Camino de Auschwits - Edith Stein

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Camino de Auschwitz EDITH STEIN * * * * * María Mercedes Álvarez Pérez


A mi padre, Miguel Ă lvarez, por sus buenos consejos en la elaboraciĂłn de esta biografĂ­a.


1. La mimada de la casa Empiezan a sentirse los primeros fríos del otoño en la industriosa localidad de Bresláu [1], que en tiempos de nuestra historia pertenece a Prusia, al este del Imperio alemán. Es un singular 12 de octubre de 1891, en que los Stein celebran un día de doble fiesta: la solemnidad judía de la expiación [2]... y el nacimiento de la más pequeña de la familia. Todos hablan a la vez: –¡Qué bonita es! –Dejádmela coger... –No, que está durmiendo. –¿Qué nombre le vamos a poner? –Edith. Se va a llamar Edith. Edith Stein Courant es la menor de once hermanos, de los cuales sólo viven siete. Los seis mayores –Pablo, Elsa, Arnoldo, Federica, Rosa y Ernestina– se arremolinan en torno a la cama de la madre, Augusta Courant, que mira a la recién nacida y al resto de los chicos con una cansada sonrisa. Enseguida, son empujados suavemente fuera del pequeño dormitorio. La casa está llena de gente, aunque hace pocos meses que los Stein han tenido que dejar su pueblo polaco de Lublinitz, en la alta Silesia, porque el negocio maderero familiar no iba bien. En esta nueva ciudad de Bresláu había mejores oportunidades, gracias a su industria metalúrgica, favorecida por su puerto fluvial sobre el Oder. La familia Stein es de raza y religión judía. Los judíos, que no poseían aún estado propio [3], estaban entonces diseminados entre Estados Unidos y Europa, particularmente en los países centrales del viejo continente. Son ciudadanos pacíficos e integrados, pero viven de forma separada de los demás, a causa de su religión y sus costumbres. La sinagoga de Bresláu ha acogido a los Stein con cariño. Pero ¡cuánto les ha costado dejar su tierra natal y a los queridos parientes! Echan de menos al abuelo, cantor y director de los rezos de la familia, y a la bisabuela –ya fallecida– que, mientras encendía las velas del candelabro ritual ante la mirada atenta de los niños, rezaba: –Señor, no nos envíes demasiado, sino sólo lo que podamos sobrellevar. El padre, Siegfried Stein, conversa ahora fumando su larga pipa en el comedor, con los amigos y vecinos que han acudido a felicitarle. La señora Stein aprieta con ternura a su pequeña. Piensa si Dios se llevará también a esta preciosa niña, porque ya ha sufrido la pérdida de cuatro de sus hijos, que murieron muy pequeños. Pero intuye que esta niña, nacida en día tan señalado, en el que el rabino ofrece un solemne sacrificio anual por los pecados del pueblo y éste ayuna con severidad, va a estar especialmente unida a ella. Pasa el tiempo, y parece que las cosas no van del todo mal en la familia. Edith se va criando muy sana entre los mimos de sus padres y de sus hermanos. Un día caluroso de verano los niños están jugando cerca del bosque, no lejos de la casa. Todo está tranquilo. Rosa entretiene a la pequeña Edith que, con casi dos años, ya corretea con bastante soltura. Elsa, la hermana mayor, está ayudando a su madre en las tareas de la casa. De pronto, llega un carro conducido por uno de los jefes de la sinagoga y entra en la casa toda prisa. –Augusta, vengo a comunicarte una gran calamidad: tu marido ha sido encontrado muerto... –¿Cómo?, ¿qué ha pasado?, ¿dónde está? –grita la señora Stein, que se pone lívida.


–Lo traerán al caer la tarde. No hemos podido hacer nada. El señor Stein, que estaba fuera de la ciudad, ha muerto a causa de una fulminante insolación, mientras seleccionaba la madera de los árboles del bosque. La muerte, para los judíos, es siempre especialmente traumática y dolorosa, pues creen que las desgracias son consecuencia del abandono de Dios, de Yavhé. Por eso hacen un largo duelo y las lamentaciones y llantos duran muchos días. Tras los ocho días de luto prescritos por la ley, la señora Stein, que ya siempre vestirá de negro, se encuentra de pronto lejos de su ciudad natal, con siete hijos y un negocio que no da casi ingresos. A causa de su viudez y soledad, Augusta se une más a Edith, por la que siente una especial debilidad, pues se parece mucho a su marido muerto. La pequeña huérfana apenas ha conocido a su padre. Los parientes le aconsejan que abandone esa actividad llena de deudas y que transforme su casa en una pensión. Pero ella decide mantener el negocio e ir introduciendo a los chicos varones en diversas tareas del oficio. Alquila un local junto a la pequeña vivienda para ubicar el almacén de maderas. En los años de finales del XIX, la industria naval alemana está en alza, propiciada por la política imperialista del Kaiser Guillermo II, que fomenta el comercio exterior como vía para aumentar su poder económico y político. Todo ello, acaba favoreciendo el negocio maderero familiar.


2. El regalo más deseado Edith va siendo educada por su madre con mucho cariño, pero con firmeza. Pasan los años y va destacando en la niña un fuerte carácter, que contrasta con sus rasgos dulces y agradables: grandes ojos grises y vivaces, piel muy blanca y cabello liso y castaño. Tiene un simpático hoyuelo en la barbilla. Es muy delgada, con cierta tendencia a pillar resfriados durante los crudos inviernos prusianos. Con sólo tres o cuatro años, su madre debe reñirla con cierta frecuencia, a lo que la niña responde con terribles rabietas y cabezonadas. Augusta pasa poco tiempo en casa por el exceso de trabajo y Elsa, la mayor, que tiene unos diecinueve años, hace un poco de madre de Edith y Erna, las dos pequeñas, que, como sólo se llevan quince meses, se han hecho inseparables. Erna secunda todas las ocurrencias de su hermanita. Un día, el de la preparación de la Pascua, previo a la gran fiesta anual, el Sabbat más importante del año judío, Edith propone: –Vamos a ver qué hay preparado en la despensa para la fiesta. –Mamá nos tiene prohibido entrar... –¡Venga, que no se va a enterar! Se cuelan en una pequeña habitación adyacente a la amplia cocina, la fresquera, donde se almacenan los alimentos y las hortalizas y frutas. Pero Elsa las sorprende probando algunos dulces recién horneados por ella misma. Las niñas son castigadas. Su hermana las encierra en una habitación oscura hasta el momento de la cena familiar. Erna llora sentada en un rincón, pero Edith golpea con sus puños la puerta hasta que ésta casi se viene abajo y acaba con los nervios de todos. En otra ocasión, a principios del verano, los hermanos mayores van a reunirse en el campo con otros chicos y chicas del barrio, pero a Edith no le permiten ir porque aún es muy pequeña. Disfruta mucho estando con los mayores y entrometiéndose en las conversaciones. Ha estado todo el día tratando de convencer a sus hermanos para que «cuiden» de ella, con argumentos de todo tipo. Cuando ve que no puede conseguir nada, se deshace en lágrimas y en lamentos bastante ruidosos. Todos están hartos de sus rabietas y terminan por llevársela con ellos con tal de no oírla. Es muy curiosa y todo lo pregunta. Le encanta pasear por la zona antigua de Bresláu, corretear por su gran plaza cuadrada, contemplar el puerto fluvial, y que le expliquen el porqué de un monumento, de una placa conmemorativa o de las obras de expansión de la ciudad. Un día dice a su hermana Elsa, que ha estudiado para maestra: –Enséñame a leer, por favor. Así leeré las cosas yo sola, y no os molestaré tanto... –Pero si irás muy pronto a la escuela... –¡Pero no quiero esperar...! Anda, enséñame tú y me portaré bien. Con su despierta inteligencia y su afán por saber, Edith aprende enseguida. Su memoria retiene poesías muy largas, que lee ya sin dificultad en los libros de sus hermanos. Y no le importa nada recitar algunas a los vecinos que visitan a su madre. Al revés: le complace mucho recibir halagos por su talento. Erna ha comenzado ya la escuela, pero Edith aún no puede asistir. De nuevo sus gritos desesperan a la familia. La inscriben entonces en la guardería, pero ella se niega en redondo a ir con los párvulos. Cada mañana es una pesadilla arrastrarla a un lugar que, según ella, «es para bebés». A veces tienen que convencerla con chucherías para que se conforme, como el gran cucurucho de deliciosas ciruelas que le compró un día una tía suya.


Se acerca su sexto cumpleaños. Suele recibir bonitos regalos de sus vecinos y de su familia, pero esta vez anda un poco cabizbaja y nadie sabe qué le pasa. –Edith, ¿no estás contenta? Dentro de una semana es tu cumpleaños –le dice su madre. –Es que no sé si me vais a regalar lo que quiero. –Dínoslo, y veremos. –Pues... lo que más deseo es ir a la escuela grande. –Pero Edith –dice su madre–, ¿no sabes que eres pequeña aún? ¡Es imposible! –Entonces –replica la niña enfurruñada–, no quiero que me hagáis otros regalos, porque nada me haría tanta ilusión. Quedan un par de días, y ella sigue insistiendo en ir a la escuela, rehusando otros regalos. Cuando le preguntan qué es lo que desea, comenta siempre con firmeza: –¡Lo único que quiero es ir a la escuela de mayores! Su hermana Elsa es maestra de la Escuela Vitoria, un centro educativo estatal protestante, y por fin consigue que admitan a su hermanita, a pesar de que el curso está empezado y no tiene aún los años reglamentarios. Cuando se lo comunican, la alegría de Edith es inmensa. La Escuela Victoria es un antiguo palacete que domina la plaza principal de Bresláu. Cada vez que pasa con su madre por la plaza, mira intensamente el edificio gótico, imaginándose el interior lleno del alegre bullicio de las alumnas, los pupitres, los libros, los encerados... Le gusta también sonsacar a su hermana, cuando llega a casa, detalles y anécdotas ocurridas ese día en la escuela. Por eso, el primer día de clase es para Edith como un día de fiesta. Además, el severo director de la escuela, a quien le ha hecho gracia el tesón de Edith, le regala una cajita de pastillas de chocolate. En poco tiempo se pone a la altura, y aún supera, a sus compañeros. –¿Qué tal en la escuela? –le preguntan con frecuencia sus hermanos mayores. –Estoy muy, muy contenta –responde–. Allí me toman en serio. ¡No como vosotros, que pensáis que sigo siendo pequeña! Sus hermanos, para meterse con ella, la llaman la lista Edith. Y a ella le da mucha rabia.


3. Una pelea entre borrachos Edith es muy sensible hacia todo lo desagradable. No consiente que se maltrate a nadie, ni al más pequeño animal. Un suceso que le ocurre la marca profundamente en esos años e, incluso, para toda su vida. Un día, regresa de la escuela a casa y en una de las calles se topa de repente con una pelea entre borrachos, en la que oye blasfemias y palabras soeces. Muchos que pasan por allí se ríen de ellos. Han sacado unos cuchillos y ve cómo corre la sangre. Edith se apresura hacia su casa por otro camino en medio de un gran nerviosismo. Llega con un ataque de fiebre y se tiene que acostar. No cuenta apenas el suceso ni su conmoción y esa noche no puede dormir. En el silencio y la oscuridad de su cuarto pondera las consecuencias del hecho: aquellos hombres eran como bestias, habían perdido su dignidad humana. ¡Qué importante era dominarse, no dejarse llevar por la ira, sujetar a voluntad los propios sentimientos e instintos! Decide desde aquella noche conseguir el autodominio como expresión de libertad, ser dueña de sí misma. Le resultaría difícil, pero lo haría. También se hace el propósito de no probar nunca una gota de alcohol. En otra ocasión la llevan al teatro. La obra es María Estuardo, de Schiller. La historia de la desgraciada reina católica escocesa, a quien Isabel I de Inglaterra cortó la cabeza, conmociona tanto a Edith que le da fiebre alta en el mismo teatro y tienen que llevársela a casa, casi delirando. Los accesos de fiebre le dan con frecuencia cuando ve algo desagradable. Es como una autodefensa hacia lo que no comprende, pero a medida que se hace mayor van desapareciendo. Edith tiene ya siete años y desde que asiste al colegio parece que su personalidad se va asentando. Ya no es tan caprichosa y testaruda como antes. Se vuelve más callada, más soñadora, medita mucho las cosas que le ocurren, lo que oye a los mayores. Como ella dice en sus memorias, se construye un «mundo oculto». La madre, después de la agotadora jornada de trabajo en el almacén de maderas, sube a la habitación de Edith todas las noches y rezan juntas las oraciones de acción de gracias por los beneficios recibidos durante el día. A veces Edith aprovecha para hacerle preguntas. Pero en ellas no hay nada de piedad o devoción religiosa, sino sólo curiosidad: –Mamá, ¿de dónde venimos los judíos? –Somos el pueblo escogido por Dios desde la creación del mundo. De nuestro pueblo surgirá el Mesías, el Salvador. –Pero, ¿quién es Yahvé? – Yahvé es Dios. Él hizo un pacto con nuestro padre Abraham y dio a Moisés las leyes por las que se debía regir nuestro pueblo. Ése es nuestro tesoro. –¿Y cuándo vendrá el Mesías? –No lo sé, Edith. Los cristianos dicen que ya ha venido, que era Jesús de Nazaret, un profeta poderoso que murió crucificado por los romanos en la ciudad santa. Pero estas cosas sólo las saben los sabios... Nosotros debemos creer y esperar en la promesa de Yahvé. Augusta quiere que Edith se dé por satisfecha, pero estas respuestas no la convencen. La señora Stein, judía muy devota, trata de inculcar a sus hijos la fe judaica. Como Edith es la más pequeña de la casa, durante algunos años le toca, en la fiesta de los Ázimos, preguntar al mayor de la familia el porqué de aquellas tradiciones. Y así se expone cada año la historia de Moisés, la liberación de Egipto y la Pascua judía narrada en el libro del Éxodo. Toda la familia va a la sinagoga los sábados y recitan juntos las oraciones familiares, dirigidas


por Pablo, el hermano mayor. Conocen desde pequeños la Torá, la Ley y la Tradición judías, y el Talmud, las enseñanzas rabínicas. Augusta Stein educa a sus hijos con firmeza y cariño a la vez. La fuerza de voluntad y la intuición para los negocios de la señora Stein hace que éstos prosperen. En esos años últimos del siglo XIX, tienen una vida más desahogada económicamente, aunque no abandonan nunca la austeridad que siempre marcó su hogar. El almacén de maderas, junto a la casa, es un sitio «mágico» para los niños. ¡Qué bien huele allí a madera y a resina! Suelen jugar entre los troncos y las carretas de tablones apilados. A veces, tienen que acudir a alguno de los obreros para que les saque las astillas que se les clavan en las rodillas o en los dedos... Edith recuerda también de estos años que su madre llegaba a casa, durante los fríos inviernos, con las manos calientes. Y a la niña le parecía que las manos de su madre irradiaban todo el calor del amor. Los familiares de los Stein eran muy numerosos y como buenos judíos se veían con mucha frecuencia en las fiestas religiosas y familiares. En una de estas fiestas, con motivo del ochenta cumpleaños de una tía abuela, Erna y Edith tienen que bailar, vestidas de época, con otras primas de su edad y sus hermanos, bajo las órdenes de una profesora de baile francesa. Las parejas se forman: Erna y Edith bailan juntas. Erna, que es muy alta, hace de hombre. –¡Mirad qué bien lo hace Edith! –¡Qué elegancia de movimientos, qué soltura! –Pero, ¿es posible que nunca haya dado clases de baile? Con estas exclamaciones todos admiran a Edith, que lo hace realmente bien. Tanto, que se convierte en la estrella de la velada. La profesora la toma aparte y le dice: –Si quieres, hablo con tu madre para enseñarte a ti sola, con una clase privada, porque puedes convertirte en una famosa artista. ¡Tienes mucho talento! –¿Usted cree –contesta como si se tratara de una broma– que me gustaría dedicarme al baile? No, no, a mí lo que me gusta es estudiar. A esa corta edad ya tiene claro lo que quiere. A pesar de todo, le encanta ser el centro de la fiesta y que todo el mundo la alabe. Su tía abuela le regala dulces. Pero esa noche, sus hermanos la regañan: –Te has portado como una presumida... –¡Vaya miraditas tan lánguidas y coquetonas echabas aquí y allá! ¿Querías engatusar a tu caballero? Y se burlan de ella. Edith se enfurece: –¡Es ridículo! Si mi caballero era Erna... Edith ha bailado lo mejor que sabía, sin afán de convertirse en protagonista. Se va a su cuarto sin dirigirles la palabra. Sueña a menudo que el futuro le tiene reservadas una gran felicidad y gloria. Sí, está destinada a algo grande. En apenas seis meses desde que empezó en la escuela se ha situado entre las primeras de la clase. Pero no es una chica pedante. Simplemente, le encanta aprender. Sigue las clases de sus profesores con sumo interés, sobre todo la historia y literatura alemanas, que es lo que más le gusta. A veces, se acerca hasta las salas donde se reúnen los profesores. Le gustaría saber lo que hablan también allí. Con sus compañeras es servicial y alegre: les explica algo de las lecciones si no las han entendido bien. Ya desde esos años sabe que la bondad es mejor que la sabiduría...


4. Una crisis y un cambio de aires Pasan los años y Edith se convierte en una chica bastante guapa, callada aunque no tímida. Conserva un rico y exclusivo mundo interior sólo para ella. –Piensas demasiado, eres muy sesuda –le dice Arno con un poco de sorna–. ¡Mira qué distinta es Erna: cuenta todo lo que le pasa! Ha terminado la educación básica para niñas con excelentes notas. Ahora, puede seguir los cursos del instituto –el gimnasio, como se llama en alemán a la educación secundaria– que se imparten en un centro adyacente a la Escuela Victoria. Por entonces, Edith está muy desencantada con la fe judía. Ve sólo ritos que no conducen a nada. No entiende la Biblia. No le resuelve la existencia de las cosas, de la gente, el porqué del dolor. Pregunta a su madre. Pero ésta quiere, con la mejor de las intenciones, que rece y confíe en Yahvé. Pero ella ya no puede seguir creyendo a ciegas como cuando era niña. Su mente racional y lógica exige la razón de todo. También se encuentra un poco sola, por su carácter reservado. Ha cumplido ya los catorce años cuando cae muy enferma. Y es que se encuentra agotada física y mentalmente. Los médicos dicen: –Le conviene un cambio de aires, reposar de tanto ajetreo. Una mañana, estando ya Edith un poco mejor, le dice a su madre: –Mamá, quisiera dejar de estudiar una temporada. Estoy tan cansada... –Hija, ¿estás segura? –Sí, se me ha ocurrido que quizás pueda irme algunas semanas con Elsa. Además, le podría echar una mano con los niños. ¡Me hace tanta ilusión verlos! –Muy bien, hija, puedes dejar de estudiar por el momento, si quieres. Le escribiré a tu hermana, y en cuanto te pongas buena del todo te vas con ella unos días. Elsa se ha casado hace pocos años y vive en Hamburgo con su marido, Max Gordon, que es médico. Tienen tres hijos, uno de ellos una niña, pero Elsa echa mucho de menos a Erna y a Edith, sus hermanas pequeñas. También se han casado sus hermanos Paul, Arno y Federica. A los quince días, su madre la deja instalada en el tren, con una gran bolsa de equipaje y algunas golosinas para sus sobrinos. Es la primera vez que sale de casa y al principio siente mucha nostalgia de su madre. Aunque va para seis semanas, pasa casi diez meses con Elsa, y ese tiempo constituye una verdadera cura para ella. En casa de su hermana se dedica a los tres pequeños. Las tareas domésticas le parecen engorrosas y difíciles, aunque las realiza con agrado y afán de ser útil a su hermana. También se aficiona mucho a leer y repasa la biblioteca de su cuñado en busca de libros interesantes. Su hermana está encantada de tenerla en casa y los domingos la invita a los exquisitos pasteles de una de las confiterías más elegantes de Hamburgo, cerca del muelle turístico. Hamburgo le parece una ciudad imponente. Se encuentra asentada sobre zonas pantanosas y atravesada por dos afluentes del río Elba, el Alster y el Bille. Con Elsa, y a veces sola, Edith pasea por las concurridas calles de esta floreciente ciudad comercial del norte de Alemania, sobre todo por el casco viejo. Le gusta observar el trasiego de barcazas en los canales fluviales y contemplar la antigua universidad de gastados muros. Un día recibe un telegrama de su madre, que le ordena que debe volver ya, porque otro de sus sobrinos está muy enfermo. Edith tiene mucha mano con los niños y los enfermos de la familia y sabe cuidar de ellos.


Así pues, Edith vuelve a casa. Está ya hecha una mujer y muy cambiada. Esos meses dedicados a tareas domésticas la han robustecido y la han descargado de la tensión emocional que provocó su crisis nerviosa. No obstante, ha perdido la fe religiosa y abandona por completo las prácticas judaicas. El negocio va bien y la señora Stein ha comprado una casa muy bonita y mucho más grande, con espacio incluso para dos familias completas. Tiene un pequeño y cuidado jardín delante, separado de la calle por una verja. Durante un tiempo Edith está en casa sin estudiar, ayudando a sus hermanas y cuñadas en las tareas domésticas y atendiendo a sus cada vez más numerosos sobrinos. Los niños se llevan muy bien con ella. Están todos un poco preocupados, porque no habla nunca de su futuro. Un día su madre aprovecha para abordar la cuestión mientras le cepilla el cabello: –Hija, ¿no tienes ilusión por hacer alguna cosa? Tienes casi dieciséis años... Has de hacer algo. –Pues, la verdad es que echo de menos el instituto, pero soy ya un poco mayor para volver a empezar. –¡Eso no es problema! Nunca es tarde. Hay quienes comienzan a estudiar a los treinta años... ¿Por qué no intentas ponerte al día? Y lo hace. Con ayuda de unos profesores particulares se aplica con renovadas energías al latín, a las matemáticas y al resto de las asignaturas. Un día, su madre la sorprende estudiando por la noche bajo la luz de la lámpara de gas: –Edith, descansa. Al menos de noche. –Es que debo recuperar el tiempo perdido. Si me sacrifico un poco ahora, podré presentarme al examen de reválida dentro de dos semanas junto al resto de mis compañeras. –Pero ellas llevan varios cursos preparándose... –Por eso debo estudiar intensamente, mamá. Pero a la mañana siguiente, a su madre le extraña que ni Edith ni Erna se hayan despertado aún. Piensa que han estudiado hasta muy tarde y las deja un poco más en la cama. Al final, envía a Federica a que las levante. Al abrir la puerta del dormitorio sale una oleada de olor a gas. Edith y Erna no responden: están sin sentido y palidísimas. –¡Mamá corre! –grita Federica–. ¡Están medio muertas! Resulta que se ha apagado la llama de la lámpara de gas y éste ha seguido saliendo con todo cerrado. Se apresura Federica a abrir la ventana y a reanimar a sus hermanas, que han estado a punto de morir por asfixia. Edith recuerda este episodio sin temor alguno a la muerte, como un dulce sueño. Llega el día del examen de reválida, y lo supera fácilmente. Edith empieza a pensar en su futuro: ha descubierto que le encanta aprender cosas; disfruta ayudando a amigas más retrasadas en los estudios y comprobar cómo avanzan. ¡Sí, será maestra! Como su querida hermana Elsa. También ha llegado al convencimiento de que el judaísmo no puede ser la verdadera fe, pero por no enfadar a su madre la sigue acompañando a la sinagoga. Edith decide que si alguna vez descubre dónde está la Verdad, con mayúsculas, la vivirá imitando la integridad, bondad y honradez que ha visto en su madre. En eso sí que es todo un ejemplo para ella. Con el final de curso, se organizan los actos solemnes de entrega de premios y diplomas honoríficos. Edith recibe los suyos, que no son pocos. Le complace el justo merecimiento de los galardones, pero le aterra subir al estrado y sentir en ella la mirada de todos; se sonroja al


recibir las alabanzas y los aplausos y baja a toda prisa a su asiento. Quisiera no tener que pasar por ese «trago» de ser el centro de atención, pero no tiene más remedio. Una compañera le susurra al oído: –Edith, ¿por qué te pones tan colorada? Deberías estar encantada... ¡Ya me gustaría a mí estar en tu lugar! –Es que tanta alabanza me abruma. Creo que no es para tanto. Además, debemos ser como el cristal de una ventana: que deja pasar toda la luz, pero a él no se le ve. Hasta ese punto se va configurando su sencillez y humildad ante los éxitos: hacer las cosas lo mejor posible, pero sin buscar destacar por ello. Para celebrar el final del curso y el inicio del verano, sus amigas organizan una excursión. Deciden ir a bañarse al Oder y merendar en la orilla. Insisten en que Edith no falte. Su jovialidad y su conversación, siempre amables e interesantes, dan un ambiente alegre a todas las reuniones adonde va. Edith jamás habla mal de nadie ni su charla tiene tono pesimista. Pasan un día realmente estupendo. Al atardecer se despiden hasta el otoño, pues muchas de ellas se irán de la ciudad para pasar el verano fuera. Edith es una de ellas.


5. El trébol de cinco hojas En los meses estivales, los Stein suelen visitar a diversos parientes y, a veces, viajan hasta Lublinitz, en Silesia. Los veranos en el campo entusiasman a Edith. Le encanta el contacto con la naturaleza, realizar largas caminatas con sus hermanos y primos, bañarse en los ríos, pescar. Casi siempre propone explorar sitios nuevos, recorrer lugares donde nunca han estado antes. Le gusta mucho Lublinitz. La pequeña ciudad es bonita y sus parientes son muy acogedores. Erna y Edith hacen tanta amistad con unos primos lejanos, gemelos, que los parientes piensan que habrá en el futuro boda entre ellos. Pero cuando Edith se hace mayor, se van espaciando las visitas al pueblo natal de sus padres. La señora Stein cree que el carácter derrochador y demasiado frívolo de los gemelos no beneficia a sus hijas. Ella es una mujer de principios morales y religiosos muy arraigados y sus hijos han sido educados en un ambiente austero que les prepara para la dureza de la vida. A Edith no le importa mucho esa separación mientras cuente con sus queridas amigas. Sobre todo, en la escuela ha hecho amistad con Rose. Otra de sus amigas es Lilli. Junto a su hermana Erna, forman un cuarteto alegre e inseparable. Durante los veranos en Bresláu hacen planes divertidos, a los que se suele unir un chico, Hans Biberstein, quien un poco más adelante será el novio de Erna, que es muy guapa, y se casará con ella. Edith dice que el grupo es un «trébol de cinco hojas». Les encanta a los cinco jugar al tenis, pasear en barca, dar largas caminatas por los alrededores y sentarse a descansar bajo la sombra de los árboles para hablar del futuro: –Edith, ¿qué piensas hacer cuando termines el bachillerato? –le preguntan sus amigos. –Seguir estudiando. Iré a la universidad. –Pero casi ninguna chica va a la universidad. Y las que van lo hacen para buscar novio. Vas a ser un bicho raro... –¡Yo no voy a buscar marido en la universidad! Lo único que me importa es estudiar. Convenceré a mamá para que me dé permiso. Aunque fuera la única mujer en la universidad, iría. –Pero cuando te cases no podrás trabajar –contesta Rose–, las mujeres casadas deben cuidar de su hogar y de sus hijos. –Yo creo –tercia Erna– que no se pueden hacer las dos cosas a la vez. O una cosa o la otra. Si decides casarte y formar una familia, no tendrás tiempo para dar clases... –También puede decidirse por ejercer su profesión, ¿verdad, Edith? –intenta echarle una mano Hans, que está a favor de la igualdad de derechos de las mujeres. –Lo único que os puedo decir –contesta Edith– es que no concibo la vida como la viven hoy la mayoría de las mujeres, que apenas reciben educación, no tienen derecho a votar en las elecciones, y cuyo único futuro es casarse y depender de un marido. –¿Te parece mal casarse? –No, yo no digo que casarse esté mal, pero por nada del mundo renunciaría a mi profesión. Aunque me case. Además, las mujeres tenemos una vocación que cumplir, podemos hacer lo que nos propongamos si nos preparamos bien. Y debemos aportar a la sociedad toda nuestra capacidad, de igual manera que lo hacen los hombres. –Bueno, bueno, ya veremos –se ríen sus amigos ante el calor con que defiende sus sueños–. Con esas ideas tan avanzadas te vas a hacer «famosa» muy pronto... –¡No busco la fama! –salta Edith–, sino la justicia... y la verdad.


En sus opiniones políticas, Edith va siempre por delante, defendiendo a la mujer, su derecho a la educación integral, a la igualdad jurídica con respecto al hombre. Pero no cae en los extremismos, porque cree firmemente que la mujer tiene su misión específica y es complementaria del hombre; es decir que no está ni por encima ni por debajo del varón, sino a su lado. Por esos años, hacia 1910, estaba en pleno apogeo la lucha, a veces violenta, del sufragismo [4], movimiento político que defendía el derecho de las mujeres a votar en las elecciones y a participar en las decisiones de gobierno. Pero el talante del sufragismo era muy radical, ya que pretendía que la mujer se «masculinizara», anulando su identidad femenina, y eso no era lo que deseaba Edith. Sobre estos temas giran las conversaciones que llenan las tardes de ocio del «trébol de cinco hojas». Otras veces hacen excursiones de varios días y pasan la noche en albergues. También acuden al teatro y a la ópera. A Edith le entusiasma el teatro, así como la música y la lectura de autores clásicos y contemporáneos. Durante los últimos años del bachillerato, Edith comienza a dar clases particulares a amigas y conocidas para ayudarlas a repasar las materias que no entendían bien. A Edith se le da muy bien el latín y le gusta mucho la literatura y la historia. Pero, sobre todo, siente pasión por la filosofía, con la que precisamente sus compañeras tropiezan a menudo y se encasquillan a la hora de asimilar los conceptos abstractos. Edith es paciente y comprende las dificultades de sus amigas. Poco a poco, se corre la voz de su fama. Los profesores la ponen como ejemplo ante todos, y en casa están encantados con sus buenas notas. Un día, estando en clase de dibujo, recibe un aviso del director. Se produce un gran revuelo. «¿Qué habrá hecho Edith para que el director la saque de clase?», se preguntan todos. Sube Edith hasta el despacho del director un poco nerviosa y, al entrar, lo encuentra con un señor desconocido. –Dígame, señor director. –Señorita Edith, perdone que haya interrumpido su clase. Este caballero es el padre de una alumna de cuarto. La chica necesita ayuda urgente para poder aprobar y pasar curso. Va muy mal. Se le pagará lo que pida. –Por favor, acepte esta tarea –añade el padre–. Me han hablado muy bien de usted. Edith accede porque, aunque su madre le costea los estudios, le vendrá muy bien poder pagarse algunos de sus gastos. Luego, fueron llegando otras muchas alumnas.


6. El tío David Llega el final de curso. Los estudiantes que dejan el instituto, entre ellos Edith, que tiene veinte años, celebran una divertida fiesta de despedida. Se toman refrescos, se recitan poemas y se hacen bromas cariñosas sobre cada alumno. A Edith le dedican un himno sobre su feminismo y su empeño por ir a la universidad. Doña Augusta también le da vueltas al futuro de sus hijas pequeñas. Los hermanos mayores de Edith se han incorporado desde hace tiempo al negocio familiar, aunque la madre sigue supervisando el trabajo. Las cosas van bien. Las hermanas, sobre todo Federica y Rosa, son las que llevan la casa. Un día de finales de primavera, Augusta habla con ellas: –Hijas mías, he pensado que mientras no os caséis debéis prepararos para trabajar en alguna profesión... Ya sabéis que debéis colaborar con la familia. –Claro que sí, mamá –contesta Erna alegremente–. Estamos dispuestas a trabajar con ganas. Ya sabes que nuestra ilusión es dedicarnos a la enseñanza. –Muy bien, pero no os precipitéis. Tú, Erna, te deberías dedicar a la medicina. Y a Edith le vendría muy bien estudiar leyes por su forma de ser. Tenéis aún varios meses para pensar cuál va a ser vuestra profesión. –Sí, mamá –responden–, lo pensaremos. –Ahora –continúa la madre– tengo una noticia que daros: vuestro tío David, el farmacéutico, me ha escrito para invitaros a pasar el verano en su casa. Ya sabéis que es muy rico y no tiene hijos, y creo que piensa en vosotras para un gran proyecto suyo. –¿Qué clase de proyecto? –pregunta Edith con desconfianza, pues no le gusta que tomen decisiones por ella. –Prefiero que él os lo cuente –dice con precaución la señora Stein, pues conoce a su hija–. De momento, escribiré a vuestros tíos y les confirmaré que iréis en agosto. Edith recuerda vagamente a su tío David como una persona muy buena y a su tía como una señora elegante y risueña, siempre pendiente de las buenas maneras y de quedar bien. Las dos hermanas no los ven desde hace algunos años, pues viven en otra ciudad. La verdad es que la última vez que estuvieron con ellos lo pasaron estupendamente. Recuerdan los paseos en barca y las meriendas campestres bajo el cálido sol del verano. Esta vez, les han dicho que acudirán a algunos bailes, y ambas hermanas están ilusionadas. Esas semanas antes del viaje, su madre, a la que ayuda una modista, les confecciona un bonito vestido a cada una, les compra un sombrero y les prepara el equipaje con lo mejor que tienen, pues van a residir entre personas elegantes. Chemnitz, la ciudad donde viven sus tíos, no está demasiado lejos, pero pasan varias horas de cansado trayecto en un incómodo coche de postas. Al final del viaje, ambos las recogen y las llevan a su confortable casa junto a la botica, en plena calle principal. Su tía, una señora encantadora y amable, las quiere mucho. Está deseando presentar a sus guapas sobrinas ante sus amistades y, para ello, organiza animadas meriendas y tés en su casa. Todos quedan encantados con las chicas, tan inteligentes y educadas. No tarda el tío David en hablar con ellas y contarles su acariciado proyecto: –Mirad, la botica va muy bien, da dinero y he pensado construir en las afueras del pueblo un sanatorio. La gente no tendrá así que irse tan lejos cuando deba ser atendida por alguna enfermedad grave. Pero necesitaré ayuda. Y he pensado en vosotras, que sois estudiosas y trabajadoras. –¿En nosotras? –se sorprende Edith–, si no tenemos ni idea de medicina...


–Yo os pagaré los estudios necesarios, y en la mejor universidad. Luego, aprenderéis en mi botica todas mis fórmulas. Vosotras dos, como enfermeras, seréis mi brazo derecho en mi hospital. ¿Qué os parece? –Sí, tío –habla Edith con resolución–, es una buena oferta. Pero nuestros planes van por otro lado. Erna quiere estudiar idiomas y yo deseo dedicarme a la enseñanza... A mí no me gusta la medicina. –Bueno, eso no importa –contesta con optimismo el tío David–. Os acabará gustando. ¡Nada, no se hable más! De los detalles me encargo yo. –No, tío, verás... yo no puedo aceptar tu idea –dice Edith bastante confusa, pues no quiere hacer enfadar a su tío–. Tengo otros proyectos... Erna ha permanecido callada. No sabe qué decir. –Bueno, pensadlo bien, no me tenéis que contestar ahora. Os dejo que lo asimiléis –dice su tío, comprensivo, aunque extrañado de que le hayan puesto reparos–. Seguiremos hablando de ello. Durante los siguientes días, Erna empieza a dudar, pero Edith se mantiene firme como una roca. ¡No piensa estudiar medicina! –Creo que voy a aceptar el ofrecimiento de tío David –le confiesa Erna a Edith–. Es una buena oportunidad. Me aseguraré el futuro y para nuestra madre será un alivio que me ponga bajo la protección del tío. Edith le argumenta: –Tú verás lo que haces. Pero creo que debes seguir tu propio camino, sin que nadie te imponga su criterio. A pesar de esta cuestión tan espinosa, las dos hermanas lo pasan muy bien con sus tíos. No han parado en todo el verano: excursiones, paseos en barca, excitantes viajes en el flamante automóvil azul del tío David –entonces poca gente poseía un automóvil–, meriendas casi todas las tardes, y hasta un par de bailes, en los que conocen a algunos chicos. A punto de volver ya a Bresláu, Edith habla claro, pero con respeto, a su tío David: –Tío, creo que no tengo aptitudes para la medicina. No me gusta. No sería nunca una buena doctora. Mi verdadera vocación es la docencia: quiero dedicarme a la enseñanza, al estudio, a la investigación. Espero que lo comprendas y que me perdones. Su tío se da cuenta, por fin, de que ha sido vencido. Acariciando la barbilla de Edith, le asegura con ternura: –Sí, sí, te comprendo. Me parece bien que sigas tu propia vocación... aunque no sea nada rentable. Serás una excelente filósofa. ¡Quizás algún día te vea en la cima de la cultura!


7. Por fin, la universidad Edith ha terminado con muy buenas notas el bachillerato, que en aquellos tiempos era más largo, y se dispone a entrar en la universidad de su ciudad. Corre el año 1911. Erna, que lleva dos cursos de adelanto, se centra ahora en estudiar medicina. Edith está muy contenta. Para ella, la universidad no sólo es un lugar donde prepararse para ejercer una profesión, sino una oportunidad para aprender y, luego, poder transmitir todo lo aprendido a los demás y ayudarles a ser mejores personas. Ésa es su verdadera vocación. Al mismo tiempo, está muy orgullosa de ser una de las primeras mujeres que en Alemania estudian una carrera universitaria compartiendo aulas con los hombres. En la universidad tiene libertad para elegir asignaturas y se decide por las que más le gustan: historia, filosofía, literatura, gramática, latín. También elige psicología, porque cree que le ayudará en el futuro a conocer mejor a sus alumnos. Y por otra razón más personal: piensa que la psicología, que trata del estudio de la mente y el alma humanas, le conducirá a descubrir la verdad pues, al perder la fe, no tiene dónde resolver sus dudas sobre la vida. Además de su hermana, sus amigas Rose y Lilli coinciden con ella en algunas asignaturas, como la psicología, aunque han elegido estudiar matemáticas y medicina. También ha conocido a Kathe, una chica protestante, con la que se lleva muy bien a pesar de la diferencia de religión, y muchas tardes quedan para estudiar juntas y traducir pasajes de la Biblia y los Evangelios. Este primer contacto con los textos cristianos no supone aún para Edith nada importante. A Edith le encanta el ambiente universitario y pasa muchas horas, incluso de su tiempo libre, leyendo en algún aula vacía, paseando pensativa por los corredores y repasando asignaturas o escribiendo en la biblioteca. Se ha apuntado, además, a algunos seminarios, donde los grupos reducidos de alumnos permiten participar activamente en las discusiones. Forma parte del Grupo Pedagógico, formado por alumnos y profesores jóvenes. A ella le gusta mucho hablar en los seminarios, pero sobre todo escuchar. Hace preguntas, pone objeciones, incluso intenta resolver las dudas «persiguiendo» por la calle al profesor. Comienza a hacerse célebre por su inteligencia y aplicación. Un día en que su grupo de amigos se reúne como todos los domingos en un café para hablar de temas de estudio y de política, llega Edith un poco abatida: –¿Qué te pasa, Edith? –le preguntan. –Pues... llevo varios meses estudiando psicología y, la verdad, pensaba que sería otra cosa. –¿Cómo otra cosa? –se asombran sus amigos. –Sí, veréis: si la psicología estudia el alma humana, su modo de ser, sus motivos, sus reacciones, todo eso debería llevar a algo más, pero sólo se queda ahí, en lo material. ¡No tiene contenido! –¿Y qué crees que puede ser ese «algo más» que buscas? –Pues no lo sé –reconoce Edith–, pero no me aclara quién es el ser humano, de dónde venimos y por qué existimos. E incluso si realmente tenemos alma. Todo parece que se queda en la opinión de cada cual. Nada tiene sentido. Ya hay discusión para buena parte de la tarde. Pero no se aclaran las dudas de Edith sobre la existencia de una verdad única para todo el mundo, y ningún argumento la deja satisfecha. Mientras tanto, no puede permanecer inactiva. Además de los estudios y de las reuniones en los seminarios universitarios, se ha apuntado a la Asociación Prusiana para el Voto de la Mujer, en la que su papel fundamental es escribir discursos y cartas para defender la igualdad


política y jurídica de la mujer con respecto al hombre. Sin embargo, Edith no es una de esas feministas llenas de rencor que actúan con violencia y son capaces de incendiar un almacén, como ha visto con sus propios ojos. No. Apoya sus ideas con buenos argumentos llenos de sentido común, que defienden a la mujer junto con el hombre. Su carácter es afable y alegre, aunque exigente con sus amigos, y todos se dan cuenta de que a pesar de su juventud posee una gran autoridad. Además, le gusta que se la respete y no admite chistes verdes ni bromas de mal gusto delante de ella. Su relación con los chicos es tan natural que a veces necesita aclarar a alguno, a punto de enamorarse de ella, que sus sentimientos son sólo de amistad y compañerismo. Uno de ellos, Popp, la suele acompañar hasta su casa después de las clases y, delante de la verja, pasean durante mucho tiempo de arriba abajo a lo largo de la acera, mientras hablan de las clases de ese día. A su madre, que a veces los ve por la ventana, no le gustan nada esos paseos nocturnos delante de la casa, por lo que un día le dice: –Edith, ¿qué pasa con ese chico?, ¿estás saliendo con él? –¡Mamá, de ninguna manera! Es un compañero, simplemente. Hablamos de estudios. –Pues los vecinos no pensarán eso ni mucho menos... –¡Lo que piense la gente me trae al fresco! La verdad es que Edith pensaba que algunos vecinos eran unos cotillas y que podían ocuparse de sus asuntos. En otra ocasión, después de una excursión, pidió ella misma con gran naturalidad a un compañero, llamado Eduardo Metis, que la acompañase para no ir sola. Este chico se hizo muchas ilusiones, pues al fin y al cabo Edith no sólo era una chica inteligente y culta, sino también muy atractiva... Después de ese paseo, Eduardo comienza a llamarla por teléfono y a enviarle notas para invitarla a salir con él. Al principio Edith acepta las invitaciones, hasta que se da cuenta de que él quiere que sea su novia. Contestando a una de esas notas le tuvo que aclarar que sólo era su amiga y que no se imaginara otro sentimiento. Y el chico tuvo que desistir de conquistarla. Y es que en estos meses de universidad, Edith está centrada totalmente en sus estudios y no piensa para nada en salir con chicos ni en casarse. Con frecuencia el grupo de estudiantes repasa lecciones en la biblioteca. Para memorizar bien las materias se preguntan unos a otros y debaten sobre ellas. A Edith le dan la tarea de poner en «aprietos», con preguntas incisivas, a los demás. De este modo, se dan cuenta de si de verdad han estudiado. En una ocasión, advierte que uno de sus compañeros no ha prestado atención en clase. A la salida, lo toma aparte y le dice: –Mira, no puedo menos que decirte como amiga tuya lo mal que me ha parecido que desaproveches el tiempo durante las clases. ¿Por qué te dejas llevar por lo que te apetece en cada momento? Date cuenta del esfuerzo que hacen nuestras familias por pagarnos los estudios. Debemos dar de sí todo lo que podamos. El chico, que se acuerda ahora de todas las veces que ha perdido el tiempo, asiente sonrojado. –Mañana, si te parece bien –continúa Edith–, quedamos a la salida de clase y te explico esas lecciones que te has «perdido». –¡Gracias, Edith, por tus consejos: eres encantadora e implacable! –responde, más animado.


8. Un descubrimiento En los trabajos de clase, Edith empieza a usar como libro de texto la obra cumbre de Edmund Husserl, Investigaciones lógicas, publicada en 1901. Este matemático alemán, dedicado a la filosofía, daba clases en la Universidad de Gotinga y es el creador de la fenomenología, teoría que estudia la naturaleza de las cosas en su manifestación o apariencia, que él llama «fenómeno». Según el profesor Husserl, los «fenómenos» se muestran a la inteligencia humana, a la conciencia, y ésta debe conocerlos y analizarlos sin prejuicios, independientemente de la propia idea que se pueda tener de ellos. Así, se puede llegar a saber la «esencia» de las cosas, qué son las cosas. La fenomenología se contrapone al idealismo, al subjetivismo y al relativismo, otras teorías filosóficas –provenientes de Kant– que contemplan la realidad según el modo de entenderla cada individuo, y que estaban de moda en aquel tiempo. –Si para cada persona una misma cosa puede ser diferente, ¿dónde está la verdad? –se pregunta Edith. La fenomenología es, sobre todo, un novedoso método filosófico de conocimiento de la realidad. Y le presenta a Edith un mundo nuevo: llegará a entender mejor las cosas, las «esencias», y la verdad de ellas sin disfraces, sin juicios previos. ¡Qué descubrimiento! Además, Husserl no olvida la dimensión espiritual del hombre, algo que gusta a Edith, pues, aunque es atea, se da cuenta de que el ser humano no es sólo cuerpo. Lee todo lo que encuentra sobre Husserl y se hace una verdadera experta, hasta tal punto que los estudiantes mayores e incluso los profesores le consultan sobre algún aspecto de la fenomenología y le piden que corrija sus trabajos por si hay algún error, cosa que ella hace sin darse importancia, atenta tan sólo a ayudar a los demás en su perfeccionamiento intelectual. A la mitad de su segundo año universitario, Edith está algo defraudada. La universidad de su ciudad se le ha quedado pequeña: ¡ansía ir a Gotinga!, a aprender directamente de su admirado profesor Husserl. Piensa que es el momento de cambiar de aires y buscar otras fuentes de aprendizaje. Sólo así saldrá adelante en sus estudios. Pero también reflexiona sobre la angustia de su madre cuando le diga que quiere irse lejos. Además, su madre tendría que pagarle no sólo la enseñanza, sino también la comida y el alojamiento. Una pesada carga para la familia. Tendrá que pensarlo mejor. De momento, no dice nada a nadie. Se le ocurre que puede ir preparando su tesis doctoral, que el sistema educativo alemán permite ir haciendo mientras se acaba la carrera. Así estará muy ocupada. Elige un tema sobre la psicología de los niños, pero pronto lo desecha porque no le acaba de gustar. Le parece que los métodos que usa se han quedado anticuados. –La psicología está aún en mantillas –suele decir a sus amigos–. Esta ciencia tiene que avanzar mucho aún... Vuelve a plantearse ir a Gotinga. Y se propone conseguirlo como sea. Un día, le cuenta su secreto a Erna mientras vuelven a casa desde clase: –Erna, me gustaría que me ayudaras a convencer a mamá para que me deje ir a Gotinga... –¡A Gotinga! ¿Para qué? –A estudiar en la universidad. ¡Allí da clases el profesor Husserl! –Ah, sí, tu querido profesor Husserl –contesta Erna riendo–. Aunque estuviera el mismísimo emperador, no te hagas ilusiones de que mamá te lo permita. Está muy lejos. –Esta noche voy a hablar con mamá. Te he contado esto porque necesito que me apoyes. Quisiera conocer de cerca en qué consiste esa «escuela de fenomenología» de la que tantos hablan... Esa noche, un viernes, comienza un nuevo sabbat. La madre lo celebra cada semana con


mucho esmero. A la caída del sol, prende todas las velas de la casa y recita las oraciones prescritas, mientras enciende el gran candelabro de plata que iluminará la cena. Durante la cena, como siempre muy animada, Edith permanece silenciosa y distraída. Su madre enseguida se da cuenta de que algo le ronda la cabeza: –Edith, cuéntame en qué piensas. –Estoy pensando en mi futura profesión –contesta con cautela Edith, tratando de hallar las palabras más oportunas–, creo que debería conocer otros puntos de vista... además de los que ya conozco. –¿Otros puntos de vista? ¿De quién? –quiere saber la señora Stein. –Como sabes, pues ya te he hablado de ello –dice despacio Edith–, el profesor Edmund Husserl enseña filosofía en Gotinga y ha fundado una especie de grupo de muy alto nivel intelectual con algunos alumnos y profesores. Me encantaría tener contacto con ese grupo, hablar y conocer directamente de él su teoría: la fenomenología. Ya sabes que me gusta mucho la filosofía... –Pero, Edith –objeta su madre–, ese profesor está muy lejos. ¿Es que quieres irte? ¿No estás contenta aquí? En nuestra universidad hay magníficos profesores y doctores... –Sí, mamá, pero... ya los conozco y estoy segura de que para seguir avanzando y aprendiendo debo ir a Gotinga –dice Edith, mirándola a los ojos. Y añade tomándola cariñosamente por el brazo: –Por favor, comprende que deseo estudiar todo lo que pueda y, a través de ese estudio, llegar a descubrir qué es y dónde está la verdad. Es posible que la encuentre en Gotinga. La señora Stein se levanta de la mesa con desaliento y comienza a recoger despacio las fuentes vacías. No dice nada. Le cuesta mucho tomar la decisión de separarse de su querida hija. Los hermanos se miran entre sí y miran a Edith, expectantes. Entonces, se vuelve con los ojos húmedos y le contesta: –Hija mía, yo no me opongo a que te vayas tan lejos a estudiar, si es por poco tiempo. ¿Cuánto tiempo estarás? –Mamá querida, me gustaría ir enseguida, para hacer allí el semestre de verano –apunta Edith, reprimiendo su gran alegría–. No sería mucho tiempo, y además, yo misma intentaré pagarme los gastos dando clases particulares. –Hija mía –comenta su madre con un suspiro–, siempre has tenido el don de salirte con la tuya, desde que no levantabas un palmo del suelo y querías ir a la escuela grande. Siempre has sido independiente y voluntariosa... En fin, tienes mi permiso para solicitar la admisión en Gotinga. Y no te preocupes por el dinero. Edith abraza a su madre llena de agradecimiento y guiña al mismo tiempo un ojo a sus hermanos. Su madre escribe al primo Richard Courant, que vive precisamente en Gotinga, para anunciarle que va a ir Edith y que la ayude en todo.


9. Presentimientos Así pues, Edith, con gran entusiasmo, se pone enseguida en contacto con la Universidad de Gotinga y se matricula para el semestre de verano que está a punto de comenzar [5]. Los alumnos tienen bastante libertad en la elección de las asignaturas. Si por Edith fuera las escogería todas, pero como eso es imposible, se inscribe en filosofía, gramática, filología germánica e historia. El 17 de abril de 1913 parte para Gotinga junto con su amiga Rose, que decide hacer también el semestre. Edith tenía veintiún años. Fue un largo y cansado viaje en ferrocarril, atravesando media Alemania, con numerosas e interminables paradas en los pueblos y ciudades por los que pasaban. Pero, ¡qué felices se sienten las dos! Durante el viaje, mientras su compañera dormita, Edith mira en silencio por la ventanilla del compartimento e intuye que empieza una etapa decisiva en su vida, que rompe con todo lo anterior. ¿Se cumplirá ese presentimiento? La sensación se afianza más y más en su corazón a medida que se acercan a Gotinga. En la estación, las recogen el primo Richard y su esposa Nelli y las llevan a la residencia de estudiantes. Con frecuencia mantendrán un cordial contacto y se visitarán mutuamente. A Edith, Gotinga le parece una ciudad preciosa. Está situada en el corazón de Alemania, en la ladera de una montaña y rodeada de bosques. Es pequeña y medieval, alegre e intelectual, con típicas casas de entramado de madera y ventanas de cristales emplomados. En una de ellas, una placa informa de que allí habían vivido los hermanos Grimm. Nada más soltar las maletas y asearse un poco, Edith se va sola a dar un paseo. Baja por la avenida principal hasta la plaza del Mercado. Allí se detiene a admirar la fachada gótica del ayuntamiento y una preciosa fuente de altos surtidores. Camino de la universidad, entra en una confitería a comprar un trozo de tarta de manzana con crema. Toda la ciudad gira en torno a la universidad, célebre en todo el país. El edificio es de estilo neoclásico muy austero. ¡Iba a ser una de las primeras mujeres que ocuparían aquellas aulas en las que estudió el mismísimo Bismarck, el gran ministro alemán! Edith y Rose han alquilado dos sencillas y bonitas habitaciones en una pensión de estudiantes en el centro de la ciudad. Una de ellas sirve de dormitorio y la otra de estudio, cuarto de estar y comedor. Se reparten las tareas de la casa. A Edith no se le da mal la cocina y muchas veces prepara para su compañera el desayuno. Nunca comen en la pensión, suelen ir a un restaurante vegetariano. Por las tardes se reúnen de nuevo y cenan juntas; se cuentan las mil aventuras del día, pues como Rose estudia matemáticas apenas coinciden en clase. Charlan a veces hasta altas horas de la noche, sobre temas de estudios y también sobre los complicados sucesos políticos que se viven en esos momentos en el Imperio alemán. Esos meses del verano de 1913 fueron, en efecto, muy profusos en graves incidentes internacionales, pues en junio estalló la Segunda Guerra de los Balcanes que enfrentó a Bulgaria y a Serbia –y a sus respectivos aliados– por conseguir el acceso al mar Adriático. Alemania tuvo el acierto de no intervenir y de evitar que el Imperio austrohúngaro apoyara con las armas a Bulgaria, lo que habría ampliado el conflicto. Con la paz de Bucarest, firmada en agosto, se produce un nuevo reparto de territorios y una calma tensa que estallará de nuevo un año después... en la Primera Guerra Mundial. A los pocos días de estar en Gotinga, Edith visita en su casa, como era costumbre entre los estudiantes nuevos, al profesor Adolf Reinach, discípulo y mano derecha de Husserl. Reinach es joven, con un gran bigote negro, gafas redondas y unos alegres ojos claros. Queda muy


bien impresionado por la seriedad y educación de la joven Edith y, sobre todo, por las grandes aptitudes que descubre en ella. El profesor promete concertarle una entrevista con el «maestro», como llaman a Husserl sus discípulos. Llega el día acordado. ¡Con qué alegría y con qué nerviosismo acude a la cita tan anhelada! Reinach la acompaña hasta el Seminario de filosofía, en la universidad: –Pasen, pasen, por favor. El tono acogedor de Husserl le da a Edith una gran confianza. Husserl les ofrece asiento. Edith se encuentra ante un hombre no demasiado alto, delgado, de unos cincuenta años, de pelo cano y barba puntiaguda. Emana de él una gran autoridad y dignidad. –Profesor, me llamo Edith Stein Courant. Hace pocos días que me he instalado en Gotinga. Estaba muy interesada en conocerle. –Para mí es un placer. ¿De dónde procede, freulein [6] Stein? –pregunta Husserl. –De Bresláu –contesta Edith–. Allí he estudiado dos años de filosofía y gramática. Me gusta mucho también la psicología, pero creo, si me permite decirlo, que estas materias se encuentran allí un poco anquilosadas. –¿Cree que aquí va a aprender más? –se interesa Husserl. –No lo dudo –dice con seguridad Edith–. He leído además todas sus obras y creo que su método es el más adecuado para conocer la realidad. Estoy de acuerdo con lo que usted mismo dice: «La ciencia se dirige al saber. Y en el saber poseemos la verdad». –¿Ha leído ya mis libros? –se asombra el profesor Husserl. –Todos. El que me ha decidido a venir aquí ha sido Investigaciones lógicas. Hace poco he terminado el segundo tomo. –Vaya, vaya –sonríe Husserl–. ¡Eso es una auténtica proeza! ¡Es usted una heroína! El tono de la conversación se hace cada vez más amistoso. Edith sale muy contenta de la entrevista. Al día siguiente recibe una invitación para formar parte de la Sociedad Filosófica, grupo en torno a Husserl en el que se discute y se dialoga sobre filosofía y al que pertenecen alumnos muy escogidos, entre ellos algunas mujeres. Allí, Edith se encuentra en su salsa. A las pocas semanas se hace imprescindible: con su ingenio es motor de muchas de las cuestiones que se debaten, y es ella, además, la que redacta el acta de las reuniones. Los alumnos y profesores que forman el Círculo de Gotinga llegan a ser muy buenos amigos de Edith, como otra chica, Eduvigis Conrad-Martius. Algunos de ellos tuvieron un gran papel en los acontecimientos que cambiaron la vida de Edith, como se verá más adelante.


10. Un amor secreto Pero todo no era estudiar. Están en pleno verano y como los miércoles por la tarde y los domingos no tienen clases, aprovechan para ir de excursión. A Rose y a Edith les encanta subir a las montañas o andar por los bosques. Las excursiones las planifican muy bien: se levantan muy pronto para aprovechar el día, preparan algo de comer y se echan la mochila a la espalda. Unas buenas botas son imprescindibles para caminar kilómetros y kilómetros, entre canciones y risas. Cuando tienen más tiempo, toman un coche de línea o el tren y van a conocer las ciudades y pueblos un poco más alejados. A veces pasan la noche en algún albergue. En una ocasión van a Francfort. Como les gusta mucho el arte, entran en la catedral católica, de estilo gótico florido, que está vacía. Mientras recorren en silencio las altas naves, observando las bóvedas de nervaduras, las impresionantes vidrieras y los diferentes retablos, ven entrar en el templo a una sencilla mujer con la cesta de la compra cargada de verduras. La mujer se arrodilla y, cerrando los ojos, ora unos minutos. Luego, se acerca ante una imagen de la Virgen. Y se va. A la salida, Edith no deja de comentar la sorpresa que le ha causado el hecho: –¿Has visto, Rose? Esa mujer ha entrado a rezar, sin más. –Sí, en los católicos eso parece algo normal. –Esto es lo que me admira de esa religión –explica Edith–. Ya sabes que a las sinagogas y a las iglesias protestantes sólo va la gente en los momentos en que hay oficios religiosos. Sin embargo, mira: ¡en medio de sus ocupaciones, esa señora católica entra en la iglesia a rezar a su Dios! ¿No es algo más auténtico, menos frío? –Sí, es verdad –concede Rose. Esta sencilla anécdota tendrá para Edith un significado pleno allá por el año 1921. No la olvidará nunca. Otras veces se quedan en casa e invitan a otras chicas y cantan y bailan hasta muy tarde. Los valses y las animadas polkas les encantan a todas. Les gusta, a veces, leer algún libro en voz alta y comentarlo. Y los acogedores cafés de Gotinga, donde sirven unos deliciosos dulces y bollos, se convierten también en buenos lugares de reunión para charlar cuando llueve. Buena parte de su tiempo libre lo dedica Edith a trabajar en favor de la mujer. Está deseosa de que a las mujeres se les reconozca su derecho a votar en las elecciones y a que se les deje tener una profesión remunerada. –Las mujeres podemos llegar a ser, si nos preparamos, tan buenas profesionales como los hombres –suele decir Edith. –¿Y ser ministras o catedráticas? –preguntan incrédulas sus amigas. –¿Por qué no? –decía Edith, para quien eso de ser catedrático es una atractiva posibilidad de futuro–. ¡Debemos conquistar la sociedad! En ocasiones, los componentes de la Sociedad Filosófica se reúnen los domingos por la tarde para merendar juntos o celebrar el cumpleaños de alguno de ellos en sus propios hogares. Las esposas de los profesores contribuyen a crear un ambiente agradable, con pequeñas sorpresas en forma de pasteles y dulces. A Edith le entusiasma acudir a ese tipo de tertulias. Lo pasa muy bien. Tienen un tono humano de gran calidad. Esta época es una de las más felices de su vida. En este grupo de amigos filósofos se encuentra uno, Hans Lipps, médico de profesión, dos años mayor que Edith, al que le une una especial amistad. Hans está preparando su doctorado en filosofía y se interesa mucho por Edith.


Hans es alto y muy guapo, de mirada alegre. Ambos comparten ideales y se comprenden. Edith incluso piensa que podría llegar a ser su marido en el futuro. Pero ninguno habla de su mutuo afecto ni da el paso para iniciar un noviazgo. Edith prefiere permanecer distante respecto a este tema y ni siquiera lo comenta con sus amigas. Sólo lo cuenta en su autobiografía: En medio y junto a toda la entrega al trabajo, yo mantenía la esperanza en lo íntimo de mi corazón de un gran amor y un matrimonio feliz. Entre los jóvenes con los que trataba había uno que me atraía y tenía la sensación de que él por su parte pensaba en mí como futura compañera de su vida. Pero de esto apenas nadie se dio cuenta y yo prefería dar la impresión de fría e inaccesible. Esto hace que en lugar de afianzarse su amor, acaben ambos por seguir caminos distintos. Un día, Hans se despide de ella porque se va a Estrasburgo. ¡Cuánto le echa de menos Edith! Ya no se encuentra de repente por las calles de Gotinga con su figura alta, siempre vestido con una chaqueta azul marino...


11. Resolver un problema Pasan las semanas muy deprisa y el semestre está llegando a su fin. La preocupación de Edith aumenta al mismo tiempo que busca la manera de seguir en Gotinga. Ha descubierto que su vida está allí y no puede abandonar la ciudad, pues sería retroceder. Pero, ¿cómo convencer a su madre de que no desea volver a Bresláu, que quiere terminar la carrera en Gotinga? También está el problema del dinero. Su madre está haciendo muchos sacrificios para enviarle cada semana el dinero para los gastos. Y eso que Edith vive modestamente, sin consentirse demasiados caprichos. Hacia el mes de septiembre, Lehmann, su profesor de historia –materia que también le gusta mucho y en la que destaca–, la sorprende proponiéndole que amplíe un poco uno de sus trabajos de historia y lo presente como tema de su licenciatura o examen de estado. ¡Éste es el motivo que puede dar a su madre para justificar quedarse! ¡Es una oportunidad estupenda que no puede dejar pasar! Traza sus planes y va a hablar con Husserl para que le dirija la tesis doctoral, que quiere hacer antes del examen de estado: –Maestro, quisiera solicitar su permiso y su ayuda para empezar a investigar sobre el trabajo del doctorado. El profesor Lehmann me ayudará con el de licenciatura. –Pero, ¿está usted tan adelantada? –se extraña Husserl–. ¿Es que ignora que se necesitan seis semestres y que usted sólo lleva cinco, y aquí sólo uno? ¿No ve que el resto de sus compañeros empiezan a pensar en el doctorado cuando han cumplido ocho o diez semestres? No, no. ¡Lo considero una precipitación! –Si cuento con apoyo, puedo hacerlo –argumenta Edith–. No temo al trabajo. –Y habrá pensado ya en el tema, ¿no, señorita Stein? –pregunta con ironía el profesor. –Por supuesto. Me interesa mucho la empatía. Creo que puedo contribuir a aclarar su definición –contesta con decisión Edith. Husserl se asombra muchísimo. Había impartido varias clases sobre la empatía, que se puede definir como la capacidad de una persona para comprender a otra, compartiendo sus sentimientos, conectando con sus intereses, estableciéndose así una corriente de comunicación entre las dos. Husserl también lo llama «conocimiento intuitivo» o «intuición». De ahí provienen las palabras simpatía o antipatía. Pero como era una teoría nueva en aquellos años, y aún no estaba bien definido el concepto, Edith se propone investigar un poco más sobre él. –¿No cree, señorita Stein, que debería tener más paciencia y seguir asistiendo a las clases? Ya tendrá tiempo para investigar lo que quiera. De momento, debe sólo estudiar. –Profesor Husserl, esto que le propongo no me quitará tiempo de asistencia a las clases. Sólo le pido que me fije el programa de trabajo y me apoye. De otro modo, tendré que volverme a Bresláu... El profesor, ante la insistencia de Edith, acepta dirigirle el trabajo. –Tengo que tener la seguridad de que está preparada para algo tan importante –concluye Husserl–. La apoyaré sólo en el caso de que se presente antes al examen de estado. ¡Es usted muy persuasiva! El examen de estado, o de licenciatura, era una importante prueba oral, a la que había que añadir un trabajo de investigación que se solía hacer al final de la carrera y que capacitaba para dar clases en el futuro. Edith aún no ha llegado ni a la mitad de sus estudios, ni se ha planteado adelantar tanto este examen. Pero, ¿qué remedio le queda? Husserl quiere que lo haga para que pueda dedicarse por completo a la investigación de la tesis. Es muy exigente con sus alumnos. Además, el trabajo de licenciatura lo tiene casi hecho, gracias al profesor


Lehmann. Así que antes de fin de año debe proponer a Husserl un esquema de su trabajo de doctorado sobre la empatía, y estudiar mucho al mismo tiempo para presentarse al examen de estado lo antes posible. Edith aprovecha unos días de descanso, en que vuelve a casa, para contarle a su madre todos estos planes y... ¡consigue su permiso! Permanecerá en Gotinga hasta su doctorado, en 1916, con las cortas interrupciones de las vacaciones de verano y Navidad. De vez en cuando, la Sociedad Filosófica invita a otros filósofos y personalidades a dar conferencias. Uno de estos ilustres invitados es el filósofo alemán Max Scheler, que a la sazón tiene unos cuarenta años. Scheler es un judío convertido al catolicismo. Para la joven filósofa, conocer a Scheler va a ser muy importante, pues se trata de su primer encuentro con la fe cristiana, entre el mundo de la razón y la religión. El filósofo le causa una gran impresión también como persona, por su carácter vitalista, simpático y abierto, tan distinto de la frialdad de Husserl. Para Edith es un genio. Max Scheler, en ésta y en otras conferencias a las que asiste Edith, plantea su teoría sobre los valores. Precisamente, en estos años, está a punto de publicar su libro más importante, El formalismo en la ética y la ética material de los valores [7]. Scheler considera que la humildad es la base de la actividad moral de la persona, que debe tener como fin a Dios. Esta nueva cara de la filosofía, presentada por un fenomenólogo cristiano como Scheler, le abre a Edith un amplio horizonte que explorar. Edith es una filósofa muy realista: «hay que volver a las cosas mismas», suele decir. Sin embargo, su maestro Husserl, poco a poco ha ido volviéndose un idealista, es decir, pone el punto de atención en la interpretación personal de las cosas que se presentan a la propia conciencia: en las ideas. Eso hace que el Círculo Fenomenológico comience a despoblarse y le abandonen algunos discípulos. Con la llegada de Scheler, que se produce de modo paralelo a estos acontecimientos, Edith se pregunta por primera vez si la verdad se puede descubrir a través de la religión: El mundo de la fe se presentó súbitamente ante mis ojos. En este mundo vivían personas con las que yo trataba a diario y a las que admiraba. ¿Merecerá la pena indagar este nuevo mundo que ha descubierto y... probar suerte?


12. Momentos desesperados Comienza el semestre de invierno. Ahora vive sola porque su amiga Rose se ha vuelto a Bresláu. Se ha tenido que mudar a otra pensión más económica, pero con la ventaja de que está muy cerca de la casa de sus primos. Con la preparación de la tesis sobre la empatía y el estudio a fondo del examen de estado, Edith tiene ante sí un panorama de trabajo muy agobiante. Hace verdaderos esfuerzos por levantarse todos los días a las seis de la mañana para irse pronto a la universidad y estudia hasta casi la media noche. A veces no toma nada al mediodía. Adelgaza mucho. Pero sigue adelante porque, como ha aprendido de su madre, querer es poder. Echa de menos a su compañera, sus risas, las excursiones, las charlas nocturnas. Ahora, en medio del tremendo frío del invierno, debe concentrarse en el exigente programa de estudios que tiene por delante. Se ha matriculado también, para este segundo semestre, en las clases del profesor Adolf Reinach, que enseña introducción a la filosofía. Además, este joven profesor, casado recientemente, invita a su casa con cierta frecuencia a sus alumnos más aventajados, entre ellos, a Edith. Su mujer, Ana, participa en todo. En su sala de estar, Reinach imparte un curso avanzado de filosofía, pero, como descubre Edith, no es un simple enseñar, sino que todos contribuyen a buscar las respuestas con una puesta en común, lo cual convierte estas reuniones en tertulias filosóficas muy interesantes. Edith, en estos días, pasa muy malos momentos, pues está muy abatida y agobiada por el exceso de trabajo. Realmente está agotada. Un día que se encuentra desesperada, va a pedir consejo a Reinach. Camino de la casa del profesor, llega a desear que un coche la atropelle... Pero en Reinach halla comprensión, ánimo y amistad. Lee el proyecto de Edith sobre la empatía y le dice que está muy bien y que no se preocupe. –Es que es todo tan oscuro y confuso, profesor... –Bueno –le contesta Reinach, risueño–, sobre lo oscuro vamos a echar claridad. ¡Ya verá cómo todo sale bien! Edith se sintió muy feliz y llena de gratitud. Tenía la impresión de que nunca se había encontrado con una persona tan buena. Gracias a esta entrevista, recuperó la serenidad y la alegría. Pero lo más importante, lo que le deslumbra del profesor Reinach, es que «vive» lo que enseña Max Scheler: la sabiduría filosófica se completa por la fe. Poco después, hacia 1915, en plena guerra mundial, en uno de los permisos militares de Reinach, éste y su esposa, que son judíos, se convierten al cristianismo. Edith se hace muy amiga de la señora Reinach y de la hermana del profesor, Pauline. A través de ellas, ve brillar la belleza de la fe, y descubre por contraste la oscuridad de su propia vida: triste y sin Dios. Se encuentra por primera vez ante la existencia real de un Dios personal... Un día, pregunta a un compañero suyo judío: –¿Cuál es tu idea de Dios? –Dios es espíritu –contesta su amigo sin parpadear. –¿No piensas que Dios puede ser un ser cercano, personal, un padre, como creen los cristianos? –No. El Dios de Abraham es espíritu –repite sin más.


Para Edith, aquella respuesta fue como si hubiera recibido «una piedra en lugar de pan». No está satisfecha con ese Dios frío de los judíos. Pero no tiene tiempo de pararse a analizar esa nueva inquietud que le invade, porque sigue muy atareada con la preparación de la tesis y del examen de estado. A finales de la primavera de 1914, tiene la alegría de recibir la visita de su hermana Erna y de su novio Hans. Son días de descanso; Edith les muestra la ciudad y salen de excursión. Pero el ambiente está intranquilo por la amenaza de guerra.


13. Tiempos de guerra Un día caluroso de julio de 1914 llega la noticia del asesinato en Sarajevo del heredero del trono austríaco y de su esposa, los archiduques Francisco y Sofía. Este hecho es como si alguien hubiera quitado la válvula de escape a una olla a presión donde desde hacía tiempo bullían las amenazas bélicas. Austria declara la guerra a Serbia. Los ultimátums y las declaraciones de guerra entre los dos bloques enemigos [8] se suceden en una escalada de acontecimientos en cuestión de muy pocos días. Acaba de estallar la Primera Guerra Mundial. En Gotinga las clases se interrumpen. Se respira por todas partes un fuerte sentimiento patriótico. Durante todo el mes de julio, los profesores se van incorporando a filas, entre ellos el profesor Reinach y el primo Richard. Edith hace las maletas rápidamente y llega a casa el 31 de julio por la noche. Allí se entera de que muchos de sus familiares también se han ido ya a las trincheras. En Bresláu todos temen que entren a saco los rusos, que se encuentran muy cerca de la frontera alemana. –Mamá, quizás deberíamos irnos –dicen sus hijos–. En unos días pueden llegar las tropas rusas... –¡No hay que tener miedo! –contesta Augusta–. ¡Si entran los rusos, los echamos fuera a escobazos! En todo el país no se habla de otra cosa sino del heroísmo de los soldados. Y Edith decide suspender momentáneamente sus trabajos de doctorado por un sentido de responsabilidad hacia el momento que están viviendo. Se lo cuenta a su madre: –Ahora no puedo pensar en mis propios asuntos, mamá. Todas mis energías las tengo que dedicar a lo que me pide mi patria. –¿Y qué vas a hacer, hija mía? –pregunta la señora Stein. –Me ofreceré como enfermera –contesta Edith–, aunque yo no tengo preparación. –Hay cursos de enfermería para estudiantes –le dice su madre–. Las hijas de mis amigas están asistiendo a ellos... –Sí, haré un cursillo –contesta Edith–. Y luego iré donde más me necesiten. Realiza un curso de enfermería de varias semanas, en el que aprende algo de cirugía de urgencia, a poner inyecciones, a hacer vendajes y a tratar epidemias. Cuando termina, se ofrece a la Cruz Roja para ir a cualquier destino. Ella prefiere que la envíen al frente de batalla, donde piensa que hará más falta. Mientras tanto, hace prácticas en el hospital de Bresláu. Como no la llaman de ningún sitio, en otoño regresa a Gotinga. Se instala en casa de Nelli, la mujer de su primo Richard. También ve con frecuencia a Pauline Reinach. Con ellas colabora en la Asociación para el Estudio y la Formación de la Mujer. Sobre todo, se dedica a estudiar a fondo para el examen de estado. Husserl sigue allí y, por fin, el 14 y el 15 de enero se examina y le dan la máxima nota. Lo celebra con Pauline tomando café y pasteles en la mejor confitería de Gotinga. Cuando, de vuelta a casa, su madre la abraza para felicitarla, le dice: –Hija mía, estoy muy orgullosa de ti, pero me gustaría que pensaras que todo lo que tienes y consigues se lo debes a Dios. Pero Edith aún no piensa en Dios. A los pocos días, una señora de la Cruz Roja la llama por teléfono para que vaya lo antes


posible a un hospital de Austria donde cuidan a enfermos infecciosos. Su madre se alarma: –Hija, quédate en el hospital de Bresláu, que también harás mucha falta, o pide otro destino. Mira que arriesgas tu vida con ese tipo de enfermos. ¡Es muy peligroso! –Mamá, estoy viendo –responde Edith– que la gente que conozco: mi familia, mis profesores, mis compañeros, están luchando en el frente y no les importa dar su vida por su país. Yo también he de ser capaz de eso. Su madre hace todo lo posible para disuadirla: –Ya sabes que los soldados suelen estar plagados de piojos... –Tendré que afrontar ese riesgo –responde Edith con un escalofrío, ya que siente verdadero pavor a los piojos. –¡No entiendo esa cabezonería tuya! –explota su madre–. ¡No irás de ningún modo! –Lo siento, mamá, pero si no me das tu permiso, tendré que ir sin él. Mi gente me necesita. No obstante, su madre, llorando, la acompaña al día siguiente a la estación. El hospital de Mährisch-Weisskirchen está en Austria, a unas seis horas en tren desde Bresláu. Es una academia militar de caballería convertida en esos días de guerra en un destartalado sanatorio, donde se agolpan cuatro mil camas. Los enfermos provienen del frente: austríacos, alemanes, checos, húngaros, turcos y hasta gitanos. Sufren el cólera, la disentería, el tifus y otras graves enfermedades producidas por las heridas recibidas, que, en aquella época en la que aún no había antibióticos, son mortales casi siempre. Tienen que aplicar morfina para calmar el dolor, inyecciones de alcanfor contra los ataques cardíacos y sulfamidas para atajar las infecciones. Los médicos y las enfermeras que los atienden están expuestos continuamente a contraer estas enfermedades y deben cuidar mucho la higiene. La mayoría de las enfermeras son profesionales, destinadas allí por el Estado, y a sus órdenes se encuentran Edith y otras estudiantes que han aprendido rápidamente lo fundamental. La avalancha de enfermos que llegan es enorme, a veces hasta mil de golpe. No dan abasto y tienen que estar disponibles de día y de noche. La tarea de Edith no es fácil. Debe obedecer sin rechistar los encargos de las enfermeras oficiales que, a veces, se muestran muy mandonas, aunque son buenas profesionales, como la enfermera jefe. Procura aliviar con pequeños servicios las molestias de los enfermos: cambiarles de postura en la cama, lavarlos, ponerles una botella de agua caliente para el frío, etc. También les da de comer como si fueran niños pequeños, y los atiende con cariño. Algunos sólo pueden agradecérselo con una mirada. Con frecuencia, la peor dificultad es el idioma. Muchos de los heridos están desesperados al verse allí sin poder hablar con nadie. En una ocasión, haciendo una guardia nocturna, Edith, mientras toma café muy cargado, está enfrascada en la lectura de un librito. Steffi, una auxiliar polaca, le pregunta: –¿Qué lees con tanta atención, Edith? –Oh, nada especial –contesta Edith con una sonrisa–. Es este libro de idiomas para casos de emergencia que tiene el doctor Pick: cada día aprendo alguna frase de memoria y, así, cuando viene algún enfermo nuevo que no habla alemán, es más fácil comunicarme con él. Su amiga se admira: ¡en lugar de descansar como otra haría, aprovecha el tiempo! Con frecuencia, cuando la medicina ya no puede hacer nada más, lo que necesitan los enfermos es un poco de ánimo, un rato de conversación, y Edith se suele quedar después de terminar su trabajo con ellos. A veces, les escribe alguna carta al dictado. El recuerdo de su


casa, su familia, de la que no saben nada y la incertidumbre del futuro les atormenta. Otras veces, se sienta al lado de ellos en silencio y simplemente les sostiene una mano hasta que consiguen dormirse. El encuentro cotidiano con la muerte y el dolor es muy duro para la sensibilidad de Edith, pero procura sobreponerse. Una mañana, llevan a un soldado inconsciente a la mesa de operaciones. Una de las enfermeras-jefe ordena a Grette, una estudiante recién incorporada al hospital, que ayude al médico que va a cortarle las piernas. La pobre chica, que nunca ha estado en semejante situación, se queda lívida y a punto de desmayarse. Edith se da cuenta. –Anda, ve a hacer aquellas camas –le susurra–, que mientras ayudo yo al doctor. Encontrarás sábanas en el lavadero. –¡Gracias, Edith, procuraré vencer este temor, te lo prometo! –contesta Grette llena de agradecimiento, mientras va deprisa a por la ropa blanca. Estas escenas hacen que se acostumbre al café fuerte para estar bien despierta y a los cigarrillos que le ofrecen para calmar los nervios. Edith es siempre la primera que acude cuando llaman a alguna voluntaria para un caso difícil. Y es tal su dedicación y eficacia que muchas veces los médicos la solicitan a ella en particular o le piden cualquier cosa, sabiendo que Edith lo va a resolver. Tampoco le importa, a pesar del cansancio o del agobio, sustituir a alguna compañera por la noche. Como ayudante de cirugía es muy competente, pues enseguida ha aprendido lo que se necesita para cada tipo de operación. Le da mucha pena que los soldados jóvenes mueran sin que ella pueda hacer nada. Su misión entonces es procurar que se firme el certificado de defunción cuanto antes, que se lleven el cuerpo y recoger rápidamente la ropa de la cama para desinfectarla en las grandes calderas de agua y lejía que están constantemente hirviendo en el patio. Un día no puede evitar echarse a llorar, mientras arregla la cama de la que acaban de llevarse un cadáver. Alwine, una compañera, se acerca: –¿Conocías a ese soldado, Edith? –No –dice Edith, echando mano del pañuelo–. Pero me imagino el sufrimiento de la familia de ese pobre hombre, cuando reciban el telegrama con la noticia. Estaba recién casado... –¡Es verdad! –reconoce–. Pero no hay que pensar en esas cosas, porque si no, no podríamos trabajar. –Ya lo sé –contesta Edith–. Es que a veces pienso en que puede ser alguien de mi familia... Tras cinco meses de trabajo durísimo en el hospital, en los que no ha querido tomar ningún descanso. Edith está agotada y ha de ser sustituida. Se despide de sus mejores amigas, Alwine y Grette, y vuelve a su casa para recuperar fuerzas, con el propósito de reincorporarse al hospital al cabo de dos semanas. Cuando se restablece, Edith se pone de nuevo a disposición de la Cruz Roja. Mientras tanto, retoma la tesis doctoral. Tiempo más tarde, por su abnegación en el trabajo más allá de su estricto deber y por su entrega, el Estado alemán le concedió la medalla al valor. Es un galardón que se otorga sólo a los héroes. Ella lo aceptó con humildad y con agradecimiento.


14. Un reto fascinante Llega la Navidad de 1915 y Edith es invitada por Pauline, la hermana de Reinach, a pasarla en Gotinga. Como en casa de su madre no se celebra esta fiesta cristiana, puede ir tranquilamente. Sus amigos y profesores que están en el frente tendrán permiso esos días y podrá verlos. ¡Qué alegría! Además, el 23 de diciembre es el cumpleaños del profesor Reinach y harán una fiesta. Aprovecha también esos días de descanso para hablar de su trabajo doctoral con Husserl. Todo parece ir bien. Después de año nuevo, vuelve a casa. Pronto llega una inesperada noticia: a Husserl le han ofrecido la cátedra de filosofía en la Universidad de Friburgo, una importante ciudad del sur de Alemania, casi en la frontera con Suiza y Francia. Esta noticia es muy buena para Husserl, pues le elevan de categoría, pero a ella le viene regular porque no tendrá más remedio que defender su tesis doctoral en Friburgo, donde no conoce a nadie. Husserl, además de ser su director de tesis, es su «abogado» y debe estar junto a ella y presentarla ante el tribunal académico. Él le promete que así lo hará. Mientras está dándole vueltas a este cambio de planes, llega otra novedad: –¿Qué lees, Edith? –pregunta su madre. –Mira, mamá –dice Edith, mientras le enseña la nota que acaba de recibir–, me escribe el director de la Escuela Victoria, para que sustituya durante unas semanas a uno de los profesores, que está enfermo. –Pero, ¿no te ibas a ir a Friburgo? –Me necesitan aquí. Casi todos los profesores están en la guerra... –¿No será un retraso para tu doctorado? –Un poco. Pero, ¿te das cuenta, mamá? ¡Sería mi primer empleo como maestra oficial! ¡Y en la Escuela Victoria, que siempre he querido tanto...! Voy a aceptar. –Lo mejor para ti –le aconseja su madre, que quiere que sea maestra en Bresláu– sería que procuraras quedarte en ese puesto definitivamente, ya que te lo ofrecen. Estarías cerca de mí y te asegurarías tu futuro económico. –De momento daré las clases, pero no puedo abandonar el doctorado. Escribiré al profesor Husserl ahora mismo para contárselo. Dicho y hecho. Cinco años después de despedirse como alumna, Edith vuelve a su escuela como profesora. Da clases de latín, historia y geografía. Y entra a formar parte de aquellas misteriosas reuniones de profesores que tanto llamaban su atención cuando tenía once o doce años. Tiene un horario muy apretado, porque además de sus clases, termina por fin la tesis. Con la ayuda de dos primas, perfectas mecanógrafas, pasa a máquina la tesis, la encuaderna en tres grandes tomos y se la envía por correo a Husserl para que la vaya leyendo. En julio termina el curso en la Escuela Victoria y se dispone por fin a viajar a Friburgo para resolver su doctorado. Justo antes de viajar a Friburgo, Hans Lipps –su amor secreto– llama a Edith. ¡Qué sorpresa se lleva! Desde que se fue de Gotinga, hace casi cuatro años, no ha vuelto a verlo, aunque se han escrito alguna vez. Se encuentran en la estación, porque él también tiene que viajar. En el tren van solos en un departamento y pueden hablar a sus anchas: de los amigos comunes, de la guerra, de lo que ha hecho cada uno, de la tesis de Edith... Son unas horas muy emocionantes. Hans debe hacer transbordo y coger otro tren. Y antes de bajar, Hans le revela cuánto la admira... De nuevo le cuesta despedirse de él. Se miran a los ojos, mientras se dan un largo


apretón de manos y se desean suerte. Ya no lo vuelve a ver. Algunos años más tarde, Edith se entera de que Lipps acaba de casarse con otra mujer. Edith llega por fin a Friburgo. Al profesor Husserl le ha gustado mucho el trabajo de investigación En torno al problema de la intuición, al que Edith ha dedicado casi tres años. Se siente muy orgulloso de su alumna. Llega el día 3 de agosto de 1916, fecha de la defensa de la tesis. La hora está fijada a las seis de la tarde y hace mucho calor. Edith se ha arreglado con esmero; lleva un bonito y fresco vestido de seda en tono rojo ciruela. Desde que es maestra, procura vestir bien, sin demasiados adornos pero con trajes de buena calidad, porque sabe que es analizada cuidadosamente por sus alumnas y no quiere causar una mala impresión. Edith llega muy segura de sí misma, de su trabajo y de su profesor, quien la presenta como alumna aventajada ante el imponente tribunal de catedráticos. Durante dos horas expone y contesta a todas las preguntas sobre su trabajo con gran orden y soltura. Tras la deliberación, le dan la calificación máxima, summa cum laude. ¡Por fin ha terminado todo! Tiene veinticinco años. La señora Husserl le ha hecho una corona de margaritas y, mientras se la pone en la cabeza en señal de triunfo, la invita a cenar. A los pocos días, Husserl y su mujer organizan una fiesta en su casa en honor de Edith. Allí, entre los numerosos invitados, conoce a Martin Heidegger, con el que mantiene una animada conversación. Heidegger es un filósofo fenomenólogo, amigo de Husserl, que más tarde desarrollará su propia teoría: el existencialismo. A Edith le causa buena impresión. Un día, dando un paseo con Husserl y su mujer por las afueras, Edith, que se ha dado cuenta de la cantidad de trabajo que tiene el profesor, le dice: –Profesor, usted necesita un asistente. ¿Cree que yo podría ayudarle? –¿Quiere usted trabajar conmigo? –dice Husserl, parándose de repente, y con un tono de voz muy alegre–. ¡Me encantaría que fuera usted mi ayudante! –Pues puede contar conmigo. El profesor y su mujer están encantados. Y Edith también, aunque le espera un trabajo arduo junto a un «jefe» tan exigente. Es, pues, un reto fascinante. Vuelve a Bresláu para hacer el equipaje. A su madre le cuesta entender que se despida de la Escuela Victoria y que se vaya tan lejos. Como mano derecha del catedrático, se encarga de enseñar las primeras nociones de fenomenología a los alumnos recién matriculados y de impartir unos seminarios prácticos. Edith tiene una gran paciencia para la enseñanza y al mismo tiempo tiene mucha autoridad. Además, se encarga de transcribir las abundantes notas a mano, tomadas a vuela pluma por el profesor, y las ordena por temas y por fechas. Es un trabajo de chinos. El tiempo que está en Friburgo, hasta 1918, le proporciona bastantes momentos de trato cordial y profesional con Heidegger, aunque en la forma de ser y de ver la vida difieren profundamente: Heidegger, católico, está a punto de abandonar su fe (lo hace en 1919); y, ella, atea, está a las puertas de encontrar definitivamente la verdad.


15. La muerte abre una puerta Año 1917. La guerra está durando ya mucho y va de mal en peor para Alemania. Entra en la contienda Estados Unidos, circunstancia que decide en gran medida la victoria de los «aliados». El Imperio alemán, arrogante al principio al sentirse superior, se debilita rápidamente y cunde tanto el pesimismo que lleva al suicidio a mucha gente. Siguen llegando las malas noticias. Tras graves incidentes en febrero, en Rusia acontece meses más tarde la Revolución de Octubre, con la implantación de los soviets y la proclamación de la República Democrática. El zar Nicolás II y su familia son asesinados a sangre fría. Un día, se produce un suceso para Edith desolador y terrible. Entra Husserl, muy serio, en el despacho de Edith, que está en pleno trabajo. Le muestra un telegrama. –Señorita Stein, acaban de comunicarme una trágica noticia: nuestro querido amigo Reinach ha muerto en el frente de Flandes. Sé que usted también lo apreciaba mucho... Edith se queda sin palabras. Esta desgracia cae sobre ella como un mazazo y enseguida piensa en la desesperación en que debe de encontrarse su viuda. Recuerda, además, la gran bondad del profesor Reinach, que supo orientarla en momentos de incertidumbre. En él descubrió la alegría de vivir una fe bien fundamentada. En cuanto se queda sola, llora desconsoladamente. Se siente como huérfana. A los pocos días, recibe una carta de Gotinga. Ana, la viuda de Reinach, le pide que ordene y reúna todos los trabajos de investigación de su marido, que dejó en la universidad. Edith se apresura a ir a Gotinga a ver a su amiga. ¡Qué triste y sola debe de estar! Durante el viaje piensa en lo que le puede decir para consolarla y no encuentra argumentos. La muerte, para una atea como Edith, sólo significa el final, donde todo termina. No hay esperanza, ni un más allá. Sólo... la nada. El abrazo entre las dos amigas es muy afectuoso. Pero, ¿qué se encuentra Edith? A una mujer vestida de negro y triste, pero no sumida en la desesperación. –¿Cómo estás, Ana? –indaga Edith con preocupación. –Bien, Edith. Estoy ordenando las cosas de Adolf. ¡Qué de recuerdos desde que nos conocimos...! La viuda sonríe mientras enseña a Edith algunas fotografías. –Edith, te agradezco mucho que te ocupes del trabajo de mi marido. Sin ti, todo se acabaría perdiendo. –No, no me des las gracias, sabes cuánto le debía. Pero... ¿cómo puedes estar tan serena? –Mira, Edith, yo sé que tú aún no lo comprendes, pero desde que recibimos el bautismo, comenzamos una nueva vida de fe, de esperanza y de amor. La muerte es sólo una separación temporal. Confío en que los dos nos reuniremos en la otra vida, junto a Dios. –Pero, pero... –no acierta a decir Edith. –Lo que ahora sufrimos con la muerte –continúa la señora Reinach– es sólo un paso para la verdadera vida. Y, como Él, mi marido y todos nosotros resucitaremos en el último día. ¡Cristo ha vencido a la muerte, Edith! Eso me da un gran consuelo dentro de mi dolor. La actitud cristiana de Ana Reinach, que acepta el sufrimiento con tanta serenidad, causa gran impacto en Edith. Percibe que el cristianismo, para quien lo vive auténticamente, influye positivamente en la totalidad de la persona. Lo cuenta en una de sus cartas: Éste fue mi primer encuentro con la cruz y con la divina virtud que ella infunde a los que la llevan (...). Fue el momento en que mi incredulidad se desplomó y Cristo irradió en el misterio


de la cruz. La muerte de Reinach le abre, por fin, la puerta de la fe. SĂłlo queda que Edith dĂŠ el paso y entre por ella definitivamente.


16. Adiós a Husserl Edith ha comenzado a creer en Dios. Ha comenzado a creer en la fuerza de la oración. Pero aplaza la decisión de bautizarse, aunque siente la llamada de la fe. Está como sin fuerzas y se abandona en Dios. Empieza a leer despacio los Evangelios y otros textos cristianos. Y así transcurren cerca de tres años. De momento, tiene mucho que hacer. El trabajo con Husserl se hace cada vez más difícil. El profesor está acostumbrado a trabajar solo, no admite colaboradores a su misma altura. Y ella está un poco harta de hacer sólo de secretaria y de ordenarle la mesa. Intenta hablar con él varias veces, explicarle que desea compartir con él sus investigaciones, que puede aportar sus puntos de vista. Pero es poco menos que imposible. –¡No puedo más! –exclama desahogándose un día con su amigo Fritz–. No me considera ni colaboradora ni investigadora, sino una sirvienta. ¡Y no estoy dispuesta a «servir» a ningún hombre! Soy capaz de morir por un ideal... ¡pero no por quien no está interesado en mi trabajo! Así las cosas, y pese a su admiración por el profesor Husserl, decide irse de Friburgo. Husserl la despide con pena. Está cerca el otoño de 1918 y la guerra toca a su fin. Edith cree que puede ser catedrática en Gotinga, su querida ciudad universitaria. ¡Qué ilusa! No cae en la cuenta de que por ser mujer no la van a dejar. No obstante, lo intenta con decisión, porque acaba de salir una ley que permite a las mujeres acceder a ese tipo de puestos reservados hasta entonces a los hombres. Así que se mueve, habla con unos y con otros, va al Ministerio, razona sobre sus posibilidades, rellena formularios, presenta sus trabajos de investigación y sus méritos... Pero nada, sólo consigue buenas palabras. Le dan largas. No la dejan ni presentarse a las pruebas de acceso a la cátedra. Con todo el dolor de su condición femenina humillada, vuelve a casa, a Bresláu, a esperar mejores tiempos. Otra ilusión... porque no llegarán. A final de 1918, se firma la paz en Versalles. Alemania ha perdido la guerra y la mayor parte de sus territorios, y tiene que pagar fuertes indemnizaciones. Ya no es un gran imperio, sino una república. Se han independizado Polonia y Checoslovaquia. Austria y Hungría se han separado, formando Estados distintos. Rusia se ha desmembrado en multitud de repúblicas que forman la Unión Soviética. Los pueblos yugoslavos se independizan. Surgen nuevas repúblicas: Lituania, Estonia, Letonia y Finlandia. El mapa europeo ha cambiado por completo, así como el panorama político mundial, porque desde ahora la supremacía se la reparten dos grandes potencias: Estados Unidos y la Unión Soviética. Estamos también ante la proliferación de los movimientos obreros y del sindicalismo, tras el éxito de la Revolución Rusa. Al mismo tiempo, comienzan a surgir los totalitarismos fascistas. En este nuevo ambiente de cambios tan rápidos, Edith se dedica a trabajar con ahínco, dando clases particulares y enseñando fenomenología. Tiene muchos alumnos, pues como discípula y colaboradora de Husserl ha logrado bastante fama. Pasan casi dos años. Como miembro del Partido Demócrata alemán, toma parte activa en la política, defendiendo siempre que el Estado no tiene derecho a intervenir en la esfera privada y espiritual de las personas. Es lo que ha ocurrido en Rusia, donde se ha implantado un totalitarismo ateo y agresivo contra la libertad personal. Escribe artículos muy interesantes sobre el individuo y la comunidad, algunos de los cuales, junto con otros trabajos de investigación, envía a Husserl para que los publique en la revista filosófica que edita.


En estos meses sufre una profunda crisis espiritual, que llega incluso a afectar a su salud, pues no tiene con quiĂŠn desahogarse. EstĂĄ completamente sola.


17. «¡Esto es la verdad!» Casi ya al final de su vida, Edith escribe en su obra filosófica más importante, Ser finito y Ser eterno, un párrafo muy curioso en el que habla de las casualidades que la empujaron al cristianismo: el escoger una universidad «concreta», tener unas amistades «concretas», estudiar temas «concretos», etc. Se me ocurre entonces –escribe Edith– que tal vez yo «tuve que ir» a aquella ciudad expresamente para «eso». Para Edith, todo lo que pasa está dispuesto o permitido por la amorosa y sabia voluntad de Dios. En una de esas casualidades podemos situar a Edith en el verano de 1921, descansando en la finca de unos amigos, el matrimonio Conrad-Martius, en el pueblo de Bergzabern. Es una casa grande, donde se suelen hospedar estudiantes y profesores del círculo de Gotinga. Atardece apaciblemente. Edith está sola en casa, pues sus amigos han salido a ver a unos parientes. Va a la biblioteca y escoge un libro al azar de la estantería. Es la vida de Teresa de Jesús, escrita por la propia santa carmelita. Hojea de pie las primeras páginas. Y le gusta tanto el talante humilde de la santa de Ávila que se sienta a leer... y no abandona el libro hasta que lo termina de madrugada. Lo cierra con un temblor por todo el cuerpo. Se queda unos instantes como en suspenso, y exclama: –¡Esto es la verdad! ¡La ha encontrado! Se echa a llorar llena de emoción. Resulta que la autobiografía de santa Teresa es una búsqueda de la verdad parecida a la que ella misma, Edith, ha perseguido. Todo le recuerda a su propia infancia y juventud. Y luego, ese tono realista, casi «fenomenológico», de los sucesos que describe la santa sobre su vida, de la reforma del Carmelo y de sus fundaciones. En su «reconversión» en la madurez –santa Teresa recibió el bautismo recién nacida, no como Edith–, casi siguió los mismos pasos que ella está dando. ¡Y pensaba como ella piensa!: el encuentro con Cristo que sufre, tan cercano a los hombres; el Dios personal, un Padre que no se desentiende de sus hijos. Un Dios amoroso, en definitiva, no un ente alejado de los hombres. En santa Teresa encuentra las respuestas a todas sus dudas. ¡Y «métodos»!: cómo hacer oración, cómo abandonarse en Dios Padre, cuándo servirse de la ciencia, de la sabiduría, cómo ser humilde, el porqué del sacrificio, el empleo de la libertad, la entrega a los demás... Tanta es la luz que le invade con esa lectura y con ese descubrimiento, que Edith ya no puede esperar más: desea el bautismo inmediatamente. Más tarde, ella escribe que desde ese día comenzó a ser «carmelita», como santa Teresa. Pero hasta trece años después no pudo ver satisfecho su deseo de hacerse monja. Al día siguiente, en cuanto abren las tiendas, Edith corre a comprarse un catecismo y un misal católico. Los lee enteros. A su amiga y anfitriona, Eduvigis Conrad-Martius, que es protestante, le explica su transformación y su deseo de pertenecer a la Iglesia católica. Eduvigis le da la dirección de la parroquia del pueblo, la iglesia de San Martín. Edith entra por primera vez con fe en una iglesia católica. Le viene a la memoria aquella señora que rezaba en la catedral de Francfort. ¡Ahora la comprende! Acaba de comenzar la santa misa y, desde un rincón, la sigue con mucha devoción, sin perderse ni una frase, tratando de asimilar toda la ceremonia. Cuando termina, entra decididamente en la sacristía y ve a un sacerdote: –Por favor, quisiera hablar con el párroco. –Está hablando con él, señorita –le dice el cura con amabilidad– ¿en qué puedo servirle?


–Me llamo Edith Stein y estoy pasando unos días en casa de mis amigos, los Conrad-Martius – explica Edith con sencillez–. Ellos me han dado esta dirección. . –Ah, sí, sí. Este pueblo es muy pequeño y los conozco –replica el sacerdote–. Son muy buena gente. –Verá... Soy judía. Pero he descubierto que la fe católica es la verdadera. Deseo recibir el bautismo lo antes posible. Y quisiera hacerlo antes de volver a mi casa, en Bresláu. –¡Pero, mi querida señorita, eso no es posible! –contesta el párroco entre asombrado y divertido–. No se puede recibir el santo bautismo así como así... Primero, se necesita conocer la doctrina católica, recibir una formación, saber lo que se hace... Eso requiere tiempo, paciencia y preparación. –Le aseguro –dice con humildad Edith– que conozco a fondo la doctrina católica. He estudiado el Catecismo y creo en los dogmas de la fe católica. No quiero esperar, pues estoy segura de lo que hago. Puede hacerme un examen, si lo desea. –Sí, desde luego que debe pasar un examen. Es obligatorio para los adultos que piden el bautismo. Si lo tiene tan claro, ¿puede venir dentro de tres días? Tendré que informar al obispo... Edith se va llena de alegría, no sin agradecer al párroco su atención. El día señalado vuelve a la parroquia, acompañada por Eduvigis. El cura está esperándola con otro sacerdote. Comienza el examen. Edith contesta a todo con seguridad. Los examinadores quedan asombrados de que haya captado tan bien toda la riqueza de la doctrina católica: el misterio de la Santísima Trinidad, la Eucaristía, los sacramentos y la oración, la Redención, el significado de la liturgia, el Primado de Pedro... Fijan entonces la fecha de su bautismo: el 1 de enero de 1922, fiesta de la Circuncisión de Jesús. Una fiesta católica con raíces judías... En septiembre vuelve a casa. Mientras tanto (quedan sólo cuatro meses), debe realizar un cursillo de preparación al sacramento. Debe comunicar a su familia su conversión. Edith habla primero con su hermana Erna, que se acaba de casar y espera su primer hijo. Erna intenta disuadirla. Sus hermanos mayores y sus cuñados piensan lo mismo. El catolicismo es, para ellos, una especie de secta llena de supersticiones. Y no saben qué consecuencias tendrá este hecho para la delicada salud de la madre. Además, era frecuente que en aquellas comunidades en que algún miembro dejaba la fe judía, se le expulsara de modo ignominioso. –¡Es posible que tengas que salir de esta casa, de esta ciudad y no puedas volver, Edith! ¿No te das cuenta de lo que estás haciendo? –le suplican sus hermanos. –Si las cosas han de llegar hasta ese límite –contesta Edith, con tranquilidad–, lo aceptaré como parte de la cruz de Cristo. –¿Y el honor? ¿No has pensado en lo que dirán de esta familia? –le replican. –Me importa mucho mi familia –aclara Edith–, os quiero a todos y no deseo perjudicaros. Pero tenéis que entender que lo que diga la gente me importa poco. No dejo de ser judía, porque esa es mi raza y ese mi pueblo. ¡Cristo también es judío! Lo único que hago es reconocer y seguir la verdadera fe... Edith viaja de nuevo a Bergzabern para su bautismo. Ha solicitado que su madrina sea su amiga Eduvigis, la cual, por ser protestante, necesita un permiso especial que consigue sin problemas. Eduvigis le ha prestado su velo blanco de novia. Edith está muy guapa con él. En la pila del bautismo, se le imponen los nombres de Teresa Eduvigis añadidos al suyo propio. A continuación, recibe su primera comunión. Edith está radiante, como una niña pequeña. Edith Teresa quiere, una vez bautizada, ingresar enseguida en el Carmelo. Pero tiene miedo de causar un disgusto mortal a su madre si lo hace. Ella misma lo cuenta: Mi idea era que aquello era sólo una preparación para entrar en la Orden, pero cuando


después del bautismo me presenté por primera vez ante mi madre, advertí claramente que ella no estaba preparada para el segundo golpe. Al mes aproximadamente de su bautismo, recibe el sacramento de la confirmación, que consolida la fe y da fortaleza al alma para la lucha diaria... y para soportar lo que le venía encima.


18. «Mamá, soy católica» Edith vuelve a casa. De momento, sigue como si nada hubiera cambiado: da sus clases particulares, aconseja a sus colegas que continuamente le piden su opinión, corrige los trabajos que le envían, contesta a todas las cartas que le llegan, incluso de gente que no conoce. La fama de la doctora Edith es grande. No sabe cómo decirle a su madre que se ha convertido al catolicismo. Le va a dar un disgusto de muerte, pues para ella dejar la fe judía es como renegar del pueblo elegido, como repudiar las tradiciones y la propia raza. Un detalle refleja la gravedad del caso: en la sinagoga se suele aplicar la plegaria por los muertos a aquellos que se han convertido al cristianismo. Como conoce a su madre y la quiere mucho, Edith cuida especialmente los detalles de cariño hacia ella como si la quisiera «compensar» del disgusto que le va a dar. Edith teme ese momento. No quiere hacer nada que le cause dolor, pero debe seguir el camino que ha descubierto. Desde el día de su conversión, la santa misa es para Edith el centro de su vida, de su nueva fe. Todas las mañanas, muy temprano, sale de puntillas de su casa para asistir a misa a San Miguel y vuelve antes de que nadie se haya levantado. Cree que no se dan cuenta. Pero su madre, que intuye el cambio de Edith, la oye salir algunos días y se imagina lo que pasa. Una tarde en que su madre está cosiendo junto a la chimenea, Edith se acerca. La besa en la frente, se sienta en el suelo y apoyando la cabeza en el regazo de la madre le coge las manos y le dice en un susurro: –Mamá, soy católica. La madre retira las manos lentamente y sin decir nada empieza a llorar desconsoladamente. Y Edith, que esperaba una explosión de cólera pero no ese río de lágrimas, rompe en sollozos también. Es la primera vez que ve llorar a su madre. Augusta Courant nunca entendió su conversión. Y la amargura de que su querida hija se hubiera hecho católica la acompañó hasta la muerte. Para Edith fue uno de los momentos más tristes de su vida, mitigado por la alegría de haber encontrado la verdad. La noticia de la conversión de Edith, aunque se divulga rápidamente, permanece discretamente dentro de sus límites. No la echan de la sinagoga ni de la familia, y Edith puede seguir en su casa. Su carácter firme y la ternura que tiene con todos obran milagros y su madre no le hace grandes reproches. Sólo la mira dolorosamente. Al poco tiempo, Edith le dice: –Mamá, ¿me permites acompañarte a la sinagoga como antes? –¡No sé qué vas a hacer allí! –le responde entristecida. Edith la acompaña ese día y muchos otros. La señora Stein ve con asombro que su hija lee también aquellos mismos salmos en su breviario católico. El recogimiento y la humildad con que oraba hacen exclamar a su madre: –¡Jamás he visto rezar a nadie como a Edith! Edith ha escogido como confesor al vicario general de la diócesis, el padre Schwind, a quien le comunica su deseo de hacerse monja de clausura en el Carmelo. Desea santificarse en el silencio, en la paz de la contemplación y dedicarse sólo a adorar al Dios recién descubierto. –No, hija mía –le dice el padre Schwind–, de momento debe afianzarse en la fe. Y debe pensar en su madre. –A mi madre –replica Edith–, tarde o temprano tendré que prepararla para este paso. Pero, ya que he visto claramente la verdad, deseo seguirla con todas las consecuencias.


Su confesor le pregunta: –¿Y no ha pensado que la gran preparación intelectual que tiene debe ponerla a disposición de su prójimo? –Sí –reconoce Edith–, es verdad que cuanto más entro en Dios, más me doy cuenta de que debo salir de mí misma... –Pues, hija –sugiere el buen sacerdote–, lo que le aconsejo es que tenga paciencia y ponga esos talentos que Dios le ha dado a producir, ha dar su fruto. –¿Cómo, padre? –Trabaje en lo que sabe: escriba, dé conferencias, clases, ayude a sus hermanos filósofos... La puedo recomendar para un puesto que le va como anillo al dedo, en un ambiente que le gustará. Edith recibe al poco tiempo una oferta para trabajar como maestra en una escuela católica. Se trata del colegio de Santa Magdalena, en Espira, que está dirigido por monjas dominicas. Espira está muy lejos de Bresláu, al este de Alemania. Edith acepta enseguida y prepara de nuevo el equipaje. Le vendrá bien salir del ambiente enrarecido de su casa. Erna ha tenido una preciosa niña, Susana, que hace las delicias de la abuela Augusta. Y eso consuela a Edith al tener que dejar a su madre. En Santa Magdalena necesitan una profesora de lengua y literatura para el colegio de niñas y para la escuela de magisterio, la de las futuras maestras. También da Edith clases a las novicias. Mucho trabajo, pues, al que la nueva profesora se entrega con su dedicación de siempre. Las monjas están encantadas de tener entre ellas a una doctora del prestigio y la fama de Edith, nada menos que discípula y asistente de Husserl. Allí, en Espira, se va a consolidar su formación cristiana y va a realizar algunos de sus trabajos filosóficos y sobre la mujer más notables. Permanecerá en Espira hasta 1931. Edith vive en el convento con las monjas, casi como una de ellas. Eso le permite disfrutar de un ambiente de silencio y piedad en el que puede dedicar largos ratos a oración. Pasa mucho tiempo, sobre todo por la mañana, antes de empezar su trabajo, en la capilla del convento, en íntimo trato con Cristo. La santa misa es el centro de su día, y también participa, siempre que sus tareas docentes se lo permiten, en los rezos de las monjas. Una noche que está en la capilla, oye que cierran la puerta con llave. No se han percatado, dado lo tarde que es, de que aún hay alguien dentro. Ella no hace intento por salir. Lo aprovecha para orar toda la noche, pues su paz y alegría y toda su fuerza las halla en la oración. A la mañana siguiente, al abrir la capilla, la encuentran allí. Tras la misa, se dirige a desayunar y a dar sus clases como siempre. Sus jóvenes alumnas la adoran, pues Edith es una profesora amable y risueña, que nunca se altera por nada. Cuando hace buen tiempo, da la clase en el jardín para que las chicas tomen el aire. A veces se sientan en el césped, en torno a ella. Y eso les encanta a todas. La llaman con cariño y respeto la «señorita doctor». Considera que su misión es que las chicas asimilen muy bien el espíritu cristiano. Va conociendo también las circunstancias de cada una para ayudarlas mejor: su familia, su procedencia, sus gustos... Debido a estas cualidades de Edith, muchas de las chicas la buscan como consejera y amiga. Y ella, en esta tarea, desarrolla su vocación como madre espiritual. La priora general está muy contenta por el beneficioso influjo que ejerce en toda la comunidad.


19. Junto a los pobres Llaman a la puerta de la habitación de Edith. Asoma la nariz una de sus alumnas: –Pasa, Marta. Mira, ayúdame con esto, si tienes un rato. –Sí, señorita doctor –contesta la niña, una rubita con largas trenzas, de unos quince años–, ahora mismo. Venía a decirle que la hermana portera tiene un paquete postal que acaba de llegar para usted. Dice que debe de ser otro trabajo que le envían para que lo corrija. Que puede pasar a recogerlo, o que se lo trae ella cuando termine su horario... Pese a que Edith se ha hecho católica, sus amigos no se han olvidado de ella y de su gran capacidad de consejo. Y le siguen enviando sus escritos para que los revise. –Dile que iré dentro de un rato –contesta Edith–. Así charlo un poco con ella, que anda con dolores de reuma estos días. Si puedes, me ayudas luego con estos paquetes. Como se acerca la Navidad, Edith está envolviendo pequeños regalos para sus amigos y conocidos. Seguramente valen menos que el papel que los cubre. Pero, ¡qué bien empaquetados están!, ¡con cuánto cariño! La niña entra de nuevo en el cuarto: –¡Qué papeles de regalo tan bonitos!, ¡qué lazos de colores! –Me los han traído hoy de la ciudad en el pedido de la compra –dice Edith, mostrándoselos. La niña le sujeta el papel y la ayuda a hacer los lazos. –Pero... ¡se habrá gastado todos sus ahorros! –¿Y para qué quiero yo el dinero sino para hacer felices a los demás? –dice Edith, riendo, dándole un pellizquito cariñoso en la mejilla–. Tengo techo, ropa, alimento, todo lo que necesito. Te puedo asegurar, Marta, que se es más feliz cuando se da que cuando se recibe. La labor de Edith con los más pobres llamaba la atención. Tenía tiempo, en medio de tantas ocupaciones, para visitarlos y llevarles algunos regalos, pero sobre todo, para desplegar todo su cariño materno. Los niños son su debilidad y aprovecha esos ratos no sólo para escuchar los problemas de esas pobres familias sino también para darles algún consejo, tanto en el aspecto sanitario como educativo. Un día le preguntan: –Señorita Stein, díganos su secreto para estirar el tiempo. –¡Pues no hago nada para alargarlo! –contesta Edith riendo–. Simplemente, hago todo lo que puedo y no me preocupo de más. –Pero, ¿y cuando se acumulan cosas urgentes? –insisten. –Mire usted –responde–, lo único importante y necesario es tener un rincón tranquilo para tratar a Dios como si no hubiera otra cosa que hacer. Sí, sabe multiplicar el tiempo porque trabaja con orden, coloca en primer lugar a Dios: la oración ocupa una buena parte de su tiempo libre y de ahí saca la fuerza para todo lo demás. El sagrario es su lugar preferido. Edith vive y trabaja en Espira con mucha dedicación. Son años de tranquilidad espiritual, si bien su actividad física es enorme. Edith ha decidido renunciar a su sueldo como maestra: sólo quiere lo estrictamente necesario para vivir. Así será pobre como Cristo. En los periodos de vacaciones, regresa a casa, con su madre. Augusta, que está resignada con la decisión de Edith y a quien no se le escapa la actitud de su hija, comenta a veces: –Mi hija vive allí como una monja. No me extrañaría que un día me dijese que ha tomado los


hábitos. En una de estas ocasiones recibe una gran alegría. Su hermana Rosa, la segunda, que le lleva nueve años, se le acerca un día en que está sola leyendo en su cuarto: –Edith, quiero decirte algo. –Te escucho, Rosa –dice Edith, cerrando el libro. –Sé que no te vas a sorprender del todo, porque hemos hablado algunas veces de ello... He tomado una decisión: voy a bautizarme. Estoy recibiendo clases de doctrina católica. Mamá no lo sabe aún... Edith, con los ojos llenos de lágrimas, abraza a su hermana. Sabe que a Rosa le ha costado mucho tomar esta decisión, porque no tiene empleo ni estudios y depende exclusivamente de su madre. Por eso, cuando Edith vuelve a Espira, organiza las cosas para que Rosa se vaya con ella una temporada. Edith va madurando cada vez más en la fe. Traduce las cartas del cardenal Newman, un católico convertido del anglicanismo en el siglo XIX. Y, desde 1925, su director espiritual le aconseja que estudie a santo Tomás, el gran filósofo y teólogo dominico. Lee la Summa theologica. El encuentro con santo Tomás, creador de la filosofía escolástica –basada en Aristóteles–, le pone de nuevo frente a su gran vocación intelectual: la filosofía. Santo Tomás enseña a Edith que la fe es también un camino hacia la verdad.


20. Edith se hace famosa La fama de Edith no ha dejado de crecer. En los ambientes intelectuales se la considera una figura de la cultura. Parece que acaba su vida tranquila, repartida entre sus tareas de enseñanza y su vida de piedad. La reclaman de todas partes para que dé conferencias, escriba artículos, imparta cursillos y participe en congresos y debates. Hacia 1928 inicia una gira de conferencias sobre el papel de la mujer en la sociedad y viaja a muchas ciudades: Salzburgo, Viena, Zurich, Heildelberg, Berlín... Edith es una buena oradora, muy convincente. También escribe un artículo mensual para la revista de la Asociación de Maestras Católicas Alemanas –de la que es miembro– y para la Asociación de Mujeres Trabajadoras. Lo que Edith piensa sobre la mujer es muy avanzado para la época, una época aún llena de prejuicios. No obstante, ella, en su humildad, se resiste a hacer estos viajes que la distraen de su trabajo docente. –¿De verdad cree, padre –le dice al capellán del colegio, organizador de sus giras–, que yo, que vivo tan alejada de todo, puedo hablar del significado de la mujer en la vida actual? –Puede hablar mejor que nadie –le responde–, ya que es una mujer intelectual e independiente... y con sentido común. Y es el momento de hacerlo. Edith cree que la dignidad de la mujer no proviene del papel que cumpla en la sociedad, sino de haber sido creada en igualdad con el hombre. La mujer y el hombre no están uno por encima del otro, sino uno al lado del otro. Edith es ferviente partidaria de la educación del hombre y de la mujer en igualdad de condiciones. El descubrimiento y el desarrollo de las cualidades específicas es lo que Edith llama «vocación». La mujer, cada mujer, debe encontrar su propio camino. Para Edith, «vocación» y «profesión» significan lo mismo. De hecho, en alemán existe una sola palabra para ambos significados, que es la que usa siempre Edith. Piensa que los hombres y las mujeres son colaboradores, nunca rivales. Los hombres y las mujeres son iguales y complementarios y deben respetarse las diferencias. Por eso, la maternidad significa tanto para la mujer, porque desarrolla una de sus características más fuertes y genuinamente femenina: la de su inclinación natural a dar vida y a darse; la del amor. En sus conferencias y escritos habla también de que la mujer no es una máquina; defiende la fecundidad de una vida dedicada a la profesión y que la maternidad no tiene por qué ser sólo física, sino también espiritual. Las conferencias y escritos de Edith sobre la mujer tienen un gran éxito. La palabra de Edith no es polémica ni demagoga, como se estila en los ambientes feministas radicales. Es tranquila, convincente, se limita a exponer su punto de vista. Su fama la precede por todas partes y muchos miles de mujeres y hombres acuden a escucharla. El padre Schwind, su querido director espiritual, muere de repente en 1927 mientras confesaba en la iglesia. Durante cinco años la ha ayudado en la tarea de ser una buena cristiana y ha sido para ella como un padre. Ahora que se queda de nuevo sola, Edith recuerda una extraña frase, profética, que le dijo un día: –Edith, cuando yo muera, comenzará tu vía crucis. No se puede ni imaginar lo que le ocurrirá... De momento, su actividad se multiplica. En 1928 se jubila su viejo profesor Husserl, que ha cumplido setenta años. Para la ocasión, Edith ha escrito un ensayo en el que compara la fenomenología de Husserl y la filosofía de


santo Tomás que, para ella, se complementan. Viaja a Friburgo para asistir a una cena en casa del profesor Husserl y allí se vuelve a encontrar con Heidegger, que ha accedido a la cátedra dejada por su maestro. También conoce al filósofo español Javier Zubiri. Cada vez tiene más trabajo, porque sus conferencias y sus publicaciones en la prensa tienen un gran eco. Además, sigue con toda la labor de formación de jóvenes en el colegio de Santa Magdalena de Espira. El descubrimiento de santo Tomás hace que empiece a traducir del latín una de las obras más difíciles del santo dominico, Quaestiones de veritate (Cuestiones sobre la verdad). Santo Tomás la ha devuelto a su antigua pasión: la filosofía. Pretende enlazar la filosofía escolástica con los métodos modernos, como la fenomenología y, al mismo tiempo, facilitar a los estudiantes de filosofía el estudio de esta importante obra tomista sin necesidad de leerla directamente en latín, algo que no está al alcance de todos. En 1928 le piden que vaya a la abadía benedictina de Beuron a ayudar en las diferentes celebraciones de Semana Santa y Pascua. Allí conoce al abad Walzer, que será hasta el final su nuevo director espiritual. El abad está impresionado por la personalidad de Edith: de alegría casi infantil, sincera, dócil, sencilla. Un alma sin problemas. Y al mismo tiempo una mujer de gran inteligencia. Esos días de vacaciones intelectuales propician que Edith entre aún más en el camino de la oración contemplativa y en los sacramentos. Vive con mucha intensidad la liturgia de la Semana Santa, que celebran con gran esplendor en la abadía. Medita la Pasión de Jesucristo y reza con mucha devoción ante la Virgen Dolorosa. Tiene el presentimiento de que también ella va a vivir su propia pasión... Durante las celebraciones litúrgicas, o cuando reza a solas, a Edith le gusta colocarse en el primer banco de la capilla. Así no se distrae, pues hay gente que llega tarde a misa, hablando y haciendo ruido. Pero su actitud es malinterpretada por un grupo de señoras que parlotean sin cesar, incluso dentro de la iglesia: –Mira, ya está ahí sentada en el mejor sitio, la santita –susurran. –Sí, se pone ahí delante para que se vea lo bien que reza. –Pues me extraña que nos quiera dar ejemplo una que ha sido pagana –comenta otra. –Alguien le tendría que bajar los humos. ¿Qué se cree? ¿Que Dios la oye más que a nosotras, que nos han bautizado aquí recién nacidas? Edith no hace el más mínimo caso de esas tontas críticas. Cuando se encuentra con esas señoras en la calle, camino de su pensión, las saluda y sigue adelante. A su nuevo director espiritual le plantea también su deseo de ingresar en el Carmelo como religiosa. Pero el abad Walzer le responde lo mismo que el padre Schwind: debe seguir en el mundo para desarrollar su labor, y así prestará un gran servicio a la Iglesia. De nuevo, obedece.


21. Hitler en el poder A principios de 1931 se plantea dejar el colegio de Espira e intentar de nuevo acceder a una cátedra. Al mismo tiempo, podría seguir con sus propias investigaciones filosóficas. Sus amigos y su director espiritual la animan a continuar. Ha comenzado el borrador de una de sus obras filosóficas: Acto y potencia. En marzo se despide del colegio con mucha pena. Durante los años que ha pasado en él se ha afianzado su deseo de hacerse monja: le va a ser muy difícil vivir fuera del convento. De nuevo, vuelve junto a su madre, que la recibe contenta. Edith ha estado realizando numerosas gestiones para dar clases en la universidad. Primero se dirige a la de su propia ciudad, Bresláu. Como le dan largas, va a Friburgo, donde se entrevista con Heidegger, que ocupa la cátedra que había dejado libre Husserl. Heidegger la recomienda, pero se encuentra con un escollo, tanto en Bresláu como en Friburgo, que no espera: –¡No me dejan acceder a la universidad por ser de raza judía! Aunque hasta 1932 no gana las elecciones Adolf Hitler, líder del Partido Nacionalsocialista alemán, desde mucho antes existe, influido por este partido político, un ambiente antisemita en todas las facetas de la vida pública y social de Alemania y Austria, en el que se desprecia a las personas de raza o religión judías. Por entonces vivían en Alemania medio millón de judíos. En enero de 1933, Hitler forma gobierno y proclama el III Reich. Pronto anula las libertades democráticas, y ese mismo año prohíbe los partidos políticos y los sindicatos. Con la creación de la Gestapo (policía secreta), Hitler logra implantar el estado policial en todo el territorio, sometido por completo a él, al Führer. Desde 1934, el dictador, como presidente de la República, tiene todo el poder. Los que se oponen a él son apresados, y se les declara enemigos del Estado. El nacionalsocialismo es también racista: sólo la raza aria [9] es la perfecta y la que debe poblar el Estado; el resto: negros, mestizos y especialmente los judíos –muy extendidos por los países centroeuropeos– son una plaga y deben ser exterminados. Además, pronto entran en esta calificación de «segunda clase» los minusválidos, enfermos, ancianos, retrasados mentales, etc. Las promesas del Führer sobre el engrandecimiento de la nación, el fin del paro obrero –todos los parados fueron puestos a construir autopistas–, el rearme militar y el llamamiento al patriotismo y a los sentimientos nacionalistas, encandilaron a muchas personas, que siguieron a Hitler sin pestañear. Hitler supo montar una colosal maquinaria cultural y propagandística que aplastó todas las voces disidentes. Para Edith este odio significaba el odio a Cristo, judío también. El régimen nazi empezó una batalla contra la libertad de espíritu y cualquier manifestación de ésta como, por ejemplo, las creencias religiosas y, particularmente, el catolicismo. Este racismo desaforado es el que sufre en sus propias carnes Edith, al negársele tan injustamente su acceso a la universidad. Tras las complicadas y con frecuencia humillantes gestiones, que duraron meses, Edith se convence de que no va a conseguir la cátedra por ser judía. Aunque se da cuenta de la injusticia, no se rebela. Va a ver al abad Walzer a Beuron para confesarse y pedirle consejo. Aunque el viaje no es corto, lo hace a menudo. –¡Buenos días, señorita Stein! –la saluda alegremente el hermano portero de la abadía–. ¡Qué alegría volver a verla otra vez! –Buenos días, hermano –contesta Edith–, ¿cómo va ese resfriado? –Casi bien del todo. Pero veo que usted ha pillado uno bueno. Voy enseguida a avisar al padre Walzer de que está aquí.


Ese día la espera se hace larga, porque le duele la cabeza y la garganta. Pero Edith no rechista ni siquiera cuando una persona se le cuela y pasa antes que ella. Por fin, puede hablar con él. Le cuenta su fracaso, aunque por carta le iba informando de todo. –Creo, padre –concluye Edith–, que es hora de que me conceda permiso para profesar en el Carmelo. Me temo que mi vida de siempre ha concluido. –No, Edith, puede seguir ayudando a mucha gente, aunque no la dejen dar clases en la universidad –le replica el abad–. Acepte esa oferta de que me ha hablado en su última carta... Al mismo tiempo puede seguir traduciendo las obras de santo Tomás. Una vez más, Edith obedece, intuyendo la Voluntad de Dios detrás de ese consejo. Así que acepta el puesto de profesora que acaban de ofrecerle en el Instituto de Pedagogía Científica de Münster, cerca de Gotinga, y va a vivir a una residencia católica junto al instituto. Pronto se gana a las chicas que estudian allí, que la quieren mucho por su gran amabilidad y dominio de sí misma. Y es que Edith se entrega a fondo, como ha hecho siempre, las atiende a todas no sólo en sus problemas personales o familiares, sino que también ayuda a algunas judías a encontrar la religión católica. En aquel instituto tiene, además, que desarrollar un profundo trabajo científico y participar en congresos, como el de fenomenología celebrado cerca de París.


22. Comienza su vía crucis Los ánimos en la sociedad están muy revueltos contra los judíos y la doctrina nazi cunde con fuerza entre los jóvenes. Aquel anunciado vía crucis está a punto de empezar. La madre Petra, superiora de las ursulinas de Dorsten, que conoce a Edith por sus conferencias, la invita a pasar con ellas la Navidad de 1932. La monja quiere mucho a Edith y ésta acepta con agradecimiento esos días navideños de paz en el convento. El día 24 de diciembre, tras la misa del gallo, Edith se queda rezando en la capilla toda la noche. –Edith, ¿cómo se encuentra esta mañana? –le pregunta cariñosamente la madre Petra a la hora del desayuno–. ¡Estará rendida! –¡No! ¡Cómo me iba a cansar esta noche! –responde Edith con mucha animación. Y es que cada vez ve más clara su vocación religiosa. De momento, esos días le han servido para tranquilizar su espíritu agitado por los sucesos políticos y por el abundante trabajo. Y vuelve a Münster con nuevas fuerzas. Una tarde de abril de 1933 va a visitar a una familia, con la que tiene bastante amistad. Durante el té, hablando de la situación política, el anfitrión hace algunos comentarios sin sospechar que Edith es judía: –¿Se ha enterado de la última novedad sobre los judíos? –le espeta. –No. ¿Qué ha pasado? –dice Edith con un sobresalto. –Lo he oído en la radio hoy mismo –comenta con frivolidad–. Ha habido un llamamiento al boicot contra los judíos y contra quienes les ayuden. Y el Führer les ha prohibido ejercer su profesión como médicos, maestros o abogados. Les ha ordenado que renuncien a sus puestos. ¡Nos vamos a quedar solos a este paso! –añade riendo. Edith se pone pálida. Con una excusa, y procurando que no se le notara la tristeza, se despide de sus anfitriones sin revelarles que ella es judía. Se da cuenta de que si sigue en el instituto como si nada puede poner en peligro a sus compañeras. Sólo lleva un año en Münster, pero debe irse. Poco a poco, estas prohibiciones se extienden a otros ámbitos de la vida civil, comercial y social, e impiden a los semitas desempeñar cualquier trabajo o cargo público. Se les quita la ciudadanía y sus derechos cívicos. Con los años, el régimen nazi, en una descabellada espiral de barbarie, los marca humillantemente con un brazalete amarillo y la estrella de David –símbolo hebreo–, los recluye en los guetos (barrios exclusivamente judíos) y, finalmente, ya en plena guerra, los asesina en masa en las cámaras de gas de los campos de exterminio. –¿Qué va a hacer ahora? –le pregunta una de las monjas, que está muy inquieta por ella, al saber la noticia de su retirada obligada de la enseñanza. –Sencillamente, no preocuparme –contesta Edith–. Dios sabe los planes que tiene para mí... –Pero, ¿cómo se va a ganar la vida? –No me faltará nada, no se apure. Me doy cuenta de que no soy tan necesaria como dicen. Soy tan poca cosa... –Pero sus éxitos, sus conferencias, sus publicaciones. La llaman de todas partes... Puede irse de Alemania y trabajar en otro lugar. Es usted una gran intelectual, que tiene toda la vida por delante.


–Sólo deseo dedicarme a Dios –le explica–. No estoy triste porque se haya visto truncada mi carrera. Quizás a causa de esta prohibición pueda ingresar por fin en el Carmelo. Ése es mi sitio... Se hace un silencio. Edith, con una clarividencia profética, intuye el negro futuro. Piensa en su familia, en sus hermanos, en sus numerosos sobrinos, en su madre. Está preocupada por lo que les pueda ocurrir. –Lo que verdaderamente me abruma –añade Edith, como hablando para sí– es que presiento que algo terrible se va a abatir sobre nosotros, los judíos. –¿Qué quiere decir, señorita Edith? –dice la monja. –Estas medidas contra mi pueblo, esta nueva persecución, tanto sufrimiento... De nuevo se cumple aquella frase del Evangelio: «que su sangre recaiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos» [10]. Veo la sombra de la cruz de Cristo... En la Semana Santa de ese mismo año, 1933, asiste a una meditación en el Carmelo de Colonia. Pero no se entera de nada de lo que está predicando el sacerdote: en íntima oración con Dios se le presenta de modo patente la persecución nazi. Sí, es de nuevo la cruz de Cristo. Por primera vez, se ofrece en silencio como víctima a Dios y, al mismo tiempo, le pide fuerzas para aceptar el dolor y llevarlo con alegría. Y es que si bien es católica, no reniega en ningún momento de su raza, de la que se siente orgullosa, pues es la misma que la de Cristo. Pero Edith no puede permanecer inactiva ante el atropello de su pueblo. Se le ocurre una idea: nada menos que solicitar una audiencia con el Papa Pío XI para conseguir que interceda a favor de los judíos. Pero el santo padre no tiene fechas libres en su apretada agenda. Así que le envía una larga y humilde carta en la que le describe la situación que están viviendo en Alemania, la falta de libertad para los judíos y su preocupación detallada sobre el futuro. Incluso tiene el atrevimiento de pedirle al Papa que publique una carta encíclica [11] a favor de los judíos. Aunque le contestan amablemente desde Roma, no consigue nada más en ese momento. Fuera de Alemania no parecía tan grave lo que estaba ocurriendo... A medida que se iba destapando el odio nazi, la Santa Sede envió muchas notas de protesta que no sirvieron de nada, sino más bien al contrario: provocar el rencor de Hitler. Es más, incluso el acuerdo firmado entre la Santa Sede y el III Reich fue incumplido despreciativamente por Hitler. Al fin y al cabo, los cristianos siguen a Cristo, un judío... Edith pasa sus últimos días en el Instituto Pedagógico; quiere irse cuanto antes para no ponerlo en evidencia ante la Gestapo. Como en otras ocasiones, deja muchos amigos y profunda huella entre las profesoras y las alumnas. De pronto le ofrecen un puesto de investigadora en Sudamérica. ¡Es la ocasión de salir de Alemania cuando peor se ponen las cosas para Ella! Pero lo rechaza. No quiere huir. Piensa en su familia, en su madre, que tiene ya ochenta y cuatro años. No quiere abandonarla. Por fin ha llegado el momento de ingresar en el Carmelo.


23. La triste despedida El padre abad Walzer le ha dado permiso para solicitar su ingreso como aspirante en el convento de carmelitas descalzas de Colonia, una gran ciudad muy cerca de la frontera con Holanda. Fijan su ingreso como novicia para el 15 de octubre, fiesta de santa Teresa de Jesús. La propia Edith comenta en sus memorias: Me inundó la paz de quien ha llegado a su meta. Sabe que la noticia de su vocación religiosa será un nuevo disgusto para su madre, pues ingresar en un convento de clausura significa la separación física –no la espiritual– de la familia de sangre. Antes de partir, les pide a sus amigos que recen para que su madre llegue a comprender su vocación y todo se resuelva bien. Ella misma no deja de rezar. Llega el verano y pasa esos meses con su madre para prepararla. El último día que vivirá en su casa será precisamente el día de su cumpleaños, el 12 de octubre. Durante el verano, decide escribir una historia de su familia y, para ello, habla mucho con su madre, le pregunta sobre la procedencia de sus abuelos, sus tíos, anécdotas, etc. De toda esta indagación –que sólo duró esas pocas semanas que pasó en Bresláu hasta su ingreso en el Carmelo– Edith escribe un libro traducido al castellano como Estrellas amarillas [12], que narra su infancia y juventud. Lo continúa en enero de 1939, pero en abril lo deja sin terminar. Su madre ya sabe que irá a Colonia, pero cree que, como otras veces, sólo será como residente. Así que al principio todo transcurre tranquilamente. La señora Stein está encantada de que su hija pase el verano con ella. Pero un día, mientras hacen la colada, la señora Stein observa que Edith está muy callada. Poco antes han estado hablando de las leyes nazis contra los judíos. –Edith, ¿dónde vas a trabajar ahora que no puedes dar clases? –Pues... como sabes, iré al convento de carmelitas de Colonia. –Sí, sí, pero ¿qué vas a hacer allí con las monjas? –Vivir con ellas –responde Edith con paz. –¡Cómo! ¿Qué significa «vivir con ellas»? ¿Ser una de ellas? –se enfada la madre. –Sí, mamá, si Dios quiere, seré una de ellas. He pedido la admisión como postulante. Quiero ser carmelita. Tengo que estar allí el 15 de octubre. –¡Estás loca! ¡No sabes lo que haces! ¡Ya no nos quieres! –grita la madre entre una explosión de lágrimas. Edith intenta abrazarla, pero es rechazada. –¡Ahora, precisamente ahora! –solloza–, cuando tienes que dar ejemplo, ahora que más te necesitamos es cuando quieres quitarte de en medio, renegar de nosotros. No te bastaba sólo con hacerte cristiana... ¡Qué amargo es para Edith escuchar estas palabras! Y las tiene que oír, repetidas, en boca de sus hermanos. La vida cotidiana en casa se vuelve difícil. Su madre llora, no duerme por las noches y la mira entre enfadada y compasiva, como si estuviera sentenciada a muerte. Edith lo pasa fatal, porque le duele mucho ver a su madre, ya tan mayor, en ese estado. Tiene que rezar mucho para poder sobrellevar esa situación. Pero en medio de esos sufrimientos, siente en el fondo de su corazón la llamada de Dios y renace la esperanza. Llega el día del 42 cumpleaños de Edith, el 12 de octubre, fiesta de la expiación de los judíos. Es el último día que Edith pasa en casa de su familia, pues debe salir a la mañana siguiente


hacia Colonia. Y ya nunca volverá. En esta festividad, acompaña a su madre a la sinagoga y reza con ella los salmos, comunes a ambas religiones. La vuelta de la sinagoga la hacen a pie y Edith tiene que escuchar de nuevo los lamentos de su madre. –¿Por qué has tenido que conocer a Cristo? No pretendo decir nada contra él; puede que haya sido un hombre bueno... pero, ¿por qué se hizo Dios? A la caída de la tarde, cuando termina ese día de ayuno, empiezan a llegar algunos vecinos y amigos y hay gran animación hasta muy tarde. Cuando se fueron todos, nada más quedarse a solas, Augusta se echa a llorar amargamente con la cara entre las manos. Edith no sabe qué hacer. Se acerca despacio y le acaricia la cabeza. Poco a poco la madre se va calmando. La ayuda a subir a su cuarto a acostarse y, por primera y última vez, es Edith la que desviste y arropa a su madre en la cama. Luego, se queda con ella un rato, sentada al borde del lecho. Su madre cierra los ojos y parece que duerme. De pronto le dice: –Edith, vete a la cama. Mañana te espera un largo viaje. Edith le besa la mano y se va. Pero esa noche no descansa ninguna de las dos. Al día siguiente, se marcha sin recibir una palabra de afecto de su querida madre, que no sale de su habitación. Edith intuye que no la verá más, pero no puede hacer nada. Desgarrada por las tensiones y la tristeza de no poder dar alegrías a su madre, Edith se encamina a la estación. Comienza para ella una nueva vida.


24. La vida en Colonia Llega a Colonia por la noche, después de un terrible día de viaje en tren. Allí la están esperando una tía lejana y su hija, que es ahijada de Edith, y en cuya casa pasa la noche. Al día siguiente, 14 de octubre, muy temprano, oyen misa en la zona pública de la capilla del convento. Al terminar la misa, las recibe una carmelita: –Ave María Purísima –saluda la monja–. Me envía la reverenda madre Teresa Renata. ¿Quién es la postulante? –Servidora –se adelanta Edith–. Me llamo Edith Teresa. –Bien, querida, le doy ánimos en la vida que ha elegido... –Le aseguro que no necesito ánimos –contesta Edith con una sonrisa–. Soy muy feliz de estar aquí. He sido carmelita en mi corazón desde hace once años. Sus dos parientes, haciendo el papel que tendría que haber realizado su familia, la acompañan hasta la misma puerta de la clausura, donde la despiden con mucho cariño. Y Edith entra contentísima. El mismo día de su ingreso en el convento celebran las monjas las vísperas por santa Teresa, cuya fiesta es al día siguiente. Esa misma noche, Edith recita en el coro las oraciones comunes. ¡Ya se puede considerar una de ellas! Es una bendición poder dedicar muchas horas a la oración ante el sagrario, en contemplación, sobre todo los días de fiesta. Ha descubierto también a santa Teresita del Niño Jesús, otra carmelita y, con ella, la infancia espiritual: ser como niños, aunque se tengan muchos años, ante nuestro Padre Dios. Pasan las semanas. Edith se adapta humildemente a la vida diaria del convento a pesar de ser una postulante tan mayor, de cuarenta y dos años, lo que contrasta con la juventud del resto de sus compañeras, que apenas tienen dieciocho años. Obedece con alegría en todo lo que le dicen, aunque a veces le supone mucho sacrificio. Lo que más le cuesta son las tareas domésticas, para las que no es muy hábil. Al ser una intelectual, pocas veces en su vida ha tenido que organizar un plan doméstico: lavar, planchar, limpiar suelos, remendar o hacer la comida. Por turno, ha de dedicar parte del día a estas ocupaciones, que no la distraen de elevar su mente a Dios. Pero como no le salen bien, sus compañeras y ella misma lo pasan en grande con algunas «meteduras de pata». A veces se ríe tanto que se le saltan las lágrimas... aunque no deja de recibir la regañina correspondiente por su torpeza. Edith ha entrado en el Carmelo para entregarse absolutamente a Dios. Sus superioras se sorprenden al saber que no le importa nada no volver a dedicarse a tareas científicas y que tampoco le incomoda relacionarse con novicias que en lo intelectual no le llegan ni a la suela del zapato. Esas diferencias, dentro del claustro, no son importantes. Se la ve feliz y como rejuvenecida. Lo que sí le cuesta mucho es limitar sus cartas a los amigos. Siempre ha sido muy sociable y ha procurado mantener la amistad incluso con antiguos compañeros de universidad. Pero las normas de la regla carmelita son estrictas y debe escribir menos a sus queridas amigas y a su familia. Le gusta acudir al locutorio cuando recibe visitas, aunque deben ser muy cortas y con una reja por medio. Así, se entera de cómo marcha la situación política, que va de mal en peor. También recibe cartas de Eduvigis Conrad-Martius, su madrina de bautismo. Se entiende muy bien con la maestra de novicias, la madre Teresa Renata del Espíritu Santo [13], y con la priora, la madre Josefa del Santísimo Sacramento. Ellas conocen su pasado y su capacidad y la respetan profundamente.


Las propias postulantes que, al principio, se extrañan de tal compañera, poco a poco la van tratando y van descubriendo su admirable pasado. La ven acudir a las clases de instrucción como una más, con muchas ganas de aprender. Un día recibió una visita de un antiguo colega suyo que deseaba hablar con ella con cierta urgencia. Para atenderle tuvo que faltar a una clase. Y en el recreo de la tarde, preguntó a sus compañeras: –¿Qué habéis aprendido hoy? Contadme... –Quien falta a clase no se entera de nada y luego tiene que preguntar... –contestó una de ellas. Entonces Edith le dijo enseguida con un poco de sorna: –«Sin engaño lo aprendí y sin envidia lo comunico». Ya sabes, lo dice la Sagrada Escritura [14]... –Sí, es verdad, hermana Edith, perdóname, he sido una envidiosa –repuso la otra. Todas rieron y la informaron enseguida de lo que habían dado ese día en clase. Desde que se bautizó, Edith practica normas de piedad por devoción, como rezar el breviario [15]. Un día en que la madre Renata la ve muy cansada le dice en el recreo: –Edith, hoy se va usted a la cama a las ocho. –Entonces –contesta Edith–, ¿cuándo rezo el breviario? –Esta noche no lo reza, y se va a acostar enseguida. –Pero, voy a tener un bache... –Oh, sí, va a tener un bache –replica la maestra de novicias–, pero también mucho mérito en el cielo si obedece... Edith comprendió el valor de la obediencia e hizo lo que le mandaban.


25. Edith se viste de novia Edith está terminando los seis meses de postulante. Se acerca el 15 de abril de 1934, en que vestirá por primera vez los hábitos de carmelita. Antes iba sencillamente de calle. Comienza el noviciado, que durará un año. Escribe a su madre, que sigue oponiéndose con todas sus fuerzas a la decisión de Edith. No comprende nada y, para ella, la clausura de su hija sólo significa su renuncia a pertenecer al pueblo hebreo. En los ejercicios espirituales previos a la fecha, Edith sufre mucho y compara su toma de hábito en el Carmelo con la subida al calvario, como san Juan de la Cruz, otro santo carmelita. Pero la alegría de saber que hace lo que le pide Dios mitiga el dolor por la incomprensión de su familia. Y llega ese día feliz, tan esperado durante largos años. Edith entra en la capilla del convento como una novia radiante, con un vestido de raso blanco ribeteado en suave piel y con un cirio encendido en la mano. Resplandece de felicidad, aunque ningún miembro de su familia ha acudido a la ceremonia. Sólo ha ido un grupo de amigos. Sus hermanos se han limitado a escribirle una escueta carta. La ceremonia es breve y, como en todo matrimonio válido –pues Edith será desde ahora la esposa de Cristo–, debe prestar su libre consentimiento al compromiso. Tras responder afirmativamente a las preguntas que le hace el padre Walzer, entra en una habitación donde se viste con los pobres y ásperos hábitos marrones del Carmen. Una corona de rosas sobre la toca blanca de novicia es el único adorno. La tela del vestido de novia será empleada para ropa litúrgica. De nuevo en la capilla, ya no es la brillante filósofa Edith Stein, sino sor Teresa Benedicta de la Cruz. Ha elegido el nombre de santa Teresa y le ha añadido el de Benedicta de la Cruz, que significa «bendecida por la cruz». Y, en efecto, va a ser «bendecida por la cruz» nueve años después... En el convento la llaman sencillamente sor Benedicta. Las semanas que pasan a continuación las dedica sor Benedicta a enviar afectuosas estampas a sus numerosos amigos y conocidos, incluso se acuerda del portero de la abadía de Beuron. Para todos tiene unas palabras de su puño y letra, y a todos pide oraciones. Sus superioras le dan permiso para escribir todas las semanas a su madre, lo cual es un consuelo para Edith, porque su madre sigue estando destrozada por la decisión de su hija y no contesta a las cariñosas cartas. La vida diaria de las monjas es muy dura. Viven muy pobremente, dedicadas a la oración, la penitencia y el trabajo, del que apenas sacan para vivir. Tienen rezos comunes en el coro y dos horas diarias de oración mental personal. Desde la hora de la cena, en preparación de la misa del día siguiente, guardan absoluto silencio. En la oración mental, Edith se aplica la enseñanza de santa Teresa de Jesús: «orar no es otra cosa que tratar a solas de amistad con Alguien que sabemos nos ama, siendo conscientes de quiénes somos, con quién hablamos y de qué hablamos con tan gran Señor». En la hora de recreo la regla permite charlar. Y lo hacen con gran animación. Como comenta la propia Edith en una de sus cartas: «no sabe usted lo poco que se necesita para alegrar a una carmelita». En el locutorio, una sala con una reja de hierro, recibe a las visitas. Muchos antiguos conocidos de Edith acuden a ella en busca de consuelo ante la complicada situación social. El odio contra los judíos va en aumento y es cada vez menos disimulado. Los insultos y hasta las palizas en plena calle son algo común, que, por supuesto, la policía nazi no impide. Incluso los niños, en las escuelas, pegan a sus compañeros judíos.


Sor Benedicta agradece a Dios la paz del convento, pero sufre mucho al saber todas estas cosas y se siente muy feliz cuando puede aconsejar a alguien. En una ocasión, va a verla una amiga que, llorando, le cuenta lo que está pasando en su familia: –Nos han prohibido tener tratos comerciales con los no judíos, hemos tenido que dejar la tienda de confección. Nos han obligado a dar los nombres y direcciones de toda nuestra familia y de otras personas judías con las que nos relacionamos. A veces se presentan de improviso en nuestras casas. No podemos defendernos, ni nos dan ninguna explicación de esta actitud. En cada esquina nos piden la documentación... ¡Es todo como una pesadilla! –Sí, ya lo sé –dice sor Benedicta. –Me gustaría saber –añade– por qué ha llegado Hitler a este horroroso odio contra los judíos... A decir verdad, sor Benedicta, le envidio esta maravillosa paz de que disfruta aquí dentro. –No, no me envidie –replica Edith con una premonición–. Cualquier día me vienen a buscar al convento. Yo también soy judía...


26. Trabajando en su obra maestra Pasan los meses y llega otra fecha memorable: el 21 de abril de 1935. Ese domingo, Pascua de Resurrección, hace sus votos temporales [16] –por tres años– delante de la priora y otro testigo. Pronto, el padre provincial de los carmelitas se da cuenta de que sor Benedicta puede ser muy útil por sus cualidades intelectuales. Así que un día la llama la madre Renata: –Hija mía, el padre provincial nos ha indicado que aprovechemos su talento. –¿Qué quiere que haga, reverenda madre? –dice Edith, que no se imagina que volverá a dedicarse a trabajos de investigación. –Puede escribir artículos científicos y, sobre todo, debe terminar el ensayo que dejó a medias en Espira. ¿Cómo se llamaba? –Acto y potencia, reverenda madre –aclara Edith–. Aunque no estoy aún segura del título. –Bien. Debe terminarlo. Y sería muy conveniente –continúa la madre Renata– que realizara también un índice completo de las obras de santo Tomás. Sería muy provechoso para la orden. Y eso sólo se lo podemos encargar a usted. Pero, desde luego, si usted acepta. –Aquí estoy para hacer la voluntad de Dios. Así que Edith reanuda su trabajo intelectual. Le dan permiso para dedicar la hora del recreo de la mañana a su investigación. Sus compañeras le hacen guiños y bromas para hacerla reír. Pero ella está muy enfrascada en sus apuntes, que le han enviado por correo. Las mayores dificultades que encuentra para seguir con su libro es que no dispone de obras de consulta. Pero sobre todo le cuesta mucho interrumpir su trabajo, justo cuando está más concentrada, al oír la campana para ir al coro. Eso para ella es una verdadera penitencia. –¡Qué alivio que hoy es domingo! –suele decir–. Así puedo dedicarme sólo a rezar. Como Edith trabaja demasiado y tiene ojeras, la madre Renata, que acaba de ser nombrada priora, le indica que deje las pocas tareas domésticas que aún hacía y se dedique sólo a su trabajo científico. A ella le da pena ver que sus compañeras tienen que trabajar más a causa de su dedicación a la filosofía. Pero todas están contentas y se arreglan bien. En el verano de 1936 concluye su gran obra filosófica, a la que ha cambiado el título, y se ha pasado a llamar Ser finito y ser eterno. Se trata de una visión global del ser humano, una mezcla entre su concepción filosófica fenomenológica y la filosofía escolástica de santo Tomás. El resultado es una teoría del conocimiento cristiana y realista, muy bien fundamentada. Aunque Edith hizo varios intentos con editoriales, no pudo publicar su obra por ser una autora de procedencia judía. Hasta bastantes años después de su muerte no se editó [17].


27. La muerte de su madre El 14 de septiembre de 1936 –fiesta de la exaltación de la santa cruz– muere su madre a la edad de ochenta y siete años. Desde hace poco ha empezado a contestar las cartas que semanalmente le envía su hija. Pero seguía sin comprender por qué no iba a verla sabiendo que estaba tan enferma. Consideraba que había sido abandonada por ella. Muere, sin embargo, llamando a su hija pequeña. Edith reza y sufre lo indecible al saber que su madre se está muriendo. Pero la rigurosa regla carmelita no le permite salir del convento. Ofrece, en su lugar, sufragios y misas por su alma. Unos días después de la muerte de su madre, está sor Benedicta llorando en la capilla. Entra la priora y se arrodilla a su lado: –Hija mía, ¿cómo se encuentra? ¿Llora por su madre? –Sí, reverenda madre, siento un gran dolor por no haber estado con ella en los últimos momentos. –Lo comprendo, sé que su hermana Rosa le ha contado con todo detalle cómo murió pronunciando su nombre. –Sin embargo, tengo en el fondo como una impresión de gozo –dice Edith. –Nota la proximidad de su madre, ¿verdad? –Exactamente. Me doy cuenta de que, ahora, tras su muerte, mi madre ha comprendido mi vocación y me apoya, y me dice que estaba en lo cierto. Noto su proximidad espiritual. Y eso me da una gran confianza. –Dios nuestro Señor, que es misericordioso y bueno, ha permitido ese sentimiento para que se quede en paz. Rece por ella y esté tranquila. La madre Renata sonríe a sor Benedicta y sale de la capilla. Pronto recibe carta de Rosa, en la que le comunica su deseo de bautizarse en la Iglesia católica. Así que en el convento se ofrecen para que pueda ir allí a recibir la preparación necesaria. Antes de que finalice el año, Rosa está ya con ellas. Pero Edith, mientras tanto, tiene un accidente: se cae por las escaleras y se rompe una mano y el tobillo. La tienen que ingresar en un hospital mientras se recupera. A pesar de la incomodidad de mantener el brazo en cabestrillo y el pie escayolado, tiene la alegría de poder dar ella misma las clases de preparación al bautismo a su hermana. En la nochebuena de aquel mismo año de 1936, Rosa recibe el bautismo y la primera comunión. Rosa se queda a trabajar en el convento. Siempre le han gustado las tareas domésticas, especialmente la cocina. También atiende la portería. Está contentísima de vivir y trabajar junto a su hermana Edith, en una comunidad que la ha recibido con tanto cariño. Sor Benedicta vuelve de nuevo, una vez recuperada de su lesión, al trabajo. La vida transcurre normalmente en el convento de Colonia. Le siguen encargando a Edith artículos para revistas y pequeños escritos sobre temas concretos: la Navidad, la caridad, la oración, la infancia espiritual, etc. Aunque los cumpleaños no se celebran en el Carmelo, Edith, que es la mayor después de la priora, tiene detalles con las otras monjas y con la madre Renata. En el cumpleaños de ésta, la sorprenden: Edith reúne a las monjas y recitan, en honor de la


madre Renata, un salmo cuyo número coincide con los años que cumple la priora. Sabe, además, que los salmos le gustan especialmente. También en otras ocasiones la sensibilidad de Edith se demuestra en detalles de cariño. Una noche, ella y otra monja, en riguroso silencio –pues era ya la hora en que no podían hablar–, estaban guardando la vajilla en los estantes de la cocina. La otra estaba sufriendo mucho por un problema familiar y se la veía muy seria. Entonces, Edith se acercó a ella, le apretó el brazo y le sonrió en silencio diciéndole «ten ánimo, te comprendo». Esta muestra de cariño la consoló mucho. Ella ha comprendido perfectamente el amor que un cristiano debe dar a los demás: «Para un cristiano –dice– no existen personas extrañas. Siempre se trata del “prójimo” que nos necesita, y no importa que sea un pariente o no, que nos sea simpático o no, que sea digno o no de nuestra ayuda. El amor de Cristo no conoce límites» [18]. Sor Benedicta vive poco tiempo más y no llega a ocupar nunca cargos de responsabilidad en el convento. Pero influye mucho en todas las personas con las que se relaciona durante estos últimos nueve años de su vida.


28. La «noche de los cristales rotos» La política racista de Hitler va en aumento. Se obliga a los judíos a declarar sus bienes y negocios. Los licenciados y doctores pierden sus títulos. No se permiten matrimonios entre judíos y arios y, desde 1936, a causa de la creación del eufemístico Servicio para la solución de la cuestión judía, comienza a producirse una huida masiva de judíos fuera de las fronteras alemanas... antes de que sea demasiado tarde. En medio de estas desgracias, sor Benedicta hace solemnemente la profesión perpetua de sus votos. Es el 21 de abril de 1938, jueves de Pascua. Por esos días también recibe la noticia de que está agonizando su querido maestro Husserl. Durante la Semana Santa pide insistentemente a Dios por él. Husserl muere con una gran paz el 27 de abril. Pero el odio sigue en la calle alimentándose a sí mismo y un día estalla con una violencia horrible. La noche del 9 al 10 de noviembre de ese año se produce una agresión brutal contra los judíos, con asesinatos en las ciudades, palizas, destrucción de tiendas, incendios de sinagogas, profanación de cementerios y detención y tortura de más de 25.000 judíos. Es la terrorífica noche de los cristales rotos. La represión llega hasta límites insospechados: se impone a los judíos una indemnización de mil millones de marcos para la «reparación» de los destrozos. No se les permite ir a sitios públicos (cines, teatros, museos, etc.), ni utilizar los autobuses urbanos, ni matricularse en escuelas... ni siquiera pasear libremente por las calles y jardines. Estas noticias terribles llegan también al convento. Edith está inquieta por la repercusión que pueda tener su presencia en la comunidad. Se empieza a saber que se castiga duramente a aquellas personas que ayudan a los judíos. Habla un día con la priora, la madre Renata: –Reverenda madre, estoy muy preocupada por este convento. Cualquier día averiguan que estoy aquí y toman represalias. –Hija mía, no queremos que nos deje. Éste es su hogar y... –He pensado –dice sor Benedicta– que quizás pueda irme al Carmelo de Belén. Ya sabe usted que muchos judíos están huyendo masivamente a Palestina. –Pero es ahora cuando más necesita nuestra protección... –Pero, madre, quiero que se dé cuenta de que mientras siga aquí puede ocurrir cualquier cosa. Incluso que entre la Gestapo en la clausura. –Si se siente más tranquila, puede hacer las gestiones para ir a Palestina. La ayudaremos en todo. Pero ya sabe que es muy arriesgado... –Muchas gracias, reverenda madre –dice Edith–, estoy preparada para lo que Dios disponga de mí. No tengo miedo a los que «matan el cuerpo, pero no pueden hacer nada más» [19]... Sólo temo por el resto de la comunidad. –Si, hija mía –replica la madre Renata–, esté siempre preparada, como todo buen cristiano...


29. Huida a Holanda Los hermanos de Edith intentan afanosamente salir de Alemania. Han perdido el negocio maderero, todos los ahorros y las propiedades de la familia. No les queda absolutamente nada. Elsa y Erna, con sus maridos e hijos, consiguen viajar a América. Arno ya lleva tiempo en Estados Unidos. Quienes no tienen esa suerte son Pablo y Federica, que son apresados en Bresláu, separados de sus respectivas familias y recluidos en campos de concentración. Morirán asesinados en 1943. El recurso de ir a Palestina ya no le sirve a Edith, porque ante la avalancha de judíos se prohíben las inmigraciones. Muchos judíos intentan entrar en Palestina de forma clandestina en viajes muy peligrosos y muy caros. Ante la gravedad de los hechos, la madre Renata organiza la salida inmediata de Alemania de Edith y de su hermana Rosa. Ya no están seguras ni siquiera en un convento de clausura. En Navidad, sor Benedicta está haciendo oración sentada en un banco del coro. Se halla tan ensimismada en Dios, que sufre un sobresalto al hablarle la madre Renata: –Sor Benedicta, hemos conseguido que la acojan en el convento de Echt, en Holanda. Hay que organizar con sumo secreto su salida. –¿Y mi hermana Rosa? –es lo primero que pregunta Edith. –Su hermana irá después –la tranquiliza la priora–. No pueden ir juntas. Los visados hay que pedirlos con precaución. –¿Cuándo me iré, reverenda madre? –dice Edith, con la voz entrecortada por la emoción. –Muy pronto. Creemos que el mejor momento es el 31 de diciembre por la noche. Entre el ruido en las calles por la celebración del fin de año y la oscuridad podrá pasar desapercibida. Edith tiene que hacerse una fotografía de carnet y preparar sus documentos. El médico del convento se ha ofrecido a llevarla a Holanda personalmente en su coche con el mayor secreto. Llega la oscura noche de la despedida. Todas las hermanas se reúnen en el patio y le van diciendo adiós una a una. Edith intuye que no volverá a verlas. Una de las monjas no puede reprimir las lágrimas: –Sor Benedicta... la echaremos de menos... Edith tiene un nudo en la garganta. La despedida de la madre priora es también muy triste. Justo antes de dejar la ciudad, pide pasar un momento por la iglesia del Carmen. Desde la puerta, Edith reza fervorosamente a la imagen de la Regina Pacis (Reina de la Paz) por el convento que deja y por el que la va a recibir. El convento de carmelitas descalzas de Echt está en Holanda, muy cerca de la frontera con Alemania y no demasiado lejos de Colonia. Esa misma noche Edith llega a Echt, donde las monjas holandesas la esperan y la acogen con gran cariño. En Echt pasa Edith tres años y medio. De ellos, los dos primeros se dedica a trabajar como una más en las tareas domésticas que le asignan. Está muy agradecida por poder tener ese nuevo hogar. Las monjas le han cogido mucho cariño y la admiran al saber que ha sido una gran filósofa. Edith aprende rápidamente el holandés. Pronto llega Rosa y se coloca como portera del convento. Pero la situación de las hermanas es arriesgada, porque las autoridades holandesas no conceden fácilmente el permiso de residencia, dado el gran número de refugiados que llegan a Holanda desde Alemania, huyendo de Hitler.


Las dos sufren mucho al pensar en sus hermanos que no han podido salir del país. Edith tampoco sabe absolutamente nada de tantos buenos amigos que ha dejado en Alemania. El dolor es muy grande. Pero, a pesar de todo, sor Benedicta confía en Dios y se abandona en sus manos. Eso le da una gran paz. Transcurre la Semana Santa de 1939. Edith va a hablar con la madre priora, sor Otilia. –Reverenda madre, vengo a pedirle permiso para ofrecerme como víctima a Jesús, para que venga la paz y no estalle una nueva guerra mundial. Sé que no soy nada, pero Jesús lo quiere. Él, en estos días, está pidiendo lo mismo a muchos otros. La priora le da el permiso y maternalmente la besa en la frente. Edith realiza su ofrecimiento delante del Sagrario: Ya, desde ahora, acepto la muerte que Dios me ha destinado con total sumisión a su Santísima Voluntad y con alegría. Pido al Señor que se digne aceptar mi vida y mi muerte para honra y gloria suya, por todas las intenciones de (...) la santa Iglesia, (...) para reparar la incredulidad del pueblo judío y para que el Señor sea aceptado por los suyos y venga su Reino glorioso, por la salvación de Alemania y la paz del mundo (...) [20]. Para distraerla un poco, la priora la llama un día para darle un encargo que la tendrá ocupada: –Querida hija –le dice–, sé que está sufriendo mucho y que no se le quita de la cabeza lo que está pasando... ¿Sabe algo de su familia? –De los únicos que no sé nada –contesta Edith con lágrimas en los ojos– es de Pablo y Federica. La última vez que supe algo de ellos era que se los habían llevado de Bresláu. –Dios sabe por qué permite estas cosas. Pero a usted no vendrán a buscarla al claustro... Edith la mira con una sonrisa de incredulidad y afirma: –Vendrán a por mí. Pero no puede usted imaginarse lo que para mí significa ser hija del pueblo escogido, pertenecer a Cristo no sólo espiritualmente, sino también según la sangre. La priora asiente. Luego, le dice: –Hemos pensado que escriba un libro sobre la vida y doctrina de nuestro padre san Juan de la Cruz, con motivo del centenario de su nacimiento. Pida toda la documentación que necesite. ¿Quiere encargarse de esta tarea? –Claro que sí, reverenda madre. Mientras trabaja en el libro del santo carmelita, cofundador, con santa Teresa, del Carmelo reformado, profundiza mucho en el misterio de la cruz. Trabaja deprisa en su nuevo libro La ciencia de la cruz, porque intuye que no le va a dar tiempo a terminarlo. Considera que es una gracia de Dios este nuevo trabajo –el último de su vida– porque repite mucho una frase de san Juan de la Cruz: En adelante, mi único oficio será amar cada vez más [21]. La política expansionista del III Reich termina por provocar el estallido de la Segunda Guerra Mundial: Alemania se ha anexionado Austria y ha invadido parte de Checoslovaquia. Con la ocupación de Polonia en septiembre de 1939 por Hitler, Inglaterra y Francia declaran la guerra a Alemania. Poco a poco van incorporándose a la guerra otros países, según avanza la política expansionista de Hitler, que invade también Dinamarca, Noruega, Holanda, Bélgica, Francia y parte de las repúblicas soviéticas, y lo intenta, sin conseguirlo, con Inglaterra. Italia, al principio aliada del III Reich, es invadida también hacia el final de la guerra. La situación es muy peligrosa en Alemania para los judíos y para aquellos buenos alemanes que se resisten a admitir tanta barbarie. Porque ahora, con la guerra, el gobierno nacional socialista tiene las manos libres para actuar impunemente. Organiza los guetos o barrios hebreos en Polonia y en Alemania, y recluye ahí a los judíos.


El agrupamiento de tanta gente facilita la «solución final de la cuestión judía», que significa de hecho acabar con la raza judía, pues hacia 1941 el ejército nazi entra en los guetos y ametralla despiadadamente a hombres, mujeres y niños. A los supervivientes los llevan a campos de concentración. Por el camino asesinan a muchas de estas personas, en mitad de los campos solitarios, y las entierran inmediatamente allí mismo. A otras las llevan a realizar trabajos forzados, donde acaban muriendo por los malos tratos y la falta de alimentos. Ya en el verano de 1933, se promulgó una ley para limitar las «vidas inútiles». Ahora, en plena guerra, esta ley desemboca en un programa de eutanasia por el que murieron más de setenta mil personas, muchas, simplemente, por no poder trabajar. Como Rosa Stein es la portera y jardinera del convento y entra y sale de él, es la que informa de todas estas espantosas noticias a Edith. El sufrimiento es inmenso. Además, con la invasión de Holanda por las tropas nazis en 1940 y la huida a Inglaterra de la familia real holandesa, el pequeño país queda abandonado a su suerte. Edith, Rosa y todos los judíos refugiados en Holanda, hasta entonces país neutral, corren un gran peligro.


30. Prisionera de la Gestapo Las noticias son cada vez más aterradoras: las comunidades carmelitas están siendo disueltas; se están construyendo campos de concentración y se oyen historias espeluznantes, que a duras penas se pueden creer, sobre cámaras de gas donde asesinan a la gente en masa. En enero de 1942, sor Benedicta se da cuenta de que el convento está en peligro por su presencia e intenta conseguir un visado para Suiza, país que consigue permanecer neutral durante la guerra. Las gestiones dan buen resultado y Edith obtiene el permiso para salir legalmente del país. Pero surge un problema: Rosa no tiene sitio en el convento suizo de carmelitas, que está hasta los topes, y Edith no quiere abandonar a su hermana. Así que no se va. Sigue haciendo gestiones para la salida de Rosa. Pero todo va muy lento. Un día recibe la primera citación para un interrogatorio de las SS, el servicio de seguridad de los nazis. Se presenta en una sórdida oficina, junto a muchos judíos asustados. Tras una larga espera, la obligan a ponerse sobre el hábito marrón una estrella amarilla, símbolo de los judíos. Luego, tiene que contestar de pie, a tres metros del oficial nazi, a un largo y complicado interrogatorio. Mientras, todas las monjas en el convento están reunidas en la capilla rezando por ella. Al saber que es cristiana la dejan marchar. Y es que los obispos holandeses han pedido a las autoridades nazis que no molesten a los cristianos. A través de una carta de un conocido le llegan a Edith noticias sobre los hermanos que han quedado en Alemania. La priora ya la ha leído y se la da: –¿Qué dice la carta, reverenda madre? Son malas noticias, ¿verdad? –Sí, hija mía. Han detenido a sus hermanos y sus familias y los han llevado a Theresienstadt. ¿Sabe lo que esto significa? –Sí... es un campo de exterminio. Es... la muerte. Como una sonámbula, va directamente a la capilla. Su reacción, al caer de rodillas, es rezar la oración que Cristo dirigió a su Padre en el huerto de los olivos, justo antes de sufrir la Pasión: «¡No se haga mi voluntad, sino la tuya!». Los nazis siguen cometiendo atrocidades contra los judíos, separando a las familias y llevándoselos en trenes abarrotados hacia los campos de exterminio alemanes. Los holandeses están indignados. Los obispos vuelven a protestar por esta inhumanidad, pero no les hacen caso. Así que se reúnen para tomar una decisión: hacer pública una carta. El 26 de julio de 1942 se lee en todas las iglesias holandesas la carta pastoral de denuncia contra el nazismo, a pesar de que el comisario nazi se había enterado y había prohibido hacerlo. La reacción indignada de éste no se hace esperar: apenas unos días más tarde, miles de cristianos holandeses, de origen judío, son apresados brutalmente. A Edith le ha llegado también la hora. Es el domingo 2 de agosto de 1942. A las cuatro de la tarde, suena impaciente la campanilla del torno. Acude al locutorio la madre priora y ve enfrente, a través de la reja, a dos oficiales de la Gestapo, mirándola con gran frialdad. –Ave María Purísima... –saluda la monja. –¿Viven aquí las judías Rosa y Edith Stein Courant? –preguntan bruscamente sin responder al saludo.


–Aquí viven las hermanas Rosa y sor Teresa Benedicta de la Cruz. Pero son cristianas... –Da igual. Son judías de nacimiento. ¡Deben venir con nosotros inmediatamente! –Pero, eso no es posible... ¡esto es una clausura...! –Tenemos órdenes –interrumpió tajantemente el oficial–. ¡Hágalas salir o entraremos nosotros! Si es preciso echaremos la puerta abajo. Sor Benedicta está en ese momento leyendo en voz alta en el coro, donde todas las hermanas están reunidas. Se produce un gran revuelo cuando la priora interrumpe la lectura y avisa a Edith. Algunas jóvenes novicias se ponen a llorar. Ésta sale al locutorio, y con voz tranquila pregunta a los guardias: –¿Qué desean de mí? –Debe venir inmediatamente con nosotros. Avise a Rosa Stein. –¿Nos van a detener? ¿De qué nos acusan? –Eso ya se lo dirán. ¡Abra ahora mismo la reja! Edith asiente sin decir nada más. Vuelve al coro y se despide apresuradamente de las hermanas. –Por favor, hermanas, rogad por mí –dice Edith medio distraída, como en una nube. Sin querer llevarse nada, Edith va a buscar a Rosa, que está muy nerviosa. Las dos se arrodillan y reciben la bendición de la madre priora. Por la pequeña puerta de la clausura, sale Edith llevando de la mano a Rosa. La Gestapo las conduce hacia un callejón, donde tienen aparcado un gran coche negro. No han querido dejar el vehículo demasiado a la vista, porque la gente se ha ido arremolinando en torno al convento en señal de protesta por esa detención injusta, y no desean incidentes. Mientras caminan, dice Edith a su hermana: –¡Ánimo, Rosa, vamos a sacrificarnos por nuestro pueblo! El siniestro coche negro parte a gran velocidad con las dos prisioneras.


31. Destino: Auschwitz El primer destino de las dos hermanas es un campo de concentración de paso. Han llegado en una camioneta, en mitad de la noche, junto a otros prisioneros. Allí las tratan sin ninguna consideración y, a empujones, las meten en unos sucios barracones. El ambiente es horrible. Los cientos de judíos internados están muertos de miedo y los llantos y los gritos de súplica no paran en toda la noche. Hay muchas mujeres y niños pequeños. Todos están revueltos, sin intimidad alguna. Edith observa que hay un grupo de frailes y monjas, de diversas congregaciones, que tratan de dar ánimos al resto. Se reúnen esa noche para rezar el rosario juntos, dirigidos por sor Benedicta. Es evidente que la detención de todos estos religiosos se debe a una represalia contra la carta pastoral de los obispos católicos holandeses del día 26. Al día siguiente, en plena noche, sin ninguna explicación, los llevan a una solitaria estación. Los meten en un tren de mercancías, donde van apretujados y de pie. Son mil doscientos prisioneros. La atmósfera en el vagón es irrespirable porque han tapado las ventanillas para que no puedan ver nada. Alguno que tiene claustrofobia se desmaya y ha de ser sujetado en volandas por los demás, pues no hay sitio para tumbarlo. Al mediodía llegan a Westerbork, otro campo de concentración holandés, junto a la frontera alemana. y allí, nada más hacerlos bajar del tren, les hacen formar en filas para su registro y asignación de un número. El oficial que interroga está sentado bajo un toldo, con un secretario al lado que escribe a máquina los nombres y otros datos. Los prisioneros avanzan lentamente, a pleno sol y con un intenso calor. Hace mucho que no comen ni beben. Es peligroso desmayarse, pues a los que lo hacen se los llevan y no los vuelven a ver. Edith está en silencio. Siente una gran pena por lo que está ocurriendo, pero no tiene miedo. Detrás de ella va Rosa que, a pesar de ser nueve años mayor, es como su hermana pequeña. Cuando terminan los interrogatorios separan a los hombres de las mujeres. Se produce entonces un gran alboroto. El griterío, los abrazos y el llanto son tremendos. Muchas familias divididas de modo tan brutal no volverán a reunirse nunca más. Nuevos camiones parten llenos de prisioneros hacia un destino desconocido. Tras los registros, los hacen entrar en barracones atestados de sucias literas de tres alturas. En este horrible lugar pasan tres días. Edith se da cuenta de que la locura está haciendo mella en muchas mujeres que, ante tantas desgracias, se han vuelto apáticas y ni siquiera atienden a sus hijos, que lloran sin parar porque tienen hambre y miedo. Intenta consolarlas, darles algo de esperanza. Y cuida de los niños pequeños, yendo de un lado para otro, buscando agua para lavarles y algún alimento extra. Anima a todos con una sonrisa. Las monjas del convento de Echt siguen haciendo intensas gestiones para liberarla y llevarla a Suiza. Aún hay esperanza, pues no han salido de Holanda. Pero lo que no saben ni Edith ni los demás es que al día siguiente los van a llevar al mismo infierno: a Auschwitz, cuyo solo nombre da terror. Antes de partir, Edith y Rosa reciben inesperadamente una visita de Echt: son dos valientes emisarios del convento –familiares de algunas monjas– que llegan con objetos de higiene y ropa para las dos hermanas. Tras grandes dificultades, les han dado permiso para verlas. Se reúnen en un barracón, lleno de vigilantes y otras visitas. –¡Sor Benedicta! –Hermanos... ¡qué alegría!


Una gran emoción por ver caras amigas les deja sin habla durante unos instantes. Luego, se cuentan las correspondientes noticias. Ella les dice que van a salir para el este, no saben adónde. De pronto, oyen la señal estridente de que las visitas han concluido. –Hermanos –se despide–, decid a la reverenda madre que esté completamente tranquila con respecto a nosotras, estamos bien y en las manos de Dios... Tomad, llevadles esta nota de mi parte. Y les entrega unas líneas escritas allí mismo a toda prisa. Esa noche, los nazis publican una lista con los prisioneros que viajarán a territorio alemán. Edith y Rosa están entre ellos. Al alba del día 7 salen los abarrotados trenes hacia Auschwitz. Ya nadie vuelve a saber nada más de Edith... Después de la guerra se pudo conseguir el certificado de su muerte, acontecida el día 9 de agosto en la cámara de gas. Su muerte sería como la de tantos miles de judíos indefensos en aquel lugar de horrores. Los supervivientes de Auschwitz narran espeluznantes sucesos que la historia ha demostrado como verdaderos. Nada más llegar los convoyes al siniestro campo de concentración, hacían formar en una larga fila a los prisioneros. Un oficial se encargaba, con un simple gesto, de mandarles hacia los barracones de trabajo o, directamente, hacia un pabellón más alejado. Allí se hallaban unas siniestras «duchas», de las que en lugar de agua salía gas venenoso. Allí terminaban los niños y los viejos, los demasiado débiles o aquellos que consideraban «inútiles». ¿Qué debió de pasar con nuestra heroína? Probablemente sus verdugos pensaron que una religiosa de cincuenta y un años no les sería de ninguna utilidad. La fila de los condenados (sin que ellos lo supieran) iría hacia las duchas de la muerte, las mujeres y niños por un lado, los hombres por otro: –¡Vamos, desnudaos completamente y entrad en las duchas! Luego, recogeréis vuestras cosas –les gritaban los guardias. En la puerta se les entregó a cada uno una pastilla de jabón. Alguno de los condenados se dio cuenta de que era ¡de madera! ¿Qué iban a hacer con ellos? Pero ya era demasiado tarde. A empujones les encerraron en una gran sala alicatada, cuyo techo estaba recorrido por las tuberías y las alcachofas de las falsas duchas. Por una mirilla, podían los verdugos observar cómo morían, ahogados por el gas. Luego, sacaban los cuerpos y los quemaban en los hornos crematorios, que funcionaban sin parar y producían una maloliente columna de humo que velaba la luz del sol. Sobre las poblaciones vecinas caía a menudo una pegajosa lluvia de cenizas humanas. Fueron asesinadas por los nazis unos seis millones de personas inocentes. Entre ellas, la carmelita Edith Stein y su hermana Rosa.


32. Un día de alegría Brillaba el sol en la plaza de San Pedro de Roma. Víspera del cumpleaños de Edith Stein: 11 de octubre de 1998. Algunos familiares de Edith estaban presentes en lugar destacado. Ante una gran multitud de fieles y de medios de comunicación, Juan Pablo II proclama solemnemente la santidad ejemplar de esta mujer fuerte, atea en su juventud, que halló la verdad de la fe cristiana en su profesión. Es la primera vez que se canoniza, desde los tiempos de los apóstoles, a una judía. Una mujer de su tiempo, que supo luchar por sus ideales, que supo defender la dignidad humana, política e intelectual de la mujer. Una chica que supo amar a sus semejantes. Un año después, en el solemne acto de apertura del sínodo de Europa, celebrado en Roma el 1 de octubre de 1999, Juan Pablo II proclama a Edith Stein, junto a santa Catalina de Siena y a santa Brígida de Suecia, Patrona de Europa. Su fiesta se celebra el 9 de agosto.


Edith Stein: Cronología CRONOLOGÍA

VIDA DE EDITH STEIN

ACONTECIMIENTOS HISTÓRICOS

1891

Edith nace el 12 de octubre en Bresláu (Prusia) en el seno Guillermo II de Prusia (1859-1941) lleva al de una familia numerosa judía. Imperio alemán a la hegemonía europea.

1893

Muere el padre. La madre se hace cargo del negocio familiar

1897

Empieza sus estudios en la Escuela Victoria de Bresláu.

1905

Crisis de los Balcanes (1905-1913), que Gran crisis personal que le lleva a dejar los estudios y la desembocará en la Primera Guerra fe judía. Viaja a Hamburgo con su hermana Elsa. Mundial.

1908

Reinicia los estudios y el bachillerato.

1911

Entra en la Universidad de Bresláu, donde se matricula de historia y psicología. Trabaja en asociaciones a favor de los derechos de la mujer.

1912

Lee a Husserl y decide cambiar de universidad.

1913

Se matricula en la Universidad de Gotinga. Llega a ser miembro destacado de la Sociedad Filosófica de Paz de Bucarest. Se afianzan las alianzas Fenomenología. Conoce a Husserl y la Fenomenología. que formarán los bloques enemigos de la Conoce a Max Scheler y a Adolf Reinach: encuentro con Primera Guerra Mundial. la fe cristiana.

1914

El 28 de junio comienza la Primera Guerra Mundial (1914-1918) con el asesinato en Prepara su trabajo de licenciatura y el examen de estado. Sarajevo del archiduque Francisco En julio estalla la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Fernando, heredero al trono de AustriaHungría.

1915

En enero realiza el examen de estado en Gotinga. Se ofrece como voluntaria a la Cruz Roja y la destinan a un hospital de Austria. Recibe la Medalla al Valor. Trabaja de maestra en Bresláu.

1916

En agosto, presenta su tesis doctoral sobre La empatía, en Friburgo. Recibe la máxima calificación. Husserl la toma como ayudante.

1917

En octubre, triunfa la revolución Adolf Reinach muere en la guerra. El encuentro con su bolchevique: creación de la Unión viuda la acerca más al cristianismo. Soviética. Fin del Zarismo. Abdica Nicolás II.

1918

El 28 de junio acaba la guerra: Paz de Deja a Husserl. Intenta acceder a una cátedra, sin éxito Versalles. Gran pesimismo en Alemania, la por ser mujer. Trabajos filosóficos, conferencias y clases gran derrotada, que se convierte en una particulares. república.

1921

Recién creado el Partido Agosto: en casa de unos amigos lee la autobiografía de Nacionalsocialista alemán, Hitler es santa Teresa de Jesús. Decide convertirse al catolicismo. nombrado su jefe con poderes dictatoriales.

1922

El 1 de enero se bautiza y recibe la Primera Comunión. Formación de la URSS. Fuerte oposición de su madre y de su familia.

1923

Durante ocho años, da clases en un colegio de dominicas Intento fracasado de golpe de Estado por en Espira. Hitler.

1928

Gira de conferencias sobre la mujer.

1931

Se va de Espira. Intenta de nuevo acceder a una cátedra. No le dejan por ser judía. Su director espiritual no le permite de momento ser monja carmelita. Traduce a santo Tomás de Aquino.

1932

Da clases en el Instituto de Pedagogía de Münster.

1933

Hitler gana las elecciones y sube al poder. Las leyes antisemitas le impiden dar clases. El 14 de Proclama el III Reich. Leyes racistas: octubre entra como aspirante en el Carmelo de Colonia. prohibición a los judíos de ejercer cargos Su madre se opone firmemente. públicos y profesiones liberales.

Ascenso de los nazis al poder.


1934

El 15 de abril toma el hábito carmelita como novicia, con Creación de la Gestapo, policía política el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz. del III Reich.

1935

Gran actividad científica en el convento. Escritos y cartas.

Gran aparato propagandístico de los nazis. Leyes de Nüremberg: los judíos dejan de ser ciudadanos con derechos civiles.

1936

Termina su obra cumbre Ser finito y Ser eterno. Muere su Creación del Servicio para la «solución madre. Su hermana Rosa se bautiza. final de la cuestión judía».

1937

Gestiones infructuosas para ir a Palestina.

1938

9 de noviembre: «Noche de los cristales El 21 de abril hace su profesión perpetua. El 31 de rotos», son asesinados miles de judíos. diciembre huye a Echt (Holanda). Muere Husserl. Hitler se anexiona territorios: Austria y parte de Checoslovaquia.

1939

Se ofrece como víctima por su pueblo.

1940

Escribe sobre san Juan de la Cruz: La ciencia de la cruz. Los nazis invaden Bélgica y los Países Intentos de huir a Suiza. Bajos.

1942

El 2 de agosto es sacada a la fuerza del convento junto a su hermana Rosa, por las SS. El 7 son llevadas al campo Batalla de Stalingrado. de exterminio de Auschwitz, en Polonia, donde son asesinadas en la cámara de gas el 9 de agosto.

Encíclica del Papa Pío XI contra la ideología nazi y a favor de la libertad religiosa.

Comienzo de la Segunda Guerra Mundial (1939-45). Invasión de Polonia. Creación de los guetos judíos.

1945

30 de abril: rendición de Alemania. Agosto: rendición de Japón.

1978

El 6 de octubre es elegido papa Juan Pablo II.

1987

Edith Stein (sor Teresa Benedicta de la Cruz) es beatificada por la Iglesia Católica, en Colonia, el 1 de mayo. El 9 de noviembre tiene lugar la caída del Muro de Berlín. Fin de la Guerra Fría.

1989 1998

El 11 de octubre es solemnemente canonizada en Roma por Juan Pablo II.

1999

El 1 de octubre es proclamada por el Papa Patrona de Europa.


Notas [1] Hoy es Wroclaw, en Polonia. [2]. En el Yon Kippur (fiesta de la expiación o de los tabernáculos), los judíos hacen ayuno y penitencia durante veinticuatro horas. Con la Pascua, es de las más importantes celebraciones judías. [3] El Estado independiente de Israel se creó, sobre territorios palestinos, el 14 de mayo de 1948. Su capital es Jerusalén. [4] En Alemania, los derechos electorales no se legislaron hasta 1919, después de la Primera Guerra Mundial. [5] Los llamados semestres –de verano y de invierno– dividían en dos los cursos universitarios anuales, y cada uno tenía sus asignaturas y características especiales. Por ejemplo, los de verano eran más relajados y podían completarse con actividades culturales y deportivas al aire libre. [6] Señorita, en alemán. [7] «El saber religioso, el saber de las cosas sobrenaturales –mantiene Scheler– debe entrar en la esfera de las ciencias humanas, pues sólo la fe hace que el hombre sea persona». [8] Por un lado, los imperios centrales, el alemán y el austrohúngaro, a los que se suma Turquía. Por otro, los «aliados»: Rusia, Francia, Bélgica, Inglaterra, Serbia, Grecia, Japón, Italia, Bulgaria y Rumanía. En 1917 se incorpora Estados Unidos al bloque de los «aliados». [9] Descendientes de los antiguos indoeuropeos, los arios son de piel blanca, rubios y de ojos claros. Es la estirpe nórdica, tenidos por los nazis como superiores. [10] Cfr. Mat. 27, 25 y Act. 5, 28. [11] Más tarde, en marzo de 1973, Pío XI publicará la encíclica Mit brennender Sorge (Con intensa preocupación), escrita en alemán, en la que condenaba la doctrina totalitaria y racista del nacionalsocialismo y defendía a los judíos y a los católicos en Alemania. Le encíclica se oponía además al intento de Hitler de crear una iglesia nacional cuya cabeza sería él. [12] Estrellas amarillas. Autobiografía: infancia y juventud. Editorial de Espiritualidad. Madrid, 1992. [13] La madre Teresa Renata fue su primera biógrafa. [14] Libro de la Sabiduría 7, 13. [15] Es el nombre antiguo de la Liturgia de la Horas, rezo oficial de la Iglesia, compuesto por salmos, lecturas y oraciones. [16] Los votos consisten en el compromiso de vivir radicalmente la castidad, la pobreza y la obediencia cristiana. En este caso, además, lo hizo según la regla del Carmelo. [17] Ser finito y ser eterno se publicó por primera vez en 1950 en Friburgo. [18] Estas palabras fueron pronunciadas en 1930 durante una conferencia que dio sobre el misterio de la Navidad. [19] Cfr. Mt 10, 28. [20] De los Papeles personales de Edith Stein. [21] De Cántico espiritual.


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