Revista Exocerebros Cuarta Edición

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4 | Exocerebros

Matilda I Fue difícil hallar un corazón, pero sobre todo a alguien a quien poder sacárselo rápido. Pensó que el mayor de los problemas estaba resuelto, aunque cuando vio al niño asomarse por la ventana, preguntando por su madre, cayó en cuenta de que no era así. Forjaba oído sordo a sus preguntas, el mocoso no dejaba de preguntar ¿cuándo se irían?, ¿por qué tardaban tanto?, ¿qué comerían al llegar? Vestía una gorrita de estilo francés, un overol de mezclilla y unos zapatitos blancos. Parecía un pequeño marinero esperando a zarpar. Al verlo, algunos recuerdos salieron a flote. Los de aquella etapa incomprendida que no le gustaba revivir, porque apenas y podía recordarla como una luz que se apagaba al ocultarse el sol. De nuevo vino a su mente, aquella casa a las afueras, esos frascos semi vacíos con esencias, yerbas y partes cercenadas que aún pululaban sangre. Incluso el indescriptible olor impregnado en las paredes, en las ropas, en los muebles, como un escenario macabro, montado para secundar la aparición de ese extraño al que llamaba ‘padre’. Se le revolvió el estómago de sólo pensarlo. ¿Cuánto había viajado desde entonces? ¿Cuántos años habían pasado? No importaba. A la mañana siguiente sería alguien más, un nuevo ser con una nueva forma y con una nueva vida. Solo eso, como siempre había sido. La regla era sencilla: encontrar las partes, crear un sustituto, trasladarse a él, mantenerlo fresco y huir. Repetir el proceso cada vez que fuese necesario. Las leyes inamovibles con las que se conjuraba al extracto de la vida; una de la que siempre huía, desde niña, desde que los cuervos se llevaron a ese hombre bastardo que la había convertido en esto. Los mismos que ahora también la perseguían a ella. Quizá esa era la razón del porque jamás se quedaba tanto tiempo en un solo sitio. No tenía caso, ya que siempre terminaban encontrándola. Según él, su vida era única entre el resto de los seres. ¿Por qué?, si no podía ni dormir en paz; tenía sueños horripilantes, donde ellos la alcanzaban y le hacían lo mismo que cuando se lo llevaron. ¿Para qué?, si odiaba tener que recolectar pedazos de carne, órganos, huesos; piezas humanas para sobrevivir. Una masacre tras otra, mutilación, pérdida de sangre, términos que no importaban mucho. ¿Por qué lo hacía? Ni siquiera ella era capaz de comprenderlo. Quizá quería vivir la normalidad, tocar las puertas y recibir jarrones llenos de flores; y no de pedazos batidos de cerebros medio vivos. ¿Sabían que el cerebro no muere? Solo las manos determinan cuando deja de auspiciar la comprensión mecánica, que en automático responde y guía a todo el cuerpo. El niño volvió a preguntar por qué tardaban tanto, qué comerían, si faltaba mucho para re| 32 |


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