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¡QUE VIVA EL PUEBLO!
Dicen que el tiempo borra todo, pero ya han pasado 54 años de la matanza de 1968 y no se olvida como el Estado mexicano decidió utilizar toda su fuerza para aplastar los sueños y anhelos de una país próspero e igualitario. La noche de Tlatelolco sigue presente en la memoria de algunos mexicanos y en el ADN de nuestra colectividad. Y cada año, en estas fechas, no nos cansaremos de señalar al Estado asesino y de exigir justicia.
El 68 fue un parteaguas en la historia de nuestro amado México. Fue una noche de horror que ultimó los frutos de una revolución educativa que veía cristalizados sus resultados en una generación de estudiantes crítica y en una sociedad solidaria. Sin duda alguna, el viejo régimen político se vio amenazado y rebasado por una sociedad educada que pensaba, actuaba y exigía un México mejor. Según ellos, los gobernantes, quisieron erradicar la amenaza de la democracia, pero solo la que ahora el 68 se reconozca como un crimen de Estado, la fecha debe ser conmemorada para honrar a los desaparecidos y asesinados, pero también para exigir justicia y llevar a los culpables ante tribunales de justicia, aunque ya se encuentren muertos. Por otro lado, debe servirnos para tomar conciencia de que el poder del Estado debe servirse al pueblo y nunca usarse en su contra.
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En la medida de que el 68 se desvanezca en nuestra memoria y en nuestros corazones, el riesgo de que otra aberración del Estado se haga presente será mayúscula. Ayotzinapa, Acteal, Aguas Blancas y otros crímenes similares se han hecho presentes porque como sociedad no hemos sido capaces de acotar el poder desde el poder. Es decir, la única garantía que tenemos reside en la capacidad de recordar y de conmemorar al 68 como ese renacimiento de una patria libre. Así fue el 68, unos tuvieron (pero no deberían) que morir, para que otros naciéramos con un poco más de libertades, con mejores condiciones y con instituciones que aspiran a consolidar una democracia que nos lleve a mejores condiciones de vida. Sin embargo, entender el 68 es reconocer que no solo a los que ya habían nacido se les robó la esperanza de un futuro mejor, sino que, aún, a los que no habíamos nacido nacimos ya siendo roba- dos de una parte de los anhelos de una igualdad de oportunidad. Por ellos, por nosotros; por todos: “2 de octubre, ni perdón, ni olvido”.
En pasado mes de septiembre fuimos testigos del lamentable fallecimiento de Elizabeth Alexandra Mary Windsor (Isabell II), la mal llamada reina de Inglaterra. Con ello, el pueblo tuvo el pretexto para reaccionar gráficamente con memes a tan la lamentable pérdida, mientras los medios de comunicación aprovecharon para inundar con información de etiquetas de la supuesta nobleza, líneas de sucesión y cientos de historias que solo romantizan parte de una historia que ya debería de estar rebasada en cualquier país y, sobre todo, en una república que obedece a la división de poderes emanados del pueblo y para el pueblo, pero que nada tiene que ver con linajes absurdos y caducos.
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Evidentemente que la historia de los pueblos se basa en hechos y circunstancias que marcaron una época, pero también es cierto que todas las naciones hemos evolucionado siguiendo el camino de la democracia y, con ello, la igualdad de oportunidades. Es decir, la aristocracia debe ser eliminada por completo de la sociedad actual. Si bien es cierto, los románticos dirán que la nobleza es solo simbólica, pero es un simbolismo que lastima al pueblo, quién tiene que sufragar con impuestos lo lujos de una clase que históricamente representa el saqueo, esclavitud, con- quista y sometimiento de pueblos enteros.
La nobleza de un pueblo está representada por aquellos que inician su jornal por las madrugadas y lo cierran varias horas después del ocaso del sol. Solo puede ser noble el ciudadano que trabaja, paga impuestos, acepta la desigualdad y trata de salir adelante a pesar del arbitrio de los gobernantes absurdos que, sin piedad, salen todas las noches con discursos épicos sobre un nuevo amanecer totalmente igualitarios. Nobles solo ellos, los desposeídos que ven el cambio en la esperanza de que un día la clase en el poder pueda ser humanizada por una fuerza superior a la desigualdad social.
Los mismos sistemas educativos, sociales y culturales nos endilgan ideas equivocadas sobre el tema, por ejemplo: Concursos de reinas en las universidades y escuelas, concursos de belleza y varias formas de violencia simbólica que se manifiestan en la construcción de una sociedad banal. La construcción de una sociedad libre debe de obedecer a nuevos escenarios lejos de símbolos de la opresión. En definitiva, cuando se vive en un mundo profundamente desigual no se debe de tener cabida a muestras de ningún tipo de violencia sobre el pueblo. Así que: ¡Muerta la reina, viva el pueblo!
Dr. Gildardo
653112964 glinarez@hotmail.com