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DISCALCULIA
por HELEN ÁGREDA WILES
A mí me habrían hecho un favor si, en el mismo momento de nacer, con el cachete ese que te sueltan para que llores me hubieran colocado una etiqueta en el culo, o un cuño, asignándome una profesión. Pum, repartidora. Pum, instructora de yoga. O incluso pum, política, te lo juro, con tal de no estar ahora limando los cuarenta y sin saber, no ya de qué quiero trabajar, sino de qué hubiera querido haber trabajado. Con tal de poder emborracharme en una boda y colgarme del cuello de mi sobrina para escupirle a la oreja tú no seas tonta, que yo por tonta, mira ahora dónde podía estar…
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—¿Dónde? ¿Dónde podías estar, Helen? —En la playa —No, pero trabajando, gilipollas —Ya, no sé, ¿escribiendo? —No, pero por dinero, gilipollas —Ya, no sé…
Y ese es mi diálogo conmigo misma cada vez que me pregunto por mi vocación laboral.
De niña, cada vez que alguien me hacía la clásica pregunta, ¿qué quieres ser de mayor?, me daban sudores. Yo, suscrita a la revista Cachorros y mascotas, no quería ser veterinaria ni muerta. Yo, que había pedido una máquina de escribir para Navidad, no veía aquello de escribir cuentos como un oficio serio ni siquiera de niña. Yo, siempre aventajada en inglés, pero con cero paciencia para enseñarlo. Sin embargo, durante un breve espacio de tiempo, anidó en mí la esperanza. A fuerza de viajar a Inglaterra a visitar a mi familia, desarrollé una intensa devoción por los restaurantes de carretera. Rogaba y suplicaba durante horas, desde el asiento trasero central de un Ford Sierra que reducía el espacio personal de cinco personas al de un solo insecto, resoplaba, gemía, lloriqueaba por favor, me muero de hambre y no, no quiero nada de lo que llevamos en el maletero, porque no, porque no me gusta ninguna de esas ocho cosas distintas que me estás diciendo, justo esas ocho cosas las odio.
Rara vez conseguía el menú infantil de hamburguesa chiclosa con patatas revenidas y coca-cola aguachinada a precio de estrella Michelín que servía Little Chef o los espaguetis con ketchup de lata de Happy Eater; puede ser que solo lo consiguiera cuando alguna de mis hermanas amenazaba con tirarse por la ventanilla. Tirarme. Así que no fue difícil tomar la decisión y pronunciarla bien alto, con el culo dormido sobre el rígido asiento trasero central del Ford Sierra, yo de mayor voy a ser camionera.
Y tuve muy claro, al menos en el curso de aquel viaje, qué cosas transportaría en mi camión — todo menos animales—, qué música escucharía —Los Brincos, en honor a mi padre—, y sobre todo sobre todo, dónde desayunaría, comería, y cenaría cada día.