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NABURRISMOS
En febrero de 2018 el Museo de Navarra cedió temporalmente su cuadro de Goya, el Retrato del Marqués de San Adrián, a una exposición celebrada en el Bellas Artes de Bilbao. Para asegurar su traslado, se realizó un despliegue tremendo: profesionales de ambos museos, restauradores, escoltas y hasta el cuerpo de francotiradores de la Policía Foral* . J. (mantendremos su identidad en secreto) también participó. No podía faltar, porque J. lleva décadas especializado en el manejo de obras de arte y piezas de museo. Y en el entretanto ha vivido todo tipo de anécdotas. Pero ninguna puede compararse con la curiosa historia de...
los donuts de Oteiza
Entre 1972 y 1974 Jorge Oteiza, el escultor, el pensador... el hombre, trabajó en su Laboratorio de tizas, una colección de pequeños prismas de yeso unidos con alambres que le permitían explorar combinaciones de elementos básicos y servían como ensayos a escala de posibles esculturas. No fue hasta pasado algún tiempo que los estudiosos aprendieron a valorar estos minúsculos prototipos -más de 2.400 maqueticas que permiten apreciar la metodología del artista-, y decidieron exhibirlas. Entonces se planteó el dilema de cómo realizar su traslado.
Todos nos hemos cruzado en alguna ocasión con un tráiler de esos que transporta maquinaria pesada. Y sabemos que, cuando ésta alcanza dimensiones excepcionales, como aquella mastodóntica pieza de aerogenerador que en 2017 recorrió Navarra destino a Japón a bordo de un convoy del tamaño de un campo de fútbol, se han llegado a cerrar carreteras y desmontar farolas para garantizar su integridad. Pero, ¿qué hacer cuando la importancia de las piezas no reside en su aparatosidad sino en su antigüedad, exquisitez o estado de conservación? Las tizas de Oteiza eran tan frágiles que corrían el peligro de verse alteradas a la mínima sacudida. Ahí entra en juego la importancia del packaging. Fernando Redón era consciente de ello cuando proyectó la Clínica Ubarmin con ese aspecto de huevera, suponemos que para que envolviera y protegiera a los pacientes. O Eusa cuando diseñó un seminario con aspecto de mole industrial para la producción en cadena de sacerdotes. La elección del método de embalado es fundamental y muy reveladora, como bien te explican en cualquier funeraria: porque no es lo mismo una urna que un féretro o un Monumento a los Caídos.
Dándole vueltas al tema de las dichosas tizas, J., por cuyas manos ha pasado gran parte de nuestro patrimonio histórico-artístico (lo mismo manipula el peroné de tu tátara-tátara-tátara-abuela vascona, como un mural pintado en una pared, el corazón secorro de un Évreux o un mosaico del año catapún chispero), se acordó del conjunto escultórico del Paseo Sarasate.
En la actualidad, para el traslado de piezas artísticas valiosas se emplean vehículos acondicionados con suspensión neumática y sensores de movimiento, así como cajas construidas a medida, ignífugas, indeformables, con aislamiento térmico, de la humedad, y todo el coplero. Durante el proceso se realizan, además, exhaustivos controles del estado de conservación de la obra, que se documentan en informes, y mediante fotografías. Antes, en cambio, las cosas se resolvían con más ingenio que medios: Cuando, en 1972, se descubrió que dos piezas del conjunto escultórico del Paseo Sarasate no representaban a monarcas navarros sino a sendos impostores** se procedió a reemplazarlas por otras dos estatuas procedentes del mismo almacén madrileño. A falta de un método más adecuado para transportar semejantes mazacotes, se recurrió a camiones llenos de arena para amortiguar sacudidas o posibles impactos.
De este modo, J. resolvió que la mejor (y tal vez única) manera de realizar la mudanza de las tizas de Oteiza era emular aquel sistema. Sustituyendo, eso sí, la arena por serrín, que resultaba menos abrasivo, y la caja del camión por... una de pastelería industrial. Desconozco si J. -no se lo he preguntado- era consciente del gesto implícito en su brillante ocurrencia. El caso
es que no eligió una barquilla de Phoskitos, Bonys ni Panteras Rosas... Tampoco una de huesicos de santo (es de suponer que estará hasta las narices de manipular reliquias). No optó por repostería local, inapropiada por su tendencia a la bastedad (imaginen llevar esas miniaturas en una bandeja de almendras garrapiñadas, caramelos con piñones de Tafalla o Rocas del Puy). No, su primera opción fue esa variante acolchada y glaseada de las tradicionales rosquillas: el dónut. Al contrario que el bollycao, el garrote o la pantxineta, cuyo atractivo se encuentra en el interior, el donut representa un postre atípico por su forma toroidal, definida por un hueco en el centro. Una pieza de bollería que pudiendo ser más completa, incorpora su propia ausencia estético-calórica. La poética del vaciado hecha merienda. El uts de los donuts: la plenitud espiritual de la forma y del gusto. Piénsenlo: ¿Qué le falta a la estela del padre Donostia de Agiña? Estar bañada en chocolate, claro. Megalito con regalito.
Desconozco también qué habría pensado Oteiza, famoso cascarrabias, de haberse entrado que el transporte se resolvió con estas cajas tan poco metafísicas. No sé, (y no hay forma de saberlo, ahora que sólo nos queda su ausencia) si era laminero (¿le gustarían al de Orio las oreo?) pero seguro que esta anécdota habría hecho sus delicias.