la de cenar esa noche. En tu terraza o en la mía, dijo. Yo dije donde tú prefieras. En ese momento hice un círculo en la playa, escribí el nombre de su perro, silbé en dirección a mi terraza, el perro, según mis instrucciones debía bajar por la enredadera. En ese momento, ella vio cómo el perro llegaba corriendo a lo lejos, pero no fue directo a ella, sino al círculo, luego allí, ella se le abalanzó y empezó a besarlo. Esa imagen la tengo grabada aquí, como una fotografía. Así fue como quebré una regla que asumía como inflexible, pero si no hubiera sido por eso, tal vez nunca hubiera tenido descendencia. Paula, que así era el nombre de esta chica, que luego fue mi esposa, era una mujer que había nacido en Cuba, sus padres, de oficios diferentes, y también provenientes de un país más lejano uno del otro, eran buenos y amables. Ella, era exótica, porque aparte de su belleza estética tenía en su comportamiento mucho misterio y sensualidad que a veces me agobiaba. Era claro que yo confiaba en su amor, sin embargo, resultaba que a esta mujer pocas cosas le afectaban, por no decir ninguna. En una ocasión, cuando estuvimos a la entrada de un club con piletas y toboganes, había un muchacho que se hizo amigo mío, se

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llamaba Roy, era pelirrojo y tenía muchos tatuajes en los brazos. Siempre, cuando aparecía una mujer él inmediatamente la seducía, y no supe cómo pero lo lograba. Él tenía un pequeño problema en una de sus piernas, de las cuales cojeaba notoriamente. Se podría decir que no era capaz de mover un vaso de cerveza un par de metros sin que se le vertiera todo el líquido al suelo. Pues en una ocasión, conversaba yo con Roy, en las afueras del club, y de pronto unas chicas que habían sido antes mis clientas me llamaron, luego apareció Paula y se sentó a conversar con Roy, yo, despreocupado me fui para adentro a echarle una mirada a los nuevos cachorros de mis antiguas alumnas, cuando en eso me llama Roy, y me indica que por favor le cuide el puesto. Regresé corriendo, y en ese momento Paula me hablaba de unas cosas que había sostenido con Roy en mi ausencia, era algo relacionado a los trabajos más estresantes del mundo, y ella seguía el curso de la conversación, como si yo mismo fuera su antiguo interlocutor. Era asombroso la manera en que nada le perturbaba, ni que Roy se haya ido, ni que yo haya llegado, la conversación la sostuvo de principio a fin, y cuando llegó Roy terminó con una conclusión que afirmaba que el yoga era bueno para el estrés y sobre todo para las personas que trabajan bajo presión y tienen que atender a gente conflictiva. Solo por dar un ejemplo, el temperamento de Paula era de envidiar, tal vez una rareza, pero que en el fondo salía siempre bien parada. Es así como tuvimos largos años juntos, preparando animales para competición nacional e internacional, sobre todo a un certamen que era convocado por una nueva empresa de comida para perros, que consistía, aparte de las maniobras típicas de salto u obediencia, en un desafío de perros en el agua. Los jueces no solo evaluaban la rapidez del

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animal, es más, no evaluaban la rapidez, sino el estilo de nado, la elegancia de los movimientos, y las órdenes que se les daba al perro mientras este estaba en el agua. Duró como cinco años el trabajo para personas interesadas en participar en esta competición, tuvimos trece ganadores de sendas medallas, y en cuya fotografía grupal siempre aparecíamos nosotros, con el rostro iluminado por una sensación de vanguardia para esos asuntos. Me cuesta un poco admitir que duró un poco más de lo debido, mi romance con Paula, y a pesar de haber tenido tres hijos, dos mujeres y un varón, me resultó un poco traumático terminar la relación. No tanto porque me aferré a la imagen de mujer altruista y exótica, sino tal vez porque era alguien que me apoyaba en circunstancias en las que mayormente andaba solo; cuando tenía que ir a una perrera a entrenar a algunos cachorros que eran un poco bravos, cuando me acercaba a una veterinaria porque estaban buscando adiestrador para un perro con pedigrí. Eran faenas en las cuales siempre me manejaba solo, pero era ella la que me acompañaba, y de alguna manera siempre terminaba la noche con una sonrisa. Quiero contar cómo terminó, y fue casi parecido a una de mis primeras novias, a la cual encontré en el sofá con el perro negro. Esta vez Paula soñaba, rara situación porque en los años que dormimos juntos, siempre la escuchaba roncar levemente, pero no interfería en mi sueño. Pero en cierta ocasión, soñaba y decía palabras, yo pensé que era algo normal, hasta que yo pregunté cosas susurrando y ella se sentó en la cama. Pregunté, ¿qué deseas?, ella respondió al perro, y yo le insistí ¿para qué al perro?, y ella dijo para hacer el amor. Yo no podía creerlo, había escuchado algo sobre Freud que decía que en los sueños

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el inconsciente aparece en potencia mientras que en nuestro lapso consiente lo ocultamos por temor de represión. Entonces fue que seguí preguntando. ¿A quién amas? Ella respondió al perro. ¿Quieres hacer el amor? Sí, con el perro, adoro su pelaje y su docilidad en la cama. Pensé que era una maldición, no podía sucederme a mí. Pero luego reflexioné, ¿por qué no a mí? ¿Acaso yo era especial? Era un entrenador de perros, con algo de fama y logros, sí, pero era un personaje más dentro de este teatro del mundo. Reconsideré en cambiar de profesión, pero ya era una vida dedicada a esto, mi agenda estaba llena de compromisos y clientes que me requerían día y noche, la paga era buena, aparte había podido invertir en una marca de alimentos que me reportaba buenas ganancias cada fin de mes. Todo lo mío giraba en torno a los perros, a su reproducción, a su entrenamiento, a su inteligencia, pero no podía ser posible que otra vez me fuera a suceder lo mismo. A la mañana siguiente, preparé huevos, leche y un poco de jugo de melón, que era lo que le gustaba a Paula, los niños, por ser verano, los llevé a unos talleres. Levanté sus sábanas y le susurré ―es hora de ver el sol, querida‖. Ella se incorporó y me dijo que había tenido una pesadilla. Me contó que había soñado que ella era un animal, tal vez un perro. Una perra, le dije. Ella asintió con un poco de vergüenza. ¿Y qué querías en tu sueño?, pregunté con ironía. Ella me dijo que quería a un perro, lo quería para procrear. Pero que luego le pareció espantoso notar que en el sueño se convertía en realidad, y que en realidad ella era una mujer y no una perra. A este punto, le dije que no me contara más. Desayuna, cariño, le dije. Ella asintió y estuvo allí como media hora. Desde ese día, decidí terminar con Paula, lo conversamos bien y

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admitió que sentía deseos sexuales hacia los animales, sobre todo hacia los perros. Ahora todo tenía sentido, el poni que me pidió para su cumpleaños, y que a duras penas se nos murió de una pulmonía en ese pequeño establo que me hizo construir en la parte trasera de nuestra casa. Ahora podía comprender muy bien, por qué había viajado con Mauricio desde Panamá hasta Italia, solo para pasarla a solas. A partir de ahora, no he de romper mi código de ética, sé que pueden pasar peores cosas. Ya estoy curado.

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