Mercedes EguĂbar Galarza
Guadalupe Ortiz de LandĂĄzuri Trabajo, amistad y buen humor
A mis hermanos Fernán, José María y Argentina.
Él ha sido pequeño. Él ha sido niño, para que tú puedas ser hombre perfecto; Él ha sido ligado con pañales, para que tú puedas ser desligado de los lazos de la muerte; Él ha sido puesto en un pesebre, para que tú puedas ser colocado sobre los altares; Él ha sido puesto en la tierra, para que tú puedas estar entre las estrellas; Él no tuvo lugar en el mesón, para que tú tengas muchas mansiones en los Cielos (cfr. Jn 14, 2). San Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, 2, 41.
Presentación Pasar las hojas del libro de una vida y detenerse a escribir la primera biografía supone una gran aventura pero, si, además, no quiero quedarme en una relación histórica y fiel de unos sucesos exteriores, sino que deseo penetrar en el alma de la biografiada y tratar de descubrir sus íntimas intenciones, esto supone enfrentarme con momentos y situaciones veladas por la intimidad que sólo Dios conoce plenamente. Cuentan a mi favor los años de convivencia con Guadalupe Ortiz de Landázuri en Madrid y que era ella una mujer tan sencilla y sincera que todos sus actos traslucían sus íntimos sentimientos. Siempre la consideré como mujer con muchas virtudes humanas pero, al reflexionar sobre ella, me parece descubrir que sus ojos estaban puestos en un más allá de los horizontes de esta tierra. No me cabe duda de que sus virtudes humanas estaban vivificadas por los dones divinos de una gran fe, una gran esperanza y una gran caridad, que fueron creciendo mientras cumplió años. Antes de comenzar a escribir, he viajado por los lugares por los que pasó Guadalupe para poder percibir la huella que dejó. He entrevistado a numerosas personas y todas me han dado un algo importante, aunque fueran detalles pequeños. Además, he tenido acceso a los testimonios y documentos fidedignos que se conservan en el Archivo General de la Prelatura del Opus Dei [1]. Para que esta biografía tenga apoyos documentales firmes he usado, casi exclusivamente, los relatos testimoniales auténticos de los que la conocieron y trataron en distintos períodos de su vida. Así, me parece que he logrado cubrir y dar fe de todo el arco de su vida: en Madrid, en donde nació y vivió hasta 1950, con irrelevantes ausencias; en México, los seis primeros años de la decena de los cincuenta; en Roma permaneció un período más corto de lo que se preveía; otra vez volvió a Madrid, donde pasó los quince últimos años de su vida; y en Pamplona finalizaron sus días en la tierra...
He utilizado también los documentos que marcan hitos en su vida, sacados de diversos archivos públicos o privados y que, por su objetividad histórica, me han ayudado a centrar los acontecimientos en el lugar y tiempo en que ocurrieron, con precisión cronológica. Yo no sé si Guadalupe fue una mujer santa, pero sí puedo decir que muchas personas, de forma espontánea, la tienen como ejemplo e intercesora y, por lo tanto, pienso que no les sorprendería que algún día la Iglesia pudiera considerar la oportunidad de estudiar su vida y virtudes en orden a una eventual declaración pública de santidad. No sería eso extraño cuando estamos viviendo el paso del segundo al tercer milenio de la historia de la Iglesia, en que tiene toda su vigencia la doctrina del segundo Concilio Vaticano ecuménico que iluminó al mundo, entre otras muchas aportaciones, con la llamada universal a la santidad, que a la Iglesia le corresponde constatar. Es un objetivo que no ha quedado cumplido, ni mucho menos, en los treinta y cinco años pasados, sino que todavía es un horizonte de la vida humana en el que hay mucho que descubrir. Así pues, en el inicio de este tercer milenio, la Iglesia, al poner su mirada en la tarea ingente de una nueva evangelización, ha de confiar en lo único necesario, esto es, en la santidad de sus ministros, de los religiosos y de esta inmensa parte del pueblo de Dios que son los laicos que, en cualquier condición de vida, de oficio o de circunstancias, y precisamente por medio de todo eso, se podrán santificar de día en día, con tal de recibirlo todo con fe de la mano del Padre celestial, con tal de cooperar con la voluntad divina, manifestando a todos, incluso en el propio servicio temporal, la caridad con que Dios amó al mundo [2]. Además, Guadalupe formó parte del Opus Dei durante 31 años de su vida y conocía bien que su Fundador había escrito: El Opus Dei ha abierto todos los caminos divinos de la tierra a todos los hombres –porque ha hecho ver que todas las tareas nobles pueden ser ocasión de un encuentro con Dios, convirtiendo así los humanos quehaceres en trabajos divinos–, bien os puedo también asegurar que el Señor (...) llama con llamada vocacional a multitud de hombres y de mujeres, para que sirvan a la Iglesia y a las almas en todos los rincones del mundo [3].
De este modo se logra una movilización general de almas, dedicadas al servicio de Dios en medio de todas las actividades terrenas. Y así se hacen realidad aquellas palabras del Señor: non rogo ut tollas eos de mundo, sed ut serves eos a malo [4]; no te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal [5]. Se creía que la perfección no fuese cosa asequible a las almas que se quedan en el mundo, y por esto era corriente entre los confesores no iniciar a estas almas en los caminos de la vida interior, a no ser que previamente hubieran dado señales suficientemente claras de su llamamiento al claustro (...). Ahora ha vuelto a sonar la voz de Jesús que dice a todos: estote ergo vos perfecti, sicut et Pater vester caelestis perfectus est [6]; sed, pues, vosotros perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto [7]. Nadie puede saber qué hubiera sido de Guadalupe sin su encuentro con San Josemaría Escrivá de Balaguer y su decisión firme de dedicar su vida al servicio de Dios y de la Iglesia en el Opus Dei. No se puede saber, evidentemente, pero podemos tener por seguro que, debido a lo que recibió de Dios a través de la Obra, su vida adquirió todo su relieve y toda su fecundidad. Pienso que, si no se hubiera dado ese encuentro, yo no habría escrito esta biografía y quizá hoy, pasados casi veinticinco años de su muerte, nadie se acordaría de ella porque su memoria se difuminaría en la bruma del tiempo que olvida los recuerdos... Guadalupe fue una mujer que vivió con la mirada puesta en Dios, gritándole con el salmista desde lo profundo de su ser: –¡Dame a conocer el camino que he de seguir! [8]. Ella sabía bien que Dios había contestado a su ruego y que su vida no era otra cosa que el cumplimiento de lo que Dios le fue mostrando. Respuesta de Dios fue que, después de cumplir los 27 años, se encontrase con San Josemaría Escrivá de Balaguer y fuera inmediatamente una de las primeras mujeres que llegaron al Opus Dei. La Obra estaba tan en su inicio, especialmente la labor apostólica con las mujeres, que un día le dijo a otra de aquellas primeras –es quien lo recuerda–, no sin sentido del humor, en la casa de una conocida calle de Madrid: Estábamos las dos solas en Jorge
Manrique y no se vislumbraba un horizonte inmediato amplio; me dijo: Cuando tú y yo seamos cinco... [9]. Respuesta de Dios fue también el que le diese la fuerza necesaria para perseverar día a día, sin ninguna vacilación y sin perder jamás la alegría. Respuesta de Dios fue que pudiera trabajar intensamente, hasta la víspera de su muerte, incluso en el tiempo en el que le fallaban las fuerzas físicas. Y respuesta de Dios a su petición fue su enorme inquietud, de la que son fruto incontables conversiones a una vida mejor y a una seria búsqueda de la santidad. Guadalupe fue una mujer inteligente. Sobre todo, su inteligencia le llevó a ser humilde y a no atribuirse nada a sí misma o por sí misma. Había leído muchas veces un breve punto de Camino: ¿Tú..., soberbia? –¿De qué? [10]. Y se decía a sí misma: eso, ¿de qué? Por eso, su humildad fue natural y sencilla: ¿No lo había recibido todo de Dios? La biografiada es una mujer a la que Dios concedió una personalidad destacada y abundantes dones. Su temperamento era fuerte y decidido, pero no impositivo porque sabía dominarlo siempre con una sonrisa sincera, afable y una mirada dulce. Tenía ansias de vida y de llenar su tiempo de trabajo bien hecho, cara a Dios. Sin ninguna reducción hizo realidad lo que escribió San Josemaría: Las tareas profesionales –también el trabajo del hogar es una profesión de primer orden– son testimonio de la dignidad de la criatura humana; ocasión de desarrollo de la propia personalidad; vínculo de unión con los demás; fuente de recursos; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que vivimos, y de fomentar el progreso de la humanidad entera. Y, además, como cristiana, sabe que su trabajo – asumido por Cristo como realidad redimida y redentora– se convierte en medio y en camino de santidad, en concreta tarea santificable y santificadora [11]. En verdad que fue, en el mundo; sal y luz [12] y pienso que se le pueden aplicar las palabras que he leído recientemente de un poeta contemporáneo: Tu luz desciende clara. El Cielo llueve. Mójese la vida.
Toda mi alma en el amor se empapa donde empieza la luz, donde termina [13]. Vamos a seguir el caminar de Guadalupe, con luces y sombras, pero en un permanente diálogo con Dios. Para ella, sin embargo, hubo muchas más luces que sombras porque sus ojos cantaban siempre alegría honda, aunque fuera, a veces, una alegría que tenía sus raíces en forma de Cruz [14]. ¡Cómo recuerdo los ratos pasados en pausada tertulia cuando narraba sucesos cercanos o lejanos... de Madrid, de México, de Roma! ¡Cómo se traslucía su vida interior en un respirar apostólico! ¡Cuánto ayudaba su vida de trabajo, que no conocía el cansancio; y su ejemplaridad atractiva, sin espacios discordantes y siempre repleta de notas alegres! ¡Con qué elegancia llevaba el peso de su grave enfermedad sin dejar asomar su agotamiento! No me cabe duda de que su fuerza, como vamos a ver, radicaba en la unidad de vida que San Josemaría describió bien al decir que: Cuando luchamos por ser verdaderamente ipse Christus, el mismo Cristo, entonces en la propia vida se entrelaza lo humano con lo divino. Todos nuestros esfuerzos –aun los más insignificantes– adquieren un alcance eterno, porque van unidos al sacrificio de Jesús en la Cruz [15]. Guadalupe no se detuvo hasta que no pudo más y ese día fue el último de su vida.
I. 1916: los primeros años Guadalupe Ortiz de Landázuri nació el 12 de diciembre de 1916, a los dos años de iniciada la Gran guerra que seguía llenando la mayor parte de la información en la prensa de todo el mundo. En España, sin embargo, las noticias que daban los periódicos eran más exiguas porque estaba sometida a una fuerte censura desde que, a consecuencia de una huelga de ferroviarios, se habían suprimido las garantías constitucionales. La prensa escrita casi sólo puede dar los telegramas que llegan por las agencias de información y, si acaso, se le permite publicar alguna fotografía. El gobierno lo justifica como exigencia de la estricta neutralidad que debe mantener el país. En el frente occidental está teniendo lugar la batalla más importante de la guerra y que más huella dejará en la historia: el tremendo asedio de Verdún. Hace tiempo que los frentes no se mueven prácticamente y la batalla se desarrolla ferozmente en las trincheras. El ejército de los imperios centrales ataca con ímpetu, aunque los aliados se defienden heroicamente. En esos días de diciembre de 1916, terminó el cruento enfrentamiento con una gran victoria –sobre todo moral– de los aliados, con el sacrificio de un millón de hombres entre ambos bandos. Las portadas de la prensa muestran las nuevas armas que estrena la guerra: los primeros aviones –o dirigibles– de combate y los rudimentarios submarinos. En la batalla de Verdún han aparecido, con gran sorpresa para los alemanes, los primeros tanques –o carros de combate– ingleses y las primeras ametralladoras. Sobre todo llaman la atención los cañones que llegan a tener el calibre de más de 400 mm. Son los antecesores del Berta, con el que los alemanes van a bombardear París a muchos kilómetros de distancia. No es raro encontrar frases que quieren dar a la lucha un tinte romántico, cosa de la que carecía absolutamente: sobre el inmenso campo de batalla, va a extender el invierno su velo de bruma, nieve y niebla en los frentes divididos.
Pero ¿qué más ocurre en la España neutral? Las noticias más importantes son los fallecimientos de José Echegaray o de Rubén Darío. También que Blasco Ibáñez publica Los cuatro jinetes del Apocalipsis o la huelga por la carestía de los precios. Otras noticias de este fin de año son el estreno de Marianela por Margarita Xirgú, escenificada por los Quintero; o la inauguración del Hipódromo de la Castellana. Más noticias, a nivel nacional: el Congreso de los Diputados debate el tema de la posible venta de las minas de Almadén a la familia Rotchild; el Ayuntamiento de Madrid presenta un nuevo plan de reformas; se descubre una lápida en homenaje a Pedro Antonio de Alarcón en El Escorial; el Rey Alfonso XIII y el Conde de Romanones almuerzan en el Hotel Reina María Cristina de San Sebastián; se anuncian las actuaciones de la actriz de teatro Carmen Cobeña y Raquel Méller presenta en Barcelona su nuevo disco para el gramófono; Rufino Blanco, catedrático de la Escuela Superior de Magisterio y dueño de El Magisterio Español, periódico profesional de la enseñanza, es nombrado catedrático de Literatura y Filosofía en la Universidad de Bolivia; y, finalmente, los anuncios para evitar la obesidad o para aumentar de peso tienen el atractivo de la originalidad. Y, para que no todo sean noticias nacionales, la prensa se hace buen eco de la muerte del emperador Francisco José de Austria y rey de Hungría, o la reelección del Presidente Wilson... o el asesinato de Rasputín... Hace trece años que don Manuel Ortiz y García, natural de Alcalá de Henares, ha salido de la Academia de Artillería de Segovia con la graduación de primer teniente y ha ido recibiendo sucesivos destinos en África. En julio de 1908 se le autoriza a cambiar su primer apellido de Ortiz por el compuesto de Ortiz de Landázuri [1] y, al final del verano, se le concede licencia para contraer matrimonio con doña Eulogia FernándezHeredia y Gastañaga [2]. Se casan en Segovia, el día 30 de septiembre. Desde entonces ha sido destinado a Segovia, donde han nacido tres hijos: Manuel, Eduardo y Francisco de Asís, y ha ascendido a capitán. En octubre de 1915 ha sido trasladado al 5° Regimiento montado de Artillería y se van a vivir a Madrid donde ha encontrado un piso amplio en la calle Valverde, número 44, en pleno centro de la ciudad. En este final de 1916, su
Regimiento ha sido trasladado al Cantón de Vicálvaro, lugar no muy cercano de su domicilio. En estos momentos su mujer, Eulogia, está en estado de gestación muy avanzado y, después de tres varones, la familia desea ardientemente una niña aunque la madre, claro, es la que está más ilusionada. Y ¡así fue! A las 4 y media de la tarde del 12 de diciembre, en la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, nació una niña que fue bautizada doce días más tarde –en la víspera de Navidad–, en la iglesia parroquial de San Ildelfonso de la Corte y Villa de Madrid, por el capellán del Regimiento en el que estaba destinado su padre. Se le impusieron los nombres de María Guadalupe de la Consolación, Eulogia, Maravillas y Enriqueta [3]. Se llamó Guadalupe por ser la fiesta del día natal; Eulogia, por ser el nombre de su madre y abuela; Maravillas, por su madrina; y Enriqueta por su padrino, Enrique, un primo de su padre, que murió en la guerra de África, en el tremendo desastre de Anual. Enrique era aún cadete y se cuenta que, durante la ceremonia, al llegar el momento del acto de fe, los nervios le traicionaron y se trabucó. Se oyó entonces la voz recia de don Manuel que le decía, con aire de mando: Enrique, ¡reza bien el Credo! Esta enorme alegría por el nacimiento de Guadalupe –Lupe como la llamarán en su casa– es enturbiada por el fallecimiento del tercero de los hijos, que no ha podido cumplir los tres años. El hogar en el que ha nacido Guadalupe es hondamente cristiano. Don Manuel, aunque dedicaba mucho tiempo a su carrera militar, no descuidaba a su mujer e hijos. Era un hombre que tenía el don de la organización y se cuenta como anécdota que, en 1926, cuando estuvo encarcelado durante unos meses en el fuerte Alfonso XII, en Pamplona, aprovechó el tiempo y puso orden en la prisión. Le gustaba ayudar en cosas de la casa: en el arreglo de los niños a los que cambiaba los pañales –en esos años, los hombres no solían hacer ninguno de estos menesteres por considerarlos exclusivamente función de sus mujeres–, en darles de comer o en servir los platos durante las comidas, para que su mujer descansara. Era muy simpático y buen cristiano. Cuentan
que, por las noches, se iba a la habitación de los chicos para ayudarles a rezar y Eulogia hacía lo mismo con Guadalupe. Doña Eulogia había nacido en Vitoria pero sus raíces venían de Guipúzcoa, con fuerte vinculación a Fuenterrabía. Era una mujer recia, generosa, discreta y consciente de que sus hijos eran muy sobresalientes, llamativos por sus talentos, aunque no se vanagloriaba por ello. Procuró educarles en el uso de la libertad y, por eso, a medida que crecieron, dejó que cada uno siguiera su camino y, cuando fue necesario, se sacrificó gustosa. Era austera, decidida y plenamente dedicada a la familia. Decía que no era habilidosa pero hacía todo lo que se le ponía por delante. No me resisto a reproducir algunos párrafos publicados por un amigo de los Ortiz de Landázuri, que vivió algunos años muy unido a la familia: La familia Ortiz de Landázuri vivía en Madrid (...), en una casa que me parecía inmensa porque nos permitía jugar a cualquier cosa. Nuestra amistad era fraternal; nos seguían vistiendo a los chicos con el mismo modelo de traje –en el Corte Inglés– de tal manera que parecíamos hermanos (...). En el tranvía 11, que recorría los bulevares, íbamos por las tardes a Rosales a jugar y hacer burradas por el Parque del Oeste (...) y terminábamos la jornada todos reunidos –los Ortiz y nosotros– en las mesas que rodeaban el templete de música donde cenábamos (...). La Banda Municipal daba su concierto y don Manuel se calaba sus lentes de pinza porque «oía mejor» viendo a los músicos. Eulogita, sencilla y encantadora (...). Era hija de la Condesa de Torrealta, de trato exquisito y muy simpática. Algunos domingos hacíamos (...) excursiones largas, a pie, bajo la dirección de don Manuel. Estos días me levantaba temprano y, después de oír Misa en Santa Bárbara, esperaba (...). Emprendíamos la marcha militarmente, organizada por don Manuel; hacíamos itinerarios, croquis, panorámicas artilleras y nos iniciamos en la fórmula «frente aparente igual al frente real partido por k» y en el uso de medir las milésimas con los dedos como cualquier oficial de artillería en el campo. Y nos da los rasgos humanos de la personalidad del padre de Guadalupe:
Don Manuel era para nosotros como un segundo padre, al que queríamos y respetábamos. Alto y fuerte; erguido y autoritario, era un gran jefe. Cuando mi hermano César hacía alguna de sus famosas diabluras, don Manuel era el encargado de llamarle a su presencia para «peinarle» cual correspondía, e incluso internarle unos días en su propia casa a modo de arresto [4]. En este ambiente creció Guadalupe. De su padre heredaría virtudes castrenses: la reciedumbre, la austeridad y la capacidad de decisión. De su madre recibiría la delicadeza en el trato, la discreción y su constante sonrisa. De los dos, la simpatía y su gran corazón. Al ser la única entre dos varones hijos de militar, se sintió movida a emular en virtudes humanas. Era una familia que se mantuvo siempre muy unida porque se querían mucho. El primer contratiempo que podía recordar –era una niña de tres años– sucedió cuando se produjo un incendio en el edificio de la calle Valverde, donde residían. Debió de ocurrir a las 4 de la mañana en el verano de 1920. Parece que el fuego empezó en una droguería cercana por la combustión de unos productos y se extendió al último piso, justo encima del de los Ortiz de Landázuri. Don Manuel sacó en brazos a Guadalupe y se refugiaron en el café que había enfrente de su casa, mientras los bomberos extinguieron las llamas, que duraron casi toda la madrugada [5]. Don Manuel, el 3 de noviembre de 1921, tiene que trasladarse a Segovia porque ha sido destinado al Archivo Facultativo y Museo del Arma de Artillería [6]. En 1923, el hijo mayor, Manolo, ingresa en la Academia de Artillería y Eduardo estudia el Bachillerato en los PP. Agustinos en Madrid. Guadalupe es la única hija que vive ahora con sus padres. Tiene cinco años y comienza a ir al Colegio La Emulación, dirigido por tres hermanas muy mayores de edad: doña Manuela, doña Emilia y doña Maruja. Es un centro privado en el que se educan muchas de las hijas de los artilleros. La enseñanza era bilingüe, en español y francés [7]. A los ocho años, el 29 de mayo de 1924, día de la Ascensión del Señor, Guadalupe hace la Primera Comunión. En febrero de 1922, su padre es ascendido a comandante y destinado a la Comandancia de Artillería de Larache donde tendrá que vivir separado de
su familia, que continúa en Segovia durante algo más de un año. Cuando regresa es nombrado profesor de Topografía en la Academia de Artillería, donde está como alumno su hijo Manolo. Al final del verano de 1926, la familia es conmocionada por un grave suceso. Don Manuel ha sido condenado a cadena perpetua [8], que tiene que cumplir en el fuerte Alfonso XII, situado en lo alto del cerro de San Cristóbal, en Pamplona. El motivo de la condena fue un desagradable suceso que se agudizó a partir de junio de 1926. Un pleito entre los oficiales de artillería y el gobierno de Primo de Rivera, mal llevado por ambas partes. Al final tuvieron que ceder unos y otros y el gobierno trató de suavizar la relación con los oficiales para resanar las tremendas aristas que se habían producido. Los artilleros habían establecido en 1822 la llamada escala cerrada, esto es: a los ascensos se podía acceder únicamente por antigüedad. Desde 1891 los oficiales, cuando salían en las sucesivas promociones de la Academia, firmaban el compromiso de mantener la escala cerrada y se comprometían, por su honor, a renunciar a todo ascenso que puedan obtener (...) y que no les corresponda por razón de antigüedad. En el mes de junio de 1926, el gobierno del general Primo de Rivera promulgó un Real Decreto que ascendía a algunos oficiales de artillería por diversos méritos. Los ánimos se exaltaron en el Cuerpo y se estableció un fuerte tira y afloja entre el gobierno y los artilleros hasta que, el 4 de septiembre, estos se acuartelaron como señal de rebeldía. Al día siguiente, 5 de septiembre, se declaró el estado de guerra y la suspensión de empleo, sueldo, fuero y uniforme a todos los jefes y oficiales de artillería [9]. La sublevación de los artilleros fue especialmente violenta en la Academia de Segovia y en la Ciudadela de Navarra, donde incluso fue sangrienta [10]. Como consecuencia de ello fueron juzgados y condenados con gran severidad todos los oficiales de la Academia: el director fue condenado a pena de muerte [11] y a los otros 39 profesores –con ellos a don Manuel Ortiz de Landázuri–, a reclusión perpetua que tenían que cumplir en el fuerte Alfonso XII de Pamplona con pérdida del empleo e inhabilitación perpetua, causando baja en el Ejército [12].
Poco a poco se fue serenando la tensión y por ambos lados se intentó entrar en razón. El general Primo de Rivera, el 22 de diciembre, declaró que se iba a dictar una disposición que, sin ser amnistía, ni indulto, solucionará todo lo relativo al Cuerpo de Artillería [13]. Efectivamente, el 1 de enero se publicó un Decreto por el que se consideraban extinguidas todas las responsabilidades judiciales contraídas (...) con ocasión de los sucesos ocurridos durante el mes de septiembre y se ordenaba que se archivasen todas las Causas.
II. 1927: hacia la licenciatura en Químicas El padre de Guadalupe salió de la prisión tras la publicación del Decreto del 1 de enero pero ya no volvería a la Academia sino que, el día 17, fue destinado al Cuartel del General Jefe del Ejército español en África. Una vez más, la familia tiene que hacer las maletas. Ahora para trasladarse a Tetuán. Tetuán es una ciudad del norte de África, a unos 35 kilómetros de Ceuta y cercana al mar Mediterráneo. En 1926 tenía unos 25.000 habitantes de los que la mayoría eran musulmanes, una cuarta parte eran cristianos y contaba con otra minoría de judíos. Hacía un año que Primo de Rivera había conseguido la gran victoria de la bahía de Alhucemas, pero la guerra aún continuó durante unos meses hasta que se consiguió la pacificación total de las cabilas. Guadalupe va a cumplir diez años y está dispuesta a comenzar el bachillerato pero ¿en qué centro de enseñanza será admitida? En Tetuán, el único centro de segunda enseñanza católico era el colegio de Nuestra Señora del Pilar, que dirigían los marianistas. Se había iniciado en 1915, en un viejo y destartalado caserón de la alcazaba, la zona antigua de la ciudad –el barrio moro y la judería– encerrado en las murallas. Cuando Guadalupe llega a Tetuán, el colegio estaba ya en su tercera ubicación: un edificio del ensanche que había sido ampliado y acomodado para su instalación. Por aquellos años se estaba buscando el solar para la construcción definitiva, pero este cuarto y definitivo local ya no lo conoció Guadalupe. La mayoría de los alumnos eran hijos de militares o de funcionados del gobierno. Algunos, muy pocos, musulmanes. Tenía, sin embargo, clases nocturnas elementales y gratuitas para los hijos de familias menos favorecidas económicamente. Era mixto, de niños y niñas, aunque en la
enseñanza secundaria la inmensa mayoría eran varones. De hecho, en el curso que le correspondió a Guadalupe, era la única chica. Guadalupe, educada en su familia en el marco de las virtudes humanas y con una gran austeridad porque dependían exclusivamente del sueldo de un militar, se encontró en el colegio con un ambiente propicio para enreciar más aún su carácter. Con sus diez años recién cumplidos, porfiaba con los compañeros y apostaba a hacer cosas difíciles para demostrar que era más fuerte que ellos. Años después contaba que se subía al columpio cuando ya estaba en movimiento y, al llegar a lo más alto que podía, se tiraba al suelo de golpe. Otro día les propuso clavarse en las manos varias plumillas para ver quién resistía más. No hay que decir que batió el récord [1]. En otra ocasión les retó a beberse la tinta de un tintero: ¿a ver quién es capaz de beberse un tintero lleno de tinta? y, sin más, ante el asombro de todos ¡lo bebió de un trago! ¿Pensabais que no lo iba a hacer? [2]. Si se tiene en cuenta que era, además, extraordinariamente sincera, franca, simpática, alegre y deportista, no hay duda de que muy pronto se ganó el aprecio de la muchachada. Consiguió obtener sobresalientes en todas las asignaturas, excepto en las del último curso –segundo del bachillerato universitario–, que obtuvo matrículas de honor [3]. Guadalupe tenía también todas las virtudes propias de la feminidad. Se conserva una fotografía de esta época, con trece años, vestida de raso color blanco haciendo una inclinación graciosa en una fiesta infantil, en la que se puede ver la sonrisa y la elegancia de una niña que empieza a ser mujer. Su madre le ayudaba a completar su formación, enseñándole lo que se consideraba entonces imprescindible en una mujer: hacer labores y cuidar los detalles del trabajo de la casa. Ciertamente que Guadalupe aplicaba su fuerte voluntad y ponía sus cinco sentidos en aprender de su madre, sin embargo, a pesar de sus deseos, nunca consiguió tener una gran habilidad para los trabajos propios de la administración de un hogar.
En aquel entonces no tuvo muy buena salud porque contrajo frecuentes catarros y anginas. Lo peor, sin embargo, fue que hacia 1928, cuando llevaba poco tiempo en Tetuán y había cumplido los doce años, sufrió unas fiebres reumáticas de las que se derivaría la endocarditis bacteriana que se puso de manifiesto, unos años más tarde, cuando su corazón comenzó a descompensarse hasta llegar a una fuerte insuficiencia [4]. Por fin, después de pasar cinco años en África, su padre fue ascendido a teniente coronel y destinado al Ministerio de la Guerra, en Madrid, y se instaló con su familia en un piso del número 4 de la plaza de Santa Bárbara. Comenzó el curso 1932-1933 y, el 7 de diciembre, cuando Guadalupe está a punto de cumplir dieciséis años, le concedieron el traslado de expediente al Instituto Miguel de Cervantes, situado en la calle Prim. Aquí terminó el bachillerato y le dieron el título el 26 de agosto de 1933. Hizo entonces un viaje por Castilla para celebrar, con sus compañeros, el final de los estudios medios. Su hermano Eduardo había terminado ya Medicina y la acompañó a operarse de amígdalas para ver si disminuían las frecuentes afecciones de garganta que seguía teniendo. Estuvo con ella en el hospital y presenció la intervención. Su madre se quedó en casa preparada con todo lo necesario para atender a Guadalupe, en cuanto volviera de la clínica. Pero no contaban con la fortaleza de su hija que no quiso ni siquiera acostarse. Cuando llegó la hora de la comida y le preguntaron lo que le apetecía, preguntó, a su vez, qué tenían los demás. Su madre le contestó que lentejas y ella, encogiéndose de hombros y con la lógica dificultad que tenía para hablar, dijo: ¡Pues yo comeré lo mismo! [5]. Guadalupe inicia la licenciatura en Ciencias Químicas en octubre de 1933. Si pocas eran las mujeres que hacían entonces el bachillerato completo, menos eran las que optaban por realizar una carrera universitaria. Además, las pocas alumnas que tenía la universidad estaban concentradas en las facultades de Filosofía y Letras o de Farmacia. Guadalupe encontró que, entre los sesenta alumnos del primer curso de Químicas, sólo había cinco chicas.
El viejo edificio de San Bernardo albergaba las distintas facultades de la Universidad Central, aunque sería por pocos años, porque acababa de comenzar la construcción de la Ciudad Universitaria. La Sección de Químicas compensaba la falta de espacio para las aulas y, sobre todo, para los laboratorios, con un buen claustro de catedráticos. Todas las cátedras estaban cubiertas por profesores que estaban entonces en la plenitud de su ejercicio profesional. Guadalupe hizo la carrera entre 1934 y 1940, en que pudo terminar la licenciatura después de la interrupción de los tres años de la guerra. También en la universidad –igual que en el bachillerato–, obtendrá un buen expediente. De las diez asignaturas propias de la carrera [6], obtuvo cinco sobresalientes, por lo que destacó entre sus compañeros hasta el punto de ser una de las mejores alumnas de su promoción [7]. Más tarde, en 19471948, realizó los cuatro cursos monográficos que se precisaban para el doctorado [8]. Le entusiasma su carrera y, obviamente, le gusta la investigación. Tiene, además, puesta su ilusión en dedicarse a la docencia universitaria. Sus amigas la recuerdan en aquellos años seriamente dedicada al estudio, especialmente en época de exámenes, cuando sacrificaba toda posible salida para dedicar más tiempo a profundizar en las asignaturas. Además de su despierta inteligencia, tenía gran capacidad de concentración, de forma que el trabajo intelectual lo realizaba con facilidad y las horas le cundían mucho. Ella, sin embargo, no daba importancia a sus éxitos profesionales, que atribuía a la suerte porque en los exámenes le preguntaban siempre el tema que mejor conocía o el último que había leído. Todo este trabajo era compatible con una vida de normal relación. Tenía muchas amigas y amigos y por entonces, tal como era costumbre, estrenó la mantilla española en la tarde del Jueves Santo para visitar los Monumentos con sus padres y hermanos. En estos años, Guadalupe conoció a Laura Busca, la que con el tiempo –y tras bastantes avatares– se casaría con su hermano Eduardo. Laura había estudiado la licenciatura de Farmacia unos cursos por delante de
Guadalupe. No habían coincidido, por lo tanto, en las clases de la universidad a pesar de que, como es sabido, tenían algunas asignaturas comunes, pero se habían visto alguna vez por los pasillos o claustros. Cuando se conocieron, Laura trabajaba en el laboratorio del Hospital del Rey –en tiempo de la República se llamaba Hospital Nacional– y hacía la tesis doctoral sobre el tifus. En aquel mismo hospital, Eduardo estaba dando los primeros pasos en el ejercicio de la medicina. Laura vivía en una residencia de la Junta para la ampliación de estudios que dependía del Ministerio de Instrucción Pública. Doce hoteles situados, con sus jardines, en la manzana que formaban las calles Fortuny, Rafael Calvo, Miguel Ángel y Francisco Giner, muy cerca, casi inmediata, a la Castellana. En estos hoteles estaban instalados diversos centros de enseñanza y tenían sus residencias tanto las estudiantes de bachillerato como las universitarias e investigadoras. Se disponía, además, de buenos laboratorios. En el de química [9], Guadalupe pudo seguir algún cursillo de Análisis y hacer otras prácticas para completar las pocas que tenía oportunidad de hacer en la universidad, tan escasa de sitio entonces [10]. Laura recuerda que Guadalupe era de constitución fuerte y que nunca se quejaba de nada. Le sorprendía que utilizara indistintamente zapatos de un número o de otro, sin quejarse. Cuando su madre, que tenía un pie más pequeño, tenía algunos zapatos que había que amoldar, Guadalupe se ofrecía a ensanchárselos llevándolos unos días y ¡ni siquiera tenía luego callos o dureza en los pies! [11]. Guadalupe también pensaba en el matrimonio cuando iba a cumplir los veinte años y comenzó a salir con Carlos, un catalán estudiante de Químicas, pero lo dejó pronto por dos razones. Una era que no tenía prisa en casarse y no le gustaba hacerlo demasiado pronto. La otra, que el chico era muy perfeccionista y a Guadalupe se le oyó comentar: Tan perfecto, tan perfecto, ¡es demasiado! Y es que, además de independiente y sobria, era una mujer con un tinte un poco bohemio, no muy amiga de lo cuadriculado y, en cambio, gustosa de lo imprevisto. Quizá influyera también para alejarse de su amigo catalán el que le parecía demasiado joven para su edad –debían tener más o menos la misma– y sus amigas le oían decir: Hoy no nos podemos ver, porque salgo con el niño [12].
Guadalupe y su madre están ya en Fuenterrabía para pasar el verano cuando estalla la guerra civil española. En Madrid están solos don Manuel y Eduardo porque Manolo, que había causado baja en el ejército en 1931, trabaja como ingeniero en la Sociedad Española de Construcción Naval en San Fernando. El teniente coronel Ortiz de Landázuri está destinado en la Sección de campaña de la Escuela Central de Tiro, en Campamento, y ese día –18 de julio– se ha quedado con el mando supremo porque el coronel, enfermo, está internado en el Hospital Militar de Carabanchel. El levantamiento militar fracasó en Madrid. Las diferentes guarniciones permanecieron acuarteladas en su mayoría, a la espera de acontecimientos o de órdenes precisas, y sucumbieron fácilmente. La guarnición de Campamento no llegaba entonces a dos mil hombres y solamente una parte –entre ella la Escuela de Tiro que mandaba el teniente coronel Ortiz de Landázuri– se sumó al alzamiento militar. Fue bombardeada en la noche y madrugada del 19 al 20 de julio y, finalmente, asaltada por un gran número de los milicianos que habían quedado libres, después de conseguir la rendición y ocupación del Cuartel de la Montaña. Los militares pudieron aguantar el asedio durante muy pocas horas y, tras su rendición, fueron detenidos todos los jefes y oficiales que estaban comprometidos. Así fue como el teniente coronel Ortiz de Landázuri fue hecho prisionero y conducido a la Cárcel Modelo, donde pasó el mes de agosto sin más visitas que las esporádicas de su hijo Eduardo que, para ello, tuvo que sufrir muchas afrentas e insultos y un juicio por espía del que salió medianamente bien librado: Horas después soy puesto en libertad (...). Al salir de la prisión me llaman traidor [13]. Empiezan –escribe Eduardo– los días más dolorosos de mi vida: el juicio de mi padre. Ese juicio tiene lugar en los primeros días de septiembre y es condenado a ser fusilado. A Eduardo le parece que, en conciencia, debe pedir el indulto aunque su padre lo sepa:
Yo, como hijo, inicié entonces, después de una dura lucha en mi conciencia [14], una interminable serie de gestiones. No recuerdo casi ninguna. Sólo aquellas que ni el tiempo ni las circunstancias pueden hacer olvidar. Quizá la intervención más eficaz fue la de un libertario que se llamaba Francisco Trigo: Este anarquista (...) de gran corazón me ayudó enormemente. El seis de septiembre –dice Eduardo–, mis gestiones parecían coronadas por el éxito. El indulto estaba conseguido por parte del Jurado mixto. Era, según creo, el primero que se conseguía. Sin embargo, el día siguiente, siete de septiembre, fui a ver a mi padre y sentí la enorme amargura al saber que el indulto que yo había pedido para todos sólo era para mi padre. ¿Cómo iba a aceptar don Manuel un indulto que no incluía a sus subordinados? Aquella misma tarde llegaba Guadalupe a Madrid, acompañando a su madre. La buena noticia les duró poco tiempo: A las 9 y media de la noche (...), recibí por teléfono el recado del propio Trigo, de que mi padre sería fusilado aquella noche. La impresión se puede comprender. A las 12 de la noche despertaron a don Manuel para decírselo: Fui a recoger a mi madre y hermana –sigue diciendo Eduardo [15]– y a las 12 y media de la noche llegamos a la capilla donde estaba ya mi padre. Con él estuvimos hasta las 4 y media en que unos milicianos nos mandaron marchar. Al despedirse don Manuel le pidió a su hija el rosario... Al salir me dieron la partida de defunción. Aún podrían leer unas últimas palabras que el teniente coronel escribió antes de ser fusilado y que, gracias a los buenos oficios de un amigo, llegaron a manos de la familia y que hoy puedo copiar parcialmente del mismo texto autógrafo, escrito de un tirón, sin vacilaciones y con rasgos serenos y firmes:
Cuando ya creíamos todos que mi vida se había salvado por haber pedido el Jurado Popular mi conmutación de pena (...) me he visto sorprendido hoy 8, al despertarme en la celda y saber que aquella grata ilusión de seguir viviendo para vosotros había caído en tierra. Dios no lo ha querido. Conformémonos con la voluntad de Dios (...). En fin, hay que ser fuertes ante las grandes penas, yo moriré pensando en ti, Eulogita, que has sido el amor de mi vida, en ti a quien debo una felicidad que dura desde que nos conocimos hasta hoy; pensaré en estos tres hijos nuestros que han sido nuestro orgullo por todos los conceptos, y aunque de Manolito nada pudimos saber por circunstancias de su aislamiento en San Fernando, y ésta es mi gran pena, él, como vosotros, conociéndome bien, estaréis convencidos de que, si no un virtuoso, fui tan vuestro en todo momento, tan caballero en todos los instantes de mi vida que me recordaréis siempre como un padre y un ciudadano español que nada ni nadie podía tachar mal. Os repito, tened fortaleza de espíritu. Defendeos unidos de los embates de la vida (...). Os pido perdón si alguna vez lo merecí; rezad por mí todos los días; sed todos tan dignos, honrados y buenos como hasta ahora lo fuisteis y pensad que Dios sabe por qué ha dispuesto así las cosas (...). Vosotros cuatro (...) recibid el último abrazo en que os va el corazón amantísimo de vuestro MANOLO [16]. La vida continuó. Enseguida Eduardo se incorporó a su trabajo en el Hospital Nacional donde le recibieron con un silencio tenso y fueron muy pocos los que se atrevieron a darle el pésame. Hasta aquel día formaba parte de un partido del Frente Popular [17] pero hizo constar que, a partir de entonces, seguiría en su trabajo con la condición de no tener que pertenecer a ninguna agrupación política o sindical. Sin embargo, ya había sido dado de baja: pero después me enteré que ya ellos me habían dado de baja por indeseable... Ninguno olvidó nunca a don Manuel y aquella última noche del 7 al 8 de septiembre de 1936 permanecería en la familia como un constante presente, especialmente recordarían las últimas palabras de su padre, la carta del esposo y padre, las que ya no cabían en la carta y que tuvo que cruzarlas verticalmente: Con un sacerdote me preparé para bien morir.
Eduardo recordaba también el comportamiento de Guadalupe durante aquella tremenda noche: Demostró su fortaleza espiritual cuando con 20 años, el 7 de septiembre de 1936, acompañó a su padre hasta que en la madrugada del día de la Virgen de septiembre –la Natividad de Nuestra Señora– le fusilaban en la Cárcel Modelo de Madrid. Mucho se podría contar de aquella noche, escribe Eduardo, que pasamos juntos mis padres, Guadalupe y yo; de la entereza de mi padre no aceptando un indulto que le colocaba frente a sus compañeros del Cuerpo de Artillería y del valor de Guadalupe que externamente no se inmutó, dando fuerzas con su serenidad a mi madre y, desde luego, a mí [18]. María del Carmen Carnicero, una buena amiga, también hija de militar, con la que había coincidido en los Colegios de Segovia y de Madrid, fue a visitarla ese día para acompañarla en un trance tan doloroso. Entró en la casa, que estaba llena de gente y, tras abrazarla con fuerza, se echó a llorar. Guadalupe agradeció el afecto sincero de la amiga sin una lágrima y, con una entereza que impresiona, le dijo: Tenemos que estar tranquilas porque papá ya está en el Cielo [19]. Los tres –la madre, Eulogia, Guadalupe y Eduardo–, que forman la reducida familia de la plaza de Santa Bárbara, están acompañados por dos religiosas Hijas de la Caridad –Sor Bárbara y Sor Pura–, probablemente de la comunidad del Hospital Nacional, a las que habían dado refugio. Sin embargo, antes de que terminase el año, Guadalupe y su madre consiguieron salir de España para volver a entrar a la otra parte del país que entonces se llamaba la zona nacional. Finalmente se instalaron en Valladolid, donde pudieron encontrarse con Manolo que, al estallar la guerra, se había reincorporado al ejército como teniente de artillería y había tenido destino en diferentes frentes, hasta que se le nombró jefe de talleres de la Fábrica Nacional de Explosivos de Valladolid. Allí pasó una larga temporada, hasta que fue enviado de nuevo a diversos frentes de batalla. En el año 1939, tras el fin de la guerra, España entera entra en un largo período de escasez y de cartillas de racionamiento. La familia del piso de Santa Bárbara siente aún la falta del padre y tiene que vivir con mayor
austeridad aún de lo que en ellos ha sido ordinario. Ahora necesitan apoyarse en la ayuda generosa de Eduardo, que está definitivamente abriéndose un camino que le llevará a obtener un puesto en la historia de la medicina española. Su relación con Laura Busca se formaliza definitivamente y toda la familia asiste a su boda en el Santuario de la Virgen de Arántzazu, el 17 de junio de 1941. A partir de ahora, Eduardo y Laurita tendrán su propia casa en un piso de la calle Viriato. Guadalupe se queda sola con su madre. Ha terminado su carrera (1940) y comienza a desarrollar su indudable vocación docente en un colegio de religiosas, de la Bienaventurada Virgen María –que en Madrid se llaman las irlandesas– y en el Liceo francés. En septiembre de 1942 cumple el Servicio Social obligatorio en el Campamento de Santa María del Buen Aire, en Benicásim (Castellón) y en esos días nace su primer sobrino y le envía una tarjeta fechada el día 9 con el dibujo de una niña debajo de un árbol leyendo una carta. Por detrás escribe: Querido sobrino: ¿verdad que es la primera carta que recibes de tu tía? Lo que siento es no poder estar en tu bautizo. Pórtate bien y recibe todo el cariño de tu tía que está loca por conocerte. Lupe. Le envía como regalo un abrigo y unos patucos.
III. 1944: encuentro decisivo Se está iniciando el año 1944. La amistad entrañable con los Serrano de Pablo, cuyo padre también había sido fusilado al principio de la guerra, continuaba y eran frecuentes las reuniones de las dos familias. Un domingo, Guadalupe fue a oír Misa en la parroquia de la Concepción. Iba deprisa porque llegaba tarde. Efectivamente, cuando entró en el templo, el sacerdote leía ya el Evangelio. Para no llamar la atención se quedó detrás. No conocía al celebrante y le pareció muy anciano y que rezaba lentamente. Entonces no solía hacerse homilía pero, tras el Evangelio, se daban avisos o se hacían comentarios relacionados con la vida parroquial. Aquel día eran muchas las recomendaciones del sacerdote, de forma que a Guadalupe le parecieron largas y pesadas. Sin embargo, en esta Misa le ocurrió algo que dejaría huella en su vida. A pesar de su distracción, se sintió tocada –así decía después–, sin saber por qué. Quizá era la primera vez que le parecía sentir tan viva la cercanía de Dios. Terminó la Misa y tomó el tranvía que descendía por la calle Goya para regresar a su casa. En cuanto subió a la plataforma se encontró con Jesús Serrano de Pablo [1] y, justificada por la íntima amistad que tenían, le confió que necesitaba hablar con un sacerdote, aunque no sabía bien por qué. Jesús le facilitó el teléfono de don Josemaría Escrivá de Balaguer. Muy pronto, Guadalupe hizo uso de aquel número de teléfono y el 25 de enero acudió a su cita con el Fundador del Opus Dei, en un pequeño chalé de la Colonia del Viso, en la calle Jorge Manrique, número 19. Seguramente no lo sabía pero aquél era el primer centro de mujeres que había sido inaugurado hacía un año y medio, en el día de la Porciúncula –Nuestra Señora de los Ángeles– de 1942.
Es lógico pensar que Guadalupe acudiera un poco nerviosa y subiera los escalones de la entrada con cierta timidez. La pasaron a una salita amplia con la sillería tapizada de color rosa y le llamó especialmente la atención un cuadro con la imagen de la Virgen de Guadalupe, de la que siempre había pensado que le gustaría tener una estampa o una buena fotografía. Hasta entonces se había tenido que contentar con una imagen recortada de un periódico. Don Josemaría Escrivá de Balaguer era un sacerdote joven aún, de cuarenta y dos años, más bien grueso, con una sonrisa abierta que denotaba profunda alegría y una extraordinaria viveza de palabra y de movimiento que no ocultaba, sin embargo, su recogimiento interior. Guadalupe se sintió impresionada y atraída de modo que enseguida se abrió en confidencia: ¿Qué tengo que hacer con mi vida? Guadalupe siempre recordaría aquella conversación como esclarecedora, el encuentro con lo que andaba buscando. Supo que aquél iba a ser para ella el padre que había perdido unos pocos años antes porque –así lo repitió en muchas ocasiones–, en aquel momento, vio claramente su camino. El sacerdote, sin embargo, le dejó abierto el horizonte de su libertad. Era ella la que debía tomar la decisión sin más motivo que el amor a Dios y sin más fuerza que su gracia. Al terminar, don Josemaría la invitó a asistir a un Curso de retiro que iba a comenzar unos días después. Pasados muchos años, cuando Guadalupe acababa de recibir la noticia del fallecimiento de Mons. Escrivá de Balaguer, y estaba ingresada en la Clínica Universitaria de Navarra, pasando también los últimos días de su vida, rememoró el primer encuentro con el Fundador, al que, como todos los fieles del Opus Dei, siempre llamó familiarmente Padre: Recuerdo cuando conocí al Padre. Una tarde de fines de enero del invierno madrileño de 1944. Yo acababa de terminar la carrera de Ciencias Químicas y estrenaba mi primer trabajo (...). Por medio de un compañero con quien me unía amistad y confianza, Jesús Serrano de Pablos, a quien hablé de mi deseo de tener un director espiritual, me puse en contacto por teléfono y acudí a la dirección que me dieron para conocer a don Josemaría Escrivá de Balaguer, de quien yo no sabía, hasta ese momento, absolutamente nada, ni tampoco, naturalmente, de la existencia del Opus
Dei. La entrevista fue decisiva en mi vida. En un hotelito de la Colonia del Viso, entonces casi en las afueras de Madrid, en una salita alegre tapizada de rosa viejo, se destacó la figura del Padre. Nos sentamos y me preguntó: ¿Qué quieres de mí? Yo contesté, sin saber por qué: Creo que tengo vocación. El Padre me miraba: Eso yo no te lo puedo decir. Si quieres puedo ser tu director espiritual, confesarte, conocerte... Eso era exactamente lo que yo buscaba y tuve la sensación clara de que Dios me hablaba a través de aquel sacerdote (...). Sentí una fe grande, fuerte reflejo de la suya... y me puse interiormente en sus manos para toda mi vida [2]. Guadalupe, un tiempo después de aquel primer encuentro con San Josemaría, leyó las bellas palabras que había escrito sobre cómo se manifiesta una vocación en el interior de un alma. Le impresionaron mucho y, en soliloquio interior, se dijo: ¡eso fue! ¡eso fue lo que me ocurrió aquel día! Éstas eran las palabras del Padre: Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso, que empuja al hombre a dedicar sus más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tomar cuerpo de oficio. Esa fuerza vital, que tiene algo de alud arrollador, es lo que otros llaman vocación. La vocación nos lleva –sin darnos cuenta– a tomar una posición en la vida, que mantendremos con ilusión y alegría, llenos de esperanza hasta en el trance mismo de la muerte. Es un fenómeno que comunica al trabajo un sentido de misión, que ennoblece y da valor a nuestra existencia. Jesús se mete con un acto de autoridad en el alma, en la tuya, en la mía: ésa es la llamada [3]. El 25 de enero de 1944, la Iglesia celebraba –y celebra– la conversión de San Pablo y ese fue el día también en que cayeron las escamas [4] de los ojos de Guadalupe. Fue su hora decisiva y, en aquel momento, empezaría la parte más importante de su vida. Fue su hora décima [5], el momento en el que se decidió a quemar las naves [6] y sus pasos comenzaron a escribir, de verdad, una bonita novela.
Todo ha sucedido muy rápido, casi tumultuosamente, porque Guadalupe, hasta ayer, era una mujer de fe sólida que cumplía sus deberes de cristiana, pero nunca había sido especialmente piadosa. Aquel día conoció también a las que allí vivían: Encarnita Ortega, Nisa González Guzmán, Enrica Botella y pocas más que, en lo que a las mujeres se refiere, eran entonces toda la Obra. Guadalupe se ofreció a ayudarlas y, en los días siguientes, en cuanto encontraba un momento libre, volvía a Jorge Manrique para hacer algún rato de oración en el sencillo oratorio de ese centro del Opus Dei, presidido por una imagen de la Virgen rezando como si estuviera a la espera del Ángel; o para participar en algún círculo o medio de formación cristiana o para cumplir un encargo... Ha cumplido ya 27 años. Es alta y se diría de buena planta, más bien delgada. Tiene un perfil agradable y su pelo es de color castaño. Los ojos, vivos y alegres. Anda con pasos cortos y a veces da la impresión de que se mueve a saltitos. Es buena conversadora y siempre tiene algo interesante o divertido que contar. Desde luego, no va a perder la ocasión de participar en el curso de retiro que le ha recomendado el Padre. Tiene lugar en el mes de marzo, en vísperas de San José. Comienza el día 12 y lo dirige don Abundio García Román, un sacerdote muy conocido en Madrid por su actividad como delegado nacional de las Hermandades Obreras. El Padre le tiene como un buen amigo y le ha encargado dirigir las clases de latín a los hijos suyos que se están preparando para acceder próximamente a las órdenes sagradas: los primeros fieles del Opus Dei que van a recibir la ordenación sacerdotal. El Padre dirigió también alguna meditación en el curso de retiro y se preocupó de sacar el tiempo necesario para atender a la que lo requiriera. Guadalupe se sentía inquieta, con la inquietud ilusionada de toda mujer que se encuentra en la víspera de la decisión que va a encauzar definitivamente su existencia. Sabía que aquel paso no suponía perder su libertad, sino ponerla en las manos de Dios para que Él dispusiese de su vida. Y Dios le iba a dar el ciento por uno porque estaba segura de que, si sabe después ser fiel a aquella llamada del Señor, Él la acompañará siempre y con Él podrá subir montañas y caminar, si es preciso, por sendas abruptas. Pero tiene aún dudas...
Se decide a hablar con el Padre para que le ayude a ordenar sus ideas pero, cuando él la recibe y le pregunta qué desea, no sabe cómo responder para esponjar las inquietudes de su alma. Muchas veces recordará luego la confusión de aquel momento, tal como confió a algunas: Recuerdo una anécdota que ella misma nos contó en alguna ocasión. Era del primer Curso de retiro que había hecho en Jorge Manrique. Veía que las asistentes pasaban a hablar con nuestro Padre (...) y también ella quería decirle algo, pero no sabía qué. Se decidió, y cuando nuestro Padre le preguntó: Bueno, hija mía, ¿qué quieres?, ella contestó: Padre, que me gusta mucho San Juan de la Cruz. Nos reíamos cuando contaba esta y otras tantas anécdotas en las que siempre se entreveía su sencillez [7]. Enseguida se dio cuenta de que aquello, aunque fuese verdad, no era manera de empezar una conversación seria, pero no hubo necesidad de rectificar porque el Padre fue el que encauzó su confidencia en la que, ya de una manera llana y sencilla, pudo decir cuanto pensaba. El 17 termina el curso de retiro y el 19, en la solemnidad de San José, escribe la carta al Padre pidiendo la admisión como numeraria [8] del Opus Dei. A Guadalupe le gusta escribir una carta manuscrita, tal como suele hacerse, porque le confirma el carácter familiar de la Obra. Es muy consciente de lo que acaba de decidir y del compromiso que ha adquirido de vivir la plena conciencia y responsabilidad de la vocación cristiana [9], y así se cumplió después porque, como vamos a ver, a partir de este momento, nunca albergó en su alma el menor resquicio a la duda o vacilación. Comenzaron este día los treinta y un años de perseverancia que el Señor le concedió. Puede pensarse en la alegría íntima de aquel pequeño grupo de mujeres elegidas por Dios para hacer el Opus Dei en la tierra siendo ellas mismas Opus Dei [10], tal como escribiría después el Fundador. Y también la alegría del Padre que veía la bendición de Dios sobre tantos años de trabajo silencioso, desde el 2 de octubre de 1928, con la apariencia muchas veces de la esterilidad de sus esfuerzos. En pocos años, las mujeres del Opus Dei
se contarían por miles y todas serían igualmente queridas por el Padre de esta gran familia. A partir de aquel momento, Guadalupe tiene prisa por conocer más a fondo la Obra porque sabe que el tiempo es breve [11]. Una semana después se lo explica a su madre: dije a mamá que tenía vocación [12]. Doña Eulogia respondió como una madre cristiana, con emoción y respeto. Además pudo tener enseguida una profunda conversación con el Padre y comprendió bien el deseo de su hija de dedicar su vida a realizar lo que el Señor le pedía. Pienso que, incluso, la madre esperaba una decisión semejante en Guadalupe, a la que conocía bien. Eulogia sabe que aquello es el premio que Dios le da por tantos desvelos pasados desde que nació en 1916. La mayor recompensa de una madre es ver que sus hijos van camino del Cielo. Cuando la noticia se corrió entre la familia, la única que manifestó disgusto fue una tía a quien le parecía que era una insensatez: ¿Cómo ella, dotada de tan buenas cualidades, abandonaba un brillante porvenir por algo desconocido? A Guadalupe le dolió, sin duda, porque la quería y, por más que se esforzó, no encontró argumentos que la convencieran. Los planes de Guadalupe no admitían demora y decidió irse a vivir enseguida a aquel pequeño centro de Jorge Manrique [13]. Madre e hija pensaron que lo mejor que podían hacer era ponerlo todo en manos de la Virgen y, el 12 de abril, fueron al Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, la Patrona de Extremadura [14]. Enseguida se resuelve el mayor inconveniente: ¿Con quién se iba a quedar doña Eulogia? En la casa de Santa Bárbara seguía viviendo Manolo, el hermano mayor, pero tenía su vida muy absorbida por el trabajo y era imposible que pudiera sustituir a la hija. La solución viene por parte de Eduardo y Laurita que, sin que nadie se lo pida, deciden dejar su casa de la calle Viriato y trasladarse, con su primer hijo que no tiene aún dos años –y a la espera del segundo, que nacerá tres meses más tarde–, a la casa de su madre.
El jueves 18 de mayo, en que la Iglesia celebraba la solemnidad de la Ascensión aquel año, hay prisas en la casa de los Ortiz de Landázuri para ultimar el equipaje de Guadalupe. Son unas prisas que secan lágrimas. Todos recuerdan que, en ese día, se cumplen justamente veinte años de su primera Comunión. Eduardo tiene la delicadeza, que Guadalupe nunca olvidará, de acompañarla a Jorge Manrique. ¿Fue éste un paso también importante en la conversión a Dios que se había iniciado el 8 de septiembre de 1936 con la muerte de su padre?
IV. En el nuevo camino La mayor parte de la casa la invadían chicas de toda condición, principalmente las estudiantes universitarias que se encontraban acogidas en un ambiente grato. Iba pasando el tiempo entre la oración, el trabajo, el cuidado de la casa y el apostolado. Las horas siempre eran cortas y una tentación fácil consistía en robarlas al sueño... hasta que el Fundador se enteró y, con sentido común, lo prohibió seriamente porque una cosa era trabajar con intensidad –sin descanso [1]– y otra muy diferente jugar con la salud. ¡Cuántas veces tuvo que recordarlo para que aquellas mujeres, ansiosas de llegar a todo, se convencieran plenamente de que era preciso dormir lo necesario sin permitirse fáciles excepciones! Así podrían terminar el día con la cabeza serena para dedicar sus últimos momentos a Dios y preguntarse: ¿Qué puedo hacer mejor mañana? Una tarea que debían atender entre todas era la que necesitaba la misma casa, su administración doméstica. Aquí puso Guadalupe verdadero esfuerzo sin que lo coronase totalmente el éxito. No se puede decir que su voluntad se estrellase con el rotundo fracaso pero sí que aprendía muy despacio: ¡cuántas veces tuvo que deshacer algo que le había costado horas! Tenía aptitudes para los trabajos más duros, como encender y mantener la calefacción o tantas otras tareas propias de la conservación de la casa... Aunque eran, sin duda, las menos delicadas y las elegía para evitar que las hicieran las demás. Era frecuente que, cuando el Padre tenía que invitar a alguien a comer, el lugar más adecuado fuese Jorge Manrique. No es preciso decir que, en esos días, todas se volcaban para atenderle y cada una ocupaba su lugar en la tarea: la compra de lo necesario, la preparación de la comida, la elegante decoración del comedor y de la mesa...
Siempre estaba alegre y trataba de alegrar la vida de las demás en los pocos ratos de descanso –o cuando lo permitía el tipo de trabajo–, entonando canciones e incluso procuraba enseñarlas a las demás. Decía que las había aprendido de su madre. Pero eso duró sólo hasta que un día se lo contaron a doña Eulogia: Casualmente, un día su madre fue a Jorge Manrique, y le comentamos que su hija nos había enseñado unas canciones. Tuvo mucha gracia, porque, lógicamente, la madre quiso saber cuáles eran y, como era de esperar, dado el mal oído que tenía Guadalupe, las canciones que habíamos aprendido no tenían nada que ver con la versión original de su madre. Todas nos reímos y la que mas, como siempre, la propia Guadalupe [2]. Para Guadalupe, el primer acontecimiento importante de la historia del Opus Dei, que se le iba a quedar marcado, fue la ordenación de los tres primeros sacerdotes –don Álvaro del Portillo, don José María Hernández de Garnica y don José Luis Múzquiz– el domingo 25 de junio de 1944. Supuso un paso notable en el desarrollo de la Obra. Lo que hasta entonces era un trabajo que pesaba exclusivamente sobre el Fundador, ayudado por la buena voluntad de algunos sacerdotes amigos, ahora se iba a repartir entre los cuatro. El Padre determinó que don José María Hernández de Garnica se ocupase especialmente del cuidado espiritual de sus hijas y de sus apostolados. Aunque no lo sabían entonces, el Padre estaba seriamente enfermo. En ese año de 1944 se le diagnosticó una fuerte diabetes que, después de pasar por momentos de agravamiento, remitió por la gracia de Dios diez años más tarde, en una festividad de la Santísima Virgen. Sin embargo, como ya he dicho, tendría que pasar aún mucho tiempo para que Guadalupe, y las que vivían en Jorge Manrique, supieran lo grave que estuvo porque el Padre no aparentaba su enfermedad, sino que seguía atendiendo un constante trabajo y siempre le veían alegre y activo, predicando con fuego, trabajando en la fundación y gobierno de la Obra o formando a sus hijos. Sólo unos pocos sabían que, de cuando en cuando, le sobrevenían infecciones y altas fiebres que le obligaban a retirarse.
Un día hubo un robo en el chalé de Jorge Manrique durante un rato en que no había nadie porque todas se habían ido a la administración de La Moncloa, para celebrar juntas las fiestas de Navidad. La Moncloa era una residencia de estudiantes universitarios en la que las mujeres dirigían la administración. La casa de Jorge Manrique estaba puesta con buen gusto y era acogedora pero no tenía cosas de valor para un ladrón, que sólo pudo llevarse unas pocas ropas y objetos personales. Ni siquiera pudo saquear la despensa porque estaba vacía. Gracias a Dios no entró en el oratorio. Alguna recuerda que Guadalupe es lo primero que comprobó sobresaltada y que dijo: Si hubiera estado aquí no habría permitido que se acercase al altar aunque hubiese tenido que dejar la vida ante el Santísimo [3]. Aunque Guadalupe lleva muy poco tiempo en la Obra, es necesaria su ayuda para dirigir los círculos o charlas de formación cristiana a las chicas que frecuentan la casa. También en eso iba a tener una gran soltura porque, al fin y al cabo, era una prolongación natural del apostolado personal. Las demás le ayudaron con pequeñas correcciones que le vinieron muy bien y agradeció mucho. Aprendió rápidamente a no ser excesivamente adjetivera para que su lenguaje no fuese demasiado barroco, a sacar moralejas claras de las anécdotas y, sobre todo, a ser breve en la exposición, que es lo que algunos no aprenden nunca: en opinión de todas no tenía muletillas y le pusimos el apodo piquito de oro recordando a San Juan Crisóstomo [4]. Hacia fines de 1944, el Padre, no sin dificultad, logró adquirir Los Rosales, el tercer centro de las mujeres del Opus Dei. El lugar elegido ha sido Villaviciosa de Odón, no lejano a Madrid, y la casa es adecuada, en aquel momento, para cumplir la misión que se le va a destinar. El edificio es amplio, situado en la plaza principal del pequeño pueblo, junto al Ayuntamiento. Responde a la visión de futuro del Fundador, que se ocupa personalmente de su instalación material. En muy pocos años resultará insuficiente. El Padre lo ha concebido como un centro donde sus hijas puedan descansar y, sin que las distraigan otros trabajos, dedicarse especialmente a su formación. Se irán organizando sucesivos cursos para que todas puedan participar y recibir su benéfico influjo.
La Obra crece despacio. Muy poco antes, aquel nuevo centro era sólo un sueño en el corazón del Padre. Ahora sus hijas, además de un lugar de descanso, tienen ocasión de crecer para adentro [5]. La formación específica que necesitan para vivir su vocación en el Opus Dei la reciben y recibirán, durante toda su vida, al mismo tiempo que realizan su tarea profesional. Pero el trabajo continuo e intenso necesita reposo y también el descanso se hace fecundo con el estudio y la reflexión. Las hijas, que vieron la ilusión que ponía el Padre en la instalación de Los Rosales, no le defraudaron y pronto las labores del Opus Dei se lucraron del fruto de aquel nuevo instrumento. Todas fueron pasando por allí algunas temporadas y, aunque se sucedan los años, no podrán olvidar nunca aquellos días de especial convivencia y el serio empeño que pusieron en aprender o mejorar cuanto necesitaban para cumplir, cada día con mayor eficacia, las variadas misiones a las que estaban llamadas y que el Opus Dei les iba a confiar. El Padre bendijo el oratorio en la víspera de la Inmaculada y, en ese día, les dirigió la meditación por la mañana. Celebró la Misa Mons. Manuel Fernández Conde, que trabajaba entonces en Roma, en la Secretaría de Estado del Papa y que sería Obispo de Córdoba unos años después. Guadalupe aquella mañana escribe en su agenda que el Padre, en la meditación, estuvo muy fuerte. Sin duda entendieron todas, al oír la voz vigorosa y exigente del Padre, que Dios confiaba en ellas y que era hora de despertar y no estar somnolientas [6]. A partir de este momento, el Padre hará continuos viajes a Villaviciosa de Odón y dirigirá asiduamente meditaciones o charlas a los diferentes grupos que van pasando por la casa. También les dedica ratos de tertulia en los que, de forma distendida, les va enseñando detalles vivos y prácticos de su vocación. También les llevará diversos visitantes a los que quiere dar a conocer la Obra [7]. Guadalupe permanece dos semanas en Los Rosales a principio de abril de 1945 y, a su regreso, el 17 de mayo [8], deja de vivir en Jorge Manrique y se traslada a trabajar en la administración de la residencia de La Moncloa.
En el trabajo de administrar los centros, fueron pioneras la madre y la hermana del Fundador, que los sacaron adelante en los momentos posiblemente más difíciles por la escasez agobiante de medios de todo tipo: Veo como Providencia de Dios que mi madre y mi hermana Carmen nos ayudaran tanto a tener en la Obra este ambiente de familia: el Señor quiso que fuera así [9], dijo el Padre en alguna ocasión. Ahora han comenzado a tomar el relevo las mujeres del Opus Dei [10]. La vocación, la llamada de Dios –escribió el Fundador–, es una gracia del Señor, una elección hecha por la bondad divina, un motivo de santo orgullo, un servir a todos gustosamente por amor de Jesucristo [11]. En una ocasión llegó a decir: ¿Sabéis, hijas mías, cuál es el título más hermoso que tiene el Romano Pontífice, il dolce Cristo in terra, el dulce Cristo en la tierra, el Vice Dios? Servus servorum Dei, Siervo de los siervos de Dios [12]. En castellano existen dos términos que contrastan: servir y servilismo. El segundo es caricatura del primero y significa una ciega adhesión y vil sometimiento a la voluntad de otro. Los que no descubren esta diferencia, no descubren el camino de la plena realización del hombre o de la mujer – ¡ser útiles!– y el encuentro con una felicidad que no puede conocer el egoísta, quien vive sólo para sí. Mons. Escrivá de Balaguer en numerosas ocasiones puso de relieve la relación entre el servir y la dignidad humana: Grande y hermosa es la misión de servir. Por eso, este buen espíritu –gran señorío–, que se compagina perfectamente con el amor que tenemos a la libertad, ha de impregnar todo el trabajo de mis hijas y de mis hijos en el Opus Dei. Y quiero que sea también la característica más principal de mi pobre vida de sacerdote y de Padre vuestro: ser y saberme siervo siempre, y especialmente en las épocas –que no faltarán–, en las que muchos huyan de la humildad del servicio al prójimo [13]. Frecuentemente, el Padre consideró el trabajo en las administraciones como un servicio directísimo a Dios y lo llamó el apostolado de los apostolados [14], un gran medio de santificación y de formación [15]. Quienes trabajan ahí saben, además, que tienen el agradecimiento de toda la Obra: de los hombres y de las mujeres que en muchos momentos reciben las lecciones de su silencioso ejemplo.
El hogar no lo hace sólo la mujer, es fruto del afán conjunto de hombres y mujeres; pero no me parece fuera de lugar escribir aquí unas palabras atribuidas a Plutarco –muy viejas, por lo tanto–: las mujeres, cuando aman, ponen en el amor algo divino. Tal amor es como el sol que anima la naturaleza. Guadalupe, aquel 17 de mayo, fue a La Moncloa llena de ilusión. Así lo veo escrito en su agenda: Por la tarde me fui a La Moncloa. No sé cuánto tiempo estaré. ¡Qué ilusión me hace! [16]. El trabajo que el Opus Dei ponía sobre los hombros de Guadalupe, y de las que con ella estaban en la administración, no era fácil de realizar. Antes de pertenecer a la Obra, todas habían tenido una cierta experiencia en las tareas del hogar con sus familias. Pero era muy distinto enfrentarse ahora con la responsabilidad de dirigir una familia de más de un centenar de miembros. Hacía poco que España había salido de una guerra que la había arruinado y, además, estaba metida en un mundo que sufría la peor guerra de los siglos y, aunque se había declarado no beligerante, no vivía al margen de muchas de sus consecuencias. Eran años de escasez y de cartillas de racionamiento... y de estraperlo. Las tiendas de ultramarinos no tenían ni variedad, ni calidad, ni cantidad de productos imprescindibles. Los precios subían y el dinero era escaso. La dirección de la residencia pagaba con cuentagotas y a menudo resultaba insuficiente. La administración tenía que ganarse a los tenderos, no sólo para que les fiasen, sino también para que les alargasen los plazos de pago. Unas veces se conseguía fácilmente y otras con mayor dificultad... Desde luego había que pasar por situaciones violentas, a pesar de que representaban a un buen cliente que los proveedores tenían interés en conservar. El trabajo de la administración lo llevaban con orden, en todos los sentidos: en lo material y en los horarios; pero es una tarea que siempre va más allá del tiempo. Se agotan las horas mucho antes que el quehacer. A veces surgía la tentación de robar algunas horas al sueño, pero sabían que el Padre se disgustaría seriamente si jugaban con la salud. Deben trabajar, también descansar y, por lo tanto, cuando llega el momento, dormir.
De los días en que Guadalupe estuvo en La Moncloa, se recuerdan algunas anécdotas que tienen como nexo el deseo de servir con eficacia. Hubo un día en que, por disponer de algunos embutidos, insuficientes para las dos casas –la residencia y la administración–, Guadalupe determinó sacarlos a la residencia. Al Padre le extrañó que los sirvieran con tan poco pan, aunque sabía que era uno de los alimentos racionados, y se lo indicó. Ella calló y no dio ninguna explicación. Poco después, Nisa González Guzmán le dijo que ellas comían sólo pan aderezado con tomate... porque los embutidos eran escasos y habían decidido que los tomaran los residentes. Al Padre le faltó tiempo para buscar a Guadalupe y decirle: Perdóname, hija mía, te conocía muchas virtudes, pero no ésta [17]. En aquella administración alguien vio, sin ser vista, que Guadalupe, un día que faltaba consomé, llenó su taza sólo con agua caliente humeante y la tomó como si fuera un buen caldo [18]. Guadalupe sólo está en La Moncloa durante dos meses y medio. En este tiempo se ha ocupado principalmente del office pero también, como las demás, ha rotado en otros trabajos: el cuidado de la ropa, la cocina, etc. El 30 de julio hace de nuevo la maleta y se va otra vez a Los Rosales para asistir a un nuevo curso de formación de un mes y medio, hasta el 15 de septiembre. Sin embargo, no deja La Moncloa del todo y la vemos alternar una semana en Madrid y otra en Villaviciosa de Odón. En Los Rosales llevan entre todas los trabajos de la casa y a Guadalupe le corresponde ocuparse de la despensa y del abastecimiento. Un día se dio cuenta de que la agenda que usa para anotaciones del trabajo, había sido de su padre: era la que tuvo papá en la cárcel. Sus ojos recorren con emoción los apuntes que había escrito: ¡Con qué sencillez apuntó durante aquellos cincuenta días lo que hizo! Acariciando la libreta, reflexiona y anota: A él le debo, seguramente, la vocación [19]. El Padre iba teniendo cada día más confianza en Guadalupe y le hablaba con mucha claridad. También le decía lo que no hacía bien. Ella correspondía con agradecimiento porque esto le ayudaba a ser mejor instrumento para cumplir lo que Dios le pedía y también para crecer
interiormente. Por aquellos días quedaron consignadas dos anotaciones en su agenda: Vi al Padre muy disgustado con Encarnita y conmigo por primera vez (...). Me dio mucha pena, pero me alegré de que tuviera confianza conmigo y me lo dijera [20]; y, un poco después, escribe también: Hablé con el Padre y me riñó porque la cocina no estaba bien. (...) Prometo esforzarme [21]. Son pequeños detalles, pero significativos. El Padre veía que, con mujeres así, podía encontrarse respaldado para llevar la Obra adelante. Dios quería a sus hijas fuertes y humildes que supieran obedecer sicut lutum in manu figuli, sic vos in manu mea [22], como el barro en manos del alfarero, así debéis ser vosotros en mis manos. En Los Rosales –como en todos los centros del Opus Dei–, lo más importante es el oratorio. Está instalado en una habitación casi cuadrada con una ventana que alegra la estancia sin deslumbrar. Tras el altar hay un cuadro, copia de otro de escuela italiana, pintado por Fernando Delapuente, que representa a la Virgen que contempla al Niño recostado en un jardín de margaritas. Junto a ellos, hay un ángel en oración. La pared está tapizada con tela de saco que, a pesar de su austeridad, le da un ambiente cálido. La estancia, en lo alto de la pared, recogiendo la tela, tiene un friso de madera que la circunda. Este friso había estado anteriormente en el oratorio de la residencia de estudiantes de la calle Jenner, la primera que se pudo instalar, en 1939, al terminar la guerra civil. Cuando esa residencia de varones se trasladó a La Moncloa, el friso quedó guardado provisionalmente hasta que se le encontrase un lugar adecuado. Muchos y largos ratos pasa Guadalupe en aquel oratorio, para saborear su filiación divina y la presencia de Dios en la Eucaristía, que es el centro de su vida interior. Contempla a Dios y se siente contemplada por Dios en horas de oración mental y vocal, que todo es lo mismo si se pone el corazón. El 5 de julio es viernes y tendrá lugar un acontecimiento en Los Rosales. Van a pasar toda la noche –por turnos– ante el Santísimo Sacramento expuesto en la custodia. El Padre ha establecido esa costumbre que se vivirá los primeros viernes de mes en los centros en los que, por el número de
residentes, sea posible cubrir todas las horas: Me tocó de 5.30 a 7 de la mañana, escribió Guadalupe, y añade que leí a San Juan de la Cruz [23]. Se ve que el gran místico castellano sigue acompañándola en su oración. Dios le dio a Guadalupe una extraordinaria capacidad de concentración de forma que se metía de hoz y coz en lo que estaba haciendo en cada momento, especialmente si se trataba del estudio o de la oración. Por eso algunas llegaron a pensar que era un poco despistada. No lo era sino que, por ejemplo –como realmente ocurrió–, cuando estaba en el oratorio rezando, no oía el timbre del teléfono o, aún menos, timbrazos en la puerta que resonaban de modo impaciente. Eso le sucedía también en cualquier trabajo o en el estudio, porque seguía sin olvidar la química y le dedicaba buenos ratos que podía sacar en su ocupado día. También ese trabajo era oración y poco a poco iba acercándose más a la meta que el Padre pedía para todos sus hijos: ser contemplativos en medio del mundo. Seculares, muy metidos en las inquietudes de la época que les toca vivir y, a la vez, continuamente en diálogo con Dios. En el jardín de Los Rosales hay una pequeña granja con gallinas y cerdos y un huerto de verduras. Supone una ayuda en el abastecimiento de la casa en aquel momento, debido a la tesitura por la que pasaba el país. Más tarde, cambiadas las circunstancias, se vio que la granja daba más trabajo que beneficios y desapareció. La instalación de aquella granja no debía tener todas las garantías de seguridad, al menos para resistir una fuerte tormenta. Efectivamente, una noche los fuertes truenos despertaron a Guadalupe y un presentimiento sobre lo que podía haber ocurrido la hizo levantarse y salir al jardín. Ya no llovía pero pudo comprobar que el gallinero se había encharcado, de forma que los seiscientos pollos recién nacidos nadaban inseguros. Apareció entonces otra a la que la misma inquietud la había despertado. Entre las dos dieron salida al agua encharcada y llevaron a los pollos a un lugar más seguro y seco. Terminaron el trabajo cuando ya amanecía y les quedó poco tiempo para arreglarse y acudir con todas, puntualmente, a la oración de la mañana.
No es preciso decir que, cuando llegó el momento del desayuno, tenían un buen tema para contar y divertir, aunque se caían materialmente de un sueño que no podrían recuperar hasta la noche siguiente, porque tenían el día lleno y sin huecos. En Los Rosales también había un perro para que guardara la casa de posibles rateros. No era muy fiero, porque no había que correr el riesgo de que se le ocurriera morder a alguien. Sólo servía para asustar y, por eso, ladraba con fiereza si llegaba el caso. Algunas quisieron regalarlo porque les parecía inútil, pero Guadalupe las convenció de retenerlo al decirles con gracia: No lo deis, porque él ladra y, si hace falta, nosotras bajaremos a morder.
V. 1945: comienzos en Bilbao El 6 de septiembre le llega la noticia de un nuevo traslado profesional: Por la tarde me dijeron que me iría a la casa que se abre en Bilbao [1], nos ha dejado escrito. Lo que se abre es Abando, una nueva residencia de estudiantes, y la casa de Guadalupe va a ser la zona de la administración. El día 15, festividad de la Virgen de los Dolores, el Padre les da la bendición y, con unas afectuosas palabras de confianza, les exhorta a lo de siempre: ¡ser fieles! Con Guadalupe, que es la secretaria [2] de la casa, van otras tres: Nisa González Guzmán, que ya conocemos, iba a ser la directora, Carmen Gutiérrez Ríos, la subdirectora, y Digna Margarit [3]. Viajaron el 16 y, al llegar a Bilbao, a última hora de la tarde, nos encomendamos al ángel de la población y de la casa [4]. Para las viajeras era una novedad salir de Madrid donde hasta aquel momento habían centrado toda la labor apostólica. En poco tiempo, las mujeres de la Obra alcanzarían un buen desarrollo y podrían extender sus apostolados a otros lugares de España. Pasado el tiempo, Guadalupe señalaba, divertida, lo que supuso aquella salida hacia el norte: Cuando nos lo contaba, tiempo después, hablaba de nuestra primera salida al extranjero, por el impacto que les había producido cuando nuestro Padre les anunció que iban a salir de Madrid [5]. La Residencia Abando está situada en un lugar céntrico de la capital vasca. En la calle Pérez Galdós ocupa un edificio completo, que ha sido adquirido en construcción y remodelado para acomodarlo a las condiciones que requiere la nueva función a la que ha sido destinado. Se ha procurado que la administración sea funcional y cómoda en lo posible y se ha conseguido, al menos en parte. Cuando llegan a Bilbao, la residencia está aún en obras y se va a abrir en octubre, para lo que falta muy poco tiempo. Los obreros andan metidos por toda la casa, acabando una infinidad de detalles aún pendientes. Se hacen
cargo de que van a tener que vivir, durante una buena temporada, en medio de mucho polvo y ruidos que pueden ser atronadores... El Padre fue a bendecir el oratorio y a celebrar la primera Misa, el día de la Maternidad de Nuestra Señora, el 11 de octubre: El Padre bendijo primeramente el oratorio –recuerda uno que estuvo presente–; a continuación comenzó la Santa Misa. Coincidía esta hora con la llegada de los obreros (...). A través de las ventanas del patio, aún sin la protección de las vidrieras, empezó a llegar al oratorio un buen jaleo de ruidos y canciones. El Padre, muy recogido, continuó la Misa, hasta un momento antes de darnos la Comunión, en que se volvió para dirigirnos unas palabras (...). Empezó diciendo que todo aquel barullo de ruidos y cantos (...) le había ayudado a recogerse más, pues lo nuestro era eso: estar en medio del ruido del mundo con la cabeza y el corazón puestos en Dios [6]. Poner en marcha la administración de una casa en obras y donde tenían que vivir cerca de ochenta residentes, no es tarea fácil. Para colmo, en aquel comienzo de curso sobrevino una epidemia de gripe que afectó a veinte residentes y a todas las mujeres de la administración, excepto a Guadalupe. Como consecuencia, una gran parte del trabajo recayó sobre ella, aunque no se la vio perder la paz o la serenidad. Le parecía que no hacía más que lo normal y, cuando llamaban por teléfono las directoras desde Madrid, siempre les decía que no pasaba nada. Poco a poco fueron contando con el número necesario de mujeres para atender los distintos trabajos domésticos, pero a la vez tenían que ocuparse de la formación humana de aquellas chicas que habían contratado. Las directoras procuraron que, en el plan de cada día, tuvieran un tiempo para recibir clases de cultura general –gramática, historia, geografía, arte, aritmética, etc.–, presentadas de una manera que despertase el interés y, si era posible, el entusiasmo de las chicas. Por otra parte, sabían bien que lo que más las podía ayudar era su ejemplo y se propusieron una relación tan asidua con ellas, que lograron un ambiente de confianza y de cariño. Les enseñaron normas de respeto y de convivencia en la sociedad. Por ejemplo, una de las empleadas era mayor que las demás y Guadalupe les decía que
debían tratarla con mayor consideración y evitarle delicadamente los trabajos más duros. Con el tiempo tendrían la satisfacción de ver que muchas pudieron realizar cumplidamente su misión en la vida. Guadalupe tenía un sentido muy práctico de la catequesis que necesitaban aquellas chicas: Nos enseñaba a ser piadosas –recuerda una de ellas–, se preocupaba de nuestra formación religiosa; de que acudiéramos al sacramento de la Penitencia y nos hacía ver cuándo no nos habíamos comportado bien, para que le pidiésemos perdón al Señor [7]. La mayoría de los padres de aquellas chicas –solían ser sencillos labriegos– tenían una cierta preocupación por lo que podía pasar a sus hijas en la gran ciudad y con tan pocos años. Pronto llegaron a tener una gran confianza en las directoras de la administración por el interés y cuidado que ponían en ellas. Sus madres les solían pedir recetas para hacer platos de cocina o consejos sobre otros trabajos domésticos. Guadalupe se encontraba feliz tratando con aquellas chicas sencillas y sabía hacerlo sin aire de superioridad. El cariño que les tenía hacía que se sintiera igual a ellas, que supiera ponerse a su misma altura. Más adelante tendremos ocasión de ver el enorme afecto con que tratará a tantas jóvenes, procedentes de sectores desfavorecidos de la sociedad, que llegarán a considerarla como su mejor amiga. Para ella fue, sin duda, el apostolado más gratificante que realizó en su vida. A las empleadas les hacía mucho bien ver cómo las que entonces estimaban como las señoritas se adelantasen sin alardes, con naturalidad, a desempeñar los trabajos más molestos de la administración, como fregar suelos, limpiar el parqué de rodillas durante mucho tiempo o arreglar los aseos. La que se ocupaba de la contabilidad no estaba muy avezada en la aritmética y le costaba un esfuerzo hacer cuadrar las sumas. A veces se agobiaba un poco porque faltaban o sobraban pequeñas cantidades de dinero. Un día, en que estaba a punto de abandonar el trabajo, le dijo Guadalupe, serena: No te preocupes, descansa y tómate el tiempo que consideres necesario. No pasa nada, pero hay que terminarlo bien [8]. Al
fin, las cuentas salieron y en pocas semanas la interesada adquirió mayor soltura. En cuanto llegó a Bilbao, Guadalupe se acomodó a la nueva vida y al nuevo trabajo, como si no le costase esfuerzo: Estoy muy contenta aquí –escribe al Padre–, algunos días noto muchísimo la presencia de Dios (no sé como decirlo); a veces pienso que, por no quitarme ningún gusto, el Señor (...) ha querido traerme a una casa nueva que yo le estoy preparando y muy pronto vendrá a vivir conmigo [9]. Como se ve, alude a que aún no hay Sagrario en la casa y, unos días después, añade: Siento mucho al Señor a mi lado, que sobre todo me ayuda muchísimo a obedecer, resultándome todo lo que me mandan fácil y agradable. En la oración se me pasa el tiempo muy deprisa y, aunque en realidad digo pocas cosas, no estoy distraída y siento que estoy cerca de Él. Quisiera que el Señor estuviera contento y no pensar más que en Él, pero durante el día paso ratos muy grandes sin decirle nada. ¿Vendrá pronto a vivir con nosotras en el Sagrario? [10]. Llevaban aún pocos meses en la administración de Abando cuando Dios quiso recompensar su trabajo con las primeras que pidieron la admisión en la Obra en aquellas tierras. Siguen viniendo por casa muchas chicas (...) trabajamos y pedimos por ellas todo lo que podemos. Ayúdenos Vd.: hay muchas que no comprenden bien la Obra todavía; otras nos quieren ya mucho. Padre, soy ambiciosa: querría que todas las que vienen por aquí tuvieran vocación y fueran tan felices como nosotras (...). Pienso que, si nosotras nos volcamos en la oración, lo conseguiremos (de Dios) [11]. Las primeras fueron dos numerarias auxiliares: Dora del Hoyo y Concha Andrés [12]. Sucedió en la víspera de San José de 1946 e iban a ser también las primeras numerarias auxiliares del Opus Dei. Guadalupe escribe ese día en su agenda: Estamos locas de alegría. Habían trabajado en la administración de la residencia de La Moncloa desde 1943 y llevaban unos meses en la de Abando. Habían recibido, por lo tanto, una buena formación y su incorporación a la Obra fue resultado de un proceso interior que les llevó a responder a lo que Dios les pedía. Poco después, el 28 de julio, pidió la admisión la tercera numeraria auxiliar, Rosalía López, que recuerda que Guadalupe me fue enseñando a vivir el espíritu de la Obra, a que nos
quisiéramos entre todas las que trabajábamos allí (...). Me preguntó si pensaba que podía ser de la Obra, dedicándome enteramente al Señor [13]. El 28 de enero de 1949, Monseñor Josemaría Escrivá, en una entrañable audiencia que le concedió el Sumo Pontífice, le hizo entrega de un centenar de volúmenes, cuidadosamente encuadernados, que contenían algunos trabajos científicos de sus hijos, y recuerda Concha de Andrés que le dijo: Santo Padre: estos libros los han escrito mis hijas Numerarias Auxiliares... El Papa Pío XII reflejó una cierta extrañeza que enseguida disipó el Padre, al añadir: si mis hijas no se ocuparan de las tareas de la Administración, mis hijos no los hubieran podido escribir [14]. El Pontífice no pudo menos que asentir. La primera numeraria bilbaína pidió la admisión el 18 de septiembre y se llamaba Rosario Orbegozo, a la que siguieron Mary Saiz y Mary Rivera, el día de la Resurrección del Señor. Rosario conoció el centro por su hermano Ignacio, que llevaba ya un tiempo en la Obra. No sabía bien qué excusa darle para que se animase a ir y no se le ocurrió más que decirle que podía tener la atención de enseñarles Bilbao a quienes acababan de llegar de Madrid: su hermano la llevó a la puerta de la calle de la administración y, sin más, se fue [15]. A Rosario, lo de mostrarles Bilbao no le pareció un motivo muy convincente y se decía: Bilbao no es Nueva York. Sin embargo, aceptó y fue el inicio de una entrañable amistad con Guadalupe. A partir de aquel momento no era extraño ver a Rosario entrar y salir de la casa. Se admiraba del impresionante trabajo que realizaban a pesar de los pocos medios que tenían. Nunca había visto nada igual. Le sorprendió especialmente la alegría, naturalidad y sencillez con que lo hacían. Poco a poco se le encendió el deseo de compartir esa vida. Mary Rivera conoció la Obra en unos días de retiro que dirigió don José María Hernández de Garnica. Tuvieron lugar en la Semana Santa de 1947 y sirvieron para que la labor apostólica de las mujeres en Bilbao se extendiera más: Padre –dice Guadalupe–: Le escribo en el tren. Ya terminaron los Cursos de Retiro que hicimos en Begoña. Salió una vocación estupenda: es una chica muy agradable que estoy segura encajará estupendamente en Casa. Era la primera vez que hacía un retiro, muy alegre, y, como nos pasó
a todas al conocer la Obra, se decidió enseguida. Hay además otras 3 (...) que les cuesta un poco más, pero, si pedimos, arrancarán [16]. Los cursos de retiro tuvieron lugar en una casa que les prestó una amiga. Como no se habitaba desde hacía tiempo, reunía pocas condiciones. Sin embargo, con el optimismo de Guadalupe y la buena voluntad de todas, se superaron los inconvenientes, que no fueron óbice para que las asistentes sacaran un buen fruto: Nunca había hecho un curso de retiro –recuerda la misma Mary Rivero–, pero (...) allí me presenté. Guadalupe estaba en la puerta. Me pareció un poco mayor que yo, con muy buena facha, muy abierta y simpática (...). Pasó el primer día. Guadalupe me caía francamente bien; tenía un atractivo humano grande (...); era muy educada, muy vital y agradable (...). Aquella casa no estaba en muy buenas condiciones (...); el jardín –por llamarle de alguna manera– era una especie de selva virgen, pero Guadalupe era tan natural y tan optimista, que hablaba de que estábamos allí –en lo que ella calificó de casa de campo– y, sin grandes esfuerzos, conseguía que pasáramos por alto cualquier deficiencia. En aquel lugar (...) oí hablar por primera vez del Opus Dei, y lo identifiqué plenamente con Guadalupe. Para mí, el Opus Dei era así de alegre, así de optimista, así de jovial y de atractivo (...). No es que Guadalupe tuviera unas dotes de persuasión especiales, ni que fuera una oradora extraordinaria, no era nada de eso, lo que ocurría es que daba mucha confianza y lo que hablaba con tanta sencillez, tenía garra; transmitía seguridad. Ahora, a medio siglo vista, sé que todo aquello era fruto de su fuerza sobrenatural, pero por aquel entonces yo no era capaz de ver más que los valores humanos que me entraban por los ojos (...). El instrumento que Dios utilizaba era Guadalupe, persona muy extraordinaria tanto en lo humano como en lo sobrenatural. Sabía perfectamente lo que quería, y, sin salirse del tema que quisiera abordar, iba poco a poco ganando terreno, hasta demostrar lo que pretendía. Guadalupe me había dicho que algún día fuera a su casa, la Residencia Abando, situada en la calle Pérez Galdós de Bilbao. Sin previo aviso, me presenté allí dos días después del curso de retiro, más bien por educación, ya que Guadalupe me había invitado con tanto cariño (...). Rápidamente se
me acercó Guadalupe y, como si todo lo que había ocurrido hubiera sido lo más normal, me dijo: ¡Qué bien que hayas venido!, ¿cómo estás? (...). La arrolladora simpatía y la sencillez de Guadalupe hicieron que inmediatamente me encontrara a gusto. Me senté en el despacho de Dirección –ella era la directora de Abando– y me acuerdo como si fuera ahora, paso a paso, de todo lo que ocurrió en las horas siguientes. Le dije a Guadalupe que había ido a saludarle, pero que tenía mucha prisa, y que me tenía que ir enseguida. Casi sin darme cuenta, me encontré hablando con ella en un clima de mucha confianza; yo no era cohibida, pero Guadalupe era una persona que invitaba a hablar en profundidad; su naturalidad, su simpatía, aquella sonrisa siempre tan agradable... Le comenté que tenía vocación al Opus Dei, que me había gustado mucho el curso de retiro que había predicado don José María Hernández de Garnica. Me dijo si sabía qué era la vocación, y no sé qué le contesté. Lo que sí sé es que insistí en preguntarle qué hacía falta para ser del Opus Dei y ella, sin inmutarse y con la misma sonrisa de siempre, me dijo: Pues, ¡vocación! No tardó en pedir la admisión en el Opus Dei y, cuarenta y ocho años después de aquel día, afirmaba: Precisamente ayer, 6 de abril, hizo 48 años que pedí la Admisión como Numeraria del Opus Dei. No tenía registrada esta fecha en mi memoria, y un día, hablando con Guadalupe Ortiz de Landázuri, sin que yo le preguntara nada, me dijo: Me acuerdo del día que pediste la Admisión, el 6 de abril de 1947, que era el domingo de Resurrección. Luego me confesó que no es que se acordara, sino que tenía la fecha apuntada. No sé si habría tomado nota de todas las que fuimos conociendo la Obra gracias a ella, pero de haber sido así, la relación sería muy larga, porque la fidelidad y respuesta generosa de Guadalupe a la vocación, y su grandísimo celo apostólico, hicieron que muchas personas descubriéramos que también ése era nuestro camino y, con su ayuda, lo emprendiéramos (...). Si yo quise y quiero, y me entusiasmó y me entusiasma, el espíritu de la Obra, en gran parte es por ella que me lo inculcó casi sin necesidad de palabras. No me parece que exagere si digo que traspasaba su amor al Opus Dei sólo con su presencia, bastaba acercarse a ella para entender
que valía la pena, por decirlo con una frase que después tantas veces oí decir a nuestro Fundador [17]. El 31 de enero de 1947, Mary Saiz fue a Abando por primera vez y conoció a Guadalupe. Había terminado la carrera de piano y trabajaba en la secretaría de un instituto de segunda enseñanza después de haber ganado la oposición correspondiente. Tenía una activa vida profesional y social y poco tiempo para la diversión. En la primera conversación, Guadalupe le mostró un ejemplar de Camino y le leyó el primer punto de meditación, con el que Mary se sintió cautivada: Que tu vida no sea una vida estéril: –Sé útil. –Deja poso. –Ilumina con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. –Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón. Tras esas tres mujeres fueron llegando otras muchas, a las que la gracia de Dios conquistó por el entusiasmo humano de aquellas primeras en las que se adivinaba un profundo sentido sobrenatural, fruto de su oración y mortificación. A veces, las que acudían no encontraban más entretenimiento que ayudar a planchar o a los trabajos de costura. Pocos alicientes habría... pero Dios bendijo aquellos comienzos a pesar de todo. En febrero de 1947 se dedica un día a la acción de gracias, en el que participan todas las de la casa y las que asisten a los medios de formación. Ha llegado la noticia de que el Papa Pío XII ha tenido a bien dar un Decreto [18] que, para el Opus Dei, supone un paso importante en el camino de su reconocimiento jurídico por parte de la Iglesia. Hace muy pocos meses que el Padre ha presentado el Opus Dei al Papa, en las dos inolvidables audiencias que le ha concedido. La celebración del acontecimiento tiene su parte material, pero se centra en la Exposición y Bendición con el Santísimo ante el que cantan el Te Deum. Desde marzo de 1946, Guadalupe ha pasado a ser la directora del centro, porque Nisa ha debido marcharse a Madrid y escribe: Padre: Qué alegría me da decirle que aquí me tiene ahora haciendo cabeza y mañana en el último puesto; siempre contenta, porque sirvo al Señor.
Cada día tengo más confianza en su ayuda y menos en mis fuerzas y, por eso, desde el momento en que Nisa me dijo que se iba, le pedí muy de veras que no se separe de mí un momento. Quiero con Él llevar la casa muy sobre los hombros en todos los momentos y empujar a mis hermanas hacia Él. Aquí estamos las cuatro y Concha y Dora. ¡Que emoción siento al nombrarlas a ellas también! [19]. Al mes siguiente, le dice: Me llena tanto la casa y mis hermanas que, de mis pequeñas preocupaciones, ni me acuerdo. La oración es un pedir y pensar en los pequeños problemas del día que a veces pienso debo aburrir al Señor, pero estoy segura de que Él lo comprende. ¡Noto tanto su ayuda! [20]. Guadalupe, a pesar del trabajo que le supone la atención de las personas de la Obra, el apostolado y la administración de la residencia, responde con docilidad a todo cuanto se le pide para contribuir en la expansión apostólica del Opus Dei. En estos meses viaja por casi toda España, para dar a conocer la Obra en los lugares donde aún no es posible llevar a cabo una labor estable. Si seguimos sus pasos, sólo en el año 1947 se la puede encontrar por Zaragoza, San Sebastián, Salamanca, Jaca y, en un regreso de Madrid a Bilbao, en Medina del Campo, donde va a entrevistarse con las que están haciendo el servicio social. El día 17 de mayo (1947), cuando están próximos a cumplirse los dos años desde que llegó a Bilbao, comunican a Guadalupe que el Padre la ha nombrado Vicesecretaria de la Asesoría Regional de España. Hacía unos meses que se había constituido este órgano de gobierno del Opus Dei para atender a las necesidades del desarrollo de la labor. Tiene que residir en Madrid, donde alternará su cargo de gobierno con muchos otros trabajos. Enseguida escribe al Padre: No se qué decirle; soy muy feliz, tengo mucha paz, y todo se lo debo a Vd. y a la Obra. Así que todo lo que Dios me ha dado (salud, alegría, etc.) quisiera gastarlo únicamente en trabajar mucho, mucho. Me dijeron también lo de la Asesoría; esto, Padre, me impresionó menos, quizá no soy capaz de darme cuenta todavía de lo que es. Yo sólo sé que, en donde Vd. quiera, estoy dispuesta a obedecer, a discurrir y a trabajar todo lo que soy capaz [21].
En Madrid le espera una nueva alegría. Se ha encontrado de nuevo con María del Carmen Carnicero, la vieja amiga de Segovia y de Madrid, compañera de estudios y que fue a verla el día trágico de la muerte de su padre, y le ha confiado que se ha decidido a ser de la Obra. Durante el verano es la directora de un Curso de formación en Los Rosales.
VI. 1947: Zurbarán, residencia de estudiantes universitarias El 15 de septiembre de 1947 escribe en su agenda: Llega Guadalupe a Zurbarán para todo el curso, y no oculta que el cambio le supone alguna dificultad: la casa se le representa como una cruz: quiere llevarla a plomo y con mucha alegría [1]. Pero le dice al Padre que está muy contenta, como si toda la vida hubiera estado aquí (...). Aunque a veces me asusta un poco pensar en el curso, estoy tranquila y tengo mucha confianza en que todo saldrá [2]. Efectivamente Guadalupe, además del cargo en la asesoría que acaba de estrenar, ha sido nombrada directora de una nueva labor que van a realizar las mujeres del Opus Dei: la residencia universitaria Zurbarán. Durante el año 1945, el Padre explicó a sus hijas que había llegado el momento de tener un centro más adecuado, para la labor con la gente joven, que el pequeño chalé de la calle Jorge Manrique. Su capacidad ya resultaba insuficiente y estaba un poco lejano del centro de la vida de Madrid: más allá de los altos del hipódromo. Pronto se encontró un edificio de tres plantas, en el número 46 de la calle Zurbarán, muy cercano a la Castellana, que pareció apropiado, no sólo para atender al crecimiento de la labor apostólica iniciada en Jorge Manrique, sino también para albergar residentes. En la segunda quincena de octubre se pudo adquirir y comenzaron inmediatamente las necesarias obras de adaptación y los trabajos de instalación contando con los muebles de Jorge Manrique. El Padre seguía puntualmente estas gestiones. No había sido difícil encontrar un inmueble que reuniera condiciones, pero ahora había que afrontar la mayor dificultad: adquirirlo y adecuarlo a las necesidades que debía cubrir con los escasísimos medios de que se disponía. En aquellos momentos, la operación resultaba una muestra más de la audacia
sobrenatural del Fundador, que acometía empresas que parecían imposibles; pero, gracias a Dios, todo fue resolviéndose. Primero se propusieron terminar el oratorio y el Padre encargó a un hijo suyo la pintura de un gran cuadro de la Inmaculada para el retablo. Se ocupó también personalmente de que se hiciesen el altar y los bancos. El 7 de diciembre, en la víspera de la fiesta de la Inmaculada Concepción, pudo celebrar allí la primera Misa. Aún no estaban concluidas las obras de instalación de la casa pero, a partir de aquel momento, se encontraba lo más importante: el Señor; con su presencia sacramental que, desde el Sagrario, presidía e impulsaba toda la labor apostólica. Diariamente el mismo Padre o, cuando no le era posible, otro sacerdote, celebraba la Santa Misa y aprovechaba siempre algunos minutos para hablarles del trabajo que realizarían en y desde ese nuevo instrumento apostólico. Don Josemaría las ayudaba personalmente, a través de la dirección espiritual y otros medios de formación; pasaba largos ratos en el confesonario y les enseñaba a tener paciencia con las almas, secundando lo que Dios pedía a cada una. Las universitarias o profesionales jóvenes que acudían a Zurbarán tenían que encontrar un ambiente propicio para exigirse más en su vida cristiana y, para conseguirlo, sus hijas debían ir por delante con una intensa vida de piedad. El Padre dirigió varios cursos de retiro, círculos, meditaciones, etcétera, y los sábados iba a darles la bendición con el Santísimo. A esta casa llega Guadalupe al comenzar el curso 1947-1948. Dejada la maleta en el vestíbulo, entra en el oratorio, reza ante el Sagrario y pide ayuda para cumplir lo que se espera de ella. Al tomar el agua bendita se fija en las palabras de los Hechos de los Apóstoles, que ha hecho grabar el Fundador en un rectángulo de madera dorada: Erant autem perseverantes in doctrina Apostolorum, et communicatione fractionis panis et orationibus (Hch 2, 42) y se detiene un momento para hacerlas suyas repitiéndolas interiormente: Perseveraban asiduamente en la doctrina de los Apóstoles y en la comunicación de la fracción del pan y en las oraciones.
Ahora Zurbarán ya reúne las condiciones mínimas para acoger a unas cuantas residentes. Se trata de roturar en un nuevo campo apostólico y eso tiene siempre un horizonte de incertidumbres porque no se cuenta con experiencias adquiridas. Guadalupe ha aprendido a confiar en Dios... y Dios puede contar con su optimismo. Pronto llegan las primeras residentes y Zurbarán va llenándose de vida. El punto más agitado es el vestíbulo de la segunda planta, al que dan la mayoría de las habitaciones: las residentes empiezan a llamarlo la Puerta del Sol, porque allí se da un continuo ir y venir, es punto de cruce y punto de encuentro. Poco a poco se consigue apaciguar el alboroto y que la residencia vaya adquiriendo el ambiente de estudio necesario para que todas puedan aprovechar el tiempo y rendir al máximo en el propio trabajo. Guadalupe no tiene un minuto de tiempo libre. Atiende a las visitas, especialmente a los padres de las estudiantes, porque cada uno desea una comodidad o una atención distinta para su hija. Escucha a las chicas, sobre todo a las que se disponen a comenzar su carrera y se encuentran desorientadas o piden consejo para moverse con seguridad en la universidad. Además sigue con el trabajo de gobierno que tiene encomendado en la asesoría regional. En una Residencia –solía decirles el Padre– hay como un contrato: la persona que viene ha de sujetarse a un pequeño horario y cumplir unas condiciones; a cambio, tiene derecho a encontrar un sitio agradable, limpio, tranquilo, bueno para estar y para formarse. La que no quiere cumplir con eso, lo que tiene que hacer, noblemente, es decir: no puedo con esto, me voy. Y tendrá siempre la puerta y el corazón abiertos [3]. Un tema vital es la comida. Todas preguntan y, en especial, las madres desean saber los menús y llegan a exponer los gustos de sus hijas, por si es posible que puedan elegir. Es difícil que se hagan cargo de las dificultades que aún hay en el país y que se multiplican en un hogar numeroso como es la residencia. Guadalupe trata de explicarles y razonarles todo lo que quieren. Hay veces que lo consigue más fácilmente que otras: Una tarde recibió a una madre que venía con su hija, y lo que a esa señora le inclinó a dejarla allí fue, según sus propias palabras, contadas por
Guadalupe: –Veo que está Vd. gordita..., la dejo tranquila [4]. Las residentes van descubriendo paulatinamente que el mejor medio de formación que ofrece su residencia es el ambiente creado entre todas y saben bien que, si alguna no está dispuesta a contribuir de forma positiva, tiene las puertas abiertas. En aquellos primeros meses, el Padre les desmenuzaba cada orientación, cada aspecto, cada detalle de lo que debe ser la vida en una residencia, para que lo entendieran en profundidad y supieran aplicarlo: ambiente de familia, estudio serio, colaboración en los trabajos materiales... Y les recalcaba que todo dependía de la oración, y que dieran importancia a lo pequeño, para lograr de esas chicas algo grande. El Fundador llevaba a cabo esta tarea con la delicadeza extrema que tuvo siempre al atender a mujeres. Se limitaba a la labor sacerdotal y formaba a sus hijas para que trataran a las nuevas estudiantes que iban apareciendo, con una amistad abierta a la confidencia. En esta línea hay una pequeña anécdota que ocurrió en aquellos comienzos de Zurbarán, después de una meditación dirigida por el Padre: Me resultó sencillo cambiar impresiones con una de las asistentes: noté que estaba removida, con gran interés por saber más de la Obra, y me pareció que sería bueno que hablara con nuestro Fundador. Fui a proponérselo. No, hija mía, encomiéndate a tu Custodio, y habla tú antes con ella [5]. Poco a poco don Josemaría fue dejando que sus hijas dirigieran todo lo que no correspondía directamente al sacerdote y muy pronto dejó de dar los círculos porque ya ellas podían hacerlo bien. Se procura que las residentes y sus amigas encuentren ocasión de ampliar horizontes con nuevos conocimientos que no sean propiamente de su especialidad. Para ello se ofrecen conferencias, charlas o tertulias sobre temas culturales, e incluso algunos seminarios que se anuncian en la universidad.
Guadalupe pasa el día en lo que empiezan a llamar la oficina: es una habitación pequeña, situada a mano izquierda y al final de las escaleras de la entrada. Los muebles han venido de Jorge Manrique: una mesa sencilla, una butaca y una silla. Un tresillo con barras de níquel, tapizado de azul verdoso. Encima de una estantería-biblioteca hay un cuadro de la Anunciación de la Virgen, que habitualmente tiene una rosa colocada en un florero, regalo de alguna residente. Por esta habitación pasaron muchas estudiantes a charlar con Guadalupe sobre distintas materias profesionales, pero al final siempre surgía el tema de Dios y de una vida más sobrenatural y cercana a Él. Entre el 23 y el 27 de enero se va a Los Rosales para acudir a un curso de retiro. Es el primero que hace desde el mes de marzo de 1944 y, por lo tanto, el primero siendo ya de la Obra. Son unos días dedicados libremente, sin estorbo, a hacer una oración profunda y a examinarse, delante de Dios, de cómo le ha correspondido en los cuatro años transcurridos desde que pidió la admisión. Siente, una vez más, que su vida está centrada en la senda definitiva, pero ve que falta mucho aún para llegar a la santidad que se propone. El día 24 medita sobre la muerte y las postrimerías y escribe: No me llevará el Señor hasta estar purificada del todo [6]. Antes de terminar, repasa también su vida pasada –todas las faltas de antes de venir a la Obra– y escribe al Padre contándole sus propósitos renovados. El 14 de febrero celebraron, con toda la Obra, el decimoctavo año desde que el Fundador entendió que también debía haber mujeres en el Opus Dei. No es una celebración cara afuera, sino interior; un día para dar gracias a Dios desde el fondo del alma. Además del pequeño extraordinario festivo en la comida de la residencia, por la tarde hay un acto eucarístico. El oratorio tiene abundantes flores en el altar y se usan los mejores ornamentos. Asisten las residentes y también las amigas que frecuentan la casa y se nota en todas el cuidado en el arreglo personal. Sin embargo, hay una excepción que duele mucho a Guadalupe: Emoción y pena al ver a las residentes tan alejadas de nuestra alegría. Una bajó con zapatillas. ¡No hemos sido capaces de contagiarles nuestro fuego todavía! [7]. Y, más tarde, añade a modo de propósito personal: Adorar a Dios, alabarle y decirle cosas tiernas para contrarrestar las faltas de amor. Profundizar en
ese silencio hasta llegar a donde sólo está Dios; donde ni los ángeles, sin permiso nuestro, pueden entrar. Guadalupe procuró que en la residencia no se descuidara la formación humana. Al contrario, puso mucho empeño en que la casa estuviera siempre bien ordenada y en que la convivencia confiada de unas con otras respetase siempre los detalles de urbanidad y buena educación. Sólo así iba a ser Zurbarán un hogar de familia para todas. No contaban con muchos medios económicos porque las residentes pagaban sólo lo que gastaban y poco más para los gastos generales de la casa. Tenían que aplicar el ingenio y el buen gusto. Por ejemplo, el comedor adquirió un aspecto acogedor con los manteles de color rosa y una sencilla vajilla atractiva y cuidada. Para facilitar el conocimiento mutuo y la posibilidad de dialogar sin gritos, se sientan de seis en seis. Todo esto da como resultado un ambiente alegre, educado y femenino. El carácter de Guadalupe –abierto, comunicador y sobre todo alegre– contribuye decisivamente a la buena marcha de la casa. Cada una de las residentes se siente conocida, valorada y querida. Y era verdad que Guadalupe sabía cómo era su temperamento; las causas de sus reacciones fuertes, alegres o tristes; y comprendía los vaivenes de su comportamiento, sus crisis de estudios y sus no menores crisis afectivas. Su conversación, fácil y amena, levantaba el ánimo de cualquiera. Las universitarias van extendiendo una buena fama de Zurbarán en las distintas ciudades de donde proceden pero el prestigio mayor lo dan ellas cuando demuestran, al finalizar el curso, el rendimiento logrado en los estudios. Guadalupe, al decir de una, como de puntillas, con mucha naturalidad, con una gran elegancia [8] era la más feliz con los triunfos de las demás, que celebraba como si fuesen propios. Disfruta al enterarse de que alguna ha hecho un examen brillante, o ha conseguido ganar una oposición o, como sucedió en un caso concreto, le ha tocado la lotería. Pero, claro, lo que más le alegra es ver cómo se acercan a Dios y adquieren una fe más profunda. Se le transforma la cara cuando alguna –que ella sabe que tiene especiales dificultades– se acerca al sacramento de la Penitencia y rompe con lo que era estorbo; o cuando alguien le habla de deseos de hacer más por Dios y por la Iglesia, o incluso de que se siente llamada por Dios.
Las chicas son conscientes de los detalles entrañables que tiene Guadalupe con ellas y, en algunos momentos, se asombran de su extraordinaria solicitud. Por ejemplo, en las noches de los primeros viernes de mes, en que suelen organizar una vela por turnos ante el Santísimo expuesto en la Custodia, ven que Guadalupe, una vez terminado su rato de oración, se queda en la oficina, su lugar de trabajo y de recibir a quien lo desee. Así lo recuerda una de las residentes: Cuando ya vivía yo en Zurbarán vi que Guadalupe seguía con su hábito de pasar la noche en pie, alternando los ratos de oración con escribir cartas en la oficina, que estaba situada muy cerca del oratorio, mientras se sucedían los turnos de vela. Alguna de las residentes, al salir del oratorio, se pasaría tal vez por allí. A veces a la gente joven le gustan estas horas para abrir el alma confiadamente, y más después de haber estado haciendo un rato de oración ante el Santísimo [9]. Si pasaba algún rato sin que acudiera nadie, volvía a entrar en el oratorio donde podía pasar varias horas ante el Santísimo Sacramento que, como ella misma contó alguna vez, le habían parecido segundos [10]. Sin embargo, a Guadalupe no le gusta el protagonismo y, si le parece que su intervención no es necesaria, trata de pasar inadvertida y se coloca en un segundo plano. En esos momentos puede decirse que casi no se nota su presencia. En el trabajo, a pesar del desorden que produce el vivir para los demás, era muy metódica. Cada mañana, cuando las residentes se habían marchado a la universidad y, por la misma razón, no venían otras chicas a estudiar o a los medios de formación, procuraba organizar la marcha de la casa. Tenía por costumbre escribir en octavillas los encargos diarios para cada una y así era casi imposible que los olvidaran. Estos cometidos variaban. Los más importantes eran los de repercusión apostólica, como llamar a alguna persona o preparar un círculo. También había muchos otros encargos materiales imprescindibles, como recibir a los proveedores o realizar algún arreglo. Aunque atendía tantas cosas diversas, conservaba su porte sereno y sonriente, abierto a todos, con una paz fruto del orden y precisión con que cumplía todo.
A Guadalupe siempre le costó esfuerzo comprender que a algunas les costara aceptar contradicciones, ya físicas o morales. Ella, con su espíritu tremendamente austero, lo superaba todo con extrema facilidad. Por ejemplo, le era difícil comprender la limitación que producía una jaqueca; el frío o el calor; o que la comida fuera monótona o no estuviese bien hecha. Porque ella no tenía nunca jaquecas –o no hacía caso de ellas–, ni frío o calor, y la comida siempre le parecía bien: Me es muy difícil buscar mortificaciones –dice–; antes, en la comida misma podía hacerlas; ahora, no: tengo un apetito estupendo, pero me es completamente igual comer una cosa que otra más o menos, caliente o fría. No sé cómo explicarlo pero me pasa. En general, nada me cuesta trabajo. El Señor sigue llevándome con papillas, como Vd. me decía. Yo quiero agradecérselo con toda mi alma y estoy dispuesta a guardar estas gracias de ahora como almacén, por si algún día quiere que todo me cueste mucho, y seguir tan contenta como ahora [11]. Por aquel tiempo hubo que operar a una de amígdalas, y se quedó después a pasar la noche en la clínica. Cuando llegó a Zurbarán, Guadalupe la recibió con su habitual afecto e hizo que le preparasen para comer un puré de patata muy fino que la enferma no pudo tragar porque le raspaba mucho la garganta. Guadalupe se quedó asombrada recordando las lentejas que ella había tomado, sin dificultad, justamente al salir de una operación semejante. Sin embargo, tuvo que comprender que no todas eran igual cuando, aquella misma tarde, el Padre, que había pasado por el mismo trance hacía poco tiempo, fue a ver a la operada y le dijo: ¿Qué tal? ¡Qué mal se pasa, ¿verdad?! Y añadió: Lo peor de todo es tomar puré de patata porque raspa mucho la garganta [12]. Cuando el Padre deja la atención sacerdotal de Zurbarán porque le reclaman otras ocupaciones y porque, poco a poco, va trasladando su residencia a Roma, le sustituye en la atención de la residencia don José María Hernández de Garnica, uno de los tres primeros miembros de la Obra que recibieron la ordenación sacerdotal. Don José María tenía un carácter muy sincero y espontáneo, no dado a alabanzas innecesarias. Sin embargo se permitió un breve comentario elogioso: Que Guadalupe no se entere –dijo–, pero es una mujer muy
humilde [13]. Guadalupe ciertamente procuraba mejorar continuamente y, sobre todo, entregarse más a Dios e ir desapareciendo ella: Hoy termina el curso nuestro. Como siempre, yo creo que todas estamos llenas de deseos y propósitos de portarnos mejor. En estos días he pensado mucho en mis fallos; son muy grandes, pero me da mucha tranquilidad tener la seguridad de que Vd. y D. José Mª los conocen mejor que yo misma y, cuando al hacer la confidencia, me los dicen, siento que es entonces precisamente cuando yo me estoy conociendo verdaderamente como el Señor me ve. Antes tenía una gran preocupación por ser sincera y me gustaba contar las cosas interpretando yo misma mis defectos, etc. Y si no lo hacía así, me parecía que no me daría a conocer. Ahora ya no me preocupa eso: cuento las cosas que hago o pienso, y espero a que me digan por dónde tengo que atacar y, si es por un sitio contrario al que yo pensaba, veo que estaba equivocada y no me preocupo más. Pido eso solamente (...). Ayúdeme mucho. Dígame todo lo que hago mal sin rodeos. Quizá es lo único bueno que tengo hasta ahora, que siempre he recibido con verdadera alegría que me corrijan (aunque me dejara haber hecho las cosas mal) y al que lo hace le quiero más que antes y se lo agradezco de verdad [14]. El día 31 de agosto de 1948, Guadalupe deja de ser la directora de Zurbarán para dedicarse más plenamente a atender el cargo que tiene en la asesoría, aunque sigue viviendo ahí, mientras no se instala un centro adecuado para atender el trabajo de gobierno. La residencia ha adquirido ya una buena solera, las residentes han madurado: Las chicas de la Residencia, muy bien, contentas y estudiando mucho (...), aunque estoy segura de que el año próximo todo irá mejor desde el principio [15]. Guadalupe, libre de la carga de dirección, puede entregarse más, si cabe, a un apostolado directo de amistad y confidencia. Además, le descansa saber que puede lograr su afán de pasar más inadvertida. Cumple el deseo expresado por el Fundador de diversas maneras a lo largo de la vida y que lo recogen unas palabras precisas publicadas más tarde: Cargos... ¿Arriba o abajo? –¡Qué más te da!... Tú –así lo aseguras– has venido a ser útil, a servir, con una disponibilidad total: pórtate en consecuencia [16].
VII. 1950: Llegada a México Ya el 2 de octubre de 1928, el Fundador de la Obra ha visto que el Opus Dei no nacía para llenar una necesidad particular de un país o de un tiempo determinados, sino que el Señor lo quería desde el primer momento con entraña universal, católica [1]. Desde entonces está esperando el momento adecuado para iniciar la expansión a otros países. Este momento llega en los últimos años de la decena de los cuarenta, cuando ha terminado la segunda guerra mundial y los países afectados están comenzando a construir la paz, Entre tanto, el Opus Dei ha ido creciendo para adentro [2] y las mujeres que han pedido la admisión han recibido la formación suficiente; el Señor puede contar con ellas para roturar otras tierras. En apenas unos años se hizo realidad lo que poco antes parecía un sueño. No era fácil llevar a cabo una expansión de la Obra por todo el mundo con españoles y desde España porque, en aquella etapa de postguerra, era un país aislado del resto del mundo, separado por diversas barreras y en Madrid había contadas representaciones diplomáticas plenamente acreditadas. Sin embargo, el Fundador del Opus Dei considera que no son dificultades insalvables. Una vez más hay que poner los medios humanos y confiar en la Providencia... Así fue porque, efectivamente, en corto espacio de tiempo se pudo sembrar el trabajo apostólico en los principales países de Europa y de América. En 1945 comenzó la labor en Portugal, en 1946 se abrió el primer centro en Roma y se dieron los primeros pasos también en Francia y en Gran Bretaña. Don Pedro Casciaro, ordenado sacerdote en 1946, recuerda que, cuando aún era diácono, el Padre como de paso, sin darle importancia, me dijo que yo, después de trabajar un cierto tiempo en España como sacerdote, podría
comenzar la labor apostólica en un país de América, porque tenemos – dijo– que cruzar el charco [3]. El interlocutor pensó que eran planes de un futuro lejano pero sólo un año y medio después el Padre le encargó realizar, con dos profesores universitarios, un largo viaje por América. La iban a recorrer de norte a sur, para conocer las circunstancias de los diversos países y visitar especialmente a los ordinarios del lugar y las universidades. Al regreso, el Padre los recibió en la casa de retiros de Molinoviejo, cerca de Segovia; allí le informaron y enseguida decidió dar los primeros pasos de la labor apostólica de la Obra en Estados Unidos y México [4]. Don Pedro Casciaro viajó a México en enero de 1949, llevando cuidadosamente en su equipaje una imagen de cerámica de la Virgen del Rocío, lo único que el Padre le pudo dar junto con su bendición, para que fuera la primera piedra de la labor apostólica en el nuevo país. El primer grupo que fue con don Pedro tuvo que afrontar las dificultades propias de todo comienzo. El arzobispo de México les recibió, como es lógico, con los brazos abiertos y agradeciendo a Dios que llegase a su país aquella nueva ayuda apostólica. Menos fácil fue conseguir el permiso de residencia de las autoridades civiles y, mucho menos aún, los medios económicos indispensables para instalarse y vivir. Sin embargo, el Padre les anunció que pronto irían las mujeres: tengo muchos deseos de que vayan vuestras hermanas [5]. México es un país con una extensión cuatro veces mayor que España, dividido en 32 estados. La población era entonces de 25 millones de habitantes aproximadamente. Había conseguido la independencia en 1821 y, desde 1910, su historia ha estado marcada por el signo revolucionario. Es la primera revolución que ha habido en el mundo del siglo XX. El desarrollo de la revolución mexicana se siguió con extraordinario interés en España y, de manera particular, la tremenda persecución religiosa que llevó consigo. La campaña anticatólica había comenzado en 1915 y se consolidó con la promulgación de la Constitución (1917), que condicionaría jurídicamente la vida de la Iglesia en los años posteriores. El momento más
duro fueron los años de la presidencia de Plutarco Elías Calles (1924-1928) que sembró de mártires la tierra mexicana. En 1929 pareció que se iniciaba un entendimiento entre la Iglesia y el Estado y pudieron reabrirse, tímidamente, algunos lugares de culto. Pronto volvió la persecución (1931) y el Estado laico introdujo en las escuelas una educación de corte materialista. Hubo que esperar hasta 1940. Con el presidente Camacho, se puso fin a la persecución de la Iglesia pero no se llegó a modificar la Constitución de 1917; la Iglesia continuó en estado de persecución jurídica aunque, a partir de entonces, los artículos que la afectaban más directamente fueron interpretados de forma benigna. En un viaje de don Pedro Casciaro a Roma, el Padre le recordaba esta etapa de la historia de la Iglesia mexicana: Ahora tenéis paz, aunque no hayan cambiado las leyes; pero yo recuerdo cómo fue probada la fe en México; con qué fe acudían a Cristo Rey y a la Virgen de Guadalupe; yo también pedía a Cristo Rey y a la Virgen que no destruyeran la fe de ese pueblo... [6]. La revolución mexicana costó miles de vidas y empobreció a todo el país. Por esto, a partir de 1950, apagada ya en parte la violencia, llegó el momento de comenzar a liberar las energías contenidas y se inició una rápida reconstrucción a todos los niveles: adquirió fuerza la expansión industrial y se llevaron a cabo importantes obras públicas tanto en comunicaciones como en urbanismo. En la enseñanza primaria se modernizaron las escuelas que estaban en pésimas condiciones y se construyeron otras muchas, aunque pasarían aún bastantes años antes de llegar a atender la demanda de un alto crecimiento demográfico. La Iglesia, al ampliarse el margen de su libertad, volvió a prestar una gran ayuda al Estado y a la sociedad en este campo, con la promoción de centros de enseñanza variados, tal como había hecho antes de la revolución. Al Padre no le resultaba fácil la elección de las personas adecuadas para iniciar el trabajo apostólico en un nuevo país. Se fija en tres mujeres: Guadalupe, que iba a ser la directora; Manolita Ortiz, que oportunamente era licenciada en Historia de América, y María Esther Ciancas, que
comenzaría allí la carrera de Arte. A las tres se les propone para que, con calma, lo piensen en la presencia de Dios y lo decidan libremente. Aceptaron con entusiasmo y agradecidas de que el Fundador tuviera la confianza que suponía la elección. Una vez decidido, el Padre le dijo a Guadalupe: Ya que te llamas Guadalupe, ve a empezar la labor en México. Hace poco que Guadalupe ha pasado unos días de retiro espiritual que le han servido de preparación para llevar a cabo lo que la Obra le pide en este momento. Al terminar, ha escrito al Padre: Hoy es el último día del Curso de Retiro y además es mi santo. Estoy segura de que han pedido mucho por mí, lo noto y quiero aprovecharme. ¡Cuántas cosas tengo en el corazón y en la cabeza! (...). De mi trato íntimo con Dios, de mi oración, etc., ya le he hablado otras veces. Cuando pongo un poco de mi parte, el Señor me lo hace fácil y me rindo del todo. Hoy he pedido mucho a la Virgen para que en México se pueda hacer mucho. Sé que el principio será duro: estoy segura, pero no me importa [7]. Y, unos días después, le escribe: Cada día quiero más a la Obra y estoy más agradecida al Señor porque la ha hecho y me ha traído a ella [8]. México era uno de los países que no tenía aún relaciones diplomáticas con España. Guadalupe y Manolita tuvieron que ir a Lisboa, donde la embajada de México en Portugal se ocupaba de los pocos asuntos españoles que le llegaban. Allí acudieron para obtener los visados de entrada. Eran pocas las líneas de aviación que viajaban a México desde Madrid pero surgió, inesperada, una oportunidad. Había sido asesinado en México el representante oficioso de España y un avión iba a repatriar sus restos y, a su regreso, admitía pasaje. Saldría de Madrid el 5 de marzo (1950) y viajaría a México con varias etapas previas como era entonces lo ordinario. Pasan unos días con un gran ajetreo, para tenerlo todo dispuesto, pero pueden aunar esfuerzos con las que van a ir próximamente a Estados Unidos y tienen que hacer gestiones semejantes. Tratan de planear las grandes líneas de actuación inmediata, siguiendo puntualmente las
indicaciones que les llegan del Padre, y preparar todo el material que se puede prever y llevar con cierta facilidad. Consiguen dos baúles de tamaño respetable en los que van introduciendo juegos de cama, mantelerías, ornamentos del oratorio... Las amigas y residentes de Zurbarán cooperan con gusto e, incluso, les hacen pequeñas aportaciones económicas. Confeccionaron mantas de viaje ribeteadas de cuero para no pasar frío en las escalas que haría el avión y que después aprovecharían en México. Incluso se les ocurre que puede ser oportuno aprender a hacer muñecas de fieltro para venderlas y sobrevivir si no encontraban enseguida trabajo. El 4 de marzo de 1950 por la tarde, en la Residencia Zurbarán, don José María Hernández de Garnica les dio una bendición para el viaje y, a primeras horas de la mañana siguiente, fueron a tomar un tranvía en la Castellana –no querían gastar ni en un taxi–, para ir a la Plaza de Neptuno, a coger el autobús hacia el aeropuerto. Allí se encontraron con un gran número de amigas y familiares que querían darles un último abrazo antes del despegue. En el aeropuerto no tuvieron dificultades para facturar el equipaje, a pesar del evidente exceso de peso, porque otro pasajero aceptó que se lo cargasen a él. Cuando ya están solas en el avión con los motores encendidos en la cabecera de pista, pensaron que iban a tener una ocasión más –aunque ya habían vivido muchas– de practicar las consecuencias de la pobreza. Sólo llevan la bendición del sacerdote. Además, dice Guadalupe, como nos hacía mucha ilusión pensar que nos esperaba México, no nos dio pena dejar España. ¡Vd. me comprende, ¿verdad?! [9]. El viaje resultó largo y pesado: 30 horas. Tuvieron mal tiempo y se marearon todos los pasajeros, excepto Guadalupe y la azafata, que se ayudaron para atender a los demás. En realidad, Guadalupe también se mareó pero no lo dijo: Nos mareamos las tres, aunque yo no se lo dije a nadie, porque, como fui la última que lo noté, estuve atendiendo un poco a las chicas que indudablemente lo pasaron peor [10]. La primera escala, para repostar, fue en las islas Azores y la segunda, imprevista, en las Bermudas por una avería en los motores. Aquellos aviones trasatlánticos
superconstellation eran cuatrimotores, pero se consideraban prácticamente trimotores, porque en todos los vuelos tenían que parar un motor por mal funcionamiento: Después de la media hora de parada reglamentaria, el avión dijo que no quería arrancar y tuvimos que volver a bajar. Como el aeródromo está aislado, nos llevaron en coches a un hotel muy bonito que se llama San Jorge. En nuestro coche sólo íbamos nosotras tres y otra chica muy agradable; el chofer era un negro grandísimo. Yo, por las buenas, me lancé a hablar en inglés y, como nadie se lo esperaba, fue de mucha risa. Primero le pregunté si el hotel estaba muy lejos y cómo se llamaba, y al ver que me entendía, le dije “Where is the house to speak with God?”, así tal y como se lo escribo, porque no sabía cómo se decía Iglesia. Me entendió perfectamente y le dijimos naturalmente que éramos católicas. Nos dijo que muy cerca del hotel estaba la iglesia. Lo dijimos al resto de los pasajeros (que nadie había pensado que era domingo y había que oír Misa) y fueron todos [11]. Al terminar la Misa, se quedaron solas para rezar y, después, se encontraron con una chica muy simpática. Estaba dando catequesis a un grupo de niños y, al oírlas hablar en castellano, se acercó a ellas y enseguida entablaron una conversación. Le explicaron que pertenecían al Opus Dei y lo que iban a hacer en México. Entretuvieron las horas antes de embarcar con esta chica, que les invitó a conocer a su madre, que era de origen portugués. Fue un encuentro agradable que se renovó unos años después cuando coincidieron casualmente en Culiacán. Esta avería provocó un retraso de varias horas y no llegaron a México hasta las cuatro de la madrugada del día 6. Mientras el avión aterrizaba, se encomendaron al Ángel Custodio de la nación, para que las ayudase en la labor que iban a iniciar. Años después, cuando pasaba los últimos días en la Clínica Universitaria de Navarra, poco después del fallecimiento del Padre, Guadalupe recordó aquel primer viaje a México: Fue el 5 de marzo de 1950 cuando salimos de Madrid, del aeropuerto de Barajas, en un avión mexicano (...). Yo era la mayor, aunque era muy joven, pero me sentía con aquellos 80 años de gravedad que tantas veces le había oído decir al Padre que pidiéramos a Dios, porque los necesitábamos
entonces. Aunque este defecto, añadía, se cura con los años. Llevábamos sólo la bendición del Padre, amor al Señor y buen humor. Nuestro equipaje (...) estuvo dedicado en gran parte a llevar un juego de casullas completo. Así nos había enseñado el Padre que se vivía la confianza en Dios y la pobreza total. Llevábamos, en cambio, amor al Señor y deseos de pegar la divina locura de nuestra vocación [12]. Al pie de la escalerilla del avión, les esperaba un amigo de don Pedro Casciaro con una carta en la que les decía que, de momento, deberían alojarse en el Hotel Virreyes, porque no se habían podido resolver algunas dificultades que había en el alquiler de la casa donde podrían residir definitivamente. En el hotel les esperaba una grata sorpresa porque el conserje les entregó un cable de Roma en el que el Padre les decía que las recordaba con mucho cariño y que las encomendaba. Era un detalle de familia que las conmovió y llenó de seguridad porque, una vez más, sabían que no estaban solas: Es lo mejor que podíamos haber tenido. Saber que Vd. ya estaba pendiente de nuestros primeros pasos en Méjico [13]. Guadalupe, nada más entrar en su habitación, besó el suelo mexicano con el propósito de hacerse también mexicana: al vernos las tres en la habitación rezamos (...) por todo el trabajo que nos espera aquí [14]. En cuanto arreglaron lo imprescindible se fueron a oír Misa a la iglesia del Espíritu Santo en la calle Madero. Por la tarde saludaron a don Pedro, que como Consiliario representaba al Padre en el país, y la dedicaron a rezar ante la Virgen de Guadalupe, en la Villa, para poner a sus pies la labor que iban a iniciar y decirle que en su aventura no tenían otro afán que servir a Dios, dando a conocer un camino de santidad, a través del trabajo y del estudio: Fuimos a ponernos bajo la protección de la Virgen de Guadalupe en su Basílica y le pedí muchas vocaciones y su perseverancia... [15]. Estuvimos allí una media hora –dice en otro lugar– ¡Qué pronto se me pasó! Había que pedir tanto. Yo creo que nos oyó [16]. Ante la Virgen recordarían unas palabras esperanzadoras del Padre que pronto verán cumplidas: No olvidéis que siempre los principios son fuertes: es roturar, pero luego viene, si somos fieles, la gran cosecha [17].
Guadalupe está en otro comienzo pero sabe que tiene la confianza del Padre y de toda la Obra y, principalmente, una especial gracia de Dios. Y eso le da una gran serenidad que se transmite a las demás. Don Pedro les animó a visitar enseguida al arzobispo primado de México, Mons. Luis María Martínez, que les acogió con extraordinario afecto. Había comido recientemente con el Padre en Roma y esperaba mucho de la labor de la Obra en México. Guadalupe le contó confiadamente la ilusión con que habían viajado y los planes que tenían. No estuvieron mucho en el hotel y, mientras esperaban a que se resolvieran las dificultades que se habían presentado en el alquiler de la nueva casa, tomaron un pequeño apartamento con una habitación dormitorio, un cuarto de baño y un pequeño vestíbulo. Estaba muy lejos de la universidad y del centro de México pero les salía más económico y tenían mayor libertad para recibir a gente. El 28 de marzo era el aniversario de la ordenación del Padre y don Pedro creyó oportuno celebrar Misa, para ellas, en la Villa ante la Virgen de Guadalupe. Decir Misa en Guadalupe era un deseo reiteradamente expresado por el Padre que, por ejemplo, en carta del 24 de enero, había dicho: Seré feliz el día que pueda celebrar la Santa Misa ante la Madre bendita de Guadalupe [18]. Ese día, mientras el Consiliario celebra el Santo Sacrificio, Guadalupe recordó al Padre, con la seguridad de que no se olvidaba de México.
VIII. Bajo la protección de Nuestra Señora de Guadalupe Apenas pasaron un par de semanas en el pequeño apartamento porque, cuando amaneció el 1 de abril, se trasladaron ya a la que iba a ser su primera sede en la calle Copenhague de México D.F. Era una casa con un entresuelo y dos pisos, que habían recorrido muchas veces al realizar la imprescindible limpieza para hacerlos habitables. El local resultaba amplio, con capacidad suficiente para comenzar la labor apostólica e incluso para instalar una primera residencia de estudiantes, tal como habían planeado antes de salir de Madrid: Al principio ocuparemos sólo unas cuantas habitaciones (porque es muy grande) y cuando vayamos teniendo residentes la iremos arreglando toda. Yo creo que será muy pronto porque hay un ambiente buenísimo entre las chicas y todas nos ayudarán [1]. Uno de los inconvenientes que hubieron de superar a la hora de la limpieza fue la altura de los techos, que dio lugar a una escena un tanto pintoresca y divertida: tuvieron que comprar un plumero de varios metros de largo y llevarlo por la calle entre dos, intentando andar con naturalidad para no llamar la atención. Ciertamente no lo consiguieron porque detrás de ellas iban unos pequeños mexicanos sonrientes... La casa estaba situada en la Colonia Juárez, un buen barrio de la ciudad y ocupaba justamente la esquina entre las calles Copenhague y Hamburgo. Era de buena construcción y tenía su estilo un cierto corte neoclásico. No les pareció que merecía la pena gastar mucho tiempo en buscarle un nombre más adecuado: la llamaron simplemente Copenhague y así ha pasado a la historia. El sábado 1 de abril lo vivieron con la sensación de haber dado un gran paso en la aventura que iniciaban. La casa estaba absolutamente vacía: no tenía más mueble que el teléfono. Soñaban despiertas que aquel lugar iba a convertirse muy pronto en el hogar de muchas mexicanas.
De momento las únicas sillas para sentarse eran las maletas y a la hora de comer tuvieron unos bocadillos que habían preparado –eso sí– cuidadosamente. De repente sonó el teléfono y lo descolgaron extrañadas porque no esperaban que nadie llamase: lo coge una de ellas y palidece al oír al otro lado del cable: –¿Don diablo? Se asustó y dijo: –Preguntan por don diablo. Guadalupe tomó el auricular y comprobó que se trataba de una equivocación: lo que realmente preguntaban era la expresión habitual entonces en México: ¿Dónde hablo? que, con el acento de aquel país, se unían y tergiversaban las palabras dando como resultado: ¿Dóndi hablo? [2]. Como habían aprendido de San Josemaría, desde que pisaron la tierra mexicana trataron de descubrir los modos y costumbres que les ayudaran a integrarse en el país y entre sus gentes. Intentaron, por ejemplo, comer a lo mexicano aunque sólo Guadalupe fue capaz de ¡masticar un chile!, entre lagrimones, para acostumbrarse, como dice Piquiqui –así llamaban familiarmente a Rosario Morán, que llegó de España a los dos años de los comienzos–, y añade que hasta externamente Guadalupe acentuaba lo que a ella le parecía más mexicano en la forma de vestir..., fue la única de nosotras que usó frecuentemente rebozo o faldas de vuelo pintadas a mano (...). Quería a México con toda su alma, con todo su corazón (...). A mí me explicó en distintas ocasiones (...), que estábamos allí para identificarnos – no enquistarnos– y querer con toda nuestra alma lo mexicano. Me hizo notar que allí las españolas podíamos parecer golpeadas, imperativas, autoritarias, y alababa la dulzura, la delicadeza y la sensibilidad de las mexicanas [3]. Saben que es una preocupación sólo de los comienzos pues pronto las mexicanas, que vayan pidiendo la admisión en la Obra, serán quienes la implanten en el país, y piensan que a ellas sólo les corresponde hacer lo que es propio de todos los apostolados del Opus Dei: hacer, trabajar... y desaparecer. Conocen muy bien lo que se esperaba de ellas, tal como el Padre decía: Nuestra labor de almas es como una cadena, en la que cada uno de nosotros es un eslabón. Por eso habéis de sentir la responsabilidad de la fortaleza: para que nunca se forme un eslabón débil, flojo, de mal metal
(...). He enseñado a hacer continua oración a los primeros, y ellos a los demás; dando origen a esa concatenación (...). Procurad ser fuertes como el acero. Eslabones espléndidos, seguros, brillantes como el oro delante de Dios [4]. Sin embargo, ahora es importante que pongan especial empeño en olvidarse de dónde vienen. El Fundador les había recomendado también que no centraran el apostolado entre los españoles residentes en México –había un gran número en aquel tiempo–. Era posible que ese criterio les produjera algunas dificultades o incomprensiones, pero se trataba de algo necesario para conseguir que la Obra fuese mexicana –porque era universal– desde el principio. Pronto se cumpliría el primer mes de estancia en México y hay ya un buen grupo de mujeres interesadas en los medios de formación cristiana que ofrecía el Opus Dei. Don Pedro les había facilitado una relación de las que querían ponerse en contacto con ellas. Don Pedro, que llevaba un año en el país, estaba pendiente de la próxima llegada de las mujeres de la Obra. Había incluso comenzado la tarea de dirección espiritual con las madres, hermanas, esposas o hijas de los hombres que iba tratando. También había aceptado dar clases de religión y dirigir retiros espirituales a las estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma (UNAM), del Conservatorio de Música, de la Universidad de Motolínea, etc. Al llegar Guadalupe con las primeras, el espíritu del Opus Dei comenzaba a ser conocido en México D.F., gracias a que, antes de la Navidad de 1949, se había publicado la primera edición mexicana de Camino. El libro tenía una presentación atractiva: de formato alargado, impreso en papel blanco, con las letras capitulares en rojo y una portada con un grabado en color, reproducción de un conocido cuadro de El Greco, que representaba a Nuestro Señor Jesucristo cargado con la Cruz. Fue la novedad bibliográfica religiosa de esa Navidad y se había logrado que tuviera una buena difusión. La respuesta apostólica de aquel primer grupo de mexicanas fue extraordinariamente generosa desde el primer momento y eso contribuyó a que las recién llegadas no tuvieran la sensación de estar en un país
extranjero. Las universidades habían iniciado el curso poco antes. Guadalupe pudo matricularse en alguna asignatura del doctorado de Ciencias Químicas, y Manolita, en la Facultad de Filosofía y Letras. De esta forma aumentaron las relaciones y dieron buena muestra de lo que eran: profesionales y estudiantes que iban a trabajar –lo mismo que las demás mujeres–, en el desarrollo del país y, por medio de su trabajo, difundir la fe cristiana a través de un apostolado de amistad y de confidencia. Comenzaron enseguida las obras necesarias para la instalación de la residencia. Serían relativamente escasas porque el edificio se adaptaba bastante bien a sus proyectos. Para hacer las compras, tenían cercano el Paseo de la Reforma, del que les separaba sólo una cuadra, pero cruzarlo significaba una aventura. El tráfico de México era tan caótico que atravesar aquella avenida, sin guardias ni semáforos, constituía una verdadera temeridad. Guadalupe miraba a uno y otro lado y hacía de guardia de la circulación para pasar corriendo cuando le parecía que no era un suicidio. La casa se iba vistiendo poco a poco pero aún se notaba vacía. Guadalupe, como siempre, la veía terminada y contagiaba su entusiasmo a cuantas entraban por primera vez: Éste es el cuarto de estar, decía abriendo la puerta, aquí serán las tertulias y tendremos sillones de terciopelo verde, y una lámpara grande que alumbre bien. Abría después puertas que daban a estancias vacías: Aquí está el comedor y aquí la sala de estudio y biblioteca. Las llevaba después al segundo piso: Aquí las recámaras de las residentes. Lo decía todo con tal convicción y seguridad que la recién llegada terminaba viendo la casa completa y decorada. Algunas veces los visitantes eran los padres de las futuras residentes, que seguían el itinerario de las habitaciones vacías o semivacías con cierta perplejidad pero, al final, Guadalupe les había convencido y se marchaban emocionados de las comodidades y buen gusto con que vivirían sus hijas [5]. La apertura del curso escolar hacía urgente el comienzo, como fuera. No se hizo una gran propaganda, más bien se dio a conocer boca a boca entre las universitarias. La primera alumna que pidió plaza en Copenhague venía de Sonora. Una amiga le había hablado de la residencia y pensó que podía ser su alojamiento. La información que le dieron era atractiva: la casa estaba en una zona residencial tranquila, con fácil acceso de autobuses y cerca del
Paseo de la Reforma. La sorpresa llegó cuando, al hablar con Guadalupe, le dijo que aún no disponían de cama para ella pero que la comprarían cuando abonase su primera mensualidad. La residencia se llenó progresivamente y, como sucedió con la primera residente, se fueron amueblando las habitaciones con las mensualidades adelantadas. El horizonte apostólico se amplió con las universitarias, porque les facilitaron la relación con estudiantes de varios estados mexicanos que, de otra manera, hubieran tardado en conocer. Guadalupe pensaba que aquellas chicas, bien formadas, podrían ser futuros puntos de ignición de la expansión de la Obra en todo el país. Además de Sonora, llegaron universitarias de Puebla, de León, de Torreón, de Durango, Yucatán, San Luis de Potosí y Michoacán. Guadalupe volvió su memoria hacia el año 1947, cinco años atrás, cuando se puso en marcha la residencia Zurbarán porque los objetivos y las dificultades eran las mismas. Iba de arriba a abajo, hablaba por teléfono, atendía a las nuevas residentes y a sus familias, a las visitas, afrontaba las escaseces materiales agravadas por la falta de dinero, cuidaba de la marcha de la residencia con poco servicio y, por supuesto, impulsaba intensamente el apostolado. No se sabe cómo le daba tiempo para ir, además, a la Facultad y cómo su cabeza podía seguir las explicaciones de los profesores de química. Todo era posible porque tenía la especial virtud de pasar de la atención de una cosa a otra, sin dejar de poner los cinco sentidos en cada una. Siempre parecía que lo que estaba haciendo en cada momento era lo único que tenía que atender. Incluso muchas recuerdan que, en medio de ese ajetreo, tenía un libro de química abierto en el que se metía en cuanto rescataba unos minutos. Se requería abundante paciencia y no poco sentido del humor para ir enseñando a las residentes las normas de convivencia más elementales. Al principio dejaban todo en desorden, fumaban sin parar y dejaban las cenizas e, incluso, las colillas en cualquier lugar. Después vino la batalla del cumplimiento del horario –sobre todo la puntualidad en llegar a la cena–, de la participación en la vida familiar de la residencia y, de modo principal, de la dedicación al estudio y del respeto al trabajo de las demás. No fue fácil
conseguirlo en unas muchachas que eran aún en su mayoría casi adolescentes y poco dispuestas a sujetarse a cierta disciplina, por razonable que fuera. Guadalupe las trataba con extremada prudencia e, incluso, con un afecto y ternura que las desarmaba y las dejaba sin respuesta. La veían como una madre muy alegre, pero exigente: Hablo mucho con las residentes, le cuenta al Padre, por ellas no hay nunca dificultad; al revés, están deseando que haya una oportunidad para contarme del principio hasta el fin todito (como dicen aquí). Nos tienen una confianza completa; esto, que es estupendo, a veces me hace sufrir horrores, porque veo cómo están algunas de apartadas de Dios. Es muy corriente encontrar chicas de unos 20 años que creen que han perdido la fe. Esto no es verdad (gracias a Dios) casi nunca, pero es preciso que ellas se den cuenta; se les puede ayudar tanto... Yo, por primera vez en mi vida, he sentido en algunos momentos que, para ayudar a una de estas chicas, me urgía más el Señor a pedirle, a sacrificarme... [6]. Las residentes, a medida que iban entrando en la vida familiar de Copenhague, comenzaron a colaborar en su instalación. Era cosa de todas el que la casa estuviera acogedora y ese deseo resultó un buen medio para su integración en la residencia. Algunas llevaron, incluso, muebles de sus propias familias y una estudiante de Filosofía y Letras regaló su propio piano Steinway que les proporcionó a todas momentos inolvidables. Entre todas fueron confeccionando cortinas, colchas o montando estanterías diseñadas por Manolita, que adquirió justamente el renombre de reina de las estanterías. El oratorio, con el Santísimo en el Sagrario, era el centro de la casa y de la vida de la residencia. Lo presidía un retablo barroco con una pintura antigua de la Virgen de Guadalupe. Don Pedro celebraba Misa algunos días a la semana y todos los sábados por la tarde dirigía una meditación, daba la Bendición con el Santísimo y cantaban la Salve. Tenían también un retiro mensual que ocupaba toda la mañana de un domingo. Otra estancia importante era la sala de estudio que quedó muy bien instalada, alegre y cómoda, con mesas y lámparas acogedoras y funcionales.
En una pared colocaron un grabado de Santo Tomás Moro, Gran Canciller de Enrique VIII de Inglaterra, y disponían también de un amplio mueblebiblioteca que invitaba a tener los libros en orden. Las residentes encontraron un lugar apropiado, recogido y silencioso, para hacer codos horas y horas. Los interiores de la casa estaban decorados con colores claros para dar mayor luminosidad. Desde la residencia se ofrecían un abanico de iniciativas de todo tipo en las que se involucraban las chicas según sus gustos. Eran enormemente variadas. Algunas lúdicas, principalmente deportivas, pero tenían siempre preferencia las de carácter asistencial: aunque desde Copenhague sólo podían aportar una gota muy pequeña, eran actividades particularmente formativas porque las estudiantes palpaban una realidad desconocida o que quizá sólo habían conocido de lejos. Aprendían el valor de las cosas materiales, a no desperdiciar nada y a controlar los gastos superfluos. Las visitas a pobres y ancianos en los barrios extremos y populosos de la ciudad solían tener lugar los fines de semana. Les llevaban algo de comer – que no tuvieran habitualmente– y les distraían con su conversación: se acompañaba a esas personas durante un rato y se procuraba ayudarles en algún menester de la casa. Obdulia Rodríguez, médico, pedirá más tarde la admisión en la Obra y la veremos, pasados unos años, en Roma. Como tenía un consultorio propio, Guadalupe la animó a atender enfermos abandonados y sin medios. De momento no podían montar un ambulatorio y se les ocurrió crear un dispensario ambulante. Consistía en ir de casa en casa por algún barrio pobre y asistir a quienes lo necesitaban. Guadalupe la acompañó muchas veces: llamaban a las puertas de las vecindades –eran habitaciones, con una familia en cada una, que daban a un patio interior– y preguntaban si había algún enfermo. Casi siempre lo había. Obdulia lo visitaba, diagnosticaba y le proponía el remedio oportuno: de ordinario, facilitarle el ingreso en algún hospital. Cuando recetaba medicamentos que no podían comprar, procuraba proporcionárselos gratuitamente y echaba mano de una bolsa que llevaba con las medicinas de mayor uso: antigripales, antiácidos, etc. Dios quiso premiar el esfuerzo de aquellas mujeres con la espléndida respuesta de las mexicanas. Sólo tuvieron que esperar tres meses para que la
primera pidiera la admisión en el Opus Dei. Se llamaba Amparo y muy poco después le siguieron Gabriela, Cristina, Celia, Martha, Margarita, Carmen, Hortensia... También llegaron las primeras numerarias auxiliares. Amparo Arteaga, Gabriela Duclaud y Cristina Ponce eran estudiantes y compañeras de la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad de la Ribera de San Cosme. Al edificio lo llamaban Mascarones, y cursaban diferentes especialidades. En la Facultad se hablaba de una nueva residencia, donde se estudiaba muy bien y no se perdía el tiempo y decidieron ir a conocerla. Recuerdan que era miércoles, recorrieron la casa y enseguida vino Guadalupe a su encuentro. Les explicó por qué había ido a México y, para que no estuvieran mano sobre mano mientras escuchaban, les pidió que sacaran hilos para hacer vainica. Las invitaron a asistir a Misa en la residencia al día siguiente y, como ese día recibían la paga en su casa, decidieron gastar una parte en comprar gladiolos para adornar el altar. Los buscaron con tallo largo pensando en un florero profundo, pero vieron sorprendidas que cortaban los tallos para que las flores estuvieran recostadas encima del altar –sin agua, por lo tanto– aun a riesgo de que se marchitasen antes. La que les ayudó a colocarlas les explicó que así eran mejor señal de ofrenda a Dios. Hablaron de su inquietud social y se supo que Gabriela y Cristina alternaban los estudios con la atención de una escuela para niños pobres, donde daban clase de nueve a dos de la mañana. A pesar de lo lleno que tenían el tiempo se comprometieron a asistir a un círculo que comenzaba a las dos del mediodía porque era la única hora disponible. En el tiempo de Cuaresma, don Pedro dirigió unos días de retiro a un grupo de universitarias en una capilla de la iglesia de San Felipe de Jesús, en la calle Madero. Al terminar les recomendó que fueran a conocer la residencia de la calle Copenhague y, si lo consideraban oportuno, participaran en los medios de formación que allí se impartían, con lo que perseverarían más fácilmente en los propósitos hechos durante aquellos días. Así Celia Cervantes, con unas cuantas alumnas que, como ella, estudiaban Ciencias Químicas, siguieron la sugerencia. Guadalupe las recibió y les habló de la Obra y de la necesidad de acercarse más a Dios. Sus explicaciones eran convincentes y Celia comenzó a participar en las actividades de la
residencia. Ella, acostumbrada a trabajar, encajó muy bien allí, donde aprendió enseguida la importancia de estudiar con seriedad pero, sobre todo, de hacerlo con visión sobrenatural y ofrecerlo a Dios con alegría. Se encontraba a gusto todo el día estudiando y, a la noche, echaba una mano en lo que llamaba las mil cosas y una noche de la residencia. El Padre seguía el desarrollo del trabajo apostólico de sus hijas mexicanas y, en junio, les escribió una carta para unirse a su acción de gracias: Queridísimas: veo que nuestra Madre de Guadalupe os bendice y la labor va prendiendo en esas tierras. Laus Deo! No olvidéis que vuestra misión – ¡las primeras de México!– es capital. Seguían unas recomendaciones sobre el cumplimiento del plan de vida personal: su oración, su trabajo y su alegría. Terminaba con una mirada optimista al futuro: Veréis cómo arraiga y se multiplica vuestra siembra [7]. Mantenían asidua correspondencia con las que, a su vez, estaban llevando la expansión del Opus Dei a otros países, especialmente al vecino Estados Unidos. De estas fechas se conserva una carta a las que ya viven en Irlanda, en la que Guadalupe da noticias de México: Es admirable ver con qué rapidez llegan las nuevas vocaciones de mexicanas a esta residencia de universitarias, semejante a la de Zurbarán en Madrid, les dice. Tenemos la casa llena de chicas estudiantes que, además, vienen a ayudarnos en todo, desde estudiar hasta coser los cortinones. El día de la Ascensión tuvimos la primera Misa y ya asistieron las dos primeras residentes: Armida e Ibone. A pesar de nosotras, Dios se empeña en que las cosas salgan. Escribo también a las que están en Estados Unidos para que así entre las oraciones de todas se llegue a hacer mucho apostolado en todo el mundo [8]. La tarea apostólica contaba ya con nuevos brazos ilusionados y se multiplicaba. En septiembre volvió el Padre a escribirles: Pienso que nuestra Madre de Guadalupe tiene los ojos puestos en vosotras, de modo particular en esas primeras hijas mexicanas, que deben ser especialmente alegres, fuertes, constantes y sobrenaturales. Tengo muchas ganas de conocerlas [9]. Siguieron llegando asiduas y buenas noticias a Roma desde Copenhague y el Padre volvió a escribir con el pensamiento puesto en lo que aquellas mexicanas, recién llegadas a la Obra, podrían hacer pronto, desde México, como así fue: Yo encomiendo con particular cariño a esas
hermanas vuestras mexicanas –les decía–, y sé que pronto serán tantas, que habrá que pensar en que sean instrumentos divinos, para la expansión de la Obra en otras naciones [10]. La noticia de la aprobación definitiva del Opus Dei, el 16 de junio de 1950, por Su Santidad Pío XII, llegó a México el 15 de julio y fue motivo de especial alegría en Copenhague. Allí, muy unidas al Padre, lo celebraron como era debido. Una de las que habían llegado a la Obra en los últimos meses escribió: El 15 celebramos grandes acontecimientos pues ese día recibimos la gran noticia de la aprobación definitiva de la Obra. Ya se pueden imaginar el bollo que se armó. Enseguida nos pusimos a ensayar el Te Deum para dar gracias a Dios en la Bendición con el Santísimo por la tarde. Todas estábamos emocionadísimas. Unas por estar empapadas del espíritu de la Obra. Otras, como yo, porque estamos ansiosas de empaparnos. Y otras por contagio. Fue un día de gran alegría y todas por dentro dábamos gracias al Señor por lo grande de la noticia y porque ha sido en vida del Padre [11]. La noticia se recogió, como en otros países, en la prensa de México y fue una buena ocasión para dar a conocer el Opus Dei. Con la colaboración de don Pedro, se pudieron reunir a diversos grupos para explicarles el significado del documento pontificio. Especialmente fue una buena ayuda para lograr que algunas familias de las muchachas que frecuentaban Copenhague o que iban pidiendo la admisión en la Obra entendieran mejor lo que se pretendía hacer en la sociedad y en el mundo. Guadalupe era un ejemplo de austeridad que no pasaba inadvertido a las chicas que acudían a Copenhague. No perdía la sonrisa ante las incomodidades propias de aquellos principios y parecía que no las notaba, aunque trataba de evitarlas a las demás. Cuidaba el vestido –con el tiempo mejoraría el gusto y la elegancia– y, a pesar de que siempre tuvo un porte distinguido, las residentes se daban cuenta de que disponía de un mínimo de ropa para ponerse. Sólo tenía un traje de vestir, el que utilizaba cuando debía recibir o hacer alguna visita y lo cuidaba mucho. Esta forma de actuar suponía un fuerte contraste con las residentes, que nunca sabían lo que se iban a poner para cada ocasión por la diversidad de vestuario que
guardaban. Quedaban impresionadas al ver la naturalidad con que Guadalupe les daba a entender que, con poca ropa –casi sólo con lo imprescindible–, se podía vestir correctamente y presentarse bien en cualquier situación con elegancia. Cuando llegó el momento de renovar su ajuar, Manolita, que sabía corte y confección, se ofreció a hacerle un nuevo vestido. Hubo que esperar un cierto tiempo porque Guadalupe siempre pensaba que había otros gastos más urgentes que la compra de la tela de su vestido. Por fin tuvo un traje nuevo y, cuando se vio con él, agradeció mucho el trabajo de Manolita y comprendió que era necesario. Toda su vida vivió exquisitamente la austeridad: No quería gastar dinero en ella misma. La imagen que tengo de Guadalupe es la de la persona a quien todo le viene bien; alguien regalaba unos zapatos del 37, y si no le encajaban a nadie, decía: pues me parece que a mí sí; llegaban otros del 39, y lo mismo..., hasta que nos dimos cuenta de que era capaz de meterse algodones o hacer lo que fuera con tal de no tener que comprarse nada; todo esto lo hacía pasando completamente inadvertida. Con la ropa pasaba algo muy parecido; todo le estaba bien, si hacía calor, ella no pasaba calor, y si hacía frío, tampoco pasaba frío. Nunca he dudado de que todo este comportamiento era fruto de su espíritu de mortificación [12]. También resultó formativo para las residentes ver el cuidado que ponía en no desperdiciar nada que pudiera ser útil. Un día vieron a la misma Guadalupe recoger las virutas de madera que dejaban los carpinteros, guardarlas en sacos y aprovecharlas después para calentar agua en el voiler y ahorrar así un poco de electricidad. A todas costaba aprender a hablar evitando modismos o giros españoles que chocaban o eran inadecuados en México. Quizá a Guadalupe, por su temperamento tan espontáneo, le suponía más esfuerzo aprender las nuevas expresiones que oía y no caer en las españolas que no tenían allí un significado correcto. Al pasar los años recordaba con gracia sus muchas
meteduras de pata y los delicados consejos que recibió. Una de las residentes se desvaneció en el oratorio y ella, solícita, fue a atenderla diciéndole bajito: ¡Échate un poco! Enseguida se dio cuenta, por la cara de sorpresa de la muchacha y por el silencio elocuente de las demás, que había dicho algo inconveniente... Delicadamente le dijeron que en México era mejor decir recuéstate, porque la otra palabra podía interpretarse mal. Por supuesto que agradeció mucho la sincera advertencia y les solicitó que, por favor, le avisaran del uso diferente de algunas palabras en México y en España [13]. Una tarde cayó sobre México un violento aguacero y, en cuanto paró, algunas residentes corrieron a la calle para jugar con el granizo aún sin deshacer. Lo pasaron muy bien pero llegaron a la residencia completamente empapadas. Guadalupe las recibió y tuvo con ellas una atención que no olvidarían nunca. Primero les sugirió bañarse con agua caliente y cambiarse de ropa y, mientras lo hacían, les preparó en el saloncito verde unas tazas de té humeante y oloroso, con su puntita de coñac, galletas y frutos secos. El ambiente familiar de la residencia se enriquecía con los ratos de tertulia que surgían, de un modo natural, después de comer con las residentes, o a media tarde con las amigas que frecuentaban la casa. En estas tertulias se tocaba la guitarra y se cantaba; era el momento propicio de narrar las últimas anécdotas sucedidas y era frecuente que, en algún día especial, se elevase el tono de los comentarios y pidieran a Guadalupe que relatara los comienzos de la Obra, hablara del Padre o de los apostolados que se iban a emprender. También era buena ocasión para preparar las visitas a pobres y enfermos. Guadalupe, en estos meses, llegó a dirigir doce círculos semanales para la formación de diversas mujeres, jóvenes y mayores. En cada uno, reunía a diez o doce personas. Empezaba leyendo el Evangelio del día, seguido de un comentario breve. Después exponía una charla más extensa, sobre alguna virtud o aspecto concreto de la vida cristiana y leía las preguntas de un breve examen de conciencia, muy práctico y acomodado a la vida de las asistentes. Se acababa con unos minutos de lectura de algún libro de espiritualidad, oportunamente seleccionado. Duraba poco más de media hora.
Las residentes se movían en un ambiente libre y de plena confianza pero, a veces, se excedían en las bromas. Una noche, durante la cena, a una se le ocurrió meter en el plato de otra, a la que consideraba asustadiza o aprensiva, una mano de plástico con las que se estudia anatomía, que ciertamente parecía de un cadáver. No hay que decir que la víctima se puso histérica y sufrió un verdadero ataque de nervios con gritos y lloros... Guadalupe, tras sus años de convivencia con chicas jóvenes, recordaría sucesos parecidos y simplemente encargó a Manolita que saliera del comedor con la interesada y procurase calmarla. La cena continuó con normalidad y, después, no creyó oportuno decir nada a la bromista, porque consideró que bastante escarmiento tendría con el susto que se había llevado, debido a la reacción que había provocado. Poco tiempo después, la de la broma inoportuna pudo darse cuenta del afecto de Guadalupe. Había fallecido su abuela y lo sintió de tal forma que lloraba desconsolada sin poder contenerse. Guadalupe le habló con verdadero cariño y la consoló cuando le dijo con voz queda: No te apures, desde hoy tendrás un lucero que te ve desde el Cielo. Por su juventud, el humor de algunas residentes solía alterarse, según la dirección del viento que soplaba. Les pesaba la marcha de los estudios en los que podían pasar de un optimismo casi irreflexivo a la angustia del no sé nada... Les influía el cansancio o la misma relación entre ellas. Guadalupe tenía un sexto sentido para darse cuenta de lo que ocurría en el interior de las demás. Un día vio a una chica especialmente decaída y malhumorada, que andaba por la casa con desgana e intentó ayudarla. En la conversación se le ocurrió preguntarle si le apetecía tomar alguna cosa y aquella residente contestó, con un reto que se le antojaba imposible, que le gustaría tomar un pedazo de queso de roquefort con negro y una copa de vino tinto. Dijo lo que le pareció que no se tendría a mano fácilmente. Guadalupe se levantó y en unos minutos regresó con una charolita japonesa con un pedazo de roquefort, un trozo de pan negro y una copa de cristal con vino rojo. Aquella chica se quedó perpleja por la rapidez, se tomó el aperitivo y se olvidó de su malestar. Pasados unos años, hacia 1954, Guadalupe hizo de segunda madre de esta residente, tal como ella misma solía decir después. Desde hacía un tiempo
salía con un compañero de estudios y el noviazgo se fue formalizando sin que su familia estuviera informada pues, por razones que no son del caso, las relaciones se habían enfriado y ni siquiera se escribía con sus padres: ¿qué tengo que hacer?, le preguntó. Guadalupe había conocido al chico, sabía que se trataba de un buen muchacho y se ofreció a escribir a su padre: Muy señor mío: me dirijo a Vd., después de haber hablado con su hija, a quien quiero y estimo de verdad desde hace cuatro años, que por estar viviendo en la Residencia (de la que soy directora) la conozco a fondo. Creo que ya sabe Vd. de estas relaciones desde hace tiempo, relaciones formales (piensan casarse a finales de año) con un muchacho bueno, trabajador y de familia también recomendable. Como Armida no tiene aquí familia, me lo presentó a mí. Y yo me creo en el deber de informarle a Vd. Son momentos decisivos en la vida de una hija y me parece que ahora más que nunca necesita el apoyo moral y material de Vd. Ya me perdonará que, sin conocerle, le escriba esta carta. Me mueve el cariño que tengo a su hija y el querer que –ya que ella está haciéndolo todo bien– Vd. la ayude; y forme –si Dios lo tiene así dispuesto– una familia cristiana. Quedo a su disposición. No hay que decir que todo se arregló. Mejoraron las relaciones familiares y la hija fue acogida de nuevo con cariño de forma que, pasados unos meses, se casó con la participación de toda la familia. Guadalupe vivía tan pendiente de las demás que sabía comprender y hacerse cargo de todo. En unas ocasiones, con sentido común y, en otras, con su sentido del humor. Siempre con sentido sobrenatural y viendo las cosas desde la perspectiva que da la oración. Sin embargo, todo esto era compatible con usar la energía cuando era preciso cortar alguna situación o decir las cosas, quizás desagradables, con claridad. Las residentes, agradecidas por su atención y costándoles más o menos, aceptaban sus indicaciones, hasta el punto de hacer una melodía, tipo corrido mexicano con el siguiente estribillo: La risa de Guadalupe, resulta más contagiosa
que una grave enfermedad. De todas estรก pendiente y a diario a toda la gente la quiere telefonear [14].
IX. Creciendo por fuera y por dentro Junto a tanto trabajo, Guadalupe tuvo que poner en primer lugar la atención de las que se fueron incorporando paulatinamente a la Obra. Sabía muy bien que, cuando alguien pedía la admisión, se establecía un fuerte lazo mutuo. Ellas debían tener una plena confianza, sinceridad y lealtad con lo que Dios les pedía en su nueva familia sobrenatural; y, por otra parte, la Obra tenía la grave responsabilidad de darles los medios de formación precisos para su perseverancia. Y esta responsabilidad recaía especialmente en las que llevaban la dirección de los centros. Es lo que hacían los Apóstoles cuando confortaban los ánimos de los discípulos (...) exhortándoles a perseverar en la fe, diciéndoles que es preciso que entremos en el Reino de Dios (Hch 14, 22). San Josemaría lo recordó siempre a sus hijos de formas diferentes: No se puede hacer con los recién nacidos lo que hacían –según cuenta una falsa leyenda– los habitantes de la Maragatería, una comarca del antiguo reino de León. Cuando nacía un niño, lo sacaban de noche al balcón. Si resistía al frío y al relente, ya no lo mataba ni un rayo. No podemos hacer esto con los recién nacidos a la vida cristiana y a la vocación en la Obra. Tenemos que cuidar, especialmente en esos primeros momentos, a los que todavía son pequeños; abrigarles con el calor de nuestra oración y de nuestro cariño diligente. Luego, el Señor les hará cada vez más fuertes [1]. Guadalupe trataba de ayudar, a cada una, a descubrir el querer de Dios en las cosas más pequeñas de su vida y animarlas a ser dóciles, pero enseguida las responsabilizó de ir impulsando la labor en México. Eran muy pocas las que, desde España, habían llegado al nuevo país y no debían esperar a muchas más. Aquellas mujeres maduraron pronto porque sabían que todo el desarrollo de la Obra en su país debía gravitar sobre sus hombros. Tenían que pensar que, en cierta manera, participaban en una carrera de relevos. Una de ellas dice, refiriéndose a lo que sucedió unos pocos años después, que todo (se hizo), en su mayor parte con gentes del país, ya que, después de las primeras que llegaron de España, sólo se incorporaron a esta Región
tres Numerarias más: Rosario Morán en 1953, y Julia Vázquez y María José Monterde en 1956. Esta misma, en otro lugar de su testimonio, recuerda el desvelo de Guadalupe: Trataba y formaba a la gente joven y las cargaba en seguida de responsabilidad. Cristina, Amparo, ¡tantas!, pueden platicar largo de la increíble confianza y fe con que Guadalupe se apoyaba, dándoles encargos... De esto yo también puedo dar testimonio: cuando empecé a acudir a la residencia, las clases de formación (los círculos) las impartía Amparo Arteaga, que había pedido la admisión apenas el año anterior. Yo, aun sin vivir en la residencia, recibí el encargo de acompañar, durante las comidas, a las numerarias auxiliares y a las muchachitas que se formaban y hacían los trabajos domésticos de la residencia. Mientras les hacía compañía, debía estar pendiente de que se alimentaran bien –les costaba acostumbrarse a los alimentos a los que no estaban habituadas– y darles conversación, para facilitarles el que se encontraran en familia [2]. Aprendían pronto a trabajar. Pero a trabajar bien y a terminar las cosas, tardaban algo más, ya era distinto, requería más tiempo. Debían empeñarse en conseguir la perfección, cada una en la medida de sus posibilidades. Una noche, como tantas otras, en las que varias arreglaban, planchaban o recosían la ropa de las residentes, se hizo muy tarde y la conversación declinaba: ¡vámonos a la cama! Para las que trabajaban la primera noche les parecía que no había nada más que hacer, pero vieron cómo el resto se dedicaba a recoger el cuarto de plancha, cerrar y limpiar la máquina de coser, ordenar los hilos en el costurero, enrollar los cordones de las planchas... y no dejar ni una hebra de hilo en el suelo. Un modo de vivir intenso, aprovechando muy bien el tiempo, con alegría y sentido del humor. Una de ellas comentó en cierta ocasión: el mejor Cielo que imagino es el de dormir los primeros cien años en una nube. El afecto entre ellas se manifestaba también en deseos de ayudarse y de compartir tragedias como ocurrió con Cristina Ponce que, para obtener la Maestría o el Doctorado en Historia, necesitaba dos idiomas. El examen de italiano lo pasó rápido, sin dificultad, pero tropezó con el inglés porque la
profesora era de armas tomar y de trato poco agradable. El día anterior a la prueba definitiva, Guadalupe le dice con mucha seguridad: Tú aprobarás porque has estudiado con todo el esfuerzo del que eres capaz y, además, te tienes que ir a Culiacán a dirigir un colegio... Efectivamente, no sólo había estudiado, sino que Amparo Arteaga –que trabajaba en la Biblioteca Franklin de la Embajada Americana– le había dado clases intensivas. Sucedió tal como le dijo Guadalupe: en cuanto iba a comenzar la prueba, llamaron por teléfono a la profesora y se tuvo que ausentar. Todo quedó en manos de la adjunta y eso fue la salvación de Cristina. Al llegar a la residencia la esperaba Guadalupe y le preguntó: ¿Con qué nota sacaste el examen? Y pudo contestar: Con siete porque Dios es muy grande y removió de su puesto a la temida profesora. A Guadalupe, sin embargo, lo que le ocupaba especialmente era el crecimiento espiritual de unas y otras. Todas debían tener conciencia de la cercanía de Dios y de lo que Él iba pidiendo a cada alma. Al principio era importante sobre todo que cuidasen el plan de vida de piedad con el empeño recordado por el Padre en sus cartas. Convenía adquirir hábitos de orden y ejercitarse en las virtudes sobrenaturales y humanas. Después se trataba de caminar, como por un plano inclinado, para conseguir verdaderamente una vida contemplativa, en medio del mundo, sin dejar de ser seculares. Cuando se reunían en tertulias, manifestaban el afán de conocer a las primeras que habían llegado a la Obra: querían saberlo todo. Guadalupe les hablaba particularmente del Padre y de cómo les había transmitido –y les transmitía– lo que había recibido de Dios. Una de aquellas, unos años después, cuando conoció al Padre en Roma, decía: Sólo me faltaba ver al Padre en tercera dimensión. Es bonito recoger algunos recuerdos de aquellas primeras de México: Cuando conocí a Guadalupe, me impresionó su trato llano y acogedor que inspiraba confianza y llevaba a una amistad profunda... Cada una podía decir, sin temor a equivocarse, que Guadalupe era su amiga... Una característica notable de su personalidad era su alegría que frecuentemente se desbordaba en una carcajada franca, animadora, a la vez que contenida y educada... dice Amparo Arteaga [3].
Su fortaleza era notoria en el trabajo, en la formación espiritual de las personas que fueron llegando, en llevar la responsabilidad que recaía en ella, en el desarrollo de nuevas labores. Era humilde y sencilla sin alardes y sabía tratar igual a las señoras de más alcurnia y a las campesinas. Era un don que Dios le dio. Pero pienso que el hilo conductor de toda su vida y de su actuar era su profundo amor de Dios, que había aprendido del Padre. Su vida interior se sentía. Cómo nos encendía cuando nos daba charlas y nos iba formando. Supo meterse en nuestro corazón para llevarlo a Dios por la filiación divina, recuerda Celia Cervantes [4]. Cristina Ponce [5] dice: Vivía con intensidad el espíritu del Padre. Tenía una preocupación tan grande por todas las que empezábamos a asistir a los medios de formación en la Residencia que nos sentíamos verdaderamente queridas. Se estaba bien allí. Nos dábamos cuenta de que su preocupación por cada una era tan grande que, por escucharnos y tratar de ayudarnos, no pensaba para nada en ella. Sabía tratar a toda la gente con gran delicadeza. No recuerdo haberla visto de mal humor o impaciente. Era muy serena y pienso que podría ser el fruto de su visión sobrenatural: tenía mucha fe y una gran confianza en Dios. Era de gran fortaleza y no se acobardaba ante nada. Era muy mortificada con lo que difícilmente podíamos conocer sus gustos porque nunca manifestaba sus preferencias. La mayoría de las situaciones familiares se resolvían con facilidad, tal como cuenta Mago Murillo que, cuando llevaba algún tiempo en la Obra, pidió la admisión también su hermana pequeña Tere y la familia titubeó, al estar delicada de salud mi mamá. La única que no se oponía era la misma madre, que no quería impedir que su hija pequeña siguiera el mismo camino que la hermana mayor. Para determinar lo que se debía hacer, mi hermano, que estaba para ordenarse sacerdote, fue a hablar con Guadalupe que le hizo ver la extraordinaria generosidad de su madre, capaz de este nuevo sacrificio ya que aceptaba plenamente la Voluntad de Dios en todo. Salió confortado de aquella entrevista y convencido de que no debía poner dificultades a la pequeña: Agradeció que le hubiera hecho recuperar el sentido sobrenatural [6]. Era patente la presencia de la Virgen de Guadalupe mientras se iban abriendo nuevos campos apostólicos. El Padre había dejado encomendado a
su intercesión todo aquel trabajo y Guadalupe renovaba asiduamente el ofrecimiento que le había hecho el primer día de su estancia en México. Todas conocen muy bien el camino para ir desde Copenhague hasta la Villa porque lo han recorrido, a pie, una infinidad de veces. Tardaban una hora y media si caminaban a buen paso. Guadalupe celebraba su santo el 12 de diciembre, pero procuraba siempre que pasara inadvertido y que la atención se pusiera en la celebración de la fiesta mexicana. Lo importante era que ese día se acordaran todas especialmente de la Virgen. Cuando, por la mañana, al terminar la Misa, las residentes rasgueaban las guitarras y le cantaban las mañanitas, ella, sonriente y emocionada, desviaba la atención: Las mañanitas son para Ella porque es su santo. No hay que decir que, en cuanto tenía un momento libre, se marchaba, con las que pudieran acompañarla, a felicitar a la Señora. El 15 de marzo de 1951, cuando se acaba de cumplir el primer año de la labor apostólica de las mujeres en México, Guadalupe hace un pequeño balance en una carta dirigida al Padre: Ya tenemos la casa completa de muebles, etc., y de chicas: somos 26 (...) y a primeros de abril seremos por lo menos 30 (...). El día de San Jorge vendrá a decir la Misa y a bendecir la casa el Sr. Arzobispo de México. Acabamos de tener un Curso de Retiro en la Residencia, que fue estupendo. Lo hicieron 40 muchachas y el domingo vinieron, además, 10 a tener el día completo de retiro, así que nos reunimos 50. Daba gusto ver el oratorio, y luego comimos todas juntas con mesitas puestas en el jardincito, junto a la puerta abierta de cristales del comedor. ¡Padre, parecía un sueño, hace un año acabábamos de llegar y no teníamos casa todavía! Al curso de retiro vinieron varias chicas de fuera de México que nos quieren mucho. De Tacámbaro vino la sobrina del Sr. Obispo y otra, de D. Luis, de Toluca, aparte de las residentes que las tenemos ya de todos los estados de la República. Así que ya se va conociendo la Obra de Norte a Sur, en tierras calientes y frías, y con qué alegría la reciben en todas partes. Padre, ¿verdad que no es ya precisa la fe para ver que es la Obra de Dios y que Él nos prepara los caminos? Ahora ya sabe lo que tiene que decirle al Señor de todo esto y de mí. Creo que me dedicará un hueco. Porque Vd. sabe muy bien lo que encierra esta
casa: apostolado con residentes y almas que vienen, formación de las nuestras, ejemplo, orden y organización de la casa, problemas económicos, formar a nuestras hermanas, y todo esto, conociéndome a mí como me conoce, ¿verdad que me viene grandísimo? Pero no me desanimo ni me asusto, sólo le pido una oración para que nunca en nada, por pequeño o grande que sea, deje de hacer lo que Dios quiere [7].
X. 1951: primer congreso general del Opus Dei En el Opus Dei se celebran periódicamente Congresos generales. Durante el año 1951 se tuvieron los primeros. Los varones se reunieron entre el 1 y el 5 de mayo, en Molinoviejo (Segovia); y las mujeres entre el 11 y el 13 de octubre, en Los Rosales (Villaviciosa de Odón). Con la presidencia del Padre, acompañado por don Álvaro del Portillo y don José María Hernández de Garnica, se reunieron once congresistas, procedentes de todos los países donde se había comenzado la labor apostólica: Estados Unidos, México, Irlanda, Portugal, Italia, España... Guadalupe es una de ellas. Ha salido de México el 29 de septiembre en la línea aérea de Iberia, y llega a Madrid el 1 de octubre. Ella misma escribió entonces un relato breve del viaje: Ya faltan sólo unas horas para aterrizar. El piloto envía una nota diciendo la situación del avión, la hora, el estado de la atmósfera, etc. Al final dice ¡volamos sobre España! La gente, que hasta ese momento iba seria y circunspecta, se alborota... Y una señora, que venía mareada todo el viaje, se levanta muy castiza... Es un avión de la Iberia y, salvo raras excepciones, como la mía, que soy mexicana, todo el mundo es español. Llegamos a Barajas. La aduana. Como hemos llegado dos horas antes de lo debido, nadie me espera. Lo comprendo perfectamente y trato de irme en el coche de la Iberia... Pero, de pronto, oigo mi nombre en el altavoz y, a voces, siguen diciendo: No se mueva del aeropuerto que la vienen a buscar. La gente me mira y piensan que soy millonaria o algo así... Yo me río por dentro y pienso que tengo un tesoro que ellos no conocen. Ya veo a Rosario Orbegozo y a Nisa G. Guzmán. Voy corriendo: ¡Qué alegría!
Llegamos a casa y me aplastan entre todas. A unas conozco y a otras no. Cenamos y les hago comer chiles que les hacen llorar y todas nos reímos y charlamos. Se oye constantemente: Chicago, Roma, México... Y yo pienso: ¡Qué maravilloso es todo! Pero... ¡Qué linda es mi tierra de México y qué bonita mi Madre la Virgen de Guadalupe! Desde España se te quiere más [1]. Rosario y Nisa no salen de la sorpresa que han tenido al ver a Guadalupe en el aeropuerto con un nuevo peinado, con trenzas recogidas hacia atrás y vestida a lo mexicano. Además la oyen hablar con los giros que le ha costado tanto aprender. La transformación les impresiona. Lleva su maleta cargada de productos mexicanos y una buena cantidad de ropa para los oratorios, confeccionada por las de allí, porque piensa que puede ser un buen regalo para el Padre, que dispondrá dónde se deben usar. Tienen una semana para preparar el Congreso y Guadalupe la aprovecha también para visitar a sus parientes, especialmente para abrazar a su madre, y encontrarse con tantas antiguas amigas con las que ha seguido manteniendo una relación epistolar. Incluso tiene tiempo para enseñar cocina mexicana: Estamos en la cocina haciendo platillos mexicanos. Todas me miran un poco asustadas. Yo platico: Estos son los tomates rellenos de mole y carne de puerco. Hay que calentarlos al vapor y se sacan al comedor envueltos en hojas de maíz. Ahora vamos a hacer guacamole con cebolla, tomate y aguacates. En el mortero no se hace bien, necesitaría un molcapete o el metate. Estas tortillas de maíz se doran en manteca y se pone el chile picadito para que esté sabroso. Lo pruebo. Y está rebueno. Yo creo que no son todas de la misma opinión, porque miran las fuentes como si tuvieran explosivos. Es una pena que estén un poco asustadas de los chiles que les hice comer ayer. Subieron los platillos a la mesa. A mí me pareció riquísimo. Las demás lo comieron con un miedo terrible, pero... no dejaron nada en el plato y estoy segura de que les pareció poco [2]. El día 10 por la tarde van llegando todas a Los Rosales y, después de cenar, tienen una tertulia en la que cada una cuenta anécdotas de las diferentes
labores apostólicas. Para hacerles pasar un rato agradable, Guadalupe se viste de mexicana y les ofrece dulces y chiles típicos que hicieron llorar a más de una. El Padre, acompañado por don Álvaro, había salido el 4 de Roma con el fin de pasar por Lourdes. Llegaron allí el día 6, a última hora de la tarde, y fueron enseguida a la gruta donde encontraron pocos peregrinos porque estaba nublado y hacía bastante frío. Rezaron y renovaron la consagración de la Obra al Inmaculado Corazón de María, que habían hecho en el Santuario de Loreto –en la fiesta de la Asunción– y más tarde en el de Pompeya. El 7 era la fiesta de la Virgen del Rosario. Pasaron después por Zaragoza y Madrid, para llegar a Los Rosales a primera hora de la tarde del día 11, festividad de la Maternidad de Nuestra Señora. Alguien escribió entonces: Esperábamos la llegada del Padre después de comer. Ya os imagináis lo que supone esto... Algunas hacía muchos años que no le veían... Cuando se ha vivido al lado del Padre y se ha aprendido de él, directamente, desde el modo de cerrar una ventana hasta el último detalle de espíritu y se ha palpado en experiencias personales su cariño de padre y de madre y se ha llegado de su mano a Dios, lógicamente, la impaciencia por volverle a ver es mucho más punzante. Por fin llegó el Padre. Tuvo para cada una, una palabra especial. Se le veía contento de volver a vernos. Era una alegría grande no sólo para nosotras. A los pocos momentos de hablarnos, de preguntarnos cosas de los distintos países, cesó el nerviosismo y la tensión. Era el Padre, exactamente igual que cuando le dejamos. Sólo unos minutos de estar con él y daba la sensación de no habernos separado nunca [3]. El Santo Padre envió un telegrama bendiciendo los trabajos del Congreso y la prensa de todo el país se hizo eco puntual. Las sesiones tuvieron lugar en el comedor de la casa porque se consideró la estancia más adecuada con su mesa de regulares dimensiones. Todo había sido preparado para que el ambiente resultase agradable.
Tras las preces iniciales, comenzó el Congreso. El Padre dijo unas palabras que abrían los amplios horizontes de las labores apostólicas e iluminaban lo que faltaba por hacer y debía ocupar los afanes inmediatos: Iba abriendo puertas mostrándonos los objetivos que hemos de realizar: verdaderas maravillas que pronto tendremos entre nosotras. Todas tenían fija la atención ante aquel abanico de posibilidades: Se requería un esfuerzo enorme y una gran tensión porque nuestra labor no era sólo escuchar, sino ir grabando hondo en nuestra cabeza y en nuestro espíritu sus palabras, a medida que hablaba [4]. El día 12, junto con el trabajo propio de las diferentes ponencias, cada una tuvo ocasión de contar lo que estaban viviendo en los diferentes lugares. Guadalupe pudo explicar con más detalle lo que ya había escrito en sucesivas cartas. El 13 se procedió a la elección de la nueva Asesoría Central y se leyeron las conclusiones del Congreso, que resumen el trabajo realizado. Se destacaba la necesidad imperiosa de extender el trabajo apostólico a muchas más mujeres; el cuidado delicado por la formación cristiana de todas, especialmente de las más jóvenes, con la mirada puesta en el amor de Dios y el servicio a las almas; y la promoción de colegios mayores y centros para convivencias y retiros. Se determinó, finalmente, que el próximo Congreso tendría lugar cinco años después, en 1956. El Padre, antes de dejar Los Rosales, bendijo imágenes de la Virgen que se iban a llevar las participantes a sus países y, el día 19, estaba en Fátima para renovar, otra vez, la consagración de la Obra a la Virgen, hecha ya en Loreto y en Lourdes. Desde ese Santuario envió una tarjeta postal recordando la jaculatoria por la que todos se unían a su intención: Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum! [5]. Guadalupe, antes de regresar a México, pasó unos días en Roma. Al salir de Madrid, no hubo despedidas sino que en el aeropuerto, como recuerda una, dijo sencillamente: Bueno ¡adiós!, y echó a correr. Desapareció de nuestra vista antes de que pudiéramos darnos cuenta de que se nos iba. Y añade: Ella sabe que siempre estará entre nosotras.
XI. Se abren otros horizontes La llegada a México no es para ser descrita. Parece que ha estado años fuera. Todas le preguntan y no paran. Y ella cuenta y tampoco para. Lo primero que ha hecho es buscar el lugar idóneo para la imagen de la Virgen que el Padre le ha dado. Tiene la sensación de que ha crecido la labor apostólica y madurado las que han ido llegando en este año 1951, a punto de terminar. Se siente marcada por el fuerte deseo de poner en práctica todas las orientaciones que ha recibido durante su estancia en Madrid y en Roma. Tiene proyectos apostólicos nuevos. Empieza el 1952, un año de rápida expansión para la Obra en México, que se extiende no sólo en el Distrito Federal, sino que señala el inicio en nuevas ciudades del país. Hasta entonces, el apostolado se había dirigido hacia las estudiantes universitarias principalmente. Llegaba la hora de tener en cuenta otros campos. En primer lugar, se puso en marcha la atención a otras mujeres mayores que, generalmente, estaban casadas. Conocían y trataban ya a las que don Pedro les había presentado al llegar, normalmente esposas de conocidos suyos. Este grupo era numeroso y habían prestado ayuda generosa en la instalación de la residencia Copenhague. Ahora se trata de organizar los medios de formación necesarios para las futuras cooperadoras. La residencia se ensanchaba o encogía de acuerdo con las necesidades apostólicas. El primer medio de formación que se les ofreció fueron los retiros mensuales. Así, además de la personal reflexión, se les facilitaba el apostolado, porque podían invitar a otras amigas. Hacia fines de marzo, tuvo lugar ya un primer curso de retiro. Pronto hubo muchas mujeres que
comprendieron el impresionante panorama que se les abría, al comprobar que ellas podían también sentirse llamadas por Dios a la santidad con su fidelidad a las exigencias matrimoniales, como esposas y madres. Ante ellas se iluminaba sobrenaturalmente su camino. Vieron, de forma práctica, que el seguimiento al Señor no era algo exclusivo de las que se habían comprometido a vivir en el celibato o la virginidad, sino que todas debían considerarse plenamente enroladas en la llamada que habían recibido en el Bautismo. San Josemaría Escrivá de Balaguer había escrito hacía ya muchos años: Se creía que la perfección no fuese cosa asequible a las almas que se quedan en el mundo (...). Ahora ha vuelto a sonar la voz de Jesús que dice a todos: estote ergo vos perfecti, sicut et Pater vester caelestis perfectus est; sed, pues, vosotros perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48) [1]. Estaban descubriendo, por lo tanto, lo que el Señor había mostrado al Fundador del Opus Dei: Yo veo esta gran selección actuante –así decía–: hombres y mujeres de empresa y obreros; mentes claras de la universidad, inteligencias cumbres de la investigación, mineros y campesinos; aristocracia –de la sangre, del ejército, de la banca, de las letras– y pueblo, con su mentalidad más rudimentaria: todos, cada uno sabiéndose escogido por Dios para lograr su santidad personal en medio del mundo, precisamente en el lugar que en el mundo ocupa, con una piedad sólida e ilustrada, de cara al cumplimiento gustoso –aunque cueste– del deber de cada momento [2]. Lo que había visto San Josemaría hacía tantos años, ahora lo contemplaban aquellas mexicanas como una gran novedad y se dispusieron a servir a toda la sociedad en sus diversos estratos y, sobre todo, a renovar con ilusión su vocación matrimonial y familiar. Guadalupe pudo constatar muy pronto que la labor se multiplicaba y cómo podía ir contando con grupos de mujeres, supernumerarias o cooperadoras, en las que apoyarse. Eran personas que se responsabilizaban de abrir nuevos campos de apostolado y, con múltiples actividades, facilitar los medios económicos imprescindibles para el sostenimiento de las actividades.
Entre las primeras que se acercaron a la Obra en el principio de aquella siembra estaban las hermanas Ventura: Isabel, Clotilde y Josefina. Esta última, Fina, pidió la admisión como numeraria y pronto se fue a vivir a la residencia. Clotilde, a la que llamaban Cotita, vivía en la calle Hamburgo, muy cerca de la residencia y era una mujer especialmente trabajadora por lo que –además de atender una casa con ocho hijos y de dirigir una escuela de alfabetización de niñas obreras– estaba dispuesta siempre a ayudar lo necesario en Copenhague. Cuando iba a hablar con Guadalupe –dice– me sentía con la impresión de estar en un cuarto oscuro que con sus palabras se encendía. Me decía de tal modo las cosas que me llegaban al corazón. En ese primer grupo estaban también Conchita Pérez de Arteaga –la mamá de Amparo–, Rosario Díez, Rosario Fausto, Beatriz Gaytán de Sánchez Vicente y un largo etcétera. Cotita, pasados los años, recordaba a Guadalupe: Todavía oigo su voz cristalina y su risa abierta: ¡Hola, cómo estás! La veo bajando por la escalera de la Residencia. Yo no estaba acostumbrada a un trato tan franco y familiar. En un primer momento me extrañó porque en México todavía conservábamos un estilo más tradicional con el que la confianza mutua requería una presentación formal. Beatriz Gaytán, como buena historiadora, escribió un testimonio bastante completo. Marca con precisión, a su entender, los rasgos más señalados de Guadalupe: La recuerdo delgada, más bien alta, blanca, güerita, diríamos en México... Siempre que pienso en ella oigo, a pesar del tiempo transcurrido, su risa. Guadalupe era una sonrisa permanente: acogedora, afable, sencilla. Era la clase de persona que en el mismo momento de conocerla daba la impresión de que se la había conocido y tratado toda la vida. Enseguida inspiraba confianza y cariño... Eran los primeros tiempos del Opus Dei en México y, en aquella casa, parecía que sólo estaba Guadalupe. Claro que no era así, pero a mí me lo parecía porque ella lo llenaba todo. Bajaba y subía muy ligera la escalera, así la vi por primera vez. Ahora que quiero recordar lo que me decía... no puedo hacerlo y caigo en la cuenta de que en realidad era muy medida para hablar, nada locuaz, y pienso que su gran acierto era
que sabía escuchar y sabía contestar sólo lo que era necesario y fundamental, con claridad y precisión. Recuerdo que, cuando nos daba alguna charla y nos abría insospechados caminos de vida espiritual, era igualmente suave, precisa, y no perdía su gesto sonriente y afable [3]. Un día anunciaron a Guadalupe la visita de la esposa de un escritor español, que se había tenido que exiliar en México después de la guerra civil española. Era la poetisa Ernestina de Champourcin cuyo marido, Juan José Domenchina, también poeta, había sido secretario particular de Azaña, el Presidente de la República española desde 1936 hasta su fallecimiento en 1940. Guadalupe que, como es natural, no guardaba ningún resentimiento hacia quien podía tener una responsabilidad, aunque fuera muy lejana, en el fusilamiento de su padre, la recibió con todo afecto y le dedicó el tiempo que hizo falta. Ernestina tenía a su marido muy grave y buscaba a alguien que pudiera atenderle espiritualmente porque había vivido alejado de la Iglesia y temía que pudiera morir así. Guadalupe no sólo le puso en relación con un sacerdote que le podía ayudar espiritualmente en aquellas circunstancias tan críticas, sino que también le dedicó mucho tiempo hasta establecerse una profunda amistad [4]. Ernestina pidió la admisión en el Opus Dei y más tarde, cuando ya su marido había fallecido dentro del seno de la Iglesia católica, regresó a España donde se la consideró la única poetisa de la Generación del 27. Falleció en marzo de 1999, después de cumplir noventa y dos años. Cuando toda esta tarea estaba dando los primeros pasos, llegó de España Piquiqui y ésta fue la impresión que le produjo Guadalupe y la labor que encontró en México: Yo la veo ahora viva, llena de fuerza y de alegría. Habitualmente sonriente o riéndose de plano. Activísima sobre todo en el apostolado. Es de asombrarse la cantidad de chicas –perdón, muchachas– o señoras que hablaban con ella diariamente. Salían de las charlas vibrantes y a punto. Cuando yo llegué a México, la Residencia estaba repleta de estudiantes y había varias que ya habían pedido la admisión en la Obra. El oratorio estaba totalmente lleno en las meditaciones o en los retiros, y los sacerdotes confesaban sin parar. Había tal actividad apostólica que le di gracias a
Dios de haber estado entrenada en Zurbarán, porque, si no, aquello me hubiera rebasado completamente. Y Guadalupe tan campante, sin dar jamás sensación de cansancio. No recuerdo haberle oído nunca decir: Estoy cansada. A las que ya eran de la Obra las cargaba enseguida de responsabilidad. Cristina, Amparo, y ¡tantas! pueden platicar largo de la increíble confianza y fe con que Guadalupe se apoyaba en ellas dándoles encargos. Había que avanzar y extenderse y Guadalupe iba muy por delante de nosotras, más preocupadas en resolver lo inmediato [5]. En 1952 la residencia Copenhague se había quedado pequeña y decidieron buscar un nuevo edificio en el que se pudiera doblar o triplicar la capacidad de residentes. Se encontró un local apropiado en la calle Orizaba. No se abandonó, sin embargo, la calle Hamburgo porque se hacía sentir también la necesidad de que las directoras de la asesoría de México pudieran tener mayor independencia para su trabajo y un lugar en el que se pudiera cuidar especialmente la formación de las numerarias que iban llegando. El lugar adecuado se encontró en la misma calle que dejaba la residencia y, cuando se alquiló e instaló, se llamó con el mismo nombre en diminutivo: Hamburguito. También sonó la hora del comienzo de la expansión a otras ciudades fuera del Distrito Federal. Las primeras fueron Culiacán y Monterrey. La labor estable en Culiacán se inició, como dice don Pedro Casciaro: según los planes de Dios, tan distintos a los nuestros. Se consideraba que era más conveniente permanecer en la Ciudad de México, una de las más pobladas de todo el mundo, asentar la labor allí, y sólo luego viajar a otros lugares de la República [6]. Sin embargo, las cosas transcurrieron de forma diferente a lo previsto y, providencialmente, se comenzó el apostolado en la capital del estado de Sinaloa. En este momento –era el año 1952–, también las mujeres estimaron conveniente comenzar en esta ciudad del norte, a pesar de lo alejada que estaba del Distrito Federal y, después de considerar bien distintas posibilidades, tomaron la decisión pertinente. El estado de Sinaloa ocupa el extremo noroeste del país que se baña en el océano Pacífico y lo cruza el Trópico de Capricornio. Culiacán es, por lo tanto, una ciudad extremadamente calurosa y húmeda. Da idea de la
distancia desde México si se tiene en cuenta que el autobús tardaba 36 horas. Allá fueron Manolita, que había ido con Guadalupe a México, y Carmen y Martha, dos de las primeras mexicanas. Enseguida se hicieron cargo de un parvulario que en poco tiempo se transformó en el Colegio Chapultepec. Por su parte, Monterrey era una ciudad con notable ambiente universitario. Estaba también lejos de México D. F.: a unos mil kilómetros que el tren recorría en 22 horas. La conveniencia de iniciar la labor apostólica allí surgió cuando a Amparo Arteaga, que trabajaba, como se ha dicho, en la Biblioteca Benjamín Franklin, le ofrecieron la oportunidad de ser nombrada directora de la misma Biblioteca en Monterrey. Llegaba, por tanto, un buen momento para abrir un nuevo campo de apostolado. Una de las primeras supernumerarias fue Rosario Garza Sada, que estaba casada con Adolfo Zambrano. Por indicación del arzobispo, habían regalado los objetos litúrgicos del oratorio familiar que guardaban. No tenía hijos y hacía años que había comenzado una intensa labor social, a raíz del encuentro fortuito de una niña recién nacida y abandonada. El sacerdote del Opus Dei que estaba entonces en Monterrey lo cuenta con detalle: Un buen día, el jardinero encontró debajo de un naranjo un esportillo extraño. Miró su interior y halló que, envuelta en pañales, había una niña. Fue enseguida a doña Rosario con la niña y el esportillo, tal y como lo había encontrado: –Señora, me he encontrado esto en el jardín. Era el 8 de septiembre, fiesta de la Inmaculada Concepción y la bautizaron con el nombre del día de su encuentro. Fue desarrollándose y resultó una niña tan bonita –me lo contaba doña Rosario– que las personas se paraban en la calle sólo para verla. Se puso enfermita y murió. Entonces doña Rosario pensó en tantas madres que en Monterrey no tendrían dónde dar a luz a sus hijos al mundo. Además, se quedaría con los niños que sus padres no pudieran sostener (...). Así nació la Clínica y Maternidad Conchita (...) en donde nacían cada año unos 3.500 niños en la época de nuestra llegada (...). Además, en esos mismos tiempos, tenía unos 85 niños recogidos [7].
Desde México, el Opus Dei se extendió también a otros países, por ejemplo, a Guatemala. Allí se marcharon Manolita Ortiz y dos mexicanas: Aurora Peiró Urriolagoitia y Margarita Sánchez [8].
XII. Con las campesinas Desde que se abrió la residencia Copenhague para universitarias, Guadalupe consideraba que era un buen medio para dar trabajo a muchas chicas en los servicios de la administración y, al mismo tiempo, proporcionar una buena formación –cultural y espiritual–, que las ayudara a madurar y tener amplios horizontes en la vida. En aquel lugar, y en aquellos años, era difícil que pudieran recibir una ayuda de este tipo en los lugares de nacimiento y residencia. En sus viajes a Roma, a Mons. Abraham Martínez, obispo de Tacámbaro, en el estado de Michoacán, le había hablado de la Obra el mismo Mons. Escrivá de Balaguer [1]. Como dicen los mexicanos, después de algunas conversaciones, se quedó apantallado [2]. El obispo contó, por su parte, de su extensa diócesis y le instó con vehemencia para que aceptara su ayuda en la zona que tenía encomendada, con más de 300.000 habitantes, la mayoría campesinos. Guadalupe se desplazó a Tacámbaro, por primera vez, a principios de enero de 1951. Don Pedro Casciaro ya había hablado al obispo sobre el propósito que tenían de crear lugares en los que pudieran vivir dignamente las campesinas, aunque no se tratara de obras asistenciales. Las chicas tendrían un contrato de trabajo en la residencia que les aseguraría su manutención y la posibilidad de ayudar a sus familias, al mismo tiempo que recibirían la adecuada preparación profesional. Guadalupe hizo el viaje cuando el obispo les comunicó que tenía doce campesinas dispuestas a incorporarse a la administración de la residencia y quería que hablasen ya con las familias y con las interesadas, para conocerlas directamente. Le acompañaron Cristina Ponce, Celia Cervantes y Zenaida, que llevaba bastante tiempo en la residencia y procedía también de una zona agrícola semejante.
De su afán apostólico, lo que pude conocer más de cerca en el tiempo que conviví con ella en México, es que ponía en práctica la enseñanza del Fundador: De cien almas nos interesan cien, solía repetirnos él. No hacía acepción de personas: igual se daba y conquistaba a personas de alta posición social, que a la gente campesina, con la que tuvo trato desde los primeros meses de su estancia en México, cuando aún se tenía que valer de intérpretes para entender y hacerse entender de estas personas. Una de sus primeras intérpretes fue Cristina Ponce, que (...) la acompañó en algunos de sus viajes a Michoacán, para conseguir, con la recomendación del Sr. Obispo de Tacámbaro, Mons. José Abraham Martínez; el permiso de los papás de muchachitas jóvenes, que vinieran a la ciudad de México a recibir la instrucción elemental –la mayoría de las veces, desde las primeras letras– al mismo tiempo que la preparación para los trabajos del hogar y la doctrina cristiana [3]. Viajaron en un pollero, autobús al que solían subir mujeres con cestos llenos de pollos para venderlos en diferentes mercados. A las doce horas de transitar por malas carreteras llegaron a Michoacán donde hicieron noche en un hotel. Ocuparon dos habitaciones entre las cuatro y Guadalupe quiso estar con Zenaida [4]. Al día siguiente fueron a Tacámbaro, punto final de la carretera. Antes de llegar se pasa por un puerto que, según los naturales, divide el territorio entre tierra fría y tierra caliente porque el clima es notoriamente diferente a uno y otro lado. Tacámbaro está en la tierra caliente que va descendiendo hasta la costa del Pacífico. La impresión que tuvieron las viajeras a la vista del pequeño pueblo fue muy grata: se podían contemplar los intensos verdes de la frondosa vegetación, matizados por la neblina que se iba levantando. Al llegar preguntaron a un transeúnte por el palacio episcopal y nadie pudo darles razón, hasta que cambiaron la expresión y preguntaron por la casa del obispo. Mons. Martínez las estaba esperando y tenía preparado un jeep para ir a conocer a las muchachas y hablar con sus familias. Las personas que encontraban por la calle se acercaban enseguida a saludar a su pastor con extraordinario afecto y el obispo les preguntaba a cada uno por lo que le preocupaba: la enfermedad de la madre, cómo iba la cosecha, si ya estaba arreglado el tejado...
A pesar de la gran confianza que tenían las familias en el obispo, no era tarea fácil la de convencerlas de que dejasen marchar a sus hijas a la capital federal, que se les figuraba lejanísima y llena de peligros. Los padres y hermanos se consideraban dueños de aquellas muchachas jóvenes, pero allí no tenían otro porvenir que, una vez llegada la edad oportuna, acceder al matrimonio sin conocer siquiera las primeras letras. En aquel ambiente, no se admitía que una mujer fuera libre de promocionarse en algún sentido y las familias estaban persuadidas, al no permitirles salir del pueblo, de defenderlas positivamente de muchos peligros reales o imaginarios. Guadalupe y Cristina supieron llevar la conversación con las familias por un cauce muy cordial. Eran gentes sinceras y profundamente cristianas y el aval del obispo les daba una gran confianza. Así accedieron a que sus hijas se marchasen al Distrito Federal con la seguridad de que estarían muy bien cuidadas y, por supuesto, de no correr ningún peligro: Consta el cariño y la sencillez con que Guadalupe trataba, tanto a esas familias como a las muchachitas que se decidían a venirse con ella: se hacía cargo perfectamente de lo que les supondría dejar a los suyos, el campo, las amistades y trasladarse a la ciudad, a un mundo ajeno y desconocido para ellas [5]. Pasaron la noche en un mesón, propiedad de una sobrina del obispo. Les dieron una habitación para las cuatro pero, al irse a acostar, se dieron cuenta de que muchos campesinos se echaban a dormir en el pasillo, incluso pegados a su puerta, sin cerrojos. Por precaución aseguraron la entrada con un mueble. Por la mañana, cuando estaban arreglándose en un rudimentario lavabo, se les metió un cerdo muy grande. Cristina y Celia estaban preocupadas por la impresión que todo eso produciría en Guadalupe. Ellas, al fin y al cabo, conocían su tierra y comprendían mejor lo que ocurría. Sin embargo, una vez más, Guadalupe las sorprendió porque fue la que más se divirtió con el suceso. Enseguida llegaron las doce muchachas, acompañadas de sus madres. Tenían entre quince y veinte años. Sólo Aurelita, una huérfana, tenía apenas diez, pero el obispo consideraba que se la debían llevar para formarla
porque se encontraba sola. Se notaba que la pobrecilla estaba falta de afecto por cómo agradecía las caricias y las sonrisas que le dirigían. El viaje de vuelta lo realizaron en tren que fueron a tomar a Morelia, un pueblo cercano. El día 6 de enero de 1951 llegaron a la Ciudad de México con el gran regalo de Reyes: doce muchachas que se incorporarían a la administración de la residencia. Por fin daba comienzo tan importante tarea apostólica, preparada con la oración desde hacía mucho tiempo. Desde que entraron en la residencia, Guadalupe se desvivió por ellas y trató de adelantarse a sus primeras dificultades. Procuró, por lo tanto, que se encontrasen acogidas en un verdadero entorno familiar que fuera, en lo posible, una prolongación de la casa que habían dejado. Las animó a que se desenvolviesen con plena confianza y expusiesen lo que les hiciera falta. Facilitó que poco a poco pudieran moverse en la enorme ciudad, tan diferente a la tranquila serenidad de sus pueblos. Especialmente puso cuidado en la alimentación, preparando platos desconocidos hasta entonces para ellas o con diferente condimento. Puso un enorme esfuerzo y dedicación para hacerse entender y no molestar a aquellas muchachas con los gestos o expresiones bruscas propias de los españoles y que llamaban tanto la atención a las mexicanas. Se propuso, por lo tanto, suavizar aún más su manera de hablar. No debía utilizar nunca imperativos secos y así, si una tenía dolor de cabeza, no podía decirle: ¡tráguese esta pastilla!; o: ¡recuéstese, si se encuentra mal! Tuvo que aprender todo esto con urgencia, pues, si se le escapaba algo inoportuno – una brusquedad española–, la interpelada se podía asustar o entristecer, incluso no era raro que se pusiese a llorar y que le dijera que en el campo sólo se hablaba así a los animales. Cuando Guadalupe veía que aquellas muchachas creían que no se las trataba bien, lo sentía mucho y se decía: Algo he hecho mal porque están llorando. Guadalupe disfrutaba viendo el interés que tenían aquellas niñas. La formación debía empezar desde el principio y nada se debía dar por supuesto: aprendieron las normas sencillas de higiene personal, el cuidado en su aseo, a dejar las cosas que usaban ordenadas y limpias, a no tirar
desperdicios en cualquier sitio... Para ellas, todo suponía novedad, algo que no era necesario cuidar en sus pueblos. Primero interesaba que lo comprendieran, aludiendo a motivo de convivencia y de salud. Después había de ayudarlas con paciencia a que se convirtiera en hábitos para su vida... Fueron así conociendo lo que era una ducha –la lluvia caliente, decían–, un espejo –ése fue un descubrimiento que les gustó especialmente y se las veía paradas para contemplarse–, o subir y bajar escaleras porque en los pueblos no tenían pisos en las casas. Todas las cosas de la ciudad eran nuevas para ellas. Las residentes universitarias, al principio, se sorprendieron, porque no era frecuente una relación tan maternal con las pequeñas campesinas y les vino muy bien que Guadalupe les hiciera ver que, ante Dios, todos somos iguales y que, además, merecían precisamente un trato más atento quienes no habían sido favorecidas con muchas cosas que para ellas eran familiares. Fue alentador ver que enseguida se hicieron cargo y todas las residentes colaboraron en educar con cariño a aquellas chicas y darles las informaciones que necesitaban. Incluso, alguna cooperó gustosamente en las clases de cultura general, según sus posibilidades. Al principio, lo que más les divertía era lo que ya conocían de alguna manera: todo lo que se refería a la administración doméstica. Sin embargo, en la ciudad también esto resultaba diferente, pues contaban con unos medios que no habían visto hasta entonces y les entusiasmó cocinar, o lavar, o planchar... con mucha más comodidad y menos esfuerzo. Las clases de economía doméstica se alternaban diariamente con las de cultura. Esa alternancia les venía bien porque las clases teóricas les costaban bastante más. Al comienzo de cada curso, o cuando se cambiaba de materia, era fácil mantener viva su atención porque les atraía lo novedoso pero llegaba el día en que se cansaban y unas a otras se contagiaban. Era el momento de poner en práctica la paciencia y buscar los recursos pedagógicos necesarios para recobrar y mantener la atención. En honor a la verdad –y también a favor de ellas– hay que decir que quedaban tan agradecidas y mostraban tanto interés en conocer lo nuevo
que, en mucho menos tiempo de lo que se podía prever, se convirtieron en un grupo de pequeñas mujeres responsables que sabían bien cómo se llevaba un hogar y cómo había que comportarse en la sociedad. En algunos casos se presentaban sus padres o hermanos a buscarlas porque necesitaban brazos en el campo. Resultaba lógico que así fuera porque, para una familia con pocos recursos, en ciertos momentos todos los brazos son pocos. Unas veces tenían que marcharse de forma permanente para cuidar de sus casas, otras se trataba de ausencias temporales para ayudar en la siembra o en la cosecha... Además era natural que aquellas familias no valorasen del todo la formación que sus hijas estaban recibiendo. Podían existir también razones morales. De ordinario, eran hombres y mujeres de arraigada fe, aunque tuvieran una ilustración elemental y temían que sus hijas o hermanas se perdieran en la ciudad, cosa que, desgraciadamente, no era infrecuente que ocurriese. Eso no sucedería, evidentemente, a las que estaban en aquella residencia pero no todas las familias disponían de esta seguridad y confianza mientras no les convencían los hechos. No es preciso decir que Guadalupe sufría al ver marchar a estas chicas con las que se había comenzado una labor de formación. Con ellas se marchaba un trozo de su corazón cuando sabía que a algunas ya no las volvería a ver. Afortunadamente no siempre ocurría así, como fue el caso de Raquel, una muchacha brillante –simpática y lista– que había venido, como casi todas, de un rancho familiar. Llevaba sólo un mes cuando se presentó su padre para llevársela de nuevo al campo. Guadalupe le habló de lo bien que estaba su hija, incluso le dijo que era su deseo seguir al menos un tiempo más en la residencia. Pero no pudo ser... y Raquel se marchó. Pasado apenas un mes, Guadalupe recibió una carta del padre, pidiendo que fueran a buscar a su hija. Después de meditar las cosas despacio y comprobar el verdadero deseo de la chica y el bien que le hacía vivir en la residencia, no estaba dispuesto a pelear con Dios. Otra pequeña anécdota la narraba el obispo de Tacámbaro, al cabo de muchos años, cuando ya Guadalupe había fallecido. Lo hacía en un artículo que publicó en la prensa. Decía textualmente:
En cierta ocasión estaba gravemente enfermo, a punto de morir, el padre de una campesina que había recibido la vocación al Opus Dei y la muchacha fue a ayudarle, acompañada de Guadalupe. Aquel hombre manifestó a Guadalupe el deseo de que su hija no estuviese más tiempo a su lado, porque –decía– si una oveja pertenece a un rebaño, si no está en el rebaño, es oveja perdida... aunque esté en casa de sus padres. Un alma sencilla y buena, que, con la capacidad especial que el Espíritu Santo concede a ese tipo de personas, era capaz de entender perfectamente la entraña evangélica del espíritu de la Obra y el gran valor de la vocación de su hija [6]. Guadalupe pasaba muchos ratos con estas chicas. En cuanto podía, se escapaba de la residencia a la zona que ocupaban ellas en la administración, para dedicarles muchos e intensos cortos tiempos. Un día estuvo bastante rato fuera de la residencia y, cuando cruzaba la esquina de la calle Hamburgo, vio que la estaban esperando en la azotea y que empezaban a gritar: ¡Guadalupe!, ¡Guadalupe!, ¡Estamos solitas! No es preciso decir que la casa estaba llena de gente... pero ¡les faltaba Guadalupe! Al hacer determinados trabajos, era fácil que se ensuciasen o manchasen los uniformes y había que ayudarlas a que siempre estuvieran limpias y presentables. Frecuentemente, cuando se les hacía alguna indicación en este sentido contestaban más o menos, con gracia: Me cuido, pero enseguida me mugro, con su dulce deje mexicano que siempre hacía sonreír a Guadalupe. Cuando llevaban poco tiempo en la residencia, ya se sentían como en su hogar y lo pasaban bien tanto en el trabajo como en las clases. Al menos una vez a la semana se organizaban excursiones en las que daban expansión a su vitalidad. En cualquier autobús o tren se ponían a cantar rancheras con tal fuerza que, a veces, la gente que viajaba se sumó a acompañarlas. Pasear por la calles de la Ciudad de México y por los parques del Lago de Chapultepec, de la Marquesa, Xochimilco, el valle azteca de las Pirámides... las deslumbraba. Llegaron a conocer la mayoría de los alrededores del Distrito Federal. En un primer momento, la inmensa ciudad las asustaba y, cuando se sobresaltaban, se cogían de la mano y con recelo se apiñaban junto a las que las acompañaban, casi sin dejarlas andar. Pero eso sólo era al principio, al poco tiempo andaban con absoluta soltura. Tanta
que había que cuidar que no se separasen demasiado del grupo y se perdieran. María Luisa Morales, recién graduada en la Escuela Normal de Magisterio, se encargó de organizar el plan de estudios, acomodado a dos niveles diferentes: en el primero se enseñaba sólo a leer y a escribir correctamente; el segundo comprendía también nociones de gramática, aritmética, geografía e historia. Se ocupó, además, de preparar bien a las profesoras y de comprar todo el material escolar que se necesitaba. Pronto pudieron comenzar las clases y Guadalupe llevaba un control directo sobre la puntualidad y aptitud de las docentes, y el aprovechamiento de las alumnas. Las profesoras tenían que prepararse a conciencia, sobre todo para presentar los conocimientos provocando la curiosidad y atención de las chicas. Así, las tardes les resultaban maravillosas a aquellas muchachas, que notaban su progreso cada día en nuevos conocimientos. Las que tenían mayor facilidad eran candidatas a ampliar los estudios y se les proporcionaban libros adecuados. El día que supieron que una de las profesoras hablaba inglés, le pidieron que les enseñara y se llegó a montar un verdadero laboratorio de idiomas. Muchas de aquellas campesinas soñaban con viajar algún día a los Estados Unidos como otras familias de Michoacán. No fue un sueño vano porque algunas lo vieron cumplido y constituyeron una buena ayuda para la extensión de la labor apostólica del Opus Dei en Chicago. Guadalupe hizo numerosas gestiones en organismos oficiales para que en esta escuela se pudieran dar certificados oficiales de primeros estudios. No se pudo conseguir entonces y hubo que esperar algunos años. De momento se tuvieron que contentar con darles un título privado. En cuanto a la formación espiritual, las chicas iban a Misa los domingos y conservaban una devoción muy arraigada a la Virgen de Guadalupe. También tenían un gran respeto a los padrecitos. Un año después, en marzo de 1952, cuando a este primer grupo se añadieron otros, recibieron una carta del Padre en la que les decía: Pienso que esa labor con campesinas será de mucha gloria para Dios y un gran
servicio para esa gran nación, ¡cuántas almas santas vais a encontrar! [7]. La mayoría de estas muchachas, una vez terminada su formación básica, regresaron a sus pueblos y formaron familias cristianas pero algunas, como Lucía, Santos, Juanita, Raquel..., encontraron su vocación en la Obra. Estas primeras vocaciones se explican porque aquellas jóvenes procedían de familias con mucha fe y traían incluso aprendido un hábito de oración. No era raro que, en sus hogares, se rezase todos los días el Rosario y habían visto desde pequeñas que sus padres comulgaban con frecuencia y no dejaban de asistir a la Misa del domingo, a pesar de que la iglesia podía estar lejos de su casa. Todos tenían, además, una viva devoción a la Virgen de Guadalupe y celebraban con gran fausto la solemnidad del 12 de diciembre en que conmemoraban su aparición a San Juan Diego. A las familias les preocupaba mucho la educación religiosa de los hijos, ya que con la revolución se había introducido el marxismo en las escuelas públicas y no era infrecuente oírles decir que preferían tener en casa una bola de burros a una bola de comunistas. En Tacámbaro, el clero estaba muy unido al obispo y había logrado un gran ascendiente sobre los fieles. Por todo eso, las campesinas, en cuanto llegaron a Copenhague, advirtieron en el ambiente algo que las atraía en el espíritu que animaba la actividad de la residencia y, aunque trabajaban mucho, tenían tiempo también para rezar y pasarlo bien. En ocasiones, Guadalupe tenía que viajar por despoblados y, aunque procuraban que no fuera nunca sola, algunas veces no fue posible. Se le aconsejó que, cuando nadie pudiera acompañarle, en aquellos viajes por los ranchos podía llevar pistola para defensa propia, pero respondió que prefería llevar un puñal porque con la pistola podía dejarse llevar del miedo a distancia y disparar sin ser necesario; en cambio, el puñal, cuerpo a cuerpo, sólo lo usaría en caso extremo, ante una auténtica necesidad [8]. Gracias a Dios no tuvo que usar nunca aquel puñal. Aunque pasó por ciertos peligros, pudo salir casi siempre del paso sin violencias. En una ocasión, tras descender del pollero, se puso a andar por
un camino solitario y notó que alguien la seguía. Era un hombre que viajaba en su mismo autobús. Paulatinamente se le fue acercando y le oía, incluso, hablar consigo mismo aunque no entendía lo que decía. Cambió de dirección varias veces y aquel hombre lo hacía también. Tuvo así la certidumbre de que, efectivamente, la seguía y se asustó al no ver a nadie que pudiera ayudarla. Entonces se sobrepuso, se encomendó a su Ángel Custodio y sacó valor para volverse, pegarle un bofetón y gritarle con fuerza: ¿Qué quiere usted? El hombre se detuvo desconcertado y, sin decir nada, se volvió hacia atrás [9]. Guadalupe tenía una fuerza de ánimo extraordinaria. Su optimismo le llevaba a mirar siempre más allá, hacia adelante, a lo que quedaba por hacer... y siempre creía que no hacía lo suficiente. Desde que comenzó aquella tarea apostólica con campesinas tan estimulante, sentía la pena de haber tenido que dejar en sus pueblos a tantas muchachas que difícilmente tendrían otra oportunidad de promocionarse. Eso le hizo pensar más allá de lo inmediato y así se comenzó a perfilar en su cabeza la estructura de una Granja-Escuela... Y no fue sólo un sueño porque la idea pasó muy pronto al terreno de la realidad. Además de la granja soñada, también se hicieron realidad otras muchas instituciones dirigidas a la promoción social de la mujer. Han pasado más de cuarenta años desde aquellos comienzos y las que entonces eran aún niñas, hoy son mujeres maduras que han sacado a flor sus recuerdos. Sin cansar al lector con tantos testimonios que han prestado o escrito sobre Guadalupe, transcribiré parcialmente algunos recuerdos personales que reflejan una buena parte de sus virtudes. Begoña dice que Guadalupe era una persona alegre que contagiaba esa alegría a los demás (y) era muy optimista, y añade: Recuerdo (que), cuando se le hacía alguna indicación, reaccionaba con humildad. El escrito es largo y hacia el final manifiesta lo que para ella es un motivo de especial agradecimiento: Lo que recuerdo siempre es que me ayudó a dar los primeros pasos en mi vocación cristiana en el Opus Dei [10]. Jovita es una de las que llegó de Tacámbaro al Distrito Federal y afirma que, cuando vio a Guadalupe, le llamó la atención su porte elegante y distinguido, unido a una sencillez amable y afectuosa, ya que, al conocerla
y estar con ella, en ningún momento me sentí cohibida, a pesar de mi procedencia. Y cuando dejó México estaba claro que por estas tierras mexicanas se había desgastado generosa y alegremente en el nombre de Dios y por las almas... dejándonos un panorama apostólico muy alentador [11]. María Clara Contreras viajó con Guadalupe, y con otras cinco chicas, desde su pueblo, Pátzcuaro, a México y ya durante el trayecto llamó mi atención su constante preocupación por cada una de nosotras; un poco después habla de su paz, su serenidad y su sencillez y comenta que en el trato con todas era una más, y yo pensaba: es una santa. No me fijaba en el cargo que tenía, sino en la persona [12]. María Chávez relata que le sorprendió su piedad: Me llamó la atención la forma de rezar; se metía en Dios y estaba muy recogida. También dice que tenía claras virtudes humanas para tratar a todo el mundo y siempre se la veía alegre, contenta, risueña (...). Su familia éramos nosotras (...). Nos enseñó a trabajar a conciencia (...), pensando en la gloria de Dios (...). Estaba pendiente de que las chicas escribieran a sus papás y les contaran que estaban bien y contentas: Que ellos sepan a qué se dedican [13]. Pelancho Gaona se refiere a una personalidad preciosa (...) en lo humano fue lo que me conquistó. Después poco a poco fui descubriendo, con su vida, lo que era una entrega a Dios; llamaba la atención el modo como vivía lo que decía, tenía encarnado el espíritu de la Obra. Alude a su carácter fuerte y cuando tenía que corregir lo hacía con fortaleza, pero con tanta delicadeza y cariño que no se sentía, ni se tomaba la reprensión como tal, al contrario, se le agradecía. Luego sabía acoger con infinita caridad llena de cariño (...). Puedo decir con toda certeza que era una mujer de una pieza (que) puso todas sus cualidades y talentos al servicio de los demás [14]. Guadalupe Gutiérrez la conoció en Tacámbaro en 1952, cuando tenía once años, pero no llegó a México D.F. hasta dos años después: Me propuso que me viniera con ella a México D.F. No sé lo que tenía Guadalupe, pero uno no se podía resistir; ese día le dije que no, pero esa noche no pude dormir y a la mañana siguiente fui a verla muy temprano y ya estaba en la Catedral haciendo su oración, a eso de las 6.30 a.m. A mediodía salimos para
México. Cuenta cómo Guadalupe le enseñó a cuidar los detalles y a vivir bien la virtud de la pobreza y recuerda que la sabía combinar con la limpieza y el buen gusto. También resalta, como otras, que era una persona sencilla, que trataba a toda clase de gentes. Sabía siempre escuchar, comprender, (ser) amable y bondadosa, lo mismo si era una campesina, que una universitaria o (que) una señora de clase social alta. Para todas tenía comprensión y afecto humano. Hacia el final, dice: Guadalupe era una persona recia, laboriosa, constante, puntual, ordenada, alegre, optimista. Supo pasar por alto la escasez de medios viviendo desprendida de todo, dándolo todo. Mis primeros pasos en la vocación a la Obra fueron ir aprendiendo de Guadalupe a poner Amor de Dios en cada cosa que hacía: hacer bien una cama, dejar limpia una habitación o que no quedaran torcidos los cordones de una cortina [15]. Paula Mendoza la considera como una persona muy alegre y cariñosa; ella tenía la responsabilidad de que las cosas funcionaran bien en todos los sitios y por lo mismo, cuando era necesario, nos hacía ver lo que no estaba bien para que nos corrigiéramos o hiciéramos aquello como se debía, y lo hacía con mucho cariño y delicadeza (...) y ella misma hacía las cosas para que supiéramos cómo hacerlas (...). Se interesaba no sólo por las cosas de trabajo, sino por los asuntos personales: salud, familia. Nos insistía en que no descuidáramos escribir a nuestras familias para que supieran de nosotras [16]. A Ceferina le atrajo especialmente la manera de comportarse en el oratorio y advierte que hacía sentir con su actitud que ahí está Dios. Miraba fijamente al Sagrario y nada la distraía. Sólo de verla se aprendía a rezar. Por otra parte no recuerda haberle oído una palabra hiriente: no decía cosas que molestaran a nadie [17]. Josefina Saucedo era de San Juan de Viña, un pueblecito del municipio de Tacámbaro y Guadalupe la invitó a irse a México D.F., con otras siete muchachas. Corría el mes de septiembre de 1953 y contaba 16 años: La recuerdo muy amable y con una sonrisa en la boca. Se interesaba mucho por nosotras (...). Nos tenía un especial cuidado y cariño. Sobre su vida de piedad dice que vivía con obras una continua presencia de Dios, con un constante espíritu de sacrificio. A nosotras nos daba ejemplo y tratábamos
de imitarla. Estaba desprendida de los bienes materiales. Tenía sólo lo estrictamente necesario. Se preocupaba por las demás y quería vernos siempre muy presentables. A ella no le importaba vestirse con prendas usadas y cuando se trataba de zapatos, no le importaba que le quedaran grandes o chicos [18]. María Jesús Solís tenía ya 12 años cuando conoció a Guadalupe en Tacámbaro. Considera que el Padre la mandó a México porque sabía que podía contar con ella para lo que necesitara y registra que teníamos que atender a las residentes y ella era la primera en servirlas. Nos ayudaba en el trabajo. Recuerdo una ocasión en que teníamos que lavar la ropa: yo lavaba y ella tendía (...). Su caridad con el prójimo se manifestaba en cosas concretas. Recuerdo que, cuando mi cuñado dejó a mi hermana y a sus cuatro hijos, Guadalupe la asistió en la casa y nos ayudaba a trabajar. (Luego le presentó) a una señora para ayudarle a conseguir trabajo. Nos demostraba un cariño de verdad [19]. A María Gertrudis le llamó la atención que no apoyara la espalda en el banco del oratorio mientras rezaba: Estaba siempre tan erguida, derechita y no se recargaba nunca. Pensaba que había que imitarla hasta que un día se lo comentó. A Guadalupe le hizo mucha gracia y empezó a recargarse para pasar inadvertida. Marilú Pérez era sobrina del obispo de Tacámbaro y también se marchó con Guadalupe. Cuando fue a tomar la decisión de solicitar la admisión en la Obra, le pidió consejo a su tío que le contestó: Recibí la tuya en la que me comunicas la buena voluntad con que quieres servir a Dios Nuestro Señor. Verdaderamente no hay en la tierra nadie a quien se pueda servir con más amor y entusiasmo. Y por eso, cuando nuestro corazón tiene ideales grandes y nobles, termina por buscar en Dios lo que no encuentra en la tierra. Procura ser cada día más buena para quitar de tu corazón todo lo que estorbe a ese Amor. Un corazón lleno de defectos no deja que la gracia de Dios lo ocupe, pero si vamos quitando los estorbos, Dios lo llenará de su Amor (...). Guadalupe tiene su confianza puesta en vosotras, por la grandeza de su corazón. El excelente y cariñoso trato que tiene con vosotras me emociona y lo agradezco.
En el mes de septiembre de 1952, el obispo de Tacámbaro le ofreció un edificio que se acababa de construir como seminario diocesano, para que tuvieran algún retiro o convivencia. La intención de Mons. Abraham Martínez no era del todo desinteresada porque sabía que, si ocupaban la casa un grupo de chicas, le comunicarían las cosas que faltaban o que estaban mal terminadas y le pondrían en marcha los distintos servicios. Por supuesto que Guadalupe accedió gustosamente a hacer aquel favor a quien había dado tantas muestras de bondad y había hecho posible, con su colaboración, la tarea apostólica con las campesinas. Pocos días después de esta conversación, tuvieron lugar unos días de convivencia. Se encontraron con un edificio muy sencillo y prácticamente sin muebles, como correspondía a una diócesis que no andaba sobrada de medios económicos. Esto que podía desanimar a cualquiera no era freno para el optimismo de Guadalupe que, una vez más, no la van a detener las dificultades. En poco tiempo tuvieron lo imprescindible: instalaron las camas precisas y algunas sillas que sirvieran para colocar la ropa. Poco más. Una de aquellas mañanas, mientras Guadalupe daba una charla sentada en un patio –colocada en el suelo, como todas–, notó que le subía algo por la pierna y sintió un fortísimo dolor. Se agarró el vestido y apretó fuerte para matar al intruso, y pudo continuar hablando como si no hubiera ocurrido nada. Ninguna de las que escuchaban notó nada fuera de lo normal. Cuando terminó la charla dijo lo que le había ocurrido y el intenso dolor que tenía. Procuraron atenderla y, aunque no encontraron al causante, supusieron que se trataba de una araña o alacrán. Al rato le subió mucho la temperatura, a pesar del cuidado médico que se había puesto. Aquel mismo día regresaron a México D.F. donde siguió teniendo fiebre alta durante mucho tiempo como secuela del envenenamiento sufrido [20]. A pesar de que Guadalupe era tan poco aprensiva para la enfermedad y tan sufrida para el dolor, escribió en su agenda el 5 de octubre (1952): Caí gravemente enferma (...) no tengo miedo a la muerte, y añade: Encomendé a Julieta Laski. Julieta acababa de pedir la admisión en la Obra y pertenecía a una familia de judíos polacos: Está con el problema familiar encima.
Piquiqui que, como sabemos, acababa de llegar a México, aporta detalles de aquella enfermedad: Recuerdo muy bien que, recién llegada a México, Guadalupe se puso muy enferma con una mezcla de infección y de paludismo. Tenía una fiebre altísima y me dieron el encargo de cuidarla. Yo estaba prácticamente día y noche con ella. Puedo asegurar que no aludió a su enfermedad ni una vez. Estaba como abstraída, pensando... Cuando pensaba se enredaba el pelo en un dedo y se hacía nuditos que me costaba mucho desenredar al peinarla. Le pregunté en qué pensaba tanto y me dijo que en cómo se desarrollaría la labor futura en México... y, cuando dejaba de pensar, era para preguntarme si había venido esta o aquella a platicar con ella y quién la había atendido [21]. Desde la ventana de su habitación se veía una columna coronada por una estatua del Ángel de la Independencia, monumento levantado en 1910 por Rivas Mercado y realizado por Alciati. Un día, en que tenía una fiebre altísima, en su delirio la oyeron decir confusamente: ¡Cuidado, que se me cae el Ángel encima! El Padre, que estaba bien informado, siguió el curso de su enfermedad con la natural preocupación y, en una de las muchas cartas que le escriben las que viven en Roma, añade unas líneas de su puño y letra: Guadalupe: que Jesús te me guarde. Contento porque sé que ya estás bien. Debes dejarte cuidar, porque no podemos permitirnos el lujo de estar enfermos: duerme, come, descansa, que así agradas a Dios. Para ti y para todas, la bendición más cariñosa de vuestro Padre [22]. Después de la enfermedad se quedó muy débil y pareció conveniente que se fuera unos días al campo para descansar y reponerse. Cotita Ventura les prestó el Chico, una casita que estaba en Pachuca, rodeada de pinares. Allá se dirigió acompañada por Fina Ventura, la hermana de Cotita, y Mago Murillo. El 5 de noviembre está ya en México, dispuesta a emprender de nuevo la normalidad de su vida y escribe al obispo de Tacámbaro a quien, después de felicitarle con motivo de celebrar sus bodas de plata sacerdotales, le dice:
He tenido un ataque de paludismo tan fuerte que me tuvo todo este tiempo sin poder hacer nada y los últimos días me llevaron fuera de México para que, con el cambio de clima, mejorara antes. Ya, gracias a Dios, estoy bien y reponiéndome rápidamente [23]. En uno de los viajes del obispo a México, Guadalupe le había prometido que iría a organizar unas charlas a Tacámbaro que dieran a conocer la labor que, con la ayuda de Dios, pensamos hacer ahí. Ahora, por el contratiempo de su enfermedad, hay que cambiar las fechas: le ruego que, si no hay inconveniente, se retrase el ir a Tacámbaro hasta pasar la Navidad. Podríamos empezar hacia el 10 de enero. En 1953 se consideró que las primeras numerarias y numerarias auxiliares mexicanas que habían pedido la admisión hacía ya dos años, estaban lo suficientemente firmes en su camino como para proponer que se fueran a Roma donde, cerca del Fundador, se enriquecería su formación y pasarían una etapa que no olvidarían nunca. En Roma se prepararían para llevar adelante no sólo la futura tarea apostólica en México, sino también la expansión de la Obra a muchos otros lugares del mundo. Desde México se veía la Urbe tremendamente lejana y no era fácil conseguir el consentimiento de cada familia. Y, si esto ocurría en México D.F., desde la diócesis de Tacámbaro, cercana al Pacífico, de donde procedían algunas de las numerarias auxiliares, la sensación de lejanía aumentaba enormemente. Se emprendieron, con optimismo, las gestiones oportunas y aquellas muchachas, ilusionadas con una propuesta que se había convertido ya en su propósito, fueron a pedir el permiso de las familias. Una de las interesadas era Raquel. Su familia vivía en una ranchería que estaba a una hora a caballo de San Juan Viña, centro de una comarca de gentes muy piadosas que se caracterizaban por una gran devoción a la Eucaristía. En su parroquia se celebraban especialmente las misas de los primeros viernes de mes. Un sacerdote del Opus Dei fue a ayudar al párroco precisamente en alguno de aquellos días y dice textualmente: Los jueves anteriores a los primeros viernes de mes bajan de sus hogares salpicados en los montes y más allá de los bosques inmediatos y se dirigen
a la iglesia de San Juan Viña. Se confesarán, pasarán toda la noche en oración frente al Santísimo expuesto en la Custodia, comulgarán todos el primer viernes y regresarán ascendiendo de nuevo a sus viviendas y trabajos. El párroco y yo estuvimos confesando hasta las dos de la madrugada. La grande y humilde iglesia, con techo de uralita, llena de gente toda la noche. Todos sentados en el suelo. Todavía estoy viéndoles mirando al Santísimo expuesto, adorando al Señor [24]. Aquel día, entre aquellas gentes estaba Raquel con su padre que, en cuanto terminó la Misa, fue a la sacristía a saludar al sacerdote. Con expresión lacónica, le preguntó: –Digo, padrecito, ¿las jóvenes que van a Roma han salido ya?; el sacerdote le dijo que no lo sabía con precisión y el campesino añadió: –Soy el padre de Raquel... Se me parte el alma, pero, si tiene que irse, que se vaya [25]. El sacerdote inmediatamente hizo que se lo comunicasen a Guadalupe, que dispuso que alguien acompañara a Raquel y a su padre de regreso al rancho, para ayudarle a preparar las cosas necesarias y hacer más fácil la despedida de su familia: Comí con la familia de Raquel, sigue diciendo el sacerdote. Era la única hija y la mayor de una familia numerosa. Después de comer, su madre, muy serena, comenzó a prepararle las maletas para el viaje. Yo mientras pensaba en ese viaje tan largo (...) y ocupaba mis pensamientos jugando con los hermanitos de Raquel. Llegó la hora de emprender el camino de descenso y Raquel comenzó a despedirse de sus hermanos que comenzaron a llorar... Raquel, mientras tanto, iba despidiéndolos, uno a uno, con extraordinaria serenidad. Valoré la fortaleza de aquella joven y las divinas exigencias de la entrega. Los padres también se mantuvieron serenos. Iniciamos el camino de regreso dejando atrás las lágrimas de los niños. (...) Llegamos al pueblo. Cuando llegó el autobús, busqué al padre para que despidiera a su hija, mas no lo encontré. Desapareció sin ser notado. No le vi más aquella tarde. Días después subí otra vez a estar con la familia [26].
Muy poco tiempo después, recibieron una carta del Padre desde Roma: estoy muy contento –les decía– con la venida de estas mexicanas. Que Dios os bendiga [27].
XIII. Montefalco, una hacienda en ruinas Los cursos de retiro y las convivencias eran un complemento de los círculos y retiros mensuales, tanto para las personas que se acercaban a la Obra buscando una orientación espiritual, como para las que iban incorporándose como numerarias o supernumerarias. Para organizar estas actividades interesaba encontrar lugares adecuados, con la suficiente independencia y recogimiento, que permitieran dirigir las meditaciones o las charlas. Al principio fue necesario utilizar haciendas prestadas por los propietarios. Estas haciendas manifestaban lo que había quedado de su antiguo esplendor después de pasar la revolución. En gran parte se trataba de ruinas pero solían tener alguna zona en la que, por haber afectado menos el fuego, se había logrado restaurar y hacerla habitable. Hasta principios del siglo XX, constituían ingenios azucareros, con muchos miles de hectáreas de finca para cultivar la caña. El núcleo de la hacienda solía ser un pequeño poblado con su iglesia, en el que residían las familias de los trabajadores. La primera que se utilizó para tener los retiros y convivencias fue La Gavia. En su origen, la finca contó con 217.000 hectáreas, pero se había quedado en lo que llamaban el casco de la hacienda, con algo más de 200 hectáreas. Don Pedro Casciaro ha narrado con detalle lo que ocurrió la primera vez que se utilizó esta casa: Con frecuencia aprovechábamos las vacaciones escolares –que entonces comenzaban a principios de diciembre– para proporcionar a las mujeres mexicanas que solicitaban la admisión en la Obra una formación intensa. Al principio, a falta de un lugar adecuado, acudíamos a los lugares que nos prestaban los Cooperadores y amigos. Recuerdo que a fines del 49 los que éramos del Opus Dei por aquel entonces fuimos (...) a pasar unos días a la Hacienda de La Gavia, que estaba al pie del Nevado de Toluca.
Pensábamos dedicar unos días a la formación espiritual de las vocaciones recientes. Pero no había contado con un imprevisto: nada más llegar, se corrió de ranchería en ranchería la voz de que había llegado un sacerdote a La Gavia y, por tanto, había misión. Comenzaron a venir a la hacienda hombres, mujeres y niños en gran número, para que les predicara, les administrara los sacramentos y les dijera Misa. Me conmoví al ver a tanta gente sedienta de Dios. Fueron unas jornadas gozosas y agotadoras al mismo tiempo. Porque, además de proporcionar la formación necesaria a los miembros del Opus Dei, dedicaba varias horas a confesar a los campesinos que venían a la caída de la tarde, tras varias horas de camino, para asistir a la misión [1]. Otros amigos eran los dueños de lo que quedaba de otros dos ingenios azucareros: Santa Ana de Tenango y Santa Clara de Montefalco, en el valle de Amilpas, perteneciente al estado de Morelos, a unos ciento treinta kilómetros de México. Los propietarios habían tomado la decisión de donar Montefalco al Opus Dei para que, además de ser una sede permanente para los retiros y convivencias, se pudiera llevar a cabo una amplia tarea social a favor de los campesinos –hombres y mujeres– de los pueblos que había alrededor. Para describir cómo estaba entonces la vieja hacienda –dice don Pedro– bastará este dato: cuando fuimos a verla, no encontramos otro medio que subirnos a una de las torres de la iglesia para hacernos una idea aproximada del montón de ruinas que había quedado emboscado en medio de una maleza tropical. Sólo desde aquella altura se lograba localizar una inmensa plaza, rodeada por los muros calcinados de los antiguos edificios, y se advertía que no quedaba allí más techo bajo el que refugiarse durante las tormentas que las naves, sin ventanas, de la iglesia [2]. No es raro, por lo tanto, que, cuando llegó un arquitecto para ocuparse de hacer un primer estudio, exclamase: ¿Pero cómo es posible que quieran ustedes aceptar esto? ¡Si sólo son ruinas! [3].
En el mes de diciembre de 1952, al terminar el curso académico y superados los exámenes, Guadalupe pidió que le prestasen la hacienda de Tenango para que las numerarias tuvieran allí un curso de formación. La familia García Pimentel, que era la propietaria, se había adelantado a ofrecerla para lo que hiciera falta y, en consecuencia, accedió gustosamente a su petición. La hacienda había sido reconstruida en parte, después del incendio revolucionario. La mayoría de los edificios seguían en ruinas, pero la casa principal se había arreglado para poder habitarla dignamente. La iglesia, que era lo único salvado del incendio, era de estilo barroco mexicano y muy amplia. Su gran cúpula y la torre sobresalían sobre el resto de las construcciones. El día en que iba a comenzar el curso, una caravana de coches conducidos por las familias llevaron a las chicas a la hacienda. Era plena época de lluvias y el camino de Jonacatepec –el último pueblo por el que se pasaba antes de llegar a Tenango– era difícil de recorrer por estar completamente encharcado. Poco a poco fueron penetrando en un trópico profundo, alejado de la civilización e incomunicado. La hacienda no tenía luz eléctrica, ni teléfono y tampoco se podía pensar en correo. De noche se utilizaban lámparas de petróleo. Parecía que se estaba más allá del mundo. Como medida de seguridad, había un pequeño retén de soldados de caballería por un concierto entre los dueños y el ejército, del que se beneficiaban ambos: la casa estaba más segura al tener esa vigilancia y el ejército se ahorraba la manutención de la tropa y de los caballos. Se alojaban en una de las amplias dependencias de la hacienda. El lugar no carecía de belleza porque la hacienda formaba una plaza amplísima e irregular en la que, en los amaneceres, se filtraba una luz rosa que iba perdiendo color según avanzaba el día. Y todo eso en medio de un panorama inmenso en el que la naturaleza salvaje era la protagonista. Era un ambiente primitivo y selvático. La decoración de la casa resultaba bastante cuidada pero su capacidad no estaba prevista para alojar más que a unas quince personas y, como ellas sobrepasaban bastante ese número, tuvieron que amoldarse como pudieron.
Además muchos habitantes del campo se habían instalado en la casa y pasaron la primera tarde ocupadas en una buena limpieza y desinsectación. Don Juan Antonio González Lobato, que había llegado a México hacía unos pocos meses, fue el sacerdote que iba a atender el curso y estaba alojado en una casita a unos ciento cincuenta metros de la residencia principal, en la que vivía el administrador, don Jorge, con su familia. Por cierto que, al salir hacia la iglesia, le llamó la atención ver una pistola sobre una mesa, fuera de la funda y amartillada. Le pareció oportuno avisar: Don Jorge, que se ha dejado la pistola sin funda y montada. Con una cierta sorpresa oyó la voz de su mujer que, desde dentro, le contestó: Así es como hay que tenerla. Si no, lo madrugan a uno. El curso se desenvolvió con normalidad, sin contratiempos, en un grato, aunque no cómodo, ambiente rústico y rodeados de naturaleza. Guadalupe era la directora e impartió un buen número de charlas y clases. El sacerdote dirigía diariamente las meditaciones en la iglesia, y celebraba la Misa y confesaba. Un día Guadalupe sugirió la posibilidad de hacer una excursión a Montefalco. La idea fue recibida con entusiasmo porque ninguna de ellas lo conocía todavía, aunque habían rezado, por sugerencia de Guadalupe, por la futura labor espiritual y de promoción humana y social que podría realizarse con aquel instrumento. Pensaron que se podía decir allí la Santa Misa, la primera que se celebraría desde el asalto de los revolucionarios. Sabían que, al igual que ocurría en la hacienda Tenango, el incendio de Montefalco había respetado también la iglesia, pero convenía no olvidar que habían pasado ya casi cincuenta años de absoluto abandono. Alquilaron un camión de carga, que en México llaman redilas, y allá fueron. Montefalco pareció a sus ojos como una selva intrincada, en la que la vegetación tropical había invadido todas las ruinas. Los techos de las antiguas estancias estaban hundidos y había escombros por todas partes. Pudieron llegar hasta las puertas de la iglesia por una estrecha veredita abierta entre la maleza salvaje. Al entrar en la iglesia vieron que era el refugio de una multitud de murciélagos, vampiros, lechuzas, etc. que habían alfombrado el suelo con
sus excrementos. En las paredes se conservaban cuadros que parecían buenos pero que se encontraban completamente manchados; detrás de ellos –entre el cuadro y la pared– anidaban los murciélagos. El retablo estaba lleno de telarañas y en lo alto de la torre los cuervos habían instalado sus nidos. Les atendió muy amablemente el matrimonio que cuidaba el exterior de la hacienda y que vivía en una casita cercana. No hay que decir que echaron la mañana en adecentar lo imprescindible el presbiterio y los lugares inmediatos, donde quedaban unos pocos bancos. Era ya bien entrado el mediodía cuando don Juan Antonio celebró aquella primera Misa sobre un altar que había sido adornado primorosamente con muchas flores. Al atardecer, con el camino ya trillado, volvieron a Tenango. Durante las horas en Montefalco, y después en Tenango, tuvieron largas tertulias con los sueños ilusionados de lo que se podría hacer con aquellas ruinas cubiertas de maleza salvaje que habían visto. Lo que ninguna podía pensar era que todo aquello se iba a hacer despacio, ciertamente, pero ¡pronto!, porque urgía la necesidad de tener en marcha aquel nuevo instrumento apostólico. No mucho después de esta visita, el extraordinario optimismo de Guadalupe le llevó a organizar un primer curso de retiro en Montefalco, durante un fin de semana, para las residentes de Copenhague. Intuía que así tendrían la oportunidad de dejar, entre todas, la casa algo arreglada para otras actividades. Las primeras se desplazaron en un autobús pero no pudieron atravesar un pequeño riachuelo, crecido como consecuencia del deshielo de las nieves del volcán Popocatepel, y se quedaron a más de dos kilómetros de la antigua hacienda. Tuvieron que andar con sus maletas en la mano y todos los demás útiles que llevaban para limpiar y arreglar la estancia. Cruzaron el río saltando de piedra en piedra, tal como veían hacerlo a las gentes de Chalcancinco, el pueblecito más cercano, y se abrieron paso entre la alta maleza, a pesar de un primer despeje que se había hecho días atrás. Por fin llegaron y consiguieron entrar en la ya famosa y conocida iglesia de Santa Clara. Empezaron a trabajar sin agua hasta que Guadalupe y un segundo grupo de residentes llegaron con un camión cargado de bidones, con el fin de
amainar el polvo que se había formado en poco tiempo. Trabajaron con ahínco pero en un ambiente festivo. Sin duda que aquel comienzo tan original lo iban a recordar toda su vida y, sobre todo, lo rememoraron cuando, pocos años después, regresaron a un Montefalco transformado. Dentro del casco quemado de la hacienda, disponían de un pasillo largo techado en el que habían instalado la cocina. Iban colocando, como podían, las vajillas y cristalerías y la batería de cocina para poder guisar. Prepararon una única habitación –no había más posibilidades– en la que dispusieron los catres del ejército, que les habían prestado, y unas sillas de tijera que les iban a servir para poner las maletas, a falta de armarios para la ropa. Una de las asistentes que rememoraba aquellos momentos, me dijo: Siempre recordaré aquellos primeros días de retiro en la única habitación con camas de soldados, por donde volaban los murciélagos con entera libertad sobre nuestras cabezas. Cuando caía la noche se iluminaban con la provisión de quinqués y de velas que habían llevado. A pesar de la patente incomodidad, el curso de retiro se desarrolló con normal seriedad. A otro de los primeros cursos de retiro invitaron a Chagua que regentaba con sus dos hermanas un salón de peinados en México, con treinta empleadas y revive ahora aquellos días como una estancia agradable en un lugar en ruinas: El primer día encontré un alacrán pequeñito en mis cobijas y me dije: yo ya me voy. El problema era que no había dónde ni cómo irse, estábamos a ciento treinta kilómetros de la ciudad, incomunicadas. Además, volaban a todas horas los murciélagos por encima de nosotras, se metían en las habitaciones, aparecían por los pasillos, ¡un horror! y todo era adverso. Sin embargo, en cuanto empezó el curso, ya ni me importaban los alacranes. En aquellos días se me abrieron unos horizontes que no sospechaba que existieran. Otra de las asistentes no se conformó con ver las cosas desde el comedor y fue a ver lo que sucedía en el interior de la hacienda y descubrió algo tan excepcional que no se podía creer: encontró a Guadalupe haciendo la comida en anafres, porque no tenían ni siquiera instalada la cocina. Naturalmente se quedó impresionada al ver el espíritu de sacrificio y el trabajo agotador de aquellas mujeres, con tal de hacerles la estancia
agradable. Era sorprendente que, en medio de la ruina, todo estuviera limpio y saliera maravillosamente. Las obras de reconstrucción de Montefalco comenzaron enseguida e iban a durar durante muchos años. Primero hubo que conseguir el abastecimiento de agua, excavando los pozos necesarios en los lugares donde antiguamente se habían descubierto manantiales. Costó varios meses encontrar estos puntos. Habían hecho cuatro sondeos sin resultado hasta que Guadalupe, ayudada de las que –conocían más la hacienda, fue recorriendo los restos de un antiguo acueducto y se descubrió el lugar aproximado de donde provenía. Gracias a este trabajo, el quinto sondeo dio con un pozo que hasta hoy sigue proporcionando la tan deseada agua. Hacia fines de 1953, durante los meses de vacaciones escolares, un buen grupo de chicas pudieron ya tener sus actividades en Montefalco. La primera noche, después de la cena, Guadalupe pensó que, para tener un rato de tertulia, podía ser un lugar agradable y seguro, fuera del alcance de los alacranes, el tejado de la iglesia. Era una terraza de ladrillo en la que, en aquella hora, se podía disfrutar de una grata temperatura y contemplar el cielo estrellado de una noche tropical. Había que entrar en la iglesia y subir por una escalera de caracol. Dos de las más jóvenes fueron a buscar algo al dormitorio. Bajaron con la luz de una lámpara de petróleo que dejaron en uno de los poyos que había junto a la puerta pero, al levantar el picaporte, oyeron el sonido, que conocían bien, de una serpiente de cascabel. En cuanto les pareció que había pasado, corrieron a la casa del guarda a buscar a Bernardo, que salió enseguida con sus dos perros blancos y un viejo rifle calibre 22. Los perros localizaron pronto el rastro de la serpiente y el guarda disparó hacia donde señalaban las cabezas de los perros que ladraban con furia. A la mañana siguiente le faltó tiempo para ir a ver qué había ocurrido. Se sorprendió al no ver la serpiente en el lugar de los disparos, pero advirtió huellas de que había sido herida y, efectivamente, pasó por debajo de un albañal a un patio contiguo y allí la encontró Bernardo muerta y estirada. Durante bastante tiempo, todos cuantos asistían a alguna actividad en Montefalco, tenían que alternar los aspectos formativos con el trabajo
material de la instalación, aunque no siempre se hacía lo que más convenía como cuenta una de las que recientemente habían pedido la admisión en la Obra en Monterrey. Debió ocurrir ya en el año 1954: Algunas recibimos el encargo de recoger unas pinturas antiguas que estaban en la iglesia abandonada de la hacienda. Debíamos limpiarlas y, dentro de nuestras posibilidades, restaurarlas y colocarlas otra vez en las paredes de la iglesia. Se trataba de unos óleos, tal vez del siglo XVIII, de un estilo semejante al de Caravaggio, es decir, con un fondo muy oscuro en el que casi no se distinguía nada, muy de moda en esa época. Había muchos de ese estilo en las iglesias. Los de Montefalco estaban realmente en pésimo estado, por el abandono de los cuarenta años (...). A nosotras no nos gustaban los cuadros y estaban realmente en malas condiciones: la tela tenía hoyos muy grandes y la pintura estaba con quebraduras y sucia. Además no se ajustaban a los marcos. Decidimos entonces acomodar los óleos a los marcos doblando la tela hacia atrás (...) y montar lo que nos quedaba en los marcos que teníamos [4]. Cuando don Pedro Casciaro, que seguía puntualmente la restauración de la hacienda, se enteró del desaguisado, se disgustó bastante e indicó a Guadalupe que les hiciera ver el error que habían cometido. En cuanto regresaron a México las de Montefalco, Guadalupe les habló con delicadeza y claridad: No hacía sentir su autoridad, ni el peso de las indicaciones, sino que de algún modo nos hacía ver lo que había que hacer y caer en la cuenta de nuestros errores, que eran muchos. Tampoco tenía prisa en reprendernos ni lo hizo nunca en forma malhumorada o impaciente [5]. Durante esta temporada, en cuanto había ocasión, Guadalupe hablaba de lo que iba a ser aquella hacienda, de cómo se desarrollaría la labor apostólica de la Obra en esas tierras, de los proyectos que se podrían realizar y, de un modo especial, hacía hincapié en la necesidad urgente de elevar el nivel social y cultural de las gentes del entorno. Sus palabras parecían entonces un sueño auténtico, sin embargo, aquellas mujeres que la escuchaban comprobarían cómo, en unos pocos años, todo eso se haría realidad y
recordaron las charlas de Guadalupe como una anticipación de los tiempos futuros. En 1955 se instaló la luz eléctrica; en 1959 estaba terminada la zona destinada a los retiros y convivencias y se había arreglado la gran plaza: la selva se había convertido en un jardín con abundantes flores, habían emergido viejas fuentes y los antiguos muros estaban cubiertos con buganvillas. En 1955 y en 1956, Guadalupe pudo asistir ya a cursos de retiro en Montefalco. Los primeros tuvieron lugar entre el 10 y el 14 de abril y los dirigió don Juan Antonio. Ella daba las charlas. Asistían 18 y recuerda: Creo que aproveché el tiempo, hice una confesión a fondo del año y saqué algunos propósitos que, con la ayuda de Dios y de Vd., quiero cumplir. Me puse en la presencia del Señor tal como me veo, y tal como veo que van las cosas, y pedí a Dios ayuda para encontrar los fallos. Si le dijera que tuve consuelos espirituales sensibles, no diría la verdad, pero puedo asegurarle que ni altos ni bajos. Casi constantemente encuentro a Dios en todo, con demasiada naturalidad. Creo que soy muy tranquila. Esa seguridad de Dios en mi camino, junto a mí, me da ilusión en todo y me hace fáciles las cosas que antes no me gustaba hacer, de modo que, sin pensarlo, las hago. Padre, tengo una preocupación: ¿será de verdad que el camino que llevo es el del Cielo? Lo encuentro demasiado cómodo, pues no tengo problemas personales casi nunca [6]. El curso de retiro del año 1956 fue en los primeros días de mayo y Guadalupe escribe al Padre: Me da pena no poderle decir que he mejorado gran cosa, pero ni modo, así sigo: mucha voluntad, muy grandes propósitos y sinceros de ser santa, pero muy lejos todavía de serlo. Creo que este nuevo año (...) va a ser de mucho empuje en todos los sentidos (...). Creo que le decía en otras cartas que sí hago mortificaciones pequeñas, que no hay nada en cosas de comida, curiosidad, pequeñas incomodidades, agua fría, minutos heroicos que no haga y con relativa facilidad. No me cuesta vencerme en estas cosas. Haré más o menos, pero
no tengo lucha con ellas. Tampoco siento afecto desordenado (corazón) a nada ni a nadie. Mi lucha más bien es poner más corazón en las cosas, porque quizá mi caridad no es muy de fondo; algunas veces me lo han dicho mis hermanas (...). Voy a pedirle a Dios más amor a Él y así seguramente sabré querer mejor a las demás también. Vd., encomiéndeme mucho para que lo consiga [7]. En mayo de 1970, el Fundador del Opus Dei hizo un viaje como romero a México para rezar a los pies de la Virgen de Guadalupe y pasó tres días en Montefalco, donde pudo hablar a grupos de toda clase de gentes, no solamente a los labradores de los contornos, sino también a los que fueron llegando desde diversos lugares de México. Montefalco, les dijo entonces, es una locura de amor de Dios. Suelo decir que la pedagogía del Opus Dei se resume en dos afirmaciones: obrar con sentido común y obrar con sentido sobrenatural. En esta casa, don Pedro y mis hijas e hijos mexicanos, no han obrado más que con sentido sobrenatural. Recibir con alegría un montón de ruinas, más grande que el Palacio de Versalles, humanamente es absurdo... Pero habéis pensado en las almas, y habéis hecho realidad una maravilla de amor. Dios os bendiga [8]. Más tarde, junto a la zona de retiros y convivencias, surgieron dos pabellones para actividades con estudiantes o gente joven; se instaló la Granja-Escuela, en la que había pensado tanto Guadalupe, para la promoción de mujeres, y El Peñón, un centro agropecuario de formación de campesinos. Se añadieron también una Escuela de primaria y secundaria, un centro de estudios para numerarias auxiliares y un taller de confección, con el fin de promocionar a las mujeres de los pueblos vecinos: Jonmacpetec, Chalcanzingo, Temoac, Atotonilco, Jantetelco... El núcleo de toda esta actividad, aunque pase inadvertido al visitante, es la administración dirigida por las mujeres del Opus Dei, que cuenta con una Escuela de Capacitación Hotelera, en la que se forman, en régimen de internado, un buen número de alumnas en turnos sucesivos. Al llegar el Padre a Montefalco, en 1970, en primer lugar fue a saludar a las mujeres que trabajaban en aquella administración y en un rato de tertulia les
dijo: Pensad lo grande que será Montefalco; porque está reconstruida sólo la tercera parte. Esto será como una ciudad, y vosotras, el corazón [9]. Durante el curso 1954-1955, el Padre encargó a don José María Hernández de Garnica viajar por los países de América en los que ya había comenzado el trabajo apostólico del Opus Dei de forma estable. Entonces eran: Estados Unidos, México, Guatemala, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Chile y Argentina. Así tendrían en Roma una información directa de la marcha de la expansión por aquellas lejanas tierras. Esto resultaría muy útil para la preparación del segundo Congreso ordinario de la Obra, que se iba a celebrar en el año siguiente: 1956. Durante su estancia en México, presidió una reunión de la asesoría y se valió de una momentánea ausencia de Guadalupe para decir a las otras directoras: Aprovecho esta ocasión para deciros que Guadalupe tiene tal celo por las almas que por atenderlas se olvida de todo. Tiene una gran alegría y entusiasmo y es muy humilde: tiene un gran sentido de iniciativa y propone un gran número de cosas que le parece que pueden llevarse a cabo para un mayor aprovechamiento de los recursos apostólicos y acercar así más almas a Dios. Pero cuando las propuestas consiguientes (...) no se toman en cuenta y se echan al cesto de los papeles, lo acepta con gran sencillez y no deja de proponer nuevas iniciativas... Nunca se molesta. En el año 1956, la salud de Guadalupe comenzó a resentirse. Se pensó en la posible recurrencia de las altas fiebres que había tenido cuatro años antes, tras la picadura, pero parece más probable que fueran los primeros síntomas de descompensación cardíaca debida a la endocarditis bacteriana, consecuencia previsible de las fiebres reumáticas que había sufrido en Tetuán, hacía veinte años. Ella, como siempre, no le dio importancia y trató de que su debilidad pasase inadvertida; no recortó su actividad y continuó haciendo vida normal. A pesar de ello, alguna notó que no estaba bien: Yo la esperaba en la planta alta de la casa de Hamburgo [10]. Había estado ocupada con unas personas y subía las escaleras. El hall estaba en penumbra pues aún no encendíamos las luces y no me notó. Iba subiendo
lentamente apoyada en el pasamanos y decía en voz muy baja: –¡No puedo más, no puedo más...! En ese momento debió darse cuenta de mi presencia y empezó a subir rápidamente al tiempo que soltaba una carcajada y me decía: –Te asusté, ¿verdad? ¡No me creas!, y sonriente, como toda la vida, como si nada, me atendió [11].
XIV. 1956: Roma En el mes de agosto de 1956, los hombres del Opus Dei habían celebrado el segundo Congreso general ordinario en Einsiedeln (Suiza) y el Padre había determinado que el de las mujeres comenzara el 23 de octubre, víspera entonces de la festividad de San Rafael, en Roma. Guadalupe ha sido convocada y sale de México el día 16. Unos días antes escribe al Padre. Era el aniversario de la fundación de la Obra: Me gustaría que, al hablar con Vd., pudiera darle alegría el ver que, lo mismo que en edad, había crecido por dentro (que es en definitiva lo que importa). Pero creo que en esto sigo casi igual. ¡Qué calamidad! ¿verdad? A veces pienso que el Señor verá mi esfuerzo por servirle y eso compensará lo poco que consigo en mejorar por dentro, y eso me consuela un poco. Pero a veces me parece que no, y entonces me da mucha tristeza; claro que esto no me dura, porque ya sabe Vd. que mi carácter no tiene nada de pesimista, sino todo lo contrario [1]. La despedida de la residencia está llena de cordialidad como si fuera a ser un largo y lejano viaje, aunque ella asegura que en dos semanas regresa. Alguien, sin embargo, llevada de una cierta intuición, dijo quedamente: Verán cómo no regresa. Cuando el avión se elevó sobre México y se adentró en el mar, Guadalupe iba pensando en lo que dejaba atrás. No lo sabía aún, pero ya nunca volvería a aquella tierra americana que tanto había querido. En su corazón, que comenzaba a estar deteriorado por la enfermedad, México siempre ocuparía un lugar de privilegio. En aquel momento, su oración no podía ser otra que de acción de gracias a Dios y a la Virgen de Guadalupe por lo que habían significado aquellos primeros seis años. Allá quedaban once sagrarios, en los once centros de mujeres repartidos en diferentes lugares de México: el Distrito Federal, Culiacán, Monterrey y Montefalco; y
numerosos proyectos preparados que se iban a realizar próximamente, con más o menos tiempo... Las mexicanas que la conocieron en aquellos años la tuvieron siempre entrañablemente presente. El 6 de marzo de 1990, al cumplirse cuarenta años de la llegada de las primeras mujeres del Opus Dei a México, don Pedro Casciaro dirigió una meditación en la que rememoró la lejana fecha de 1950 y dijo, justamente: Fue una providencia muy grande de Dios el que Guadalupe hubiera venido a México, porque era muy santa, muy alegre, tenía una gran fortaleza y era muy apostólica [2]. Algo parecido le había dicho directamente el Padre unos años antes. En mayo de 1974 pasó por Madrid, camino de Río de Janeiro, como primera etapa de un viaje de catequesis por distintos países de América del Sur: Brasil, Argentina, Chile, Perú, Ecuador, Venezuela.... Guadalupe tuvo ocasión de verle, con un grupo numeroso de mujeres y, un año después, cuando ya el Fundador había fallecido y ella estaba ingresada en la clínica, esperando la gravísima intervención quirúrgica, escribió detalladamente un momento de aquella tertulia: Fue el 15 de mayo de 1974, día de San Isidro Labrador en Madrid. Era una mañana de primavera y el Padre estuvo un rato largo con un grupo de hijas suyas que llevábamos ya muchos años en el Opus Dei. En una pausa de la tertulia, yo le dije al Padre: Díganos algo de lo que lleva en su corazón, ahora que está con sus hijas mayores. El Padre bromeó con lo de ¡mayores! Y dijo que éramos jóvenes por dentro... y por fuera. De pronto, volvió la cara y me miró con cariño de Padre, y dijo [3]: Lo mismo que tú te fuiste a México únicamente con tu alma joven y con la bendición del Padre; con tu amor al Señor y con deseos de pegar la divina locura de nuestra vocación, y aquello ahora, hija mía –no por ti, sino por la bondad de Santa María, por la intercesión de San José, por la bendición de su Hijo–, aquello ahora es espléndido. Pues igual que nos esperaban en México, así están en otras partes del mundo: esperando, esperando [4]. Mientras el Padre le decía estas cosas, Guadalupe, atenta, pensaba: Sentí, una vez más, que el Señor estaba allí, entre el Padre y yo. Su fe fuerte arrastraba la mía como tantas veces... ¡Qué claro veía que yo no fui más
que un instrumento, un botijo de barro tosco, con lañas...! [5]. Tampoco la olvidaría Mons. Abraham Martínez, el obispo de Tacámbaro, que tanto había colaborado en los comienzos poniendo a Guadalupe en contacto con grupos de campesinas de su diócesis. Escribió en el Diario de Yucatán: Aún recuerdo a la Dra. Guadalupe Ortiz de Landázuri, que murió santamente, hace cuatro años: una mujer de gran distinción y elegancia, de amplia cultura y, cosa poco frecuente en aquellos tiempos, química de profesión, recorriendo poblados, muchas veces por caminos de brecha, a caballo, hablando con aquellas queridas gentes de mi tierra. ¡Qué bien entendían y asimilaban lo que les transmitía! [6]. Pero volvamos a aquel viaje a Roma, de octubre de 1956. En unas pocas horas fueron llegando al aeropuerto de Ciampino las que iban a representar en el Congreso general a los diferentes países donde las mujeres del Opus Dei habían iniciado la labor apostólica. En algunos lugares, el trabajo era aún muy incipiente y, en otros, ya estaba más desarrollado. Hacía cinco años que había tenido lugar el último Congreso en Los Rosales, cuando habían acudido desde Roma, México, Estados Unidos y las diferentes provincias de España. Ahora estarían presentes los países más importantes de Europa y América: Irlanda, Gran Bretaña, Francia, Alemania e Italia; Canadá, Estados Unidos, México, Guatemala, Venezuela, Uruguay, Colombia, Argentina, Perú, Ecuador, Chile... Algunas llegaban después de muchas horas de vuelo. Les recibía el sol de otoño romano y el viento fresco de los Castelli. Pasaban los engorrosos trámites de aduana, que la impaciencia por llegar a la urbe hacía que se figurasen rápidos y, enseguida, por la Via Appia, después de dejar atrás los verdes pinos y cipreses, entre los que se veían las ruinas de sepulcros y esculturas ennegrecidas por los años, aparecía ¡Roma!, la Ciudad Eterna, punto de encuentro para todos los cristianos del mundo. Hacía diez años que el Fundador tenía en la Urbe su residencia habitual. Había llegado el 23 de junio de 1946 y, más tarde, en cuanto fue posible, dejó el testimonio de su amor al Santo Padre con unas bellas palabras
plasmadas en una lápida que se encuentra en la sede central del Opus Dei, en el pasillo que da a una terraza abierta a la Ciudad Eterna: O QVAM LVCES ROMA QVAM AMOENO HINC RIDES PROSPECTV QVANTIS EXCELLIS ANTIQVITATIS MONVMENTIS SED NOBILIOR TVA GEMMA ATQVE PVRIOR CHRISTI VICARIVS DE QVO VNA CIVE GLORIARIS A MDCCCCLI ¡Cómo brillas, Roma! ¡Cómo resplandeces desde aquí, con panorama espléndido, con tantos monumentos maravillosos de la antigüedad! Pero tu joya más noble y más pura es el Vicario de Cristo, del que eres la única ciudad que te glorias [7]. Guadalupe llegó el jueves 18 de octubre, ya entrada la noche, con el tiempo justo para recibir una entrañable bienvenida en el centro de Villa Sachetti. Al día siguiente, lo primero que hizo, siguiendo una recomendación del Padre que todas conocían bien, fue ir a San Pedro a rezar un Credo ante el altar de la Confesión. Después, en la misma plaza, escribió y envió algunas postales a México, como primera noticia de su llegada a Roma. El sábado pudo saludar al Padre y el domingo vio al Sumo Pontífice Pío XII en una solemne ceremonia en la Basílica de San Pedro y tuvo ocasión así de hacer más intensa la oración, que todos los días rezaba, pidiendo por su persona e intenciones. Unos días antes de comenzar las reuniones, el Padre recibió un telegrama de la Santa Sede, en el que se decía que el Papa pide al Señor derrame copiosas gracias sobre sus trabajos y multiplique (la) labor de la Obra. También enviaba su bendición a toda la Asesoría Central y a las participantes en el Congreso [8]. En las sesiones del día 24, se procedió al nombramiento de los cargos de la Asesoría Central que iba a ayudar al Padre en el gobierno de las mujeres de
la Obra y de sus apostolados, hasta el siguiente Congreso. Guadalupe iba a ser una de estas directoras y, por lo tanto, se iba a quedar en Roma y ya no volvería a México. Esa fecha puso una anotación en su agenda que decía escuetamente, ¡Estupendo!, como manifestación de su entera aceptación, y añadía: ¡Que Dios me ayude y sea útil! Es fácil suponer que le costó esfuerzo no regresar a una nación en la que había dejado una parte importante de su vida, pero no lo manifestó ni se notó externamente. El relevo de las directoras se hizo con suma sencillez porque todas habían hecho suyo lo que habían aprendido del Padre: Los cargos se tienen por un cierto tiempo y, después, se dejan con la misma alegría; y se va a trabajar al último lugar, sabiendo que lo último es lo primero si se pone amor [9]. La nueva Asesoría Central se apoyó, desde el primer momento, con serenidad, en la confianza del Padre y en la oración de todas. Los días del Congreso pasaron rápidos. Fueron horas de luz y de gracias especiales, ratos de oración intensa y de trabajo silencioso. Se fue preparando el trabajo de los siguientes años, con el afán de incrementar la eficacia apostólica en servicio de la Iglesia, que es siempre la mayor ambición del Opus Dei, y se terminó proponiendo al Padre las líneas maestras que se debían tener en cuenta durante los años sucesivos. En las tertulias de estas jornadas inolvidables, que se apoyaban con la oración desde tantos lugares del mundo, se fueron recorriendo mentalmente, sin pretender ningún orden o ilación geográfica, tantas tierras diferentes que habían recibido ya la semilla que debía esparcir la Obra, o que iban a recibirla próximamente. El corazón se agrandaba con ansias de universalidad. Desde Roma, parecía que tenían el mundo al alcance de la mano. Guadalupe habló mucho de México y de las mexicanas, dando a conocer las bendiciones que habían recibido de Dios en unos pocos años: Lo hacía con su modo de ser tan característico: siempre positiva, prudente, evitando cualquier aspecto negativo o peyorativo para alguien; cariñosa, entrañable, divertida. Me llamaba mucho la atención, y esto mismo me
ocurrió siempre que coincidí con Guadalupe, que de modo natural dejaba de lado lo que pudiera resultar un poco negativo o menos favorecedor; en estos casos, si consideraba que debía informar de algo, lo hacía en su momento y donde debiera hacerlo, sin utilizar una palabra de más, con una prudencia exquisita. No recuerdo que entrara nunca en ningún tipo de cotilleo o comentario superficial. Era muy positiva en sus planteamientos, aunque en ningún momento dejaba de ser realista [10]. Antes de regresar cada una a su país, el Padre les dio la bendición y les entregó una rosa de bronce dorado como recuerdo y como un símbolo mariano porque la Virgen es ¡Rosa mystica! Guadalupe acoge enseguida su encargo en la Asesoría. El trabajo en el gobierno central de la Obra no es externamente brillante. Es una dedicación oculta en la que, durante muchas horas en el despacho, hay que estudiar una infinidad de expedientes que vienen de las distintas partes del mundo, detrás de los cuales está la vida del Opus Dei, de innumerables almas y de los más diversos apostolados. El Padre escribió, en un punto de Camino, una bonita imagen que representa bien lo que se pide a los que trabajan en estos órganos de gobierno: No quieras ser como aquella veleta dorada del gran edificio: por mucho que brille y por alta que esté, no importa para la solidez de la obra [11]. Junto a la sede de la Asesoría Central, estaba instalado entonces el Colegio Romano de Santa María, donde se formaban numerarias de diversas nacionalidades, que después de aprender y vivir cerca del Padre durante una buena temporada, podrían ser sólidos apoyos para la expansión de la Obra. La formación abarcaba varios campos: la ilustración y profundización de la fe con un serio estudio teológico; el enriquecimiento de su vida ascética tras el objetivo de ser, en cualquier lugar, almas contemplativas; la reflexión práctica de todo cuanto necesitaban para poder realizar su misión apostólica... Guadalupe dedicó muchas horas a impartir medios de formación a aquellas chicas que eran aún jóvenes por su edad pero que se podían considerar ya
maduras. Se trataba de una tarea bellísima en la que se veía continuamente vivo y lleno de esperanza el futuro de la Obra en todo el mundo. A todas resultaba agradable su conversación, que siempre enriquecía. Guadalupe tenía la virtud, con una gran facilidad de expresión y como fruto de su inteligencia, de transmitir una enorme riqueza de recuerdos o experiencias vividas que narraba con viveza y extraordinario optimismo: En las tertulias, dice la entonces Secretaria Central, procurábamos intervenir todas, para que Guadalupe no se quedara con la exclusiva de la conversación, pero si nadie tenía algo que contar, se podía recurrir a ella que, sin darse importancia, relataba algo interesante y casi siempre divertido, con don de oportunidad en cada momento [12]. Cuando tenía que dirigir alguna clase o charla de formación, impresionaba. Sin perder la sencillez, sabía dar autoridad a sus palabras que siempre suponían una ayuda a las asistentes. Tenía mucha facilidad para transmitir la doctrina a los demás con claridad y oportunidad; personalmente siempre me he sentido removida por las charlas y clases que impartía [13]. Un día, Guadalupe se vistió con un pañuelo en el cuello que llamó la atención de todas porque no solía preocuparse mucho de su forma de vestir. Era, sin embargo, absolutamente secular en su concepción de la vida, dice quien la trató largamente: Más de una vez, en un ámbito confidencial, me dijo que uno de los propósitos que –durante mucho tiempo– hacía cada año en el Curso de retiro espiritual, era el cuidar el arreglo personal, y añadía: como nunca lo consigo, lo tengo que volver a hacer al año siguiente [14]. Efectivamente, durante varios días llevó un pañuelo anudado al cuello con gracia y estilo. Pero pronto se aclaró el origen de ese detalle, como recuerda quien entró casualmente en su habitación, una de aquellas mañanas: Guadalupe me miró sorprendida. Tenía una gasa en la mano. Le pregunté qué hacía y me respondió: –Curarme un granito.
Me aproximé y el susto fue mayúsculo: tenía un antrax enorme, como un volcán, con cinco o seis bocas. Le tenía que haber dolido enormemente y todavía tendría dolor en ese momento [15]. Era algo que no conocía más que la directora del centro y ya se estaban poniendo los cuidados necesarios para erradicar aquel foco de infección pero, una vez más, quedó patente la extraordinaria fortaleza y reciedumbre de aquella mujer y su deseo de pasar inadvertida sin ser causa de preocupación para nadie. Por aquel tiempo, sin embargo, se descubrió una dolencia mucho más importante que, como hemos visto, ya había tenido sus primeras manifestaciones en México. Poco a poco le sobrevino un cansancio progresivo que limitaba su actividad, a pesar de que trataba de no darle importancia y disimularlo, hasta que resultó imposible superarlo porque llegó el momento en que no pudo más. Varios fueron dándose cuenta de que Guadalupe no estaba bien y de que no se justificaba su agotamiento por el cambio que suponía pasar de México a Roma, debido a la diferente altitud o clima. Se le iban marcando ojeras muy pronunciadas, aunque no mermase su viveza y su alegría. Un día salió con otra a hacer diversas gestiones en las embajadas de España y de Francia, y en la Policía italiana, con objeto de conseguir los visados necesarios para un viaje: Teníamos el tiempo justo por lo que yo iba bastante deprisa y Guadalupe se quedaba un poco rezagada. Yo era más joven y andaba más. En algún momento me volví y vi que andaba con cierto esfuerzo; me dijo: olvídate de mí que ya llegaré y vete tú deprisa para que no nos cierren. Así lo hice. Cuando llegó a la Policía italiana, ya estaban arreglándonos los papeles y vi que jadeaba mucho, pero pensé que era lógico. Cuando volvimos a casa, su respiración seguía muy alterada pero tampoco me llamó excesivamente la atención [16]. Al día siguiente, Guadalupe dirigió una charla a las alumnas del Colegio Romano: Aquel rato se me hizo interminable y lo pasé muy mal porque Guadalupe hablaba ahogándose, y sólo quería que terminara para ir a
comentárselo a Encarnita –era la Secretaria Central– y ampliarle la información con lo que había ocurrido la víspera [17].
XV. 1957: la primera operación El día 6 de marzo de 1957, cuando se iban a cumplir los seis meses de su estancia en Roma, estaba realizando con otras personas un encargo en la sacristía mayor, situada en el primer piso. Aquel día, Guadalupe tomó el ascensor, a pesar de que empleábamos menos tiempo subiendo la escalera que utilizando el ascensor, y vimos con sorpresa que no se detenía en el primer piso, sino que continuó hasta el tercero donde estaba su habitación. Salió del ascensor, se sentó en el primer sitio que encontró y dijo: Llamad al médico porque no puedo moverme de aquí. Esto era insólito en Guadalupe. Nos dimos un susto impresionante. Nuestro médico era el doctor Ficari (...). Marqué cuantos números de clínicas y hospitales conocía pero tardé mucho en localizarle (...). Cuando visitó a Guadalupe pidió almohadas para incorporarla con cuidado y nos comunicó que tenía una lesión cardíaca gravísima [1]. El mismo médico se ocupó en llamar a un cardiólogo para tener una consulta que confirmó la primera impresión. Guadalupe tenía una grave estenosis mitral, a consecuencia de la cardiopatía, secuela de las fiebres reumáticas que había padecido en su adolescencia, y quizá agravada por las fiebres que sufrió en México, tras la picadura venenosa, hacía unos cinco años. Inmediatamente fue informado San Josemaría que, unos momentos después, se acercó a verla con don Álvaro del Portillo. Habló con ella un rato, le hizo la señal de la cruz en la frente y dispuso que todo estuviera dispuesto para que un sacerdote le administrase la Unción de los Enfermos, si se veía conveniente. A partir de aquel momento, no la dejaron sola ni un instante. Siempre había alguien con ella para atenderla:
Por la noche nos quedamos dos acompañándola. La enferma, con gran serenidad y paz, no mostró ni el más leve signo de intranquilidad o de miedo [2]. La situación crítica, en la que podía fallecer en cualquier momento, pasó pronto con los cuidados médicos y se quedó unos días en reposo absoluto hasta que el doctor Ficari le autorizó levantarse e, incluso, ocuparse de algún trabajo que no le supusiese esfuerzo físico. En las notas personales de su agenda escribió, con fecha precisamente del 6 de marzo: Me puse mala; es algo de corazón. Si viene ahora la muerte iré un poco al purgatorio –no por nada concreto– y luego ayudaré a la Obra, desde arriba, todo lo más que pueda [3]. Después de realizar diferentes pruebas clínicas, se vio que la dolencia cardíaca de Guadalupe podía ser operada quirúrgicamente con cierta esperanza de una plena recuperación pero, antes de decidir nada, se enviaron todos los informes médicos a su hermano Eduardo, que era catedrático de Patología Médica en la Universidad de Granada y ya comenzaba a ser reconocido por su prestigio. Eduardo, tras expresar la sorpresa por la noticia, figúrese la sorpresa que hemos tenido, y considerar que la exploración y diagnóstico son correctísimos, le parece adecuada la operación quirúrgica: me inclino a la intervención quirúrgica y, puesto a elegir (...) en Madrid (...) la Clínica del Prof. Jiménez Díaz reuniría excelentes condiciones [4]. Con el acuerdo de los médicos, Guadalupe decidió afrontar la operación en la Clínica de la Concepción de Madrid, que había fundado el doctor Jiménez Díaz hacía unos años y era un centro en el que se realizaba una medicina avanzada. Encarnita Ortega contestó al doctor Ortiz de Landázuri y a su mujer Laurita: Nos parece bien que sea en Madrid y en la Clínica de Jiménez Díaz ya que, al proponerlo Eduardo, es para nosotras la que ofrece mayores garantías (...). Inmediatamente que sea necesario irá Guadalupe a Madrid. Se
encuentra muy bien y hace vida normal con algunas restricciones: no subir escaleras, procurar no cansarse, etcétera. Ella dice que está completamente curada –aunque la realidad es que se fatiga si hace algún esfuerzo– y tiene muy buen apetito y el buen humor de siempre. Está enterada de la operación que van a hacerle y totalmente tranquila [5]. Mientras Guadalupe esperaba el momento oportuno para la operación, falleció la hermana del Fundador del Opus Dei, a la que siempre habían llamado Tía Carmen. Era el 20 de junio, que aquel año (1957) coincidía con la fiesta del Corpus Christi. Las semanas anteriores, como es natural, todas las que vivían en el centro de Villa Sachetti se turnaron para atenderla porque había gastado generosamente su vida en variadísimos servicios que le había encomendado su hermano, San Josemaría. Además era una persona entrañable, con un corazón y simpatía tales que se hacía querer por todos los que tuvieron la suerte de tratarla. Guadalupe, como las demás, la quería mucho, pero tuvo que mantenerse un poco alejada de todo el trajín que suponía esa atención. El domingo 23 fue el entierro. Los restos de Carmen fueron inhumados en la sottocripta de la iglesia de Santa María de la Paz, en la sede central del Opus Dei. En estos meses, Guadalupe no perdió su alegría y optimismo. No sólo no estaba agobiada o preocupada por su salud, sino que quitaba importancia a la enfermedad y no le importaba sufrir la seria intervención que se avecinaba. Se notaba apoyada por el desvelo del Padre y por el cariño de las demás. Ella agradecía los detalles de interés y afecto, a la vez que cumplía las indicaciones o recomendaciones de los médicos en cuanto a la medicación, descanso o régimen de vida. A mediados de julio viajó a Madrid y el 15 fue recibida en la Clínica de Nuestra Señora de la Concepción. Se le hicieron las pruebas precisas y, cuatro días más tarde, el 19, fue intervenida por el doctor Castro Fariñas, para resolver su estenosis mitral [6]. La cirugía se practicó sin incidentes y la impresión de los médicos fue plenamente satisfactoria. Ella le escribe al Padre una semana después de la operación, con la impresión de que ya está en la convalecencia: Ya pasó lo peor y, gracias a Dios y a la ayuda de todos, me encuentro muy bien. Ha sido una semana de mucho dolor físico, pero de mucho consuelo
moral. He sentido el cariño, el empuje y la unión a Vd., a mis hermanas y a todo lo de la Obra como nunca [7]. Desde este momento pasó al cuidado del doctor Pedro Rábago, jefe del departamento de Cardiología de la Clínica de la Concepción, y gran amigo de su hermano Eduardo. Tuvo que permanecer hospitalizada durante un mes y medio. El 3 de septiembre se le dio el alta pero con la recomendación de no moverse de casa y cumplir un riguroso plan de reposo. Se fue a vivir al centro de la Asesoría regional de España que estaba entonces en la calle Serrano, 130. Le hicieron una revisión el 15 de septiembre y otra a primeros de octubre. Se pudo concluir que todo marchaba a plena satisfacción: El estado funcional es excelente y no tiene molestia alguna subjetiva (...). Puede hacer un género de vida que se aproxime a la normalidad pero evitando exceso de trabajo y ejercicios físicos [8]. No tenía cita con el médico hasta seis meses después por lo que se consideró que, después de un mes de descanso, podía regresar a Roma. Viajó el 11 de octubre y dio la casualidad de que, aquel mismo día, llegó un buen grupo de mexicanas que iban a incorporarse al Colegio Romano de Santa María. La alegría de aquel encuentro fue extraordinaria. Hacía justamente un año que había dejado América. Entre las mexicanas llegó Obdulia Rodríguez que, como sabemos, era médico y una de las primeras en pedir la admisión en la Obra. Había practicado la especialidad de cardiología por lo que cuidó especialmente la salud de Guadalupe: No estaba totalmente repuesta de la operación y seguramente cansada del viaje, dice, sin embargo no se quiso ir a la cama para esperarnos y acompañarnos a cenar [9]. Durante dos meses, la enferma pudo hacer una vida prácticamente normal y atender de nuevo el trabajo de gobierno de la Asesoría, ocupándose del despacho de los asuntos que eran de su competencia. También, como anteriormente, pudo dedicarse a las alumnas del Colegio Romano de Santa
María y animar las tertulias con el tono de alegre optimismo que le caracterizaba. Sin embargo, el 27 de diciembre apareció un síntoma que levantó la alarma. Después de comer, y precisamente en el rato de tertulia que tuvo con las demás de la casa, tuvo un acceso de tos muy fuerte que le obligó a salir unos minutos [10]. Al rato volvió a entrar, ya repuesta, sonriendo como si no hubiera pasado nada e hizo sólo algún breve comentario para quitar importancia a lo ocurrido. Pasaron las horas y, al llegar la noche, se le declaró un principio de neumonía; su corazón, aún no repuesto totalmente de la operación, se descompensó en consecuencia: Cuando subí al cuarto piso –dice Obdulia Rodríguez–, me puse el estetoscopio y empecé a auscultar a Guadalupe (...). Tenía una taquicardia y una arritmia tan acentuadas, que no era posible contar las pulsaciones. Su corazón había caído en fibrilación auricular y eso era muy grave. Y añade: Me di cuenta de que la impresión que sentía al oír el corazón de la enferma, se reflejaba en mi cara, por lo que me hice atrás pero ella se dio cuenta y me dijo: No te preocupes porque no va a pasar nada [11]. Se avisó enseguida al doctor Ficari que confirmó la gravedad, recetó los medicamentos que había que administrarle e indicó que se le tomase el pulso y la presión sanguínea cada hora: Casi no podía respirar. Estaba sentada y reclinada hacia delante apoyándose con las manos en la cama. Tenía los labios morados y una raya negra que se extendía de las comisuras palpebrales hacia fuera (...) y por supuesto unas ojeras enormes. Ella, que nunca tuvo problemas para conciliar el sueño, llevaba sin dormir más de 48 horas [12]. El Padre estuvo informado desde el primer momento de la gravedad y de su posterior evolución, pero tuvo que esperar dos días antes de ir a verla porque estaba enfermo con una gripe. A las 10 de la mañana del 29 fue a visitarla con don Álvaro. Se sentó en un pequeño buró que había en la habitación, porque no había ninguna silla, y se ocupó personalmente de que
estuviera lo más cómoda posible y siempre acompañada, pero sin que hubiera muchas personas en la habitación para no cansarla. Estuvo hablándole durante unos quince minutos: Me dijo, cuenta ella misma: Pídele a Dios la salud, aunque estés dispuesta a lo que Él quiera, fiándonos en la Voluntad de Dios, ¿Has comulgado? Ella dijo que, efectivamente, un sacerdote le había llevado la Comunión, y el Padre siguió: A las once y media celebraré la Misa y mi única intención será pedir por tu salud. Así, toda la Obra pedirá por ti cuando pidan por mis intenciones... Déjate cuidar, déjate hacer [13]. Le aconsejó también que, desde aquel momento, empezara a repetir como jaculatoria: Madre mía, lo que tu Hijo quiera, lo quiero yo, pero el Padre quiere que yo me alivie [14]. Le hizo la señal de la cruz y le dio a besar la mano. Nuestro Padre era, a mi modo de ver –completa Obdulia–, muy expresivo. Recuerdo que aquella mañana en que fue a ver a Guadalupe, se le notaba realmente dolido, como podía estarlo un padre al que se le está muriendo un hijo [15]. Después, dice la misma Guadalupe: Me llevaron a la cama articulada [16] que había usado Tía Carmen. Hicieron turnos de vela día y noche. Estuve cuatro días con sus noches sin conseguir dormir. Cuando ya se alejó el peligro y entró en plena convalecencia, bromeaba con su enfermedad y se le oyó decir, con sentido del humor: Debo haber estado muy mal porque ¡no tenía ni sueño, ni hambre! También cantaba, remedando una conocida canción italiana: Tipi tipi tin, che mi batte il cuore. Encarnita Ortega informó puntualmente a su hermano Eduardo, que fue siguiendo su evolución tras conocer la gravedad por la que Guadalupe había pasado: El 3 de enero, le dice:
Me da mucha alegría poderos dar muy buenas noticias de Guadalupe. El peligro ha pasado totalmente y dentro de unos días podrá ya levantarse algún ratico. Ni por un momento ha perdido la paz y su alegría habitual, aunque estaba totalmente consciente de su estado. No os digo que hemos puesto en cuidarla un cariño inmenso y todos los medios humanos, porque ya sabéis que la Obra es una familia, y, por lo tanto, hemos hecho lo mismo que vosotros hubieseis hecho. Además tenemos la suerte de tener en casa una médico, de la que el cardiólogo ha dicho que era competentísima, y eso ha sido una seguridad más. El 14 del mismo mes, escribe: Me da una alegría enorme enviaros esa carta de Guadalupe por lo que os daréis cuenta de lo bien que está. Se ha repuesto muy rápidamente y tiene un aspecto formidable. Duerme muy bien y conserva su buen apetito habitual. Y, finalmente, el día 25, informa: Guadalupe sigue mejorando rápidamente, Todos los días pasa unas diez horas levantada y va haciendo algún trabajo que no le suponga esfuerzo físico [17]. También el doctor Fícari le envió informes médicos y dedujo que la operación quirúrgica no había supuesto el éxito imaginado en un principio. Confirmó que había sido una intervención problemática de incierto resultado: Aunque mejoró mucho le quedó para siempre una cierta insuficiencia cardíaca que cortó las alas a sus posibilidades físicas [18]. Por aquellos días volvió a visitarla el Padre, muy alegre, llevando en la mano el papel amarillo de ¡un telegrama del Santo Padre! El Papa había encomendado especialmente a la enferma e, incluso, ofrecido el Santo Sacrificio de la Misa por su restablecimiento. Alguien comentó: ¡Así ya se puede estar enferma! [19]. Guadalupe asistió al curso de retiro de aquel año entre el 14 y 19 de marzo, con la suerte de escuchar algunas meditaciones dirigidas por el Padre y don Álvaro. Estaba viviendo ya sus últimos días en Roma.
En el mes de abril pudo aún atender el curso de retiro que hicieron las numerarias auxiliares. Sería probablemente en la semana de Pascua, en Villa delle Rose, que entonces era una casa de retiros y convivencias en Castelgandolfo: Recuerdo que nos dio una charla y habló de vida de familia y fraternidad. Hablaba con gran fuerza y se fatigaba un poco. Se notaba que vivía lo que nos decía (...). Nos habló mucho del cariño al Padre y de la confianza que tenía en sus hijas. Ella lo había experimentado en los años que llevaba en la Obra. A mí me admiró que lo quisiese tanto y me ayudó a querer más al Padre del que vivía tan cerca [20]. En los primeros días de mayo tuvo que dejar Roma definitivamente: El clima de Roma, demasiado húmedo, no era propicio para ella, por lo que se vio conveniente que se fuera a Madrid [21].
XVI. 1958: de nuevo en Madrid, doctora en Ciencias Al llegar a Madrid se cumplían los seis meses de la última revisión que le había hecho el doctor Rábago y acudió con prontitud a la Clínica de la Concepción. Se estudió detalladamente la historia de los meses pasados en Roma y comprobaron que, a pesar de las buenas impresiones que hacían suponer su recuperación de la última crisis cardíaca, el corazón seguía en fibrilación y se tuvo que modificar la medicación. Después de esta revisión, se encontró bien durante un par de meses pero, en los primeros días de julio, volvió a tener una importante descompensación cardíaca de la que, con la medicación adecuada y con reposo absoluto, se normalizó en pocos días. Así se inició su nueva vida en Madrid y así seguiría en los meses y años sucesivos hasta que Dios se la quiso llevar al Cielo. Su hermano Eduardo relata que fueron tiempos rebosantes de fe pero no ajenos al dolor. Su capacidad vital va disminuyendo y sus lesiones cardíacas van in crescendo. Pero a Guadalupe nadie la verá comportarse como una inválida. Cumplía, como siempre, cuanto los médicos le iban prescribiendo. En las horas que le quedaban libres, tras el descanso necesario, desarrolló una gran actividad con un sentido extraordinario del aprovechamiento del tiempo. No perdía ni un minuto de su tiempo, ciertamente más corto que el de los demás. Sabía que la vida se vive una sola vez y daba la sensación de empeñarse en aprovechar lo que Dios le quisiera dar. Se afanaba en hacer cosas útiles, aunque sin perder la serenidad. Las que convivían con ella se preocupaban por su salud y ponían todos los medios para atenderla. Guadalupe agradecía todos los desvelos. Sabía lo que tenía que hacer pero comprendía que las demás se comportaban como ella misma haría en su lugar.
En estos primeros tiempos de su estancia en Madrid, la mente se le va muchas veces a tantos recuerdos vividos en México y en Roma: Los días de Navidad fueron preciosos –le cuenta al Padre–, hacía muchos años que no los pasaba en España y como siempre en estas fechas se recuerda, me he acordado mucho de México, pero de un modo especial de Roma, del Padre, de D. Álvaro, y de mis hermanas de la Asesoría. ¡Cuánto las quiero a todas! [1]. Vivía en la calle Serrano, número 130. La casa era un amplio chalé en el que estaba instalada la Escuela-Hogar Montelar y en donde, de forma independiente, tenía también su sede la Asesoría regional. Montelar era un centro con una extraordinaria actividad, en la que participaban mujeres de todas las edades. La Escuela ofrecía numerosos cursos de tipo profesional, además de diversos medios de formación cristiana: catequesis, meditaciones, retiros espirituales, conferencias cuaresmales o de Navidad... En esta casa, Guadalupe se siente rejuvenecer entre la gente joven, con la que se identifica, a pesar de que hace ya algún tiempo que ha pasado los cuarenta años: Hoy, día de S. José, le he recordado muchísimo y (...) le he dicho una vez más al Señor que me conceda esa lealtad humana y divina que aprendemos a vivir en la Obra desde el primer día y que, al pasar el tiempo, se hace más recia y más firme. Sí, Padre, aún lo noto. Aumenta la libertad de espíritu y la seguridad de la perseverancia final. Quisiera afinar más cada día, en lo grande y en lo pequeño; en lo externo y en lo interno. En lo que ve todo el mundo y sirve de estímulo a los demás y en lo que sólo ve Dios, y mis Directoras, y Vd., porque es mi alegría que ellas y mi Padre me conozcan tan bien como el Señor. También he pedido vocaciones, miles de vocaciones, miles de vocaciones en todo el mundo (...). Padre, ya me conoce, si alguna pasión me domina es el apostolado. Creo que mi ilusión es cada día mayor, crece con los años y disfruto al ver que los años, como Vd. nos ha dicho muchas veces, no son un obstáculo para hacer labor con la juventud, y aquí me tiene otra vez
viviendo esos momentos en que una chica entrega su vida al Señor. Encomiéndelas [2]. El 5 de julio de 1960, Guadalupe fue nombrada directora del centro que se ocupaba del apostolado con las mujeres mayores. Casi todas estaban casadas y tenían o estaban formando una familia. Algunas pertenecían a la Obra o eran cooperadoras. Unas y otras tenían el deseo de ser orientadas en su vida espiritual con el propósito de mejorar y constituir auténticos hogares cristianos. Los sacerdotes del Opus Dei dedicaban también muchas horas a la predicación y, sobre todo, a la atención espiritual en los confesonarios. Guadalupe se ocupó de esta tarea algo más de un año hasta que, el 9 de noviembre de 1961, fue nombrada directora del centro de la Asesoría regional, con la responsabilidad de atender a las demás directoras tanto en los aspectos materiales como espirituales. Una de las que entonces convivió con Guadalupe, recuerda: Me parece que el rasgo más destacado de su personalidad es que Guadalupe respiraba libertad [3]. Confiaba más en la oración que en todos los medios humanos, aunque no dejara de esforzarse en ponerlos: Recuerdo que un día –dice la misma testigo–, después de haber hecho un retiro mensual, me comentó, y no lo he olvidado porque me impresionó, que se había quedado rendida y aludió discretamente a la intensidad de la intimidad con el Señor durante esas horas [4]. Todas cuantas debían ser atendidas sabían que Guadalupe, a pesar de su intensa actividad de estudio y de docencia, les tenía reservado todo el tiempo necesario para escucharlas y aconsejarlas en lo que era de su competencia, sin ninguna precipitación o prisa. Estaba atenta, además, a las cuestiones materiales de la casa para que todo estuviera ordenado y sirviera de marco a una grata convivencia. Su imagen era siempre igual: cuando estaba en casa se la veía sentada en su habitación con un libro en la mano y con la puerta abierta. Estudiaba en su dormitorio a pesar de que no tenía comodidades: apenas medía seis metros cuadrados y disponía sólo de una mesa pequeña donde, dada su altura, difícilmente le cabían las piernas. Sobre esta mesa prácticamente escribió su
tesis doctoral entera, teniendo los libros de consulta extendidos encima de su cama. Era muy trabajadora, pero yo pondría el acento más en su disponibilidad. A Guadalupe se le podía pedir con la misma tranquilidad que cogiera un trabajo, o un encargo, o que los dejara porque en ningún caso ponía obstáculos (...). Era una persona que aprovechaba el tiempo, y que lo hacía estando en cualquier lugar, gracias a la capacidad de concentración que tenía. Si disponía de cinco minutos antes de empezar alguna otra actividad, abría el libro que siempre llevaba en la mano e inmediatamente estaba completamente inmersa en lo que estaba leyendo. Un día le pregunté si, en esos casos, se enteraba de lo que leía y no dudó en contestarme que sí [5]. Cuando llegaba al mediodía, unos minutos antes de comer, se quedaba en la planta baja, donde estaba el comedor, para no subir escaleras tal como le habían recomendado los médicos. Sentada en un banquito, se ponía a estudiar con el libro que llevaba. A todas las que pasaban por aquel vestíbulo les decía algo y contestaba con el saludo –¡Adiós!– y con una sonrisa amable, mientras seguía trabajando [6]. Destacaba su alegría y optimismo, no perdía nunca la serenidad, creaba a su alrededor un agradable ambiente de convivencia, con ella se pasaban ratos de tertulia o de descanso muy gratos. Sabía escuchar, no por simple educación, sino porque le interesaba todo lo que tuviera un punto de interés para las demás. Cuando había que contestar o reflejar otro punto de vista, lo conseguía hacer con gran respeto; nunca planteaba una discusión y procuraba no dejar mal a nadie. Le gustaba contar anécdotas o sucedidos de la vida. Lo hacía con gracia pero a veces se le notaba el cansancio porque le interrumpían accesos de tos. A eso le llamaba las batallitas de cada día que muchas veces consideraba el lado cómico de la vida. En esta etapa, además de dedicar el tiempo necesario –ciertamente abundante– a los encargos que tenía encomendados, Guadalupe revivió su antigua ilusión profesional: la química. Hacía veinte años que había terminado la licenciatura y después, mientras era directora de la residencia de Zurbarán, había hecho los cuatro cursos monográficos que eran requisito
previo para obtener el doctorado. Además, en México, participó en otros y siempre, como se ha visto, tenía a mano algún libro de química que iba repasando en cuanto tenía un momento libre, o casi sin tenerlo... Entró en relación con Piedad de la Cierva Vindes, doctora en Ciencias Químicas, a la que había conocido antes de marchar a México. Era la directora de la Sección de Química del Laboratorio y Taller del Estado Mayor de la Armada; y, con su orientación, comenzó una investigación sobre refractarios aislantes, que terminó concretándose en el estudio del valor que podían tener como tales, las cenizas de la cascarilla de arroz. Por las mañanas, después de descansar las horas que le habían prescrito los médicos, hacía, como siempre, un rato de oración y oía la Santa Misa. Tras el desayuno dedicaba unos minutos a leer el periódico y con frecuencia anotaba ideas en su agenda, que después le servirían como puntos de apoyo –ejemplos y anécdotas– en los círculos o charlas que daba, con el fin de conseguir que sus explicaciones fueran amenas y actuales. Después, en diversas bibliotecas de ciencias, pasaba la mañana metida en el estudio con la profunda concentración que solía conseguir fácilmente. El tema de los refractarios era para ella nuevo por lo que tuvo que revisar desde los libros generales más significativos hasta las revistas especializadas de mayor relieve y actualidad. Leyó cuanto se había publicado sobre la materia y sacó decenas de fichas que, una vez ordenadas y elaboradas, sirvieron para describir el marco en que se desenvolvía su investigación, tal como escribió después en la introducción de la tesis: Comencé por un estudio, lo más profundo posible, acerca de refractarios y aislantes que cada vez tienen mayor interés industrial y son objeto de investigaciones recientísimas, en todos los países de alto nivel científico. A medida que fue dominando la materia pudo entrar en el laboratorio correspondiente para, con la minuciosa paciencia que requiere el trabajo de investigación, comenzar las pruebas experimentales. El laboratorio al que tuvo acceso fue el que dirigía la misma Piedad de la Cierva, situado en la calle Arturo Soria, lejano por lo tanto a su domicilio y, entonces, muy mal comunicado. A veces alguien se ofrecía a llevarla en coche, pero no siempre ocurría así.
Aquel laboratorio del Estado Mayor de la Armada no contaba con todos los medios que requería su trabajo y necesitó acudir también a los de la Junta de Energía Nuclear y hacer viajes a diversos centros de Valencia, Barcelona o Bilbao. En la tesis puede leerse que fue necesaria una gran movilidad para encontrar instalaciones necesarias y efectuar los ensayos técnicos. De cuando en cuando tenía que interrumpir el trabajo por motivos de salud. Unas veces, le sobrevenían descompensaciones del corazón que entraba fácilmente en fibrilación y, otras, alguna dolencia que podía ser leve para cualquier persona, pero que en ella requería un cuidado y atención especiales por temor a convertirse en algo muy grave. Cuando Piedad de la Cierva la visitaba en estas circunstancias, le llamaba la atención encontrarla incorporada sobre almohadas, llena de libros y papeles. Por supuesto que, en cuanto la había saludado con su sonrisa abierta, entraba en el tema de su trabajo con tales ganas que la dejaba atónita. Era, dice, una mujer listísima y tenaz. Cuando la tesis estuvo estructurada, la doctora De la Cierva le pidió al doctor Ángel Vián Ortuño, Catedrático de Química Industrial en la Universidad de Madrid –con el que le unía una buena amistad–, que leyera el trabajo y, si le parecía bien, lo asumiera como director y lo presentase ante el tribunal. Así fue. Al doctor Vián le gustó la investigación y aceptó encantado patrocinar el trabajo. Antes de hacerlo público en la lectura y examen ante el tribunal, Piedad de la Cierva y Guadalupe decidieron solicitar la patente de invención. Así lo llevaron a cabo en agosto de 1964, aunque no fue concedida hasta el 3 de marzo de 1973. En la Memoria descriptiva se dice que para evitar el gasto inútil de energía térmica manteniendo constante la temperatura y reduciendo la dispersión del calor, se han estudiado los aislantes térmicos, los cuales deben responder a las siguientes propiedades: bajo coeficiente de conductividad térmica, peso específico bajo. Se concluye que las cenizas de la cascarilla del arroz suministran una excelente materia prima para la fabricación de refractarios aislantes que cumplan estas especificaciones [7].
El trabajo también lo presentaron al Premio Juan de la Cierva, con resultado positivo. El diario “Ya” dio la noticia detallando que le había sido concedido a una sobrina del titular del premio y a Guadalupe Ortiz de Landázuri, que, a su vez, tenía antecedentes de investigadores y científicos. La información se hacía eco, por lo tanto, del trabajo de docencia e investigación que desarrollaba su hermano Eduardo como profesor ordinario en la Universidad de Navarra. Guadalupe defendió la tesis el 8 de julio de 1965 ante un tribunal presidido por el Catedrático de Química Inorgánica, doctor Enrique Gutiérrez Ríos, amigo de su hermano Eduardo, porque habían sido colegas durante muchos años en la Universidad de Granada. En su intervención, Guadalupe habló con el entusiasmo que le caracterizaba y logró interesar al tribunal y a los muchos compañeros y amigos que estaban en el aula para acompañarla. La lectura y defensa fue verdaderamente brillante y obtuvo la máxima calificación de Sobresaliente cum laude. Luego se fueron todos a Montelar donde hubo una celebración en la que, junto con el tribunal, estuvo presente Piedad de la Cierva, su hermano Manolo, ingeniero del Instituto Nacional de Industria (INI) y todos los compañeros del laboratorio. Guadalupe aprovechó la ocasión para, con unas simpáticas palabras, dar las gracias a los que la habían orientado o ayudado en su trabajo. Al día siguiente escribió al Fundador del Opus Dei y, junto a un ejemplar de la tesis, le envió ¡un ladrillo refractario! El ejemplar tenía manuscrita una afectuosa dedicación: Padre, en estos folios va el resumen de muchas horas de trabajo. Hace unos momentos acaba de ser calificado «cum laude» y quiero apresuradamente ponerlo en sus manos, con todo lo que soy y tengo, para que sirva [8]. En cuanto llegó todo a Roma, el Padre corrió a enseñárselo a sus hijas y, después, lo colocó en una vitrina llamada de los burros, porque encierra una variedad de figuras de burros de diferentes materiales y diversas formas [9]. Es posible que quisiera expresar así, de forma gráfica, la pequeñez humana ante la Sabiduría de Dios.
XVII. En las aulas Guadalupe alternaba el trabajo de investigación con la docencia que, además de ayudarle a completar su formación profesional, le abría campos para el apostolado, de una forma más o menos directa, al procurar impregnar de sentido cristiano las enseñanzas que impartía. Fue profesora interina de Química en el instituto Ramiro de Maeztu, que había sido creado en los años cuarenta con un carácter emblemático, junto al Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Se había pensado en el Ramiro como un centro piloto donde, en la inmediata postguerra, pudieran ensayarse prácticas docentes del bachillerato. Dio clases de Química durante dos cursos (1962-63 y 1963-64), formando parte de un profesorado verdaderamente excepcional, por su altura científica, en la enseñanza media. Poseía un don especial para dar clase porque, además de resultar amena, sabía interesar e involucrar a los chicos en las explicaciones, que alternaba con prácticas bien seleccionadas. Conseguía así la difícil atención de los alumnos de los últimos años del bachillerato. Piedad de la Cierva sustituyó a Guadalupe en alguna clase, cuando no se encontraba bien. Había sido también profesora de instituto, pero recuerda que aquellas clases le resultaron muy costosas y reconoce que no pudo dominar a aquellos gamberros, como ella decía. Al salir de las aulas siempre pensaba: ¿cómo puede Guadalupe hacerse con los alumnos?, y recordaba su fatiga habitual e imaginaba su dificultad para hablar seguido en el tono alto que requiere una clase con muchos chicos. Sin embargo, Guadalupe daba las clases con más facilidad porque, sin necesidad de alterarse –nunca se enfadaba– y con su sonrisa abierta y acogedora, lograba imponer un gran respeto y autoridad sobre aquellos adolescentes.
En octubre de 1964, cumplidos los dos cursos para los que había sido contratada en el Ramiro de Maeztu, fue nombrada Profesora Adjunta de Ciencias en la Escuela Femenina de Maestría industrial [1] de Madrid. Al poco tiempo, cuenta al Padre las novedades: ¿Sabe dónde está el Instituto Laboral oficial femenino donde doy clases? En lo que era el Palacio de Miranda: coge toda la manzana (García Morato-Nicasio Gallego-Covarrubias), justo frente al Patronato de Enfermos. Si viera cuánto pienso en las veces que Vd. habrá pasado por allí... [2]. Me hace una gran ilusión el apostolado que se puede hacer allí, ahora van cerca de 1000 alumnas de 12 a 20 o más años, y todavía algunas especialidades ni empiezan [3]. En este centro de enseñanza laboral, se encargaba de las clases de Física y Química, y de Matemáticas. Se trataba de un trabajo de enorme proyección apostólica que desde un primer momento le interesó –recuerda un sobrino suyo que también fue catedrático de instituto–: le permitiría conocer un gran número de gente joven de los más distintos ámbitos profesionales del mundo laboral. En concreto, la asignatura de Química Aplicada le permitiría aplicar las nociones básicas de química a campos muy diversos (...), por ejemplo, la peluquería, la tintorería o la fotografía (...). Guadalupe estaba muy ilusionada con su Instituto: nos envió una foto donde aparecía rodeada de sus alumnas haciendo una práctica de peluquería en el laboratorio de Química. Ella misma presumía de los peinados que le hacían sus alumnas y de su nuevo estilo de teñirse el pelo [4]. Guadalupe se preocupaba de proporcionar a sus alumnas una formación humana, que iba más allá de la simple enseñanza de Química o Física. Carmen Molina, que hoy sigue trabajando en ese centro donde, además de profesora, es jefe de estudios, recuerda muy bien los años de su adolescencia, cuando asistió a las clases de Guadalupe. Su memoria guarda muy vivas sus enseñanzas: Guadalupe fue para mí una profesora especial a la que nunca he podido olvidar (...). Ahora mismo, al recordarla, me vienen a la memoria hasta sus tonos de voz, como si los tuviera metidos dentro de mí. Tenía una gran
personalidad y era una mujer guapísima aunque vestía con sobriedad, sin adornos superfluos (...). Era, sin embargo, sencillísima, sin ninguna clase de «prepotencia» (...). A las alumnas nos trataba muy bien, con comprensión y afecto. Por eso, se creó alrededor de ella un gran ambiente. Carmen relata también que Guadalupe, casi sin salirse del tema que explicaba, procuraba darles una formación completa: No era infrecuente que en las clases se dejase llevar por su pensamiento cristiano con el que procuraba darnos una formación humana integral. Recuerdo cómo, separándose de la pizarra llena de fórmulas químicas, hacía reflexiones profundas sin perder el hilo de la explicación (...). Nos hablaba de lo que se podía hacer con las combinaciones de diferentes elementos químicos y mostraba que todo era una manifestación impresionante de la diversidad de la creación. Nos hacía ver que todo aquello no podía proceder de una evolución simplemente mecánica y concluía: ¡Fijaos cómo hace Dios las cosas! [5]. Después de impartir clases durante tres años, con un nombramiento provisional, en 1967 se presentó a un concurso de méritos y a un examen de aptitud, y obtuvo la titularidad de Ciencias de la Escuela de Maestría industrial de Albacete; pero el director de la Escuela de Madrid solicitó al director general de enseñanza profesional del Ministerio de Educación y Ciencia, que se retrasase su incorporación, debido a que no se la podía sustituir. Guadalupe, en el tiempo que le concedieron, se presentó a un nuevo concurso y examen, con otras seis opositoras, y obtuvo la plaza de profesor titular de Ciencias en el centro donde estaba: la Escuela de Maestría Industrial de Madrid. Tomó posesión el 17 de marzo de 1968. Así le cuenta al Padre todos los afanes por los que ha tenido que pasar hasta obtener esta nueva titulación: Hace bastante que no le escribo, esperando a terminar las oposiciones y poderle decir que las saqué. Ha sido un año dedicado en gran parte al estudio (unas 2.000 horas) y, el último trimestre, a examinarme (he pasado 15 pruebas, eliminatorias todas: orales, escritos, prácticos...). En las primeras que me presenté, que eran de «Enseñanza Media», me suspendieron en el penúltimo ejercicio... (creo que fue el que hice mejor).
Ni modo. Pero las de «Enseñanza Profesional», que eran las que más me interesaban, por tener la casi seguridad de quedar en Madrid en la «Escuela de Maestría Industrial Femenina», las saqué. Así que seguiré dando clases de Física y Química donde estaba desde hace 4 cursos [6]. Llegó a cumplir en total once años de docencia en esa escuela. Fue nombrada vicedirectora el 21 de noviembre de 1974 ya que no quiso aceptar el ser directora porque consideró que no se lo permitía su estado de salud: Como anécdota, me gustaría contarle que, en el Instituto donde doy clases desde hace diez años (ya soy Catedrático numerario por oposición), han querido que fuera Directora. Primero me lo propuso el Ministerio, después los compañeros (unos 40 profesores) y he tenido que luchar a brazo partido por evitarlo. Algunos saben que soy de la Obra; otros, ni idea, pero todos estaban de acuerdo en elegirme. De verdad que no me lo esperaba, más bien pensaba que no caía bien y que mi influencia era nula en el conjunto. He sentido tener que renunciar. Hubiera podido hacer una labor preciosa (son más de 1.000 alumnas de 15 a 25 años). ¡Si esto me coge hace unos años! Ahora mi resistencia física no lo hubiera soportado [7]. Pero su actividad docente no se limitaba a la Escuela de Maestría Industrial. Desde 1968 participa en los primeros planteamientos de una experiencia innovadora. Se trataba de la creación de una Escuela de Ciencias Domésticas: un centro de formación en el que se pudieran adquirir los conocimientos científicos necesarios para poder dirigir, no sólo la administración de residencias familiares, sino también la de hoteles, clínicas, hospitales o empresas de alimentación. Debía ser algo semejante a lo que en Estados Unidos se llamaba Home Economics. El grupo fundador de la Escuela lo constituían cinco profesionales del Opus Dei de distintas ramas, como Ciencias, Farmacia, Medicina, etc.: Ana Sastre, Consuelo Boticario, María del Carmen Artime, María Pilar Garrido y la propia Guadalupe, quien prestó una aportación valiosa, tanto por su carrera universitaria como por la experiencia adquirida en diversas administraciones de colegios mayores o residencias universitarias: Moncloa, Abando, Zurbarán, Copenhague...
Las enseñanzas comenzaron enseguida en unos locales provisionales: Yo, Padre, con muchas ganas de servir ahora en este nuevo encargo – escribe Guadalupe–: la Facultad de Ciencias Domésticas donde ya se han terminado las primeras Convalidaciones de Licenciatura. Han sido tres meses intensos. También va ya vencido el primer trimestre del Diploma (primer año de la carrera) que cursan cerca de 40 (...). He dado clases a los dos grupos y he puesto todo lo que soy capaz en la tarea de enseñar. Es una nueva alegría que tengo que agradecer a Dios y a Vd. que mi trabajo profesional pueda ser útil en esta labor. Estamos dando los primeros pasos. Rece mucho por nosotras. Hemos tenido alumnas de 6 nacionalidades. Ahora algunas empiezan los Doctorados. Necesitamos mucha ayuda. Saber que Vd. nos encomienda da paz [8]. Las asignaturas eran muy variadas y se trataban tanto aspectos teóricos como prácticos para, en conjunto, cubrir un amplío espectro de conocimientos. El diploma, que tenía un carácter privado, se obtenía tras realizar tres cursos. El primero era, sobre todo, teórico y el tercero tenía más de la mitad de las horas destinadas a clases prácticas. Por ejemplo, en el departamento de Física y Química, el primer año impartían conocimientos generales, profundizando después en las aplicaciones prácticas. En el tercer curso, en cambio, la asignatura de motores llevaba consigo la capacitación para reparar averías de electrodomésticos y ponía al día en los últimos adelantos técnicos. En relación con los textiles, no sólo se daban a conocer la estructura y el origen de las fibras y su proceso de fabricación, sino también los métodos de conservación y limpieza. A lo largo de la carrera se estudiaba el organismo humano y la nutrición: la Bromatología, la Dietética, la Dietoterapia y la Microbiología alimentaria eran materias fundamentales. Se capacitaba, por otra parte, en el aprovechamiento de los recursos naturales y en el conocimiento de la industria de la alimentación y de los productos manufacturados. Había, además, un departamento de Gestión Empresarial en el que se aprendían cuestiones administrativas, laborales y fiscales del medio en que tiene que
desenvolverse un profesional de las Ciencias Domésticas. Finalmente había un departamento de Organización Científica y Humana del Trabajo. Guadalupe fue nombrada subdirectora y profesora de Textiles para lo que compartía el laboratorio con la profesora de Bromatología. La asignatura de Textiles era importante y difícil de impartir. Consistía en enseñar la composición de cada tela para aplicar después el tratamiento adecuado a la hora de limpiarla, lavarla o plancharla. Guadalupe ideó un método de análisis específico y diseñó el camino a seguir para analizar los textiles, es decir, para saber si se trataba de fibras naturales o artificiales y el tipo concreto del tejido en cuestión. Conseguir todo esto, con la máxima seguridad y sencillez, le costó muchas horas de trabajo. También procuró relacionarse con profesionales de diverso rango en diferentes centros textiles de Cataluña, para conocer mejor el tratamiento adecuado a cada tejido y los adelantos científicos en el desarrollo de las nuevas fibras sintéticas. En el curso 1972-1973, la Escuela se trasladó a un local más amplio que ocupaba dos pisos y medio de un inmueble de oficinas en la calle Ríos Rosas y adquirió el nuevo nombre de Centro de Estudios e Investigación de Ciencias Domésticas (CEICID). La nueva sede era amplia, funcional y la decoración había conseguido un ambiente agradable: tenía una biblioteca espaciosa y cómoda para el estudio; aulas de clases prácticas y teóricas, y despachos y zonas de trabajo del profesorado. Contaba con un amplio salón de actos, utilizable también en las clases que necesitaban medios audiovisuales. Parecía como si estuviera estampado el objetivo del centro: aunar los conocimientos de determinadas parcelas del saber humanístico con las técnicas propias de las Ciencias Domésticas, a nivel superior. Las profesoras y alumnas que trataron a Guadalupe en aquellos años –y en aquel centro–, la recuerdan vivamente a pesar del tiempo transcurrido. Recojo sólo alguna muestra de sus testimonios. Isabel García-Jalón tuvo ocasión de pasar muchas horas con Guadalupe. Era Licenciada en Farmacia y se dedicaba a la Bromatología y a la Nutrición. Además de los encuentros en la sala de profesoras, trabajaban en el mismo laboratorio:
Tenía una inteligencia francamente buena (...). Sabía que en el Centro de Ciencias Domésticas se pretendía dar la máxima categoría a los estudios (...). Ella no tenía preparación específica para la materia que enseñaba pero fue adquiriéndola en función de las necesidades y, como ponía mucho esfuerzo, y tenía muy buena cabeza, llegaba muy lejos [9]. María Pilar Garrido, doctora en Historia, daba diversas clases de humanidades. Dice que, cuando piensa en Guadalupe: Lo primero que me viene a la cabeza es que era sumamente trabajadora y que tenía una capacidad de concentración extraordinaria; se metía profundamente en lo que tenía entre manos y sabía aprovechar los ratos cortos que quizás otras personas desperdiciamos (...). Aprovechaba los minutos y segundos intentando no perder ninguno (...).Tenía una gran capacidad para ilusionarse e ilusionar a los demás (...). Su misión en el CEICID consistía, sobre todo, en sacar conclusiones prácticas de la teoría que ella sabía. No sé si le gustaba o no, pero la realidad es que ponía un entusiasmo grandísimo en descubrir todo tipo de aplicaciones para el tratado de telas y tejidos (...). Conseguía entusiasmar a las alumnas [10]. Por último, Mercedes Muñoz, que en 1972 sucedió a Guadalupe en la subdirección del centro y que más tarde fue nombrada directora [11], se refiere también a la intensidad con que Guadalupe aprovechaba el tiempo. La recuerda especialmente el día en que San Josemaría Escrivá visitó el Centro: El Padre visitó el CEICID en octubre de 1972. En cada uno de los lugares más significativos –laboratorios, biblioteca, etc.– estaban las profesoras responsables para darle una pequeña explicación de lo que hacían las alumnas. Guadalupe estaba en su puesto, segura de que el Padre iba a disfrutar viendo la profesionalidad e ilusión con que trabajaban. Cuando la vio, aprecié cuánto quería a aquella hija suya. Ella le dio todo lujo de detalles de lo que hacían en aquel laboratorio y le contó anécdotas con mucha gracia [12]. Los días 29 y 30 de enero de 1973, Guadalupe asistió al primer Simposio de Los textiles en el hogar moderno que tuvo lugar en Valencia, organizado por el Ministerio de la Vivienda, la Dirección General de Industrias
Textiles, el Comité International de la Rayonne et des Fibres Synthetiques y la Feria Textil Hogar 1973. Este Simposio fue el primero que se celebró en España y estaba dirigido a los industriales de textiles y comerciantes, arquitectos y decoradores. Guadalupe presentó una ponencia que tituló: El ama de casa y los textiles en el hogar. En aquel trabajo lanzaba dos ideas importantes: la intervención directa de la mujer en la decoración de la casa y los estudios dirigidos a la comprensión de las nuevas fibras. Varias publicaciones se hicieron eco de estos trabajos y ofrecieron entrevistas con Guadalupe o se refirieron a su ponencia [13]. En el diario Las Provincias del día 3 de febrero, en una entrevista realizada por Salvador Barber, Guadalupe explica: que le preocupa crear una inquietud entre las mujeres respecto a las ciencias que puedan serles de utilidad. Cuanto más sepan mejor. Y concreta que las fibras artificiales necesitan un tratamiento especial en el hogar. Por ejemplo, si pueden perder o no el color en sucesivos lavados o los efectos que puede tener la electricidad electrostática y cómo se pueden evitar. También se refirió a los tejidos más oportunos para las diversas funciones que van a tener: absorción de la humedad o del calor y la confortabilidad. Finalizado el Simposio, fue nombrada miembro del Comité Internacional de la Rayonne y de Fibras Sintéticas y le concedieron la Medalla de Bronce de esa entidad. Una vez de vuelta en Madrid, envió un ejemplar de la ponencia al Padre que le contestó con una entrañable referencia al CEICID: Me da alegría saber el cariño y la ilusión que tú y todas las demás profesoras ponéis en ese trabajo. Seguid así, siendo muy devotas de la Santísima Virgen y ayudaréis a tantas hermanas vuestras para que se preparen a realizar bien, con amor de Dios, y con competencia profesional, esa gran labor de almas (...). Para ti y para todas esas hijas que hacen los estudios de Ciencias Domésticas, os envío la mejor bendición [14].
En abril de 1975, al mismo tiempo que se despidió de la Escuela Femenina de Maestría Industrial, también tuvo que hacerlo del Centro de Estudios y de Investigación de Ciencias Domésticas. La directora recuerda aquel último día en que la vio: Con especial cariño recuerdo el día que Guadalupe se despidió del CEICID (...). Quiso dejar todo perfectamente acabado de manera que cualquier persona pudiera continuar aquella labor. No sé si en algún momento se planteó que a lo mejor no volvería, pero en cualquier caso no se le notó (...). En el último momento vino a mi despacho y, de pie, me dijo que se llevaba a la Clínica algunos asuntos para corregir, trabajos que quería retocar para publicar y también algunos programas que quería revisar. Todo ese trabajo se lo llevaba con una ilusión enorme. Después, se fue a la puerta y, en voz más baja, me dijo: Bueno, ya me voy, ¡hasta la vuelta! Se quedó un poco parada y, con un tono que me sorprendió, añadió: ¡Si Dios quiere! [15]. Este Centro de Estudios e Investigación de Ciencias Domésticas (CEICID) tuvo actividad durante unos quince años hasta que, en su evolución, se diversificó en centros y actividades formativas más acordes con las necesidades que surgían. Así nació, entre otras, la Diplomatura en Nutrición y Dietética de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Navarra [16]. Guadalupe, durante esos mismos años, asesoró también a otros centros de enseñanza, que pudieron beneficiarse de su experiencia en situaciones y en lugares diversos. Uno de estos centros fue Senara, un colegio femenino de primera y segunda enseñanza –en los planes docentes de entonces– situado en el barrio de Moratalaz que estaba en pleno desarrollo social. Le dedicó mucha atención y lo pudo dejar cuando funcionaba plenamente. Senara pretendía desarrollar su actividad educativa con métodos pedagógicos avanzados. Además de las clases, el colegio fomentaba la participación en actividades extraescolares, deportes, excursiones, etc. Junto a esto, se proporcionaba formación doctrinal y religiosa, para ayudar a las alumnas a vivir la fe cristiana con coherencia.
La primera directora de Senara recuerda la atención que prestó Guadalupe al Consejo de Dirección y a su coordinación con el Patronato que ayudaba en la obtención de recursos económicos para becas. Explica que siempre que iban a verla a su casa, la encontrábamos muy concentrada trabajando en algo –que dejaba inmediatamente para atenderlas–, con ánimo festivo y optimista, sin mostrar ninguna prisa. Y dice: En estas reuniones, nos daba mucha seguridad y salíamos muy animadas y convencidas. Destacaba lo positivo y corregía nuestras incompetencias con paciencia y buen humor. Con frecuencia, para ayudarnos a vencer el miedo ante alguna gestión, tenía frases ocurrentes: Un tímido compensado, es como un tanque (que) no lo para nadie. (...) Salíamos siempre dispuestas a trabajar mejor y entusiasmadas con los objetivos que teníamos delante [17]. Le gustaba que la tuvieran informada de cualquier asunto y siempre recomendaba acudir al recurso de la oración: Nos daba seguridad al decirnos que lo rezaba y nos sugería que lo encomendásemos a los respectivos Ángeles Custodios de las personas que íbamos a ver [18]. El 4 de julio de 1967 cambió de domicilio y fue a vivir a un piso de la calle Ortega y Gasset como subdirectora de un centro al que se llamaba con el antiguo nombre de esa vía: Lista. Un año y medio más tarde, el 20 de febrero de 1969, pasó a ser la directora. En este centro, además de las diez o doce personas que vivían en la casa, tenía que atender también a una amplia labor apostólica con mujeres, muy semejante a la que le había ocupado en Montelar, hacía unos seis años. Una vez más a Guadalupe se le encargó la delicada responsabilidad de impulsar la formación espiritual de otras personas de la Obra y la actividad apostólica que realizaban. El Opus Dei es una gran familia, aunque sólo una parte pequeña de sus fieles reside en los centros de la Obra [19]. Guadalupe entendía muy bien lo importante de esa circunstancia y disfrutaba, y hacía disfrutar a las demás, en la convivencia. Sabía, porque lo había aprendido del Fundador desde los
comienzos, que, en los centros de la Obra, la vida en familia no es sólo un ámbito de existencia grata, sino también, verdaderamente, el marco idóneo para el crecimiento en las virtudes cristianas: la humildad, la sencillez, la naturalidad, la comprensión, la caridad, la abnegación, el sacrificio por los demás... Por el trato frecuente, cuando hay verdadero afecto mutuo, la ocasión está servida para desarrollar los dones recibidos de Dios y corregir los propios defectos. Este espíritu queda reflejado en las palabras que escribió el Fundador en Forja: Admira la bondad de nuestro Padre Dios: ¿no te llena de gozo la certeza de que tu hogar, tu familia, tu país, que amas con locura, son materia de santidad? [20]. Puede decirse, en verdad que, en cualquier lugar en donde estuvo, se sintió siempre en familia, en su familia y contagió –o al menos fomentó– que las demás se sintieran también en su casa. Fue una mujer con autoridad, pero sin ser autoritaria. Más que corregir, animaba y abría horizontes. Guadalupe trataba de acomodarse a la forma de ser de cada una pero sin perder de vista el fin para el que estaban en el mundo. Por eso, no sólo ponía la atención en lo grande, sino también en muchas cosas pequeñas porque la santidad que Nuestro Señor te exige – escribió San Josemaría Escrivá– se alcanza cumpliendo con amor de Dios el trabajo, las obligaciones de cada día, que casi siempre se componen de realidades menudas [21]. En el difícil equilibrio entre la comprensión y la exigencia, Guadalupe se inclinaba claramente por lo primero. Era más comprensiva que exigente, pero sabía que había cosas en las que, por el bien de las almas, no debía ceder. He oído hablar de ella a muchas personas y nadie pensaba que Guadalupe exigiera en exceso o fuera imperante en la forma. En cambio, alguien ha dicho incluso que la consideraba demasiado comprensiva... Pienso que es difícil saber si estamos siempre en el justo medio de la virtud pero no puedo olvidar, ante el recuerdo de Guadalupe, unas palabras de San Josemaría: Por todos los caminos honestos de la tierra quiere el Señor a sus hijos, echando la semilla de la comprensión, del perdón, de la convivencia, de la caridad, de la paz [22]. El Fundador del Opus Dei añadió, tras esta reflexión: –Tú, ¿qué haces? Estoy segura de que
Guadalupe podría responder: ¡Eso! Y, a lo mejor, podría añadir que su condescendencia era como la de aquel varón doctísimo y santo al que el Padre le oyó decir: A todo me avengo, menos a ofender a Dios [23]. Guadalupe tenía una gran confianza en las personas que debía formar o dirigir y se fiaba plenamente de su buena voluntad o de sus buenos deseos porque sabía que, cuando algo no lo hacían bien, quedaba fuertemente grabado en la propia conciencia, ¿para qué entonces cansarlas reiterándoles un consejo o advertencia que ya tenían presente? Normalmente prefería demostrarles confianza y estaba segura de que, por lo general, y con la gracia de Dios, sabrían rectificar. De todas maneras, las tenía siempre presentes en la oración: el gran tema que trataba con Dios, en sus frecuentes y largas visitas al Sagrario, era pedir su ayuda para la conversión o rectificación de cada una de aquellas personas. Procuraba, en fin, tener la virtud de la prudencia para obrar siempre como un Buen Pastor. Por su fuerte personalidad tuvo que procurar que el atractivo que ejercía sobre la gente no se quedase sólo en un afecto hacia ella, sino que sirviera para dirigir las almas a Dios. Estudiaba mucho las decisiones que debía tomar: Humanamente hablando era prudente –sabía sopesar las ventajas y los inconvenientes antes de tomar una decisión–, pero su prudencia era especialmente sobrenatural, consciente del valor del tiempo, del valor de las almas y de las consecuencias que puede tener una decisión frívolamente tomada (...). Una vez decidido un asunto, era ágil en su ejecución y lo hacía con todo empeño [24]. La humildad no es una virtud fácil porque la soberbia aflora aprovechando cualquier ocasión pero, al considerar la vida de Guadalupe, aparece un esfuerzo constante –natural y sobrenatural– para no llamar la atención más que cuando era necesario para el servicio de los demás y, por lo tanto, pasar inadvertida: Aunque era una persona con un afán grande de pasar inadvertida, había virtudes por las que, inevitablemente, destacaba. Hay un rasgo que a mí me llamaba poderosamente la atención: su sonrisa permanente. Guadalupe se reía muchísimo y siempre estaba sonriente. Me parece que esto obedecía a
un absoluto olvido de sí. Nunca le vi con cara seria o de preocupación. De su situación física estaba completamente desprendida, pero tampoco observé que otras cuestiones le afectaran tanto como para impedirle sonreír (...). Más que la humildad, a Guadalupe le caracterizaba, bajo mi punto de vista, la sencillez. Decía las cosas con naturalidad, tal y como pensaba [25]. Hablaba siempre bien de los demás y si, en algún caso, era preciso decir algo que pudiera parecer menos positivo, siempre se disculpaba. No era infrecuente que se le oyera decir, en momentos oportunos, frases más o menos como ésta: Ten en cuenta que esa persona no actúa así intencionadamente y debemos comprenderla. Su limitada salud, aunque pasaba inadvertida normalmente, le ayudó a hacerse cargo de las limitaciones físicas de las personas: altibajos, dolores, cansancios o enfermedades. Había aprendido directamente del Fundador que una directora debía velar muy especialmente por la salud de todas y tener muy en cuenta la necesidad de descanso o de alimentación y la de acudir al médico para revisiones generales o por problemas concretos. Se comprende que unas personas desprendidas de todo podían ser imprudentes en el uso de sus fuerzas físicas o no cuidar del todo las enfermedades agudas o más o menos crónicas. Guadalupe conocía bien el daño que podía sobrevenir a una persona, e indirectamente a toda la Obra, si un mal entendido desprendimiento les llevaba a desconocer sus limitaciones o a hacer imprudencias. Dios pedía a cada una que pusiese en juego todas sus fuerzas, sin reparar en dificultades, para llevar a cabo las exigencias del trabajo en el que se santificaban. Sin embargo, cuando no era posible a causa de las limitaciones físicas –Guadalupe tenía una buena experiencia de estas limitaciones–, no debían perder la alegría sino aprovecharla para ahondar en el sentido de la filiación divina y recorrer el privilegiado camino del pleno abandono en Dios. Les mostraba que, cuando por estas causas había que descansar o limitar la actividad externa, no quedaba disminuido el servicio a Dios, a la Iglesia o a la Obra. Había aprendido del Padre el valor de la enfermedad en la vida ascética y, muchas veces, había leído sus palabras: –Niño. – Enfermo. –Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas
con mayúscula? Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son Él [26]; y también que, después de la oración del Sacerdote y de las vírgenes consagradas, la oración más grata a Dios es la de los niños y la de los enfermos [27]. De todas maneras, Guadalupe conocía que, en palabras de San Josemaría, el diablo, que anda siempre al acecho, ataca por cualquier flanco; y en la enfermedad, su táctica consiste en fomentar una especie de psicosis, que aparte de Dios, que amargue el ambiente, o que destruya ese tesoro de méritos que, para bien de todas las almas, se alcanza cuando se lleva con optimismo sobrenatural –¡cuando se ama!– el dolor [28]. Por eso, a veces se podían crear situaciones difíciles pero siempre el camino es ayudar a elevar el sentido sobrenatural y enseñar que, si es voluntad de Dios que nos alcance el zarpazo de la aflicción, tomadlo como señal de que nos considera maduros para asociarnos más estrechamente a su Cruz redentora [29]. En estos años de la década de los sesenta viajó cuatro veces a Roma para participar en los Congresos que se celebraron. Entre el 13 y 17 de octubre de 1961 tuvo lugar el tercer Congreso general de las mujeres del Opus Dei y en 1966 se celebró el cuarto. El 24 de junio de 1969 el Padre, con autorización de la Santa Sede, convocó un Congreso especial que tuvo lugar en dos fases: del 1 al 16 de septiembre de 1969, y del 30 de agosto al 14 de septiembre de 1970. Este Congreso especial [30], en el que pudieron aportar sugerencias todos los fieles que pertenecían a la Obra en aquel momento, supuso un hito en su camino jurídico que culminó el 28 de noviembre de 1982 cuando el Santo Padre, por medio de la Constitución apostólica Ut sit, erigió al Opus Dei en Prelatura personal. Durante el citado Congreso, el Fundador propuso una serie de reformas necesarias, para pasar de una figura jurídica a otra y se redactaron los nuevos Estatutos que quedaron preparados para cuando llegase el momento oportuno de presentarlos a la Santa Sede. En el Congreso del año 1961, Guadalupe llegó a Roma el 12 de octubre y al día siguiente saludó al Padre. Al acabar, el 17 de octubre, el Padre les habló de la misión que debían cumplir en la Obra siendo instrumentos de unidad y les pidió que pusieran su afecto en las administraciones y en todas cuantas
trabajaban en este apostolado de apostolados (...); tarea que es un servicio a toda la Obra y un verdadero trabajo profesional [31]. El Padre estaba muy contento de esta tarea, porque la realizaban muy bien, pero les dijo que, como todo, podían ir mejor. Finalmente, les animó a mantener la unidad con los varones, aunque siempre con la prudente y rigurosa separación de régimen y de apostolados, porque así mis hijos y mis hijas, viviendo a cinco mil kilómetros de distancia, se sienten formando un solo hogar. Así de distantes, pero una sola familia (...). Las dos Secciones de la Obra son como dos borriquillos que tiran de un solo carro en la misma dirección. Tiran juntos, uniendo fuerzas en el mismo sentido: con unidad de espíritu, con una sola cabeza [32]. Durante toda su vida, Guadalupe procuró sacar tiempo para que su madre estuviera atendida. La visitaba con frecuencia mientras vivió en Madrid, pues otras temporadas estaba en Pamplona con la familia de su hijo Eduardo. Su sobrino Carlos recuerda que, al trasladarse a estudiar a Madrid, en 1963, su padre le pidió que visitara con cierta frecuencia a la abuela. Por ese motivo solía acudir un día de la semana a Santa Bárbara, creo que era los jueves. Allí me encontraba también con el tío Manolo o con la tía Guadalupe, que se alternaban para atender a su madre (...). Tengo otro recuerdo inolvidable de octubre de 1973 (...). La abuela estaba pasando el verano con mi tía Guadalupe en Piedralabes, en la provincia de Ávila (...), la abuela Eulogia estaba viviendo con una familia conocida del pueblo y Guadalupe la acompañaba, a la vez que hacía el curso anual en La Pililla. Al llegar (...) estaba con mi tía Guadalupe en la terraza, tomando un poco de fresco acompañada de otras personas (...). Me llamó la atención lo bien que se habían organizado las vacaciones [33]. Tiempo después estuvo en Arévalo (Ávila), en una residencia que dirigían religiosas, y Guadalupe iba con mucha frecuencia a verla con su hermano Manolo y la acompañaban durante largos ratos. A medida que pasaba el tiempo, su corazón enfermo, muy lejos de mejorar, se iba descompensando más de día en día. El doctor Rábago hacía las oportunas revisiones periódicas en la Clínica de la Concepción pero, a pesar de sus cuidados y de la medicación que le prescribía, terminó sometida a un régimen de vida con una actividad cada vez más limitada. Por supuesto que
las que vivían o trabajaban con Guadalupe tenían un extremo cuidado en ayudarla a que no tuviera que hacer esfuerzos físicos o cansarse excesivamente. De cuando en cuando aparecían crisis de cierta importancia. Unas veces, sin una causa inmediata aparente, y otras, un simple catarro o afección gripal, con fiebre, podían hacerle entrar en grave fibrilación y tenía que ingresar en la Clínica para someterse a un tratamiento intensivo. De ordinario reaccionaba favorablemente, como puede verse en una anotación, referente a la crisis que había sufrido el 16 de agosto de 1971: ingresó en la clínica, dice, por haber presentado una descompensación de su cardiopatía mitroaórtica que ha evolucionado favorablemente con el tratamiento instaurado [34]. Sin embargo, esta grave cardiopatía pasaba inadvertida a quienes la trataban fuera de su intimidad. Para éstos no era una persona enferma: no solía hablar de su dolencia, disimulaba las limitaciones y nunca perdió la fuerza de ánimo y el optimismo. Viéndola moverse y trabajar, era difícil pensar que su salud podía quebrarse en cualquier momento y fallecer.
XVIII. Muy cerca de Dios Guadalupe no tenía otro deseo que vivir con fidelidad el espíritu del Fundador y cumplir lo que le atañía en el Opus Dei. Desde el día de San José de 1944, en que tomó una decisión definitiva, no tuvo vacilaciones o dudas sobre su camino. El 17 de mayo de 1972 se cumplieron los 25 años – ¡Bodas de Plata!– de su incorporación definitiva a la Obra y pudo escribir con firmeza: ¡Señor, pienso igual que siempre! Y pedir, de corazón: ¡Que sepa ganar la última batalla! [1]. La gracia de Dios, en correspondencia a su fidelidad, hizo que llegase a tener una profunda vida interior. La hondura de su oración fue creciendo de día en día y puede decirse que llegó a ser, en el pleno sentido de la palabra, un alma contemplativa, tal como deseaba San Josemaría para todas sus hijas e hijos. Un día, sin fecha, Guadalupe escribió su gran deseo: Profundizar en el silencio hasta llegar hasta donde sólo está Dios. Donde ni los ángeles, sin permiso nuestro, pueden entrar. Y, allí, adorar a Dios, y alabarle, y decirle cosas tiernas [2]. Encarnación Ortega, que tan de cerca pudo conocerla desde los primeros momentos de su llegada a la Obra, nos habla de su fe y del empeño en profundizar en el conocimiento de las verdades divinas: Tenía una gran fe; se fiaba plenamente de Dios (...). Su fe era realmente teologal y se alimentaba de ratos de oración intensa, de un gran amor a la Eucaristía –eran muy frecuentes sus breves escapadas al Sagrario– y de abominar todo lo que fuese ofensa a Dios. Su vida de piedad tenía un sólido fundamento doctrinal por el empeño y rigor académico con que estudiaba los tratados de Teología (...). Esa fe tan sólida le llevaba a una firme esperanza y a cubrir el tiempo de espera con oración y alegría, que incluso manifestaba en canciones, aunque no cantaba bien [3]. Muchas de las que convivieron con ella, tienen grabada su imagen, rezando con devoción ante el Sagrario:
Tenía una intensa vida de piedad. Conservo su imagen rezando con devoción ante el Sagrario del centro, absorta en lo que vivía, aunque de modo natural [4]. A alguien le impresionó el comentario que le oyó hacer, en soliloquio, el día del Viernes Santo del año 1975: ¡Hoy es un día muy grande! Y después, se quedó pensativa [5]. La misma Encarnita Ortega refleja la importancia que tenía en su vida interior la relación viva con la Santísima Virgen: Tenía una gran devoción a la Stma. Virgen, de un modo especial bajo la advocación de Guadalupe (...). Demostraba su devoción a la Virgen con el rezo pausado del santo Rosario –siempre que le era posible, las tres partes–; el Ángelus; jaculatorias durante la jornada; el Acordaos, encomendando a la Virgen a la persona que más lo necesitara y tres Avemarías por la noche pidiendo la santa pureza. En mayo visitaba algunos santuarios de la Virgen mostrándole su cariño –iba a decirle que la quería– y a encomendarle su trabajo y toda la labor apostólica que tenía confiada. Su gran cariño a la Virgen era muy notorio. También tenía impuesto y llevaba el escapulario del Carmen y lo besaba con cariño filial. Los sábados rezaba la Salve y ofrecía a la Virgen la pequeña mortificación de no merendar. Las imágenes de la Virgen se llevaban las primeras miradas al entrar a las distintas habitaciones donde pudiera encontrarla [6]. Aprovechaba muy bien los retiros espirituales o los cursos de retiro y, a este propósito, puedo transcribir también algún testimonio: De este retiro tengo que decir que, aunque fueron apenas unas horas, constaté su amor al Señor. Me impresionó que estuvo la mayor parte del tiempo en el oratorio; su actitud era de estar totalmente metida en Dios. Tenía un porte esbelto, y se sentaba erguida –solía hacerlo así–, ausente de las cosas que podían pasar a su alrededor (...). Con lo jovial que era, me llamó la atención y, desde luego, me ayudó, ver cómo estaba rezando y aprovechando esas horas, para hacer bien el retiro [7]. A una de las que convivió con Guadalupe en sus últimos tiempos en Madrid le parece que había recibido el don sobrenatural de sentir vivamente la
presencia del Señor en la Eucaristía y, especialmente, la acción reparadora de su Pasión y Muerte: Era un alma contemplativa; se le notaba especialmente el último año de su vida; hacía muchas visitas al oratorio y cada día tenía emociones más fuertes. Parecía que el Señor le había dado el don de lágrimas, aunque era muy recia [8]. La insuficiencia cardíaca se agrava. Guadalupe tose con frecuencia y se ahoga con facilidad. A veces le ocurre cuando está con las demás, en tertulia o en el comedor: El último año de su vida se ahogaba con facilidad cuando tomaba algún alimento. Entonces se iba al baño y dejaba la puerta abierta por si le pasaba algo porque sabía que en estos incidentes podía sobrevenir cualquier cosa. Cuando volvía a la mesa, llegaba muy derecha y decía alguna broma para quitar importancia al incidente. Era muy recia. Otras veces ya no podía volver y se sentaba apoyada en almohadones. Cuando se encontraba mejor llamaba a las demás y decía algo jocoso para que no nos quedáramos con una mala impresión [9]. Comienza a andar todavía más despacio pero trata de disimularlo dando pasitos cortos. De cuando en cuando tiene que detenerse. A veces decía divertida que, con los adelantos de la técnica, no se entendía que no se hubiera inventado un sistema para volar y poder ir de un lado a otro sin esfuerzo: ¿Os imagináis nuestros encuentros en el aire?, decía. Seguía trabajando en los dos centros de enseñanza, la Escuela de Maestría y el CEICID, y daba las clases que le correspondían aunque lo hacía sentada, procurando no levantar excesivamente la voz y hablando despacio para ser bien entendida. Los médicos no ven solución para mejorarla. Simplemente atienden sus crisis y le dan una medicación para retrasarlas y aliviarlas. El doctor Rábago de la Clínica de la Concepción la recibe con sumo interés y, desde 1970, le hacen revisiones periódicas en la Clínica Universitaria de Navarra, donde su hermano Eduardo dirige el departamento de Medicina interna.
En 1973, el doctor Rábago escribió a Eduardo y le confiaba su incertidumbre: Continúa planteada la decisión de operarla o no. La operación, para ser correctora, requeriría con toda probabilidad dos o tres prótesis con los riesgos inmediatos y ulteriores que ello supone. A mi juicio está bastante deteriorada y realmente no sé qué es mejor, si operarla o seguir con el tratamiento médico hasta que Dios quiera [10]. Eduardo le contestó puntualmente: He leído su carta que (...) me deja sumamente preocupado ante la disyuntiva que con su buen juicio propone. Comprendo que el problema es complejo y habrá que darle unas cuantas vueltas [11]. En la primavera de 1975 va a hacer el curso de retiro junto al Santuario de Torreciudad, promovido por el Opus Dei, que aún no ha sido inaugurado [12], aunque ya funcionan los dos centros de convivencias y retiros adjuntos. Va con la ilusión de conocer aquel lugar al que pronto irán en peregrinación gentes de distintas procedencias a venerar a la Virgen, bajo la multisecular advocación de Nuestra Señora de los Ángeles de Torreciudad. Al pasar por Zaragoza se detiene, con las personas que la acompañan al retiro, para rezar en la Basílica del Pilar. Poco después cruzan los lugares de la niñez del Fundador del Opus Dei, que había nacido en Barbastro (Huesca), y enfilan la carretera que va a situarse en el margen derecho del río Cinca. Enseguida divisan el perfil del Santuario de Torreciudad – rodeado aún de las grúas de la construcción– y surge, espontánea, la primera invocación a aquella Virgen, a la que tanto van a rezar en los próximos días. Llegan al caer la tarde del 21 de marzo, viernes de la quinta semana de Cuaresma y antiguamente fiesta de la Virgen de los Dolores. Han recorrido casi quinientos kilómetros y Guadalupe está muy cansada pero le sostiene la alegría de disfrutar unos días tranquilos y en silencio, sin más objetivo que pensar en Dios y en sí misma; contemplar la vida del Señor, especialmente su Muerte y Resurrección; y descubrir qué queda por hacer. Pensaría en las palabras de San Pablo: si hemos sido injertados en él con la semejanza de su muerte, también lo seremos con la de su resurrección (Rm 6, 5).
El miércoles 26 es el último día del retiro. La charla de formación prevista para la una del mediodía versaría sobre el espíritu de filiación al Padre. Se pensó en quien sería la persona más adecuada para hablar y no hubo duda para nadie: Guadalupe. Cuando llegó la hora, está preparada y tiene en la mano un guión detallado que acaba de redactar. Después de introducir la reflexión con un Avemaría habló con especial amor, emoción y vibración durante unos treinta minutos, que era el tiempo señalado. Guadalupe había dado en su vida miles de círculos o de charlas a toda clase de gentes. Aquella fue la última que dirigió a mujeres del Opus Dei y algunas no sólo recordarán siempre sus palabras, sino que han procurado transmitirlas cuidadosamente [13]. Vamos a hablar del Padre, comenzó diciendo. En Torreciudad es fácil. Todos sentimos ante la realidad de este Santuario, que es un prodigio de Fe y de Amor, ese otro prodigio que Dios, a través del Padre, ha ido y va impulsando, y que es el Opus Dei. Ni deprisa, ni despacio: ¡al paso de Dios! Visto desde fuera, a lo humano, puede parecer una carrera desenfrenada. No es así. En verdad que nada ha sido, ni es, fácil. Todo sale a base de esfuerzo.... pero al paso de Dios, que nadie puede detener. Aludió al recuerdo de las campanas de la parroquia de Nuestra Señora de los Ángeles que el Padre oyó sonar en Madrid, el 2 de octubre de 1928 y que anunciaban entonces la llegada del Opus Dei al mundo. Recordó que una de aquellas campanas –la única que quedó colgando después de la guerra española– estaba precisamente en Torreciudad: Tiene –dijo– un nombre como todas. Se llama María de los Ángeles. Aquí sonará el día que se consagre el Santuario, cuando se corone a la Virgen y, siempre, todos los años, el 2 de octubre, como la primera vez, en acción de gracias por el Opus Dei. Guadalupe explicó que ellas debían ser como las campanas a las que se refirió alegóricamente el Padre, cuando rememoraba la cancioncilla castellana: Merecía esa serrana que la fundieran de nuevo, como se funden las campanas.
Yo –decía– la llevo escrita en mi agenda, la uso como jaculatoria y la repito muchas veces y, como Dios puede, nos funde una y otra vez con nuevas conversiones que nos hacen capaces de más amor de Dios. Por eso, la campana del Padre, tantas veces fundida, es de un bronce que retumba en lo profundo de nuestra alma. Se refirió entonces oportunamente a un escrito del Padre, del que recogió algunas ideas: Me gusta comparar nuestra alma a un vaso que ha hecho Dios Nuestro Señor, para que se pueda poner en él un licor, el licor de la Sabiduría, que es un don, una gracia muy grande del Espíritu Santo [14]. Santidad personal: esto es lo importante, hijas e hijos míos, lo único necesario [15]. La Sabiduría está en conocer a Dios y en amarle. Y os recordaré con San Pablo, para que nunca os coja de sorpresa, que llevamos este tesoro en vasos de barro [16]. Para tener esta Sabiduría, no se necesita tener mucha cultura porque hay gente sencilla que la tiene... y al revés. Recordó Guadalupe que la primera vez que oyó hablar al Padre del licor de la Sabiduría fue en Roma, cuando acababa de llegar de México, y tuvo ocasión de contarle sucedidos entre las gentes más sencillas del campo y el Padre, al oír aquellos relatos que reflejaban una fe profunda, le comentó que estaban llenos del licor de la Sabiduría. Se recreaba Guadalupe con los símiles del Buen Pastor, que es el Padre para las personas de la Obra, y recordaba los silbidos del pastor, que unas veces son colectivos y otras personales que ayudan a tener siempre una agilidad espiritual maravillosa, a conservar el espíritu deportivo y la juventud, a pesar de que se vayan endureciendo los huesos. Las exhortaba a ser fieles, ¡leales! Tenemos muchas ocasiones en la vida de no ser fieles ni leales. No somos plantas de invernadero y estamos expuestos a todos los vientos, al frío y al calor.... Pero si no nos asustamos de nada y no somos soberbios, ¡iremos adelante! Y continúa con la alusión triste que le ha oído al Padre de los que sólo les quedaba la técnica de hablar de Dios porque, desgraciadamente, han ido bajando escalones.
El Padre nos ha enseñado a ser felices ¡ahora! trabajando –dijo cuando ya se acercaba el final de la charla–; a disfrutar como una familia numerosa y pobre. Nosotros éramos pobres, casi en exceso, pero ahora hemos de seguir siéndolo aunque podamos contar con una parte de lo imprescindible. No necesitamos nada material para disfrutar de la vida y nunca la falta de medios ha frenado la ambición de almas y de extendernos por nuevos países, a nuevas labores (...) para dar gloria a Dios con todo el esplendor posible. Les habló también de la pérdida de ilusiones y, en consecuencia, del aburrimiento que no se cura con diversiones. Hay que tener gafas de vista corta para apreciar los valores de las mujeres –y hombres– de temple que nos rodean. Hay que tener gafas de lejos para que distingamos bien lo poco que hemos dejado al dejar lo que hemos dejado. Y hay que tener gafas para ver hacia arriba, para no perder el sentido sobrenatural y valorar lo que nos da Jesucristo en la tierra para presentir lo que nos espera en el Cielo. Terminó diciéndoles: Yo por experiencia os digo que vuelvo continuamente a saborear el sacramento de la Penitencia con la paz de la contrición y la renovación de la gracia... quizás sacando del saco de los recuerdos, sin escrúpulos, la verdad, lo que enturbia o dificulta nuestra vida interior... Así sabremos también enseñar a las que se acercan a nosotras con deseos de encontrar la buena doctrina. Al finalizar, rezó un Avemaría despacio y con voz queda. Después se hizo silencio en aquella sala de estar. Estaban, en efecto, en un retiro espiritual pero, además, todas sentían una profunda emoción por la vibración de las palabras de Guadalupe. Aquella charla renovó en todas el deseo de vivir más cerca de Dios. El retiro termina el 27 de marzo, Jueves Santo. Salieron enseguida para llegar a comer a Madrid. Guadalupe no sabía que iban a ser los últimos días de retiro en la tierra pero pensó en que podían serlo.
Por la tarde participó en la celebración in Coena Domini, en el inicio del Triduo Sacro que Guadalupe solía vivir con suma intensidad. Tenía que pasar ya las noches con dos almohadas, en un mal sueño, pero seguía sin darle importancia y trataba de que su enfermedad pasase oculta. Era muy sacrificada. Con frecuencia, por las noches, no podía dormir, tenía molestias, también respiratorias, se ahogaba. A veces, lo comentaba riéndose: Tal noche pensé que me moría, que ya había llegado el momento... No quise llamar a nadie y esperé... Pensaba: me he confesado, he hecho un acto de contrición y de abandono... Si me muero, ¿qué más puedo hacer? [17]. Un domingo la animan a dar un paseo por el Parque Zoológico de Madrid pero, cuando llegaron, no se encontró con fuerzas para salir del coche. En el mes de abril sigue el consejo de pedir el permiso correspondiente e interrumpir las clases, aunque a nadie se le ocurre pensar que aquellas vacaciones van a ser definitivas. Por su parte, deja perfectamente orientadas a las que la van a sustituir en aquellos días.
XIX. 1975: una importante decisión, volver a operarse Los médicos siguen considerando la posibilidad de resolver definitivamente su insuficiencia cardíaca con una intervención quirúrgica que presenta serias dudas. Hace unos meses estuvo ingresada en la Clínica Universitaria de Navarra y vuelven a escribir al doctor Rábago, desde el departamento de Cardiología, para informarle del cateterismo que se le ha hecho y enviarle el plan médico que le han prescrito. Además, le dicen: Después de mirar muy despacio todo, hemos vuelto a nuestra idea de no aconsejar la intervención. Aunque las lesiones valvulares izquierdas no parecen haber progresado mucho más, sí lo ha hecho la hipertensión pulmonar y la insuficiencia tricuspídea con mayor repercusión hepática. Pensamos que la cirugía ha de ser triple sustitución valvular y, la verdad, ante el cuadro general nos parece un riesgo demasiado elevado [1]. Aluden a lo bien que lleva las limitaciones de la enfermedad –se va manejando bastante bien–, aunque eso es debido a su extraordinaria fuerza interior y, por lo tanto, no puede disimular un mal pronóstico –pensamos que los intervalos de relativa compensación serán cada vez menores– e insisten en que seguir así es preferible al gran riesgo quirúrgico. Sin embargo, poco a poco, entre los médicos, la balanza de la duda fue inclinándose a favor de la operación: Cada vez se iba cansando más. Iba llegando la hora de determinaciones decisivas, dice su hermano Eduardo. Ella era la primera que lo deseaba y los médicos de la Clínica de la Concepción que la trataban, insistían, igualmente, en la necesidad de acudir a la intervención quirúrgica. Ante esta situación, en la Clínica Universitaria de Navarra (...) tras el estudio de las presiones intracardíacas, que ya habían hecho, llegaron a las mismas conclusiones: era necesaria una intervención muy arriesgada (...) dada la gran hipertensión del círculo pulmonar [2].
Se fijó la fecha del 1 de junio para ingresar en la Clínica Universitaria de Navarra. Antes de la intervención quirúrgica iban a someterla a una larga preparación: Ella supo todos los peligros de tal determinación quirúrgica y, sin el menor titubeo, lo aceptó pensando que así podría ser más útil a la Obra o, si no lo supero y Dios quiere que pierda la vida –decía–, ir al Cielo es aún mejor [3]. Era consciente del extremo riesgo a que se iba a someter y se confió, con naturalidad, a alguna de las que vivían con ella en Lista: Me voy a Pamplona a operar: voy a ponerme en manos de la ciencia porque es de justicia, pero creo que no volveré. No tengo miedo al dolor, ni a la muerte. Si acaso, a no estar ya suficientemente madura [4]. Al ver su naturalidad, no hubo, a su alrededor, el menor asomo de tragedia. Es más, la mayoría pensaba que regresaría pronto, muy restablecida. De todas maneras, el día anterior a su marcha –el 31 de mayo–, la sorprenden con una cena especial, tal como pensaban que a ella le gustaría: ¡Un menú mexicano! Guadalupe, al ver aquella mesa preparada, se fue a su habitación y regresó vistiendo un sarape y les dijo: ¡Esto es una despedida! ¿Qué pensaría al decir estas palabras? Para que sus sustitutas en la dirección del centro no tengan excesivo trabajo o se encuentren con imprevistos, puntualiza los encargos que cada una tiene que cumplir e indica cómo se debe resolver lo pendiente. Envía un vestido a la tintorería y deja su armario limpio y arreglado. A la mañana siguiente, con todo listo, se despide con un ¡Hasta luego! y viaja a Pamplona en avión. Cuando ya se había marchado, alguien tuvo la oportuna ocurrencia de encender una vela ante el cuadro de la Virgen de Guadalupe, que tenía en su habitación, considerando que así Nuestra Señora no se olvidaría y también sería una buena forma de tenerla todas presente. Este mismo 1 de junio, hacia las dos y cuarto del mediodía, fue ingresada en la Clínica [5]. Ha llegado muy cansada pero, como siempre, alegre y
sonriendo. Va a estar en la habitación 302. El plan de los médicos es tenerla en observación con una medicación intensiva y someterla a diversas pruebas clínicas, para determinar –entre cardiólogos, cirujanos y anestesistas– el momento oportuno de la operación. Pronto le comunicaron que la doctora Ángela Mouriz sería la encargada de visitarla todos los días y de facilitarle la información precisa de lo que se le iba haciendo. Para Guadalupe fue una gran alegría porque la conocía desde 1949 y juntas iban a tener ocasión de recordar aquellos tiempos, ya un poco lejanos, de su trabajo en Zurbarán: Después de haber pedido la admisión en la Obra (...) –dice Ángela– aprecié la fe y el sentido apostólico que Guadalupe había vivido conmigo, llamándome con tanta frecuencia, a pesar de que yo nunca aceptaba sus invitaciones. Su ejemplo me ayudó a ser más sobrenatural y tenaz en el apostolado, contando de antemano que acercar almas a Dios era tarea que requería un esfuerzo notable [6]. Recibe también la visita de un capellán que le asegura la atención espiritual y le informa no sólo de los horarios de Misas, sino también de las meditaciones o retiros mensuales. Si a esto se añade el cuidado afectuoso y delicado de las enfermeras, se comprende que Guadalupe aquella noche pudiera sentirse, en aquella clínica, como si estuviese verdaderamente en familia: como si no hubiese salido de su casa. La doctora Mouriz cumplió su compromiso. Fue a verla diariamente y, si Guadalupe no estaba cansada, permanecía más tiempo y la entretenía con una amena conversación en la que se desgranaban viejos y entrañables recuerdos. Ángela seguía puntualmente su evolución y los planes o tratamientos que los médicos iban prescribiéndole y se los contaba con el detalle que la enferma le pedía. Por esto puede ahora dar un buen testimonio de la paz y alegría que conservaba Guadalupe, a pesar del incierto pronóstico de su enfermedad, como buena prueba de desprendimiento:
Me impresionaba cómo enfocaba la muerte. Estaba convencida de que no iba a salir de la operación y le ilusionaba tremendamente pensar que Dios se la podía llevar. Me decía: Estoy en las manos de Dios; si quiere que me ponga buena, también me dará mucha alegría seguir viviendo para servir a la Obra. Además estaré bien, sana, y por lo tanto podré hacerlo mejor que en estos años pasados. Pero a mí me alegraría mucho ver a Dios, estar con Él... ¡Cuánto le atraía la posibilidad de ir al Cielo! [7]. Fueron muchas las pruebas a que la sometieron los médicos. Un día le hicieron tomar un medicamento muy desagradable al gusto. La enfermera le comentó que algunos enfermos simulaban tomarlo pero lo escondían y lo tiraban después. Guadalupe le dijo, divertida: Yo voy a ser una enferma honrada, y lo tomó sin hacer el menor gesto. Pero después le salió la veta investigadora y comentó: –Tendré que estudiar alguna forma de encapsulación o de disimular el mal sabor, porque... verdaderamente no es agradable [8]. Algunas veces se quedaba agotada por las muchas visitas, a las que siempre acogía con su amplia sonrisa. Uno de los días, cuando ya no esperaba a nadie, entraron dos conocidas suyas que venían de Madrid. Se habían enterado de que estaba allí y pasaron a verla. Estuvieron largo rato, le contaron sus muchas tragedias y enfermedades y, como por casualidad, al salir, ya de pie, le preguntaron: ¿Y tú qué haces aquí? Ella, quitándole importancia, les dijo que la preparaban para operarla de corazón. Se estaba celebrando paralelamente, en la Facultad de Medicina de la Universidad, un congreso de Cardiología y las esposas de algunos de los participantes aprovecharon un tiempo libre para visitarla. Una de ellas fue Nela, la mujer del doctor Rábago que, durante tantos años y con tanta dedicación e interés, la había atendido después de operarse en la Clínica de la Concepción. Guadalupe aprovechó rápidamente la oportunidad, como procuraba hacer siempre, para darle a conocer más la Obra y animarla a que frecuentara los retiros que tanto bien le hacían. Otra persona que la visitó le entregó como recuerdo una estampa de Jesús en el Huerto de Getsemaní, con una oración por los agonizantes. Guadalupe la recibió agradecida y entendió que aquella mujer quería mostrarle su afecto de esta manera, pero las acompañantes dudaron de la oportunidad del
regalo porque les pareció poco oportuno para levantar el ánimo de un enfermo grave. Por fin los médicos hicieron poner en su puerta el cartel de prohibido visitas. Pudo así estar más descansada y recibir sólo a las que le suponían una verdadera compañía y podía atenderlas sin especial esfuerzo. Encima de la mesilla de noche tenía una caja de cerámica con caramelos y bombones, que le habían regalado y que resultaban muy útiles para obsequiar a las que limpiaban la habitación o le traían la comida. Nunca permitía que empezaran el trabajo en su habitación sin haber cogido antes uno, por lo menos. Después, mientras duraba el trabajo, les daba conversación y se interesaba por la vida de cada una: si eran solteras o casadas, cuántos hijos tenían, si les preocupaba algo... Cuando terminaban les agradecía afectuosamente el servicio que habían prestado. María Jesús Marín era una enfermera muy joven, con la carrera recién terminada, que estaba haciendo en la clínica el primer año de especialidad en Cardiología. Recuerda muy bien a Guadalupe porque estaba viviendo una de sus primeras experiencias profesionales: En mi corta experiencia en la profesión de enfermería, apenas había atendido a nadie que estuviera a punto de morir; pero no me parece que fuera ésta la razón por la que aquella paciente me llamó tanto la atención. Había algo más. Guadalupe era distinta a los demás enfermos (...). Por la dificultad que tenía para respirar, apenas dormía ni podía realizar esfuerzos; no obstante, en ningún momento le oí quejarse ni hacer el más mínimo comentario sobre lo que, lógicamente, le tenía que costar aquella situación. Yo no salía de mi asombro, ni sabía qué pensar. Distinguía perfectamente entre una persona fuerte, que aguanta la enfermedad, y ella, que lo que hacía era aceptarla de aquel modo tan extraordinariamente sereno [9]. Su hermano Eduardo la visitaba también a diario. Frecuentemente coincidía con la visita de los médicos pero solía aclarar que no estaba allí como médico. Mantuvo siempre una posición discreta y de gran respeto hacia el
cuidado de los especialistas a los que escuchaba y preguntaba lo preciso, no para opinar, sino sólo para informarse. Guadalupe tenía presentes a todas las de su centro de Madrid y les escribía con frecuencia. Las cartas las dirigía a Adelaida Tuñón que, al ser la subdirectora, estaba haciendo sus veces, pero dedicaba unas líneas a cada una y, al final, les contaba lo que hacían con ella, siempre con gran paz: Los médicos no se pronuncian y me siguen estudiando... es casi una pequeña ironía. Yo estudio... ellos me estudian... Eduardo está al margen hasta que le digan el resultado [10]. Guadalupe dedicaba muchos ratos al estudio. Estaba corrigiendo algunos de sus apuntes de las clases del CEICID, considerando que podría ser preciso sustituirla eventual o definitivamente. También hacía pruebas en el lavabo con muestras de diferentes telas, en las que experimentaba la manera de limpiarles manchas, observaba si se encogían, etc., porque estaba actualizando un libro sobre la química de los detergentes del que se había agotado la primera edición. En una silla de ruedas, para que no se cansase, la llevaron a visitar la administración de la Clínica y lo que más le interesó, además de las personas, fueron las máquinas para el lavado y planchado de la ropa y preguntaba sobre las ventajas de utilizar telas inarrugables. Hacía algún tiempo que no veía a su madre, porque vivía en Pamplona con la familia de su hermano Eduardo. Su salud se fue deteriorando por estas fechas y habían tenido que ingresarla en la Clínica Universitaria bajo el cuidado solícito de su hijo. Cuando llegó Guadalupe, su madre había empeorado mucho y prácticamente ya no conocía a nadie. Guadalupe la visitaba todos los días y se quedaba junto a ella el mayor tiempo posible volcando su afecto: la acariciaba, la besaba y le decía cosas cariñosas porque tenía la impresión de que la anciana sentía su presencia y se emocionaba. Asiste, siempre que puede, a las Misas que se celebran en la Clínica, se confiesa semanalmente, con puntualidad, y pasa ratos de oración en el oratorio muy metida en Dios y sin que parezca que algo pueda distraerla.
Cuando las visitas le regalaban algún ramo de flores enseguida lo enviaba para que se pusiera junto al Sagrario o ante la imagen de la Virgen. Iban pasando los días del mes de junio, la espera se estaba haciendo muy larga, pero Guadalupe no demostraba impaciencia. Decía que estaba veraneando e, incluso, daba la sensación de que le gustaba estar allí. No pedía nada, no denegaba nada: era su lema. Todo lo que le hacían lo aceptaba sin más. Estaba en actitud receptiva, sin derechos: todo era bueno, todos –médicos y enfermeras– trabajaban muy bien... Le agradaba que la tratasen como un enfermo más sin ningún tipo de distinción, a pesar de tener un hermano que era el jefe de un importante servicio. Quería pasar inadvertida, aunque era casi imposible porque su personalidad y su bondad atraían fuertemente la simpatía de todos y dejaban huella profunda en quienes la atendían, aunque sólo fuera durante unos minutos. El 22 de junio escribió al Padre para que tuviera noticias directas de su situación, carta que ya San Josemaría no recibiría en la tierra: Padre: le estoy escribiendo desde la Clínica. Llevo aquí veintidós días y cuando termine el mes decidirán los cardiólogos si conviene cambiarme «las válvulas del corazón». Estoy tranquila y no me inquieta lo que pase. Este año hice, hasta venir aquí, vida normal como los anteriores, pero me voy cansando cada vez un poco más (...). Me acuerdo mucho de todo lo que sé que hay que encomendar, y lo que me imagino. Ayúdeme Vd. a portarme bien en lo que ahora Dios quiera de mí [11]. Por fin, el 24 de junio, fiesta de San Juan Bautista, le informaron que la operación sería el 1 de julio y convenía empezar ya la preparación inmediata para la cirugía. Tenía que hacer una tabla de gimnasia pesadísima, para tratar de aumentar su capacidad torácica y oxigenarse mejor; y un reposo más completo. Se podría levantar de la cama únicamente para la comida del mediodía y no debía salir de la habitación. La gimnasia la empezó a hacer como una profesional, obedeciendo las órdenes de la enfermera que, aunque la ayudaba con todo su cuidado, la maltrataba dos veces al día, durante unos quince minutos. Sintió mucho no
poder acudir a Misa, aunque los sacerdotes le llevasen la Comunión diariamente. Tuvo que aplazar las visitas a su madre para después de la operación, a pesar de que su vida se iba apagando poco a poco. Aun con todo, continuó trabajando en la cama... Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer falleció en Roma, a mediodía del 26 de junio (1975) y la noticia se extendió rápidamente por todo el mundo. Puntualmente llegó a Pamplona y se colocaron las banderas a media asta, en el Edificio Central de la Universidad de Navarra y en los de las diversas Facultades. En principio, decidieron no decir nada a Guadalupe porque no le convenía recibir impresiones fuertes. Piensan que, debido al gran afecto que tiene al Padre, la noticia repentina de su muerte puede emocionarle y perjudicarle. Procuraron así que nadie se entrometiera inconscientemente con algún comentario y que no le llegasen noticias por los medios de comunicación. Don Eduardo, su hermano, dice Ángela Mouriz, estaba haciendo unas gestiones en Madrid, y nos pareció prudente esperar para preguntarle cómo convenía actuar [12]. Guadalupe vio a media asta la bandera del edificio de la Facultad de Ciencias, que estaba enfrente de su ventana, y preguntó: –¿Qué ha pasado? ¿Ha muerto algún profesor?... Le contestaron con una vaguedad y ella pensó que se trataría de una noticia que yo, por mi situación, no debía conocer, y decidí no preguntar más [13]. A primera hora del día siguiente regresó su hermano y, al subir a verla, le pidieron su parecer sobre la oportunidad de darle la noticia de la muerte del Padre y respondió que, en su opinión, había que decírselo [14]. Se consideró entonces que el mismo Eduardo era la persona más indicada para hablar con ella y él mismo ha dejado por escrito cómo fue esa conversación: A las 9 y cuarto de la mañana de ese día (27 de junio), Eduardo fue a cumplir con tan doloroso deber (...). Entró sólo Eduardo para decir a Guadalupe que el Padre estaba enfermo. Ella reaccionó con su generosidad habitual y le dijo: Si te tienes que ir, vete. No te quedes por mí [15].
Una hora más tarde, las que acompañaban a Guadalupe vieron que había llegado el momento de comunicarle la noticia completa porque preguntaba mucho... Fue Eduardo y, como la vez anterior, salieron ellas y dejaron solos a Eduardo y Guadalupe. Entonces Eduardo, mientras Guadalupe, sentada en la cama, le miraba con fijeza, le dijo: Las noticias que han llegado nos dicen que el Padre ha muerto. Al saberlo, llora, pero sólo unos momentos. Guadalupe, con su mirada infantil y llena de ternura –imposible pensar que tuviera 58 años–, insistía entre sollozos: El Padre, ¿es posible? Se secó los ojos y rápidamente volvió a reír con su inolvidable y permanente alegría, para decir: Ya está el Padre en el Cielo. Pensaba que para el Padre no podía haber sucedido nada mejor, además (decía), desde arriba, nos va a ayudar más [16]. Después de intenso silencio, añadió: –Bueno, Eduardo, ya está, yo ya lo he aceptado y tú vete a trabajar, que es lo que el Padre querría, que te fueras a trabajar y que todos siguiéramos haciendo la misma vida [17]. Eduardo temía que su emoción interior estallase hacia fuera. Su fortaleza se había roto, dice y salió rápidamente de la habitación. Pidió entonces Guadalupe a las que esperaban fuera y se disponían a entrar, que la dejasen sola durante un tiempo. Durante aquel día, se la vio muy apenada, pero serena. Eduardo hace aún un último comentario: Guadalupe seguía paso a paso su calvario sin inmutarse. Ese día hizo de nuevo una aceptación de la voluntad de Dios: Acepto la muerte, la vida, como sea. Alegre si voy a Ti pronto, pero aceptando todo... y quedándome para servir... Como Tú quieras [18]. Durante los días siguientes, los medios de comunicación fueron dando amplias informaciones sobre la vida y la muerte del Fundador del Opus Dei,
sobre las exequias, etc. Guadalupe procuró no perderse nada y leía o escuchaba las noticias con suma atención. El día 30 de junio, cuando faltaban pocas horas para la operación, el cirujano le explicó clara y detalladamente lo que le iban a hacer y le dijo que, cuando se despertara de la anestesia, no debía asustarse con el incómodo tubo que tendría puesto para facilitar la respiración. Guadalupe escuchó con mucha atención, más por complacer al cirujano que por un interés personal, y agradeció el detalle que había tenido con ella. Aquella tarde la dedicó a repasar los asuntos que dejaba pendientes y comunicó lo preciso para que nada se quedase en el aire. Fue como una nueva despedida sin palabras y sin dramatismos. Desde el día 27, desde el momento en que supe la muerte del Padre, ofrecí toda mi operación y mi colaboración en ella, y creo que no me he echado atrás en ningún momento, sino todo lo contrario [19]. Más tarde llegó su otro hermano, Manolo, para visitar a su madre y estar cercano a Guadalupe durante la operación. Sin embargo, hablaron muy poco de la cirugía porque ella le preguntaba sólo sobre cómo había hecho el viaje o dónde se alojaba. Hacia la medianoche, cuando ya había terminado la visita a los enfermos que tenía ingresados, entró Eduardo. Ella estuvo con gran vitalidad y, como siempre, cariñosísima. Le contó la conversación con Manolo y le rogó que no se preocupase y que estuviera tranquilo. Eduardo, al marcharse, le dijo: ¡Guadalupe! Sabes que te van a hacer una operación muy grave y te das cuenta del riesgo que tienes. Es importante que vayas preparada y estés serena. Pueden pasar dos cosas: que te reúnas con el Padre enseguida y lo veas al lado de Dios y de la Virgen, o que el Padre pida a Dios que continúes aquí. Los dos caminos son buenos [20]. El 1 de julio era martes y, a pesar de que habían sedado a Guadalupe tal como se hace en cualquier operación, se despertó muy temprano: A las 7 de la mañana, comulgó. Antes había hecho oración y rezado el rosario. A las 7.20 la bajaron al quirófano y, sonriendo, nos dijo: Estad
tranquilas. No sé si el Padre me dirá ¡Guadalupe, para arriba! o ¡Quédate abajo! Todo es bueno [21]. Estuvo anestesiada durante cinco horas y cuarto, y una hora y cuarenta y nueve minutos los pasó con circulación extracorpórea. La operación resultó larga y costosa pero hábilmente realizada en todas sus fases y pormenores. Pasó del quirófano a la unidad de reanimación a las 2.10 del mediodía [22]. Estuvo sedada toda la tarde y no despertó hasta las nueve y media del día siguiente. Entonces le pudieron decir que don Álvaro del Portillo –como Secretario General, dirigía el Opus Dei desde el fallecimiento del Fundador– la tenía presente constantemente [23]. Días después, uno de los sacerdotes que había seguido la noticia de la operación en Roma, escribió: Esta mañana, después de haber hecho la oración (...), don Álvaro nos ha dicho a todos los que estábamos en el oratorio que encomendásemos especialmente, pidiéndoselo al Padre, una operación muy delicada que iban a hacer a una hermana nuestra, en la Clínica de Pamplona (...). Don Álvaro dijo que, al celebrar u oír la Santa Misa, pidiésemos al Señor – aceptando su voluntad– que saliese bien de la operación, aunque era muy grave [24]. La operación transcurrió bien, mejor de lo esperado. Durante las siete horas que pasó en el quirófano, las que esperaban en la puerta recibían información de lo que sucedía en el interior. Ángela Mouriz, como médico, entraba y salía frecuentemente y daba noticias de las opiniones que recogía de los médicos. Eduardo no abandonó su consulta y pasó la mañana atendiendo enfermos pero, en cuanto terminó la operación, le comunicaron que todo había terminado favorablemente. Cuando pudo acudir, Guadalupe estaba ya en la unidad de reanimación. Estuvo con ella y facilitó la entrada, en aquel lugar reservado, a algunas de las que esperaban: Don Eduardo quiso que pasáramos unos momentos a la zona de reanimación. Nos pusimos las batas verdes y la encontramos con buen aspecto, aunque llena de tubos. Las constantes eran normales.
El cirujano quiso darnos la enhorabuena. Don Eduardo le abrazaba emocionado (...). Dijo que estaba muy contento del resultado de la operación y que quedaría mucho mejor de lo que esperaba [25]. El día cuatro, hacia las 11 de la mañana, pudo ya salir de los cuidados intensivos y la trasladaron de nuevo a su habitación 302. Le gustó, y agradeció enseguida un gran ramo de rosas que le había enviado la Dirección de la Clínica para darle la bienvenida. Enseguida llamó a Madrid para que oyesen su voz y les dijo: Casi he sufrido una decepción, porque pensaba irme al Cielo [26]. Eduardo escribió pronto una carta para informar al doctor Pedro Rábago con desbordante alegría y optimismo: De Guadalupe siguen las excelentes noticias. El día 1 se operó y le pusieron las dos válvulas (mitral y aórtica) así como anillo en la tricúspide. La mitral estaba calcificada y cerrada en grado sumo. Diego [27] la quiso guardar para estudiarla y para que la vieran (los estudiantes) (...). El curso postoperatorio ha sido tan extraordinario (que) a las 48 h estaba en su habitación sin apariencia externa de operación, (lo) que resulta verdaderamente milagroso. Es verdad que ella es muy valerosa y pediría, como lo hicimos todos, a través del Padre, por su salud. ¡Cuántas personas han preguntado por ella de todas partes! Mi madre, como sigue casi inconsciente, ni se ha dado cuenta de lo sucedido [28]. Guadalupe no ha perdido la presencia de Dios y de la Virgen en ningún momento y ha renovado continuamente el ofrecimiento de su vida incluso en los ratos –una parte de la operación, se realizó con anestesia local– en que estuve bastante consciente en el quirófano. Dice después que esta presencia de Cristo, de la Virgen y del Padre la tuvo, de un modo natural, la conservé casi constantemente antes, durante y en el postoperatorio. Pudo recibir la Comunión todos los días: He ofrecido la Comunión que no he dejado de recibir ningún día, y la Misa desde el día siete (de julio) en adelante. Las normas diarias y las tres partes del rosario, y termina diciendo que ha tenido alegría y palabras de afecto con todos –médicos, enfermeras, personas de toda clase–. Creo que no he pedido nada ni me he quejado nunca [29].
Día a día se ve que Guadalupe mejora: Fue todo de bien en mejor –dice su hermano–, y se podrían reproducir como en una película las sucesivas escenas, a cual más satisfactoria (...). El día seis andaba. El día siete le quitaron los puntos. Fue la primera vez que salió de la habitación. Bajó a Misa y comía con normalidad y excelente apetito [30]. Quizá el episodio de la comida ha sido el más llamativo. Le han pasado ya a la dieta cero, no hace falta que le preparen nada especial. Puede comer lo que le guste. Aquel día en el menú ordinario hay albóndigas y las que le acompañan piensan en la conveniencia de pedir otro plato más apetitoso. Guadalupe se opone, ceden para no disgustarla y ¡comió dos albóndigas! La noticia llegó enseguida a Madrid y de allí a Roma: ¡Guadalupe ha comido albóndigas! Incluso se lo comunicaron a don Álvaro, que sonrió con un gesto de comprensión muy expresivo. El día siete de julio, lunes, era San Fermín y hacía horas que llegaba, aunque lejano, el sonido de la algarabía callejera, con motivo de la gran celebración del Patrono de la ciudad. Eduardo aprovechó la fiesta para irse a Torreciudad, a la inauguración del Santuario con la Misa-funeral por el Fundador del Opus Dei. Regresó a última hora de la tarde y le faltó tiempo para correr a contarle a Guadalupe sus impresiones, la gente que había participado y la emoción que había rodeado todo el acontecimiento. Eduardo recordaba textualmente algunas palabras de la homilía del Consiliario del Opus Dei en España, don Florencio Sánchez Bella, que presidía la celebración. Guadalupe participa del entusiasmo de su hermano y le parece que reviven los días que pasó, junto al Santuario aún en construcción, hacía pocos meses.
XX. Hacia el final En estos días del postoperatorio se siente movida a escribir el borrador de unos primeros recuerdos del Fundador del Opus Dei, en los que narra la primera y última vez que le vio, su primer y último encuentro: Recuerdo, escribe, cuando conocí al Padre. Una tarde de finales de enero del invierno madrileño de 1944. Yo acababa de terminar la carrera de Ciencias Químicas y estrenaba mi primer trabajo profesional (...). La entrevista fue decisiva en mi vida (...). Tuve la sensación clara de que Dios me hablaba a través de aquel sacerdote (...). Sentí una fe grande, fuerte, reflejo de la suya y me puse interiormente en sus manos para toda mi vida (...). Algunas veces después, le he oído decir al Padre, hablándome a mí y a tantas almas que, como yo, vivieron momentos parecidos: Gracias hijas mías, gracias, porque habéis tenido fe en Dios y en mí. Y, un poco más adelante, sigue escribiendo: Recuerdo la última vez que vi al Padre. Fue un rato de tertulia íntima. Un diálogo profundo hecho de palabras y de compenetración donde, una vez más, noté que se rompían las fronteras entre lo que el Padre decía y yo pensaba; y sentí, como otras veces, que tocaba a Dios a través de su fe [1]. También ha reiniciado su trabajo de revisión de apuntes y de puesta al día de su libro sobre los detergentes: Una mañana, dice Ángela Mouriz, cuando entré en la habitación, vi que estaba lavando en el lavabo. Le pregunté qué lavaba y me dijo: No, no estoy lavando, estoy haciendo unas pruebas de textiles; quiero experimentar cómo actúan estas sustancias en ciertas manchas... [2]. En aquel momento lavaba unos trozos de tergal blanco, con distintas composiciones de fibras, para estudiar el tipo de detergente que se debía
usar y la temperatura oportuna del agua; trataba de encontrar el lavado más adecuado para evitar la plancha. Era tela para las batas de los médicos. Dábamos pequeños paseos por los pasillos –narra también Ángela–, y un día que le dijeron que podía hacer un paseo más largo quiso que fuéramos a la ermita de Nuestra Señora del Amor Hermoso del campus universitario [3]. Aquella era la visita más deseada desde que los médicos la encerraron en su habitación. Se arregló elegantemente, con un vestido estampado, y pasó a los pies de la Virgen un buen rato rezando el Rosario. Después, con pausa, recitaron la Salve. Al volver, estaba tan bien, que me pidió subir hasta el primer piso por las escaleras –de ahí a su planta, que era la tercera, continuamos en ascensor–. Al llegar a la habitación, con una expresión realmente feliz me dijo que hacía más de veinte años que no había subido unas escaleras sin cansarse; estaba radiante. Esto es lo que volvió a hacerme pensar que Guadalupe había vivido la virtud de la fortaleza en grado heroico [4]. En esas fechas acudió a visitarla una de las primeras supernumerarias mexicanas a la que ayudó en sus primeros pasos en el Opus Dei y poco después le escribía a otra que vivía en México: Se acordaba de México –le dice–, de ti, de todas las personas con un cariño entrañable. Seguía la vida de cada una con su oración ininterrumpida y un sacrificio constante. Pasamos un buen rato, un rato que no olvidaré nunca, hablando de aquellos tiempos [5]. Hasta el lunes 14 de julio todo siguió en un ambiente de esperanza vital, como dice su hermano. Guadalupe incluso había dicho: ¡Qué alegría ver a Eduardo tan contento, con lo preocupado que ha estado...! ¡Menos mal que se decidió a operar...! Desde hace veinte años, no he estado nunca tan bien. Antes tenía que hacer un esfuerzo y mortificarme para ir de una parte a otra. Ahora al revés: lo hago para no moverme más [6].
Sin embargo, ese día iba a cambiar todo repentina y radicalmente. Eduardo había regresado de Barcelona, después de asistir, en la iglesia de Santa María de Montalegre, a la ordenación de 54 sacerdotes del Opus Dei entre los que había algunos médicos, antiguos alumnos de la Universidad de Navarra. El Cardenal Casariego, Arzobispo de Guatemala, había sido el ministro de la ceremonia. A primera hora de la mañana fue a ver a Guadalupe para comentar juntos lo que había sido aquel acto y se la encontró desayunando, ¡chocolate con churros!: ¡Qué detalle, decía Guadalupe, lo que más me gusta! Después de verla con tan buen apetito, y de charlar un buen rato, se marchó a la consulta: Guadalupe se quedó feliz en su habitación, recuerda el mismo Eduardo, dispuesta a vestirse para dar un paseo [7]. A la hora de comer seguía encontrándose muy bien y, después, durmió un rato. Tenía la intención de volver de nuevo, hacia la media tarde, a saludar a la Virgen de la ermita del Campus: De pronto, como un rayo anuncia una tormenta, sin saber cómo, todo cambió. Serían las 4 y media de la tarde cuando una voz firme pero emocionada llamaba por teléfono a Eduardo: Ven pronto porque a Guadalupe le ha pasado algo. Ha venido el médico interno pero creo que es más grave de lo que él puede hacer [8]. Eduardo no perdió un instante. Pidió que le excusasen en la consulta porque salía a atender una urgencia y subió veloz a la habitación 302: Estaba Guadalupe con las facciones totalmente desencajadas, fría y con un sudor intensísimo. Sin embargo, como siempre, tras su respiración rápida y sofocante, se presumía el esbozo habitual de su sonrisa: No te preocupes, Manito [9]. Eduardo pidió a la enfermera que trajera oxígeno y avisó urgentemente a los cardiólogos que cuidaban de su hermana. Enseguida se hizo lo conveniente
y, en poco tiempo, pareció que el cuadro agudo cedía y se abría una cierta esperanza. Hacia las 7 de la tarde, un sacerdote le propuso recibir la unción de enfermos y ella asintió inmediatamente: Sí, sí, que me hagan todo. Fue emocionante cómo recibió los últimos sacramentos. Con el cuerpo destrozado (...), con varios goteros alrededor, la mascarilla de oxígeno, la difícil respiración, la cara reflexionada sobre el tórax, los ojos casi siempre cerrados. Tenía aún energía para prestar atención a la lectura que el capellán de la Clínica le iba transmitiendo. Al empezar la administración dijo: Pido perdón a Dios. Pido perdón a todos. Ofrezco todo esto por el Padre. Sea lo que Dios quiera. Guadalupe participaba con todos sus sentidos (...). Resultaba sorprendente el contraste de un cuerpo inerte, en pleno shock cardíaco pero que vibraba al recibir el Sacramento. Pocas veces esta participación del moribundo se ha hecho tan evidente como en aquella tarde del 14 de julio. Aparecía allí toda la grandeza del Sacramento [10]. Estuvieron presentes, con emoción contenida, todas las que la habían acompañado en los últimos días, algunas enfermeras y su hermano Eduardo. La esperanza que se había abierto a media tarde no se consolidó y, a las 8 y media, fue trasladada a la Unidad Coronaria en donde, a pesar de la medicación intensiva que se le aplicaba, aparecían intermitentemente, con momentos en que parecía estabilizarse, los signos de gravedad: ahogos, taquicardia ventricular y caída de la tensión arterial [11]. Ese día, ante la situación crítica que se había producido, llegó de Madrid una directora de la asesoría regional para estar con Guadalupe en sus últimas horas: Estuve, por la tarde, con los médicos del equipo y con su hermano Eduardo. No hablaron apenas. No dijeron nada concreto. Se quedó por la noche con dos enfermeras que la controlaban y conmigo. Estaba inquieta pero
rezábamos jaculatorias y le hablaba con frecuencia. Le costaba respirar y aumentaba la inquietud; se la notaba fatigada [12]. Guadalupe, efectivamente, pasó las horas de la noche muy intranquila con un progresivo edema pulmonar que no la dejaba respirar. Tenía que estar no sólo sentada en la cama, sino echada hacia delante, que es como notaba un cierto alivio: A las 2 de la madrugada, la paciente se encuentra muy intranquila, con disnea que va aumentando progresivamente. A la auscultación pulmonar hay estertores húmedos abundantes y diseminados por ambos pulmones. Debe permanecer sentada y recostada hacia delante [13]. Hacia las 4 de la madrugada pareció que el edema pulmonar mejoraba y que disminuía la disnea y pudo incorporarse y apoyarse en las almohadas. A pesar de esto, la gravedad es tan notoria que ya nadie alberga esperanzas de recuperación. Se ha hecho, y se está haciendo, todo lo que la ciencia médica sabe pero es uno de esos momentos en que se descubren sus tremendas limitaciones. María Jesús Marín, la joven enfermera del Servicio de Cardiología, recuerda muy bien la última noche de Guadalupe. Hacía un par de días que había vuelto a Pamplona tras la semana de vacaciones que había tenido por las fiestas de San Fermín y la noche del 15 al 16 de julio le encargaron el turno de guardia. Se llevó una triste sorpresa al encontrarse con Guadalupe en tal estado. Aunque le impresionó mucho verla tan mal, no pensó que se iba a morir en unas pocas horas. Fue una noche terrible que la pasó cumpliendo cuidadosamente las indicaciones que le daban los médicos: Respiraba con tanta dificultad que prácticamente no podía hablar. Yo, a lo largo de toda la noche, estuve entrando y saliendo de su habitación, y ella seguía interesándose por mí. Me dijo que me fuera a cenar, y que no me preocupara. Sólo hubo un instante en el que le vi cara de sufrimiento, pero cuando se dio cuenta de que me estaba preocupando, cambió. A las personas que le acompañaban les dijo que se acostaran.
No paramos en toda la noche: cambios de medicación, se salieron la sonda y la vía; como tuve que volver a sondarla, le pedí disculpas, porque era evidente que le hacía daño; ella, en todo momento, me tranquilizaba, quitando importancia a lo suyo. Se esforzaba por mantener la sonrisa. Tenía una paz muy especial [14]. Guadalupe estaba pendiente continuamente de las personas que la atendían y les pedía que descansasen y que no se preocupasen tanto de ella: En un momento dado, con la dificultad que tenía para hablar, se dirigió a mí y me dijo: Haced lo que tengáis que hacer, y tú no te preocupes. Estáte muy tranquila, porque has hecho lo que has podido. Me voy a acordar mucho de ti [15]. María Jesús estaba muy conmovida por la entereza y la extraordinaria delicadeza de Guadalupe. No había visto cosa semejante y fue para ella una gran lección. No sabía por qué pero, aquella noche, en cuanto disponía de un momento libre, lo pasaba en aquella habitación. Sentía que no podía dejarla en ningún momento, y no la dejó, porque había algo en la moribunda que la atraía enormemente. Hacia las 5 de la madrugada se perdieron definitivamente todas las esperanzas y consideraron que no se podía hacer más. Los médicos permitieron la entrada a las dos o tres personas que velaban a la puerta de aquella zona reservada, para que estuvieran junto a Guadalupe en sus últimos momentos. En cuanto entraron, con toda naturalidad y serenidad, aunque bastante emocionadas, se pusieron a rezar. Ella tenía en sus manos la estampa de la Patrona de América. De cuando en cuando le decían jaculatorias al oído. En un momento dado, una le dijo: Guadalupe, ahora va a venir la Virgen a cogerte de la mano para llevarte al Cielo como tú siempre querías [16]. Le dieron a besar el crucifijo y la estampa de la Virgen y dejó de respirar. Los médicos, en un último esfuerzo, trataron de reanimarla, pero sobrevino la parada cardíaca. Eran las 6 y media de la madrugada [17] y estaba despuntando la aurora del día de la Virgen del Carmen.
¿Recordaría Guadalupe en sus últimas horas la reflexión que había tenido ocasión de hacer, dos años antes, al estudiar un tratado de Teología durante unos días de descanso, tal como lo contaba entonces al Padre?: La asignatura que hemos estudiado ha sido (...) «Los novísimos» (...). La realidad es que ha sido preciosa y me he familiarizado con la muerte y el Cielo. Espero que lleguen cuando Dios quiera, espero que la Virgen me ayude y verla enseguida (...). Confío en que vendrá (...) con todas las maravillas de poder entender y amar a Dios lo más posible [18]. Las que estaban junto a su cama en el momento en que su corazón se detuvo y se hizo el silencio en su vida, supieron que, en aquel mismo momento, la Virgen le tendió los brazos. Al recibir la noticia, su hermano dijo: ¡Qué agonía la de Guadalupe! ¡Tan breve y tan larga! Cuarenta horas que vivió, como toda su vida, con absoluta entrega [19]. María Jesús no se pudo parar porque la atención de los otros enfermos exigía su presencia de ánimo y su trabajo pero martilleaban en su interior las últimas palabras que Guadalupe le había dicho: ¡Me voy a acordar mucho de ti!: Yo llevaba varios años sin confesarme y sin acudir a ninguna práctica de piedad –dice ella misma–, y, a raíz de aquellos acontecimientos, decidí cambiar; había visto a Guadalupe y estaba convencida de que tenía algo que le daba fuerza para vivir así. Su vida tenía un sentido distinto al que yo había visto en tantos otros enfermos, porque si no, era imposible aguantar aquella situación de ese modo. Me removió. No he dudado nunca que lo que me llevó a dar un giro a mi vida fue su ejemplo, y probablemente su intercesión desde el Cielo. Sabía que era del Opus Dei, e inmediatamente me vino a la cabeza que la Obra tenía que ser algo distinto a lo que yo había oído, ya que, para que esa persona fuera capaz de morir así, tenía que haber algo... A ella le atribuyo mi vocación, porque poco después de su muerte, pedí la admisión como numeraria [20].
Una vez arreglado el cuerpo de Guadalupe por las mismas enfermeras, se trasladó al Colegio Mayor Goroabe, situado en el mismo campus universitario. Lo colocaron sobre una tabla recubierta con una tela de terciopelo color fucsia y lo rodearon de rosas. Las que habían seguido su vida, enferma, en los últimos meses, pudieron apreciar que su rostro se había transformado exteriormente. Había desaparecido el rictus del dolor y las huellas del sufrimiento y parecía que traslucía el gozo de su alma que siempre había estado metida en Dios pero que, ahora, había llegado al culmen del encuentro. Parecía incluso que esbozaba una sonrisa con su último adiós: ¡Hasta pronto! Al mirarla, invadía un sentimiento de paz y daba la impresión de seguir escuchando su voz para repetir lo que tantas veces había dicho en tantos momentos críticos en Roma, en Madrid o en Pamplona: ¡No pasa nada, no os preocupéis! Se ha cumplido el deseo que expresó el día en que se incorporó plenamente al Opus Dei, el inolvidable 17 de mayo de 1952: ¡Que sepa ganar la última batalla! Cerca de la capilla ardiente se colocó una mesa de altar en la que se celebraban Misas continuamente. La noticia recorrió enseguida toda España, Roma y... el mundo. Y se ofrecieron numerosos sufragios privados y funerales públicos. El Consiliario del Opus Dei en España, aquella misma mañana de la festividad de Nuestra Señora del Carmen, celebró la Misa, en sufragio por su alma, en el centro donde había vivido Guadalupe durante los últimos años, en el oratorio que sabía tanto de sus confidencias íntimas con el Señor Sacramentado. Al día siguiente, 17 de julio, ofició un solemne funeral en el mismo Colegio Mayor Goroabe en el que participaron el Capellán Mayor de la Universidad y muchos sacerdotes, alguno de ellos mexicano. En la homilía hizo referencia a que Guadalupe tenía una fe tan grande que le hacía desear el Cielo (...). Las virtudes de docilidad y sencillez que tenía no se improvisaban, eran fruto de muchos actos de virtud en lo pequeño. No tenía miedo a la vida, ni miedo a la muerte. El no morirse en la operación le había en cierto modo desilusionado y, al mismo tiempo, al comprobar
que Dios le daba vida, se puso enseguida a trabajar porque había muchas cosas que hacer [21]. El entierro, desde el Colegio Mayor Goroabe hasta el cementerio de Pamplona, fue solemne y con un silencio cuajado de oraciones. Los restos mortales de Guadalupe descansaron definitivamente en un panteón de granito gris con la inscripción: Lux aeterna luceat eis. Está situado en la calle San Juan, número 240. Pronto la noticia llegó a México. Guadalupe sólo había pasado en aquel país seis años y hacía casi veinte que lo había dejado... Sin embargo, las mexicanas que la conocieron y trataron pensaban que no había transcurrido el tiempo y sintieron la ola de dolor y de esperanza, sentimientos encontrados con que recibimos los cristianos la noticia de la muerte de personas cercanas: ¡Aquí me tienen, unida a su dolor! (...) ¡cómo cuesta discurrir cuando se tiene el corazón destrozado! No puedo todavía pensar en ella sin que los ojos se me llenen de lágrimas. Esa tarde (cuando me llegó la noticia), lloré como no lo había hecho desde que murió mi madre (...). Nos comentaban que Guadalupe estaba preparada para este paso de la muerte a la Vida y yo pienso que hace mucho que lo estaba (...). Aun así, ¡cómo duele pensar que ya no podrá uno gozar de su presencia material, de su risa incomparable... Sin embargo, para todas las de esta tierra, a la que ella quiso tanto (...) su muerte significa la certeza de que México tendrá en el Cielo una gran intercesora y de que ahora (...) estará más que nunca a nuestro lado, ayudándonos a que la semilla que hace 25 años (...) vino a traer, fructifique cada día más y que seamos tan fieles, tan alegres, tan apostólicas como lo fue ella (...). Yo personalmente quedé en deuda con ella. De ella se sirvió el Señor para darme la felicidad que tantos buscan y no encuentran; gracias a ella, mi madre, esa otra mujer maravillosa, pudo morir en paz y estar también en el Cielo [22]. Diez días después, el 26 de julio, también en una habitación de la Clínica Universitaria de Navarra, falleció doña Eulogia Fernández de Heredia y Gastañaga, la madre de Guadalupe.
Dios quiso que madre e hija se encontrasen enseguida en el Cielo y pudieran agradecerse mutuamente, con toda la fuerza que les daba la presencia de Dios, cuánto bien se habían prestado la una a la otra. Guadalupe siempre consideró que su madre había sido la artífice de un gran tanto por ciento de su llamada al Opus Dei, y siempre se lo agradeció; su madre también había procurado caminar muy cerca de las sendas por las que había ido su hija. Las dos tenían ahora un final común, el final de las almas santas.
XXI. Y después... Guadalupe vive en el Cielo, en el seno de la Trinidad Beatísima. Aquí no se la ha olvidado. Ha quedado algo más que un recuerdo que puede llevarse el viento de los años: permanece, bien marcada, la huella que dejaron sus pies al caminar por la senda que abrió el Señor, el 2 de octubre de 1928, al iluminar el corazón de Josemaría Escrivá de Balaguer. Muchas veces, Guadalupe se vio caminando ut iumentum (Sal 72, 23), como un borrico, tal como sabía que se sentía el Padre porque se lo había oído muchas veces. ¿Qué habría sido de Guadalupe si no hubiera conocido en 1944 al Fundador del Opus Dei? ¿Qué habría sido de Guadalupe si no hubiera decidido, poco después de aquel encuentro, pedir la admisión en la Obra? Es imposible contestar, pero sí sabemos los cristianos que no se puede llegar a la plenitud de la vida cristiana, a la santidad a la que estamos llamados todos, sin la ayuda de Dios que dijo sin mí no podéis hacer nada (Jn 15, 22). Dios actúa de formas muy diversas tanto interior como exteriormente, valiéndose de distintos sucesos. A San Pablo lo llamó a las puertas de Damasco con una iluminación deslumbradora, pero no supo lo que debía hacer hasta que el apóstol, tras una purificación por la oración y mortificación –permaneció tres días sin vista y sin comer ni beber–, habló con Ananías: Saulo, hermano, me ha enviado el Señor Jesús, el que se te apareció en el camino por donde venías, para que recobres la vista y seas lleno del Espíritu Santo (cfr. Hch 11 y 22, 1-16). Quizás, a la luz de esta narración, cuyo autor principal es el Espíritu Santo, podemos entender que tanto la fe como su crecimiento en la vida sobrenatural vienen de Dios, pero Él actúa ordinariamente valiéndose de instrumentos humanos. Es claro que Saulo no hubiera sido nunca Pablo – ¡San Pablo!–; sin la iluminación sobrenatural y sin la ayuda de las palabras de Ananías, que también fueron iluminadoras...
San Josemaría Escrivá hablaba de la muerte con palabras que alejaban el temor y encendían la esperanza y describía el día final, siguiendo la tradición cristiana, como dies natalis, el día del nacimiento a la plena y eterna bienaventuranza. Para mí, la muerte es Vida, la muerte es el Amor. ¡Si no nos morimos!: cambiamos de casa y nada más. Con la fe y el amor, los cristianos tenemos esta esperanza; una esperanza cierta. No es más que un hasta luego. Nos debíamos morir despidiéndonos así: ¡hasta luego! Dios no actúa como un cazador, que espera el menor descuido de la pieza para asestarle un tiro. Dios es como un jardinero, que cuida las flores, las riega, las protege; y sólo las corta cuando están más bellas, llenas de lozanía. Dios se lleva a las almas cuando están maduras [1].
Cronología 1916 12 de diciembre. A las 19.30 nace Guadalupe en Madrid. Es el día de la Virgen de Guadalupe. Tercer hijo y último de Manuel Ortiz de Landázuri y de Eulogia Fernández de Heredia. 24 de diciembre. Bautizo de Guadalupe en la Iglesia Parroquial de San Ildefonso, por el Capellán Castrense, don Basilio Pérez Mendoza, del 5° Regimiento montado de Artillería. Se le ponen los nombres de María Guadalupe de la Consolación, Eulogia, Maravillas, Enriqueta. Fueron padrinos don Enrique Ortiz de Landázuri y Rodríguez y doña Maravillas del Corral y Fernández de Heredia. 1917 20 de febrero. Su padre es ascendido a Comandante y destinado a la Comandancia de Artillería de Larache. 1923 31 de agosto. Su padre es destinado a la Academia de Artillería como Profesor (Segovia). Guadalupe va al Colegio La Emulación. 1924 29 de mayo. Fiesta de la Ascensión del Señor: Guadalupe hace la primera Comunión en Segovia. 1927 18 de enero. Su padre es destinado al Cuartel del General Jefe del Ejército de España en África. Guadalupe comienza el bachillerato en el Colegio Nuestra Señora del Pilar de los marianistas, en Tetuán. 1928 Guadalupe padece una enfermedad reumática. Tiene 12 años. 1932 Su padre es destinado al Ministerio del Ejército en Madrid y ascendido a Teniente Coronel. Guadalupe continúa el bachillerato en el Instituto Miguel de Cervantes, en la calle Prim de Madrid. 1933 Junio. Termina el bachillerato en el Instituto Miguel de Cervantes. Octubre. Inicia la licenciatura en Ciencias Químicas en la Universidad Central. 1936 18 de julio. Comienza la guerra civil española y ha de interrumpir la carrera que estaba realizando con brillantez. 8 de septiembre. Fiesta de la Natividad de Nuestra Señora. El padre de Guadalupe, de 55 años, es fusilado en la Cárcel Modelo de Madrid. Guadalupe pasa la noche anterior acompañándole, con su madre y su hermano Eduardo. 1937- Durante la guerra se traslada con su madre a Valladolid. 39 1940 Junio. Termina la carrera y empieza a dar clases en el Liceo Francés y en el Colegio de la Bienaventurada Virgen María. 1944 25 de enero. Habla por primera vez con San Josemaría Escrivá de Balaguer en el centro Jorge Manrique. 12-17 de marzo. Hace un curso de retiro en Jorge Manrique, dirigido por don Abundio García Román, fundador de las Hermandades Obreras y amigo del Padre. 15 de marzo. Habla con el Padre durante el curso de retiro y decide dedicarse plenamente a Dios en el Opus Dei. 19 de marzo. Pide la admisión en el Opus Dei como numeraria. 28 de marzo. Comunica a su madre la decisión y, juntas, hacen una romería al Santuario de Guadalupe, Patrona de Extremadura, para pedir a la Virgen que les ayude a cumplir la
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voluntad de Dios. 18 de mayo. Fiesta de la Ascensión del Señor. Se traslada a vivir al centro Jorge Manrique. La acompaña su hermano Eduardo. Es el vigésimo aniversario de su Primera Comunión. 16 de marzo. Es nombrada directora del centro Jorge Manrique. 30 de junio. Va a Los Rosales (Villaviciosa de Odón) para asistir a un curso de formación. 15 de septiembre. Guadalupe, con otras tres, se marcha a vivir a Bilbao, al centro de la administración de Abando. El Padre les da la bendición y las despide. 11 de octubre. El Padre celebra la primera Misa en el oratorio de la residencia Abando. 15 de marzo. En la administración de Abando, piden la admisión las dos primeras numerarias auxiliares: Concha de Andrés y Dora del Hoyo. 17 de marzo. Guadalupe es nombrada directora de la administración de Abando. 30 de mayo. Guadalupe anota en su agenda: «Completamente encajada en la Obra. Soy feliz». 1 de enero. Viaja a Madrid y Zaragoza, para colaborar en el desarrollo de los apostolados de la Obra. 24 de febrero. La Santa Sede otorga a la Obra la primera aprobación pontificia mediante el documento Decretum laudis. 15 de septiembre. Guadalupe llega a la residencia universitaria Zurbarán. Va a ser la primera directora de esa residencia. Octubre. Se matricula en cinco asignaturas para el doctorado en Ciencias Químicas. 23 de enero. Asiste al primer curso de retiro en Los Rosales. 5 de marzo. Guadalupe viaja a México, para comenzar allí la labor apostólica de las mujeres de la Obra. Será la Secretaria de la Asesoría Regional. 28 de marzo. Don Pedro Casciaro celebra la primera Misa en la Villa de Guadalupe y reza a la Virgen por la labor apostólica de las mujeres del Opus Dei en el país. 1 de abril. Se abre Copenhague, la primera residencia de universitarias en México. 18 de mayo. Don Pedro Casciaro celebra la primera Misa en la residencia. 16 de junio. La Santa Sede concede la aprobación definitiva al Opus Dei. 29 de septiembre. Sale de México para asistir, en Madrid, al primer Congreso general de la Obra. 11-13 de octubre. Se celebra el Congreso en Los Rosales. 5 de octubre. A raíz de una picadura de insecto, cae gravemente enferma en México. Octubre. Primeros síntomas de afección cardíaca. 18 de octubre. Llega a Roma para participar en el segundo Congreso general de la Obra. 24 de octubre. Comienza el Congreso. Es nombrada Vicesecretaria de la Asesoría Central y se queda a vivir en Roma. Diciembre. A final de mes tiene otra crisis cardíaca grave. 19 de mayo. Viaja a Madrid para recibir atención médica. 19 de julio. Es operada de una estenosis mitral en la Clínica de la Concepción de Madrid. Parece que se recupera bien. 10 de octubre. Regresa a Roma. 29 de diciembre. Padece una nueva y grave manifestación de insuficiencia cardíaca. 12 de mayo. Viaja a Madrid para hacerse una revisión médica. El Padre decide que se quede a vivir en España. 5 de julio. Es nombrada directora del centro Montelar (Madrid). 12 de octubre. Viaja a Roma con motivo del tercer Congreso general de la Obra. 9 de noviembre. Es nombrada directora del centro de la Asesoría Regional de España.
1962- Da clases de Física en el Instituto Ramiro de Maeztu. 64 1964 1 de octubre. Comienza a dar clases de Física, Química y Matemáticas en la Escuela Femenina de Maestría Industrial, como Profesora adjunta de Ciencias, con carácter provisional. 1965 8 de junio. Defiende la tesis doctoral en Químicas sobre el tema «Refractarios aislantes en cenizas de cascarilla de arroz». Obtiene Sobresaliente cum laude. 1967 4 de julio. Se traslada a vivir al centro Lista, del que será subdirectora. 29 de noviembre. Se convoca concurso de méritos y examen de aptitud para Profesora de Ciencias de la Escuela Femenina de Maestría Industrial. Guadalupe se presenta y obtiene la plaza de Catedrático numerario. 1968 Participa en la planificación y puesta en marcha del Centro de Estudios e Investigación de Ciencias Domésticas (CEICID), del que va a ser subdirectora y profesora de Química de Textiles. 1969 20 de febrero. Es nombrada directora del centro Lista. 1970 14 de julio. Acude a una revisión a la Clínica Universitaria de Navarra. 1974 Es nombrada subdirectora de la Escuela de Maestría Industrial. 15 de mayo. Ve al Padre por última vez en el centro Lagasca. Octubre. Su madre tiene que ser ingresada en la Clínica Universitaria de Navarra. 1975 1 de junio. Viaja de Madrid a Pamplona e ingresa en la Clínica Universitaria, para una posible intervención quirúrgica. 24 de junio. Los médicos deciden intervenir. Es una operación grave. 26 de junio. Fallece el Fundador del Opus Dei. Guadalupe recibe la noticia un día después, a través de su hermano Eduardo. 1 de julio. Es operada. Permanece en el quirófano desde las 8 de la mañana hasta las 14.10. Sale bien de la operación. Ingresa en la UVI. 4 de julio. Abandona la UVI. Parece que la operación ha resultado satisfactoria. 14 de julio. A las 4.30 acusa una insuficiencia respiratoria, que se agrava paulatinamente a pesar de la atención médica. Por la tarde recibe la Unción de Enfermos y la trasladan a la Unidad Coronaria. Entra en una agonía de cuarenta horas. 16 de julio. Muere a las 6.30 de la mañana. Es la fiesta de la Virgen del Carmen. 23 de julio. Fallece su madre en la misma Clínica.
Apéndice Y, una sugerencia obligada... El 16 de julio de 1975 nos quedó el recuerdo vivo de una mujer fiel a su vocación cristiana en el Opus Dei, que gastó su vida trabajando al servicio de la Iglesia y de los hombres allí donde vivió –España, México, Roma–; y que nos dejó la luz de unas virtudes, humanas y cristianas, vividas, con sencillez, pero esforzadamente, con heroica perseverancia a lo largo de su vida. Desde que se fue al Cielo Guadalupe Ortiz de Landázuri, muchos acudimos a su intercesión ante la Trinidad Beatísima y son numerosas las personas – me consta– que le encomiendan asuntos difíciles. En las largas horas que he pasado perfilando esta biografía, he tenido la sensación de encontrarme ante la historia de una vida santa, cuyo relieve no está en lo extraordinario y lo asombroso, sino en su profundo amor a Dios en las circunstancias corrientes de cada día. Sugiero a todas las personas que reciban gracias y favores por la intercesión de Guadalupe que las escriban clara y brevemente –con todos los datos y circunstancias necesarias– y las envíen a la Oficina para las Causas de los Santos de la Prelatura del Opus Dei en España. De este modo, no sólo quedará constancia de esos favores, sino que se podrá considerar la conveniencia de presentar su vida y virtudes al juicio de la Iglesia. Ha escrito el Papa Juan Pablo II: La dignidad de los fieles laicos se nos revela en plenitud cuando consideramos esa primera y fundamental vocación, que el Padre dirige a todos ellos en Jesucristo por medio del Espíritu: la vocación a la santidad, o sea, a la perfección de la caridad; y ha subrayado el Pontífice que, al recordar la solemne proclamación de algunos fieles laicos, hombres y mujeres, como beatos y santos (...) todo el Pueblo de Dios, y los fieles laicos en particular, pueden encontrar ahora nuevos modelos de santidad y nuevos testimonios de virtudes heroicas vividas en
las condiciones comunes y ordinarias de la existencia humana (Exhortación Apostólica Postsinodal sobre Vocación y Misión de los Laicos en la Iglesia y en el Mundo, 30-XII-1988, nn. 16 y 17). Ésta es la dirección a la que pueden enviarse los testimonios: Oficina para las Causas de los Santos de la Prelatura del Opus Dei en España. Diego de León, 14. 28006-MADRlD. ocs@opusdei.org.
Notas
Notas de la Presentación [1] Al citar estos documentos lo haré con la abreviatura AGP (Archivo General de la Prelatura) y la referencia correspondiente. Con GOL me referiré a la sección Guadalupe Ortiz de Landázuri. [2] CONC. VAT. II, Lumen gentium, 41. [3] Instrucción: V.1935-IX.1950, n. 1. [4] Jn 17, 15. [5] Instrucción: V.1935-IX.1950, n. 5. [6] Mt 5, 48. [7] Instrucción: V.1935-IX.1950, nn. 12-13. [8] Sal 142, 8. Cfr. SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Santo Rosario. Presentación. [9] AGP, GOL (Sección Guadalupe Ortiz de Landázuri), T-Encarnación Ortega Pardo. [10] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 600. [11] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 702. [12] Cfr. Mt 5, 13-14. [13] CARLOS BOUSOÑO, Poesía. Antología: 1945-1993, p. 77. [14] Forja, n. 28.
[15] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Via Crucis, X, 5. Notas del Capítulo I [1] R.O. de 22-VII-1908 (D.O. n. 164). [2] R.O. de 22-IX-1908 (D.O. n. 212). [3] Cfr. Archivo del Ordinariato Castrense. L. 5036, F. 37. [4] LUIS SERRANO DE PABLO, Contribución a la historia del cuerpo de artillería, pp. 77-78. [5] Cfr. ESTEBAN LÓPEZ-ESCOBAR y PEDRO LOZANO, Eduardo Ortiz de Landáruri, pp. 40-41. [6] Cfr. Hoja de servicios del Teniente Coronel Manuel Ortiz de Landázuri. [7] Cfr. AGP, GOL, T. de María del Carmen Carnicero Espino. [8] Cfr. «ABC», 28-IX-1926, p. 22. [9] Cfr. «ABC», 5-IX-1926, pp. 20-21. Fue la tercera disolución que sufrió el Cuerpo de Artillería en su historia. Para todos estos sucesos, cfr. SERRANO DE PABLO, LUIS: Contribución a la historia del Cuerpo de Artillería. Madrid, 1983, cap. IV; y FAJARDO GÓMEZ DE TRAVECEDO, SANTIAGO: Las cuatro disoluciones del Cuerpo de Artillería, pp. 103-221. [10] Hubo dos muertos y dos heridos. Cfr. «ABC», 7-IX-1926, p. 10. [11] Aunque se le concedió un indulto inmediatamente y se conmutó por la de reclusión militar perpetua. Cfr. «ABC», 17-IX-1926, p. 12. [12] Cfr. «ABC», 28-IX-1926, p. 22. [13] «ABC», 23-XII-1926, p. 13.
Notas del Capítulo II [1] Cfr. AGP, GOL, T-María Teresa Echevarría Recabeitia. [2] AGP, GOL, TT-Begoña Álvarez Iráizoz, Marichu Arellano Catalán, Laura Busca Otaegui, Rosario Ezcurra Cadena, María Luisa Moreno de Vega, Mary Rivero Marín, Obdulia Rodríguez Rodríguez, Crucita Tabernero Palacios. Treinta años más tarde, cuando Guadalupe vive en Roma, para felicitarla en el día de su santo, hicieron alusión a este suceso con una tarjeta de felicitación en la que se había dibujado un tintero con una leyenda que decía: ¡Premio Waterman's! (Cfr. AGP, GOL, T-María Luisa Moreno de Vega). [3] Cfr. AGP, GOL, Certificado de estudios del Bachillerato, expedido por el Instituto Miguel de Cervantes de Madrid. [4] Cfr. AGP, GOL, Historias médicas archivadas en la Clínica de la Concepción, en Madrid; y en la Clínica Universitaria de Navarra, en Pamplona. [5] AGP, GOL, T-Rosario Orbegozo Goicoechea. [6] Química Experimental, Química Inorgánica (dos cursos), Química Analítica (dos cursos), Química Orgánica (dos cursos), Química Física o Teórica, Química Técnica y Electroquímica. [7] Cfr. AGP, GOL, Certificado de estudios en la Universidad Central. [8] Cfr. Ibídem. Las asignaturas monográficas que cursó son: Mecánica Química, Estructura Atómico Molecular, Análisis Químico Especial y Estructura Atómica. [9] Las alumnas que hacían prácticas de laboratorio pagaban una matrícula de 25 pesetas, más 10 pesetas al mes. Se comprometían a asistir los seis meses del curso y corría por su cuenta la reposición de los objetos que rompían. [10] Cfr. AGP, GOL, T-Laura Busca Otaegui.
[11] Cfr. AGP, GOL, TT-Laura Busca Otaegui y Rosario Orbegozo Goicoechea. [12] Cfr. AGP, GOL, TT-Laura Busca Otaegui, María del Carmen Carnicero Espino y Rosario Ezcurra Cadena. [13] AGP, EOL, Notas-Diario autógrafo del verano de 1936. [14] Eduardo había recibido el 22 de julio, cuando acababa de ser hecho prisionero su padre, una carta en la que le decía: Dos letras nada más para que tú no hagas nada de hablar a nadie por mi asunto, pues prefiero quede la cosa a lo que la suerte diga. [15] Todos estos textos están sacados de los documentos que se citan en n. 41. [16] AGP, EOL, Carta manuscrita el 8-IX-1936. El sobre dice: Para mi Eulogita y mis hijos Manolo, Eduardo y Guadita, horas antes de morir. [17] Se llamaba Frente Popular a la coalición de partidos –socialista, comunista, izquierda republicana, anarquista, etc.– que había ganado en España las elecciones de febrero de 1936 y que, por lo tanto, tenía el gobierno de la República al comenzar la guerra civil. [18] AGP, GOL, T-Tres relatos de Eduardo Ortiz de Landázuri, redactados poco después del fallecimiento de su hermana, para informar a personas de México. [19] Cfr. AGP, GOL, T-María del Carmen Carnicero Espino. Notas del Capítulo III [1] Por aquel tiempo, Jesús Serrano de Pablo pidió la admisión en el Opus Dei y fue uno de los primeros en ir a México, donde murió en accidente de automóvil. [2] AGP, GOL, D-Manuscrito autógrafo, 1975.
[3] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Carta, 9-I-1932, n. 9. [4] Cfr. Hch 9, 18. [5] Cfr. Jn 1, 39. [6] Cfr. Lc 6, 11. [7] AGP, GOL, TT-Ángela Mouriz García y Obdulia Rodríguez Rodríguez. [8] En la Prelatura del Opus Dei hay fieles diversos pero que no forman clases distintas. La diversidad de fieles responde a un querer de Dios y obedece a la disponibilidad objetiva y habitual de cada uno para el desempeño de tareas de formación y de determinadas iniciativas apostólicas. La vocación a la Obra es la misma para todos, y todos se comprometen a buscar la santidad, a través del trabajo profesional ordinario y del cumplimiento de sus deberes de estado. Se llama Numerarias a las fieles de la Prelatura que han recibido de Dios el don del celibato apostólico y tienen plena disponibilidad para ocuparse de los apostolados del Opus Dei. Ordinariamente pueden vivir en centros de la Obra. Trabajan en profesiones intelectuales y tienen, como tarea propia, las Administraciones de los centros de la Prelatura que el Fundador consideraba como el apostolado de los apostolados. [9] Cfr. Conversaciones con Josemaría Escrivá de Balaguer, nn. 45, 91-92. [10] Cfr. AGP, P02, 1975, p. 1514. [11] Cfr. 1 Co 7, 29. [12] AGP, GOL, Agenda-Diario de Guadalupe Ortiz de Landázuri, anotación del 28 de marzo de 1944. [13] Es bien sabido que sólo una pequeña parte de los fieles del Opus Dei residen en centros de la Obra: los necesarios para el gobierno, para la formación, para atender las obras de apostolado corporativo. La gran mayoría viven en sus domicilios habituales.
[14] AGP, GOL, Agenda-Diario de Guadalupe Ortiz de Landázuri. Cfr. TTres relatos de Eduardo Ortiz de Landázuri, redactados poco después del fallecimiento de su hermana, para informar a personas de México. Notas del Capítulo IV [1] Cfr. Camino, n. 373. [2] AGP, GOL, T-María Teresa Echeverría Recabeitia. [3] AGP, GOL, T-Marichu Arellano Catalán. [4] Ibídem. [5] Cfr. Camino, n. 294. [6] Cfr. Rm 13, 11. [7] El 17-XII-1944, llevó al Obispo de Salamanca; el 2-I-45, al sacerdote don Pedro Altabella: el 5-I-45, al P. S. Sancho, O.P.; el 11-I-45, a Mons. Galindo; el 20-I-45, al Abad de Montserrat A. Escarré; el 8-IV-45, a Mons. Sagarmínaga, Director de la Obra Pontificia de Misiones; etc. [8] Cfr. AGP, GOL, Agenda-Diario de Guadalupe Ortiz de Landázuri. [9] AGP, P01, 1969, p. 402. El 1-I-1974 decía también, en una tertulia: Nos vino muy bien que mi madre y mi hermana quisieran encargarse de la administración de nuestros primeros Centros (...). Si no, no hubiéramos tenido un verdadero hogar: nos habría salido una especie de cuartel. AGP, P06, V, p. 306. [10] Jenofonte (430-355 a.C.) habla del trabajo de la administración en Económico, que está redactado como un diálogo entre dos personajes: Critóbulo y Sócrates. Comienza así: En cierta ocasión le oí mantener la siguiente conversación sobre la administración de una casa: –Dime, Critóbulo, preguntó, ¿es acaso la administración de una casa el nombre de un saber, como la medicina, la herrería y la carpintería? –Yo creo que sí, respondió Critóbulo. –Y de la misma manera que podríamos señalar la
actividad de cada una de esas artes, ¿podríamos también decir cuál es la propia de la administración? –Me parece, dijo Critóbulo, que la actividad propia de un buen administrador es administrar bien su propia hacienda. – ¿Y si alguien le confiara la hacienda de otro?, dijo Sócrates, ¿no podría, si quisiera, administrarla bien, como la suya propia? Pues el que sabe carpintería podría también hacer para otro lo mismo que hace para sí, y lo mismo el administrador. –Así lo creo, Sócrates. –¿Puede entonces el entendido en ese arte, dijo Sócrates, aunque no tenga bienes personalmente, recibir un sueldo por administrar una hacienda, como lo recibiría por construir una casa? –Sí, ¡por Zeus!, dijo Critóbulo, y ganaría un buen sueldo si al hacerse cargo de una hacienda fuera capaz de cubrir gastos, hacer economías y acrecentar la propiedad. [11] Forja, n. 17. [12] AGP, P02, VI-1965, p. 5. [13] AGP, RHF, Carta, 31-V-1943, n. 11. [14] AGP, P02, V-1961, p. 11. [15] Ibídem, p. 10. [16] AGP, GOL, Agenda-Diario de Guadalupe Ortiz de Landázuri. [17] AGP, GOL, TT-Obdulia Rodríguez Rodríguez y Begoña Álvarez Iráizoz. [18] AGP, GOL, T-María Luisa Moreno de Vega. [19] AGP, GOL, Agenda-Diario de Guadalupe Ortiz de Landázuri. Anotación del 18-VII. [20] AGP, GOL, Ibídem. Anotación del 11-III-1945. [21] Ibídem. Anotación del 3-VII-1945. [22] Cfr. Jr 18, 6.
[23] AGP, GOL, Agenda-Diario de Guadalupe Ortiz de Landázuri. Notas del Capítulo V [1] AGP, GOL, Agenda-Diario de Guadalupe Ortiz de Landázuri. [2] Fue secretaria sólo durante unos pocos meses porque, en marzo de 1946, a Nisa se le encargaron otros trabajos en Madrid y Guadalupe se quedó como directora. [3] Cfr. AGP, GOL, TT-Marichu Arellano Catalán y Carmen Gutiérrez Ríos. [4] AGP, GOL, Agenda-Diario de Guadalupe Ortiz de Landázuri. [5] AGP, GOL, T-Rosario Ezcurra Cadena. [6] AGP, RHF, T-08253, p. 35. [7] AGP, GOL, T-Rosalía López Martínez. [8] AGP, GOL, T-Josefina de Miguel Cavero. [9] AGP, GOL, Carta al Padre, 25-IX-1945. [10] Ibídem, 29-X-1945. [11] Ibídem, 25-I-1946. [12] Cfr. AGP, GOL, T-Marichu Arellano Catalán. [13] AGP, GOL, T-Rosalía López Martínez. [14] AGP RHF T-0482, pp. 4-5. [15] AGP, GOL, T-María Luisa Moreno de Vega. [16] AGP, GOL, Carta al Padre, 7-IV-1947.
[17] AGP, GOL, T-Mary Rivero Marín. [18] Se trata del Decretum laudis del 24-II-1947. [19] AGP, GOL, Carta al Padre, III-1946. [20] Ibídem, 1-IV-1946. [21] Ibídem, 17-V-1947. Notas del Capítulo VI [1] AGP, GOL, Agenda-Diario de Guadalupe Ortiz de Landázuri. La anotación está hecha en tercera persona, tal como se ha transcrito aquí. [2] AGP, GOL, Carta al Padre, 21-IX-1947. [3] AGP, P02, 1983, p. 970. [4] AGP, GOL, T-María Luisa Moreno de Vega. [5] Anécdota narrada oralmente por Sabina Alandes Caldés. [6] AGP, GOL, Agenda-Diario de Guadalupe Ortiz de Landázuri. [7] Ibídem. [8] AGP, GOL, T-Adelaida Sánchez Revilla. [9] AGP, GOL, T-Adelaida Sánchez Revilla. [10] AGP, P02, 1975, p. 1516. [11] AGP, GOL, Carta al Padre, 1-IV-1946. [12] Cfr. AGP, GOL, T-Rosario Orbegozo Goicoechea. [13] AGP, GOL, T-Gloria Toranzo Fernández
[14] AGP, GOL, Carta al Padre, 31-VIII-1948. [15] Ibídem, 16-V-1949. [16] Surco, n. 705. Notas del Capítulo VII [1] Instrucción, 19-III-1934, n. 15. [2] Camino, n. 294. [3] PEDRO CASCIARO, Soñad y os quedaréis cortos, p. 200. [4] Ibídem, p. 202. [5] Cfr. Ibídem, p. 204. [6] Ibídem, p. 207. [7] AGP, GOL, Carta al Padre, 12-XII-1949. [8] Ibídem, 2-I-1950. [9] Ibídem, 14-III-1950. [10] Ibídem. [11] Ibídem. [12] AGP, GOL, D-Relato autógrafo con sus recuerdos de San Josemaría Escrivá de Balaguer, escrito después de la operación, entre el 7 y el 12 de julio de 1975. [13] AGP, GOL, Carta al Padre, 9-III-1950. [14] Ibídem.
[15] AGP, GOL, D-Relato autógrafo con sus recuerdos de San Josemaría Escrivá de Balaguer, escrito después de la operación, entre el 7 y el 12 de julio de 1975. [16] AGP, GOL, Carta al Padre, 9-III-1950. [17] AGP, P02, 1970, p. 408. [18] PEDRO CASCIARO, o.c., p. 206. Notas del Capítulo VIII [1] AGP, GOL, Carta al Padre, 14-III-1950. [2] AGP, GOL, TT-Rafaela Cuenca Salazar y María Luisa Moreno de Vega. [3] AGP, GOL, Carta de Rosario Morán a las mujeres de la Obra de México, el 18-VII-1975, al recibir la noticia del fallecimiento de Guadalupe. [4] AGP, P06, VI, pp. 221-222. [5] AGP, GOL, T-Rafaela Cuenca Salazar. [6] AGP, GOL, Carta al Padre, 20-X-1950. [7] AGP, P02, 1970, p. 405. [8] AGP, GOL, Carta de 21-V-1950. [9] AGP, P02, 1970, p. 406. [10] Ibídem, p. 407. [11] AGP, D-20882, IX-1950, p. 9. [12] AGP, GOL, T-Crucita Tabernero Palacios. [13] Cfr. AGP, GOL, T-Celia Cervantes Rosales.
[14] AGP, GOL, T-Carmen Puente Rizo. Notas del Capítulo IX [1] AGP, P06, II, p. 527. [2] AGP, GOL, T-Carmen Puente Rizo. [3] AGP, GOL, T-Amparo Arteaga Pérez. [4] AGP, GOL, T-Celia Cervantes Rosales. [5] AGP, GOL, T-María Cristina Ponce Pino. [6] AGP, GOL, T-Margarita Murillo Guerrero. [7] AGP, GOL, Carta al Padre, 15-I-1951. Notas del Capítulo X [1] AGP, D-20887, IX-1951, p. 7. [2] Ibídem. p. 8. [3] AGP, GOL, T-Marichu Arellano Catalán. [4] Ibídem, pp. 4-5. [5] ¡Corazón dulcísimo de María, prepara el camino seguro! Notas del Capítulo XI [1] Instrucción, V-1935, nn. 12-13. [2] Ibídem, n. 9. [3] AGP, GOL, T-Beatriz Gaytán de Vicente.
[4] Cfr. AGP, GOL, T-María Cristina Ponce Pino. [5] AGP, GOL, Carta de Rosario Morán a las mujeres de la Obra en México, del 18-VII-1975, cuando acaba de recibir la noticia del fallecimiento de Guadalupe. [6] PEDRO CASCIARO, o.c., p. 209. [7] Relato histórico de D. Juan Antonio González Lobato. [8] ANTONIO RODRÍGUEZ PEDRAZUELA, Un mar sin orillas. El trabajo del Opus Dei en Centroamérica, p. 131. Notas del Capítulo XII [1] Cfr. PEDRO CASCIARO, o.c., 1996, p. 204. [2] Impresionado. [3] AGP, GOL, T-Carmen Puente Rizo. [4] Cfr. AGP, GOL, T-María Cristina Ponce Pino. [5] AGP, GOL, T-Carmen Puente Rizo. [6] El artículo se publicó en el Diario de Yucatán y la cita está transcrita en AGP, GOL, T-Carmen Puente Rizo; cfr. AGP, P02, 1975, p. 1519. [7] AGP, P02, 1970, p. 410. [8] AGP, GOL, T-Encarnación Ortega Pardo. [9] Cfr. AGP, GOL, T-Thelma Riojas Rodríguez. [10] AGP, GOL, T-Begoña Álvarez Iráizoz. [11] AGP, GOL, T-Jovita Barriga Avilés. [12] AGP, GOL, T-Clara Contreras Molina.
[13] AGP, GOL, T-María Chávez Saucedo. [14] AGP, GOL, T-Esperanza Gaona Gómez. [15] AGP, GOL, T-Guadalupe Gutiérrez Ayala. [16] AGP, GOL, T-Paula Mendoza Aréchaga. [17] AGP, GOL, T-Ceferina Miranda Bastida. [18] AGP, GOL, T-Josefina Saucedo Contreras. [19] AGP, GOL, T-María Jesús Solís Contreras. [20] Se le dio un diagnóstico de fiebres palúdicas tal como se ve en los testimonios que se citan después. [21] AGP, GOL, D-Carta de Rosario Morán a las mujeres de la Obra de México, el 18-VII-1975, al recibir la noticia del fallecimiento de Guadalupe. [22] AGP, GOL, T-Adelaida Tuñón Cruz, Anexo I: Carta de María del Carmen Sánchez Merino, 17-XI-1952. [23] AGP, GOL, D-Carta autógrafa. [24] Relato histórico de D. Juan Antonio González Lobato. [25] Ibídem. [26] Ibídem. [27] AGP, P02, 1970, p. 411. Notas del Capítulo XIII [1] PEDRO CASCIARO, o.c., pp. 178-179. [2] Ibídem, p. 230.
[3] Ibídem, p. 231. [4] AGP, GOL, T-Thelma Riojas Rodríguez. [5] Ibídem. [6] AGP, GOL, Carta al Padre, 24-IV-1955. [7] Ibídem, 7-V-1956. [8] AGP, P02, 1970, p. 932. [9] AGP, P02, 1970, p. 950. [10] No se trata de la residencia Copenhague, sino de la casa cercana que solían llamar Hamburguito. [11] AGP, GOL, T-Hortensia Chávez Samaniego; cfr. T-María del Carmen Puente Rizo. Notas del Capítulo XIV [1] AGP, GOL, Carta al Padre, 2-X-1956. [2] Cfr. AGP, GOL, T-María Carmen Puente Rizo. [3] AGP, GOL, D-Manuscrito autógrafo, 1975. [4] AGP, P02, 1974, p. 1023. [5] AGP, GOL, D-Manuscrito autógrafo, 1975. [6] AGP, GOL, Artículo publicado el 4-I-1980, citado en T-María Carmen Puente Rizo. [7] AGP, P01, 1984, pp. 600-602. [8] AGP, P02, X-1956, pp. 8-9.
[9] AGP, P02, X-1956, p. 9. [10] AGP, GOL, T-Crucita Tabernero Palacios. [11] Camino, n. 590. [12] AGP, GOL, T-Encarnación Ortega Pardo. [13] AGP, GOL, T-Rosario Ezcurra Cadena. [14] Ibídem. [15] AGP, GOL, T-María Luisa Moreno de Vega. [16] AGP, GOL, T-Rosario Ezcurra Cadena. [17] Ibídem. Notas del Capítulo XV [1] AGP, GOL, T-María Luisa Moreno de Vega. [2] Ibídem. [3] AGP, GOL, Agenda-Diario de Guadalupe Ortiz de Landázuri. [4] AGP, GOL, Carta de Eduardo Ortiz de Landázuri a Encarnación Ortega, 10-V-1957. [5] AGP, GOL, Carta de Encarnación Ortega Pardo a Laura y Eduardo Ortiz de Landázuri, 4-VI-1957. [6] En la historia médica está consignado el detalle de la cirugía: La enferma fue intervenida por el Dr. Castro Fariñas el 19-VII-1957, encontrando una válvula mitral cerrada con calcificaciones en la comisura posterior. El resultado de la intervención fue considerado como satisfactorio, quedando una válvula de unos 3 traveses de dedo de diámetro. En el foco aórtico existía un pequeño thrill sistólico, al parecer
poco importante. El curso postoperatorio es bueno, desarrollándose fibrilación auricular que a los 13 días es convertida a ritmo sinusal con quinidina. Posteriormente los análisis de control realizados fueron sugestivos de actividad reumática, normalizándose con tratamiento de prednisona, aspirina y penicilina. [7] AGP,GOL, Carta al Padre, 25-VII-1957. [8] En la misma historia se lee: El ECG es normal salvo por la P ancha en I. La radiología muestra dilatación auricular izquierda y del cono pulmonar. El ventrículo izquierdo no está aumentado. La T.A. es de 100/60. El análisis de sangre completamente normal con una velocidad de sedimentación de 4 de índice. [9] AGP, GOL, T-Obdulia Rodríguez Rodríguez. [10] Ibídem. [11] Ibídem. [12] Ibídem. [13] AGP, GOL, Agenda-Diario de Guadalupe Ortiz de Landázuri. [14] Ibídem; cfr. Carta de Encarnación Ortega a Eduardo Ortiz de Landázuri, 14-I-1958. [15] AGP, GOL, T-Obdulia Rodríguez Rodríguez. [16] Se refiere a la cama que suelen tener los enfermos en las clínicas y que Carmen Escrivá de Balaguer había utilizado durante su enfermedad cancerosa. [17] AGP, GOL, Cartas de Encarnación Ortega Pardo a Eduardo Ortiz de Landázuri. [18] AGP, GOL, T-Tres relatos de Eduardo Ortiz de Landázuri, redactados poco después del fallecimiento de su hermana, para informar a personas de México.
[19] Cfr. AGP, GOL, T-Obdulia Rodríguez Rodríguez y Carta de Encarnita Ortega a Eduardo Ortiz de Landázuri, 3-I-1958. El Santo Padre tuvo noticia de la grave enfermedad de Guadalupe por su sobrino, el Príncipe Pacelli, al que se lo había comunicado don Álvaro que era buen amigo suyo. [20] AGP, GOL, T-Soledad Díaz Mesonero. [21] AGP, GOL, T-Obdulia Rodríguez Rodríguez. Notas del Capítulo XVI [1] AGP, GOL, Carta al Padre, 9-I-1959. [2] Ibídem, 19-III-1960. [3] AGP, GOL, T-María del Pilar Useros Cortés. [4] Ibídem. [5] AGP, GOL, T-Rosario Ezcurra Cadena. [6] Cfr. Ibídem. [7] Memoria descriptiva de la Patente de invención n. 302.751. [8] AGP, GOL, Dedicatoria en la primera página de la tesis, 8-VII-1965. [9] AGP, GOL, T-María del Carmen Sánchez Merino. Notas del Capítulo XVII [1] La Escuela Femenina de Maestría Industrial había sido creada, en 1962, por el Patronato de Formación profesional del Ministerio de Educación Nacional. Estaba instalada en una casa-palacio de la calle de Santa Engracia y, posteriormente, con el cambio de planes de estudio, se convertiría en el Centro de formación profesional Santa Engracia y más tarde –y eso es actualmente–, en un IES: Instituto de educación secundaria Santa Engracia.
[2] Guadalupe hace alusión a los cuatro años –desde 1927 a 1931– en los que San Josemaría Escrivá fue capellán en el Patronato de Enfermos. [3] AGP, GOL, Carta al Padre, 30-XII-1964. [4] AGP, GOL, T-Carlos Ortiz de Landázuri Busca. [5] AGP, GOL, T-Carmen Molina. [6] AGP, GOL, Carta al Padre, 6-II-1967. [7] Ibídem, 13-I-1974. [8] Ibídem, 9-I-1969. [9] AGP, GOL, T-Isabel García-Jalón de la Lama. [10] AGP, GOL, T-María Pilar Garrido Arilla. [11] Actualmente (2001) es Directora de Estudios en la Diplomatura de Nutrición humana y Dietética de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Navarra, y Profesora Adjunta en la Escuela de Enfermería. [12] AGP, GOL, T-Mercedes Muñoz Hornillos. [13] “La Vanguardia”, “ABC”, “Pueblo”, “Blanco” y “Negro”, etc. [14] AGP, RHF, Carta del 21-II-1973. [15] AGP, GOL, T-Mercedes Muñoz Hornillos. [16] Cfr. AGP, P02, IV, 1966, pp. 20-25; P02, 1967, pp. 227-239 y P02, 1973, pp. 224-230. [17] AGP, GOL, T-Carmen Mateu i Solé. [18] Ibídem.
[19] Sólo los necesarios para atender el gobierno, la formación, las obras de apostolado corporativo, etc. [20] Forja, n. 689. [21] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, n. 7. [22] Forja, n. 373. [23] Cfr. Ibídem, n. 801. [24] AGP, GOL, T-Encarnación Ortega Pardo. [25] AGP, GOL, T-Ángela Mouriz García. [26] Camino, n. 419. [27] Ibídem, n. 98. [28] Amigos de Dios, n. 124. [29] Ibídem. [30] Cfr. A. DE FUENMAYOR, V. GARCÍA IGLESIAS y J. L. ILLANES: El itinerario jurídico del Opus Dei, p. 379. [31] AGP, P06, V, p. 120. [32] Ibídem, p. 132. Cfr. AGP, GOL, Agenda-Diario de Guadalupe Ortiz de Landázuri. [33] AGP, GOL, T-Carlos Ortiz de Landázuri Busca. [34] AGP, GOL, D-Historia médica de la Clínica Universitaria de Navarra. Notas del Capítulo XVIII
[1] AGP, GOL, Agenda-Diario de Guadalupe Ortiz de Landázuri; cfr. AGP, P02, 1975, p. 1514. [2] Ibídem. [3] AGP, GOL, T-Encarnación Ortega Pardo. [4] AGP, GOL, T-Adelaida Tuñón Cruz. [5] Ibídem. [6] AGP, GOL, T-Encarnación Ortega Pardo. [7] AGP, GOL, T-Isabel García-Jalón de la Lama. [8] AGP, GOL, Notas de un relato de Hortensia Núñez Ladeveze. [9] AGP, GOL, Ibídem, cfr. AGP, GOL, T-Carmen Puente Rizo. [10] AGP, GOL, Historia médica. Carta del 19-I-1973. [11] Ibídem. Carta del 26-I-1973. [12] La Misa de inauguración se celebró cuatro meses más tarde, el 7 de julio, en sufragio del alma de San Josemaría recién fallecido. [13] Algunas transcribieron después sus palabras, con cierta dificultad en algunos pasajes, debido a que la voz de Guadalupe tenía poca fuerza. Una copia de esta transcripción, no textual, se encuentra en AGP, GOL, Charla del curso de retiro de Torreciudad, del 21 al 27-III-1975. [14] AGP, P02, 1972, p. 489. [15] Cfr. Lc 10, 42. [16] AGP, P02, 1972, p. 491. [17] AGP, GOL, T-Mariángela Vila Burch.
Notas del Capítulo XIX [1] AGP, GOL, Historia médica. Carta del Dr. Diego Martínez Caro, 15-I1974. [2] AGP, GOL, T-Tres relatos de Eduardo Ortiz de Landázuri, redactados poco después del fallecimiento de su hermana, para informar a personas de México. [3] Ibídem. [4] AGP, P02, 1975, p. 1515. [5] Muchos de los datos recogidos sobre esta estancia de Guadalupe en la Clínica proceden del Diario escrito por María Carmen Fernández Albors, que la acompañó durante esos días. [6] AGP, GOL, T-Ángela Mouriz García. [7] Ibídem. [8] AGP, P02, 1975, p. 1519. [9] AGP, GOL, T-María Jesús Marín Paredes. [10] AGP, GOL, T-Adelaida Tuñón Cruz, Anexo III: Carta del 16-VI-1975. [11] AGP, GOL, Carta al Padre, 22-VI-1975. [12] AGP, GOL, T-Ángela Mouriz García. [13] AGP, P02, 1975, pp. 1519-1520. [14] Ibídem. [15] AGP, GOL, T-Tres relatos de Eduardo Ortiz de Landázuri, redactados poco después del fallecimiento de su hermana, para informar a personas de México.
[16] Ibídem. [17] AGP, GOL, T-Ángela Mouriz García y cfr. AGP, P02, 1975, p. 1520. [18] AGP, GOL, T-Tres relatos de Eduardo Ortiz de Landázuri, redactados poco después del fallecimiento de su hermana, para informar a personas de México. [19] AGP, GOL, D-Relato autógrafo con sus recuerdos de San Josemaría Escrivá de Balaguer, escrito después de la operación, entre el 7 y el 12 de julio de 1975. [20] Ibídem. [21] Ibídem. [22] Cfr. AGP, GOL, Historia médica. [23] Cfr. AGP, GOL, Carta del 3-VII-1975 de Carma Mateu a Carmen Ramos. [24] AGP, GOL, Nota de don Francisco Vives Unzué. [25] Cfr. AGP, GOL, Carta del 3-VII-1975 de Carma Mateu a Carmen Ramos. [26] AGP, GOL, T-Mariángela Vila Burch. [27] Diego Martínez Caro, Jefe de Servicio de Cardiología. [28] AGP, GOL, Carta del 8-VII-1975 de Eduardo Ortiz de Landázuri a Pedro Rábago. [29] AGP, GOL, D-Relato autógrafo con sus recuerdos de San Josemaría Escrivá de Balaguer, escrito después de la operación, entre el 7 y el 12 de julio de 1975. [30] AGP, GOL, T-Tres relatos de Eduardo Ortiz de Landázuri, redactados poco después del fallecimiento de su hermana, para informar a personas de
México. Notas del Capítulo XX [1] AGP, GOL, D-Relato autógrafo con algunos recuerdos de San Josemaría Escrivá de Balaguer, escrito después de la operación, entre el 7 y el 12 de julio de 1975. [2] AGP, GOL, T-Ángela Mouriz García. [3] Ibídem. [4] Ibídem. [5] AGP, GOL, D-Carta del 18-VII-1975 de Isabel Ventura de Perochena a Rosario Carvallo de Fausto. [6] AGP, GOL, T-Tres relatos de Eduardo Ortiz de Landázuri, redactados poco después del fallecimiento de su hermana, para informar a personas de México. [7] Ibídem. [8] Ibídem. [9] Ibídem. Es el apelativo familiar con el que Guadalupe llamaba a su hermano Eduardo. [10] Ibídem. [11] Cfr. AGP, GOL, Historia médica que se conserva en la Clínica Universitaria de Navarra. [12] AGP, GOL, T-María Jesús Marín Paredes. [13] AGP, GOL, Historia médica que se conserva en la Clínica Universitaria de Navarra.
[14] Ibídem. [15] Ibídem. [16] AGP, GOL, T-Tres relatos de Eduardo Ortiz de Landázuri, redactados poco después del fallecimiento de su hermana, para informar a personas de México. [17] AGP, GOL, Historia médica que se conserva en la Clínica Universitaria de Navarra. [18] AGP, GOL, Carta al Padre, 4-IX-1973. [19] AGP, GOL, T-Tres relatos de Eduardo Ortiz de Landázuri, redactados poco después del fallecimiento de su hermana, para informar a personas de México. [20] AGP, GOL, T-María Jesús Marín Paredes. [21] AGP, GOL, T-Adelaida Tuñón Cruz. [22] AGP, GOL, Carta del 28-VII-1975, de Obdulia Rodríguez Rodríguez a Eduardo Ortiz de Landázuri. Nota del Capítulo XXI [1] AGP, P01, 1975, pp. 766-767.