4 | Exocerebros
Excursiones I. Paúl En cuclillas, Paúl Pascali presionó el botón del dispositivo expendedor que vinculaba a este con su smartphone y esperó a que la pantalla del móvil le confirmara la conexión. Por un momento contempló pensativo ese aparatito negro, cilíndrico y aplanado, sujeto a la parte de arriba del transparente dispensador de croquetas. La última vez que lo programó había tenido que salir del país durante cuatro días, en aquella ocasión ese instrumento le había empezado a demostrar que lo que había pagado por él había valido la pena. El teléfono en su mano se iluminó con la notificación de la aplicación y Paúl suspiró satisfecho mientras buscaba en la interfaz de la app su último esquema ingresado. Usaría la misma programación para la dosis y así su perro no sentiría ningún cambio. Más bien empezaría a generar un hábito natural como le habían asegurado los de la compañía, y como él ahora, después de haberlo usado una vez, así lo creía también. Lo único que Paúl actualizó, fue el dato del período en el que se ausentaría y el dispositivo tomaba en cuenta para suministrar la ración, siguiendo el itinerario anterior. Cuando el veterinario de Carnegie le sugirió aquel aparato, Paúl no le concedió mucha credibilidad. El hombre que cuidaba la salud de su golden retriever insistió tanto en que era la respuesta para él, Paúl terminó prometiendo que se daría una vuelta a la tienda, por supuesto que le vendría bien una forma de cuidar a su inquieto guardián que no incluyera la interacción con más humanos. En especial con aquellos paseadores de perros; adolescentes descuidados que trataban a toda costa de convencerlo de que les diera el trabajo para quedarse con su dinero y seguramente poder hurgar entre sus pertenencias mientras él no estaba. —Para su mejor amigo no habrá duda de haberlo vivido —le aseguraba uno de los engominados vendedores mientras recorría con él el showroom de la tienda recomendada por el veterinario—, puede contar con eso señor Pascali. Unos días después de aquella plática, Paúl había recibido en su domicilio la caja que contenía su propio aparato. La sensación de haber sido timado seguía presente aún con la caja entre sus manos. A pesar de que el vendedor le había hecho una pequeña demostración con un viejo pastor belga, Paúl tenía el presentimiento de que al llegar a casa el dispositivo ni siquiera encendería. El precio le había parecido exorbitante, pero su anhelo de que aquello diera resultado se volvió tan intenso que terminó vencido por la remota posibilidad de adquirir un modo de deshacerse de una vez y para siempre, de aquellos horribles adolescentes con sus montones de correas y cinturones con arneses y su actitud de chicos buena onda. —Estúpidos paseadores. Susurró, molesto, mientras caminaba de regreso el tramo entre el buzón y su apartamento, con el empaque entre sus manos. Ahora, mientras terminaba de revisar la aplicación, recordaba todo aquello como una anéc| 48 |