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Concha Tisfaier

Fue al principio de esta revista, hace ya decenas de números, que escribí que me gustaría que me comieran mis seres queridos cuando muera y que me gustaría comerme a quienes quiero cuando mueran, para que su carne o sus cenizas hagan los procesos de conversión en proteínas que haga falta y se conviertan en células mías. Ocurrió y no he podido.

Murió Inari, el gato destructor, y sigo sin saber en qué momento se pasa de la vida a la muerte. Y eso que estuvimos ahí, en los estertores últimos. Su respiración se hacía más lenta y débil y apenas mantenía ya los ojos abiertos. Rodeado de quienes le quisimos hasta el final, le vi morir. Ver a tu gato dejar de respirar no significa que entiendas que ya no vive. Aún vive mientras lo colocas en su postura favorita, y lo pones en una almohada para velarlo, para seguir poniendo la mano en su frente y notarlo cada vez más frío y rígido. No ha muerto para ti, que recoges todas las gomas del pelo con las que le gustaba jugar para dejárselas cerca. Sigues hablándole mientras limpias los últimos restos de su enfermedad. Al día siguiente, cuando lo entregas a la veterinaria para hacer las cosas de manera legal, oyes el mismo maullido de la última semana de citas en ese lugar. Entonces lo sientes dentrísimo, agarrado con todas sus uñas a tus entrañas, clavándotelas como cuando le dolía todo, esta vez por dentro. No hay agua oxigenada para esos arañazos, no hay una sonrisa al mirarlos porque te recuerdan la mirada verde y limpia. Dije hace años que ojalá poder comernos a nuestros seres queridos, hacerlos parte de nuestro ser. Pero no se puede, imposible darte cuenta de cuándo puedes hacerlo, cuándo estás lista para que se conviertan en ti y se diluyan. No quieres que ocurra.

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Yo no quiero que ocurra. Sigo mirando a mis espaldas cuando me parece verle frotarse contra los quicios de las puertas. Abro los ojos en la cama y susurro su nombre, ha sido un sueño y oigo sus patas a la carrera para saltar sobre mi estómago una vez más. Veo a mis otros gatos buscarle por la casa y los sigo, por si saben mejor que yo dónde se ha escondido. Quizá oigan un ronroneo que mis oídos humanos no están listos para percibir.

Caigo al suelo, más cerca de donde él esperó a morir. Es ahí donde quiero perder la cordura, creer en fantasmas, imaginar zombies. Imaginarlo zombie. Una existencia física y sólida para él. Que no se desvanezca en mi cerebro que le ofrezco en sacrificio. Como mi gato zombie, que me sorprenda en las puertas, me acompañe al baño, me mire hambriento. Me dará igual que sea una versión lenta de sí mismo, si puedo seguir buscándolo y escuchándolo. La Humanidad inventó a sus diosas y sus monstruas, que vienen a ser lo mismo, para tener consuelo frente a lo inevitable. Los zombies nos asustan menos de lo que nos atrae la posibilidad de que puedan volver quienes quisimos. Ven, Inari, ven, toma.

La figura del zombi tiene su origen en el comercio de personas procedentes de África y trasladadas al Caribe para servir como esclavas. Los zombis haitianos volvían a la vida mediante magia negra y se convertían en esclavos del hechicero en cuestión. En el siglo XX, ante los rumores centenarios de la existencia de este fenómeno, se realizaron diversos estudios antropológicos y etnobotánicos. Wade Davis, que escribió un libro que inspiró a un tal Wes Craven, afirmaba que se podía convertir a alguien en zombi mediante dos tipos de drogas: con la primera, la tetrodotoxina (molécula extraída del pez globo), se inducía a la víctima a un estado similar a la muerte. Una vez dada por muerta, sería desenterrada y revivida por el hechicero mediante una sustancia psicoactiva que anulara su voluntad, por ejemplo, el estramonio (la famosa burundanga), presente en la planta del diablo o Datura stramonium. Por suerte o por desgracia, esta teoría ha sido refutada. En los 80, una parte importante de la comunidad científica tildó a Davis de poco riguroso con sus estudios. Al parecer, en Haití no tienen la costumbre de ir drogando y esclavizando personas como quien se sienta a la fresca. Algunas voces expertas han llegado a la conclusión de que los estados catatónicos observados en los rituales vudú tienen una relación directa con trastornos neurológicos como la esquizofrenia o la epilepsia.

Tomando como referencia esta entidad “no muerta” maligna, pero a la vez miserable y esclava, el folklore popular, la literatura y el cine han creado un imaginario repleto de criaturas zombificadas que han hecho las delicias de personas como yo. Porque una es muy científica, sí, pero a una también le gustan Frankenstein, los vampiros (si son Gary Oldman hablando en rumano, mejor), Anne Rice, Poe o Lovecraft , REC, 28 días después, Guerra Mundial Z, las primeras temporadas de The

Walking Dead, el videoclip de Thriller, o ir a ver la Zombie walk del Festival de Sitges

Y a una, sobre todas las cosas, le gusta Pedro Pascal. Bueno, el actor y la serie que ha protagonizado recientemente y que está basada en un videojuego al que no he jugado jamás. En The Last Of Us hay zombis, pero la transformación no se debe al vudú ni las sustancias psicotrópicas sino a la infección de un microorganismo. En relatos y películas anteriores este bicho solía ser un virus, pero en la serie protagonizada por el chileno es un hongo que llaman Cordyceps y que parasita el sistema nervioso del huésped controlando su voluntad. Este hongo sí existe, pero la rigurosidad científica de la serie termina ahí. Por un lado, el aspecto del hongo que se reproduce dentro de los infectados y que sobresale principalmente por la cabeza, deformándola y convirtiendo a la personita en una suerte de Demogorgon, no se parece a Cordyceps, sino al moho del limo (Physarum polycephalum), que ni siquiera es un hongo. Physarum es mucilaginoso, se alimenta de esporas de otros microbios y tiene capacidad de aprender, y gracias a esta capacidad sabe por dónde debe crecer. Esto último casa bastante con lo que nos cuentan en la serie. Por otro lado, Cordyceps sí infecta a algunos animales y los convierte en zombis. Es un parásito de insectos y se introduce en su sistema nervioso y los controla a voluntad, principalmente para que diseminen sus esporas. Pero, de momento, Cordyceps no infecta a personas, pues a temperaturas mayores de 32ºC no sobrevive y nuestro cuerpo está a una media de 37ºC. Esperemos que siga así la cosa, porque como ya sabemos por hechos recientes, los microorganismos mutan y de repente pasan de infectar perros mapache a infectar personas. Por si acaso, si llega el apocalipsis zombi por culpa de Cordyceps, me pido a Pedro Pascal como compañero de fatigas. Por lo que pueda pasar.

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