Como acertar en la vida

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Cรณmo acertar con mi vida La mirada del hombre ante su destino Juan Manuel Roca


Prólogo El tiempo fluye como una corriente impetuosa a ratos, apacible y risueña otras muchas veces, que puede ofrecer a primera vista cierta ilusión de movimiento y de variedad. Pero para vivir una vida que valga la pena no basta flotar a la deriva; el hombre no es un tronco en el agua, y el simple pasar del tiempo lo envejece, lo agita, lo golpea, pero no lo hace mejor. Quien no se empeña en descubrir quién es y en decidir a dónde va, quien no fija el timón y empuña los remos de su libertad para seguir su camino, acaba viendo cómo el flujo de la vida le arrastra a donde no quería llegar. La vida humana no es cuestión de estar vivo y dejarse ir. Estas páginas son una invitación apasionada a asumir personalmente la gozosa aventura de vivir. El autor –con quien me une una amistad añeja y regocijante, que es la razón principal de que yo haga este prólogo– escribe sin el menor desinterés, sin sombra de distanciamiento o exquisitez intelectual. Escribe porque le importa decir unas cuantas cosas que sabe por su larga experiencia y que a otros muchos les importan, o les importarían si cayeran en la cuenta de ellas. Es éste un libro lleno de vitalidad, con la estructura teórica imprescindible para ayudar a entender la vida y a vivirla bien. El lector no encontrará aquí propiamente un ensayo de antropología académica, sino más bien un acompañamiento práctico, a pie, para descubrir el misterio de la vocación como clave fundamental de la existencia humana, y para construir la propia existencia en torno a esa clave, para vivir con sentido de vocación. Esto –el sentido vocacional– significa, por supuesto, que en el mismísimo punto de partida hay una propuesta paradójica: para llegar a ser uno mismo es preciso romper la soledad del ensimismamiento. Se empieza a vivir de verdad personalmente cuando se sale de sí mismo. Se trata, es cierto, de asumir personalísimamente el protagonismo de la propia vida, pero esto no acontece en primera persona del singular, sino en primera persona del plural. Y aquí entra Dios: el descubrimiento de sí mismo, de la propia verdad, se da definitivamente al descubrir a Dios y a los demás. Por eso el autor se esfuerza en orientar la mirada, en enseñar a mirar, para no terminar viviendo a tientas, casualmente, la libertad. En esta perspectiva aparecen en el libro cuestiones que interesan profundamente a cualquiera: la autenticidad, el sentido de la libertad, la autoestima, el compromiso, el amor, la incertidumbre, la seguridad... y el miedo. Quizá no sea descabellado afirmar que el momento cultural, sin dejar de mostrar un punto de arrogancia en no pocos aspectos, ofrece también un muestrario prácticamente ilimitado de temores. Casi más que el anhelo de felicidad, que los clásicos identificaron como el profundo latido común a todos los hombres, domina en el fondo de tantas actitudes el miedo a perder, a errar, a no ser feliz. Se me ocurre, por eso, que una fórmula acertada para recomendar la lectura de estas páginas podría ser: para perder el miedo a vivir. Que la vocación es la clave antropológica fundamental significa, a fin de cuentas, que toda la existencia de cada hombre, de cada mujer, que se despliega como respuesta a una llamada personal de Dios, está atravesada por el acento tierno y reconfortante de estas palabras que acompañan a cada vocación narrada en la Sagrada Escritura: ¡No temas! Porque Dios es el coprotagonista estelar y socio mayoritario en la empresa de vivir, y en estas páginas. En realidad, hablar del hombre sin hablar de Dios no llega siquiera a la media verdad. Este libro, como el autor desearía que sucediera con la vida de cada lector, comienza en los ojos del hombre, en su mirada atenta, y acaba en los brazos de Dios. Ojalá su lectura ayude a muchos a buscar el buen comienzo para tan buen final. JORGE MIRAS 12 de octubre de 2002 Nuestra Señora del Pilar


Al lector Dicen que hay pocas vocaciones, pero sería más preciso decir que hay pocas respuestas, pues Dios no deja de llamar. Así lo explicaba Mons. Fernando Sebastián, en una carta con ocasión del Día de Oración por las Vocaciones de 2002: «Sería más exacto decir que vocaciones sí hay, porque Dios no deja de llamar para todo aquello que la Iglesia y el mundo necesitan. Lo que no hay son respuestas. La voz de Dios se oye sólo cuando hay un cierto grado de silencio interior, es una voz íntima que resuena sólo a cierta profundidad de uno mismo. El que vive volcado sobre el exterior, acaparado y seducido por las cosas exteriores no puede oír la llamada de Jesucristo. Si uno no se pregunta para qué está en el mundo, qué es lo que de verdad vale la pena en la vida, qué quiere Dios de mí, nunca llegará a percibir ni formular una respuesta. Donde no hay pregunta tampoco llega la respuesta. Por eso se puede decir que si no hay vocaciones es porque, en un nivel más profundo, no hay sentido vocacional de la vida. Nuestros jóvenes no tienen tiempo de preguntarse para qué están en este mundo, qué es de verdad vivir, qué es lo que puede dar verdadero valor a su vida, lo que les puede llenar el corazón y darles la felicidad a largo plazo. Por eso es más exacto decir que no es que no haya vocaciones, lo que no hay es proyecto realmente libre y personal de la propia vida. Se vive impersonalmente, dejándose llevar, sin tener el valor de salirse de la fila para pensar, proyectar y definir la propia vida». Las consideraciones que contiene este libro no buscan añadir nada nuevo al tratamiento teológico, jurídico o antropológico de la vocación. Sencillamente, tratan de ayudar a «salirse de la fila», de ofrecer un poco de luz a tantas personas que alguna vez se han planteado o llegarán a plantearse el sentido de su existencia: para qué estamos en el mundo. Quieren transmitir una experiencia vivida a lo largo de muchos años, contrastada en muchas conversaciones, que podría ayudar a entender mejor que la existencia del hombre, mi existencia, se configura y se despliega como respuesta de la criatura a una llamada de Dios Creador y Redentor. En el primer capítulo de estas consideraciones he tratado de exponer sucintamente un tema que me apasiona y que llevo en el corazón. Así lo he expuesto durante varios años a los alumnos de Ética del tercer curso de Derecho: el tema del «encuentro». Cuando mi libertad se topa con la verdad (Dios, los demás, la realidad de las cosas...) se produce un encuentro decisivo para la existencia personal. Si se vive en la apertura necesaria para concurrir a esa cita, para dejarse encontrar, el encuentro con la verdad necesariamente apasiona, enamora, lleva a vivir con plenitud de sentido, de voluntariedad y, por eso, de libertad. Responder a la vocación personal es tanto como vivir la propia existencia con verdad y en libertad. Para ilustrar esta cuestión fundamental he tratado de sintetizar en muy pocas páginas algunas ideas de los autores (Guardini, López Quintás, Polo, etc.) que me han ayudado a comprender las condiciones y actitudes necesarias para el encuentro de mi verdad y de Dios, sin las cuales difícilmente llegará el hombre a ser plenamente hombre y, por lo tanto, a ser hijo de Dios. También en las reflexiones que propongo sobre la vida entendida como vocación ha influido la lectura y meditación de textos de otros autores, como Torelló, Frankl, Yepes, Pigna, Thibon, Llano, etc., sin olvidar a quien ha sido mi gran maestro y Padre en todo lo referente a la vocación: Josemaría Escrivá de Balaguer, a quién la Iglesia acaba de canonizar. El segundo capítulo expone la doctrina de siempre sobre la existencia y la vocación cristiana. En ella procuro ofrecer algunas consideraciones que ayuden a que cada uno las personalice, las interiorice, en su meditación personal. Son reflexiones que nacen de la vida misma, de la sinceridad personal, y que espero contribuyan a orientar la vida de quienes las lean. He visto necesario, en ese capítulo, entrar a deshacer un equívoco que frecuentemente se da entre los que se plantean su vocación. Unos entienden la vocación como inclinación; otros como la llamada misma de Dios; otros como un camino concreto a seguir. Y el resultado final es pensar que sólo tienen vocación aquellos que sienten inclinación por un camino concreto, de manera que los demás (la mayoría), son personas tan ocupadas que no pueden dedicarse a perder el tiempo en otras cosas, viendo la vocación como una complicación añadida a la ya de por sí complicada vida cristiana. ¡Qué gran error! Si se comprende en su verdadera dimensión, la vocación cristiana implica un compromiso que solamente puede ser de Amor, y ese compromiso –vivir comprometidamente, deberse a– es lo que muchos rechazan por miedo a cerrar posibilidades que el futuro pudiera ofrecer. Todas esas


situaciones anímicas –miedos, sospechas, temores– se tratan en el capítulo tercero bajo el título «obstáculos y dificultades». He dejado para el final, como cuarto capítulo, lo que para un hijo de Dios debe aparecer como la reacción más natural, al mismo tiempo que sobrenatural ante la llamada: la consideración del Amor de Dios. Con la fuerza del Amor, ¡podemos! Debo reconocer que, en caso de tener que elegir epígrafe para aconsejar como prioritario, no dudaría en indicar el titulado «Ojos y mirar ingenuos». En él he intentado animar a ver nuestra realidad y la realidad de las cosas con la mirada de Dios, porque la vocación es siempre iniciativa y llamada de Dios. Nosotros podemos ayudarle con nuestras disposiciones si nos esforzamos en llevar una vida sencilla y mirar con su mirada. Si nos viéramos con sus ojos, como Él nos ve, habríamos descubierto nuestra vocación. Dios siempre nos ve como algo muy bueno, como hijos predilectos suyos, como personas de las que se ha enamorado antes de formar el mundo: nos ha puesto en la existencia por Amor, y nos llama a realizar nuestra vida plenamente como una enamorada correspondencia al Amor. Esto es, a ser santos. Peter Kreeft, en su libro Cómo tomar decisiones, tiene un hermoso capítulo titulado «La sencillez» cuya lectura recomiendo encarecidamente. Como se podrá observar, la mayoría de las citas son de Juan Pablo II y de san Josemaría Escrivá, pero también las hay de autores clásicos y modernos, cuyos libros citados he procurado recoger en la bibliografía final, para hacerlos fácilmente accesibles a los interesados en leer más sobre algunos aspectos que aquí se desarrollan menos. Quiero dejar constancia de mi agradecimiento más sincero a cuantos me han ayudado con sus consejos: los profesores Jon Borobia, Juan Ignacio Bañares y Pablo Casas. Al que ha sido mi interlocutor más habitual, Jorge Miras, sin cuyo asesoramiento y profunda intuición poética, este libro no habría visto la luz. Y también al futuro brillante economista que será Borja Granado, por su pericia en el ordenador. * * * En una ocasión, conversando con un sacerdote mayor y experto en humanidad, le pregunté cuál pensaba que sería la causa por la que a los jóvenes de hoy les cuesta ser generosos para entregarse por Dios y por los demás. Su respuesta fue: porque sólo el Buen Pastor da la vida por sus ovejas. Reconozco que esta reflexión, hecha con naturalidad sobrenatural, hizo resonar con especial fuerza unas palabras de san Josemaría Escrivá que, en su momento, dieron tanta luz a mi vida que se me grabaron para siempre. Las propongo ahora como pórtico por el que cada uno pueda hacer pasar su cabeza y su corazón para adentrarse en estas consideraciones con la perspectiva adecuada: «Dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con Él» (Via Crucis, Estación XIV). Este libro va dedicado a mi hermana Piluca.


Introducción Cuentan que, en cierta ocasión, una señora se acercó al Santo Cura de Ars para preguntarle cuál sería su vocación. El Santo le respondió sin vacilar: «Señora, tenga por seguro que su vocación es ir al Cielo». Esta invitación que Dios nos hace a la vida eterna es el puerto que todo hombre ha sido llamado a alcanzar. Pero, así como cualquier viaje largo exige un itinerario preciso, con hitos y etapas bien determinados, esa llamada de Dios encierra en sí otras muchas llamadas que, durante nuestra existencia terrena, nos van orientando, según un itinerario personal, del mejor modo posible para llegar al destino. Son muchos los que, sin mérito de su parte, han recibido de Dios gracias y dones constantes, que les han puesto en situación de entender y querer las cosas del espíritu, de adquirir una buena formación humana y espiritual. El amor de Dios por ellos es evidente: todo en su vida parece una paciente preparación por parte del Señor para facilitarles la generosidad. Sin embargo, al concretarse la llamada de Dios, no ven nada: parece que están ciegos (o deslumbrados por demasiadas luces). Y es que no es difícil que suceda lo que a cierto romano que vivía junto a la Basílica de San Pedro y había sido bautizado en ella, pero nunca había vuelto a entrar desde entonces. Algo así nos puede pasar: estamos tan cerca de Dios y nos comportamos como si no lo estuviéramos, o como si fuese algo que se da por descontado, tan cotidiano y rutinario que no suscita mayor interés. Debemos despertar, dejarnos despertar para no tratar los tesoros que Dios ha puesto en nuestra existencia como realidades sin valor. Hay que pedir la gracia de saber encontrar ese tesoro escondido en los profundos repliegues de nuestros corazones, como aquel hombre de la parábola evangélica, que descubrió en un campo un tesoro tan valioso que fue rápidamente y liquidó todos sus bienes para poder hacerse con él. O aquel otro, tratante de gemas, que un día descubrió una perla tan hermosa que comprendió que valía la pena vender cuanto tenía con tal de conseguirla. Es cierto que ya somos amados por Dios, que nos ha elegido para ser sus hijos por pura benevolencia: Él nos ha amado primero, dice san Juan. Tenemos el tesoro a nuestra disposición. Pero es necesario llegar a descubrirlo y poseerlo interiormente: este don sólo muestra todo su valor cuando lo aceptamos conscientemente, cuando nos enamoramos tanto al descubrirlo que dejamos que configure toda nuestra vida. Hace muchos años, conversando con un joven estudiante, se me presentó una situación que después me he vuelto a encontrar repetidas veces. Podríamos decir que lo tenía todo en esta vida: inteligente, trabajador, buen cristiano –buen hijo y buen compañero–, gozaba de muy buena salud, era deportista, tenía amigos que procuraba acercar a Dios. Estaba feliz, satisfecho. Además era consciente de que todo eso se lo debía a Dios. Conociéndole bien, le pregunté si se había planteado la posibilidad de entregar su vida a Dios. Me explicó que él estaba muy a gusto así, y que ya hacía muchas cosas por Dios y los demás. Intenté animarle haciéndole considerar los muchos dones que había recibido; que Dios tiene derecho a pedirnos el corazón entero; le razoné la parábola de los talentos, y muchas más cosas. Insistía en que él tenía la conciencia tranquila, y en que lo único que quería era ir al Cielo. Se me ocurrió preguntarle entonces si le parecía que amaba a Dios por ser Él quien es... Después de pensarlo un poco, me dijo, medio conmovido, que a él Dios, por sí mismo, le traía un poco sin cuidado, que ya cumplía los mandamientos. La historia terminó bien. Yo me quedé pensando: ¿Qué le había pasado? ¿Se amaba mucho a sí mismo? ¿Muy poco a Dios? ¿Quizá no había descubierto lo que significaba que él era el amado y escogido de Dios? Así como los pedagogos hacen notar que para enseñar física a Carlitos hay que conocer la física y a Carlitos, de la misma manera, para tener un encuentro con Cristo, que en eso consiste la vocación, conviene tener en cuenta al mismo tiempo el contenido objetivo de la llamada del Evangelio, la grandeza misma de la vocación divina, y la situación existencial de aquellos a quienes se dirige. Si sólo se tiene en cuenta a los destinatarios, se corre el riesgo de mutilar la riqueza y trascendencia de la llamada a la santidad y halagar las tendencias espontáneas, sinceras, pero a menudo alicortas, de la subjetividad.


Se debe tener muy en cuenta, ciertamente, la situación subjetiva de los destinatarios, pero sin hacer de su situación existencial la medida, ni menos aún la fuente, del contenido de la llamada. Quedarse en la subjetividad no deja de ser una vía inevitablemente estrecha. Es cierto que Cristo es capaz de colmar el corazón del hombre («Venid a mí todos los que estáis cargados y agobiados y yo os aliviaré» [Mt 11, 28]) y que sólo Él nos atrae desde lo más íntimo de nosotros mismos («¿A quién iremos, Señor? Tú tienes palabras de vida eterna» [Jn 6, 68]). Pero el Señor es infinitamente más que el instrumento de nuestra plenitud: es el Hijo del Padre, digno de ser amado por sí mismo y no, en primer lugar, porque él colma nuestros deseos. La llamada que cada uno recibe por el simple hecho de ser criatura es más que un mero colmar los deseos del hombre; es ante todo, la libre manifestación de la gloria de Dios. El que yo ame a una persona podría deberse a que me atrae y me hace feliz. Esto es legítimo. Pero una persona humana es mucho más que un medio para mi completo desarrollo, por eso si amo a alguien, debería ser por sí mismo, por su propia personalidad. Esto mismo debemos aplicarlo a Jesucristo, pero en grado sumo. La «nueva sensibilidad» posmoderna, que es ambiental y por eso contagiosa, lleva fácilmente a considerar lógico que «mi visión» de las cosas sea la que establezca la medida de lo que Dios quiere de mí, totalizando todo en función y alrededor del yo. Como si los demás, y Dios mismo, fueran sólo el marco de mi yo, un simple momento de mí mismo. Qué importante es descubrir que yo soy yo porque Dios me tutea. Que valgo, que importo porque Dios me ama. Que soy libre porque Dios me invita a ser coautor con Él de una historia maravillosa: de nuestra historia. Con frecuencia muchos se conforman con una natural buena disposición: ¡Si yo soy bueno! Es como si les costara indeciblemente dejar entrar en su biografía un planteamiento trascendente –¿qué piensa Dios de mí y de mi vida?–, quizá por miedo a complicarse. No terminan de caer en la cuenta de que esos valores naturales que se dan en su vida pueden y deben asumirlos como dones recibidos. San Pablo, que de esto sabía un rato, nos invita a preguntarnos: «¿qué tienes que no hayas recibido?». Dones recibidos, de valor incalculable, que podrían dar un fruto maravilloso si no los dejamos enterrados. Algunos parecen sospechar –como aquel personaje que, lleno de miedo a las complicaciones, enterró el talento recibido– que preguntarse por la propia vocación y responder a ella generosamente supondría añadir otro aspecto de lucha y sufrimiento, de vida dura, a la ya exigente vida cristiana... ¡Qué gran equivocación! Muchos de los idolillos que nos hemos creado, a los que servimos realmente –nuestra imagen, nuestra autonomía, nuestro prestigio, nuestras ambiciones...–, suponen más esfuerzo y entrega que el verdadero amor de Dios. Y nada puede consolarnos del vacío tremendo que dejan en el alma cuando descubrimos, quizá tarde, que no han valido la pena.


Capítulo I: Al encuentro de la vocación

I. ITINERARIO PARA EL ENCUENTRO 1. Libertad, verdad y compromiso en el encuentro Dicen que los vikingos fueron los primeros en llegar a las costas de América. No pongo en duda semejante posibilidad, pero lo que sí está claro es que no encontraron América. Por el contrario, Cristóbal Colón, intentando demostrar la posibilidad de una nueva ruta hacia las Indias, fue quien verdaderamente descubrió América, aunque en un principio no supiese que se trataba de un nuevo continente. Con su proyecto propició un encuentro que ha sido uno de los sucesos más importantes de la historia de la humanidad; un encuentro entre culturas y una visión nueva que completaba el marco geográfico de la existencia del hombre sobre la tierra. He querido utilizar esta comparación para subrayar que sólo si sé a dónde quiero ir, estoy en condiciones de diseñar la mejor ruta y las etapas que me llevarán a mi meta. Colón diseñó un itinerario que, tal como él veía entonces las cosas, le debería haber llevado a la India. Sus previsiones no se cumplieron, pero sin semejante apertura jamás habría llegado a una meta aún más extraordinaria: el descubrimiento de un nuevo e inmenso continente. Mi vida y la tuya son también un apasionante viaje que, teniendo el mismo destino, presenta siempre un camino particular para cada uno. Y es necesario que cada cual asuma la responsabilidad de proyectar y trazar su ruta para llegar a ese destino: sólo con esa actitud de empeño personal nos ponemos en condiciones de ir más allá, de descubrir verdaderamente el valor insospechado de nuestra vida y los horizontes inmensos que se abren ante ella. A esto llamo el encuentro. Se podría definir como el acontecimiento que me hace capaz de descubrir los valores que se encierran en la realidad. Es una luz sobre mi vida, en todas sus dimensiones, que me permite ordenar y diseñar las etapas de un viaje personal extraordinario. Para entender la existencia humana es necesario entender ese encuentro, que es algo mucho más rico que un simple choque entre dos objetos. El encuentro implica intercambio de posibilidades, capacidad de iniciativa; es una realidad dinámica y con mucho de aventura. Es saber descubrir mi lugar y mi función dentro de la vida. No es lo mismo llegar a las costas de América que descubrir América. Es indudable que ese encuentro ha de darse en apertura hacia el exterior. Yo actúo como persona cuando no me muevo sólo a impulsos de mis propias pulsiones, creando la realidad desde mí mismo, desde mi parecer, pues entonces jamás podría reconocer que eso que yo creía la India es algo absolutamente distinto. Soy más libre cuanto más acepto la verdad que se evidencia ante mí, aunque se oponga a lo que en un principio tenía por definitivo. Por eso, al ser libre, escojo las acciones que me permiten crecer y no encerrarme en la cámara oscura de mi subjetividad. Amar la verdad es condición de mi libertad. Es cierto que esto se percibe con mayor claridad cuando se trata de realidades físicamente abarcables, como en el caso del descubrimiento de América. Pero ¿qué sucede con el conocimiento de realidades de carácter espiritual, como las artísticas y las religiosas? El encuentro con esas realidades no es tan materializable como en lo físico: no se me imponen por sí mismas, como la ley de la gravedad o el tamaño de un continente, de manera que si no busco personalmente conocerlas y asimilarlas, su verdad puede no afectar a mi vida en cuanto se configura basándose en decisiones libres. En definitiva, el conocimiento propio de las realidades espirituales supone una opción personal, una actitud comprometida ante la verdad que tiene estos rasgos principales: humildad, disponibilidad, entrega, voluntad de entrar en una relación de trato y participación, compromiso, amor. Ya se ve que, aunque no es extraño que muchos confundan este tipo de conocimiento con algo meramente subjetivo, una especie de gusto o sensibilidad peculiar de cada persona, nada hay más lejos de la realidad. Una persona que se comporta como dueña absoluta de su vida, aunque se mueva con una libertad de maniobra total, poniéndolo todo a su servicio y decidiendo exclusivamente según sus preferencias –gustos, sensibilidad– de cada momento, no ha comenzado


aún a ser libre. El mero elegir libremente es condición para la libertad, pero no constituye la verdadera libertad interior. Soy libre cuando estoy en disposición de asumir libremente como proyecto personal el reto de llegar a ser en plenitud lo que realmente soy. Sólo estaré en condiciones de hacer un uso correcto de la libertad, y por tanto de ser plenamente libre, si el conocimiento de mi realidad es verdadero y si mis elecciones me llevan a realizar verdaderamente la vocación y misión de mi vida, a ser libremente quien soy. Es esencial, por tanto, la exigencia de apertura al exterior, sólo posible desde la realidad de mi libertad. Por eso, para que el hombre pueda encontrarse a sí mismo, en su plenitud humana, debe alcanzar una madurez personal que se manifiesta en disposiciones y virtudes tan fundamentales como la veracidad, la apertura de espíritu, la confianza y la sencillez, la tenacidad y la fidelidad, la magnanimidad y la generosidad, de las que luego hablaremos. Ya hemos visto que no existe verdadera libertad cerrada en sí misma: lo que constituye en tal al hombre es la asunción de valores, de encuentros, la práctica de virtudes. La verdadera libertad va unida al compromiso y a la vinculación con lo que encierra un valor. El encuentro lleva al hombre a dar lo mejor de sí mismo y lo edifica en la doble vertiente personal y comunitaria. Por eso, en el plano religioso, ante la posibilidad de escoger, quien es verdaderamente libre escoge aquello que más agrada, no a él, sino a Dios, fundamento verdadero de su existencia. 2. Para acertar a reconocer el encuentro Lo que aquí entendemos por encuentro no es el simple cruzarse con la realidad por parte del hombre. No lo son el toparse con alguien en la esquina o la relación que suele darse en un autobús. En el verdadero encuentro (encuentro personal) sale a la luz la singularidad, atrayendo mi atención a la vez que pone en juego mi libertad para absorber esa vivencia existencial desde mi querer. En la historia de los grandes descubrimientos siempre se pueden delimitar una serie de presupuestos o combinaciones de factores, a veces fortuitos, que los hacen posibles. Lo mismo podemos decir para el encuentro: no siempre llega a producirse, aunque la verdad está ahí. Ante un hecho concreto, unos no percibirán nada extraordinario; otros reaccionarán negativamente, quizás molestos; y habrá otros que en tal suceso perciban, en cambio, un hondo significado para sus vidas. ¿Por qué los hombres responden con reacciones tan variadas ante las mismas condiciones o sucesos? Son muchos y diversos los factores que pueden provocar tal pluralidad de reacciones. Si tuviera que señalar ahora algunos que parecen definitivos para que se produzca el encuentro tal y como lo venimos entendiendo, propondría los siguientes: • Oportunidad del momento • Apertura • Atención • Disponibilidad Todo encuentro auténtico es regalado, inmerecido. La verdad me sale al encuentro y yo la integro, la asimilo de acuerdo conmigo. La clave del encuentro es la libertad. Cuando uno encuentra su vocación –dirá Polo– ha de vivirla, y al vivirla, la verdad se despliega a partir de su encuentro. El que asegure que la verdad no existe no es libre, porque la verdad sale al encuentro sólo al ser libre. El hombre no es libre ante la verdad, es la verdad la que le hace libre. Además, lo que distingue el encuentro es el aspecto creativo: los ojos, el corazón y el espíritu se abren en respuesta al hecho de verse tocados e interpelados desde fuera. Encontrar la verdad despierta una inspiración. En el encuentro hay gozo, situación de sobreabundancia. Lo que mueve en el encuentro con la verdad es generosidad pura. Del encuentro surge el conocimiento fecundo, la semilla creadora. En el encuentro brota el misterio. La siguiente reflexión de Romano Guardini nos lleva al meollo del encuentro. «‘Quien quisiere poner a salvo su vida, la perderá; mas quien perdiere su vida por mi causa, la hallará’. Vida, alma, podemos traducir: ‘sí mismo en el propio ser’. Quien se aferra a su sí mismo en su propio ser, lo perderá; quien lo pierde por causa de Cristo, lo encuentra». Parece una paradoja, pero es la expresión exacta de una conducta fundamental de la existencia humana. El hombre llega a ser él mismo liberándose de su egoísmo. Por esto conviene que nos preguntemos seriamente qué actitud adoptamos ante lo que nos rodea,


cómo es nuestro modo de mirar la realidad. 3. Aprender a mirar Nuestra mirada hacia las realidades, humanas o sobrenaturales, puede ser muy distinta según seamos superficiales (mirada pragmática) o profundos (mirada al ser). La mirada pragmática –pragmatismo, utilitarismo– es racionalidad cuantificadora a la que no le interesa qué son las cosas en sí mismas, sino cómo se puede intervenir sobre ellas para someterlas al propio interés. El bien del hombre se traduce, así, en satisfacción de necesidades y la verdad se considera en términos de eficacia: verdadero sólo es lo que se adecua a mis deseos. El hombre que cifra su entidad en su capacidad de dominio se revela en el fondo como un ser de necesidades. En la mirada al ser –una mirada atenta, respetuosa, amorosa, abierta–, las cosas se revelan, la realidad se entiende como un don o regalo, el hombre se comprende como un ser de realidades, es alguien –no algo– «único en el mundo». El tiempo se mira como donación de uno mismo y la libertad se convierte en la capacidad para disponer radicalmente de sí mismo: poder darse, autodeterminarse. Soy yo quien, porque quiero, me determino a mí mismo a tomar postura y actuar, porque la iniciativa parte de mí, soy dueño de mis propios actos y puedo responder de ellos. El verdadero encuentro con la verdad, con los ideales, con otras personas, con Dios, se podrá dar siempre que no tengamos una actitud de dominio o posesión. Los acontecimientos propiamente humanos son aquellos en los que la persona sale de sí misma. El encuentro es el comienzo de ese proceso. Podemos ir más allá de nosotros mismos en pos de lo que nos sale al encuentro. Si lo que buscáramos en nuestra vida fuera a nosotros mismos, nos cerraríamos. El afán de dominio o posesión quiere forzar a la realidad a crecer desde nosotros, como propiedad nuestra. Y por muy grande que se haga esa propiedad, siempre será propiedad particular en la que las personas que se van incluyendo se convierten en útiles, ya sean para trabajo, para ocio, para inquietudes, para llenar los afectos y sentimientos. En cambio, si la vida de una persona es buscar lo que se le da como algo que se le da, es decir, si va creciendo en la capacidad de abrirse a los dones (los otros, el otro, como fin), esa vida se transforma en un gozar de la realidad que se abre a su admiración y conocimiento, y permite conocerla y conocerse a sí mismo, usar de las cosas y amar a las personas y a sí mismo. El amor es un aumento, un crecimiento en la apertura a los otros (que siempre son fines, nunca medios para algo). La libertad fundamental consiste en poseernos en lo que somos. Y en lo que somos se incluye esencialmente el estar abiertos a los demás. Si el hombre se busca a sí mismo prescindiendo de algo que él es esencialmente –la apertura a los otros–, empequeñece su libertad fundamental y se desarraiga de sí mismo. 4. La mirada ante la vocación Todo lo anterior vale para el encuentro entendido en su sentido más amplio y general: pequeños y grandes descubrimientos, percepción de verdades, valoración de los demás, etc. Pero de una manera especialísima, se refiere al encuentro con la propia vocación. Ya hemos dicho que el encuentro no siempre se produce, y que hay diversos factores que influyen en ese hecho: unos exteriores –al menos en parte–, como la oportunidad del momento, y otros que dependen de una serie de disposiciones personales del sujeto (he enumerado: apertura, atención y disponibilidad). Pues bien, ¿qué condiciones deben darse en la mirada para que la libertad y la verdad puedan encontrarse, haciendo posible descubrir y realizar la vocación personal? He aquí algunas: • Generosidad. El encuentro con la vocación no se puede dar en forma de dominio o posesión. Generosidad procede del latín «gignere» (engendrar). Es generoso el que crea vida, la otorga y la incrementa. Si se mira la vocación con criterios de utilidad-para-mí, se rebaja. El egoísmo, el encerrarse en sí mismo constituyéndose en centro, criterio y fin de todo, es el camino más directo hacia la propia autodestrucción e infelicidad. • Disposición abierta. Es estar a la escucha y atender. Estar disponibles exige no estar repletos de sí mismos, y también no ir con prisas, en un activismo desbordante que no permite interesarse por nada que no parezca «urgente». Parece como si nos realizáramos siempre hacia fuera, y nunca


hacia dentro. Decía Pascal: «han caído sobre nosotros todos los males porque el hombre no sabe sentarse solo tranquilamente en una habitación». • Integrar en lo mejor de nosotros mismos. Quien se mueve sólo en el ámbito sensorial, en el nivel de los sentimientos, sensaciones e impresiones, termina encontrándose aislado. Hay que respetar todos los modos de ser de la realidad, y ciertas realidades –como la vocación–, para ser conocidas adecuadamente, exigen una mirada profunda, interior; piden ser integradas en nuestra intimidad: sólo en ese nivel se da la escucha de la que acabamos de hablar. Esto requiere evitar la dispersión, pues el pensamiento superficial va unido a una vida superficial. La actitud habitual que otros llaman recogimiento nos capacita para dominarnos interiormente y dominar la vida desde el ámbito de nuestra verdad más profunda y personal. • Veracidad. Encontrarse con la verdad –ya lo hemos visto– no es simplemente estar cerca de ella, sino integrarla en uno mismo, reconocerla como verdad sobre sí mismo. La verdad más radical que el hombre puede encontrar en esta vida es la verdad personal: su vocación. Y si no se llega al encuentro con la vocación, no hay una tarea asumible como sentido de la existencia, no hay coherencia posible, ni verdadera libertad: se vive de la casualidad. • Respeto. Respetar es estimar, estar a la vez cerca y a cierta distancia (cuando se invade posesivamente lo que se tiene cerca, se lo deforma para adaptarlo a la propia conveniencia). Toda vocación es un encuentro con Cristo y para eso es necesario estar cerca, crear vínculos. El distanciamiento, sosiego espiritual, clarifica la mirada para discernir lo que nos es dado. El respeto hace apreciar la vocación como algo tan propio y tan familiar que es mío y, a la vez, como un don recibido que no debo manipular, sino acoger y secundar. • Actitud de agradecimiento. Capacidad de asombrarse ante lo valioso, que lleva a aceptarse a sí mismos por ser nuestra vida un don inmenso e inmerecido. La gratitud es una de las actitudes básicas del ser humano, y se ha de dirigir hacia Dios, dador de la existencia y de la gracia, y hacia los hombres (D. Van Hildebrand). El gran enemigo del hombre es la indiferencia, porque en la indiferencia todo se reduce, todo da lo mismo porque todo es lo mismo, ya que en última instancia todo acabará con la muerte (Libro de la Sabiduría, cap. IX). Con razón se ha dicho que lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia. En la gratitud viven la verdad, la libertad, la humildad, la bondad y la magnanimidad. Agradecer –como amar, alabar y glorificar– pertenece a la vida que permanecerá en la eternidad sin fin. • Confianza. Abrirse a la vocación significa entrega y eso implica cierta dosis de riesgo. Algunos querrían contar con una absoluta seguridad –estar, no ya seguros, sino asegurados– a la hora de decidir sobre su futuro, y la única seguridad inconmovible en esta vida es Dios: si no se pone la confianza en Dios, que no engaña ni traiciona, entonces toda seguridad parece poca –con razón– y la indecisión se instala en el ánimo. • Compromiso en los valores. Es necesario contemplarse dinamizado interiormente por Dios, comprender la belleza de pertenecer enteramente a Dios. La virtud de la magnanimidad –muy relacionada con la humildad y con la fortaleza– consiste en la disposición del ánimo hacia las cosas grandes y la llama santo Tomás ornato de todas las virtudes. El magnánimo se plantea ideales altos y no se amilana ante las críticas ni los desprecios, no se deja intimidar por los respetos humanos, le importa más la verdad que las opiniones. Cultiva un alma grande donde caben muchos. En sus decisiones no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. No se conforma con dar, se da. • Fidelidad y paciencia. Paciencia es respetar los ritmos naturales. Es imprescindible la paciencia con nuestros defectos: estar alegres, tranquilos, contentos, a pesar de descubrir en nuestra vida tantas lagunas y de percibir, tantas veces, que podríamos amar más y mejor. No se trata de ser imperturbables o resignados: ser pacientes supone energía interior, fuerza espiritual hacia dentro de nosotros y hacia fuera, hacia el trabajo que debemos llevar adelante, pero con plena conciencia de que nada que valga la pena se consigue con sólo desearlo. La paciencia es comprender en profundidad al hombre, como lo comprende Dios, que cuenta con nuestros defectos y nos da su confianza y su gracia para vencerlos. Y la paciencia engendra fidelidad.

II. EL ENCUENTRO CON LA VOCACIÓN 1. La libertad que ama la verdad es el camino para la vida


En un coro, cada una de las voces es independiente, pero se armoniza y vibra con las otras, las apoya y es apoyada. Si uno canta a capricho no contribuye a recrear la obra, más bien la destruye. Del mismo modo, el camino de una vida lograda es recorrido por la libertad en armonía con la verdad. Nuestra verdad plena es una sinfonía que cada uno debe interpretar a su manera, usando su libertad. No es autónomo el hombre para establecer lo que está bien o mal, sino para adecuarse a la realidad; el hombre descubre la verdad, no la crea: sin su aceptación activa la verdad no se le revela, pero él no es su dueño: se la apropia adecuándose a ella libremente. Vemos, así, que la verdad –libremente aceptada, pero sólo porque es la verdad– se hace camino para la vida: «La entrega libre y necesaria al enamoramiento auténtico es la forma suprema de aceptación del destino y eso es lo que llamamos vocación» (J. Marías). Dicho de otra manera, cada uno se encuentra ante la necesidad de decir libremente sí o no al modo en que Dios ha decidido, amorosamente, organizar las cosas y, especialmente, al modo en que Dios lo ha querido a él. El descubrimiento de la vocación será, entonces, el encuentro de cada uno consigo mismo, la mirada sobre sí mismo, tal como Dios le ve. Para verse así, hay que descubrir el «porqué» y el «para qué» de la propia vida. El porqué es fácil: se nos ha revelado. Dios creó las realidades inanimadas, los vegetales y animales, mandándolas existir («Dijo Dios: Hágase la luz, y se hizo la luz», Gn 1, 3) al servicio del hombre. Pero al ser humano lo creó llamándole por su nombre, por amor, y lo ha hecho partícipe de su propia vida. Cada ser humano, único e irrepetible –lo ha recordado tantas veces Juan Pablo II–, recibe la vida de Dios para ser no algo, sino alguien: alguien a quien Dios se dirige hablándole de tú y le llama a vivir con Él para siempre. Alguien que puede llamar Tú a Dios. Tener conciencia de esta realidad significa reconocer a Dios como nuestro origen y nuestro fin. Dios en la creación no ha hecho más que iniciar algo que completará después con la colaboración del hombre: ése es el para qué. Por eso nuestra norma primaria de actuación es vivir la libertad conscientes de nuestro origen y nuestro fin: en actitud de entrega, de diálogo con Dios, de correspondencia. 2. La verdad impulsa al amor No hay nada más íntimo en el hombre que lo que constituye en cada momento el impulso interior de su vida (Dios). Lo explica muy bien Juan Miguel Garrigues, en su libro Dios sin idea del mal, cuando dice: «Dios quiere que su proyecto de amor bondadoso pase por nuestra imaginación, a través del instrumento de nuestra libertad. Quiere que juguemos con ese instrumento; no quiere escribirnos una partitura o un guión de antemano y pedirnos que los ejecutemos. Para Dios, no hay un guión escrito por anticipado porque la paternidad divina tiene esa cualidad única comparada con nuestra paternidad humana, que siempre vive en el presente de la libertad de sus hijos». Las normas divinas, su voluntad, no son externas o ajenas al bien propio del hombre, como la partitura y el poema no lo son al bien del músico y del declamador: se obedece, pero no desde fuera sino desde dentro de la obra creada. Alejandro Llano explica que el yo humano no es un recinto cerrado y agobiante: es un vector de proyección y de entrega. En cierto modo, es un vacío que clama por su plenificación. Ahora bien, para que esta plenitud de la vida lograda comience a desarrollarse es necesario proceder, simultáneamente, al vaciamiento de uno mismo y a la apertura amorosa. Mi peso interior no son mis ocurrencias, experiencias o caprichos, de los que más bien he de liberarme; lo que me afirma en la vida y me aporta voluntad de aventura –pasión por usar la vida y la libertad de un modo que valga la pena– es mi amor personal, definitivo e irreversible. Porque, en efecto, cuando el ser libre encuentra la verdad, tiene lugar el enamoramiento. En la persona la verdad y el amor están unidos. Afirma Polo que la verdad en el hombre es indisolublemente amor, superabundancia, más que un remedio necesitado. Someter la verdad al criterio de certeza –tratarla como un medio o instrumento para conseguir seguridad– constituye un error (es lo que les sucede a los que exigen una garantía absoluta para decidirse a actuar). La verdad no está destinada primariamente a aquietar la sospecha o la duda, sino a movilizar. No deja de ser curioso que el padre de la mentira, que es Satanás, siempre actúe igual: induce al hombre a la sospecha y a la duda para paralizarle en el seguimiento de Dios, como hizo con Adán y Eva. 3. Vocación, autenticidad y casualidad


La vocación es el porqué y el para qué de la vida. El reconocimiento de mi vocación es el descubrimiento de mi identidad. Se oye mucho hablar de ser «auténticos», como sinónimo aproximado de espontáneos o sinceros, pero no se termina de entender bien en qué consiste ser auténticos. La autenticidad es más profunda que la sinceridad. Consiste en la adecuación entre lo que se piensa –se siente, se dice, se hace– y lo que se debe hacer por ser quien se es. Es vivir conforme a la realidad de mi deber ser; pero sólo en cuanto sé quién soy, puedo saber quien puedo –y por eso debo– llegar a ser. La madurez, consecuencia de la autenticidad con que se vive, es clave para poder ejercer nuestra libertad, para poder disponer de nosotros mismos. Son muchos los que no acaban de darse por no disponer de sí mismos: el que no se posee no se puede dar, porque nadie da lo que no tiene. Está de moda decir que todo es por casualidad. Dos moléculas se encuentran por casualidad, dos personas se encuentran por casualidad, se enamoran por casualidad... En la casualidad todo es fortuito, no hay elección, hay desorden, todo es inevitable. Una vida que se vive por casualidad es una vida suspendida entre el aburrimiento y la angustia por el fin. Un hombre escindido de su destino de redención es un hombre ciego (S. Tamaro). Porque los hombres no existimos por casualidad. «Toda la historia de la creación es una carta que Dios sigue escribiendo al hombre. La tarea del hombre está en esforzarse, momento a momento, para descifrarla» (A. Pigna). Frente a la vida «casual» se sitúa precisamente el compromiso de asumir la propia existencia con autenticidad, a base de decisiones libres y conscientes. Sin duda, somos lo que decidimos ser, pero sobre una base que no hemos decidido nosotros. En efecto, no hemos decidido ser, ni ser personas; en consecuencia, tampoco hemos decidido libremente ser libres, ni ser lo que somos. Decidimos algo de lo que somos, pero no quiénes somos, que es el asunto de la vocación. a) El hombre, en primer lugar, experimenta que no existe ni vive en virtud de ninguna opción que él haya hecho, y su actitud natural y primigenia es la del agradecimiento ante la completa gratuidad de su propia existencia. Ésta es la primera manifestación de la religiosidad. El acto creador, en efecto, constituye una primera vocación a la existencia, y así es percibido en todas las religiones históricas. b) Tampoco el hombre ha decidido ser persona, ni ser la persona que en concreto es. La personalidad que nos caracteriza tiene, sin duda, algunos rasgos que nos hemos ido dando libremente a nosotros mismos, pero no en todas, ni en la mayoría de sus facetas, ni siquiera en las más externas: no elegimos la familia en la que nacemos, la época, el país, la educación, la sociedad en la que nos hemos desarrollado, etc., aspectos todos ellos que modulan profundamente nuestro modo personal de ser. c) A la vista de esto, cabe concluir que sólo en parte somos autores de nuestra biografía. Más bien habría que decir que somos co-autores. «En» nosotros hay algo ya decidido, y no «por» nosotros. Elegimos lo que somos, sí, pero a partir de una radical identidad. A esta vocación a la existencia podemos corresponder libremente: podemos asumir nuestro papel fundamental o no asumirlo, pero radicalmente no decidimos cuál es ese papel. El término «vocación» procede del verbo latino vocare y significa primeramente «llamada». Uno no se llama a sí mismo; es llamado, se vive impulsado o requerido a dar una respuesta, la cual sí que es libre. Por tanto, elegimos desde lo que somos, pero no sobre lo que somos. d) La existencia personal es resultado de una llamada creadora del Amor divino. Esa llamada, por tanto, no se dirige a un ser ya constituido, sino que es ella precisamente la que lo constituye desde la nada. Por eso puede decirse que lo primero que, en el orden de naturaleza, tiene el hombre es su apertura radical a Dios. La criatura humana tiene una estructura en la que lo fundamental es su relación con Dios: su ser por y para la relación con Dios. Como ha explicado el Concilio Vaticano II, «El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento, pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor, y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador» (Const. Gaudium et spes, n. 19). Por lo tanto, la actitud fundamental de la criatura será dejarse mirar y dejarse querer. No es lo mismo ser mirado o ser querido que dejarse mirar o dejarse querer. Esto segundo supone una postura activa, una actitud de confianza y correspondencia.


4. La vida como «misión», a la luz de la vocación El hecho mismo de existir es mucho más que un mero hecho: es una misión, porque nuestra vida se nos da como algo en parte hecho y en parte por hacer. La conciencia de una misión en la vida –de una misión que es la vida– constituye la ayuda fundamental que tiene el hombre para vencer, o por lo menos afrontar con entereza, las dificultades objetivas o subjetivas que se presenten. Una misión de carácter personal hace al que la recibe insustituible, insuplantable. La vida adquiere así el valor de algo único, y cobra, en rigor, tanto mayor sentido cuanto más difícil se haga. Sólo en la medida en que consideremos nuestra vida como misión, buscaremos darle sentido. Para Frankl, «ser hombre significa estar preparado y orientado hacia algo que no es él mismo». Hasta hace un momento, hemos venido considerando que uno no elige su identidad, su ser quien es y, por tanto, su verdad. Pero esto no significa que la misión que se recibe al ser llamado a la existencia sea una especie de determinación fatal, algo así como el «hado» o el «destino» inexorable, escrito por anticipado, de los que creen que la libertad humana no es, en realidad, más que una apariencia ilusoria. El mismo Frankl dice en La presencia ignorada de Dios: «No es el hombre quien ha de plantearse la pregunta por el sentido de la vida, sino que más bien sucede al revés: el interrogado es el propio hombre; a él mismo toca dar la respuesta; él es quien ha de responder a las preguntas que eventualmente le vaya formulando su propia vida». Y las respuestas serán muy distintas según sea el sentido que le hayamos dado a nuestra vida. A este respecto, resulta útil distinguir el sentido de la vida como dirección (sentido de su andadura) y como significado (sentido que la explica). El sentido de la vida, entendido como «dirección», es la vida eterna: hacia ella nos encaminamos. Esta fe en la vida que no acaba, sino que se transforma, permite enfrentarse a la muerte con serenidad y buen humor, pero sobre todo permite enfrentarse a la vida diaria llenándola de sentido, o sea, de significado. Y el sentido de la vida como «significado», su razón y explicación, es el amor, como hemos visto hace un momento. El amor no tiene porqué ni para qué. Si alguien preguntara: ¿por qué vives?, deberíamos responder: vivo para vivir, obrando por sobreabundancia del bien que me posee, brillando y haciendo brillar, ardiendo y haciendo arder (J.B. Torelló). Es precisamente la vocación lo que llena de sentido –de orientación y significado– nuestra vida, y permite asumirla como misión personalísima: «La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos a dónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía» (J. Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 45).

III. LA VIDA HECHA VOCACIÓN 1. La libertad y los valores El hecho de existir supone una misión que cada uno debe ir cumpliendo con su actuar libre. Pero en todas las fases de nuestras acciones –explica Yepes– intervienen unos criterios previos que uno tiene ya formados antes de actuar y de los que parte para escoger –o rechazar– unos u otros medios. A estos criterios previos los llamamos valores. Los valores son los distintos modos de concretar o determinar la verdad: son la verdad y el bien tomados, no en abstracto, sino en concreto. Su característica principal es que no contestan a la pregunta ¿y esto para qué vale? Valen por sí mismos; es más, todo lo demás vale –o no vale– por referencia a ellos. Los valores son, por eso, criterio para la toma de decisiones, para la acción. Pueden ser muy variados: utilidad, belleza, poder, dinero, familia, ecología, sabiduría... El máximo valor es Dios: el Bien supremo en función del cual los demás valores son medios, es decir, tienen un valor relativo que se juzga por su concreta relación aquí y ahora con el Valor Absoluto. A la hora de discernir y asumir como propios los valores que serán criterio de nuestra actuación,


debemos estar atentos a algunos peligros, para no vivir tomando decisiones por motivos equivocados o inconsistentes. Algunos, por ejemplo, podrían tomar como valor una necesidad ficticia (como ganar fama). Y cabe también el peligro de asumir valores verdaderos, pero sólo de manera teórica, es decir, sin interiorizarlos (permanecen como referencias externas que nos parecen bien, pero sin pasar a integrar las motivaciones internas de nuestra libertad); o de interiorizar una versión incompleta o equivocada de ellos: por ejemplo, se siente la necesidad de Dios, pero se trata con Él sólo en momentos «difíciles»; o se hace algo no en función del valor mismo, sino de la satisfacción personal que nos produce; o por buscar una compensación, llamar la atención, etc. (R. Berzosa). Es necesario aprender a vivir la libertad como un poder de ob-ligarse a todo lo grande. No somos libres cuando optamos por una acción porque nos agrada, sino cuando tomamos distancia de nuestras apetencias –que pueden ser caprichosas, variables según los momentos y las circunstancias– y elegimos en virtud del ideal que más vale, que más trascendencia tiene para los demás, para dejar en esta vida un surco profundo, divino, eterno. Esto es lo que supone elegir la verdad de la vocación como núcleo y referencia de valores. Al hacerlo así, el hombre se siente esponjado, libre y desbordante de luz y alegría. 2. Correr el riesgo de elegir el amor Sólo la persona abierta, dispuesta a asumir el compromiso que lleva consigo el encuentro con su verdad, es capaz de descubrir la vocación, porque esa persona responde a las posibilidades que le son ofrecidas y las asume como propias. Si no se tiene esa disposición, es inevitable tomar como valores de referencia, más o menos conscientemente, distintas manifestaciones del afán de defender y asegurar la propia vida, según aquellas palabras evangélicas que ya hemos comentado. En el ámbito humano, la persona que se entrega confiadamente con sinceridad y sencillez, con generosidad, se expone a que traicionen su confianza, pero si no se corriera ese riesgo, no se enamoraría nadie, no habría encuentros. Cuando busco conformar toda mi vida al Valor Absoluto, no estoy obedeciendo a una instancia externa y extraña, sino a una voz interior que es algo mío. No me alieno, me elevo, más bien, a lo mejor de mí mismo, pues lo mejor de mí mismo es lo que voy llegando a ser a través del riesgo de la entrega y el compromiso con la verdad, con Dios, que no engaña ni traiciona. A veces nos sorprende –y a algunos les cuesta aceptarlo– el silencio de Dios: nos gustaría que nos hablara más claro, tener más seguridad de lo que nos pide. Es como si nos incomodara la figura de un Dios que oculta su divinidad y se anonada. Quizá nos falta descubrir que el silencio de Dios puede tener un sentido muy positivo, a saber: no imponer la fuerza de la divinidad, dejar libres a los hombres para aceptar o rechazar su propuesta. El silencio «aparente» de Dios es respeto a lo más preciado del hombre: su libertad ante el sentido último de la vida y ante la decisión más importante de su vida. Dios quiere que la relación que tengamos con Él sea absolutamente libre, porque sin libertad no se puede amar ni dejarse amar. Todo lo grande se compra a un precio muy alto: exige compromiso, entrega, riesgo, dedicación, vaciamiento de uno mismo. La vocación se capta al dejarse captar por ella. La luz para comprender las realidades más profundas brota en el trato mutuo. Para conocer a Dios y su llamada es necesario mirarle, oírle y una relación de trato personal que pueda fundar sucesivos encuentros. Lo decisivo aquí es la hondura habitual del conocimiento, no la seguridad (tal como se suele entender, porque, a fin de cuentas, ¿cabe mayor seguridad que la confianza en Dios, en un Dios tan cercano que quiere ser Dios con nosotros?). La llamada de Dios no tiene límites rígidos, es abierta, dinámica, se debe renovar y vivir cada día, por eso no puede ser fijada en el conocimiento de forma inequívoca. En la medida en que nos comprometemos con la vocación –y sobre todo con Aquél que llama– vamos cobrando seguridad, como san Pablo, quien a pesar de las durísimas dificultades de su vida, podía exclamar: «Sé de quién me he fiado». En cambio, el que permanece a la expectativa, queriendo mantenerse sin compromiso hasta tener la plena certeza de que no tiene más remedio que comprometerse, no captará nunca la luz que brota del encuentro. El descubrimiento de la vocación nunca es sólo pasivo: requiere decidirse a correr el riesgo de salir, con disponibilidad, al encuentro del Amor, porque «Dios no es el patrono que gobierna esclavos, sino la fuente interior de nuestras posibilidades, llamándonos a la salvación e indicándonos personalmente el camino, Él no coarta nuestra libertad, sino que nos ofrece sencillamente la


posibilidad y nos capacita para realizarlaÂť (A. Pigna).


Capítulo II: Vocación a la santidad en la Iglesia

INTRODUCCIÓN 1. Un mapa para el camino de la vida Los mapas no pretenden demostrar nada, simplemente muestran. Cada vez que consultamos uno nos fiamos de él por dos razones: en primer lugar por la autoridad del cartógrafo que lo ha hecho y, en segundo lugar, por la propia experiencia cuando uno ya ha recorrido las carreteras con su ayuda. En el viaje personal de nuestras vidas, afortunadamente, el cartógrafo es Dios. Y su mapa nos viene a través de la revelación divina acerca del sentido de la vida humana. Aceptar esta revelación es de capital importancia si se quiere vivir sana y santamente, si se quiere realizar el viaje con la seguridad de llegar al destino sin perderse por carreteras secundarias. Con los mapas sucede lo que con cualquier objeto: no llegamos a saber qué son hasta que no llegamos a saber para qué sirven. Del mismo modo, mientras no sepamos para qué servimos, no podemos emplearnos como es debido. Al aceptar la Palabra revelada conocemos la finalidad de nuestra existencia, porque, aparte de lo que Dios mismo nos ha dicho sobre sus planes y nuestro fin, no disponemos de nadie más que nos lo pueda decir con tal conocimiento de causa. Podríamos seguir el camino del estudio de la naturaleza humana, método que, si ignorásemos que Dios nos ha hablado, debería contentarnos. Pero el caso es que sabemos que Dios nos ha hablado, y sería de necios pretender prescindir de sus palabras para intentar averiguar la verdad sobre nuestra existencia sólo desde nosotros mismos. Sería como tirar el mapa por la ventanilla por considerar más auténtico alcanzar la meta con nuestra simple intuición. Dios nos ha hablado y nos ha enseñado que el fin al que nos destina no es simplemente el que nuestra naturaleza, por sí misma, podría alcanzar, sino otro de una dimensión extraordinariamente superior. El que no cree en la revelación no tiene más remedio que decidir por sí mismo qué orientación dará a su vida (F.J. Sheed), pero desde luego, encontrará muchas más dificultades para acertar. Es frecuente encontrarse con gentes bienintencionadas que dicen que lo importante es hacer el bien y ayudar a los demás. Pero ¿cómo puede un hombre conocer el bien y ayudar a los demás si no conoce su finalidad verdadera? ¿Cómo puede saber adónde se dirige si se sirve de un mapa en blanco? Dios nos ha trazado la señalización visible para poder llegar a la meta, el mapa donde se manifiestan las peculiares relaciones que Él quiere establecer con cada uno de nosotros. Dios, en efecto, además de crearnos, a diferencia de todas las otras realidades creadas, nos ha querido admitir a participar de su vida divina, de su intimidad, en la comunión con Él mismo. Nos ha señalado un destino trascendente hacia el cual debemos caminar por las sendas de la fe. Y es precisamente en Cristo y su obra donde encontramos ese plano que contiene las claves para comprender la historia de toda la humanidad y, por tanto, para conocer la nuestra (A. Bandera). 2. El camino personal hacia la santidad Juan Pablo II nos recordaba al inicio del nuevo milenio que «si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial. Preguntar a un catecúmeno, ¿quieres recibir el Bautismo? significa al mismo tiempo preguntarle, ¿quieres ser santo? Significa ponerle en el camino del Sermón de la Montaña: ‘Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial’ (Mt 5, 48)» (Carta apostólica Novo millenio ineunte, 31). Cada persona, sin excepción, ha sido llamada por Dios a la existencia con una precisa finalidad, que confiere pleno sentido a su vida. El hombre, ya lo hemos dicho, nace con vocación y por vocación. Pero a esa llamada debe corresponder con una respuesta a lo largo de toda su vida, a los siete años,


a los quince, a los veinte, o a cualquier edad. Así se explica la beatificación de los pastorcillos de Fátima, que han sido beatificados, no porque se les apareciera la Virgen, sino por sus virtudes heroicas, por su correspondencia a la gracia. Dios llama con una vocación personal e irrepetible, que es determinación de la llamada general, universal a la santidad, a la gracia y a la gloria. No debemos olvidar que la gracia de la vocación puede o no experimentarse psicológicamente, pero que, en cualquier caso, la respuesta a la propia vocación no sólo es libre, sino que, de alguna manera, configura la vocación misma. Veámoslo más detalladamente siguiendo a F. Ocáriz. Que los hombres hemos sido llamados a la comunión con Dios pertenece a la esencia misma de la Revelación: Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2, 4). La vocación presupone y comporta elección: Dios «nos ha elegido en Cristo antes de la creación del mundo para que seamos santos» (Ef 1, 4). Dicho de otra manera, como ha enseñado Juan Pablo II, Dios elige primero al hombre y sólo después lo crea. Entonces –cabe preguntarse–, ¿es posible que Dios llame a todos y no se enteren muchos? Aparte de que desconocemos cómo actúa la Palabra de Dios en la intimidad de las conciencias, plantearnos este interrogante nos lleva a ir comprendiendo cómo la Palabra divina requiere una mediación humana. Así ha sido a lo largo de la historia en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, Dios se sirvió de Israel y de la Iglesia para desvelar sus designios a la humanidad. Independientemente de cómo Dios se comunique a los hombres, lo que sí está claro es que nos llama mediante la Iglesia y en la Iglesia, para que podamos reconocer de verdad que esa palabra es una llamada divina. Si yo deseo caminar hacia la santidad, debo seguir algún camino que la Iglesia haya indicado como tal, debo seguir una de las rutas trazadas en el mapa; de lo contrario, corro el riesgo de crearme una ruta propia pero descaminada. Estaría corriendo, pero fuera del camino. De nada sirve que uno diga que quiere ser santo si no objetiva el modo de serlo. La llamada a la santidad es universal pero no se verifica igual en las distintas personas; cada llamada está personalizada. La vocación acontece siempre de modo personal, constituyendo una modalidad según la cual se vive la igual dignidad cristiana y la universal vocación a la santidad. Éste es el motivo por el que se dan vocaciones peculiares que implican una iniciativa divina previa a toda reflexión y decisión de la persona llamada. Dios puede llamar con vocación peculiar a asumir un modo de ser que afecte a la totalidad de nuestra existencia. De hecho, Dios tiene predilección por todos; a cada uno dirige, de modos muy diversos, estas palabras: «Yo te he redimido, te he llamado por tu nombre: tú eres mío» (Is 43, 1). La Palabra de Dios no sólo transmite un mensaje, una invitación, una doctrina, sino que además es eficaz, es decir, es invitación por parte de Dios y gracia interior: luz que ilumina el camino de la propia vida e impulso para recorrerlo. Dios nos da el mapa, pero también los medios pera interpretarlo y poder recorrer nuestro itinerario. Con cada vocación Dios da a entender la radicalidad de las exigencias de santidad y apostolado que constituyen la vida cristiana. Es ahí donde maduramos en la fe, recibiendo una luz que no excluye del todo la oscuridad, sino que nos invita a una incondicional apertura a un futuro imprevisible, pero que radicalmente depende de Dios. También se manifiesta la vocación en un impulso de la voluntad, que empuja a amar en correspondencia al amor divino. Así llegamos a comprender que, a mayor caridad, mayor libertad, pues al aceptar el plan que Dios nos ofrece, se nos desvela la verdad sobre nuestra propia existencia. La obediencia a Dios es un acto libre y liberador, no es algo propio de esclavos sino de hijos. «Cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas» (J. Escrivá, Amigos de Dios, n. 38). Cada día que pasa, parece evidenciarse con mayor claridad que la crisis de nuestra sociedad es una crisis de santidad. Esto muestra de un modo evidente que Dios no obliga a nadie, quiere contar con la libertad de cada uno: «Yo creo, y eso puede comprobarse, que Dios ha irrumpido en la historia de una forma mucho más suave de lo que nos hubiera gustado. Pero así es su respuesta a la libertad. Y si nosotros deseamos y aprobamos que Dios respete la libertad, debemos respetar la suavidad de sus manos» (Card. Ratzinger, La sal de la Tierra). Es verdad que Dios lleva a las almas con cuidado y suavidad, y que nosotros nos empeñamos en que nos digan lo que tenemos que hacer para evitar el riesgo, por el miedo a no querer equivocarnos, de tenerlo todo bien atado. Cristo reina crucificado, en apariencia como un fracasado. Es evidente que quiere reinar así, así se manifiesta el poder divino. Porque dominar por imposición –que es lo que muchos quisieran– con un poder que doblega por la fuerza, al parecer, no es la forma divina de poder.


I. UNA NUEVA CULTURA VOCACIONAL 1. Vocación y persona se hacen una misma cosa Quizás hasta ahora habíamos considerado la vocación desde una perspectiva muy limitada. Pensábamos que, entre los que han recibido el Bautismo y se han incorporado a la Iglesia, sólo algunos recibían posteriormente una vocación y, respondiendo a ella, cumplían una misión en la Iglesia que comportaba compromisos más exigentes. A los demás fieles, ya que no han recibido ninguna vocación, nos tocaba dedicarnos a las cosas normales que, por ser tan absorbentes, no nos dejaban casi tiempo, conformándonos con una vida cristiana menos perfecta (J. Miras). El equívoco que hace posible este planteamiento radica en el modo de comprender la palabra vocación. En ocasiones se entiende como la inclinación que alguien siente hacia algo determinado (se dice, por ejemplo, que alguien tiene una gran vocación de médico). Se llama también vocación – ya en el plano religioso– a tener conciencia de ser llamado por Dios y a la llamada misma como iniciativa de Dios. Por último, se habla de vocación para referirse a alguno de los caminos concretos por los que Dios llama a seguirle, que presenta rasgos distintivos respecto a otros caminos (vocación sacerdotal, religiosa, etc.). De todos estos aspectos, los tres últimos –la vocación como llamada, como conciencia de la llamada en el sujeto y como camino concreto de respuesta– son los que están más presentes entre los cristianos. Pero es común el equívoco de pensar que el primero de estos tres –la llamada– sólo se da en quienes presentan los otros dos, perdiéndose entonces las resonancias más fuertes de lo que supone la llamada a la santidad. Las palabras de Juan Pablo II son muy significativas: «El Espíritu Santo de Dios escribe en el corazón y en la vida de cada bautizado un proyecto de amor y de gracia (...). El descubrimiento de que cada hombre y mujer tiene su lugar en el corazón de Dios y en la historia de la humanidad, constituye el punto de partida para una nueva cultura vocacional» (Mensaje en la XXXV Jornada Mundial de oración por las vocaciones, 24.IX.1997). El punto de partida que nos propone Juan Pablo II es la consideración de que cada persona –cada uno de nosotros– es única, irrepetible, y además, protagonista de una relación personal e insustituible con Dios, que arranca de la elección eterna que hace un momento considerábamos, con estas palabras de San Pablo: «Nos ha elegido en Cristo, antes de la creación del mundo, para ser santos y sin mancha en su presencia por el amor» (Ef 1, 4). De esto se deriva que ninguna persona existe sin sentido, por pura casualidad. La existencia de cada hombre y de cada mujer sólo se explica, adecuada y totalmente, a la luz de ese misterio de amor y de elección. La vocación no es algo añadido a la persona, algo que le sobreviene como accidente en algún momento de la existencia. Muy al contrario, la vocación me constituye y me configura, es la clave más profunda de mi identidad y la razón de mi existir. Pienso que las siguientes palabras son especialmente clarificadoras: «La vocación de cada uno se funde, hasta cierto punto, con su propio ser: se puede decir que vocación y persona se hacen una misma cosa. Esto significa que en la iniciativa creadora de Dios entra un particular acto de amor para con los llamados (...) desde la eternidad, desde que comenzamos a existir en los designios del Creador y Él nos quiso criaturas, también nos quiso llamados, predisponiendo en nosotros los dones y las condiciones para la respuesta personal, consciente y oportuna a la llamada de Cristo. Dios que nos ama, que es Amor, es también Aquel que llama (Rm 9, 11)» (Juan Pablo II, Aloc. Porto Alegre, 5.VII.1980). 2. Cristo desvela el misterio de la vocación del hombre Es Cristo quien desvela el misterio de la vocación del hombre, por dos motivos fundamentales: en primer lugar, porque la meta de toda vocación es la comunión con Dios que se nos da a conocer en Cristo Jesús; y en segundo lugar, porque en Cristo se da la acogida de la llamada divina en su máxima fidelidad: Cristo se hace una misma cosa con el querer del Padre. Todo discípulo tiene que responder a la vocación con una entrega que tiene su modelo en la entrega


de Jesús. La plena unión con el Padre se da siempre en Jesús, aunque se exprese de forma distinta en su humanidad en el tiempo. En cambio, en nosotros, se nos desvela poco a poco lo que Dios nos pide; nos vamos haciendo hijos y nos enteramos de lo que significa ser hijos de Dios a lo largo de la vida. El ideal de vida del Evangelio reclama conversión y penitencia: un radical cambio del corazón que abarca toda la vida de la persona. Jesús quiere vincular a los discípulos a la misión que le da su Padre. La llamada al seguimiento no es sólo imitación, sino introducción a las condiciones de vida de Jesús. Así, en el origen de toda vocación hay, junto a una elección personal por parte de Dios, una voluntad divina que realizar. San Pablo dice: «Nos llamó con vocación santa, no en virtud de nuestras obras, sino en virtud de su designio» (2 Tm 1, 9). Se podrían distinguir varios tipos o grupos distintos de llamadas que hace Jesús: la vocación de los cuatro primeros, la vocación de san Mateo, todas las llamadas que no tuvieron éxito o lo tuvieron pero más tarde se alejaron de Él. En casi todas se da un seguimiento inmediato y una entrega radical y total (Mt 4, 18-22; Mc 1, 16-25; Lc 5, 1-11; Jn 1, 15-51). En el Evangelio queda claro que el seguimiento de Jesús lleva consigo dar la vida (Mc 8, 34-38) y que Jesús no pretende, en ningún momento, movimiento de masas. Los discípulos de Jesús, los que le siguen, se juegan la vida por entero. En todas esas llamadas hay algunos rasgos comunes: • La iniciativa viene siempre de Jesús. • La autoridad absoluta con que Jesús llama (no deja resquicio para responder con condiciones o limitaciones). • Es una llamada que presupone la libertad en el seguimiento: Jesús arrastra, atrae, no obliga. • Implica una misión: es una llamada a estar con Él –más bien a ser con Él: compartir su vida, participar de su destino, tomar la cruz– y a anunciar el Evangelio. 3. Seguir a Cristo es el despliegue de nuestra libertad Jesús comenzó a llamar a los primeros apóstoles para que estuvieran con Él y continuaran luego su misión en la tierra (Mc 3, 14). ¿Por qué ellos y no otros? La respuesta es sencilla: simplemente porque los llamó el Señor. «Llamó a los que quiso» (Mc 3, 13). Por eso puede decirles: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros» (Jn 15, 16). La elección es siempre cosa de Dios, por eso cuando hubo que suplir a Judas, los Apóstoles echan suertes remitiendo la decisión a Dios, y le toca a Matías. Jesús llama sin que los llamados merezcan en modo alguno la vocación para la que fueron elegidos. Por ser asunto divino no caben razonamientos humanos, pues, entre otras cosas, Dios da las gracias necesarias para perseverar. La primitiva Iglesia consideró siempre la condición cristiana como una vocación. Toda la predicación de Cristo tiene algo que comporta vocación, una invitación a seguirle en una vida nueva: «si alguno quiere venir en pos de mí»... (Mt 16, 24). Dos ejemplos nos pueden ayudar a entender que nuestra unión con Cristo despliega y permite nuestra libertad. El primero se da en nuestro propio cuerpo: las células, que están vivas, no viven sin embargo con vida propia, independiente, sino con la vida del cuerpo entero. Las células de mi cuerpo viven con mi vida: yo vivo en ellas. De modo semejante, cada miembro de la Iglesia es una célula del Cuerpo y vive con la vida de Cristo. La unión con Cristo es la condición para que el Cuerpo viva (F. J. Sheed). El segundo ejemplo es la relación entre madre e hijo: el niño despierta a la conciencia por la presencia y el amor de la madre que le ha dado el ser. El hecho de haberlo recibido no anula su respuesta, sino que la posibilita y la provoca. El amor con que el niño es amado por la madre genera el amor de correspondencia; el tú maternal suscita el yo filial: se da una dependencia que provoca autonomía. Es la dependencia implicada en toda relación amorosa, que no es esclavizante: implica, desde luego, una tasa de dependencia, pero una dependencia que se revela liberadora y personalizadora.

II. VOCACIÓN PERSONAL


1. El descubrimiento de la vocación personal «Fíjate bien: hay muchos hombres y mujeres en el mundo, y ni a uno solo de ellos deja de llamar el maestro. »Les llama a una vida cristiana, a una vida de santidad, a una vida de elección, a una vida eterna» (J. Escrivá, Forja, n. 13). Hasta ahora hemos venido insistiendo en el sentido vocacional de la existencia cristiana –llamada a la existencia y a la santidad–, vivida (vivenciada) como diálogo divino. Si se procura vivir en ese diálogo personal, se está en condiciones de discernir la precisa voluntad de Dios para cada uno, como resume muy bien la famosa jaculatoria que muchos aprendimos de pequeños: «Tuyo soy, para Ti nací, ¿qué quieres, Señor, de mí?». Así, en la historia de cada persona hay –puede haber– un momento en el que uno descubre: «yo he nacido para esto, para esto me ha llamado el Señor a la existencia». En una carcasa pirotécnica que sube por los aires están contenidas ya todas las posibilidades de sucesivas explosiones de color que llegarán a adoptar gran variedad de formas y figuras. Algo así sucede con la vocación personal: todo está contenido ya en mi llamada a la existencia y más tarde en mi llamada a la santidad por el bautismo. La llamada divina abarca y contiene mi llamada a la existencia y mi llamada a la santidad. Pero si bien la carcasa va explotando en diversas formas, con una sucesión cuidadosamente programada por el pirotécnico, en el caso del hombre, en cambio, ese despliegue de posibilidades sólo se produce gracias y a causa de su libertad. Si el hombre dice no, no hay «explosión». «El descubrimiento de la vocación personal es el momento más importante de toda existencia. Hace que todo cambie sin cambiar nada, de modo semejante a un paisaje que, siendo el mismo, es distinto después de salir el sol que antes, cuando lo bañaba la luna con su luz o le envolvían las tinieblas de la noche. Todo descubrimiento comunica una nueva belleza a las cosas y, arrojando nueva luz provoca nuevas sombras, es preludio de otros descubrimientos y de luces nuevas, de más belleza» (F. Suárez, La Virgen Nuestra Señora). Todo en mi vida contribuye a predisponerme y hacerme capaz de recibir las sucesivas llamadas, pero es en un momento muy concreto de mi historia cuando descubro el sentido de mi pasado y mi futuro; entonces todo adquiere como una nueva luz, un nuevo sentido: ¡Para esto he nacido yo! Es el momento en el que la libertad de Dios que llama se encuentra con la libertad del hombre, que escucha la llamada al descubrir su verdad. Se entiende muy bien que ese encuentro de libertades resulta muy difícil sin las condiciones y disposiciones de las que hemos hablado. Describir la vocación como la elección que Dios hace desde la eternidad y por la cual llama a cada persona a la existencia implica, ante todo, que la vida de cada persona es objeto de una providencia especialísima de Dios, que predispone las gracias necesarias para que la llamada, de un modo u otro, se abra camino y pueda fructificar. Lo veíamos hace un momento a la luz de aquellas palabras de Juan Pablo II en Porto Alegre: «se puede decir que vocación y persona se hacen una misma cosa. Esto significa que en la iniciativa creadora de Dios entra un particular acto de amor para con los llamados (...). Por eso, desde la eternidad, desde que comenzamos a existir en los designios del Creador y Él nos quiso criaturas, también nos quiso llamados, predisponiendo en nosotros los dones y las condiciones para la respuesta personal, consciente y oportuna a la llamada de Cristo». La vocación cristiana no se verifica de forma idéntica en todas las personas; en cada una está personalizada: «Dios no deja a ningún alma abandonada a un destino ciego: para todas tiene un designio, a todas las llama con una vocación personalísima, intransferible» (J. Escrivá, Conversaciones, n. 106). Y a cada persona le da las gracias necesarias para reconocerse interpelado por esa llamada personalísima y para ser capaz de dar su personalísima respuesta. 2. Elegir por saberse elegido La manifestación de la llamada divina a la conciencia personal es luz e impulso, siempre es efecto de una peculiar gracia divina. En cuanto es luz en la inteligencia, hace ver como posible, concretamente para mí, la radicalidad de las exigencias de santidad y apostolado que, en un determinado momento, se ven con nuevos ojos: ‘¿Y yo, por qué no?’ debería ser –lo ha sido en la vida de muchos santos, y en la de muchos que quieren serlo– una pregunta decisiva para cada uno


ante esa luz que inquieta, en cierto modo, porque se sabe que aquello tiene que ver con uno. Pero esa luz no es una evidencia que se imponga de tal manera a la conciencia que sólo deje una respuesta posible. Es una insinuación, una propuesta, una posibilidad que se advierte de pronto como real para uno. El hecho de que Dios no imponga una vocación peculiar por vía de evidencia, permite pensar –dice Ocáriz– que Dios quiere que la libertad de la persona intervenga no sólo en la respuesta, sino también en la configuración de la vocación misma. Es decir, que dentro de la oscura luminosidad del misterio de la vocación, podemos entender que Dios llama también mediante la libre elección de la persona llamada, siendo esta elección fruto de la libertad humana y de la gracia divina. Es el caso de tantos cuando piensan que les gustaría ser como otros que han seguido generosamente a Cristo; o se dicen: esto podría ser lo mío. Siempre, en la respuesta a la vocación, hay una conciencia personal de que uno elige. Por eso Jesús aclaraba a los Apóstoles –lo hemos recordado más arriba–: «No me habéis elegido vosotros; os he elegido Yo», para que sepan que la elección que ellos han hecho de seguirle ha sido posible, se la han planteado como una posibilidad real, que les afectaba, precisamente porque Él los había elegido. Esto es lo que significa que la llamada se manifiesta, no sólo como luz, sino también como impulso, que urge a elegir el sí, aunque uno es consciente de que corre un riesgo –no se mueve por evidencia– y de que podría elegir el no. Sucede en esto algo semejante a lo que acontece en la configuración de la vocación humana, profesional por ejemplo. Todas las situaciones y circunstancias de la vida ordinaria pueden y deben ser lugar y medio de unión con Dios, de santificación. Esto lo tenían muy claro los primeros cristianos. San Josemaría Escrivá predicó incansablemente que la vocación cristiana no la podemos vivir de una forma ridícula o raquítica, sino que hay que vivirla, como lo que es, sencillamente, nuestra vida. El mismo Concilio Vaticano II proclamó esta enseñanza (Const. Lumen Gentium, 11, 39-41). Se trata de que cada uno descubra que ha sido llamado a una tarea en el mundo. La Providencia cuenta con las libres elecciones de la persona en la misma configuración de su vocación humana. Así, si uno decide estudiar una determinada carrera o cambiar de trabajo, será en esa situación donde deberá buscar la santidad y donde Dios le dará la gracia necesaria para llevar a buen término aquello que se ha propuesto, porque «todos los cristianos, de cualquier clase o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor» (Const. Lumen Gentium, 40; y Carta Apostólica Novo millennio ineunte, 30). Resumiendo, la llamada de Dios: • Se descubre (existe antes de existir yo), con una luz nueva, como un amor gratuito y excesivo de Dios. • Irrumpe en la conciencia como una posibilidad que trastoca los planes anteriores, porque los subvierte, o porque los proyecta con una plenitud insospechada. • Urge con un sentimiento de inquietud, porque lleva a entender que para que ese amor sea mío, debo decidirme a elegirlo, porque sé que puedo rechazarlo, pero no puedo quedarme indiferente. • Atrae con la fuerte intuición –que es esperanza– de que la decisión de elegir ese amor traerá, como consecuencia, la ilusión y la alegría. 3. El encuentro en la oración: el joven rico El encuentro personal con Cristo se suele dar en la oración. Una escritora moderna lo explica así: «El camino interior que conduce a la libertad es el camino de quien tiene el coraje de alzar la vista hacia el cielo y reconocer la propia debilidad y la propia fragilidad; de quien, aun en la debilidad y en la fragilidad, siente su nombre pronunciado fuerte y a ese nombre responde ¿quién llama? ¿Quién conoce mi destino? En ese momento se descubre que junto al yo, también existe un Tú. Eso es la oración. En ese punto nace la unicidad del camino. Un camino siempre igual y, no obstante, siempre distinto que nos conduce a existir en la libertad, en la verdad y en la conciencia de ser hijos de un Padre amoroso» (S. Tamaro). Ciertamente Cristo respeta nuestra libertad, «pero en todas las circunstancias gozosas o amargas de la vida, no cesa de pedirnos que creamos en Él, en su Palabra, en la realidad de la Iglesia, en la vida eterna. Así pues, no penséis nunca que sois desconocidos a sus ojos, como simples números de una masa anónima. Cada uno de vosotros es precioso para Cristo, Él os conoce personalmente y os ama tiernamente, incluso cuando uno no se da cuenta de ello» (Juan Pablo II, Homilía, Jornada Mundial de la Juventud, 15.VIII.2000). En un pasaje de los Evangelios, que comentó Juan Pablo II el Domingo de Ramos de 1985, en su


mensaje a los jóvenes, se recoge la historia de un joven rico que toma la iniciativa de ir a Jesús para pedirle consejos de santidad (Mt 19, 16-22; Mc 10, 17-22; Lc 18, 18-27). San Marcos relata que Jesús se le quedó mirando y le tomó cariño. También a nosotros nos gustaría saber de qué manera nos mira Jesús: de la misma manera, sin duda alguna, pero con una exigencia particular que cada uno debe descubrir. Ese encuentro del joven rico con Jesucristo nos puede servir de ejemplo y de enseñanza. Se me ocurre que podríamos distinguir en la escena –puedes releerla por tu cuenta en el Evangelio– como tres partes: En la primera parte, san Mateo relata que el joven pregunta a Jesús: «¿qué tengo que hacer de bueno para conseguir la vida eterna?». En otras traducciones: «¿qué cosas buenas debo hacer para alcanzar la vida eterna?». Jesús le aclara que lo bueno no es algo, sino Alguien: «¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno sólo es el bueno»; o, según san Marcos: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino uno, Dios». Jesús le remite a Dios, a Alguien que ha hablado y se ha revelado. Es decir, lo verdaderamente importante no son las cosas que hacemos –lo que uno piensa, su opinión sobre lo que es bueno–, sino lo que Dios entiende que es bueno; y es evidente que lo mejor es amar a Dios con locura, sin limitarse a cubrir una hoja inmaculada de servicios. No se trata tanto de hacer cosas como de amar a Alguien. Lo que importa no es nuestra visión de las cosas, sino la de Dios; no es nuestro juicio, sino el de Dios; no es lo que nosotros pensamos, sino lo que piensa Dios. Me parece de gran trascendencia tener muy en cuenta esto cuando uno se plantea su posible llamada: se trata de mirar a Dios, de meterse en Dios y desde Dios pensar en todas las almas. Con Dios somos capaces de todo, sin Él nada podemos hacer. Hay que atreverse a una relación personal con Cristo. Lo que se pretende ver no es «algo» sino a Jesús. Las cosas se conocen examinándolas; a las personas sólo se las conoce arriesgándose a amarlas y, sobre todo, dejándose amar. No existe un tiempo para amar sin amar, para amar «a prueba»: de lo contrario, sólo se podría dar la vida después de haberla vivido. No hay escuela de prácticas para el amor, ni seguro en el amor; se ama amando de verdad, desde el primer instante, o de lo contrario, nunca se amará. En el amor no hay simuladores como en el caso del aprendizaje de los pilotos de vuelo; como tampoco existe un curso de oración sin esfuerzo. Jesús, en esta primera parte de la escena, va abrir los ojos al joven – que simplemente ha acudido a un maestro; aún no sabía Quién era el que tenía delante–, animándole al encuentro personal con Dios. En la segunda parte, Jesús le dice: «Si quieres entrar en la Vida, guarda los mandamientos» y el joven le pregunta: «¿Cuáles?». Quizá piensa que la inquietud que le ha llevado hasta Jesús se debe a que, a pesar de que intenta cumplir todo lo necesario, se está olvidando de alguna cosa. Hace esa pregunta como quien pasa revista a una lista de obligaciones... Pero cuando el Señor le enumera los mandamientos que ya conoce, se da cuenta de que no hay fallos: «cumple todo» y, sin embargo, sigue inquieto. Así que pregunta de nuevo: «¿Qué me falta aún?». En el fondo, su enfoque es equivocado: todo el tiempo parece estar buscando la fórmula que le permita vivir su vida tranquila, con la seguridad de que está «en regla» con Dios. Pero tiene buena intención: ha llegado hasta allí obedeciendo a una inquietud sincera, aunque mal enfocada. En la tercera parte, el Señor le pide que quite de su vida lo que le impide vivir enteramente en manos de Dios. Quiere que entienda que el sentido de todos esos mandamientos que ya cumple es hacer posible el primero: Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas; y el segundo, que es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Por eso le responde: «Sólo una cosa te falta», «si quieres ser perfecto, anda, vende cuanto tienes y reparte el dinero a los pobres; así tendrás un tesoro en el Cielo. Luego, ven y sígueme». Como el joven rico, estamos llenos de buenas intenciones, pero queriendo hacerlo todo a nuestro antojo. La pretensión de sorprender a Dios con nuestra santidad configurada a nuestro gusto equivale a reducir a Dios a un botiquín portátil, necesario sólo para casos imprevistos... Lo que le falta al joven rico no es conquistar la perfección que él proyecta –una irreprochabilidad que le permita quedarse «en paz»–, sino abandonarse en Dios, secundar el proyecto de Dios. Nos pide el Señor que seamos perfectos, ciertamente, pero como nuestro Padre Celestial es perfecto. La santidad pertenece sólo a Dios. La fe no es sólo constatar que Dios existe –eso también lo saben los diablos y no les aprovecha en nada, como dice el Apóstol Santiago, sólo les hace temblar–, sino que ha de llevarnos a buscar la comunión personal con Dios: a vivir, ya en la tierra, por Él, con Él y en Él. No hay vocación sin conversión que lleve a vivir con fe plena, y esa fe debe estar movida por el


amor. El coloquio de Jesús con el joven nos ayuda a comprender las condiciones para el crecimiento moral del hombre llamado a la perfección: el joven, que ha observado todos los mandamientos, se muestra incapaz de dar el paso siguiente sólo con sus fuerzas. Para hacerlo se necesita una libertad madura («si quieres») y el don divino de la gracia («ven y sígueme»). Pero el joven se fue triste. Las palabras que deberían darle una gran alegría, porque eran la respuesta a su intranquilidad, le dejaron en el alma una gran tristeza. No por el simple hecho de tener muchos bienes, sino por poner en ellos el corazón. San Agustín explicaba que cuando se quiere llenar de miel un recipiente que contiene vinagre, hay que vaciarlo y limpiarlo bien, de lo contrario hasta la miel acaba sabiendo a vinagre. La tristeza del joven rico no procede de las palabras de Cristo, no es causada por la exigencia, sino por el recipiente donde la acoge: un corazón avinagrado. Las exigencias de Dios, las llamadas del Amor nunca son agrias, nunca entristecen, por eso, cuando notamos un deje de tristeza en el corazón, puede ser debido a que el Señor nos esté pidiendo algo y no queremos dárselo. Por eso conviene recordar lo que explica Jesús a sus discípulos una vez que el joven rico ha vuelto la espalda y se ha marchado con su tristeza, con su triste riqueza: «Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por Mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más –casas y hermanos y hermanas, y madres e hijos, y tierras, con persecuciones–, y en la edad futura la vida eterna». Jesús vive y llama. No dejemos pasar las oportunidades que nos brinda. Como solía repetir san Josemaría Escrivá, Dios nunca se deja ganar en generosidad.

III. CÓMO SABER CUÁL ES MI VOCACIÓN 1. El descubrimiento de una vocación especifica Podríamos decir que en Dios hay tantas vocaciones como personas, y que toda vocación se da en la Iglesia y es para la vida y misión de la Iglesia. Se trata, por tanto, de vivir la propia vida como respuesta en la Iglesia a la llamada de Dios. Esa respuesta podrá ser en el matrimonio o en celibato apostólico en medio del mundo, en el ministerio sacerdotal o en la vida consagrada. Las circunstancias exteriores nos van hablando, situando, y la luz del Espíritu Santo nos guía para que sea posible llegar a discernir una posible llamada peculiar o especifica. No existe un vocacionómetro. Cuando una persona se plantea en serio la posibilidad de seguir una vocación específica en la Iglesia y ese planteamiento no le deja indiferente, no le parece ajeno, sino que «le afecta» de tal modo que entiende que no puede dejarlo estar frívolamente, puede ser indicio de que Dios llama y hay que discernir en conciencia. Hablaba no hace mucho con un universitario sobre su vocación y su posible entrega. En cierto momento, para rechazar esa posibilidad, me dijo, como quien descubre la clave de un malentendido: «¡a ver si va a tener algo que ver con todo esto que mis padres sean buenos cristianos; que desde muy pequeño haya amado y conocido mi vocación cristiana; que dispusiera de los medios necesarios para mi formación!». Es cierto que las circunstancias externas no son el único criterio para discernir una vocación específica, pero sí uno de ellos. ¿No nos estará faltando interiorizar más los dones recibidos? Una buena interpretación de los acontecimientos de nuestra vida a la luz de la fe favorece y facilita el descubrimiento de la vocación. Verdaderamente tenemos una visión muy chata de la realidad cuando no caemos en la cuenta de que la providencia de Dios va llevando a cada uno, suavemente, sin grandes estridencias, por caminos ordinarios e incluso casuales a veces, hasta situarlo en condiciones de entender la llamada y responder a ella (por ejemplo, si Dios llama desde toda la eternidad a alguien por el camino de la vida consagrada, difícil será que llegue a tomar conciencia de esa vocación y responda si nunca ha visto ni tratado a un religioso...). Es lógico, por eso, que el descubrimiento y maduración de la vocación se dé muy frecuentemente cuando uno se encuentra en un ambiente que lo favorece, entre personas que pueden ayudar a discernir lo que Dios quiere y acompañar por ese preciso camino. Para ese discernimiento, tradicionalmente, se admiten tres señales fundamentales, las mismas que inclinan a una persona a escoger un oficio o trabajo determinado y no otro, o una carrera


universitaria y no otra: tener condiciones, no tener impedimentos, y querer. Muchos pueden tener condiciones y no tener impedimentos para realizar una u otra carrera o tarea profesional, y lo que al final decide es el querer. Con la vocación pasa un poco lo mismo. Una cosa es clara y es que Dios no llama sin dar al mismo tiempo las cualidades necesarias: la carencia de las condiciones o aptitudes necesarias indica que no hay vocación. Supuestas esas condiciones, habrá que tener en cuenta que la presencia de la gracia vocacional se manifiesta en la recta intención por parte de la persona. De cara a Dios basta un motivo para decir que sí: un motivo de Amor. Basta una causa suficiente, con la fe y con la esperanza de que Dios Nuestro Señor no nos abandonará en nuestro camino de amor. 2. La vocación y las «causas segundas» Vamos tomando conciencia de que Dios llama a través de las más diversas circunstancias. Lo ordinario será, en los años de infancia, por la formación que recibimos en nuestra familia. Más adelante, puede darse el momento del encuentro (la conversión); y lo normal es el crecimiento interior en el trato con Dios que, llegado un momento, desborda. Pasamos de no conocer a conocer lo que ya había, lo que ya existía. El descubrimiento de la vocación es introducirse en una nueva vida que estaba ya presente en el designio de Dios. Dios no quiere que tengamos al alcance de la mano la perla preciosa de la vocación y no nos demos cuenta (Mt 13, 45). Lo normal, como digo, será que el Señor utilice medios ordinarios para darnos a conocer nuestra vocación. Son lo que los teólogos y filósofos llaman causas segundas (de las que se sirve la Causa primera, Dios, para actuar ordinariamente en la historia). La providencia no consiste en algo extraordinario. Dios habla en la oración, pero muchas veces –y esto vale para los que dicen que, a ellos, Dios en la oración no les dice nada– responde también fuera de la oración, con los hechos, con las circunstancias: con cada cosa que nos ocurre (un buen ejemplo que alguien nos da, un texto que nos conmueve, una enfermedad, una contradicción fuerte, un descubrimiento...). Sucesos, tal vez sin importancia, cosas que no significan nada para los demás pero que nosotros somos capaces de entender en un determinado momento. Se sirve el Señor también de personas que pone a nuestro lado: una vecina, un compañero, alguien que conozco por casualidad. Pero lo más normal es que sea un amigo, alguna persona que nos quiere bien y se toma la molestia de salirnos al encuentro. ¿Por qué no ha de valerse el Señor de quienes siendo como nosotros, de la misma madera, pueden desvelarnos el misterio de la llamada? Muchos de nosotros podemos ser instrumentos de los que Dios se valga para dar a conocer su voluntad a otros. No debe existir temor en proponer directamente a una persona, joven o menos joven, que se plantee la posibilidad de la llamada del Señor. Es un acto de estima y de confianza. Puede ser un momento de luz y de gracia. Jamás agradeceré bastante su audacia al amigo que me habló por primera vez de la posibilidad de entregarme a Dios. Es importante caer en la cuenta de que Dios interviene en la historia. Dios crea el mundo, lo mantiene en el ser y crea en la historia novedades históricas que permanecen: la Encarnación, la Iglesia. El descubrimiento de la vocación personal puede darse de forma repentina (a lo san Pablo) o de forma paulatina, que será lo normal. Es como la historia de dos enamorados. Dios, enamorado de cada uno, nos va rondando, hasta que nuestra alma se enamora. Hay un diálogo entre la persona humana y Dios, entre libertad y llamada. Dios no ha escrito mi vida antes de que yo la viviera. La vamos viviendo juntos Él y yo. Eso sí, Dios habla en la intimidad y mi intimidad puedo tenerla cerrada o abierta. Si tengo cerrada la intimidad, será muy difícil poder escuchar: ese es el modo más eficaz de «guardar las distancias» con Dios. El que es egoísta, el que no tiene intimidad o tiene una intimidad pobre, el que no introduce en su corazón lo que sucede alrededor es una persona que no sabe escuchar, ni a los hombres ni a Dios. Dios habla sirviéndose de la estructura psicológica del hombre y habla en la conciencia: si estamos abiertos a Dios, en nuestra conciencia nos interpela Él mismo. 3. Hacerse capaz de querer lo que Dios quiere Ciertamente, cuando se descubre la voluntad de Dios, no se puede hacer cosa mejor que querer lo mismo que Él. Pero no como quien acepta un destino fatal, o se resigna con una imposición que no puede soslayar: los planes de Dios son los mejores que podríamos imaginar para nuestra vida: nadie nos ama más que el Amor, y nadie acierta más que la Sabiduría infinita. Por eso la respuesta


adecuada a ese descubrimiento es amar la voluntad de Dios, fundir mi voluntad con la suya. Es lo que expresaba el autor de Camino al escribir: «Jesús, lo que tú «quieras»... yo lo amo» (n. 773). Hay tres caminos por los que pueden fundirse las voluntades: queriendo la misma cosa; queriéndola por el mismo motivo; amándola con idéntico amor (Santo Tomás, De Veritate, q. XXIII, a. 7). Querer lo mismo. Para querer lo que Dios quiere, sería necesario conocer siempre cuál es su voluntad precisa: sólo en la medida en que la conocemos, somos responsables de cumplirla. Sin embargo, la Voluntad divina no se nos desvela plenamente aquí en la tierra. Si supiéramos con certeza absoluta, inequívocamente, que Dios nos llama no seríamos moralmente libres para decir que no; estaríamos obligados y poco mérito tendría nuestra decisión, poca fe y poco amor necesitaríamos poner en juego... Pero el Señor sí nos ha revelado las grandes vías que recorre su amor hacia nosotros: en último término sus mandamientos. Los mandamientos son una barrera, un límite para el amor egoísta: eso sabemos con toda certeza que no es lo que Dios quiere. Dos amores construyeron dos ciudades – escribía san Agustín–, el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de uno mismo, la celestial. Querer por el mismo motivo. Si no es posible saber siempre el querer de Dios, sí está en nuestras manos, en cambio, querer como quiere el Señor, es decir, poniendo su bondad como fin y motivo de todo amor. Amando a Dios con amor absoluto, sobre todas las cosas, se logra la identificación con el querer divino que es posible alcanzar en esta vida. La enseñanza de Nuestro Señor es que Dios ha de ser nuestro principal amado (Mt 10, 37; Lc 14, 26). Sólo Dios merece ser amado absolutamente y sin condiciones; todo lo demás debe serlo en la medida que es amado por Dios. Querer con idéntico amor. El amor de Dios debe ser la regla de todas las acciones humanas. Del mismo modo que los objetos que construimos se consideran correctos y ultimados si se ajustan al proyecto trazado previamente; también cualquier decisión y acción humana será recta y virtuosa cuando concuerde con la regla divina del amor. La caridad –que nos hace participar del mismo amor con que Dios ama– ordena y transforma al cristiano. El amado se encuentra en el amante: El que ama a Dios, en cierto modo lo posee; y es propio del amor transformar al amante en el amado. 4. Las condiciones humanas La elección vocacional y el compromiso a vivir un determinado modo de vida deben tener en cuenta, entre otros datos, las condiciones del interesado. En cuanto a las condiciones, basta que se den cuatro fundamentales: • Rectitud de intención, es decir, deseo verdadero de entregarse por amor (ese amor verdadero se mostrará muchas veces en la actitud que se tenga hacia los demás), no por motivos humanos, y de buscar la santidad. • Idoneidad humana (virtudes, talentos, salud) para llevar a cabo, contando con la ayuda de la gracia, la empresa que pretende acometer. • Personalidad suficientemente desarrollada: madurez humana, autonomía. • Circunstancias (familiares, ambientales) que permitan desarrollar esa entrega. La mencionada exigencia de madurez humana no significa, sin embargo, que no pueda darse una verdadera llamada de Dios también en la infancia: hay una larga tradición, tanto en la Sagrada Escritura como en la vida de la Iglesia. «No se puede olvidar, en la práctica, que la vocación, porque es de suyo bien y gracia, puede ofrecerla Dios a cualquiera, sea cual fuere el grado de madurez humana que posea. Queremos subrayar esto: la gracia de la vocación no se da únicamente al hombre maduro, sino que se da también como ayuda para madurar» (A. Pigna). Se trata, pues, del grado de madurez adecuado a la edad y circunstancias de la persona. Debe ser la suficiente para tomar esa decisión, pero no hay que pensar en la madurez perfecta del ser humano ideal, considerada en abstracto, ni exigir en un joven la experiencia de la vida que pueda tener un anciano a la vuelta de los años; debe tenerse en cuenta que la madurez es esencialmente evolutiva. Cuando se descubre una cierta inmadurez, una vez tomada la decisión, no se ha dicho todavía necesariamente nada definitivo acerca de esa vocación: si hay buena disposición y se ponen los medios adecuados, la vocación se puede reencontrar y en tal caso tiene que actuar precisamente de palanca, apoyo y acicate para esa maduración.


IV. CONDICIONES DE LA RESPUESTA A LA VOCACIÓN 1. La certeza necesaria para la decisión El descubrimiento de la vocación se mueve en el plano sobrenatural de la vida de fe, no en el de la evidencia, ni en el de la verificación experimental. Y en ese plano, la vocación aparece siempre como posibilidad que se abre ante nosotros, como ofrecimiento al que se puede decir que no, pero que atrae con cierta inclinación a decir que sí. Es un acontecimiento de gracia y de libertad, que nos sitúa ante una elección libre, y en su desenlace deben intervenir necesariamente la confianza, la esperanza y la generosidad: la fe, en una palabra. Si se pretendiera diferir la resolución hasta encontrarse en una situación de plena certeza, de infalible garantía, se abandonaría el plano en el que se produce el encuentro con el Señor para situarse en el de las seguridades humanas, y en ese plano, el planteamiento de la vocación, por su propia naturaleza, queda condenado a la eterna indecisión. Para que la decisión de entrega sea auténtica no es necesaria, por eso, lo que se suele considerar una seguridad plena, basta la certeza moral, es decir un juicio de probabilidad fundado y suficientemente razonable, que permita juzgar sobrenaturalmente que es el momento para decir a Dios un sí que puedo decirle fiándome de Él, que no me abandonará. Esa opción no se apoya en mis fuerzas sino en la confianza en Dios; se decide sabiendo muy bien lo que se hace, pero renunciando a la garantía de controlarlo todo de antemano: eso se abandona en Dios. Es lo que se ha llamado, expresivamente, la arriesgada seguridad del cristiano (J. Escrivá); una seguridad que se basa en la audacia de correr el riesgo –poco peligroso, a decir verdad– de apoyarse «sólo» en el Amor de Dios, en su fidelidad y en su bondad. En el proceso de alcanzar esa razonable certeza que permite decidirse a poner la vida en manos de Dios, no debe olvidarse que en la Iglesia existen personas, puestas por Dios a nuestro lado, que pueden ayudarnos a discernir la acción del Espíritu Santo: habrá que tener muy en cuenta la opinión de las personas que lleven nuestra dirección espiritual, que conociéndonos y conociendo el camino a elegir, nos puedan orientar respecto a si nuestro planteamiento vocacional es atendible, genuino (no una mera ocurrencia o una inquietud infundada), y a nuestras condiciones. En todo caso la decisión debe tomarse como proceso de liberación interior, de donación de sí, y no como forma de salir de la ansiedad de la indecisión. De ese modo, el hecho de decidirse produce paz y alegría, no una satisfacción perfeccionista. «Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso, que empuja al hombre a dedicar sus más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tomar cuerpo de oficio» (J. Escrivá, Carta 9.I.32, n. 9; cit. en El Opus Dei en la Iglesia). 2. Responder en conciencia El mismo nombre de conciencia nos dice que se trata de algo intenso. Su designación en diversas lenguas –la griega syneidesis, la latina conscientia– mantiene siempre algo común: es un saber que se dirige al propio yo, que penetra en el propio yo, un saber con uno mismo, algo íntimo que tiene que ver con el centro de la vida (R. Guardini). La cuestión sobre la obligación moral de seguir la vocación es debatida. San Alfonso María de Ligorio habla de una obligación plena, pues rechazarla supondría no poner el amor a Dios por encima de todas las cosas y resistirse a sus gracias y dones. Otros autores prefieren distinguir entre preceptos y consejos... Sin entrar ahora en todos los matices de la cuestión, lo que resulta indudable es que, ante esa gracia, el cristiano no puede situarse como ante un bien útil (pensando en ventajas e inconvenientes, calculando), sino con conciencia de estar ante Dios que llama y por lo tanto con alegría y agradecimiento. Esta consideración puede ayudarnos a valorar la importancia de reaccionar generosa y cristianamente ante la vocación: «En el reverso de una vocación ‘perdida’ o de una respuesta negativa a esas llamadas constantes de la gracia, se debe ver la voluntad permisiva de Dios. Ciertamente, pero si somos sinceros, bien nos consta que no constituye eximente ni atenuante, porque apreciamos, en el anverso, el personal incumplimiento de la Voluntad divina, que nos ha


buscado para Sí, y no ha encontrado correspondencia» (J. Escrivá, Surco, n. 961). Dios nunca pide nada que no estemos en situación de poder dar. El mayor peligro es el de deformar nuestra propia conciencia sobre la base de justificaciones más humanas que sobrenaturales, «humanizar» la llamada divina de forma que la conciencia se endurezca, formando una corteza que impida oír la llamada de Dios. Es lógico, por supuesto, que aspiremos a disfrutar de una autoestima lo más sólida posible, de cierta sensación de seguridad de nuestras posibilidades, y del correspondiente éxito social, a tener buena imagen ante nosotros mismos y ante los demás. Por eso mismo, ante algo que nos supera y no podemos acometer con seguridad fiándonos de nuestras fuerzas (es el caso de toda llamada de Dios a entregar nuestra vida a una misión –la de Cristo– que está más allá de nuestras posibilidades), tendemos a sacudirnos la responsabilidad buscando razones ajenas a nosotros mismos para mantener intacta nuestra autoestima. En otras palabras, buscamos subterfugios para autojustificarnos, tratando de convencernos de que, por tales y tales razones, eso no tiene que ver con nosotros, no tenemos ningún deber de planteárnoslo como horizonte posible de nuestra vida. Pero esa falta de sinceridad es peligrosa: si esto se hiciera de forma habitual, terminaríamos sumergiéndonos en un mundo fantasioso que pierde contacto con la verdad, con nuestra verdad. Vendría a ser como permitir habitualmente que nuestra falta de respuesta –que en el fondo es una respuesta, una decisión que configura nuestra vida– fuera accionada en nosotros por factores exteriores, como si no tuviéramos la capacidad real de ser dueños de nuestros propios actos y garantes de nuestra propia conducta. No olvidemos que ser hombres es ser libres y también responsables, y que la dimensión espiritual, que nos permite disponer de nuestra propia existencia, constituye la dimensión genuina del hombre. No olvidemos tampoco que la existencia no es un juego y el tiempo para llevar nuestra vida a su perfección, haciendo todo el bien que podamos, no es ilimitado, no se puede poner a cero cuantas veces queramos. Si no existiera la muerte, con toda razón podríamos dejar pasar la posibilidad de realizar valores; no importaría que uno hiciera algo en el presente o dejara pasar la ocasión, porque siempre lo podría hacer en cualquier otro momento. Pero no es así. Somos responsables de nuestra existencia, que ha sido puesta en manos de nuestra libertad, y cada instante presenta una ocasión única e irrepetible ante la cual debemos responder con responsabilidad personal. Nuestra vida es una suma de instantes que sólo se presentan una vez. Hoy, ahora, puedo tomar una decisión que dé valor a todo mi pasado y moldee mi futuro hasta el punto de poder dar a la muerte un sentido no de término, sino de meta: aún hay algo más allá. 3. Sin confesión no hay vocación Aunque a alguno pudiera parecer esta conexión entre confesión y vocación un tanto forzada, advierto, desde el principio, que es adecuada. Quizá suceda que haya sido poco empleada o vivida. Dios habla en la conciencia, al corazón. Es necesario tener muy afinada la conciencia si queremos oír la llamada. Al fin y al cabo, lo que podemos aportar de nuestra parte, ante una posible llamada de Dios, no son tanto hechos extraordinariamente valiosos como una conciencia afinada para poder amar más y mejor. La confesión tiene mucho que ver con la vocación, pues sólo cuando afinamos nuestra conciencia podemos oír los toques del Paráclito. El gran combate entre el Espíritu de Dios y el propio espíritu se librará en nuestro corazón, y su resultado, feliz o desgraciado, fijará nuestro destino. Hay un punto en Surco que nos puede ayudar a entender hasta qué punto es necesaria la confesión para purificar, limpiar y fortalecer nuestra alma, disponiéndola para que pueda responder mejor a la llamada: «El Señor sembró en tu alma buena simiente. Y se valió –para esa siembra de vida eterna– del medio poderoso de la oración: porque tú no puedes negar que, muchas veces, estando frente al sagrario, cara a cara, Él te ha hecho oír –en el fondo de tu alma– que te quería para Sí, que habías de dejarlo todo... Si ahora lo niegas, eres un traidor miserable; y, si lo has olvidado, eres un ingrato. »Se ha valido también –no lo dudes, como no lo has dudado hasta ahora– de los consejos o insinuaciones sobrenaturales de tu Director, que te ha repetido insistentemente palabras que no debes pasar por alto; y se valió al comienzo, además –siempre para depositar la buena semilla en tu alma–, de aquel amigo noble, sincero, que te dijo verdades fuertes, llenas de amor a Dios. »–Pero, con ingenua sorpresa, has descubierto que el enemigo ha sembrado cizaña en tu alma. y que la continúa sembrando, mientras tú duermes cómodamente y aflojas en tu vida interior. –Ésta, y


no otra, es la razón de que encuentres en tu alma plantas pegajosas, mundanas, que en ocasiones parece que van a ahogar el grano de trigo bueno que recibiste... »–¡Arráncalas de una vez! Te basta la gracia de Dios. No temas que dejen un hueco, una herida... El Señor pondrá ahí nueva semilla suya: amor de Dios, caridad fraterna, ansias de apostolado... Y, pasado el tiempo, no permanecerá ni el mínimo rastro de la cizaña: si ahora, que estás a tiempo, la extirpas de raíz; y mejor, si no duermes y vigilas de noche tu campo» (J. Escrivá, Surco, n. 677) Arrancar de una vez, extirpar de raíz, sólo se puede hacer en el sacramento de la Confesión. Un recipiente para ser llenado, tiene que estar vacío. San Agustín aplica esta aparente perogrullada a la vida espiritual: si queremos disponernos para que Dios pueda llenarnos, hay que vaciar primero el recipiente con la humildad. Y para ser humildes, hay que ser sinceros. En los años de juventud cuesta más porque todavía no nos hemos dado cuenta de la pobre pasta de la que estamos hechos, y nos parece impropia de nosotros cualquier falta o caída. Pero es preciso que estemos convencidos de que lo que importa no es mantener una apariencia irreprochable, aunque sea a base de ocultar nuestras miserias, sino dejar que el Señor nos cure de nuestras debilidades y nos libre de nuestros pecados: sólo Él nos puede hacer santos. No hay mal por grave que sea que Jesucristo no pueda curar: ¡Cuántos mudos, sordos y ciegos curó! Lo más importante de la revelación contenida en la sagrada escritura no es que nosotros seamos pecadores, sino que Dios perdona los pecados. Podemos renovar (hacer nueva) nuestra vida en el sacramento de la penitencia, que es un encuentro personal con Cristo resucitado. ¿No necesitaríamos revisar el objeto de nuestras confesiones? Cada una de ellas realiza por la gracia de Dios nuestra conversión, pero será más o menos profunda según nuestras disposiciones. No perdamos la ocasión de tomar en cada confesión al que San Pablo llama el hombre viejo –nosotros mismos, en la medida en que seguimos viviendo en la vieja esclavitud de nuestros pecados, sean hilos de seda o maromas– y echarlo en los brazos del Crucificado para resucitar con Él a la nueva vida que nos ha ganado en la Cruz. Cristo ha muerto por mí, por mis pecados. Eso quiere decir, como advertimos si damos la vuelta a la frase, que yo he hecho morir a Jesús de Nazaret, que mis pecados lo han aplastado. En la agonía del huerto de Getsemaní y en el Calvario también estaban mis pecados, Jesús los expiaba. No pueden ser más claras las palabras de la epístola a los Hebreos: «quienes pecan crucifican de nuevo, por su cuenta, al Hijo de Dios y lo exponen a la infamia» (Hb 6, 6). Podemos y debemos conducir a la muerte al hombre viejo y caminar en la novedad de vida porque Cristo ha muerto por nosotros, por mí. Así, ese por mí, que antes significaba sólo «por mi culpa», después del humilde reconocimiento y la confesión, pasa a significar «en favor mío». Gracias a los sacramentos, que actualizan en nosotros los frutos de su Pasión, somos contemporáneos de Cristo y podemos acercarnos a Él, que nos acoge, nos cura y nos permite caminar a su lado, aprendiendo del Hijo de Dios a vivir como hijos de Dios. 4. La conversión necesaria para responder Lo que verdaderamente necesitamos, y con urgencia, es una conversión. Digo una y no la conversión porque toda nuestra vida debería estar en continua y permanente conversión. La palabra griega utilizada para decir «conversión» (metánoia) significa un cambio de pensamiento, de mentalidad, pero no significa cambiar nuestro modo de pensar por otro modo de pensar también nuestro, se trata de cambiar nuestro modo de pensar por el modo de pensar de Dios, nuestra mentalidad, por la mentalidad de Dios, nuestro juicio, por el juicio de Dios. Convertirse –explicaba en una de sus conferencias el Cardenal Ratzinger– significa «poner en tela de juicio el modo propio de vivir y el modo común de vivir; dejar entrar a Dios en los criterios de la propia vida; no juzgar ya simplemente con las opiniones corrientes (...) dejar de vivir como viven todos; dejar de actuar como actúan todos; dejar de sentirse justificados en actos dudosos, ambiguos o malos por el hecho de que los demás hacen lo mismo; comenzar a ver la propia vida con los ojos de Dios; por tanto, tratar de hacer el bien aunque sea incómodo; no estar pendientes del juicio de los demás, sino del juicio de Dios. En otras palabras, buscar un nuevo estilo de vida, una vida nueva». Cuando llegamos a comprender con detenimiento lo que ofrece el Evangelio, nos damos cuenta que nuestra vida necesita una revolución, una verdadera conversión, un replanteamiento real y verdadero. Debemos tener clarísimo que sin conversión no se alcanza el Reino de los Cielos. Cristo


nos invita no sólo a un cambio en nuestras costumbres para ser mejores, para ser buenos, sino a una auténtica revolución de nuestras vidas: nuevos criterios, nueva mentalidad, nuevo enfoque, otro ritmo en el caminar, nuevos valores. Ya se ve que todo esto supone una vuelta existencial a Dios. El arrepentimiento nunca se reduce a un conflicto del hombre consigo mismo. No se circunscribe al ámbito de la conciencia subjetiva. No es amargura o desagrado por los errores cometidos. No es sólo la pena por haber degradado y deteriorado la propia imagen o la dignidad personal. Arrepentirse significa establecer una relación nueva con el Dios vivo y verdadero. Lo fundamental es el retorno a Dios, la nueva situación de amistad con el Creador. Cabría preguntarse: convertirse, ¿es fácil o difícil? Yo diría que humanamente resulta incluso imposible, porque las fuerzas humanas por sí solas no son capaces de llevarnos a Cristo, pero la conversión es asequible para cada uno, porque Dios mismo es quien nos convierte con su gracia, si le dejamos. La frase del Evangelio que sintetiza el contenido fundamental de la predicación de Cristo y de los Apóstoles es: «arrepentíos porque el Reino de los Cielos está cerca». No dice Jesús: arrepentíos porque sois unos miserables. El Reino es el mismo Jesucristo y de su venida sale la fuerza para cuestionar nuestro pasado y nuestro presente. La esperanza en lo que vendrá nos hace capaces de romper con lo que ha sido nuestra vida hasta ahora. La cultura en que estamos inmersos no favorece un auténtico arrepentimiento, y no sólo porque se esté perdiendo el sentido del pecado. Es muy frecuente encontrarse con personas que tienen un profundo sentido del pecado, pero se trata del pecado «ajeno». No es que nieguen que existan inmoralidades, pecados y pecadores, pero corren el riesgo de distanciarse respecto a esa categoría –la de pecadores– dentro de la cual todos debemos incluirnos. Quizá es que piensan que «convertirse» es una palabra muy importante, aplicable sólo a la situación lamentable de grandes pecadores y criminales... Pero es preciso entender la necesidad de convertirse también –incluso a diario– en lo pequeño, no sólo en lo grande. San Juan de la Cruz lo explica con un ejemplo: no importa que el pájaro esté atado por un hilo de seda o por una cuerda, pues el resultado es, en ambos casos, que no puede volar (Subida al Monte Carmelo, I, 11, 4). Son muy pocas las verdaderas conversiones entre los cristianos que procuramos vivir habitualmente en gracia de Dios, que aceptamos de buen grado los preceptos del Evangelio, que evitamos, tal vez, los grandes pecados, pero que somos incapaces de romper con las concupiscencias que nos atan a tierra y no nos permiten echar un vuelo definitivo. Permitimos que la rutina nos adormezca el corazón; que la tibieza nos impida la finura de conciencia y el celo verdadero para seguir de cerca al Señor. En definitiva, se da en nuestras vidas una cierta ambigüedad que nos impide el gozo de la entrega y nos sitúa en la mediocridad. Es como si no termináramos de darnos cuenta de la ganancia del ciento por uno y la vida eterna que nos promete el Señor si somos generosos, como si no consideráramos la conversión a Dios, el encuentro personal con Jesucristo, como el gran acontecimiento de nuestras vidas. La parábola evangélica de la perla preciosa nos muestra en qué debería consistir nuestra conversión: «Es semejante el Reino de los Cielos a un mercader que busca piedras preciosas y, hallando una perla de gran valor, va y, lleno de alegría, vende cuanto tiene y la compra» (Mt 13, 45). El proceso de conversión se inicia cuando nuestro corazón siente la absoluta necesidad de Dios para que dé un sentido eterno a nuestra vida. Todas las cosas en las que se afanaba hasta entonces el mercader de la parábola, todas las piezas que había conseguido, eran insuficientes. La necesidad de Dios surge del desengaño de las cosas que perseguimos, al mirarlas desde el punto de vista de nuestros verdaderos anhelos y de nuestras necesidades más profundas. Sucede, en efecto, que quien se considera satisfecho en la dimensión humana y terrena más elemental e inmediata, es muy difícil que llegue a convertirse; y como son muy pocos los desengañados, son muy pocos los que se convierten. El gran peligro de la superficialidad hace que sean muchos los que no terminan de darse cuenta de la «mentira» (vanidad) en la que viven. Sólo las almas grandes se dan cuenta del engaño, de la superficialidad, del vacío en que viven. La primera condición de la conversión es buscar la plenitud, la luz, el amor total. Cuando acierta a mirar las cosas desde esa perspectiva, el hombre sincero se da cuenta de que son sus pecados los que le encadenan y no le permiten ser libre. Jesucristo vino a buscar a los pecadores y a sanar a los enfermos, por eso no lo acogen los que se sienten justos y sanos. Sólo los que se consideran enfermos y pecadores sienten la necesidad de conversión. Parece, por eso, como si fuera necesario a todo el mundo pasar una crisis, pues lo peor que puede suceder es sentirse tranquilo y a gusto encontrándose, en realidad en una situación de miseria, de indigencia profunda. Al descubrir a Dios, nos encontramos también a nosotros mismos en nuestra realidad más


entusiasmante. El mercader de la parábola encuentra al fin la perla de gran valor ante la cual todas las demás cosas pierden interés. Es necesario salir de nuestro pequeño mundo para seguir al Señor, para orientar nuestra vida a los nuevos horizontes del Evangelio, como aquel hombre que, lleno de alegría, fue y vendió todo lo que tenía, que de repente se había empequeñecido ante la hermosura de aquella perla. Cuando el Amor total irrumpe en nuestra vida, aparece como absolutamente necesaria la renuncia, que puede ser más o menos dolorosa, pero que siempre es alegre, pues es mucho más lo que se gana que lo que se deja. «Quién quiera guardar su vida –¿recuerdas?–, la perderá, pero quien quiera perderla por amor mío, la ganará» (Mt 16, 25). El proceso de conversión ha de llevarnos a tomar la decisión clara y terminante de orientar hacia Dios toda nuestra vida. Lo que define el sentido de una vida es el fin último que tiene el corazón: una decisión firme y definitiva de la voluntad, que se toma sabiendo con claridad qué nos jugamos y a qué nos comprometemos. El horizonte de quien se deja llevar por Dios por caminos de conversión sincera ya no es perseguir sus propios intereses, aunque sean legítimos, sino que se vuelve, con sus ojos, con su corazón y con todas sus fuerzas, con todo lo que tiene, al nuevo horizonte de la santidad. Su vida queda orientada como una vocación, como respuesta a una gran llamada; su mirada queda deslumbrada por el fulgor de la perla preciosísima que el amor de Dios le ha hecho encontrar. A partir de este momento será la fe –no la pura razón y los motivos humanos– la que marque el sentido de su vida; será la esperanza –no las puras ilusiones materiales e inmediatas– la que sostenga todos sus esfuerzos; será el amor –no el propio interés– el que impulse sus decisiones y sus actos.


Capítulo III: Obstáculos y dificultades

I. OBSTÁCULOS OBJETIVOS Y OBSTÁCULOS VOLUNTARIOS 1. Prudencia sobrenatural y disposiciones personales Ante la vocación, es lógico advertir obstáculos y dificultades de diverso tipo, interiores y exteriores. Cuando hay rectitud y buena voluntad, pueden valorarse esas circunstancias con prudencia sobrenatural, es decir, sin despreciarlas, pero contando siempre con la gracia de Dios. Si Dios nos llama, los obstáculos que se aprecian en el momento de responder no serán nunca un problema insuperable pues el Señor siempre acude en nuestra ayuda: «Te basta mi gracia», le dijo a San Pablo en medio de sus combates (2 Co 12, 9). Tampoco es necesario conocer de antemano todas las posibles dificultades que nos deparará el futuro y tener la garantía humana de que seremos capaces de superarlas en su momento: nos asegura san Pablo, que «el mismo que comenzó en vosotros la buena obra la terminará» (Flp 1, 6). Las pegas del ambiente se pueden afrontar con confianza si tenemos en cuenta las promesas de Cristo: «En el mundo tendréis tribulación, pero confiad: Yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33); «seréis bienaventurados cuando os insulten, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa» (Mt 5, 11); «Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Pero la vocación es como una moneda con dos caras: la llamada y la respuesta. Y para responder rectamente cuando Dios llama, es necesaria la intención sincera de vaciarse moralmente de sí mismo, de quitar el propio yo del primer plano para no tener a la vista más que la búsqueda de la voluntad de Dios. Ya decía san Agustín que sirve bien a Dios «quien busca querer lo que oye de Él, y no quien se obstina en oír de Dios lo que él desea» (Confesiones, Lib. 10, 26). Y san Juan de la Cruz comentaba que muchos «querrían que quisiese Dios lo que ellos quieren, y se entristecen de querer lo que quiere Dios, con repugnancia de acomodar su voluntad a la de Dios. De donde les nace que muchas veces, en lo que ellos no hallan su voluntad y gusto, piensen que no es voluntad de Dios, y que, por el contrario, cuando ellos se satisfacen, crean que Dios se satisface, midiendo a Dios consigo y no a sí mismos con Dios» (Noche oscura, Lib. I, cap. 7, n. 3). Es verdad que hay que pensarlo bien antes de dar un paso tan importante, que no hay que actuar a la ligera; pero una cosa es pensar para buscar realmente la solución a un problema y otra muy distinta plantearse la duda como sistema, de tal forma que, mientras quepa alguna incertidumbre, no se esté dispuesto a tomar ninguna decisión. Para resolver las dudas –lo hemos considerado antes– hay que acudir a la oración sincera y a quien con su consejo puede ayudarnos, a aquel que conociéndonos bien, conozca el camino que pretendemos seguir: la vocación está escrita en el corazón de cada uno, y puede leerse prudentemente, cuando se cuenta con experiencia y sentido sobrenatural. Pero dice un refrán castellano que no hay peor sordo que el que no quiere oír. Por eso lo primero necesario es estar dispuestos a seguir la llamada. Son incapaces de conocer la vocación los que ponen condiciones y se reservan algo para ellos, porque esa actitud equivale a cerrar puertas y ventanas. En efecto, sucede con frecuencia que el gran obstáculo a la vocación somos nosotros mismos, nuestra floja voluntad. ¡Qué bien lo expresaba Lope de Vega en aquel soneto!: «¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras? / ¿Qué interés se te sigue, Jesús mío, / que a mi puerta, cubierto de rocío, / pasas las noches del invierno oscuras? / ¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras, / pues no te abrí!, ¡qué extraño desvarío, / si de mi ingratitud el hielo frío / secó las llagas de tus plantas puras! / ¡Cuántas veces el ángel me decía: / «Alma, asómate ahora a la ventana, / verás con cuánto amor llamar porfía»! / ¡Y cuántas, hermosura soberana: / «Mañana le abriremos», respondía, / para lo mismo responder mañana!». Salvador Canals, el autor de Ascética Meditada, subraya que, cuando se trata de la santidad, de seguir la voluntad de Dios, hay que pasar de la idea a la convicción y de la convicción a la decisión, al deseo, a la pasión.


Esta vida vale la pena vivirla porque la vivimos con Cristo. «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si luego pierde su alma?» (Mt 16, 26). ¿Qué importa resolver tantos problemas nuestros si después no resolvemos el problema más importante? ¿Qué ganancias son las nuestras si luego no ganamos la santidad? ¿Qué son los placeres si nos privan del placer de Dios? ¡Qué ejemplo el de santa Teresa de Ávila! Ir adelante desafiando al cansancio y a la desconfianza: aunque me canse –decía–, aunque no pueda, aunque reviente, aunque me muera. Lo que nos demora en nuestro camino no son los obstáculos o dificultades, sino la falta de decisión. Muchas veces, no es que no nos atrevamos porque las cosas son imposibles, sino que las cosas son imposibles porque no nos atrevemos. 2. Miedo a entregarse Casi siempre que alguien se plantea, con fundamento, la entrega exclusiva y total a una llamada de Dios a su servicio aparece el miedo. Es lógico. La Biblia está llena de situaciones parecidas, hombres y mujeres sorprendidos y sobrecogidos por el «ven y sígueme». En la lógica normal todo tiene un peso y un contrapeso. El amor de Dios es distinto, es un amor por exceso. La mayor parte de las veces, en vez de acomodar, subvierte los planes. Eso es lo que asombra, lo que da miedo. Y precisamente ese tipo de miedo suele ser indicio o síntoma de que el planteamiento de la vocación no es anecdótico o superficial, sino serio y fundado: se advierte como una posibilidad real para la propia vida ante la que sólo se puede responder sinceramente, sin desentenderse. Jorge Miras lo explica así: «No es un pensamiento, aunque te hace pensar mucho. No es una voz audible, pero dice o, más bien, hace intuir muchas cosas: cosas de amor, de generosidad, de entrega. Sabes, en el fondo de tu alma, que no eres tú quien te habla, pero insistes en responderte a ti mismo y, sin embargo, no consigues ponerte de acuerdo contigo mismo. Quieres quitarle importancia, como si fueran ocurrencias, pero no puedes dejar de volver sobre el asunto: no es que lo pienses, se te viene al pensamiento y ninguno de los argumentos que te propones para olvidarlo te deja buen sabor de boca. Pasas de aparentar indiferencia a reconocerte intranquilo, y hasta asustado, porque de vez en cuando, como si fuera un relámpago, te acomete una súbita audacia, como un presentimiento de cuánta alegría habría en ser generoso, un ardor repentino que te hace creerte capaz de todo. Pero enseguida te da miedo tu propia valentía y vuelven a la carga, atropellándose, todos esos razonamientos (aunque sabes perfectamente que no son del todo verdaderos), que te llevan a decirte de nuevo que vaya ideas tontas se te han metido en la cabeza, como si no estuviera tu vida ya organizada y no supieras lo que quieres; que cada uno tiene su camino y el tuyo ya sabes perfectamente cuál es. Y luego otro de esos relámpagos –¿y si, a pesar de todo?...–, y una gran ansia de sinceridad, de dejar de disimular y dirigirte de una vez abiertamente al otro que te habla; y más miedo...» (Jorge Miras, Cara a cara con Jesús). Pero ese miedo puede tener distintas salidas según nuestras disposiciones. Lo que Dios exige, cuando lo pide todo, siempre parece superar las posibilidades humanas, pero «lo que a los hombres es imposible es posible para Dios» (Lc 18, 27). Es muy importante dejarse conducir por Dios, descubrir que tenemos un Padre en el Cielo que nos quiere con locura, y ponerse en sus manos. La única manera de quitarse ese miedo es el amor, el amor es el que nos hace libres. Los santos son encarnación del amor filial de Cristo, que lleva a entregarse plenamente a la voluntad del Padre, porque, como advertía santa Teresa, Dios no se entrega completamente a un alma, hasta que esa alma no se entrega completamente a Dios. Entonces, el miedo se convierte en alegría y entusiasmo: es Dios que nos dice –como tantas veces en la Sagrada Escritura–: No temas, soy Yo. En cambio, cuando Dios se hace presente con un nuevo don, con una nueva exigencia en la vida de una persona, si el alma no está bien dispuesta, se resiste como ante una intrusión: no quiere sacrificios ni renuncias, no comprende que el Amor vale más que los amores. Esa disposición normalmente se traduce en una especie de paralización o ceguera (¡no lo veo!), que lleva a dar largas a la solución del problema vocacional, y el miedo va cediendo el paso a la tristeza. Una cosa es notar que las pasiones se rebelan, que nuestra capacidad de previsión se desconcierta, que el egoísmo protesta, que parecen derribarse los planes buenos y nobles que uno se había forjado; y otra, bien distinta, es no querer enfrentarse con la realidad de que el Señor pide algo. Estar inquieto, sentirse cobarde ante la llamada de Dios es, en principio, buena señal. Pero hay que sobreponerse. Cuántas veces ha repetido Juan Pablo II aquel grito con el que abrió su pontificado: «¡No tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo!». El miedo se supera fiándose de Dios, que nunca traiciona, pidiéndole, como san Agustín: Señor, dame lo que me pides y... ¡pídeme lo que quieras!


A continuación veremos algunas posibles situaciones anímicas en las que se puede encontrar quien se plantea la llamada –algunas concreciones del temor de que venimos hablando– y las actitudes o soluciones que me parecen adecuadas, tratándose de una verdadera llamada divina.

II. DIFICULTADES FRECUENTES 1. No quiero perder la libertad, cerrar posibilidades Me atrevería a afirmar que una de las mayores dificultades que condicionan a muchos jóvenes a la hora de plantearse entregar sus vidas a Dios es un concepto errado de libertad. La libertad se entiende muchas veces rebajada al mero poder hacer lo que queramos en cada instante, sin que nuestra vida quede mediatizada, limitada o comprometida por ninguna decisión que la abarque enteramente –aunque sea por la mejor elección que se pueda hacer en esta vida– y que pueda cerrar otras posibilidades. Así hay tantos que se conforman con una vida mediocre pero, eso sí, que no se obliga a nada. Una vida en la que todo está muy controlado, llena de cálculos de tantos por ciento de seguridad, en la que uno se limita a hacer pero no está dispuesto a ser; en la que se acepta incluso intentar hacer cosas buenas, pero siempre que no cierren la puerta a otras posibilidades. En definitiva, se vive como si se diera por cierto que es imposible disponer en un sólo acto de voluntad de toda la vida presente y futura, empeñando la libertad por amor. En el fondo, en este planteamiento de la vida hay una ausencia notable del sentido de la libertad como autodeterminación y entrega, un olvido de que la libertad sirve precisamente para hacernos capaces de amar y no es posible amar sin comprometerse. Amar es elegir, y elegir implica, necesariamente, renunciar por amor. Claro que esto no puede entenderlo quien cifra la felicidad, no en el bien verdadero, sino en no perderse ninguna satisfacción que la vida le pueda ir dando. Por eso es tan difícil para muchos comprender el sentido del sacrificio, de la cruz, de la exigencia por amor, de la fidelidad. Su vida se parece a las veletas, que pueden tener la impresión de ser muy libres, de tantas vueltas que dan, cuando, por el contrario, son esclavas de todos los vientos. Se mueven basándose en los impulsos, no en obligaciones o vinculaciones. Reducen la libertad a la vivencia, a la sensación de ser libre, pero no saben por qué actúan, lo que actúa son las limitaciones. Posiblemente lo que habría que revisar en tantos es su sentido de la felicidad, pues puede estar un poco atrofiado o sepultado bajo un montón de ideas y actitudes poco pensadas, absorbidas del ambiente sin haberse parado nunca a echarles una mirada crítica. Muchas veces pienso que en el alma tenemos tantas cosas que sucede como en las casas cargadas de muebles, llega un momento en el que ni se puede andar, ni ver, ni hay paz y serenidad en el interior, por falta de espacio. Lo que conviene hacer es quitar muebles, ganar espacios de libertad. • Un afán de libertad que lleva a ser esclavos Son muchos los que renuncian a plantearse personalmente cuál es la verdad de su vida, el criterio que debe orientar la realización, basándose en decisiones libres, de su historia personal, y se conforman con adecuarse al instante presente. Se contentan con vivir conforme al estándar social establecido, sin esforzarse por descubrir su propia originalidad irrepetible y siempre con el temor de escoger algo que les sitúe fuera de la pauta de conducta usual en su ambiente. Pero la ideología imperante es la del éxito a corto plazo y a cualquier precio. Parece que se idolatran el progreso material, la fama, el triunfo, el poder y la riqueza por encima de cualquier otro valor de tipo moral o espiritual. Todo parece valer con tal de instalarse en la onda del dinero y del prestigio. La competitividad, la falta de compasión, el desamor, provocan la imperiosa necesidad de parecer más, más de lo que realmente se es y se puede llegar a ser, y un terrible miedo a perder (una sociedad llena de seguros de todo tipo). La presión social plantea unas exigencias tan desproporcionadas y arbitrarias que terminan por abrir en muchos una profunda brecha en los cimientos de la autoestima, provocando un sentimiento de inutilidad que, a su vez, desencadena la búsqueda ansiosa del aplauso y el reconocimiento de los demás. La propia estima es tan frágil que depende en todo de la valoración de los demás, de su admiración o rechazo. En algunos está tan arraigada esa esclavitud que el anhelo de aprobación y


de seguridad les lleva a sacrificar su propia historia, su propia biografía, su propia vocación. Así, personas que podrían ser felicísimas y hacer mucho bien, dejando en el mundo con su vida un surco profundo, eterno y divino, se quedan alicortadas, empequeñecidas por unos planteamientos que en realidad terminan dando como resultado un ser humano gris. «¡Pero nadie me coacciona!, repiten obstinadamente. ¿Nadie? Todos coaccionan esa ilusoria libertad, que no se arriesga a aceptar responsablemente las consecuencias de actuaciones libres, personales. Donde no hay amor de Dios, se produce un vacío de individual y responsable ejercicio de la propia libertad: allí –no obstante las apariencias– todo es coacción. El indeciso, el irresoluto, es como materia plástica a merced de las circunstancias; cualquiera lo moldea a su antojo y, antes que nada, las pasiones y las peores tendencias de la naturaleza herida por el pecado» (J. Escrivá, Amigos de Dios, n. 29). • El cuento de Caperucita y la aventura de ser libres Con la libertad del egoísta sucede que cuanto más se amarra en el propio yo más se desnaturaliza, convirtiéndose más en factor de destrucción que de felicidad; es la libertad del egoísta que está seca y árida, como la mariposa de colección bajo el cristal. Entramos en nuestra libertad –dice el filósofo Leonardo Polo–, cuando nos metemos en complicaciones, y en ellas nos comprometemos. El ser libre asume tareas. La vida es una aventura y toda aventura tiene unos ingredientes que pueden resumirse en el conocido cuento de Caperucita. Si no hay encargo (la madre de Caperucita le encarga llevar una cesta con pan y miel a la abuelita), no hay tarea para la libertad; si alguien no acepta el encargo (Caperucita es la heroína del cuento), no hay sujeto libre; si no hay adversario (el lobo), la cosa no tiene gracia; y si no hay beneficiario, no tiene sentido. La llamada es el encargo de Dios, que pone en juego nuestra libertad, con adversidades, dificultades o contradicciones, que se superan con su gracia; y el destinatario es el mundo entero, todas las gentes, todas las almas: «Pídeme, y te daré en herencia todas las gentes, te daré en posesión hasta los confines de la tierra» (Sal 2). La condición de todo esto es que se reciba el encargo libremente, queriendo cumplirlo. Si Caperucita toma el contenido de la cesta y se lo come, se acabó el cuento; si Caperucita no quiere hacer el mandado de su madre, tampoco hay cuento. La vida que todos hemos recibido es un don divino y, antes o después, descubrimos el para qué de nuestra existencia: la misión. • La entrega por amor, realización de la libertad Y es que la libertad no supone sólo la posibilidad de escoger, sino también la de ser escogido. Estar libre es estar disponible. Por eso sólo quien vive a diario de su libertad, sólo quien tiene la disposición habitual de tomar decisiones comprometidas y de dejar que las decisiones de quienes ama le comprometan, por amor, es capaz de reaccionar bien ante Dios que le escoge sin pedirle permiso y le llama a empeñar toda su libertad, todas sus posibilidades, en seguirle. Siempre me han parecido muy acertadas estas palabras sobre el amor y la entrega: «Por jovial e indescriptible que sea el amor, siente la necesidad de atarse. Solamente cuando el amor es un deber, está eternamente asegurado. Esta seguridad que confiere la eternidad disipa toda inquietud y hace al amor perfecto. Porque el amor inmediato que se contenta con existir, no puede verse libre de cierta angustia, la de poder cambiar. Por el contrario, el verdadero amor, que se ha hecho eterno al convertirse en deber, no cambia jamás. Solamente cuando el amor es deber es también eternamente libre, en una dependencia feliz» (S. Kierkegaard). El pensamiento moderno ha exaltado la libertad –dice Cornelio Fabro– como fundamento de sí misma y como constitutivo último del hombre. Por ese camino, la libertad se ha identificado con la espontaneidad de la razón o del sentimiento o de la voluntad de poder. Faltándole un fundamento trascendente, la libertad se ha constituido en objeto y fin de sí misma: una libertad vacía, una libertad de la libertad. Convertida en ley para sí misma, se desnaturaliza en libertad de los instintos o en tiranía de la razón absoluta. El hombre, creado libre para vivir en armonía con Dios por el amor y la obediencia, ha usado – abusado– de su libertad para desobedecer al Creador. Entonces la libertad, separada de Dios, sin más punto de referencia que uno mismo, se ve asediada por la soberbia y las demás malas inclinaciones. De este modo el hombre, aunque es formalmente libre, en su existencia es «esclavo del pecado». Sólo es verdaderamente libre el cristiano que es totalmente dócil a la acción de la gracia, que nos libera realmente del pecado y nos da la posibilidad de amar por encima de nuestras miserias. Así, somos libres cuando nos hacemos esclavos de Cristo. Es una paradoja, pero la verdadera libertad del hombre está en la verdadera obediencia a Dios, que no nos impone a la fuerza el amor, que es el fin de nuestra vida, sino que ha querido correr el riesgo de nuestra libertad. La libertad


cristiana es apasionante, ilusionante, pero no cómoda. Exige enfrentarse a la realidad sin que domine el desaliento, afrontar las situaciones más diversas sin pararse ante los obstáculos; es una libertad liberada y no esclava. Se trata de saber descubrir en la obediencia de la fe, la obediencia que es la fe. La seguridad no está en uno mismo, sino en el Señor. No basta tener libertad para ser libres. La libertad con la que Cristo nos ha liberado (Gal 5, 1) es la posibilidad de ganar tanto más la propia vida cuanto más se da; está en ser librados de nuestra finitud, de nuestra limitación. Quizá ningún pasaje del Evangelio muestra tan claramente el sentido cristiano de la libertad como la oración del huerto. Como explica García de Haro, es en ese momento, en el que la Humanidad de Cristo se muestra agobiada y extenuada ante el peso de las exigencias del querer del Padre, en el que su voluntad humana y su voluntad divina se distinguen al límite, cuando resulta patente como nunca que todo el sentido de la libertad humana es adherirse al querer divino: está, nos lo enseña Cristo, en cumplir por amor, aunque cueste, la voluntad del Padre. 2. No sabría hacerlo, no seré capaz Estamos ante el que, en mi opinión, es el tema más importante que ha de considerarse cuando se trata de la vocación. Las exigencias del Evangelio son tales que, sin la ayuda de la gracia –la gracia de la vocación y las sucesivas gracias que Dios concede para responder fielmente a ella– sería imposible su seguimiento, como también lo sería si no ponemos de nuestra parte con diligencia toda nuestra buena voluntad. Dicho en visión histórica, ni Pelagio (que afirmaba que bastaban las solas fuerzas de nuestra voluntad, sin necesidad de la gracia), ni Lutero (que aseguraba que nuestras facultades naturales están tan corrompidas por el pecado que no podemos hacer nada bueno con nuestras fuerzas y que sólo la voluntad de Dios podría salvarnos) tenían razón, como ha enseñado constantemente el magisterio de la Iglesia. Hacen falta siempre las dos fuerzas: gracia y libertad, llamada y correspondencia, Dios con nosotros y nosotros con Dios. Dios, que te creó sin ti –afirma san Agustín–, no te salvará sin ti. La actitud humilde mantiene al hombre en una razonable sumisión al ideal de su vida (vocación). Sólo el hombre humilde, que se da cuenta perfectamente de su pequeñez, siente a la vez fuertemente la grandeza de Dios; por eso percibe la grandeza divina de su ideal, que le entusiasma porque se siente privilegiado, y se deja arrastrar por esa atracción para intentar corresponder adecuando su vida a esa dimensión que Dios le propone. Un individuo con visión utilitarista y desprovisto de grandes ideales se enmascara en su propia debilidad, impotencia o pereza, o habla de la vocación como de algo inalcanzable, que le supera. He conocido algunos que se revuelven, no sin cierto resentimiento o enfado, contra quien les habla de la posibilidad de seguir al Señor de cerca. Esta actitud esconde siempre falta de humildad y la consecuente huida hacia situaciones más fáciles. El hombre humilde sabe conformarse e incluso está agradecido. El hombre humilde no disminuye sus compromisos y obligaciones, sino que lucha por crecer para adecuarse a esas exigencias, que comprende que son más fuertes que él, pero no más fuertes que Dios. El hombre con ideales debería ser siempre auténticamente humilde. Si el Evangelio habla tanto de humildad es porque lo que se predica supera al hombre. Por eso, el cristiano no puede conformarse con una mentalidad utilitarista que todo lo mide por el provecho inmediato. Para un utilitarista, la humildad es superflua, porque rebaja al hombre. La fuerza de voluntad necesaria, junto a la gracia de Dios, brota del amor, pero el amor debe basarse en la humildad si no quiere sucumbir a la propia debilidad, que necesariamente llevaría a rebajar las exigencias de eso que Dios nos puede pedir, hasta hacerlas «proporcionadas» a lo que humanamente parece «razonable» o «asequible». Como escribía Karol Wojtyla, antes de ser Juan Pablo II, el hombre quedaría envilecido si no se sintiese pequeño ante la auténtica grandeza. • Debilidad del hombre y fortaleza de Dios Todo esto se entiende muy bien si consideramos la actitud de San Pablo ante la gran misión que recibe de Dios; una actitud profundamente humilde que se expresa en una de las más impresionantes confidencias del apóstol de los gentiles. Nos hallamos en el año 57 ó 58. San Pablo sale al paso de la mala influencia de algunos predicadores, que alegaban sus propias cualidades y méritos para dar autoridad a su enseñanza, que pretendía enmendar la plana a la del Apóstol «anunciando un Jesús distinto del que os hemos predicado, (...) un espíritu distinto del que habéis recibido, o un Evangelio distinto del que habéis abrazado». (ibid., 11, 4). Con esta preocupación, el Apóstol escribe a los fieles de Corinto que, si se


tratara de la necedad de alegar los méritos personales, él no tendría nada que envidiar a esos «superapóstoles» (ibid., 11, 5), porque «en cualquier cosa que alguien presuma –lo digo como un insensato–, también puedo presumir yo» (ibid., 11, 21), tanto en méritos de linaje y de curriculum como por los trabajos sufridos por Cristo. Y si se tratara de hacerse respetar por los dones extraordinarios de Dios, podría hablar de las gracias místicas, «visiones y revelaciones del Señor», recibidas hace catorce años, al comenzar su ministerio apostólico, cuando «arrebatado hasta el tercer cielo (...) oyó palabras inefables, que al hombre no le es lícito pronunciar» (ibid., 12, 3-4). Pero, en seguida, les hace ver que no se trata de eso, que no tiene el menor interés en que nadie le tenga por más de lo que es: su predicación no se basa en sus méritos, lo importante es que Dios lo ha escogido y lo que quiere hacer a través de él. Y añade «por eso, para que no me engría, me fue clavado un aguijón en la carne, un ángel de Satanás, para que me abofetee, y no me envanezca» (ibid., 12, 7). No sabemos de qué naturaleza era ese «aguijón»: tentaciones, una debilidad, una enfermedad... Lo que nos interesa es que en él ve san Pablo un mensajero de Satanás, es decir, un adversario del reino de Dios, un obstáculo para la misión que debe cumplir. Por eso declara que, viéndose débil, rogó «tres veces al Señor que lo apartase de mí; pero Él me dijo: ‘Te basta mi gracia, porque la fuerza se perfecciona en la flaqueza’» (ibid., 12, 8-9). Parece que el Señor rechaza la oración del Apóstol, pero en realidad no es así. San Pablo pide que le libre del aguijón y el Señor le hace entender que esa dificultad no es un obstáculo para su vocación; se trata, por el contrario, de una condición que le permitirá cumplir su misión sin límites. El poder de Dios, que obra en y por su Apóstol, llega a su culminación cuando es manifiesta la debilidad personal del instrumento. El poder de Dios parece que tuviera necesidad de esa flaqueza para desplegarse con toda su eficacia, porque entonces es cuando el instrumento se da cuenta claramente de que no puede fiarse de sí mismo, todo lo tiene que hacer Dios, y pone su empeño en secundarlo, en no estorbar la acción de la gracia. Ésta es la razón del cambio decisivo que se opera en el alma de san Pablo. Lo que hasta entonces era motivo de intranquilidad –su debilidad personal– se convierte en motivo de confianza, al darse cuenta de que, tratándose de una misión divina, cuanto menos ponga él de su cosecha, mejor, así Dios tiene que ponerlo todo y las cosas salen. Por eso afirma: «Así pues, con sumo gusto me gloriaré más todavía en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo» (ibid., 12, 9). Ésta es la única «suficiencia» legítima del cristiano: no dejar de considerar, simultáneamente, estas dos advertencias de Jesús: «sin Mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5), pero «Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Esta es la única seguridad que, a pesar de la clara conciencia de su debilidad, le permite afrontar sin miedo lo fácil y lo difícil, lo posible y lo imposible: «‘Todo lo puedo en Aquél que me conforta’. Con Él no hay posibilidad de fracaso, y de esta persuasión nace el santo ‘complejo de superioridad’ para afrontar las tareas con espíritu de vencedores, porque nos concede Dios su fortaleza» (J. Escrivá, Forja, n. 337). La conclusión de ese largo razonamiento sobrenatural de san Pablo es de una audacia extraordinaria, frente a un mundo como el nuestro, que busca ansiosamente la salud, la fuerza y la seguridad para poder confiar en las propias posibilidades: «Por esto me complazco en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones y angustias, por Cristo; pues cuando soy débil, entonces soy fuerte» (ibid., 12, 10). • Gracia de Dios y lucha personal Algunos, ante la posibilidad de entregarse a Dios, dicen –y otros muchos lo piensan–: «me conozco bien y sé que no perseveraría en la entrega». Este tipo de afirmaciones son, entre otras cosas, expresión de un planteamiento ilusorio: como si quien dice eso pensara que para ser llamado por Dios hace falta ser una persona especial, que los santos han sido hombres y mujeres hechos de una pasta distinta de la nuestra. Sin embargo, basta abrir los Evangelios para darse cuenta de que los que fueron llamados por el Señor –los Apóstoles– eran hombres corrientes, pobres, ignorantes... incluso tenían poca fe y metían la pata con frecuencia. ¡Y qué maravillas ha hecho Dios con su fidelidad! Hemos de convencernos de que nuestras limitaciones y defectos pueden ser camino que nos lleve a Dios. La debilidad nos hace acudir a Dios y permite al Señor desplegar toda su fuerza. Como acabamos de ver, san Pablo lo tenía bien experimentado; tanto que había escrito: «Dios escogió la necedad del mundo para confundir a los sabios, y Dios eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; escogió Dios a lo vil, a lo despreciable del mundo, a lo que no es nada, para destruir lo que es, de manera que ningún mortal pueda gloriarse ante Dios. De Él os viene que estéis en Cristo Jesús, a quien Dios hizo para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención, para que, como está escrito: El que se gloria, que se gloríe en el Señor» (1 Co 1, 27-31). Deberíamos alegrarnos de


no ser capaces de tantas cosas. Si miramos nuestra vida con humildad, la alegría del «no llegar» es como un adelanto del descubrimiento de la infinitud de Dios. La llamada se da independientemente de las cualidades personales: Dios no se equivoca creyendo que llama a alguien lleno de virtudes que luego, en realidad, es un desastre. Sabe quiénes somos mejor que nosotros mismos –nos ha hecho Él–: cuando nos llama conoce no sólo las limitaciones que nosotros conocemos, sino la dimensión real y profunda de nuestra miseria, que va más allá de lo que estamos dispuestos a reconocer. Y sin embargo nos llama contando con esos defectos, precisamente porque no son obstáculo para cumplir su voluntad. La vocación muestra el verdadero ser de la persona, su verdadera dimensión, el auténtico horizonte de sus posibilidades de realización. Ser llamado equivale en la Biblia a «ser verdaderamente»: se puede decir que es más verdad en nosotros el poder de Dios que nuestra miseria, hasta tal punto que, junto con la vocación, dispone todos los medios y ayudas que cada uno necesita para ser capaz de responder fielmente, aunque sean muchas sus debilidades. Si Dios necesitara nuestra perfección para poder apoyarse en nosotros, nos habría hecho perfectos, pero ya se ve que, en cuestiones de vocación, lo que cuenta no es lo que somos capaces de hacer, sino lo que Él es capaz de hacer en nosotros, si le dejamos. Sólo necesita nuestra lucha. Para tener la seguridad de que seremos capaces, por tanto, lo único necesario es contar con la gracia de Dios, que nunca nos faltará, y estar dispuestos a corresponder con nuestra lucha sincera y decidida en cada momento por serle fieles. Alguno podría considerar, sin embargo, que la entrega lleva consigo demasiada lucha, sin darse cuenta de que es una realidad que crecemos y maduramos precisamente en aquello en que luchamos y nos vencemos, con la gracia de Dios. El problema siempre se resuelve en Dios, que nos da su gracia, su fuerza, para poder aquello que nos pide. Debemos aceptar nuestros límites, pero también amarlos, porque son, misteriosamente, la ocasión y la puerta para que entre la fuerza de Dios en nuestras vidas. • Haz lo que puedas y pide lo que no puedas Nos pasa muchas veces lo que a aquel chico a quien su padre pidió que moviera una maceta, que era evidentemente demasiado grande para las fuerzas del pequeño. Después de un buen rato de esfuerzos inútiles, el niño, tristón y desanimado, fue a decir a su padre que no podía. –¿Pero has hecho todo lo posible?, preguntó el padre. –Sí –contesto el chaval, bien seguro de haber puesto todo de su parte–; y su padre le dijo: –Te equivocas: ¡te ha faltado pedir ayuda a tu padre! Ésta es la lógica de la vida cristiana: contar con que habrá dificultades que exigen lucha y esfuerzo por nuestra parte, y saber, al mismo tiempo, que siempre contamos con toda la ayuda de Dios necesaria para vencer. Es lo que san Agustín expresaba magistralmente con esta fórmula infalible: Haz lo que puedas y pide lo que no puedas. Pero muchos preferirían eliminar de sus vidas la incertidumbre y el sacrificio de la lucha interior, y se preguntan: ¿no podría Dios, con su omnipotencia, hacernos las cosas más fáciles, sin necesidad de que luchemos? Asimilar la respuesta a esta cuestión tan natural es importantísimo para nuestra vida. Sucede que nuestra libertad es real: nuestra vida está realmente en nuestras manos y podemos hacer de ella lo que decidamos hacer. La vamos construyendo a base de nuestras decisiones: cada decisión nos va haciendo (o deshaciendo). Por ejemplo, quien decide ceder a la pereza una mañana, no sólo hace un acto de pereza, sino que «se hace» más perezoso; y si decide luchar, aunque a veces se vea derrotado y tenga que volver a empezar, con cada decisión sincera de combatir va venciendo la pereza y haciéndose diligente. Lo mismo sucede con todas las demás facetas de la personalidad: el Señor no quiere simplemente ponernos un disfraz de santidad sobre nuestras miserias y dejar que sigamos siendo miserables, darnos un barniz de apariencia externa para que seamos como aquellos sepulcros blanqueados de los que hablaba Jesús para referirse a los hipócritas: por fuera estaban resplandecientes por una mano de pintura, pero en su interior había sólo corrupción. Dios nos llama a ser santos de verdad, a crecer y desarrollarnos como hijos suyos, semejantes a Él. Y eso supone la colaboración de nuestra libertad que, con la gracia de Dios, nos va llevando poco a poco a querer, amar, desear, sentir, juzgar y actuar como hijos de Dios. Sin nuestra lucha por corresponder a la gracia y quitar obstáculos a la voluntad de Dios en nuestra vida, la gracia se hace infructuosa y el querer de Dios se frustra en nosotros. Viene al caso contar aquí lo que le sucedió a un hombre que contemplaba un capullo de seda en el que había visto que se abría una pequeña brecha. Observó después cómo la mariposa luchaba


durante horas para forzar el paso de su cuerpo a través de ese estrecho agujero. Al cabo de bastante tiempo, le dio pena, porque le pareció que la mariposa no podía continuar y estaba sufriendo, así que decidió ayudarle abriéndole por completo la salida con unas tijeras. La mariposa salió con gran facilidad. Tenía el cuerpo hinchado y unas alas muy pequeñas. El hombre esperaba que las alas crecerían, pero no sucedió nada más... La mariposa pasó el resto de sus días arrastrándose por el suelo con aquel cuerpo hinchado. Nunca pudo volar: el hombre, en su afán de ayudar, amable y precipitado, no había comprendido que el tiempo y la fuerza que la mariposa tenía que hacer para pasar por la pequeña abertura era el modo natural de forzar la salida de fluidos desde el cuerpo a las alas para que éstas se desarrollaran y fueran capaces de volar. Tantas veces es la lucha lo que necesitamos en nuestra vida. Si Dios permitiera que viviéramos sin obstáculos, o nos hiciera superarlos como por arte de magia, no desarrollaríamos nuestras potencias y facultades como debemos: jamás podríamos volar. • Un engaño para elefantes Contaba uno que de pequeño iba al circo y que lo que más le gustaba era el número del elefante. El elefante es un animal que despliega un enorme peso y una fuerza brutal; pero a él le asombraba ver que, después de su actuación y hasta un rato antes de volver a la pista, el elefante quedaba sujeto solamente por una cadena que aprisionaba una de las patas a una pequeña estaca. Esta era un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado en el suelo. Parecía obvio que un animal capaz de arrancar un árbol de cuajo podía arrancar esa estaquita sin el menor esfuerzo. Nuestro amigo, curioso, indagó y preguntó la razón de ese proceder tan extraño y tan poco seguro para los que estaban cerca del elefante, hasta que alguien le explicó que el elefante no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy pequeño. Este animal gigantesco y poderosísimo no intenta arrancar la estaca porque cree que no puede, porque desde pequeño aceptó su incapacidad y tiene el registro de su impotencia bien guardado en la memoria (memoria de elefante, precisamente). A veces puede sucedernos algo así: vivimos atados a estacas pequeñas, insignificantes, pero que nos restan libertad y audacia para acometer grandes empresas. Vivimos creyendo que no somos capaces de hacer un montón de cosas simplemente porque alguna vez probamos y no pudimos. Guardamos en nuestro recuerdo: «no pude... y nunca podré», perdiendo así una de las mayores bendiciones con que puede contar un ser humano: la fe, la confianza en que, con la gracia de Dios, se puede todo. La única manera de luchar para vencer es no dejarnos atenazar por la experiencia negativa de nuestras derrotas pasadas, poner en el intento todo el corazón y todo el esfuerzo, como si sólo dependiera de nosotros, pero al mismo tiempo, confiando totalmente en Dios, como si todo dependiera de Él. Eliminar de verdad los defectos –los malos hábitos– que tenemos arraigados no es tarea de un día, y esas inclinaciones hacen que sea más fácil caer en lo que no querríamos. Por eso quien lucha a veces gana, y a veces puede perder. Pero quien prefiere no luchar, no plantearse nada que pueda superar sus fuerzas, para evitar la posible humillación de la derrota, ya está derrotado de antemano. Hay que contar con la victoria, pero también con la posibilidad de la derrota y con nuestra decisión de no darnos por vencidos, de volver a la lucha una y otra vez. Así, incluso las derrotas se acaban convirtiendo en victoria: nos hacen más humildes, nos llevan a conocernos mejor y a fiarnos más de Dios y menos de nosotros mismos. Con esa actitud, Dios puede actuar en nuestra vida y hacernos llegar mucho más lejos de lo que podríamos soñar. Es cierto que debemos hacer esfuerzos, pero es la gracia de Dios quien nos mueve a hacerlos, los acompaña y los corona con la victoria. Comprender esta doctrina es uno de los mayores beneficios que podemos recibir de la generosidad divina. Conocer nuestra pequeñez y la grandeza de Dios es uno de los mayores dones del Señor, pues cuando estemos convencidos, nos volveremos hacia Dios en la certidumbre de nuestra impotencia y nos abandonaremos a su acción todopoderosa; seguros de no ser nada, subiremos como las águilas sostenidos por la certeza de que Él lo es todo. 3. No soy digno Si se entiende bien, ante este tipo de dificultades para responder a la vocación diría que se puede pasar por alto la incompetencia, pero no la pusilanimidad: alma encogida, insuficiencia moral, desmoralización. Me explicaré –espero– de modo que se comprenda, trayendo a nuestra consideración un conocido pasaje del Evangelio. San Lucas relata que Jesús se subió un día a la barca de Pedro para predicar desde allí a la multitud y, al terminar, pidió a Pedro que llevara la barca mar adentro (es el Duc in altum!, ¡mar adentro!,


que nos ha repetido Juan Pablo II como consigna para el tercer Milenio cristiano) y echara las redes para pescar. Pedro le respondió que habían estado toda la noche bregando y no habían pescado nada, pero añadió: «sin embargo porque tú lo dices echaré la red». Así lo hizo y quedó atónito, impresionado, al ver que casi no podían sacar la red del agua de tantos peces como habían cogido. Entonces se echó de rodillas a los pies de Jesús, con la cabeza inclinada hasta el suelo, y le dijo: «apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 1-11). Al ver el prodigio que había hecho Jesús contando con su obediencia, Pedro se asustó, porque se consideraba indigno de servir de instrumento a tales milagros. Pero Jesús le dijo: «no temas. Desde ahora serán hombres lo que tendrás que pescar». No sólo no considera que la indignidad de Pedro fuera un obstáculo, sino que se apoya en su humildad para hacerle capaz de atraer a Dios a una muchedumbre incontable de hombres y mujeres, como sucedió ya durante su vida. Por supuesto que somos indignos de que Dios nos elija para servirse de nosotros como instrumentos: sería grotesco que no nos diéramos cuenta. Pero ya hemos dicho que Dios no nos llama por nuestros méritos (Pedro, con toda su experiencia y su dominio del oficio, había estado toda la noche faenando en vano), sino porque quiere; por eso basta que reconozcamos nuestra indignidad y le hagamos caso, fiándonos de Él, para dar con nuestra vida obediente un fruto maravilloso. Me parece muy lúcida esta manera de explicar cómo la indignidad y la humildad de los santos hacen que Dios se luzca en los frutos: «Un santo es un avaricioso que va llenándose de Dios, a fuerza de vaciarse de sí. Un santo es un pobre que hace su fortuna desvalijando las arcas de Dios. Un santo es un débil que se amuralla en Dios y en Él construye su fortaleza. Un santo es un imbécil del mundo –stulta mundi– que se ilustra y se doctora con la sabiduría de Dios. Un santo es un rebelde que a sí mismo se amarra con las cadenas de la libertad de Dios. Un santo es un miserable que lava su inmundicia en la misericordia de Dios. Un santo es un paria de la tierra que planta en Dios su casa, su ciudad y su patria. Un santo es un cobarde que se hace gallardo y valiente, escudado en el poder de Dios. Un santo es un pusilánime que se dilata y se acrece con la magnificencia de Dios. Un santo es un ambicioso de tal envergadura que sólo se satisface poseyendo cada vez más y más ración de Dios... Un santo es un hombre que todo lo toma de Dios: un ladrón que le roba a Dios hasta el Amor con que poder amarle. Y Dios se deja saquear por sus santos. Ése es el gozo de Dios. Y ése, el secreto negocio de los santos» (P. Urbano, El hombre de Villa Tevere). Ya se ve que lo decisivo aquí es el amor impresionante de Dios por el hombre, que nos da motivos para esperarlo todo de Él. El quid de la santidad es una cuestión de fe, de confianza: lo que el hombre esté dispuesto a dejar que Dios haga en él. No es tanto el «yo hago», «yo lo haré», como el «hágase en mí» de aquella muchacha desconocida de Nazaret a la que Dios comunicó que la había elegido para ser Madre de su Hijo. Las realidades grandes empiezan con humildad: «No te elegí porque seas grande, por el contrario eres el más pequeño de los pueblos; te he elegido porque te amo» dice el Señor al Pueblo de Israel en el Antiguo Testamento. Ciertamente, Dios no nos elige por nuestra grandeza; al contrario, la grandeza de Dios entra en nuestra vida cuando nos abrimos humildemente a sus planes amorosos, como nos enseña la Virgen María, que después de haber concebido en su seno purísimo al Hijo de Dios, canta, llena de humilde alborozo: «Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se llena de gozo en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la pequeñez de su esclava. Desde ahora me llamarán bendita todas las generaciones, porque el Todopoderoso ha hecho obras grandes en mí» (Lc 1, 46-49). 4. No veo • La oscuridad luminosa de la fe Ya en la parte IV del capítulo anterior, en un apartado titulado «La certeza necesaria para la decisión» –cuya relectura puede ser ahora muy oportuna–, hemos visto que la conciencia de la vocación no se sitúa en el terreno de la evidencia, ni en el de las pruebas experimentales. Se coloca más bien en el terreno de la fe, de la certeza moral, de la visión sobrenatural. Dios jamás presenta la llamada de manera necesaria u obligatoria, de manera que no haya más remedio que decirle que sí o rechazarle con plena conciencia y frialdad. Nos deja libres, nos hace comprender la vocación como una posibilidad que se nos propone; y nosotros debemos buscar los motivos para decir que sí, que son muchos. Dios no echa la puerta abajo, sino que llama suavemente a nuestro corazón: «Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre, entraré y cenaré con él, y él conmigo» (Ap 3, 20).


Sin embargo, es muy común que, aunque el Señor esté a nuestro lado, no tengamos las disposiciones del alma necesarias para advertir su presencia, para entender lo que nos quiere decir, para seguirle confiando en su fidelidad. Conocemos lo que san Lucas relata en el pasaje de los discípulos camino de Emaús: «Jesús caminaba con ellos pero sus ojos eran incapaces de reconocerle» (Lc 24, 15-16). Se da muchas veces ese tipo de ceguera, una incapacidad que no es física, sino espiritual. La vida de fe alcanza su máxima expresión, y su carácter más sobrenatural, cuando el creyente debe caminar en total oscuridad. Abraham, el Padre del Pueblo Elegido, nos ofrece un ejemplo impresionante de fe. Al ser llamado por Dios –al que aún no conocía–, para que abandonara la casa de su padre y su familia, su seguridad ya consolidada, y marchara con un puñado de sus más allegados a ocupar una tierra lejana y desconocida que el Señor prometía darle en herencia, no pidió un mapa, ni señales o garantías de que todo aquello iba a realizarse de verdad. Sabía que era Dios quien le llamaba y se puso en camino sin saber a dónde iba (Hb 11, 8). Cuando Dios prometió darle una descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo y como las arenas del mar, a pesar de que él era ya muy anciano y su mujer estéril, creyó contra toda esperanza (Rom 4, 18) que Dios cumpliría su promesa, como hizo en efecto. Y cuando el Señor, pocos años después, le pidió que sacrificara a ese único hijo, el que había cumplido la promesa de descendencia, Abraham no dudó un instante y se dispuso a obedecer esa orden, porque confiaba en Dios aunque, lleno de dolor, no entendiera humanamente por dónde le quería llevar. Y Dios le premió por su obediencia llena de fe, deteniendo su brazo que ya se disponía a sacrificar a Isaac y renovando su bendición y sus promesas. Es en la noche de los sentidos y del alma donde brilla la fe. Podemos decir que vivimos verdaderamente de fe cuando no tenemos asidero humano al que podamos aferrarnos. Entonces, solos ante Dios y su palabra, hemos de decidir si nos fiamos de Él o no. El hombre que vive de la fe, queda ejemplarizado en la persona de Abraham, padre de los creyentes. La respuesta de nuestro padre en la fe no se limita a un suceso, o a una temporada, sino que abarca toda su vida que entrega a Dios sin condiciones. Vivir de la fe significa salir de nuestra tierra, de nuestras cosas, de nuestros intereses, de nuestras seguridades. Es la renuncia a nuestro propio mundo y a la imagen de nosotros mismos que hemos trazado unilateralmente. Quien quiere vivir de fe debe imitar la obediencia, presteza y vibración con que Abraham acoge la Palabra de Dios, y así experimentará también, como Abraham, la fidelidad de Dios, porque la vocación no es sólo fuente de compromisos, es sobre todo fuente de gracias sucesivas: en paralelo a la fe de Abraham aparece la fuerza de Dios, en la que Abraham confía. El hombre que vive de fe experimenta la oscuridad, porque Dios, en quien cree, parece estar en silencio. Pero no está ciego, con esa incapacidad de ver de la que hablábamos: tiene la luz de la fe, que es a la vez oscura, porque no tiene garantías humanas absolutas, y cierta, porque tiene la absoluta garantía de Dios. Lo que a los ojos humanos es locura y riesgo imprudente –abandonarlo todo y ponerse en camino sin tener claro qué nos vamos a encontrar, qué va a ser de nosotros–, para la mirada de fe es lo más lógico, lo más prudente y razonable, porque es Dios quien llama y Dios es fiel. Ante esta lógica tan distinta a la que nace de la visión puramente humana, se entiende muy bien la necesidad de la oración, de ser almas de oración, para que Dios pueda venir a nuestro encuentro y seamos capaces de salir al suyo. Se cuenta que alguien preguntó a un hombre prudente y sabio qué podía hacer para llegar a Dios, para encontrarle, para verle. El hombre le respondió: «tanto como puedas hacer para que salga el sol por la mañana». «Pero entonces –insistió el que preguntaba–, ¿para qué sirve esforzarme en llevar una vida de oración y los ejercicios que eso comporta?». El sabio contestó: «para estar despierto cuando salga el sol». Es Dios quien se acerca a nosotros, pero necesitamos tener el alma despierta para reconocerle y poder darle la respuesta de un hombre que vive de fe. • Aclarar la vista y aguzar el oído En cierta ocasión, cuando Jesús terminó de enseñar a la muchedumbre, los Apóstoles, a solas, le preguntaron por qué hablaba a la gente siempre en parábolas. Jesús respondió: «Porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden. Y se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice: Con el oído oiréis, pero no entenderéis; con la vista miraréis, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y han cerrado sus ojos» (Mt 13, 10-15). Aquellos hombres y mujeres, aun siendo buenos, habían ido perdiendo la capacidad de calar sobrenaturalmente en lo que veían con sus ojos, en lo que oían: si el Señor les hubiera hablado con claridad, le habrían rechazado o le habrían entendido «traduciendo» la enseñanza de Jesús a sus pobres esquemas y conceptos ya consolidados, incapaces de captar a primera vista la novedad


tremenda del Evangelio. Las parábolas, tan gráficas, que captaban la atención y se grababan en la memoria, eran como «de efecto retardado», porque hacían pensar, reflexionar, y así, dándoles vueltas poco a poco, la gente iba descubriendo su sentido y «atando cabos», se iba haciendo cada vez más capaz de entender toda la verdad de Cristo. Pero esa debilidad de la vista del alma, que lleva a no saber discernir e interpretar lo que se tiene delante, la propia vida; esa dureza de oído que lleva a no oír o a oír sin entender, sigue siendo frecuente. Isaías, como hemos visto, llama a esa situación embotamiento del corazón. Nos hace falta luz, adquirir la capacidad de ver a Cristo y entenderle. Jesús nos merece respeto, estima y admiración, pero tantas veces entre Él y nosotros no hay una relación personal viva y sorprendida, que facilite el cambio de actitud en el alma: «Nuestros pecados fueron la causa de la Pasión: de aquella tortura que deformaba el semblante amabilísimo de Jesús, perfectus Deus, perfectus homo. Y son también nuestras miserias las que ahora nos impiden contemplar al Señor, y nos presentan opaca y contrahecha su figura. Cuando tenemos turbia la vista, cuando los ojos se nublan, necesitamos ir a la luz. Y Cristo ha dicho: ¡ego sum lux mundi! (Ioh VIII, 12), yo soy la luz del mundo. Y añade: el que me sigue no camina a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida» (J. Escrivá, Via Crucis, Estación VI, 1). ¿Cómo preparar nuestra mirada a recibir esa luz de Cristo? Ante todo, hay que quitar los obstáculos –ya decíamos en la última parte del capítulo anterior que sin confesión no hay vocación–; pero también es necesario fomentar algunas disposiciones interiores que lo faciliten. • Pureza, saber contemplar; sencillez, sinceridad Sucede muchas veces que no nos detenemos a mirar contemplando, admirando las maravillas que Dios ha hecho con cada uno. Contemplar es un elemento integrante de la admiración. Para llegar a admirarse, antes es preciso mirar con cariño. Ser contemplativo es una manera de enfrentarse con la existencia que no puede darse si el sujeto no prepara su corazón: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). Eso es lo que necesitamos para ponernos en condiciones de dejarnos sorprender y encantar por la alegría de la llamada: un corazón limpio, recto, y libre de ataduras. Si no ponemos medios para evitarlo, el acostumbramiento hará que no quedemos deslumbrados por la misericordia de Dios que llena la tierra. Acostumbrarse a algo es perder la ilusión, y para que eso no ocurra, debemos fijar la atención en los detalles de las cosas, valorarlos, caer en la cuenta, hacerse cargo. La pobreza es buena aliada de la admiración. Quien tiene poco valora más lo que posee. Acostumbrarse es fácil, admirar cuesta más. Para ver la vocación, para descubrir la belleza de la llamada, hacen falta unos ojos que no estén cubiertos por el velo de la rutina, del mal acostumbramiento. La solución de esos embotamientos del corazón requiere también siempre el empeño de ser sencillos, rechazando la actitud desconfiada, los complejos enrevesados, la crítica recelosa, las complicaciones y repliegues del alma. Sencillez de cabeza y de corazón, que no es simplonería: no cierra los ojos a las asperezas y dificultades de nuestro vivir terrenal, no frena compromisos humanos, no elude estudios por fatigosos que sean, pero afronta las cosas con simplicidad, sin complicarlas innecesariamente porque gusta del camino recto y de la verdad recia y firme. La sencillez es serena y transparente, porque cree en lo que vale la pena. Es expresión de la unidad de vida. El sencillo es capaz de desprenderse de multitud de intereses creados artificialmente y logra unificar todas sus dimensiones vitales. Decía Bacon que la verdad sale más rápidamente del error que de la confusión. De ahí que la verdad, en nuestro tiempo, tarde tanto en abrirse paso (J.B. Torelló). La sencillez, por su misma pureza, se enfrenta con el mal que detecta en el propio corazón, sin enredarse innecesariamente a base de volver a preguntarse una y otra vez si no estará justificado en ese caso lo que sabe desde la primera mirada que no es recto. Y, así, desemboca en sinceridad. La sencillez genuina es la verdad. Pureza, sencillez, sinceridad. Si tenemos sencillez de vida tendremos sencillez de espíritu y esa sencillez nos conducirá a la libertad de hacer el bien cuando nos damos cuenta de que es el momento, sin retardos ni excusas. No olvidemos que tener la sencillez de un niño, según la enseñanza de Jesús, no es una opción, sino una condición imprescindible para entrar en el Reino de los cielos (Mt 18, 3). 5. No tengo seguridad


Esto es normal en cualquier vida presente. Seguridad, seguridad, el cien por cien, sólo se encuentra en Dios. Humanamente buscamos seguridad y Jesús nos reclama confianza. Hay una escena del Evangelio que recoge un momento de la vida de san Pedro que nos puede dar luz sobre la seguridad cuando se trata de las cosas de Dios. Ya había entrado la noche y los discípulos remaban cruzando el lago de Genesaret, con viento fuerte que levantaba las olas. Jesús no iba con ellos, porque se había quedado solo en la otra parte, haciendo oración, y les había pedido que salieran sin Él. Cuando ya llevaban bastante tiempo remando en contra del viento, Jesús se acercó a ellos andando sobre las aguas. Los discípulos, al verlo, se asustaron y empezaron a gritar de terror, pensando que era un fantasma. Jesús les tranquilizó: «tened confianza, soy yo, no temáis». Y Pedro, para asegurarse, le gritó: «Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas». Jesús le respondió: «ven». Pedro, ni corto ni perezoso, salió de la barca y empezó a hacer algo humanamente inexplicable: él también caminaba sobre las aguas. Todo iba bien hasta que reparó de nuevo en cómo soplaba el viento y se agitaban las olas. Entonces parece que se dio cuenta de que estaba haciendo algo completamente ilógico: ante la falta de seguridad de aquella situación, empezó a dudar, le volvió a dominar el miedo y empezó a hundirse en aquel mar embravecido. Gritó de nuevo: «¡Señor sálvame!». Al instante Jesús le tendió la mano, lo agarró, y le dijo: «¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?» (Mt 14, 22-33). Toda entrega supone un abandono en las manos de Dios, que son buenas manos; pero para llegar a Él, a veces es necesario actuar como quien da un paso adelante en el vacío, en la oscuridad: sin la garantía que suponen las seguridades humanas, fiándose sólo de Dios. Pero la oscuridad y el vacío son sólo aparentes: allí está Dios esperándonos con los brazos abiertos. San Juan de la Cruz lo expresaba muy bien en aquellos versos que empiezan: «Tras de un amoroso lance / y no de esperanza falto, / volé tan alto, tan alto / que le di a la caza alcance». Expresa así la salida del alma de las seguridades de la tierra para atreverse a volar alto, tras el amor; y, después de otros versos en los que glosa esa idea, dice: «y por ser de amor el lance / di un ciego y oscuro salto / y fui tan alto, tan alto / que le di a la caza alcance». Me parece que hace al caso recoger aquí una narración breve, un relato fantástico, pero por eso mismo muy real, porque la vida del hombre, criatura de Dios, está llena de misterio y no siempre puede interpretarse simplemente basándose en seguridades humanas. El protagonista es el hijo de un marino al que un día, cuando no era más que un niño, su padre invita a dar un paseo en barco. Ya en alta mar, de repente, el niño descubrió a lo lejos un enorme pez de aspecto terrible que seguía al barco. Rápidamente llamó la atención de su padre. Pero su padre no veía nada y creyó que eran figuraciones de su hijo. Sin embargo, vuelve a ocurrir lo mismo en un segundo viaje y esta vez el padre lo entiende todo. Pálido de miedo, le explica a su hijo: «Ahora temo por ti. Eso que has visto es un Colombre. Es el pez que los marineros temen más que a ningún otro en todos los mares del mundo, un animal terrible y misterioso, más astuto que el hombre. Por motivos que nunca nadie sabrá, escoge a su víctima y la sigue años y años, la vida entera, hasta que consigue devorarla. Y lo más curioso es esto: que nadie puede verlo si no es la propia víctima». «¿Y no es una leyenda?», preguntó el hijo. «No –respondió el padre–; yo nunca lo he visto, pero lo han descrito: hocico fiero, dientes espantosos... No hay duda, hijo mío: el Colombre te ha elegido, y mientras vayas por el mar no te dará tregua. Vamos a volver a tierra y nunca más te harás a la mar por ningún motivo... Tienes que resignarte. Por otra parte, en tierra también puedes hacer fortuna». Le pide, así, que renuncie, en pro de la seguridad, a una vida libre y audaz: el mar es símbolo de esa vida de amplios horizontes, que sabe de dificultades, de peligros y mil emociones, pero entusiasmante y llena de grandeza. El resto del cuento relata el éxito que este hijo, al crecer, consiguió en su vida en tierra. A los ojos de todos es un triunfador. Sólo él sabe que su vida ha sido un fracaso, que en el fondo de su alma sigue presente, como una herida abierta, la renuncia a lo que debería haber sido su propia vida, la que le habría hecho feliz. Un día, ya viejo y cansado, sintiendo cerca la muerte, decide hacer por fin algo valioso: afrontar aquel peligro, enfrentarse con aquel animal que había visto muchas veces, cada vez que se acercaba al mar, a cierta distancia de la costa. Una noche cogió un arpón, subió en una pequeña barca y se internó en el mar. Al poco tiempo, aquel horrible hocico asomó junto a la barca. «Aquí me tienes, ahora es cosa de los dos», dijo nuestro hombre; y levantó el arpón para lanzarlo contra el Colombre. Pero entonces sucedió algo extraordinario. El pez empezó a hablar, con voz suplicante: «Ah, qué largo camino para encontrarte. También yo estoy destrozado por la fatiga. ¡Cuánto me has hecho nadar! Y tú huías y huías... porque nunca has comprendido nada». «¿A qué te refieres?», preguntó el hombre, sorprendido. «A que no te he seguido para devorarte. El único encargo que me dio el rey del mar fue entregarte esto». Y el gran pez sacó la lengua, tendiendo al anciano una esfera fosforescente. Él la cogió entre las manos y la miró. Era una perla de tamaño desmesurado. Inmediatamente reconoció en ella la famosa perla del mar, que procura fortuna, poder, amor y paz de espíritu a quien la posee.


En aquel instante el viejo lo entendió todo; y entendió también que ahora era demasiado tarde. «¡Ay de mí! –empezó a decir–, ¡qué horrible malentendido! Lo único que he conseguido es desperdiciar mi existencia, y he arruinado también la tuya». «Adiós, hombre infeliz», respondió simplemente el Colombre, y se sumergió en las aguas para siempre (D. Buzzati, El Colombre, en Los siete mensajeros y otros relatos). ¿Cuántas veces hemos huido de lo que nos traía quizá la felicidad porque no hemos querido correr riesgos? ¿No habremos cambiado seguridad por felicidad, una vida cómoda por una vida lograda? ¿No estaremos renunciando al regalo del gran señor del mar, a la perla preciosa, por dar crédito a ciertas historias que nos cuentan, que están en boca de muchos «prudentes» que «saben de la vida», por el miedo al qué dirán? ¿No nos estará faltando audacia para ir mar adentro, para caminar sobre las aguas si comprendemos que nos llama el Señor? ¡Ave, maris Stella!: ¡Salve, Estrella del mar!, dice un antiguo himno que la liturgia dedica a la Virgen María. Se lo decimos nosotros mientras nos confiamos a su protección para que su luz y la seguridad de que Ella está dispuesta a guiarnos en nuestra travesía transformen nuestro temor en audacia, nuestra reticencia en decisión. 6. Comprometerse con la vocación es un riesgo El Señor nos ha pedido todo el amor, toda la vida, todo el corazón, toda la inteligencia. Ése es el primer mandamiento, que expresa la orientación más profunda, el sentido más fundamental de toda vida humana. Por eso, cuando el Señor se mete en nuestra vida mostrándonos más claramente sus planes, es preciso responder personalmente sabiendo jugarse todo a una sola carta: la carta del amor de Dios. Entrar en ese juego supone un riesgo. Pero este riesgo no es un desafío temerario a la fortuna, no es lanzarse ciegamente al peligro por amor del peligro. Arriesgar, en este caso, es afrontar ese algo de inseguro, de desconocido, que hay en comprometer nuestro futuro en los planes que Dios nos propone sin saber de antemano si va a ser fácil o difícil, si sabremos superar las dificultades, si nos cansaremos o no, si seremos capaces, si seremos fieles, si seremos felices... Ya hemos hablado del riesgo de ponerse en manos de Dios al tratar de la certeza necesaria para decidirse a decir que sí a Dios, en la parte IV del capítulo anterior. Sólo añadiría ahora que el Señor ha prometido a quienes corren el riesgo de entregarse que les premiará con el ciento por uno en esta vida y la vida eterna (Mt 19, 29); pero, aun así, nunca deja de ser necesario arriesgar, fiarse de Dios. El Señor lo ha dispuesto así, porque lo contrario sería convertir la entrega en una especie de trámite frío, un negocio de conveniencia que se resolvería con un simple cálculo de pérdidas y ganancias: sería como negar al hombre la capacidad de amar y de empeñar su vida generosamente por ese amor. No se puede hacer en este mundo nada que valga la pena sin exponerse. En toda vocación, en toda empresa, hay un componente de riesgo, y el que no es capaz de arriesgarse por aquello que ama, acaba haciéndose incapaz de amar. Todas las grandes metas y aspiraciones son indecisas; se vislumbran pero entre tinieblas, hay que avanzar hacia ellas por terreno desconocido: por eso toda vocación, toda empresa valiosa, tiene algo de aventura, de apuesta, e implica audacia y confianza. ¿Qué nos puede impedir arriesgar? A veces, pueden ser motivos de temor: el miedo al posible fracaso, la incógnita de lo desconocido pueden atenazar nuestras energías, bloquearnos y dejarnos anclados en puerto. Pero me parece que el enemigo más insidioso es la satisfacción –sentirnos satisfechos de lo que ya hacemos–, porque quita el ánimo y la ilusión de dar más, de ser mejores, de hacer con nuestra vida todo el bien que podamos. Recuerdo un relato sobre dos hermanos que tomaban parte en una batalla de la guerra mundial en Francia. En pleno combate, uno de ellos cayó gravemente herido. El hermano ileso pidió permiso para ir a recogerlo. El oficial le hizo ver que esa salida era muy arriesgada: se jugaba la vida, pero él insistió y recibió finalmente el permiso. Llegó a tiempo, su hermano estaba vivo, aunque muy malherido: «sabía que vendrías», fueron sus últimas palabras; inmediatamente murió. Su hermano cargó con el cadáver y volvió con él a sus líneas. Cuando llegó a retaguardia, el oficial le comentó que no había merecido la pena arriesgar la propia vida por un cadáver, pero el buen hermano respondió: «hice lo que él esperaba de mí». En realidad, para valorar la calidad de nuestra vida, para saber si la vivimos de un modo que valga la pena, basta hacerse esta pregunta: ¿hacemos lo que espera Dios de cada uno de nosotros? ¿Lo hacemos dispuestos a jugarnos la vida? Porque, no lo olvidemos nunca, «el que quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por Mí, la encontrará» (Mt 16, 25).


7. Miedo al ambiente A Jesucristo le abofetearon, le maltrataron, le crucificaron por decir la verdad. No se puede pretender ser apóstol y ser bien visto; lo decía con toda sencillez San Pablo: «Si todavía buscara agradar a los hombres, no sería apóstol de Jesucristo» (Ga 1, 19). Y la fidelidad, a pesar del ambiente adverso, de los Apóstoles y de tantos discípulos después de ellos, que sufrieron burlas, incomprensión, persecución, malos tratos, prisión, exilio y muchísimas veces el martirio, es un ejemplo bien elocuente para nosotros. El Papa Juan Pablo II decía a los jóvenes: «Queridos amigos, también hoy creer en Jesús, seguir a Jesús siguiendo las huellas de Pedro, de Tomás, de los primeros apóstoles y testigos, conlleva una opción por Él y, no pocas veces, es como un nuevo martirio: el martirio de quien, hoy como ayer, es llamado a ir contra comente para seguir al divino Maestro, para seguir ‘al Cordero a dondequiera que vaya’ (Ap 14, 4). No por casualidad, queridos jóvenes, he querido que durante el Año Santo fueran recordados en el Coliseo los testigos de la fe del siglo XX. Quizás a vosotros no se os pedirá la sangre, pero sí ciertamente la fidelidad a Cristo. Una fidelidad que se ha de vivir en las situaciones de cada día» (Mensaje del Papa a los jóvenes en la vigilia de Tor Vergata, Roma 19.VIII. 2000). Seguir a Cristo implica tomar la Cruz, ir al Calvario. Y eso, para la mayoría de nosotros, consistirá en ser mártir sin morir. En muchos lugares del mundo, afortunadamente, resulta hoy impensable que nadie vaya a sufrir persecuciones violentas por parte de los enemigos de la fe. Pero, a falta de enemigos verdaderos, casi diría que no hay peor enemigo que uno mismo. Con frecuencia pienso si la falta de almas decididas a entregarse será debida a que nadie puede entregar lo que no es suyo, y son tantos que no terminan de ser dueños de sí mismos, porque están dependiendo de tantas cosas; no pueden vivir sin eso que precisamente constituye el obstáculo para entregarse y que provoca que no sean libres, que no se pertenezcan: la movida, el ambiente, los planes, los amigos, el qué dirán, el qué pensarán... Así es muy difícil vivir la fortaleza para estar dispuestos a recibir heridas (a veces tan poco cruentas como una simple sonrisita) por Cristo en las batallas de cada día. La necesidad de aparentar y todas las formas de vanidad proceden de un sentimiento de inferioridad y de vacío que intenta equilibrar la balanza del destino e incluso inclinarla a su favor: se compensa la falta de realidad por una acumulación de apariencias. Desde el momento en que nos encerramos en nosotros mismos y nos convertimos en el centro del mundo, nos condenamos a vivir solamente de apariencias. Lo que distingue al santo del vanidoso es que éste concibe como ser las formas más artificiales del parecer, mientras que el santo sabe que hasta el ser más profundo de la criatura sigue siendo parecer (G. Thibon). Hay un solo camino para superar bien el temor de responder a la vocación por miedo al ambiente, y es el amor: responder humildemente que, con la gracia de Dios, se está dispuesto a lo que Dios quiera, pase lo que pase. También cabe decir que no, cerrarse a aceptar una de las mayores gracias que Dios puede hacer a una persona; entonces también acaba desapareciendo el miedo porque la conciencia se endurece, pero en este caso la tristeza acompaña al alma como reproche divino. Para ser valientes por amor hay que mirar a Cristo, quererle por encima de todo, valorar más su amor que cualquier apariencia. Quizá este consejo sirva para darnos la perspectiva que nos lleve a superar nuestros temores: «Dios Nuestro Señor te quiere santo, para que santifiques a los demás. – Y para esto, es preciso que tú –con valentía y sinceridad– te mires a ti mismo, que mires al Señor Dios Nuestro..., y luego, sólo luego, que mires al mundo» (J. Escrivá, Forja, n. 710). 8. Dificultades familiares Jesús, perfecto Dios y perfecto hombre, es el hijo que ha vivido más plenamente en la tierra el amor filial. Amó entrañablemente a su Madre Santísima y a san José, que hizo para él las veces de padre en la Tierra, y vivió obedeciéndoles con todo respeto y veneración. Pero enseñó, sin embargo, que el primer mandamiento no contradice al cuarto, pero está por encima: sólo se vive rectamente el amor a los padres y a los hijos cuando está ordenado y orientado por el amor a Dios sobre todas las cosas; así alcanza su pleno sentido y toda su fuerza vital. Por eso, cuando sólo tenía 12 años, Jesús quiso hacer algo que sorprendió ante todo a María y a


José: se quedó en Jerusalén, adonde habían ido en peregrinación, sin que ellos lo supieran. La Virgen y san José emprendieron el camino de regreso pensando que Jesús estaría con otros niños en la caravana, pero al llegar la noche y no encontrarlo, se llenaron de angustia y regresaron a Jerusalén para buscarlo. Al tercer día, lo encontraron en el Templo, oyendo las enseñanzas de los Doctores. Cuando le preguntaron por qué había actuado así, sabiendo que ellos estarían ansiosos por su ausencia, les respondió misteriosamente: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabéis que yo debo estar en las cosas de mi Padre?». El Evangelio nos dice que ellos no comprendieron del todo, pero Jesús bajó con ellos a Jerusalén y les estaba sujeto. Y María –advierte el Evangelista– conservaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2, 41-51). Más tarde, ya en su vida pública, Jesús enseñará esto mismo en términos inequívocos: «Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10, 37). Consecuencia directa de esta verdad es la convicción cristiana de siempre que recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica: «Los padres deben respetar y favorecer la vocación de sus hijos. Han de recordar y enseñar que la vocación primera del cristiano es la de seguir a Jesús» (n. 2.253). Gracias a Dios, son muchos los padres que ven como una predilección, como un honor inmenso que Dios llame a alguno de sus hijos, o a más de uno, a una entrega completa. Lo contrario significaría el fracaso del espíritu cristiano en esa familia. Esto no significa, evidentemente, que los padres tengan que quedarse al margen o inhibirse cuando sus hijos se plantean su posible llamada a una entrega plena a Dios. El Catecismo habla de respetar y favorecer la vocación, de respetar la libertad de los hijos y de facilitarle su ejercicio si es que Dios les llama. Pero esto ha de hacerse, lógicamente, sin abandonar la responsabilidad de ayudarles con sus consejos prudentes y con su confianza, con su cercanía y su oración y, también, con su disponibilidad para afrontar la parte de exigencia y de sacrificio que supone para ellos el don de la vocación divina de sus hijos. Sería muy triste que unos padres cristianos no estuvieran dispuestos a permitir que un hijo suyo tomara libremente la decisión de entregarse a Dios, como si el único consejo razonable en tales situaciones fuera desalentar en todo caso esos propósitos. Y más triste aún sería que pretendieran decidir en su lugar o ejercer presión manifestando un rechazo y un disgusto que, en la práctica, equivalieran a obligar al hijo a elegir entre Dios o sus padres; entre aquello que considera seriamente que Dios le pide y los lazos entrañables de amor y de dependencia que le unen a los suyos de todo corazón. «Yo he presenciado, en ocasiones, lo que podría calificarse como una movilización general, contra quienes habían decidido dedicar toda su vida al servicio de Dios y de los demás hombres. Hay algunos que están persuadidos de que el Señor no puede escoger a quien quiera sin pedirles permiso a ellos, para elegir a otros; y de que el hombre no es capaz de tener la más plena libertad, para responder que sí al Amor o para rechazarlo. La vida sobrenatural de cada alma es algo secundario, para los que discurren de esa manera; piensan que merece prestársele atención, pero sólo después que estén satisfechas las pequeñas comodidades y los egoísmos humanos. Si así fuera, ¿qué quedaría del cristianismo?» (J. Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 33). Que los padres miren por las vidas de los hijos y vean las cosas de tejas abajo, advirtiendo de posibles dificultades y «comprobando» razonablemente la firmeza de esos propósitos de entrega, es lógico y natural. Que en los tiempos que corren los padres tiendan incluso a la superprotección de los hijos, a intentar que no les falte de nada, que no sufran, es hasta cierto punto disculpable. Lo que no es lógico ni justificable en una mentalidad cristiana es el miedo de tantos padres a la posible vocación de sus hijos y el miedo de los hijos a la posible oposición de los padres. De algunos años a esta parte, me atrevería a decir que es éste uno de los principales obstáculos que se debe superar para poder tomar con libertad una decisión en conciencia sobre la propia vida. No me estoy refiriendo a la natural resistencia interior que cualquier buen hijo siente al pensar que debe dejar a sus padres para seguir un ideal que supone y exige ese desprendimiento, ni a la natural preocupación de unos buenos padres porque su hijo acierte y sea feliz. Me refiero, más bien, a la resistencia de muchos padres a que sus hijos tomen decisiones comprometidas, para las que, en su opinión, no están preparados... y no se sabe muy bien, en realidad, cuándo llegarán a estarlo. Es cierto –así lo confirman los pedagogos– que la adolescencia tiende a prolongarse, y si antes duraba, más o menos, de los catorce a los dieciocho años, ahora puede extenderse muchas veces hasta los veinte o veintiuno. Pero no hay que tener miedo, por sistema, de que personas en edad juvenil o supuestamente adolescentes puedan emprender conscientemente un camino de santidad, cuando todavía no han alcanzado en muchos aspectos la madurez humana. Dios llama cuando quiere y dispone a los que llama para que entiendan su llamada y puedan seguirla en la medida de sus posibilidades actuales; y precisamente la correspondencia a la vocación y el seguimiento generoso de Cristo hace personas más maduras y virtuosas. Viene aquí perfectamente al caso aquella exclamación gozosa del salmista: «he llegado a entender –siendo un muchacho– más que los


ancianos, porque he buscado cumplir tus mandatos». Ciertamente, en esta materia tan delicada hay que actuar prudentemente, cada caso es absolutamente singular. Pero ha de actuarse con prudencia sobrenatural y sentido cristiano, y desde ese punto de vista sí que se pueden dar algunas reglas generales. Ante todo, ha de considerarse –y éste debería ser el punto de partida siempre– que lo mejor para los hijos, el mayor bien que se les puede desear, es que sigan la voluntad de Dios para ellos; y el peor favor que se les puede hacer es impedírselo o dificultárselo tanto que se les lleve a desistir. En segundo lugar, no hay contradicción entre el amor a Dios y el amor a los padres, pero en caso de conflicto –es decir, cuando se advierte que hacer lo que contentaría a los padres supondría no hacer lo que se entiende claramente que Dios quiere–, Dios siempre está primero. Y, en tercer lugar, cuando tanto padres como hijos tienen en el centro de sus vidas esa clara convicción de la primacía de Dios, la vocación de los hijos se convierte en un acontecimiento gozoso, aunque tenga su parte costosa para todos; y se acaba descubriendo siempre que Dios no separa, sino que une más, con lazos de mayor hondura y calidad. Terminaré este capítulo contando algo que puede animar a algunos padres cuando sientan que el corazón se les parte al ver marchar a los hijos a una aventura divina, y a algunos hijos para saber hacer lo que Dios quiere fiándose de Él, que siempre arregla las cosas mejor de lo que pudiéramos pensar. Sucedió hace años y me lo contó una persona a la que conozco muy bien. Había tomado la decisión de entregar su vida al servicio de Dios en plena adolescencia. Con dieciocho años, siguiendo las necesidades de su entrega, se marchó a una ciudad distinta de donde vivían sus padres, aunque hablaba con ellos con frecuencia y los visitaba periódicamente. Pasaron unos diez años y, en una visita que hizo a su familia en verano, acompañó a su padre a darse un chapuzón en el mar. Estaban reposando, no había nadie alrededor y el padre le confió: «Hijo, debo decirte una cosa... Espero que no te lleve a ponerte soberbio. Cuando te fuiste de casa, a tu madre y a mí, se nos desgarró el alma, pero entendíamos que seguías tu vocación, lo que tu querías, y por eso no te dijimos nada. Han pasado muchos años, y es momento de que te diga que desde que te fuiste, geográficamente lejos, has estado mucho más cercano a tu madre, a mí, y a tus hermanos. »Muchas veces lo he comentado con tu madre: ¿cómo es posible que nos sintamos tan queridos, tan unidos a este hijo? Hemos llegado a la conclusión de que aquí no hay mérito de tu parte. Todo es mérito de Dios. Dios no separa, une. Cuanto más cercano estás a Dios más lo estás a nosotros, a nuestras necesidades, a nuestras preocupaciones. Más, si cabe, que tus hermanos casados que por ley natural deben preocuparse de sus mujeres y sus hijos». Lo que más le impresionó a mi amigo fue la explicación profundamente sobrenatural que daba su padre a este hecho: Dios no separa, une. Cuando alguien se entrega a Dios por entero, no tiene más ocupaciones que Dios y los demás; se va vaciando de sí mismo y participa cada vez más intensamente del amor de Dios, que le hace muy fácil ponerse en el lugar de los demás (es lo que otros llaman empatía), quererles con especial hondura y desinterés.


Capítulo IV: Con la fuerza del amor, ¡Podemos!

I. SABERSE AMADOS POR DIOS 1. Un amor que transforma La llamada de Dios, la vocación, no se puede sentir de otra forma que como una elección para amar. Dios se nos ha dado a conocer como Amor infinito. Ya en el Antiguo Testamento se revela como Padre y con entrañas maternales, y el Hijo al encarnarse nos mostró este Amor, con palabras y hechos, amándonos hasta el extremo (Jn 13, 1), porque «Nadie tiene amor más grande que aquel que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Y, después de la Ascensión de Jesucristo a los Cielos, el Padre y el Hijo enviaron al Espíritu Santo, la tercera Persona divina, que es el vínculo de Amor eterno y sustancial entre el Padre y el Hijo, para que nos hiciera vivir inmersos en ese Amor divino, que es el clima vital, el ambiente familiar entrañable en el que Dios quiere introducirnos, ya ahora en la tierra y, después, para toda la eternidad. Santa Catalina de Siena, en su diálogo apasionado con Dios, exclamaba, ante esta realidad deslumbrante: «¿Qué cosa, o quién, fue el motivo de que establecieras al hombre en semejante dignidad? Ciertamente, nada que no fuera el amor inextinguible con el que contemplaste a tu criatura en ti mismo y te dejaste cautivar de amor por ella. Por amor le creaste, por amor le diste un ser capaz de gustar tu Bien eterno» (Diálogo 4, 13). Dios nos ha abierto de par en par su corazón y nos ha revelado que siente por nosotros auténtica ternura (Sal 112). A través de Cristo, al que nos incorporamos por el Bautismo, Dios nos ha introducido en su intimidad. Con esta elevación al mundo sobrenatural, que se realiza en virtud de la gracia, Dios nos hace hijos suyos, y nos llama a vivir de un modo digno de esa intimidad divina. Es necesario que cada uno llegue a descubrir cuanto antes el infinito amor del que somos objeto. El Amor que me da el ser, que me trae a la existencia y me sostiene en ella, demanda una respuesta, que estará llena de confianza cuando me dé cuenta de la confianza que Dios tiene en mí, de que yo existo porque le intereso y me ha llamado a ser con Él. Si no correspondo, todo mi ser pierde sentido porque mi personalidad es fruto de ese amor de Dios que se me da y espera correspondencia. Y ofrecer una correspondencia digna del Amor infinito de Dios, que se vuelca con nosotros, no es un juego. Se narra en el Evangelio que un día la madre de los Apóstoles Santiago y Juan le pidió al Señor un honor para ellos: que, en su Reino, ocuparan los lugares más altos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Jesús, dirigiéndose a ellos, les dijo que no sabían lo que estaban pidiendo, y les hizo una pregunta, refiriéndose al camino de la Cruz que debía recorrer aún: «¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?». Los hijos de Zebedeo, sin dudarlo un instante, con todo el ímpetu de su amor a Cristo, respondieron: ¡possumus! ¡Podemos! (Mt 20, 22). Hemos de pensar que «también a nosotros nos llama, y nos pregunta, como a Santiago y a Juan: (...) ¿estáis dispuestos a beber el cáliz –este cáliz de la entrega completa al cumplimiento de la voluntad del Padre– que yo voy a beber? (...) Vosotros y yo, ¿estamos seriamente dispuestos a cumplir, en todo, la voluntad de nuestro Padre Dios? ¿Hemos dado al Señor nuestro corazón entero, o seguimos apegados a nosotros mismos, a nuestros intereses, a nuestra comodidad, a nuestro amor propio?» (J. Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 15). Si una correspondencia así tuviera que apoyarse sólo en nuestras fuerzas y capacidades, tendríamos sobrada razón para el desánimo y el temor, para resignamos a plantear nuestra vida en un horizonte más reducido, más a la medida de nuestras limitaciones. Pero no es así. Por la gracia que recibimos en el Bautismo, que se mantiene viva y se acrecienta en los demás sacramentos, se da en nosotros una transformación real que nos hace realmente hijos de Dios en Cristo y nos permite actuar como tales. Participamos de la vida divina que habita en Cristo y Dios actúa en nuestros actos junto con nosotros mismos, mediante las virtudes que acompañan a la gracia –fe, esperanza y caridad– y los dones del Espíritu Santo, que habita en nuestra alma en gracia. Así, nuestra inteligencia se hace capaz de entender según Dios; nuestra afectividad alcanza a


valorar las cosas y a reaccionar de manera semejante a Cristo; y en los actos de nuestra voluntad influye también Dios. Ya no amamos sólo con nuestra pobre voluntad, sino que se nos ha dado parte en el amor con el que las tres Personas divinas se aman mutuamente. Esa fuerza nos permite realmente seguir a Jesucristo imitándole, identificarnos con Él para amar a Dios como merece y a los demás como Dios los ama. 2. Perspectiva desde el amor de Dios Ante este panorama de la vida de Dios que irrumpe en la nuestra y la sitúa en su propio plano, sin que deje de ser una vida verdaderamente humana, vivida por hombres y mujeres, se entienden muy bien estas palabras de san Josemaría: «No es presunción afirmar possumus! Jesucristo nos enseña este camino divino y nos pide que lo emprendamos, porque Él lo ha hecho humano y asequible a nuestra flaqueza. Por eso se ha abajado tanto. Éste fue el motivo por el que se abatió, tomando forma de siervo aquel Señor que como Dios era igual al Padre; pero se abatió en la majestad y potencia, no en la bondad ni en la misericordia (San Bernardo, Sermón en el día de Navidad, I, 1-2). La bondad de Dios nos quiere hacer fácil el camino. No rechacemos la invitación de Jesús, no le digamos que no, no nos hagamos sordos a su llamada: porque no existen excusas, no tenemos motivo para continuar pensando que no podemos. Él nos ha enseñado con su ejemplo. Por tanto, os pido encarecidamente, hermanos míos, que no permitáis que se os haya mostrado en balde un modelo tan precioso, sino que os conforméis a Él y os renovéis en el espíritu de vuestra alma (San Bernardo, Ibidem)» (J. Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 15). Quien se plantea su posible entrega a Dios debe saber que nunca trabajamos, ni vivimos, ni nos movemos, ni amamos de modo solitario. La vida de la gracia es siempre un vivir en la comunión con Cristo y en su plenitud. Nos pertenece verdadera y realmente todo lo que Cristo hizo por nosotros. No hay nada en la vida de Cristo que no sea a la vez nuestro, nos pertenece del mismo modo que si lo hubiéramos cumplido nosotros mismos (Santo Tomás, S.Th. III, q. 69, a. 2). Olvidamos con mucha facilidad que Cristo es nuestro Mediador y, sin embargo, nuestra alma debería abrirse de modo incondicional e ilimitado a Cristo, sabiendo que lo que nosotros podamos hacer recibe su impulso y su valor de la obra redentora de Cristo. A Él le pertenece nuestro ser y nuestro obrar. Saberse amado y acogido por Dios de un modo tan eficaz lleva a pasar del activismo a la serenidad, de la reivindicación a la confianza, de la división y el conflicto interior a la unidad, de la complicación a la simplicidad. Si se mira la vida en esa perspectiva, entonces los esfuerzos irán dirigidos a hacer rendir los talentos para gloria de Dios, y no a probar a los demás lo mucho que valemos; se pasa de la competición a la convivencia. Los fracasos ahora ya no hunden, al revés, sirven para madurar y progresar. Con las derrotas –y con el perdón de Dios, que confía en mí– aprendo a conocerme, confío más en Él. Se pasa de la culpabilidad al perdón, de la vergüenza a la humildad, del desprecio por sí mismo a la paz de contar con la infinita misericordia de Dios. Además, mis sufrimientos ya no son sólo míos, sino también suyos; el amor que Dios me tiene no sólo da sentido a mis fracasos, sino que carga con ellos: se pasa de la soledad a la Presencia de Dios, a quien sé que le importo. Del mismo modo, los éxitos llevan a dar gracias a Dios y a alegrarse humildemente. Con este nuevo modo de ver la propia vida se pasa del puro libre albedrío a vivir la libertad con Verdad: se comprende muy bien que no estamos hechos para una libertad egoísta, sino que somos libres para poder amar comprometidamente, porque «el hombre no puede encontrarse plenamente a sí mismo si no es a través del don sincero de sí» (Const. Gaudium et spes, n. 24). El amor de Dios permite darse por completo hasta el olvido de sí. Uno se olvida de sí mismo en cuanto evita tomarse como finalidad exclusiva de los dones humanos y sobrenaturales que posee, venciendo la tendencia al amor propio, que se manifiesta en tenerse a sí mismo un amor captativo: un amor ansiosamente pendiente de atrapar y monopolizar para sí todo lo bueno que pueda encontrar, siempre centrado sobre las satisfacciones personales inmediatas. El amor de Dios da la fuerza para vencer esa inclinación y salir de sí mismo. Se trata de transmitir lo recibido –de darse incluso a sí mismo– sin retenerlo y sin vaciarse. «Habéis recibido gratuitamente, dad gratuitamente» (Mt 10, 8). De este modo, el amor de Dios lleva al amor por los demás y a desear que descubran cómo los ama Dios. «El amor consiste en venerar la imagen de Dios que se halla en cada hombre, ayudándole a contemplarla él mismo para que a su vez, se enderece hacia Jesucristo» (J. Escrivá, Amigos de Dios, n. 230). Cuando Dios ama se hace presente en el amado y se aloja en él (cfr. Jn 14, 23). La perfección del amor por los demás consistirá en dejar que Dios, que vive en mí y en quien vivo, ame a través de mí: «amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13, 34). Con este amor sí puedo amar al otro más de lo que él se ama a sí mismo, porque lo amo en su dignidad de hijo de Dios que quizá él mismo ignora.


En el amor de Dios a cada uno de nosotros tenemos el ejemplo de cómo debe ser nuestro amor a los demás. San Pablo está tan persuadido de ello que utiliza los mismos términos para describir esos dos amores. Nuestro amor al prójimo está sellado por la bondad y la benignidad (Ga 5, 22; 1 Co 13, 4; Col 3, 12; Ef 4, 32), como lo está el amor de Dios (Rm 2, 4; 11, 22; Ef 2, 7, Ti 3, 4); está marcado por la misericordia (Rm 12, 8); por la compasión (Col 3, 12); por la longanimidad (1 Co 13, 4; Ga 5, 22), de la misma manera que Dios es misericordioso (Ti 3, 5) compasivo (Rm 12, 1) paciente (Rm 2, 4; 9, 12); será un amor fiel (Ga 5, 22), como Dios es fiel (Rm 3, 3; 1 Co 1, 9); pero ante todo será un amor desinteresado (1 Co 10, 24.33; 13, 5; Flp 2, 3-4; Rm 12, 20-21), como lo es el amor de Dios, que nos amó siendo sus enemigos (Rm 5, 6-10); y, consiguientemente, será un amor universal (Rm 12, 16-18), a la manera de Dios que no hace acepción de personas (Rm 2, 11; Ga 2, 6); y quiere la salvación de todos los hombres (1 Tm 2, 4) (Lionnet, La vida según el Espíritu, p. 234). 3. La eficacia del amor La pregunta que Jesús resucitado le hace tres veces es la clave que determinará la existencia de san Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» (Cfr. Jn 21, 15 ss.). Jesús no le pregunta cuáles son sus talentos, sus dones, sus capacidades. Ni siquiera le pregunta –a aquel que poco antes le ha traicionado–, si le ofrece garantías de que en adelante le será fiel. Le pregunta lo único que importa, lo único que puede dar fundamento a una respuesta fiel a su llamada, a pesar de todas las debilidades e imperfecciones humanas: ¿me quieres de verdad? Quien ama de veras, como dice san Agustín, podrá hacer siempre lo que quiera, porque sólo querrá más amor, más entrega a su vocación. ¿Hay algo más exigente y más radical que el amor? Cuentan que un santo anacoreta preguntó a Dios su nombre y que oyó esta respuesta: «Mi nombre es no-esbastante, porque es lo que yo grito en silencio a todos los que se atreven a amarme». Nunca se ama lo suficiente. Nunca se termina de amar. Es un agua que siempre da más sed, una sed que sólo Cristo puede apagar, como él mismo enseñó clamando en medio de la muchedumbre, en Jerusalén, en una ocasión impresionante: «¡Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba!» (Jn 7, 37). Amar es una de las asignaturas más difíciles de la vida, se paga a precio de experiencia y exige un aprendizaje de la vida entera. Un amor verdadero no puede ser otra cosa que la entrega apasionada para buscar la felicidad de la persona a la que se quiere. El amor tiene que ser don y sólo don, sin que se pida nada a cambio. El amor produce amor, pero no ama del todo el que ama para ser amado. El amor lleva a estar dispuesto a emprender un camino con dirección única: parte de uno mismo para ir a los demás, sin retorno. Amor es salir de uno mismo, perder pie en sí mismo, descentrarse. El amor verdadero pone a uno fuera de sí para reencontrarse en el Otro: ya lo hemos considerado hace un momento, con palabras del Concilio Vaticano II: «el hombre no puede encontrarse plenamente a sí mismo si no es a través del don sincero de sí». El que ama de veras no se pregunta nunca el fruto que va a conseguir amando. El verdadero amante ama porque ama, no porque espere algo a cambio... ¡Buenos estaríamos los hombres si Dios hubiera amado solamente a quienes harían fructificar su amor! Es cierto que Dios creó al hombre para su propia gloria, pero lo que no se suele considerar es que la gloria de Dios es la felicidad del hombre: «la gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre es la visión de Dios» (San Ireneo). La creación es el desbordamiento del amor de Dios. Considerando estas cosas, se entiende que los grandes enamorados de Dios hayan visto la vida como una aventura, hayan tenido la absoluta certeza de que vale la pena aventurar la vida por ese amor: «No haya ningún cobarde –decía Santa Teresa–, aventuremos la vida, pues no hay quien mejor la guarde que quien la da por perdida». 4. No endurecer el corazón Hay unas palabras del Salmista que siempre remueven el alma cuando se escuchan con atención: «Ojalá escuchéis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón» (Sal 94, 8). Cuando Dios pide a una persona que renuncie a lo que sea para estar totalmente disponible a su servicio, le invita a descubrir un panorama nuevo de Amor, con mayúscula. Para entregarse del todo hay que saber amar, hay que tener corazón, porque la respuesta a la llamada es algo tan hermoso y tan sencillo como enamorarse y establecer por eso una alianza, un compromiso que exige la fidelidad del amor. La llamada de Dios es un don inefable, y para escucharla, se necesita sensibilidad para las cosas de Dios, una purificación del corazón, como hemos visto en la segunda


parte del capítulo anterior, en un epígrafe titulado: «No veo». Es una necesidad tan imprescindible que debemos insistir en ella una vez más. La llamada es una voz sin palabras, pero que se entiende; es un sentimiento que no siempre va acompañado de emoción, pero que está ahí, en el fondo del alma. Es como el rumor de un manantial que no cesa y nos empuja a tomar la decisión de seguir el sonido hasta encontrar el agua clara y fresca que sacie nuestra sed. Hacen falta unas disposiciones interiores de generosidad y seguimiento. Es imposible seguir la voluntad de Dios de un modo condicional, es decir, sólo con la condición de que no me pida esto o lo otro. Para ello es necesario mantener el corazón joven y no resistirse al impulso generoso del amor. Hubo una vez un anciano que subió a la cima del Himalaya. Le entrevistaron para saber cómo había sido capaz, y respondió: «mi corazón llegó primero y al resto de mi persona le ha sido fácil seguirle». El gran obstáculo a la fe no es la razón, es la dureza de corazón, la sordera y la ceguera voluntarias que nacen de una actitud defensiva y calculadora, egoísta. El materialismo pragmático, tan extendido, narcotiza el corazón, haciéndolo insensible para las aventuras divinas: ¡cuánto daño ha hecho a los corazones jóvenes la imagen, que ha estado de moda, del antihéroe cínico e inmune a cualquier tentación de grandeza generosa! Y es que la sensibilidad para las cosas de Dios se anula con más facilidad por medio del egoísmo y de la lógica consumista del bienestar, que por medio de la violencia: «El hombre no espiritual no percibe las cosas del Espíritu de Dios» (1 Co 2, 14). No se puede responder a la llamada de Dios si se es incapaz de poner el corazón: por eso es tan importante la virtud de la templanza. «Templanza es señorío. No todo lo que experimentamos en el cuerpo y en el alma ha de resolverse a rienda suelta. No todo lo que se puede hacer se debe hacer. Resulta más cómodo dejarse arrastrar por los impulsos que llaman naturales; pero al final de ese camino se encuentra la tristeza, el aislamiento en la propia miseria (...). Yo quiero considerar los frutos de la templanza, quiero ver al hombre verdaderamente hombre, que no está atado a las cosas que brillan sin valor, como las baratijas que recoge la urraca. Ese hombre sabe prescindir de lo que produce daño a su alma, y se da cuenta de que el sacrificio es sólo aparente: porque al vivir así –con sacrificio– se libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios. La vida recobra entonces los matices que la destemplanza difumina; se está en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes (...). La templanza no supone limitación, sino grandeza. Hay mucha más privación en la destemplanza, en la que el corazón abdica de sí mismo, para servir al primero que le presente el pobre sonido de unos cencerros de lata» (J. Escrivá, Amigos de Dios, n. 84). De ese modo, con el corazón libre, se hace posible emplear la afectividad también al tratar a Dios, algo que es completamente necesario porque tenemos que amarle como los hombres amamos: con el mismo corazón –no tenemos otro– con el que se ama noblemente a una criatura de la tierra. Hay que hacer al Señor objeto de nuestra ternura, como lo somos nosotros de la suya. A los hombres Dios nos ha dado el corazón en una síntesis de voluntad y sentimiento, alma y cuerpo. Nuestros sentimientos y emociones no son puramente animales, sino que pueden estar penetrados por la razón, subordinados a la voluntad ya que nuestra inteligencia y voluntad necesitan expresarse a través de lo sensible. Todos los resortes de la afectividad humana deben imbuirse, por eso, de caridad, y deben contribuir a manifestarla, de manera que se vaya constituyendo una afectividad cada vez más madura y lograda, más armónica. Debemos lograr que las riquezas del corazón humano concurran con la gracia y por la gracia al gran amor sobrenatural, que es el fin de nuestra vida. Dios no se dirige a almas separadas, sino a hombres enteros, tal como los quiso y los creó. Nuestro amor de Dios pide expresiones sensibles, y por lo menos en parte, se nutre de ellas: «Dame, hijo mío, tu corazón y pon tus ojos en mis caminos» (Pr 23, 26). 5. Ojos y mirar ingenuos En cierta ocasión preguntaron los discípulos a Jesús: ¿Quién será el mayor en el reino de los cielos? Y Jesús, llamando a un niño, lo puso en medio de ellos, y les respondió: «En verdad os digo que, si no os volvéis y hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el reino» (Mt 18, 1-3). Hace tiempo leí un libro titulado El rostro de la mañana, de Ernesto Juliá, y me parecen muy luminosas algunas ideas allí contenidas para seguir profundizando en nuestro tema. Un camino seguro que prepara al hombre para enterrar la lógica del poder y del placer y le permite saborear la belleza del amor de Dios a los hombres y del gozo que comporta una vida santamente vivida, es disponer de unos ojos y un mirar ingenuos. La ingenuidad es esa condición del ser humano que nos permite gozar de la creación y de las


criaturas en verdadera libertad de espíritu. La buena fe, el candor en lo que se hace o se dice es como un reflejo del candor de Dios cuando, al contemplar su obra creadora, según nos dice la Escritura, «vio que todo era bueno». Sólo un ingenuo goza contemplando la bondad encerrada en el corazón humano y la bondad infinita que alberga el corazón de Dios cuando llama a una entrega total a su servicio. Sólo un ingenuo, una persona sin resabios, es capaz de cometer la locura de amar con el mismo corazón con que Dios nos ama. Sin esa buena fe es imposible hacer un servicio a los demás, pues se nos llenará la cabeza de consideraciones sobre lo que pensarán de nosotros. Si desaparece la ingenuidad, se desvanece la lozanía del vivir. La libertad de espíritu pierde las alas, se encoge, se llena de temor y el hombre no se lanza a la mayor y más apasionante aventura: ser amigo y discípulo de Cristo, llevarlo a los demás, ponerlo en la cumbre de todas las actividades. Llaman poderosamente la atención las reacciones de algunos cuando se enteran de que alguien es capaz de entregar su vida por amor a Dios. Lo expresan muy bien las siguientes palabras: «todo el mundo aplaude a un explorador que se aventura, con peligro de su propia vida, a la búsqueda de lo desconocido... se juzga que el riesgo vale la pena y nadie considera su empresa absurda... Sin embargo ese crédito se le niega al explorador de las cosas invisibles» (G. Thibon). Juliá declara su impresión de que, quizá, el pecado de Adán pudo ser fruto de una gran falta de ingenuidad, de querer jugar a ser astuto y sospechar de las intenciones de Dios, su creador. De tal forma se debió oscurecer su inteligencia por esa falta de buena fe, que dudó de las intenciones de Dios, de su amor. No me parece que ande muy lejos de la verdad: de hecho nuestros primeros padres son presentados por san Ireneo como niños que quisieron «hacerse listos», echaron mano de la herencia –como el hijo pródigo– y la malgastaron. Sólo un ingenuo es capaz de esmerarse en amar sin medida en servicio y para el bien de los demás. El ingenuo ve en la llamada de Dios un favor recibido de sus manos, una gran oportunidad, un regalo del cielo, porque entiende que «es más gozoso dar que recibir» (Hch 20, 35). Es el verdadero poseedor de la sabiduría y la santidad. De su ingenuidad sacará la energía para rectificar, corregirse y volver a empezar. En las personas que han decidido seguir de cerca al Señor, quizá el medio principal para hacerse como niños sea no apoyar la propia vida interior en las cualidades y virtudes personales. Lo expresaba muy bien san Josemaría Escrivá cuando decía en 1972: «a temporadas, mi oración y mi mortificación es vivir continuamente en Él: ¡me abandono en Ti! Me dejo absolutamente en sus manos. Resulta duro, porque el alma pone en ejercicio las potencias que Dios nos ha dado para seguir el camino. Y llegan momentos en los que es necesario prescindir de la memoria, rendir el entendimiento, doblegar la voluntad. Resulta duro, repito, porque esa actividad del alma es lógica, como el reloj que tiene cuerda, y da necesariamente el tictac. Es a veces muy duro, ya que supone llegar a los setenta años en una infancia real: no me preocupo ni de espantarme las moscas ni de que me den el pecho. Ya lo harán. Me pongo en los brazos de mi Padre Dios, acudo a mi Madre Santa María, y confío plenamente, a pesar de la aspereza del camino» (J. Echevarría, Memoria del Beato Josemaría). El ingenuo está dispuesto a sorprenderse cuando encuentra algo que valga la pena, a descubrir la perla preciosa y el tesoro escondido, y a dar la vida por ellos, a dejarlo y venderlo todo. El ingenuo es el bienaventurado «limpio de corazón», que agradece a Dios todo y quiere bien a todo el mundo. Su corazón no calcula: se enamora y ama. Sigue los pasos de san Juan de la Cruz, que se afanaba en «poner amor, donde no hay amor, para sacar amor» o el camino de San Josemaría que soñaba con «ahogar el mal en abundancia de bien». Cuando se leen las bienaventuranzas da la impresión de que Jesucristo hace un cántico a los que saben ser ingenuos. Los que sufren, los mansos, los limpios y pobres de corazón, los mansos y pacíficos, serían considerados entonces y hoy por muchos como incapaces de entender «por dónde va la vida», cuando son los únicos que, de verdad, saben. A Dios sólo se puede llegar de dos maneras: o siendo niño o agachándose mucho. No empinándose, sino inclinándose. No estirándose, sino empequeñeciéndose. Dios se acercó a los hombres haciéndose pequeño, Niño. ¿Podrán los hombres acercarse a Dios por distinto sendero? Dios quiere ser amado y sabe muy bien que los hombres tenemos mucha dificultad para amar nada que no podamos rodear con los brazos, por eso se hizo niño, y más aún en la Eucaristía. Qué verdad tan grande decía Bernanos cuando afirmaba que el mundo se mantiene en pie por la dulce complicidad de los santos, los poetas y los niños. Jesús nos recuerda la necesidad de tener ojos sencillos para que nuestro interior tenga luz, no se quede a oscuras (cfr. Mt 6, 22). Venimos hablando de ojos y mirar ingenuos. Mucho tiene que ver todo esto con la pureza, como hemos recordado más arriba. Decimos que un objeto es puro cuando no tiene manchas ni adherencias, es limpio, claro, se conserva igual a sí mismo, sencillo, verdadero. La pureza del corazón, que es un regalo de Dios a los que la piden humildemente, significa que la luz de Dios puede pasar por él sin obstáculos ni opacidades. Supone estar libre de sí mismo, volar alto, no


atado, ni vendido al yo. Lo contrario, la impureza, es la esclavitud del yo mezclado de impotencia y sentimiento de inferioridad, de presunciones y caprichos, con la consiguiente desesperación. El alma pura se levanta hacia Dios, Él es su medida, no el propio yo. El hombre sencillo, el que tiene ojos y mirar ingenuos llega con facilidad a la autoconciencia de encontrarse existiendo. La situación de encontrarse existiendo, sin que uno tenga en sí mismo la razón de su origen ni la de su término, permite alcanzar una clara conciencia de que nuestra propia existencia es un don, una donación. Y puede constituirse, así, en foco que da luz y sentido a la propia vida, puesto que la encamina a estar permanentemente dispuesta a darse a sí misma en cuanto descubre el porqué y el para qué de esa existencia. Quien descubre que no existe por sí mismo tiene más facilidad para comprender que no existe para sí mismo; es más sensible al deslumbramiento que supone la llamada divina.

II. EL BUEN PASTOR DA LA VIDA 1. ¿Por qué dar la vida? Ya he contado, al inicio de estas páginas, que un día pregunté a un buen amigo, al que considero experto en el Amor de Dios, cuál era, a su juicio, la razón de que sean tan pocos los que están dispuestos a entregar su vida a Dios. Su respuesta fue directa, segura y contundente, fruto de la meditación de unas palabras de Jesucristo sobre sí mismo porque sólo el Buen Pastor da la vida por sus ovejas (cfr. Jn 10, 11). Para ser capaces de responder a la llamada de Dios, hay que comprender a fondo por qué vale la pena dar la vida. Es preciso preguntarse: si yo no llevo a cabo esa vocación, si hago oídos sordos a esa llamada, ¿quién repone el amor que yo dejo de dar? ¿Quién da sentido a esa cruz que yo rechazo? ¿Quién puede suplir mi singular misión? Es importante caer en la cuenta de lo que supone la omisión. Cada día es más patente que no se entrega la vida si uno no se siente responsable de una misión que cumplir, si no siente la responsabilidad de ser pastor de otros, de que por su vida entregada, otros muchos puedan vivir y hacer el bien. Son muchas las almas de las que yo tengo que responder, tantas como Dios haya puesto a mi lado a lo largo de la vida. No somos versos sueltos –una expresión que le gustaba repetir a San Josemaría Escrivá–, sino que, unidos a otros versos que nos anteceden y nos siguen, de los que depende la plenitud de nuestro significado, componemos el maravilloso poema que canta la historia de amor de Dios por los hombres. «Ninguno vive sólo para sí mismo y ninguno muere sólo para sí mismo» (Rm 14, 7). Contaba uno que trabajaba hace unos años como voluntario en un hospital de Stanford, que conoció allí a una niña llamada Liz aquejada de una extraña enfermedad. La única solución aparente era una transfusión de sangre de su hermano de cinco años, que había sobrevivido milagrosamente a la misma enfermedad anteriormente y había desarrollado los anticuerpos necesarios para combatirla. El doctor explicó la situación como pudo al hermanito y le preguntó si estaba dispuesto a dar su sangre para salvar a su hermana. El niño dudó unos momentos antes de dar un gran suspiro y aceptar. Cuando se llevaba a cabo la transfusión el chico, que estaba acostado en una cama al lado de la de su hermana, muy serio, miró al doctor y le preguntó con voz temblorosa: «Doctor, ¿cuándo voy a empezar a morirme?». El pequeño no había comprendido bien lo que le habían explicado: pensaba que se trataba de darle toda su sangre a su hermana. Y aun así estaba dispuesto: no había entendido bien cómo funcionaba la transfusión, pero había comprendido, con su corazón ingenuo, que valía la pena dar la vida por su hermanita. Debemos convencernos de que ese «yo, a mi bola» –por desgracia pronunciado, y sobre todo pensado, con tanta frecuencia–, el vivir con el corazón cuidadosamente alejado de quienes nos rodean, sin interesarse por las alegrías o tristezas, por las condiciones y las necesidades de las personas que Dios nos pone cerca, es un grave impedimento para que aparezca y crezca una verdadera vocación. Donoso Cortés decía que en el mundo el mal vence naturalmente al bien, pues el triunfo del bien sobre el mal en este mundo no es natural, sino sobrenatural. Pero si esta frase es cierta, también la es la de Edmund Burke, el gran político y primer crítico de la revolución francesa: lo único necesario para el triunfo del mal es que los buenos no hagan nada (F. Suárez). ¡Cuánto perdón debemos pedir a Dios por nuestros pecados de omisión!


De nuestra respuesta generosa están dependiendo muchas cosas grandes, y la felicidad terrena y eterna de tantas personas. Si nosotros hubiéramos estado presentes durante el anuncio del Ángel a nuestra Madre Santa María, sabiendo que de su respuesta dependía nuestra salvación, ¿qué le hubiéramos gritado?: ¡Por favor, di que sí!, ¡No te desentiendas! ¡No nos abandones!... Eso mismo nos gritarían ahora tantas almas, porque verdaderamente dependen de nuestro sí. El bien que no hagamos, quedará sin hacer para toda la eternidad: otros podrán hacer otras cosas buenas, pero no el bien que podrías y deberías hacer tú, porque depende de ti, de tu generosidad. «Sed generosos en la entrega a vuestros hermanos –pedía Juan Pablo II hablando a los jóvenes–; sed generosos en el sacrificio por los demás y en el trabajo; sed generosos en el cumplimiento de vuestras obligaciones familiares y cívicas; sed generosos en la construcción de la civilización del amor. Y, sobre todo, si alguno de vosotros siente una llamada a seguir a Cristo más de cerca, a dedicarle el corazón entero, como los Apóstoles Juan y Pablo, que sea generoso, que no tenga miedo, porque no hay nada que temer cuando el premio que espera es Dios mismo a quien, a veces sin saberlo, todo joven busca» (Discurso, 18.V.88). 2. Me amó y se entregó por mí San Pablo, en un texto impresionante, que deja traslucir la emoción, el agradecimiento y el deseo de corresponder generosamente, dice a los Gálatas: «Ahora vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2, 20). Ojalá cada uno de nosotros comprendiera con esa misma hondura que el Hijo de Dios se ha entregado por él –¡por mí!–, y sintiera ese mismo afán de corresponder. Jesús quiere seguir dando su vida no sólo por nosotros, sino en nosotros, encargados de completar en nuestra carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia (cfr. Col 1, 24), es decir, lo que falta poner de nuestra parte para que la Pasión de Cristo alcance eficazmente con su fuerza redentora a cada uno de los que nos rodean y a nosotros mismos. Cuántos hay que dan su vida por los demás, que se han jugado todo a la carta del amor a los demás por Cristo. Impresiona pensar que dan la vida con libertad, gratuidad y salvando a los demás, que son las tres grandes características de la muerte de Cristo. San Josemaría utilizaba a veces en su predicación, como ejemplo de lo que no debe ser, unos versos escritos por alguien –precisaba– que no sabía ni teología ni gramática, y que dicen así: «En este mundo enemigo, no hay nadie de quien fiar: cada cual cuide de sigo, yo de migo, tú de tigo, y procúrese salvar». Y cuando un sacerdote le comentó que había empleado este ejemplo recientemente al predicar, le preguntó: «¿se dieron cuenta de la contradicción que implica quererse salvar sin preocuparse de los demás?». Jesús, que me amó y se entregó a sí mismo por mí, nos ha dicho a todos los que queremos ser sus discípulos: «Quien quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Lc 9, 23). Nos pide así que hagamos lo mismo que Él: dar la vida por los demás. Eso es lo que significa tomar la cruz. Y nos advierte que no seremos capaces de seguirle por ese camino sin negarnos a nosotros mismos, si nos importa lo nuestro más que los demás. Cuenta una vieja tradición que el emperador bizantino Heraclio, después de haber recuperado las reliquias de la Santa Cruz que los persas tenían en su poder, quiso llevarlas a Jerusalén, pero no logró levantar del suelo aquel bendito peso hasta que se despojó del lujo de sus vestiduras imperiales y así, humildemente vestido y descalzo, pudo finalmente llevar la Cruz de Cristo. No deberíamos seguir empeñándonos en hacer compatible seguir a Cristo, ayudarle a salvar a todos los hombres, y seguir a la vez nuestro egoísmo, nuestro orgullo, nuestra comodidad, nuestro gusto: «Cristo clavado en la Cruz, ¿y tú?...: ¡todavía metido sólo en tus gustos!; me corrijo: ¡clavado por tus gustos!» (J. Escrivá, Forja, n. 761). Dice Martín Descalzo que el Viernes Santo fue la gran fiesta de la libertad. La libertad es Jesús. Ningún otro ser humano la practicó y vivió tan hasta el extremo. Fue, en vida, libre frente a las costumbres y prejuicios de su tiempo. Fue libre ante los poderosos. Libre frente a los grupos políticos y libre en la dignidad de su trato a las mujeres. Su sermón de la Montaña fue un cántico de libertad interior. Expuso su mensaje dejando libertad a sus oyentes. Nos enseñó a librarnos de los falsos dioses y de las falsas visiones de Dios. Pero fue libre sobre todo en su muerte. No le mataron sus enemigos, fue al Calvario libremente, como un Rey. Jamás hubo en la tierra un acto tan libre como esa muerte. Jesús penetró la muerte para darla a los demás. El vía crucis empezó el día de su nacimiento. Gonzalo de Berceo lo dice muy bien: «y sabiendo llegada la hora de partir, / inclinó la cabeza y se dejó morir». No murió, se dejó morir. Él, que era dueño de la vida y de la muerte.


Para estar dispuestos a morir al propio yo, es necesario comprender a fondo y valorar hasta qué punto se ha comprometido Dios a cuidar de nosotros. Si somos capaces de aceptar que nunca nos abandonará, ni se dejará ganar en generosidad por nosotros, podremos soltar las riendas de nuestra vida con más facilidad. Si las aferramos con tanta fuerza es que no estamos convencidos que nuestro Padre Dios ha adquirido ese compromiso. Morir al yo está íntimamente ligado a saber que cuidar de sus hijos está en la propia naturaleza de Dios. Es como si no estuviéramos persuadidos de lo que ganamos, al dejar por Cristo, esas cosas de la tierra. El Buen Pastor da la vida por sus ovejas. ¿Sabemos quiénes son nuestras ovejas? ¿De qué almas respondemos, estamos dispuestos a dar la vida por ellas? «Celebrar la Eucaristía ‘comiendo su carne y bebiendo su sangre’ significa aceptar la lógica de la cruz y del servicio. Es decir, significa ofrecer la propia disponibilidad para sacrificarse por los otros, como hizo Él. De este testimonio tiene necesidad urgente nuestra sociedad, de él necesitan más que nunca los jóvenes, tentados a menudo por los espejismos de una vida fácil y cómoda (...). Es urgente cambiar de rumbo y dirigirse a Cristo (...). A Jesús no le gustan las medias tintas y no duda en apremiarnos con la pregunta: ‘¿También vosotros queréis marcharos?’. Con Pedro, ante Cristo, Pan de vida, también hoy nosotros queremos repetir: ‘Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna’ (Jn 6, 68)» (Juan Pablo II, Homilía en la Misa de clausura de la Jornada Mundial de la Juventud, Roma 2000). 3. El celibato apostólico y la fecundidad de la entrega • La vocación fundamental del hombre es el amor «Dios ha creado el hombre a su imagen y semejanza (cfr. Gn 1, 26 ss.); llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado, al mismo tiempo, al amor. Dios es amor (1 Jn 4, 8), y vive en Sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y, consiguientemente, la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión (Gaudium et spes, 12). El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser humano» (Juan Pablo II, Encíclica Familiaris consortio, n. 11). Somos llamados a esa vocación fundamental precisamente como personas humanas, es decir en nuestra unidad de alma y cuerpo y, por eso, en nuestra condición de varón o mujer, que son los dos modos de ser persona humana. «En cuanto espíritu encarnado, es decir, alma que se expresa en el cuerpo informado por un espíritu inmortal, el hombre está llamado al amor en esta su totalidad unificada. El amor abarca también el cuerpo humano, y el cuerpo se hace partícipe del amor espiritual» (Ibidem). La persona humana es unidad sustancial de materia y espíritu. El cuerpo expresa a la persona, y por eso el don de sí se expresa mediante el cuerpo. El don de sí mismo no puede ser más que total: la persona puede donar una parte mayor o menor de lo que tiene, pues el tener es mensurable, pero no puede donar una parte más o menos de lo que es, pues el ser persona no es mensurable (en cuanto ser espiritual), ni divisible. La persona, o se da o no se da: no es posible darse a medias ni darse compartidamente, en don total de sí, a varios. Así, el carácter insustituible del amado es la lógica más profunda de la donación amorosa. Se entiende muy bien, por eso, que la elección de Israel por parte de Dios en la Antigua alianza se manifieste con un lenguaje propio del amor conyugal (cfr. Familiaris consortio, n. 12); y con esa misma lógica se manifiesta el amor con el que Dios ama a su Iglesia y a cada persona: es un amor esponsal, una alianza, un amor comprometido, que reclama la donación recíproca para pertenecerse por completo, en un amor exclusivo, fecundo y eternamente fiel. • Matrimonio y celibato: dos caminos a la plenitud del amor La llamada a aquella plenitud de amor que es la razón de que el hombre haya sido creado a imagen de Dios, se realiza por dos caminos diferentes: «La Revelación cristiana conoce dos modos específicos de realizar integralmente la vocación de la persona humana al amor: el matrimonio y la virginidad. Tanto el uno como la otra, en su forma propia, son una realización concreta de la verdad más profunda del hombre, de su ser imagen de Dios» (Ibidem). Desde este punto de partida, se puede comprender el porqué y la profunda belleza del celibato apostólico: el don por el que Dios, que llama a muchos –a la mayoría– a la plenitud del amor a través del matrimonio, llama también a otros muchos a la plenitud del amor mediante la renuncia al matrimonio para dedicarse en alma y cuerpo, con una disponibilidad absoluta, a extender el Reino de los cielos. El celibato por el Reino de los cielos es un tesoro en la vida de la Iglesia. Juan Pablo II recordaba en su carta Novo Incipiente (8.IV.1979, n. 8) que sabemos y creemos que el matrimonio


es un sacramento grande, pero «el motivo esencial del celibato está contenido en la verdad que Cristo declaró, hablando de la renuncia del matrimonio por el Reino de los cielos (...). El celibato es un don del Espíritu». Esa afirmación de que el celibato es un don resulta de capital importancia: no es una mera opción personal ni una pura situación de hecho o casual. No es una simple renuncia de la persona que decide tomar ese camino en la vida, sino la respuesta a una llamada que Dios hace a quienes previamente ha otorgado la gracia de seguirle de ese modo. Y constituye a la vez un don para toda la Iglesia y para todos los hombres, porque es necesario para el Reino de los cielos; de ahí que Dios no deje de llamar, en todas las épocas, a muchos al celibato. Matrimonio y celibato son dos modos de amar a Dios y al prójimo. Los dos caminos pueden llevar a la santidad. Sin embargo, como enseña San Pablo, «cada cual tiene de Dios su propio don» (1 Co 7, 7): cada persona se santifica respondiendo con generosidad a las gracias y dones recibidos de Dios, que pide más a quien más otorga. La encíclica Familiaris consortio, ya varias veces citada, recuerda que «la virginidad testimonia que el Reino de Dios y su justicia son la perla preciosa que se debe preferir a cualquier otro valor aunque sea grande, es más, que hay que buscarlo como el único valor definitivo. Por eso la Iglesia, durante toda su historia, ha defendido siempre la superioridad de este carisma sobre el del matrimonio, por razón del vínculo singular que tiene con el Reino de Dios». Quienes se casan viendo en el matrimonio su camino de santidad, saben bien que el matrimonio no es un estorbo, porque el mismo cariño humano, el limpio amor conyugal, se eleva al plano sobrenatural de la caridad y es amor a Dios. La santidad se mide con el metro del amor a Dios, no con el del celibato o el del matrimonio. Sin embargo, la Iglesia enseña que el celibato por el Reino de los cielos es, considerado en sí mismo, un don superior. Para comprender esta enseñanza de la Iglesia conviene caer en la cuenta de que la unión de los cónyuges cristianos en el matrimonio, elevada a la dignidad de sacramento por Cristo, es signo e imagen de la unión de Cristo Esposo hacia su Iglesia. Así, la clave para comprender en toda su hondura la significación sacramental del matrimonio cristiano es el amor esponsal de Cristo, Hijo de la Virgen, que era Él mismo célibe. Matrimonio y virginidad se radican en el mismo misterio de la unión de Cristo con su Iglesia, pero el celibato lleva a imitar esa entrega esponsal de Cristo sin la mediación del amor matrimonial. Puede decirse, para que se comprenda mejor, que si la castidad conyugal –es decir, el matrimonio vivido con fidelidad al plan de Dios– permite realizarse en una comunión total y exclusiva, la castidad virginal, por su parte, en cuanto forma específica de realización de la sexualidad, permite realizarse en una comunión total y universal. La entrega de Cristo en la Cruz es donación en su carne, en su cuerpo, ofrecido en sacrificio. El don de sí mismo al Padre en la obediencia hasta la muerte de cruz es don de sí por la Iglesia, por el Reino de los cielos. Es, al mismo tiempo, amor a Dios Padre y a toda la humanidad. El amor redentor de Cristo es un amor esponsal y su acto de autodonación es la forma de la unidad entre el Esposo y la Esposa. Es donación total y exclusiva a su Iglesia. En el don del celibato se da una participación en ese amor total y universal de Cristo por la Iglesia. Por eso no es posible entender el celibato, si no es por su fin apostólico, por el Reino de los cielos (Mt 19, 12). Cuando Cristo llama al celibato es por la instauración del Reino de Dios entre los hombres: para que todos se salven. Qué duda cabe de que la continencia implica la negación de uno mismo para seguir a Cristo, pero ante esa llamada, se debe considerar no sólo cuánto cuesta, sino cuánto vale: se deben pensar sobre todo las razones para construir el sí, con el convencimiento de que Dios otorga ese don a quienes quiere, porque es necesario para la realización del Reino de Dios en su dimensión terrena. No hace mucho tiempo, hablaba de asuntos espirituales con un sacerdote sabio y muy experimentado en las cosas de Dios. Le pregunté cómo se podía mejorar en la capacidad de sacrificio por los demás, qué hacer para no tener miedo a la mortificación. Me dio una explicación que merece ser comentada aquí. Me decía que cuando uno se mortifica –es decir, muere voluntariamente a sí mismo en algún aspecto–, en cierto modo sube a la cruz y Jesús puede bajarse: es como si pudiéramos, de alguna manera, suplir al Señor, ayudarle en su sacrificio y aliviarle (entiéndase bien que lo que descansa a Cristo no es dejar de redimirnos, que eso no lo hace nunca, sino que le ayudemos, que comprendamos el sentido de su entrega, que compartamos su amor que se sacrifica por los que ama y metamos nuestra vida por ese camino). A ciertas edades –me explicaba– los hombres empezamos a no tener demasiado interés en nosotros mismos –ya hemos tenido tiempo de sobra para conocernos y aceptar, a veces resignadamente, la realidad de lo que somos–, así que el propósito de ser más mortificados por el puro hecho de serlo, por nosotros mismos, para alcanzar una mayor perfección o hermosura espiritual, no nos mueve significativamente. Pero esa posibilidad de hacerlo por Él ya es otra cosa: ese motivo de amor y de correspondencia sí que es capaz de empujarnos a aceptar alegre y generosamente el sacrificio.


Se trata de una realidad misteriosa, sobrenatural, pero mucho más real que el hecho de que estuviéramos hablando allí nosotros, o de que yo escriba ahora estas ideas. Me parece que, a raíz de esa explicación, entendí un poco mejor el sentido profundo de aquellas palabras de Jesús al Padre durante la última cena: «Yo por ellos me santifico, para que sean también ellos santificados en la verdad» (Jn 17, 29); para comprender mejor su significado, se debería traducir: Yo por ellos me entrego, (me sacrifico). Y aquí radica el sentido del celibato apostólico. Nadie entrega la vida si no es por otro u otros a los que ama y de los que se siente responsable. Comprender el valor de la virginidad por amor al Reino de los cielos, requiere entender algo de ese Reino, de la necesidad absoluta de Dios que tiene cada hombre y cada mujer; de la necesidad que Jesús tiene de apóstoles para poder hacer llegar su luz y su amor a todas esas almas. Quienes dejan casa, padre, madre, hermanos y hermanas, mujer e hijos por amor al Reino de los cielos, recibirán como fruto de su entrega el ciento por uno –en almas, hijas de su entrega, y en la alegría de una vida terrena llena de fecundidad espiritual– y la vida eterna (cfr. Mc 10, 30). Es capaz de corresponder a la llamada de Cristo a seguirle en celibato apostólico quien comprende que de nada se priva el que se priva de todo lo que no es el Amor. Y en la medida en que está dispuesto a ser generoso y a corresponder fielmente –con la gracia de Dios– al don del celibato, se actualiza en su vida la eficacia redentora del sacrificio de Cristo en la cruz –sube a la cruz y Él baja, decíamos antes– y el amor se hace fecundo y permanente, con una fecundidad que lleva a salir de sí mismo, a enriquecer, a engendrar a otras almas para la vida eterna en la fuerza y en la belleza del amor de Cristo, como dice con santo orgullo San Pablo a los fieles de Corinto: «yo os engendré en Cristo Jesús por medio del Evangelio» (1 Co 4, 15). • Celibato y fecundidad En efecto, el celibato, como hemos venido considerando, es un modo de realizar en plenitud la vocación radical del hombre al amor, también por lo que se refiere a la fecundidad de ese amor. Dios ha concedido al hombre el gran poder de transmitir la vida, de procrear, y ha querido que la generación participe de la misma lógica que puso en marcha la creación del cosmos y del hombre, es decir el desbordamiento del amor, la voluntad de perseguir el bien del otro, el deseo de hacer a otros partícipes del bien que se posee; en otras palabras, el don de sí. Del mismo modo, para transmitir la vida espiritual no hay otro camino que entregar la propia vida. El Buen pastor da la vida por sus ovejas. San Pablo explica a los Corintios que quien elige el matrimonio hace «bien», y el que elige el celibato –porque considera que es eso lo que le pide el Señor– hace «mejor» (cfr. 1 Co 7, 38). Probablemente muchos santos, que han dejado un surco profundo y divino en la tierra, hubieran hecho muchas cosas buenas si se hubieran casado. Habrían podido ser maravillosos padres de familia, habrían educado muy bien a los hijos que Dios les hubiera dado y habrían colaborado en tantas empresas estupendas. Pero, al oír la llamada de Dios, no se reservaron, contentándose con la posibilidad de hacer cosas «buenas» sino que escogieron la «mejor» que podían hacer en sus circunstancias. Pensemos, por ejemplo, en el patrón de Navarra, san Francisco Javier: su entrega generosa y totalmente desprendida sirvió para «incendiar» de amor de Dios el lejano Oriente; la fecundidad de su vida desbordó con mucho las previsiones de cualquier planteamiento humano. El celibato o virginidad para toda la vida ha sido la experiencia de aquellos que han correspondido al don de Dios, a fin de ser corredentores con Cristo, con una respuesta particular de amor (de amor esponsal) que abarca todas las dimensiones de la persona. Los que, movidos por esa gracia de Dios, eligen seguir a Jesús en celibato apostólico reciben el don de que los demás vean en ellos a Cristo que nos redime y salva. Puede decirse, para ilustrar de algún modo esta realidad que resplandece en la vida de tantos santos –y de tantos otros que viven hoy entre nosotros– que si los esposos, siendo fieles en su matrimonio, reflejan con sus vidas el amor creador de Dios, quienes viven el celibato por el Reino de los cielos muestran el amor redentor de Dios. Así, el mejor modo de entender el amor de Dios al crearnos es pensar en el amor de nuestros padres; y el mejor modo de entender el celibato es pensar en Cristo en la cruz. El don del celibato apostólico es una predilección de Dios hacia la humanidad. De la respuesta generosa a ese Amor deriva una inmensa fecundidad, una dilatada y gozosa paternidad espiritual: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16). • Celibato y madurez en el amor Muchos, mirando las cosas con escaso sentido sobrenatural, piensan que no es posible la realización de la persona en el celibato, que este modo de vivir es un obstáculo para alcanzar la madurez, el desarrollo también afectivo, el saber de la vida. Pero del mismo modo que hemos dicho que la santidad no se mide con el metro del celibato o del matrimonio, sino con el metro del amor, hay que


decir que la madurez de la persona no depende sin más de que viva en celibato o en matrimonio. Entender esto resulta especialmente importante hoy. Vivimos en una época en que muchas personas parecen incapacitadas para comprender la hermosura de vincularse o comprometerse por amor. Ya tuvimos ocasión de tratar algo este tema. Si los niños y adolescentes no respiran una atmósfera de amor oblativo, de verdadera donación recíproca entre los padres y entre los demás adultos que les rodean –también desde las pantallas y desde las páginas de la prensa–, si sólo perciben eso que se da en llamar amor como un mecanismo de autoabastecimiento, en el que lo absolutamente prioritario son los propios deseos, impulsos y satisfacciones, crecen desconfiados, escépticos y suspicaces, por lo que es lógico no poder esperar más que actitudes ególatras, cerradas a la amistad profunda y al don amoroso de sí. En un clima de inseguridad generalizada y de sospecha acerca de cualquier forma de fidelidad, encontramos la base de la mayor parte de las incomprensiones y críticas actuales al celibato apostólico. Es lógico que ante mentalidades cerradas al verdadero horizonte del amor como vocación a la donación irrevocable de sí mismo, refractarias a todo compromiso de totalidad, el celibato por el Reino de los cielos aparezca como algo inhumano y de hecho imposible. Pero no perdamos de vista que esa misma mentalidad impide comprender en profundidad la verdad del matrimonio –y realizarse personalmente en él–, porque ambas realidades tienen el mismo fundamento. Son, como hemos visto, dos caminos que parten de la misma vocación fundamental de la persona al amor y que conducen, por itinerarios diferentes, a su plena realización: «La virginidad y el celibato por el Reino de Dios no sólo no contradicen la dignidad del matrimonio, sino que la presuponen y la confirman. El matrimonio y la virginidad son dos modos de expresar y de vivir el único misterio de la alianza de Dios con su pueblo» (Familiaris consortio, n. 16). Sólo quien comprende de verdad el significado del matrimonio es capaz de entender el celibato; y quien comprende la lógica profunda de amor esponsal, total, que encierra el celibato apostólico, es capaz de apreciar el verdadero valor del matrimonio al que Dios le llama a renunciar por el Reino de los cielos. En realidad, lo imprescindible en todo caso es entender de amor, cosa que no cabe dar por supuesta en modo alguno. Aunque, lamentablemente, sólo sean «noticia» en ciertos medios, que los airean con un celo digno de mejor causa, algunos casos tristes de fracaso espiritual, de enfermedad o de dolorosa infidelidad, es un hecho patente y un verdadero tesoro en la vida de la Iglesia la fidelidad inmensamente mayoritaria de millares de personas llamadas por Cristo a seguirle por ese camino; así como es un hecho también que el celibato, vivido por una razón de orden espiritual, produce ordinariamente personalidades maduras, equilibradas, serenas, especialmente capacitadas para la entrega generosa a los demás. Lo que más importa para la madurez de la persona es querer algo o a alguien de todo corazón y definitivamente, entregarse de verdad y sin reservas. La libertad auténtica abraza lo irrevocable, mientras que las personas interiormente poco libres –inmaduras– eligen solamente lo provisional, lo pasajero. El hombre se realiza si vive la apertura del amor y del servicio como un «modo de existir» (J.B. Torelló). Por eso el único verdadero enemigo de la personalidad madura es el egocentrismo. No hay más fracasados en el celibato que en el matrimonio: en uno y otro caso la maduración y la felicidad de la persona provienen de la mayor o menor victoria conseguida sobre el egocentrismo: el que no sabe darse se pierde, sea cual sea su modo de vida; quien no sabe negarse está incapacitado para el amor, también en el matrimonio, porque éste no es un camino automático y facilón de realización y de madurez. Lo explicaba no hace mucho Juan Pablo II a más de dos millones de jóvenes reunidos en Roma para escucharle: «Es importante darse cuenta de que, entre todas las preguntas que surgen en vuestro interior, las decisivas, no se refieren al qué. La pregunta de fondo es quién: hacia quién ir, a quién seguir, a quién confiar la propia vida. Pensáis en vuestra elección afectiva e imagino que estaréis de acuerdo: lo que verdaderamente cuenta en la vida es la persona con la que uno decide compartirla. Pero ¡atención! Toda persona es inevitablemente limitada, incluso en el matrimonio más encajado, se ha de tener en cuenta una cierta medida de desilusión (...). Sólo Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios y de María, la Palabra eterna del Padre, que nació hace dos mil años en Belén de Judá, puede satisfacer las aspiraciones más profundas del corazón humano». El matrimonio requiere, reclama, una entrega plena y continuamente actualizada. Por eso marido y mujer se convierten el uno para el otro en camino hacia el Cielo. Los seres humanos tenemos defectos, somos limitados, y la referencia a Dios es el fundamento radical que permite al amor humano desarrollarse en plenitud de entrega, superando generosamente las limitaciones del otro, cosa completamente imposible si no se entiende la lógica de la entrega y del sacrificio, del Amor esponsal de Cristo, que subyace a los dos caminos del amor.


No son, pues, el matrimonio o el celibato, en sí mismos, los que dan plenitud y sentido a la vida, sino la fe y el amor que actualizan la capacidad del hombre de superarse a sí mismo, de ir más allá de su limitación en el don de sí al otro. La dedicación que el amor humano lleva consigo –dice Torelló– exige no pocos sacrificios. La realidad del amor y la vida sexual prueban la insuficiencia, la limitación, la relatividad de una unión que ansía infinitud, eternidad y un carácter absoluto que, de por sí, ni el amor ni la sexualidad humanos están en condiciones de ofrecer. Razón por la que todos los que se aman deben aceptar al final, como enseña Thibon, que amar no es saciarse ni devorarse uno a otro, sino sufrir juntos el hambre y transformarla en oración común. Quien vive el celibato renuncia al uso de su facultad física de engendrar, pero no al amor que lleva a darse por entero para transmitir la vida a otros: no es un mutilado afectivo, un hombre o una mujer que vive con parte de su naturaleza anquilosada y muerta. El amor que empuja a esa entrega total es un amor que sabe amar con toda el alma y con todo el cuerpo. El amor a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, integra y armoniza todos los niveles y facetas del amor personal: instintivo, afectivo, espiritual; llena, sin vacíos ni carencias, toda la capacidad del corazón humano. «Es una pena no tener corazón. Son unos desdichados los que no han aprendido nunca a amar con ternura. Los cristianos estamos enamorados del Amor: el Señor no nos quiere secos, tiesos, como una materia inerte. ¡Nos quiere impregnados de su cariño! El que por Dios renuncia a un amor humano no es un solterón» (J. Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 183). Ciertamente, lo que se podría ver como renuncia, es en realidad una rotunda afirmación de amor (don sincero de sí). Es como si Dios dijera a quien llama por ese camino: toda tu capacidad de amar la quiero colmar Yo y sólo Yo, y no quiero que la compartas con nadie. La castidad perfecta –escribió Salvador Canals– es amor, amor exclusivo de Dios, un amor que no pesa, un amor de Dios que nos hace ligeros y ágiles y que, al mismo tiempo, nos colma de una profunda y serena felicidad. Quien recibe este don y corresponde a él con generosidad, puede decir verdaderamente: nada me falta, porque experimenta gozosamente la plenitud existencial, la madurez enamorada que lleva a exclamar: «¡No hay más amor que el Amor!» (J. Escrivá, Camino, n. 417). 4. Luz del mundo San Francisco Javier, en una carta a san Ignacio, advierte de la responsabilidad apostólica que tenemos los cristianos: «Muchos cristianos se dejan de hacer en estas partes por no haber muchas personas que se ocupen. Muchas veces me mueven pensamientos de ir a los estudios de esos lugares, dando voces, como hombre que ha perdido el juicio, y principalmente a la universidad (...), diciendo a los que tienen más letras que voluntad para sacar fruto de ellas: ¡cuántas almas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negligencia de ellos! Y así como van estudiando en letras, si estudiasen la cuenta que Dios les pedirá por ellas, y del talento que les ha dado, muchos de ellos se moverían poniendo medios y ejercicios espirituales para conocer y sentir dentro de sus almas la voluntad divina, adecuándose más con ella que con sus propios gustos, diciendo: aquí estoy Señor; ¿qué debo hacer?». Esto vale para la vocación sacerdotal, para la vocación religiosa y para la llamada misionera, pero también para los cristianos corrientes. Cristo nos llama porque quiere necesitarnos para continuar su misión en el mundo y nos ha confiado a cada uno un sitio concreto para hacerse presente ahí. Ser un cristiano normal no es un dato estadístico: no significa que soy un cristiano corriente porque Dios no tiene nada especial que encargarme, sino que estoy en medio del mundo porque Dios me ha llamado a realizar la misión de Cristo en el mundo, siendo éste mi modo de ser cristiano. Ser un cristiano corriente es la forma de ser cristiano de aquel que ha de ser santo en las circunstancias corrientes. Si en algún sitio te parece que no tiene sentido dar testimonio cristiano, que Cristo no pinta nada ahí, que está fuera de lugar, es que tú, como cristiano, tampoco tienes nada que hacer ahí... • Dios quiere necesitar de nosotros Las palabras de Jesús tienen hoy la misma fuerza y novedad que hace dos mil años: «Vosotros sois la sal de la tierra, (...) vosotros sois la luz del mundo (...). Que vuestra luz brille ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos» (Mt 5, 13-16). Es impresionante pensar que podemos ser necesarios a Dios para ayudarle a que todos los hombres se salven, sean felices eternamente. El Papa Juan Pablo II lo recordaba así a los jóvenes: «(Cristo) hoy os llama para ser sal y luz del mundo, para escoger el bien, vivir en la justicia, para convertiros en instrumentos de amor y paz. Su llamada siempre ha exigido una elección entre lo bueno y lo malo, entre la luz y las tinieblas, entre la vida y la muerte (...). ¿Qué llamada seguirán los centinelas


de la mañana? Creer en Jesús es aceptar lo que él dice, aunque esté en contra de lo que otros digan. Significa rechazar las solicitudes del pecado, por más atractivas que parezcan, siguiendo la exigente senda de las virtudes del Evangelio. Jóvenes que me escucháis: ¡contestad al Señor con corazones fuertes y generosos! Él cuenta con vosotros. Nunca lo olvidéis: ¡Cristo os necesita para llevar a cabo su plan de salvación! Cristo tiene necesidad de vuestra juventud y de vuestro generoso entusiasmo para hacer resonar su proclamación de alegría en el nuevo milenio. ¡Responded a su llamada poniendo vuestras vidas al servicio de vuestros hermanos y hermanas! Confiad en Cristo, porque él confía en vosotros» (Jornada Mundial de la Juventud, Toronto, julio de 2002). La conversión del mundo pasa necesariamente por la unidad con Cristo, por nuestra santidad, por nuestra conversión. Es San Marcos el que relata: «y eligió a doce para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 14); y el mismo evangelista narra al final de su Evangelio: «ellos partieron y predicaron por todas partes mientras el Señor obraba junto a ellos y confirmaba la palabra con los prodigios que la acompañaban» (Mc 16, 20): estar con Él y ser enviado son dos dimensiones de la vida cristiana, del apostolado, que se dan siempre simultáneamente. «Los cristianos –decía Juan Pablo II en otro momento de esa misma Jornada– no pueden dejar de sentir en sus corazones el orgullo y la responsabilidad de su llamada a ser testigos de la luz del Evangelio. Precisamente por este motivo, os digo esta tarde: ¡que la luz de Cristo brille en vuestras vidas! ¡No esperéis a tener más años para adentraros en el camino de la santidad! La santidad siempre es juvenil, de la misma manera que la juventud de Dios es eterna. Comunicad a todas las personas la belleza del encuentro con Dios que da sentido a vuestra vida». • Testigos fieles de la verdad La misión cristiana nace de un mandato específico, de un encargo que Cristo nos hace: «Como Tú me has mandado al mundo, así los he enviado yo al mundo» (Jn 17, 18). La misión de Jesús en el mundo se prolonga en la de sus apóstoles y, en comunión con ellos, en la de toda la Iglesia, que cada cristiano recibe personalmente al ser bautizado y confirmado. Por eso, el discípulo de Cristo no puede no profesar su fe ante los hombres, sus iguales, en toda su integridad y total radicalidad. No puede desvirtuar el contenido del Evangelio convirtiéndolo en una ética de ideales meramente humanos. Ser fiel a la verdad del Evangelio constituye el signo de identidad en un mundo materializado y paganizado. El cristiano, testigo de Cristo ante los hombres, ha sido llamado a manifestar sin miedos ni respetos humanos la Verdad. Este testimonio de la Verdad es hoy más necesario que nunca, en un momento de la historia en que tantos huyen de la verdad para esconderse en su subjetivismo egoísta, diluyen los valores cristianos en el relativismo escéptico. Con cuánta frecuencia el cristiano consecuente es encuadrado como antiguo, intolerante o exagerado, cuando no «políticamente poco correcto». El mundo, que rechaza la verdad porque es exigente y no se deja domesticar, llama intransigente a la fidelidad, y enemigo de la libertad al que no está dispuesto a dar el mismo valor a la verdad y a la mentira. No hay que tener miedo por eso (cfr. Mt 10, 31). Por dar testimonio de la Verdad, Cristo mismo fue signo de contradicción y fue llevado a la Cruz. Y para que nadie se asustara, nos advirtió bien claramente que «no es el discípulo mayor que su maestro» (Mt 10, 24), y nos avisó de muchas maneras: «todos os odiarán por mi causa, pero quien persevere hasta el final se salvará» (Mt 10, 18). Pero, al mismo tiempo, nos confortó con sus promesas: «al que me confiese delante de los hombres, Yo le confesaré delante de mi Padre» (Mt 10, 32); «Dichosos vosotros cuando os insulten, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa» (Mt 5, 11); «Id, pues y haced discípulos a todos los pueblos (...). Yo estoy con vosotros» (Mt 28, 19-20). Vale la pena ser testigos fieles del Señor, porque gracias a eso muchos se encontrarán con Él y tendrán la Vida: «El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe a mí, recibe al que me ha enviado» (Mt 10, 40). «En una montaña cercana al lago de Galilea, los discípulos de Jesús escuchaban su voz dulce y apremiante: dulce como el paisaje mismo de Galilea, apremiante como una llamada a escoger entre la vida y la muerte, entre la verdad y la mentira. El Señor pronunció entonces palabras de vida que estarían llamadas a resonar para siempre en el corazón de los discípulos. Hoy os dirige las mismas palabras, jóvenes (...). ¡Escuchad la voz de Jesús en lo íntimo de vuestros corazones! Sus palabras os dicen quién sois en cuanto cristianos. Os muestran lo que tenéis que hacer para permanecer en su amor. Jesús ofrece una cosa, el espíritu del mundo ofrece otra (...), ofrece muchas ilusiones, muchas parodias de la felicidad. Sin duda las tinieblas más espesas son las que se insinúan en el espíritu de los jóvenes, cuando falsos profetas apagan en ellos la luz de la fe, de la esperanza y del amor. El engaño más grande, el manantial más grande de la infelicidad, es la ilusión de encontrar la vida prescindiendo de Dios, alcanzar la libertad excluyendo las verdades morales y la responsabilidad personal. El Señor nos invita a escoger entre dos caminos, que están en competencia, para apoderarse de vuestra alma» (Juan Pablo II, Homilía en la Jornada Mundial de la


Juventud, Toronto, julio de 2002). • El realismo del verdadero idealista Con frecuencia, quien se propone vivir coherentemente su fe, oirá que sus amigos le advierten que es demasiado idealista, y quizá le animarán a ser más realista. El auténtico seguidor de Cristo no es ni idealista ni realista, en el sentido corriente de esos términos, porque su corazón abarca y comprende simultáneamente ambas definiciones. Ordenar la propia vida sobre las virtudes cristianas supone una constante superación de la realidad –de lo que muchos realistas de corto alcance consideran la realidad–, pues no es posible vivir de la fe si se permanece aferrado a las realidades tangibles; y, a la vez, es preciso que nuestro amor, nuestro ideal, sea más fuerte que todos nuestros egoísmos: por eso tiene que ser un ideal que sepa encarnarse en lo concreto, que impregne realmente las realidades más inmediatas de nuestra vida real. El cristianismo es una religión para este mundo. Como dice certeramente un autor: urge hablar y redescubrir la vida ascética. Los sentimientos han de ser sustituidos por los compromisos, las buenas intenciones por las buenas obras y las grandes palabras por las grandes virtudes (I. Riera Fernández). No querrá empeñar su vida siguiendo la llamada de Jesucristo al apostolado quien viva pendiente de contar siempre con el aplauso del mundo: hay que contar con la incomprensión y hasta con el rechazo, pero también hay que contar con que lo que verdaderamente necesita cada hombre, cada mujer, aun sin saberlo, es a Cristo. Cada uno ha sido creado para su Amor, y fuera de Él sólo encuentra insatisfacción. El corazón de cada persona ansía –tantas veces en secreto– la verdad, la posibilidad de fiarse, por fin, del amor, sin cautelas y sin traiciones, la claridad y el sosiego de la mirada de Jesús, y cuando la encuentra, la reconoce: se da cuenta de que es eso lo que buscaba. A la vez que no hay que hacerse ilusiones de una vida fácil o de batir continuamente récords de popularidad a base de decir y vivir la verdad, hay que confiar en todo lo bueno que hay en el corazón de los hombres, que son hijos de Dios. Por eso, ser testigos de la fe no nos puede llevar a la intolerancia, a vivir a la defensiva, a juzgar amargamente a los demás, o a actitudes cerradas. La fe es una invitación, no una imposición. Vivir coherentemente la fe dentro del pluralismo de los hombres es, hoy más que nunca, el gran desafío para el cristiano. La vocación cristiana es radical y profundamente humana, al mismo tiempo. Alguno que haya leído hasta aquí estas consideraciones, podría cuestionarse todavía hasta qué punto puede ser importante su entrega, su generosidad, su respuesta a la llamada en un mundo o ambiente como el de hoy. ¿No sería inútil todo ese nadar contra corriente que, en la práctica, quizá ni se notaría? En lugar de argumentar, responderé con una historia que, si no ha sucedido verdaderamente –que no lo sé–, puede darnos materia muy verdadera para meditar. Cuentan de un joven que fue a visitar a un hombre entregado a Dios, con fama de buen consejero, para hablarle de sus inquietudes acerca de la razón de su existencia y de su posible vocación. Recibió los oportunos consejos y quedaron para verse más adelante. Cuando el joven volvió, este hombre de Dios (deduzco que era sacerdote) le contó un sueño que había tenido. Había soñado que moría y, al llegar al cielo, le decían que pidiese lo que quisiera, porque le sería concedido. Después de pensar un momento, dijo que siempre había tenido un gran deseo de conocer a aquel Ángel que fue enviado a confortar a Jesús en la agonía del Huerto de Getsemaní. Hicieron venir al Ángel y les dejaron hablar a sus anchas. En un momento de la conversación, el buen sacerdote preguntó al Ángel lo que quería saber: ¿Qué le dijiste a Jesús cuando sudaba sangre al ver todo lo que iba a sufrir por nosotros los hombres? ¿Cómo le consolaste? Aquí interrumpió el sacerdote la narración del sueño y se dirigió al joven, que le escuchaba completamente prendido de sus palabras: – ¿Quieres de verdad saber lo que me dijo el Ángel? –¡Pues claro! –respondió el muchacho. –Muy bien, entonces te lo diré: el Ángel le habló a Jesús de ti y de tu generosidad. Cristo es la luz del mundo, y quiere necesitar de ti para que esa luz alcance a iluminar los corazones de muchos. Siempre vale la pena decirle: cuenta conmigo, Señor. Juan Pablo II, anciano, enfermo y agotado por tantos años de lucha y de entrega generosa, nos decía hace poco: «Vosotros sois jóvenes, y el Papa está viejo y algo cansado. Pero todavía se identifica con vuestras expectativas y con vuestras esperanzas. Si bien he vivido entre muchas tinieblas, bajo duros regímenes totalitarios, he visto lo suficiente como para convencerme de manera inquebrantable de que ninguna dificultad, ningún miedo es tan grande como para poder sofocar completamente la esperanza que palpita siempre en el corazón de los jóvenes. ¡No dejéis que muera esa esperanza! ¡Arriesgad vuestra vida por ella! Nosotros no somos la suma de nuestras debilidades y nuestros fracasos; por el contrario, somos la suma del amor del Padre por nosotros y de nuestra real capacidad para convertirnos en imagen de su Hijo». (Homilía en la Jornada Mundial de la Juventud, Toronto, julio de 2002). 5. Aquí me tienes, Dios mío


En sus raíces lingüísticas la palabra «obedecer» connota el sentido de escucha y está referida en la Escritura sobre todo a la palabra de Dios. El término griego (hypakouein) que se usa para traducir en el Nuevo Testamento la obediencia, literalmente significa «escuchar atentamente» o «prestar atención»; y la palabra latina «oboedientia» (obaudire) significa lo mismo. Obedecer significa someterse a la Palabra, reconocerle un poder real sobre uno. La obediencia es la clave que abre el corazón de Dios Padre. Dios concede el Espíritu Santo a los que se le someten (Hch 5, 29). Desobedecer (parakouein), por el contrario, significa escuchar de mala manera, distraídamente. Podríamos decir que es escuchar sin sentirse vinculados por lo que se escucha, conservando el propio poder de decisión frente a la Palabra. Los desobedientes son los que escuchan la Palabra pero no la ponen en práctica (cfr. Mt 7, 26), no porque lo intenten y se queden cortos, sino porque ni siquiera se plantean el problema. Si queremos entrar en la complacencia de Dios, debemos aprender a decir: «aquí me tienes». A lo largo de toda la Biblia resuena esta expresión, de las más queridas por Dios. Abraham dijo: «¡Aquí me tienes!» (Gn 22, 1); Moisés dijo: «¡Aquí me tienes!» (Ex 3, 4); Samuel dijo: «¡Aquí me tienes!» (1 Sam 3, 1); Isaías dijo: «¡Aquí me tienes!» (Is 6, 8); María dijo: «¡Aquí me tienes!» (Lc 1, 38). En el sí de todos ellos hay una figura anticipada del sí rotundo y absoluto de Jesús, que dijo definitivamente con su encarnación y con toda su vida, hasta entregarse por nosotros: «¡Aquí me tienes!» (Hb 10, 9). El Salmo 40 describe una experiencia espiritual que se cumple plenamente en la obediencia de Cristo, y cuya meditación seguramente nos ayudará. El salmista, rebosante de alegría al considerar los beneficios recibidos de Dios, se pregunta qué puede hacer para corresponder a tanta bondad: ¿ofrecer holocaustos, víctimas? Pero comprende que no es esto lo que agrada a Dios, que lo que Dios merece no son cosas suyas, sino su propio ser, su amor. Entonces dice: «Aquí estoy, como está escrito de mí al comienzo del libro, para hacer, oh Dios, tu voluntad. Dios mío, lo quiero, llevo tu ley en mis entrañas». La bondad de Dios con nosotros, su Amor infinito que se vuelca con cada uno de manera inexplicable es la razón que debe llevarnos a la correspondencia, poniéndonos a disposición del Señor. Por eso debemos proponernos seriamente, como meta real de nuestra vida, ser santos, pero es muy importante comprender que esta decisión nos llevará adelante, a pesar de todos los obstáculos y dificultades, si no la tomamos porque nos fiemos de nosotros mismos, sino porque nos fiamos de Dios. ¿Por qué nos agitamos y confundimos por los problemas que trae la vida? Dejemos que sea Dios quien controle todas nuestras cosas. Cuando nos entreguemos totalmente, las cosas se resolverán a su tiempo, con tranquilidad, de acuerdo con sus planes. No nos apresuremos, no forcemos al Señor como si quisiéramos que sus planes coincidan con los nuestros, cerremos los ojos del alma y con paz digamos: Jesús, yo confío en Ti. Tratemos de evitar todos esos pensamientos que nos angustian, queriendo comprender todo lo que nos pasa, no arruinemos los planes de Dios queriendo imponerle nuestras ideas, dejemos a nuestro Padre Dios que actúe en nuestras vidas. Entreguémonos con completa confianza y dejemos nuestro futuro en sus manos, nos irá mucho mejor: Jesús, yo confío en Ti. Tenemos una visión chata de la vida, nos falta el relieve, la profundidad, la visión sobrenatural. Si nos dejamos curar por Él de nuestras enfermedades, de nuestras debilidades espirituales, seremos suyos para siempre. No tengamos miedo, nos ama más que nadie en el mundo, dejemos todas nuestras cosas en sus manos: Jesús, yo confío en Ti. Permitamos que el Señor pueda disponer de nuestros brazos, para seguir bendiciendo en el mundo; prestémosle nuestro corazón, para seguir amando al mundo; confiemos en el Señor, descansemos en Él; facilitemos que pueda seguir haciendo milagros en el mundo por medio de cada uno de nosotros: Jesús, yo confío en Ti. «Si respondes a la llamada que te ha hecho el Señor, tu vida –¡tu pobre vida!– dejará en la historia de la humanidad un surco hondo y ancho, luminoso y fecundo, eterno y divino» (J. Escrivá, Forja, n. 59). 6. Pensar en el Cielo Cuentan que, durante un viaje en funicular, cuando estaban a punto de alcanzar la cima, viendo la impresionante caída que tenían debajo, una señora le preguntó al conductor:


–Oiga, ¿qué ocurriría si se rompiese el cable? –Pondríamos enseguida los frenos –contestó el conductor. La señora, que seguía preocupada, insistió: –¿Y si los frenos no funcionasen? –Tranquila, señora, tenemos doble freno de seguridad. La señora, todavía no satisfecha, continuó preguntando: –¿Y a dónde iríamos a parar si tampoco éstos respondiesen? –Pues al cielo o al infierno, señora, según los méritos de cada uno. El conductor, dentro de su guasa, tenía bien claro que la vida del hombre no termina en la tierra, y que estamos siempre en las manos de Dios aunque no podamos tener absolutamente aseguradas todas las eventualidades. En una ocasión, san Pedro, que se había empezado a preocupar por su futuro al ver la tristeza del Señor cuando se refirió a los que no quieren ser generosos y desprendidos en esta vida, le preguntó, en nombre de todos los apóstoles: «Señor, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué será de nosotros?». La respuesta de Jesús –que ya conocemos– les confirma en su generosidad: el Señor les promete el ciento por uno en esta vida y la vida eterna (Mt 19, 29). Pensar en el premio que Dios tiene prometido a los que les son fieles no es egoísmo. Al contrario, esa consideración enciende nuestra esperanza, que es la virtud propia del caminante, la que le lleva a esforzarse y a perseverar en el camino porque le hace entender que vale la pena. Impresiona visitar las catacumbas de san Calixto en Roma. Es un cementerio cristiano, pero allí no aparece la palabra muerte, y es que aquellos primeros cristianos vivían, con toda naturalidad, afincados en la certeza del Cielo. Nuestra vida tiene sentido porque existe la muerte, es decir, el Cielo para siempre. Para el cristiano la muerte no es tristeza, es vida, la verdadera Vida, es ser vivido, tomado, habitado y señoreado por nuestro Padre Dios. Ésa es la realidad de nuestra vida. Toda nuestra vida es una participación misteriosa de la eternidad de Dios que está llamada a consumarse en el Cielo, y debemos vivir ya aquí en la tierra como si fuera un Cielo, con esperanza de Cielo. La esperanza del Cielo llenará de alegría nuestro camino, aun en medio de las dificultades. Imitaremos así a los Apóstoles, que «sacaron tanto provecho de la Ascensión del Señor que todo cuanto antes les causaba miedo, después se convirtió en gozo. Desde aquel momento, elevaron toda la contemplación de su alma a la divinidad sentada a la diestra del Padre y ya no les era obstáculo la vista de su cuerpo para que la inteligencia, iluminada por la fe, creyera que Cristo, ni al descender se había apartado del Padre, ni con su Ascensión se había apartado de sus discípulos» (san León Magno, Serm. 74). Con facilidad se olvida que el opus magnum, la obra grandiosa del Cristianismo no es un crucificado vencido, sino un resucitado vencedor, que nos llama a vencer y a resucitar. Por Él, con Él y en Él, nuestra vida no se pierde, se transforma. En Lourdes, la Virgen María recordó al mundo que el sentido de la vida en la tierra es su orientación hacia el Cielo. La tierra no es la fase definitiva de nuestra historia. En el Cristianismo todo tiene importancia, porque en esta vida elegimos lo que vamos a ser para siempre. La vida eterna será un reflejo de lo elegido por nosotros en este mundo. «Entiendo muy bien aquella exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: Tempus breve est, ¡qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! Estas palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un reproche ante la falta de generosidad y como una invitación constante para ser leal. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar» (J. Escrivá, Amigos de Dios, n. 39). San Pedro nos anima: «vivid de tal manera que hagáis cierta vuestra vocación y elección» (2 Pe 1). La vocación, como hemos visto, depende en buena parte, misteriosamente, de nuestra libertad: podemos hacer cierta la llamada de Dios configurando nuestra vocación con nuestra respuesta libre, queriendo hacer de nuestra vida lo que Dios, desde toda la eternidad, ha querido para nosotros. Si somos generosos y fieles en nuestra vida, nos haremos capaces de recibir el mayor don: Dios mismo, que se nos dará ya plenamente tras la muerte, colmando todas nuestras ansias de amor, de bien, de felicidad. En un pequeño gran libro de José Pedro Manglano y Mikel Santamaría (¿Sigue vivo Dios?) se explica


cómo nos cuesta hacernos cargo de la felicidad que supone el Cielo. Para atisbarlo se imaginan la felicidad y el asombro que provoca en la persona enamorada la mirada de la persona que le ama. Cuando uno descubre esa mirada, se sorprende y se entusiasma. Hay algo de absoluto, algo demasiado grande en el amor verdadero, que nos hace sentir que no somos dignos de él (el que se cree digno es que no ha descubierto que ese amor es posible precisamente porque somos imagen y semejanza de Dios). Pues si una mirada de amor sorprende y entusiasma, imaginemos lo que será la mirada de Dios que nos dice que está enamorado de nosotros, que se nos entrega entero. Un Dios que ha sido capaz de crear millones y millones de seres que son capaces de enloquecer de amor a otros tantos. Pues esa mirada y ese cariño son lo que vamos a experimentar en el Cielo... ¡Viviremos, para siempre, borrachos de amor! ¡Vale la pena! Hace tiempo leí en la revista Palabra (n. 359, 1994) unas palabras que se atribuían a san Josemaría. Son de tal belleza que me parece oportuno traerlas aquí. Dicen así: «Cuando te vea por primera vez, Dios mío, ¿qué te sabré decir? Callado, esconderé mi frente en tu regazo... y lloraré, como cuando era niño. Tus ojos mirarán todas mis llagas... te contaré después toda mi vida... ¡aunque ya la conoces! Y Tú, para dormirme, lentamente me contarás un cuento que comienza: Érase una vez un hombrecillo de la tierra... y un Dios que le quería con locura...».


Epílogo: Un cuento para fiarse de los planes de Dios Había una vez, sobre una colina en un bosque, tres árboles. Con el murmullo de sus hojas, movidas por el viento, se contaban sus ilusiones y sus sueños. El primer árbol dijo: «Algún día yo espero ser un cofre, guardián de tesoros. Se me llenará de oro, plata y piedras preciosas. Estaré adornado con tallas complicadas y maravillosas, y todos apreciarán mi belleza». El segundo árbol contestó: «Llegará un día en que yo seré un navío poderoso. Llevaré a reyes y reinas a través de las aguas y navegaré hasta los confines del mundo. Todos se sentirán seguros a bordo, confiados en la resistencia de mi casco». Finalmente, el tercer árbol dijo: «Yo quiero crecer hasta ser el árbol más alto y derecho del bosque. La gente me verá sobre la colina, admirando la altura de mis ramas, y pensarán en el cielo y en Dios, y en lo cerca que estoy de Él. Seré el árbol más ilustre del mundo, y la gente siempre se acordará de mí». Pasaron años hasta el día en que un grupo de leñadores se acercó a los árboles. Uno de ellos se fijó en el primer árbol y dijo: «Éste parece un árbol de buena madera. Estoy seguro de que puedo venderlo a un carpintero». Y empezó a cortarlo. El árbol quedó contento, porque estaba seguro de que el carpintero haría con él un cofre para un tesoro. Ante el segundo árbol, otro leñador dijo: «Éste es un árbol resistente y fuerte. Seguro que puedo venderlo a los astilleros». El segundo árbol lo oyó satisfecho, porque estaba seguro de que así empezaba su camino para convertirse en un navío poderoso. Cuando los leñadores se acercaron al tercer árbol, se asustó, porque sabía que, si lo cortaban, todos sus sueños se quedarían en nada. Un leñador dijo: «No necesito nada especial. Me llevaré este mismo». Y lo cortó. Cuando el primer árbol fue llevado al carpintero, lo que hizo con él fue un comedero de animales. Lo pusieron en un establo y lo llenaron de heno. No era esto, desde luego, lo que él había soñado, y por lo que tanto había rezado. Con el segundo árbol se construyó una pequeña barca de pescadores. Todas sus ilusiones de ser un gran navío, portador de reyes, quedaron en eso. Al tercer árbol simplemente lo cortaron en tablones, que dejaron amontonados contra una pared. Siguió pasando el tiempo, y los árboles llegaron a olvidar sus sueños. Pero un día un hombre y una mujer jóvenes llegaron al establo. Ella dio a luz, y colocaron al niño, envuelto en pañales, sobre el heno del pesebre hecho con la madera del primer árbol. El hombre hubiera querido construir una pequeña cuna para el niño, pero tuvo que contentarse con este pesebre. Viendo todo lo que allí sucedió, el árbol entendió que era parte de algo maravilloso, y que se le había concedido contener el mayor tesoro de todos los tiempos. Años más tarde, varios hombres se subieron a la barca hecha con la madera del segundo árbol. Uno de ellos estaba cansado y se durmió. Mientras cruzaban un lago, se levantó una tormenta fortísima y el árbol pensaba que no iba a resistir lo suficiente para salvar a aquellos hombres. Los otros, aterrorizados, despertaron al que estaba dormido. Él se levantó, y dijo al viento: «¡Cállate!», y la tormenta se apaciguó. Entonces el árbol se dio cuenta de que en la barca iba el Rey de reyes. Finalmente, tiempo después, alguien se acercó a coger los tablones del tercer árbol. Unió dos en forma de cruz, y se los pusieron encima a un hombre ensangrentado, que los llevó por las calles mientras la gente lo insultaba. Cuando llegaron a una colina, sujetaron al hombre al madero, clavándole las manos y los pies, y lo levantaron en la cruz para que muriese en lo alto, a la vista de todos. Cuando llegó el siguiente Domingo, el árbol comprendió que finalmente había llegado a ser lo bastante fuerte y alto para destacar sobre la cumbre, tan cerca de Dios como era posible, porque el Hijo de Dios había sido crucificado en él. Ningún árbol ha sido nunca tan conocido y apreciado, ni ha elevado el pensamiento de tantos hacia Dios como el árbol de la Cruz (Anónimo inglés). Dios, nuestro Padre lleno de amor, es el garante de nuestra vida, como dice el Salmista: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida: ¿qué podrá hacerme temblar?». Aun cuando parezca saltar por los aires todo lo que habíamos planeado, debemos estar seguros de que Dios tiene un plan mejor para nosotros. Si confiamos en Él y le dejamos meterse en nuestra vida, saldremos ganando siempre. Cada uno de los árboles del cuento acabó realizando sus


anhelos más íntimos, pero de una manera mejor de lo que nunca alcanzó a soñar. No nos es posible siempre saber qué tiene preparado Dios para nosotros, pero debemos saber que sus planes no son los nuestros: son siempre mucho más sublimes.


Bibliografía Además de las diversas obras de Juan Pablo II, de san Josemaría Escrivá de Balaguer y de autores clásicos citadas en el texto, me han sido especialmente útiles las siguientes: Capítulo I BERZOSA, R., El camino de la vocación cristiana, Verbo Divino, Estella 1991. BORGHELLO, U., Liberare L’Amore, Ares, Milano 1996. BRANCATISANO, M., Fino alla mezzanotte di mai, Mondadori, Milano 1997. Recientemente traducido al castellano: La gran aventura, Grijalbo, Barcelona 2000. – Mi porterà a ballare, Mondadori, Milano 1998. FRANKL, V. E., Psicoanálisis y existencialismo, Fondo de Cultura Económica, México 1982. – El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona 1989. – La presencia ignorada de Dios, Herder, Barcelona 1995. FREIRE, J. B., ¡Vivir a tope!, 3.ª ed., EUNSA, Pamplona 2000. LEONARD, A, Pensamiento contemporáneo y fe en Jesucristo, Encuentro, Madrid 1985. LÓPEZ QUINTÁS, A, Cuatro filósofos en busca de Dios, Rialp, Madrid 1990. – El Espíritu de Europa, claves para una nueva evangelización, Aedos, Madrid 2000. LLANO, A, Humanismo cívico, Ariel, Barcelona 1999. MARÍAS, J., La felicidad humana, Alianza, Madrid 1987. PIEPER, J., La fe ante el reto de la cultura contemporánea, Rialp, Madrid 2000. PIGNA, A, La Vocación, Teología y discernimiento, Atenas, Madrid 1988. POLO, L., La persona humana y su crecimiento, EUNSA, Pamplona 1996. – Quién es el hombre, Rialp, Madrid 1991. ROCCHETTA, Teologia della vocazione, en Seminarium, I-III 1996. THURMAN, Ch., Si Cristo fuera tu consejero, en Temas de hoy, Madrid 1995. TAMARO, S., El misterio y lo desconocido, Seix Barral, Barcelona 1999. TORELLÓ, J. B., «Sobre el sentido último de la vida en la Fides et Ratio», en AA.VV., Fe y razón, I Simposio Internacional, Fe cristiana y Cultura contemporánea, EUNSA, Pamplona 1999. VIAL MENA, W., La Antropología de Víctor Frankl, Ed. universitaria, Santiago de Chile 2000. YEPES, R., La persona como fuente de autenticidad, en Acta Philosophica, vol. 6, 1997, fasc. 1, pp. 83-100. – Fundamentos de Antropología, 5.ª ed., EUNSA, Pamplona 2001. Capítulo II AAVV., El Opus Dei en la Iglesia, Rialp, Madrid 1993. BANDERA, A., La vocación cristiana en la Iglesia, Rialp, Madrid 1988. FERNÁNDEZ CARVAJAL, F., Antología de textos, Palabra, Madrid 1985. GARCÍA DORRONSORO, A, Charlas en la TV, Rialp, Madrid 1999. MIRAS, J., Fieles en el mundo, Cuadernos del IMA, Pamplona 2000. MARTÍN DESCALZO, J. L., Razones para... (varios libros), Atenas, Madrid 1997.


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