Los mejores textos sobre la Virgen María

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Pie RĂŠgamey

Los mejores textos sobre la Virgen MarĂ­a (Hasta el siglo XIV)


Índice

MARÍA EN EL EVANGELIO La Anunciación La Visitación San José El nacimiento de Jesús La presentación en el Tempo La adoración de los Magos y la huida a Egipto En encuentro en el Templo. La vida oculta Las bodas de Caná María durante el ministerio de Jesús María junto a la Cruz ANUNCIOS Y FIGURAS El Protoevangelio La profecía del Emmanuel Las figuras La Mujer del Apocalipsis LOS PRIMEROS SIGLOS Eva y María Protoevangelio de Santiago El “Sub tuum” LA EDAD DE ORO DE LOS PADRES San Efrén San Ambrosio San Agustín Prudencio y Sedulio San Cirilo de Alejandría


LA IGLESIA GRIEGA La conversión de Santa María Egipcíaca Himno de la “Liturgia de San Basilio el Grande” Himno Acatistos Romano el Cantor Basilio de Seleucia Carta dogmática de San Sofronio San Germán de Constantinopla San Andrés de Creta San Juan Damasceno San Teodoro El “Acordaos” de los griegos LA IGLESIA LATINA HASTA EL SIGLO XI Canto de Andrés el orador a Rusticiana O Gloriosa Dómina Himno de Pablo Diácono Ave Maris Stella Regina coeli y Alma Redentoris Gaude Dei Genitrix Salve Regina San Ildefonso San Pedro Damián EL SIGLO XII San Anselmo Eadmaro de Cantorbery San Bernardo Ricardo y Adam de San Víctor Felipe de Buena Esperanza y Hermann-José EL SIGLO XIII Omni Die Ave Regina Caelorum


Salve Mater misericordiae El Rosario El milagro de Teรณfilo Gonzalo de Berceo Alfonso X el sabio Guiraut Riquier Las dos Matildes y Santa Gertrudis San Alberto Magno Santo Tomรกs de Aquino Dante San Buenaventura Jacopone da Todi


Capítulo primero: María en el Evangelio Los mejores textos sobre la Virgen María son los que ha escrito Dios con su propia mano –dexterae Dei digitus–, esto es, las páginas del Evangelio. Pero antes de acudir a ellas es necesario considerar la delicadeza del Espíritu Santo: respeta la discreción de María, sin la cual no es posible la total entrega de sí misma que Él le inspira. El Espíritu Santo confía a nuestra afectuosa meditación lo justo, lo preciso para sugerirnos la noción indispensable de las grandezas de María y de su misión para con nosotros. No dice nada de los rasgos individuales que diseñan su fisonomía. La Virgen se esconde en Dios, y Dios la esconde a nuestras miradas. Ella vela su rostro; desaparece en su función maternal, que es lo único que aparece y que es suficiente para que podamos adivinar todo lo que verdaderamente importa. Sobre cada uno de los textos evangélicos es fácil agrupar, acudiendo a distintos libros, algunos comentarios. Aquí sólo se harán breves observaciones, que serán llamadas de atención y ayuda para saborear estos textos. Apenas una glosa entre líneas.


La Anunciación del Verbo Encarnado

En San Lucas, capítulo primero, se lee: 23en

el sexto mes,

–el sexto mes del embarazo de Isabel– fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret 27a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Conviene recordar el esplendor del anuncio a Zacarías, que precede a esta escena. El evangelista ordena con cuidado los contrastes, de modo que una mirada prevenida lo nota hasta en los detalles. Cuanto más grandes son las realidades evangélicas, Dios las dispone más humildemente. Nazaret es un pueblo muy mediocre, al que no se le nombra ni una sola vez en la Biblia, ni en Josefo, ni en el Talmud. Es un lugar menospreciado. Natanael exclamará: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Io 1,46). Las casas son como cuevas, excavadas en la roca, húmedas y mal iluminadas. Mariam, en arameo, y no Myrian, que es el nombre hebreo, significa, seguramente, la Señora, la Princesa. La denominación de «Nuestra Señora» sería, pues, la más conforme con la propia etimología. Nombre maravilloso, pero al mismo tiempo un nombre que estaba muy difundido, como también el de Jesús. Nada de extraordinario en apariencia. El misterio queda a plena luz natural. 28y

(el ángel) presentándose a ella le dijo: «Salve, llena de gracia, el Señor es contigo». 29Ella se turbó al oír estas palabras, y discurría qué podría significar aquella salutación. La denominación llena de gracia se le da como nombre; es un nombre insólito. Estos son, señalaba Orígenes, «términos nuevos que yo no he


podido encontrar en toda la Sagrada Escritura», El sentido inmediato es: «Objeto de todas las complacencias» (Erasmo traduce gratiosa, lo que es adecuado, excepto que omite la nota superlativa). El nombre, en el lenguaje sacro, tiene siempre un significado intencional y profundo: expresa lo que es la persona. Cuando se sustituye el nombre como en este caso, hay que estar muy atento. La turbación de María viene de este asombroso saludo, como especifica el evangelista. Ella no había reflexionado nunca sobre sí misma, y se asombra al conocer la gracia, el favor que goza ante Dios. Ella tiene más profundo que ningún santo del Antiguo Testamento el sentido de la grandeza de Dios, la emoción sagrada que era tan fuerte en ellos. Entendemos también la gracia, de la que María está llena, como gracia santificante, porque sabemos que el favor de Dios hacia un alma es seguido de un efecto en ese alma, que es transformada por la acción complaciente de Dios. María tiene la gracia en su plenitud. Una plenitud que será susceptible de crecimiento, porque Dios aumentará la capacidad de recibir. Las otras indicaciones que el Evangelio nos proporciona sobre la actitud personal de María, van en el sentido de este primer anuncio, el más solemne de todos, que se nos da aquí para reconocer en María la digna Madre de Cristo. 30El

ángel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. 32Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, 33y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin». Aquí el ángel llama a María por su nombre de un modo familiar, que tranquiliza y da confianza. El ángel calma su turbación y le repite que está en gracia. Sigue un grupo de profecías, sobre las que seguramente María había meditado mucho, y que Gabriel le dice que se realizarán en ella. La más importante era la misteriosa profecía del Emmanuel, que el arcángel le aplica textualmente: «He aquí que la Virgen grávida está dando a luz un hijo y le llama Emmanuel» (Is 7,14). Se ve que sólo el nombre está cambiado. Emmanuel quiere decir Dios con nosotros, y Jesús, Dios salva: esta expresión indica aún más. La realización supera a la promesa. Se reconoce después un conjunto de reminiscencias mesiánicas. «Nos ha


nacido un niño, y un hijo nos ha sido dado... Grande es su reino, y su paz no tendrá fin; reinará sobre el trono de David y sobre su reino... desde ahora y para siempre jamás» (Is 9,5-6). Este nombre de Hijo del Altísimo, como se le llamará, indica su naturaleza con toda verdad, porque tiene ese sentido particular que Jesús reivindicará y que se anuncia en el salmo segundo: «Tú eres mi hijo, hoy yo te he engendrado». 34Dijo

María al ángel: «¿Cómo podrá ser esto?, pues yo no conozco varón». 35El ángel le contestó y dijo: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios. 36E Isabel, tu parienta, también ha concebido un hijo en su vejez, y éste es ya el mes sexto de la que era estéril, 37porque nada hay imposible para Dios. 38Dijo María: «He aquí a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra». La pregunta de María no proviene de una duda; por eso el ángel, que no había admitido la de Zacarías y que había castigado a este anciano por su incredulidad, contesta a su pregunta. María solicita una luz a la que tiene derecho. Sin duda, su espíritu no alcanzaba todavía la idea de una generación extraordinaria; el Mesías habría podido nacer como cualquier hombre. La pregunta que hace es de una enorme importancia para nosotros, y es ininteligible sin este supuesto: María ha decidido permanecer virgen. ¿Acaso no iba a conocer a un hombre, José, su prometido, por el que podría llegar a ser madre? Puesto que ella se asombra y pregunta, es que entre ella y José se había sellado un pacto, y José había aceptado ser el custodio de su virginidad. Esto nos abre unas perspectivas asombrosas acerca de estas dos almas. El ángel la tranquiliza. Su virginidad sirve precisamente a los designios de Dios, que es el que se la ha inspirado. Su Hijo no tendrá padre de este mundo. El poder creador de Dios va a apoderarse de ella y la va a hacer fecunda de un niño que será –el ángel lo repite con insistencia– el Hijo mismo de Dios. Esta virtud divina, esta nube que atempera para los hombres la terrible majestad de Dios, esta santidad admirable, tiene, para un alma religiosa alimentada por la Sagrada Escritura, una grandeza singular; el Dios del Sinaí va a descender a la humanidad, y lo va a hacer


en silencio. Los santos nos hablarán de la grandeza de este momento, en el que el ángel espera el consentimiento de María. Estamos en la plenitud de los tiempos. Ella pronuncia el fiat del abandono más humilde, que contiene todo lo desconocido del destino prodigioso del que ella pierde ya la noción. El evangelista no añade más que estas sencillas palabras: Y se fue de ella el ángel. «Nos gusta pensar, escribe el P. Sertillanges, en la primera adoración de María, cuando, segura de su Tesoro, se concentra ardientemente en sí misma para abrazarlo». Pero el P. Lagrange puede también deducir: «¿Quién dudaría que esa misma tarde, si eso le era exigido por los cuidados ordinarios de la casa, no iría a buscar agua a la fuente, humildemente, olvidada de sí misma?». Tal es, en efecto, la sencillez del Evangelio.


La Visitación

El ángel ha anunciado a María que su anciana prima ha concebido. Con esa espontaneidad de un alma dócil a los impulsos del Espíritu se apresura a ir a verla. Luc 1: 39En aquellos días se puso María en camino y con presteza fue a la montaña, a una ciudad de Judá. 40Y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. 41Así que oyó Isabel el saludo de María, exultó el niño en su seno, e Isabel se llenó del Espíritu Santo 42y clamó con fuerte voz: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! 43¿De dónde a mí, que la madre de mi Señor venga a mí? 44Porque así que sonó la voz de tu salutación en mis oídos exultó de gozo el niño en mi seno. 45Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor». María saluda primero, con la humilde deferencia de una joven hacia su anciana prima. Luego todo es un misterio maravilloso de silencio, de secreto y de alegría. María no dice nada más que un saludo, y ya Isabel lo sabe todo. El precursor, desde el seno de su madre, reconoce a su redentor, sale a su encuentro, dirá el continuador de la Leyenda Dorada, y le recibe por el ministerio de María. En cuanto María tiene a Cristo, comunica la gracia del Señor. Desempeña por primera vez su cometido, que es darnos a Jesús. Juan salta de alegría; Isabel se siente poseída del Espíritu, clama con fuerte voz y es la primera de la serie de los hombres que, hasta el fin de los tiempos, proclamarán la grandeza de María. Isabel se inclina profundamente ante la Madre de su Señor. Es preciso contemplar la fuerza de esta expresión: la Madre de su Señor, esto es, de Dios mismo. Isabel no puede tener conciencia del pleno sentido de sus palabras, pero se las dice a la Virgen; la llama la madre del Mesías. Oímos saludar por vez primera a María como Theotokos, Madre de Dios. El entusiasmo profético se desborda en la proclamación de la primera bienaventuranza, que contiene y anuncia las del Sermón de la Montaña: Bienaventurada el alma que cree


en su vocación, por misteriosa que pueda ser, ya que esa vocación se cumplirá. El entusiasmo profético se enciende luego en María, y responde a Isabel con una serenidad que San Lucas señala al contraponer la fuerte voz de Isabel y el simple decir de la Virgen. 41Dijo

María: «Mi alma engrandece al Señor, 47y exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador, 48porque ha mirado la humildad de su sierva; por eso todas las generaciones me llamarán bienaventurada, 49porque ha hecho en mí maravillas el Poderoso, cuyo nombre es santo. 50Su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen. 51Desplegó el poder de su brazo y dispersó a los que se engríen con los pensamientos de su corazón. 52Derribó a los potentados de sus tronos y ensalzó a los humildes. 53A los hambrientos los llenó de bienes, y a los ricos los despidió vacíos. 54Acogió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia. 55Según lo que había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia para siempre». Es «la paz de Cristo que exulta en el corazón» según el deseo que expresará San Pablo a los Colosenses (Colos 3,15). El carácter del Magnificat aparece de un modo particularmente notable cuando se compara con el cántico de Ana, la madre de Samuel, en el que se inspira (I Sam 2,1-10). María, conocedora de las Escrituras, toma de ellas las palabras, con una perfecta espontaneidad, para exponer los impulsos de su alma. Los dos cánticos comienzan con la acción de gracias y la alabanza. Pero Maria no tiene ni una palabra que suene a una exaltación demasiado humana, no se habla de enemigos en los primeros versículos del 46 al 50 que corresponden a los dos primeros del cántico de Ana; por el contrario, María explaya un corazón enteramente transformado por la humildad, y extiende su mirada sobre los siglos de la historia entera del mundo, donde,


como se lo anunciaba su prima, se le llamará bienaventurada. María no sólo alaba el poder y la santidad de Dios, sino también su misericordia. Luego (51-53) contempla cómo Dios vuelve a dar su sentido a las cosas humanas. Ana se extiende mucho más en esto, y con algún desorden (I Sam 2,3-10). María tiene el orden, la fuerza y la sobriedad. Resume todo en tres puntos: la sabiduría humana («los que se engríen con los pensamientos de su corazón»), el poder humano y la riqueza humana son confundidos. Finalmente, el pensamiento mesiánico que Ana evocaba con una simple palabra (versículo 10b), es expresado de un modo extenso (54 y 55), acentuando, como siempre, la misericordia divina. 56María

permaneció con ella como unos tres meses y se volvió a su

casa. El Evangelio no nos dice nada acerca de las razones de esa estancia, ni especifica si María esperó a que Juan naciese o dejó antes a Isabel. Lo segundo es lo más probable [1]. Meditemos sobre esta prolongada presencia de la Madre de Dios, y la comunión de aquellos dos secretos de gracia.


San José

Al no haber recibido del ángel ninguna indicación sobre la conducta que debía seguir con respecto a San José, María guardaba silencio. Ella, que se había apresurado a ir a ver a Isabel en cuanto comprendió que debía acudir allí, se puso en manos de Dios para un asunto mucho más grave. El heroísmo de esta acción se mide por su riesgo y por la inquietud que iba a provocar en José. Los desposorios tenían, entre los judíos, el mismo rigor que la boda; el adulterio se castigaba con la lapidación. Pero no era menos inquietante la perspectiva de una ruptura, debido a las sospechas que José tendría sobre ella; y mucho más doloroso por la angustia que iba a poner en su alma. El principio de su unión era un amor extraordinario a la virginidad, que creaba entre ellos lazos mucho más fuertes y hondos que los sentimientos de este mundo. Se entrevé a qué prueba sometía Dios a su sierva, que sencillamente se puso en sus manos. Será preciso nada menos que el envío de un ángel para resolver esta situación verdaderamente grave. El relato de esto lo hace San Mateo, en el capítulo primero: 18La

concepción de Jesucristo fue así: Estando desposada María, su madre, con José, antes de que conviviesen, se halló haber concebido María del Espíritu Santo. 19José, su esposo, siendo justo, no quiso denunciarla y resolvió repudiarla en secreto. 20Mientras reflexionaba sobre esto, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: «José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, –es decir, transformar los desposorios en casamiento definitivo– pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. 21Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados». 22Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que el Señor había anunciado por el profeta, que dice: 23«He aquí que una virgen concebirá


y parirá un hijo, y se le pondrá por nombre Enmanuel, que quiere decir «Dios con nosotros». 24Al despertar José de su sueño hizo como el ángel del Señor le había mandado, recibiendo en casa a su esposa. 25No la conoció hasta que dio a luz un hijo. La última frase [2] no significa en absoluto que José conoció a María después del parto de Jesús. La antigüedad cristiana ha creído siempre en la perpetua virginidad de la Madre de Dios y ha tratado de herejes a los que, como Joviniano, la han negado, invocando este texto y el de Marcos (3,31), que citaremos más tarde. «La partícula hasta que –señala Dom Calmet– no dice que de lo que se habla acontezca después de eso, sino sólo que no sucedió hasta ese momento. Cuando se dice que Jesucristo reinará hasta que su Padre le ponga a todos sus enemigos bajo sus pies, ¿acaso se quiere indicar que dejará de reinar cuando le haya sometido a todos sus enemigos?» Este sabio comentarista indica otros casos en donde la palabra hasta significa una realidad o una acción que durará después del tiempo indicado: 1 Tim 4,13; Gen 28,5; Is 46,4; Mat 12,20.


El Nacimiento de Jesús

Del relato de San Lucas, capítulo 2,1-20, querido y familiar a todos los corazones cristianos, sólo recogemos los pasajes en los que aparece María. El Espíritu Santo no puede ocultarla por completo en una circunstancia así, pero con qué discreción la deja permanecer en un segundo término. Luc 2: 4José subió de Galilea... a la ciudad de David que se llama Belén... 5para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. 6Estando allí, se cumplieron los días de su parto, 7y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, por no haber sitio para ellos en el mesón. El evangelista se extiende mucho más largamente sobre los pastores. En el hecho de que en seguida la Virgen envuelva ella misma a su Hijo con pañales y le acueste en el pesebre, no pretendemos ver una prueba rigurosa de la virginidad que María ha conservado incluso al dar a luz. Este misterio no es una verdad enseñada por el Evangelio, sino por la tradición. Pero el Evangelio parece insinuarlo también aquí. El niño Jesús aparece milagrosamente sin dañar a su Madre, como su cuerpo después de su resurrección entrará, comiendo y haciéndose tocar, estando la estancia cerrada. El evangelista permite imaginar los pensamientos de la Madre y su adoración. Los pastores acuden. Cuentan la aparición luminosa del ángel, y cómo les ha anunciado al Salvador. 11Que

es el Mesías Señor.

Solemne expresión, nueva en la Escritura, en la que se prometía hasta entonces el «Mesías del Señor», el ungido de Dios, pero no un Cristo que fuera el Señor en persona.


16Fueron

con presteza y encontraron a María, a José y al Niño acostado en un pesebre, 17y viéndole, contaron lo que se les había dicho acerca del Niño. 18Y cuantos les oían se maravillaban de lo que les decían los pastores. 19María guardaba todo esto y lo meditaba en su corazón. San Lucas nos hace oír por primera vez esta bella frase de los episodios de la infancia de Jesús. María es la memoria profunda y silenciosa, el amor y la luz interior, es la que guarda las cosas de Dios y cuyo sentido alcanza. Un contraste discreto, pero ciertamente puesto de manifiesto, se nota entre Ella y todos los demás, que no profundizan tanto, y que, sin embargo, se exteriorizan más. 20Y

los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, según se les había dicho. En la gruta de Belén no sólo han visto «lo que se les había dicho»: también han oído. María y José han hablado afectuosamente a estas almas sencillas, tan próximas a las suyas, a estos pequeños que eran los primeros que se beneficiaban de la Buena Nueva, los primeros llamados a la alegría de Dios.


La Presentación en el Templo

Después de haber mencionado la circuncisión, en donde Jesús recibe de sus padres el nombre, San Lucas prosigue: 22Así

que se cumplieron los días de la purificación, conforme a la Ley de Moisés, le llevaron a Jerusalén para presentarle al Señor, 23según está escrito en la ley del Señor que «todo varón primogénito sea consagrado al Señor», 24y para ofrecer en sacrificio, según lo prescrito en la ley del Señor, un par de tórtolas o dos pichones. Purificación. ¿Por qué la completamente pura se somete a este rito? Sobre este tema a menudo se desvía la piedad. Es suficiente con pensar que Jesús acepta plenamente la condición humana, y por tanto se somete a las obligaciones de un país y de una época, para comprender que María debe estar asociada con Él también en esto. Se puede añadir que esta palabra de purificación está empleada a falta de otra y no debe dar lugar a equivocos: se trata de un rito de desacralización, como todo culto lleva consigo; piénsese, por ejemplo, en la purificación de nuestros cálices después que han recibido la Preciosa Sangre. Dar la vida es para una madre un acto sagrado. Y para María es dar la vida humana al mismo Dios... Dar a los hombres la vida divina... El par de tórtolas o los dos pichones eran la ofrenda más humilde que estaba prevista. Conmovedora confirmación de la pobreza de José y María. 25Había

en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él. 26Y le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Cristo del Señor. 27Movido del Espíritu vino al templo, –notable insistencia en la actividad del Espíritu en todo lo que sucede y va a suceder–


y al entrar los padres con el niño Jesús para cumplir lo que prescribe la Ley sobre Él. 28Simeón le tomó en sus brazos, y bendiciendo a Dios, dijo: 29«Ahora, Señor, puedes dejar ir a tu siervo en paz según tus palabras; 30porque han visto mis ojos tu salud, 31la que has preparado ante la faz de todos los pueblos, 32luz para iluminación de las gentes, y gloria de tu pueblo Israel». 33Su padre y su madre estaban maravillados de las cosas que se decían de Él. He aquí un asombro muy sorprendente. ¿Qué había de nuevo para María en estas palabras? ¿Es la universalidad de la redención, que hasta ahora en los anuncios evangélicos hechos a Zacarías, a ella misma, a José y a los pastores, parecía limitarse al pueblo de Israel? Pero María estaba formalmente prevenida de esto por los profetas, sobre todo por Isaías. Sin duda hay que entender este maravillarse como una admiración. María y José no podían vivir estos episodios sin una admiración siempre nueva; cada uno de los hombres que Dios ponía en su camino comunicaba a sus almas luces más deslumbrantes. José y María tenían que progresar en el conocimiento del misterio que estaban viviendo y que permanecía para ellos enigmático. Estaban como nosotros en la fe, desconcertados por eso mismo que creían, y de un modo proporcionado a su adhesión a cosas tan sorprendentes. Cuando una palabra profética era más concorde con su fe, más vivo experimentaban el sentimiento de lo desconocido. 34Simeón

los bendijo, y dijo a María su Madre: «Puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel, y para blanco de contradicción; 35y una espada atravesará su alma para que se descubran los pensamientos de muchos corazones». Terrible predicción. Este anuncio de la forma dolorosa que deberá revestir la Redención constituye un sorprendente paralelo con el anuncio de la Encarnación por el ángel. A partir de este momento María estará irremediablemente herida. Esperará luchas y sufrimientos que la alcanzarán en su mismo Hijo, y no sabe qué, ni cuándo. Todo será de tal manera que le hará temblar. Ya no duda que la profecía del Hombre Doloroso, en Isaías 53, que parecía tan difícilmente conciliable con todo lo


que en otros lugares estaba previsto sobre el Mesías, debía aplicarse a su Hijo. San Lucas, que mencionaba hace un momento el maravillarse de María y José, renuncia ahora a decir lo que sienten. ¿Comprenderemos al fin la plenitud de los silencios evangélicos? 36Había

una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, muy avanzada en días; que había vivido con su marido siete años desde su virginidad, 37y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro. No se apartaba del templo, sirviendo con ayunos y oraciones noche y día. Jerusalén era la ciudad santa ocupada con dureza por los romanos, pisoteada por las naciones paganas. ¿Sospechaba Ana que la salvación enviada era de otro orden y estaba asignada a la Jerusalén espiritual? 38Como

viniese en aquella misma hora, alabó también a Dios y hablaba de Él a cuantos esperaban la redención de Jerusalén.


La adoración de los Magos y la huida a Egipto

La llegada de estos misteriosos hombres debe colocarse después de la presentación en el Templo, ya que la huida a Egipto tiene lugar inmediatamente después, y no hay tiempo en tan corto intervalo para esa subida a Jerusalén. La estancia en Egipto dura varios meses, mientras que la purificación tiene lugar sólo cuarenta días después de la Natividad. Esta escena de la adoración de los Magos tiene un profundo sentido: es la primera manifestación de Cristo al mundo, es el principio de su Epifanía, y los Magos son los precursores de todos los poderes humanos que han de inclinarse ante la potestad de Cristo. San Mateo no se olvida de nombrar a María, que presenta a su Hijo a los que le adoran; hace notar su papel en el gran misterio. Mat 2: 11Y llegando a la casa, vieron al Niño con María, su madre, y de hinojos le adoraron. (...) 13Partido que hubieron, el ángel del Señor se apareció en sueños a José. Se tiene la impresión de un intervalo muy corto después de la partida de los Magos. «Levántate, toma al Niño y a su Madre y huye a Egipto, y estate allí hasta que yo te avise, porque Herodes buscará al Niño para matarlo». 14Levantándose de noche tomó al Niño y a la Madre y partió para Egipto. Así comienzan los dolores. Tan pronto como se manifiesta, el Niño es el signo expuesto a la contradicción. María aprende el furor que ese Niño desencadena. Ella se inicia en las persecuciones, y entra dolorosamente en el misterio de los pequeños inocentes y de sus madres que pagan por Él.


El Niño perdido y hallado en el Templo. La vida oculta

Luc 2: 41Sus padres iban cada año a Jerusalén en la fiesta de la Pascua. 42Cuando era ya de doce años, al subir sus padres, según el rito festivo, 43y volverse ellos, acabados los días, el Niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que sus padres lo echasen de ver. 44Pensando que estaba en la caravana, anduvieron camino de un día. Le buscaron entre los parientes y conocidos, 45y al no hallarle, se volvieron a Jerusalén en busca suya. 46Al cabo de tres días le hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores, oyéndolos y preguntándoles. 47Cuantos le oían quedaban estupefactos de su inteligencia y de sus respuestas. 48Cuando sus padres le vieron quedaron sorprendidos, y le dijo su madre: «Hijo, ¿por qué has obrado así con nosotros? Mira que tu padre y yo, apenados, te andábamos buscando». 49Y Él les dijo: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es preciso que me ocupe de las cosas de mi Padre?». 50Ellos no entendieron lo que les decía. La obligación de subir a Jerusalén para celebrar allí la Pascua sólo era estricta para aquellos que no vivían demasiado lejos, y cuando se hubiesen cumplido ya los trece años. La costumbre de la Sagrada Familia parece indicar a la vez su piadoso celo y su unión. María dejaba a Jesús una cierta libertad, permitiéndole, por ejemplo, ir con otros niños, en otras familias de la caravana. Terminando la Edad Media, se contará entre los Siete Dolores la angustia de María buscando durante tres días a su Hijo, al que ha perdido. El sentido literal y primero de la respuesta de Jesús parece ser, sencillamente, el que indica la traducción del P. Lagrange: Vosotros me buscabais por todas partes en la ciudad, ¿no habíais comprendido que debíais venir directamente aquí, a la casa de mi Padre? El sentido que se le da de ordinario –¿no es preciso que yo me ocupe de los asuntos de mi Padre?– también está seguramente en el Corazón de Jesús.


El no comprender de María indica aquí, de una forma indudable, esta necesidad de un progreso en el conocimiento del misterio que estaba viviendo. Ella sabía perfectamente la filiación divina de su Hijo, pero tenía que aprender poco a poco las aflicciones que esta filiación entrañaba. ¿Para qué era preciso que Jesús con doce años hiciera esa fuga repentina junto a su Padre? Esto sigue siendo un misterio. El servicio de Dios le exige separarse de la compañía de los suyos, sin prevenirles, sin que nada permitiese prever de un niño sumiso una separación así. Qué incomprensible conducta la de Dios. Es preciso que María pase por este aprendizaje para poder ejercer su misericordia con los pobres hombres que alteran los caminos de Dios. 51Bajó

con ellos, y vino a Nazaret y les estaba sujeto. Y su madre conservaba todo esto en su corazón.


Las Bodas de Caná

Los años maravillosos de la intimidad en Nazaret han terminado. Jesús recibe el bautismo de Juan y llama a sus primeros discípulos. Juan 2: 1Al tercer día hubo una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de Jesús. 2Fue invitado también Jesús con sus discípulos a la boda. 3No tenían vino, porque el vino de la boda se había acabado. En esto, dijo la madre de Jesús a éste: No tienen vino. 4Díjole Jesús: Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti? No es aún llegada mi hora. María ha terminado su aprendizaje. Sabe cómo tratar a su Hijo. La mejor oración es manifestarle simplemente las necesidades de los hombres y sus más humildes necesidades. Reparar el error de un maestresala que no ha calculado bien la cantidad de vino, ¡ese va a ser el primer milagro del Verbo Encarnado! Él parece rehusarle. No es que haya dureza en esta denominación de «mujer» con que se dirige a ella. Éste era el lenguaje de los antiguos. Jesús lo empleará también en la Cruz para hablar con su Madre. Jesús y la Virgen, que comprenden las cosas en profundidad, ponen, sin duda, en esas palabras, una intención misteriosa: nosotros sabemos que María es la Mujer por excelencia, como Jesús es el Hombre perfecto. Pero volvamos otra vez al texto. «Qué nos va a mí y a ti»: así se traduce, más o menos, una expresión estereotipada, frecuente en el Antiguo y en el Nuevo Testamento (Cfr. Jud 11,12; 2 Sam 16,10; 19,23; 3 Re 17,18; 4 Re 3,13; 2 Par 35,21; Mt 8,29; Mc 1,24; Lc 4,34; 8,28) y que sirve siempre para «descartar una intervención o declinar un requerimiento», sin que tenga nada de descortés. El Padre Lebreton hace notar el paralelismo con el episodio del Templo: «después de una respuesta que parecía un rechazo, Jesús había seguido inmediatamente a María y a José. Aquí, del mismo modo, Él reivindica su independencia en el ejercicio de su misión, y después obra el milagro deseado, humilde y discretamente, al no haber llegado todavía la hora de


una manifestación más brillante». A decir verdad, en todos los casos en que Nuestro Señor habla en San Juan de «su hora», se trata de su Pasión; no se ve por qué este pasaje tendría que ser una excepción. Para su Madre, a la que treinta años de comunión cotidiana con su anhelo insaciable de redimir a la Humanidad por su sangre, han familiarizado con su razón de vivir, y con la idea de su muerte, Jesús evoca con una palabra lo que está al final de la perspectiva en la que Ella le impulsa a entrar; pues al pedirle un primer milagro, al invitarle a manifestar, con su dominio sobre los elementos, su naturaleza de Dios encarnado, le impulsa a dar el primer paso hacia su Pasión. «No es aún llegada mi hora»: son unas palabras terribles por lo que anuncian, tranquilizadoras porque por ellas Jesús confía a su Madre que aún pasará algún tiempo hasta que se cumpla lo que Él comienza. Al pedir este milagro, consuma Ella misma la separación [3]. En lo sucesivo Cristo pertenecerá por completo a su ministerio. 5Dijo

la madre a los servidores: Haced lo que Él os diga. allí seis tinajas de piedra para las purificaciones de los judíos, en cada una de las cuales cabían dos o tres metretas. 7Les dijo: Llenad las tinajas de agua. Las llenaron hasta el borde, 8y Él les dijo: Sacad ahora y llevadlo al maestresala. Se lo llevaron, 9y luego que el maestresala probó el agua convertida en vino –él no sabía de dónde venía, pero lo sabían los servidores, que habían sacado el agua–, llamó al novio, 10y le dijo: Todos sirven primero el vino bueno, y cuando están ya bebidos, el peor; pero tú has guardado hasta ahora el vino mejor. 11Éste fue el primer milagro que hizo Jesús, en Caná de Galilea, manifestó su gloria y creyeron en Él sus discípulos. 6Había

«Haced lo que Él os dijere». He aquí las palabras por excelencia de María, junto con las de la Anunciación: «He aquí a la sierva del Señor, hágase». Ella sabe hacernos obedecer a su Hijo. No se desanima por las dificultades. 12Después

de esto bajó a Cafarnaúm. Él, su madre, sus hermanos y sus discípulos, y permanecieron algunos días. Es una breve estancia, una transición entre la vida de Nazaret con Jesús, y los años del ministerio en los que Jesús se le irá. Él es ya de sus discípulos,


pero está todavía con Ella. Los hermanos de Jesús son sus primos, según la costumbre oriental, que todavía existe, que da al nombre de hermano un sentido muy amplio. En adelante, y hasta el Calvario, María desaparece del Evangelio, excepto en la escena siguiente.


María durante el Ministerio de Jesús

Un día, María y los parientes de Jesús intentan llegar hasta él mientras está enseñando a la muchedumbre. El gentío es tan denso, precisa San Lucas (8,19), que no pueden conseguirlo. Según San Marcos, capítulo tercero: 31Vinieron

su madre y sus hermanos, y desde fuera le mandaron a

llamar. 32Estaba la muchedumbre sentada en torno de Él, y le dijeron: Ahí están tu madre y tus hermanos, que te buscan. 33Él les respondió: ¿Quién es mi madre y mis hermanos? 34y echando una mirada sobre los que estaban en derredor suyo, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. 35Quien hiciere la voluntad de Dios, ese es mi hermano, y mi hermana y mi madre. Palabras que parecen duras, y que en realidad son el más bello elogio de María. Nadie hace mejor la voluntad de Dios que «la sierva del Señor». Es, de este modo, dos veces su Madre. La manifestación era necesaria, pues los parientes de Jesús, apenas creían en Él, y querían llevárselo (Mc 3,21) para arrancarle de su ministerio, y devolverle a sus ocupaciones habituales y a la forma de vivir de la familia. Jesús afirma entonces con gran fuerza la libertad apostólica y el parentesco espiritual. Hay una reacción análoga en otra circunstancia, cuando responde victoriosamente a los fariseos que le acusan de echar los demonios por Belcebú. Luc 11: 27«Mientras Él decía estas cosas, levantó la voz una mujer de entre la muchedumbre y dijo: Dichoso el seno que te llevo y los pechos que mamaste. 28. Pero Él dijo: Más bien, dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan.


Igual elogio de su Madre bajo la apariencia de no recibir estas palabras. La Iglesia ha tomado este texto como Evangelio de las misas votivas de María: «Jesús no rechaza la felicitación dirigida a su Madre: asocia con Ella a todos los que tienen buena voluntad». Y eleva hasta el objeto de su misión sobrenatural el sencillo entusiasmo humano de esta mujer.


María junto a la Cruz

Juan 19: 25“Estaban junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre, María la de Cleofás, y María Magdalena. 26Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a la Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. 27Luego dijo al discípulo: He ahí a tu Madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa. Es la segunda palabra de Jesús en la Cruz, siendo la primera una súplica: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Es la proclamación de la maternidad de María extendida, en la persona de Juan, a los cristianos, a todos nosotros. En este instante solemne del adiós, Jesús le da el gran nombre de Mujer; el Salvador la asocia a su misión: Ella es la nueva Eva. María, que está presente en la Cruz, lo estará también en la venida del Espíritu Santo. Los Hechos la nombran, entre los discípulos que perseveran en la oración, en el Cenáculo, entre la Ascensión y Pentecostés, esperando la venida del Espíritu Santo. Su nombre junto entre otros. Y eso es todo.


CapĂ­tulo segundo: Anuncios y figuras Hemos ido directamente al Evangelio para ver y comprender a MarĂ­a. Pero ahora lo que queremos es contemplarla en el Antiguo Testamento. Esto se puede hacer por dos caminos: por las profecĂ­as que la muestran en su sentido literal, y por los textos en los que la piedad cristiana se complace en encontrarla.


El Protoevangelio

Desde el principio de la historia humana, inmediatamente después del pecado, Dios hace entrever la redención, y la Mujer jugará en ella un papel análogo y contrario al que tuvo en la falta. Gen 3, 13-16: 13Dijo, pues, Yavé Dios a la mujer: ¿Por qué has hecho eso?, y contestó la mujer: La serpiente me engañó y comí. 14Dijo luego Yavé Dios a la serpiente: Por haber hecho esto, maldita serás entre todas las bestias y entre todos los animales del campo. Te arrastrarás sobre tu pecho y comerás el polvo todo el tiempo de tu vida. 15Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer: y entre tu linaje y el suyo; éste te aplastará la cabeza, y tú le morderás a él el calcañal. 16A la mujer le dijo: Multiplicaré los trabajos de tus preñeces; parirás con dolor los hijos, y buscarás con ardor a tu marido, que te dominará. No se trata de saber lo que Adán y Eva comprendieron, sino lo que estas palabras de Dios contienen objetivamente. En primer lugar hay –como dice Le Bachelet– «un plan de victoria sobre el demonio; un plan que comprende, frente a Adán y Eva formando el grupo de los vencidos, Jesucristo y su Madre formando el grupo de los vencedores». El dogma de la Inmaculada Concepción no se anuncia de un modo explícito, pero está implícitamente contenido en el oráculo. La primera Eva tiene un hermoso recomenzar al «arrepentirse y levantarse», pero «en esta mujer, primero vencida y no habiendo recobrado la inocencia original, la victoria sólo puede ser parcial y relativa; no habrá victoria total y absoluta hasta el día en que la Eva, que salió totalmente pura de las manos del Creador, reviva, por decirlo así, y se encuentre junto al nuevo Adán para la lucha suprema» [4].


La profecía del Emmanuel

En un gran peligro para el reino de Iudá, que estaba amenazado por los reyes de Israel y de Siria, Dios envió a Isaías a Acaz, rey de Judá, para disuadirle de la alianza que proyectaba con Asiria. Igual que, cuando el gran desastre en el que había zozobrado la humanidad, le había sido anunciado a Adán una liberación, obra del «linaje de la mujer», así en estos días de angustia es prometido un signo milagroso, un hombre nacido de una Virgen, y cuyo nombre de Emmanuel atestigua la alianza fiel de Dios con la casa de David. La profecía queda muy misteriosa, pero entre las palabras en las que se unen un porvenir próximo y un tiempo lejano, se destaca la figura de la Virgen María, Madre del Emmanuel. Es en Isaías, capítulo séptimo: 10Y

dijo además Isaías a Ajaz: 11Pide a Yavé, tu Dios, una señal, o de abajo en lo profundo, o de arriba en lo alto. 12Y contestó Ajaz: No la pediré, no quiero tentar a Yavé. 13Entonces dijo Isaías: Oye, pues, casa de David. ¿Os es poco todavía molestar a los hombres, que molestáis también a mi Dios? 14El Señor mismo os dará por eso la señal: He aquí que la Virgen grávida está dando a luz un hijo y le llama Emmanuel. 15Y se alimentará de leche y miel, hasta que sepa desechar lo malo y elegir lo bueno. Se entrevé quizá menos a la Virgen María en la rama que saldrá del trono de Jessé, porque el original hebreo no muestra, como la Vulgata, naciendo la flor de la rama, sino que parece designar al propio Emmanuel por la rama y por la flor (Is11,1) [5].


Las figuras

Los Padres de la Iglesia y el pueblo fiel, penetrados del sentido de los paralelismos que existen en la Sagrada Escritura, ven figuras de María en todo el Antiguo Testamento. No se trata aquí de profecías, y la fe no está directamente como prometida. Es el afecto cristiano por María, el que, continuamente, se vuelve hacia el pasado y se sirve para expresarse de modelos suministrados por la historia santa, de textos cuyo sentido literal no tienen por objeto a la Virgen. Hay un motivo de fondo en estas relaciones espirituales de los textos: la figura de María, al estar en el centro del misterio cristiano, permite que todo se vea dirigido hacia ella. Estas relaciones son poco concretas, pero sirven para manifestar el amor que se tiene a María, aunque no aumenten la comprensión de su misterio. Por ejemplo, en María se da la pureza incorruptible que simbolizaba el zarzal ardiente, ardiendo sin consumirse; el heroísmo liberador de Judit; la intercesión poderosa de Esther, a quien es ofrecida la mitad del reino; el milagro del velo que recoge el rocío del cielo, y muchas más figuras. Estas intuiciones del sentido cristiano conservan su valor espiritual: en nuestros días, Paul Claudel ha conseguido un bello poema tomando como tema el elogio de la mujer fuerte y aplicándoselo a María. *** Algunas figuras son privilegiadas porque la liturgia católica contempla en ellas a María. En primer lugar están las del Cantar de los Cantares, en donde la Iglesia reconoce a la Inmaculada y los amores del Espíritu divino o del Hijo Eterno y la Virgen. II: 2Como lirio entre los cardos es mi amada entre las doncellas. III: 3¿Qué es aquello que sube del desierto, como columna de humo, como humo de mirra e incienso y de todos los perfumes exquisitos? IV: 1¡Qué hermosa eres, amada mía, qué hermosa eres! Son palomas tus


ojos vistos a través de tu velo. 2Son tus cabellos rebañitos de cabras que ondulantes van por los montes de Galad... 7Eres del todo hermosa, amada mía, no hay tacha en Ti... 12Eres jardín cercado, hermana mía, esposa; eres jardín cercado, fuente sellada. 13Es tu plantel un bosquecillo de granados y frutales, los más exquisitos... V: 2Yo duermo, pero mi corazón vela. Es la voz del amado que me llama. Ábreme, hermana mía, esposa mía, paloma mía, inmaculada mía. Que está mi cabeza cubierta de rocío y mis cabellos de la escarcha de la noche. VI: 10¿Quién es ésta que se alza como aurora, hermosa cual la luna, espléndida como el sol, terrible como ejércitos ordenados? *** También los textos en los que la Sabiduría de Dios preside desde toda la eternidad las obras divinas. La Iglesia los aplica a la predestinación de María, ya que Ella es, después de Cristo, la obra más maravillosa de Dios; concebida antes de todos los tiempos. En los Proverbios, capítulo VIII: 17Amo

a los que me aman y el que me busca me hallará. 22Me dio Yavé el ser en el principio de sus caminos, antes de sus obras antiguas. 23Desde la eternidad fui engendrada, desde los orígenes, antes que la tierra fuese. 24Antes que los abismos fui engendrada yo, antes que fuesen las fuentes de abundantes aguas. 25Antes que los montes fuesen cimentados, antes que los collados fui yo concebida. 26Antes que hiciese la tierra, oí los campos, oí el polvo primero de la tierra. 27Cuando fundó los cielos, allí estaba yo, cuando puso una bóveda sobre la faz del abismo. 28Cuando daba consistencia al cielo en lo alto, cuando daba fuerza a las fuentes del abismo. 29Cuando fijó sus términos al mar, para que las aguas no traspasasen su mandato. Cuando echó los cimientos de la tierra. 30Estaba yo con Él como arquitecto, siendo siempre su delicia, solazándome ante Él en todo tiempo. 31Recreándome en el orbe de la tierra, siendo mis delicias los hijos de los hombres. 32Oídme, pues, hijos míos; bienaventurado el que sigue mis caminos. 33Atended al consejo y sed sabios, y no menospreciéis. 34Bienaventurado quien me escucha, y vela a mi puerta cada día, y es


asiduo en el umbral de mis entradas. 35Porque el que me halla a mí, halla la vida y alcanzará el favor de Yavé. 36Y al contrario, el que me pierde, a sí mismo se daña, y el que me odia ama la muerte. *** Eclesiástico, capítulo XXIV: 7Yo

habité en las alturas y mi trono fue una columna de nube. 8Sola recorrí el círculo de los cielos y me paseé por las profundidades del abismo. 9Por las ondas del mar y por toda la tierra. 10En todo pueblo y nación imperé; 11En todos busqué descansar, para establecer en ellos mi morada. 12Entonces el Creador de todas las cosas me ordenó, mi Hacedor fijó el lugar de mi morada. 13Y me dijo: Habita en Jacob y establece tu tienda en Israel. 14Desde el principio y antes de los siglos me creó, y hasta el fin no dejaré de ser. En el tabernáculo santo, delante de él ministré. 15Y así tuve en Sión morada fija y estable reposé en la ciudad de Él amada, y en Jerusalén tuve la sede de mi imperio. 16Eché raíces en el pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad. 17Como cedro del Líbano crecí, como ciprés de los montes del Hermón. 18Como palma de Engadi crecí, como rosal de Jericó. 19Como hermoso olivo en la llanura, como plátano junto a las aguas. 20Como la canela y el bálsamo aromático exhalé mi aroma, y como la mirra escogida di suave olor. 21Y como galbano, estacte y alabastrino vaso de perfume, y como nube de incienso en el tabernáculo.


La Mujer del Apocalipsis

En fin, la Iglesia aplica a la Virgen María el texto del Apocalipsis que, en sentido propio, profetiza la lucha entre el pueblo de Dios, personificado en la Mujer misteriosa, y Satán. Para los alcanzados por este horrible dragón, la Iglesia da a luz dolorosamente al Cristo místico. Tal es el sentido literal de este fragmento. Pero concuerda admirablemente con María [6]. Y así vemos nosotros por primera vez, guiados por la liturgia, bosquejarse la analogía de la Virgen María y de la Iglesia. Apocalipsis de San Juan, capítulo XII: 1Apareció

en el cielo una señal grande, una mujer envuelta en el sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas; 2y estando encinta, gritaba con los dolores del parto y las ansias de parir. 3Y apareció en el cielo otra señal, y vi un gran dragón, de color de fuego, que tenía siete cabezas y diez cuernos, y sobre las cabezas siete coronas. 4Con su cola arrastró la tercera parte de los astros del cielo y los arrojó a la tierra. Se paró el dragón delante de la mujer, que estaba a punto de parir, para tragarse a su hijo en cuanto lo pariese. 5Parió un varón, que ha de apacentar a todas las naciones con vara de hierro, pero el Hijo fue arrebatado a Dios y a su trono. 6La mujer huyó al desierto, en donde tenía el lugar preparado por Dios, para que allí la alimentasen durante mil doscientos sesenta días. 7Hubo una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles peleaban con el dragón, 8y peleó el dragón y sus ángeles, y no pudieron triunfar ni fue hallado su lugar en el cielo. 9Fue arrojado el dragón grande, la antigua serpiente, llamada Diablo y Satanás, que extravía a toda la redondez de la tierra, y fue precipitado en la tierra, y sus ángeles fueron con él precipitados. 10Oí una gran voz en el cielo, que decía: Ahora llega la salvación, el poder, el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo, porque fue precipitado el acusador de nuestros hermanos, el que los


acusaba delante de nuestro Dios de día y de noche. 11Pero ellos le han vencido por la sangre del Cordero, y por la palabra de su propio testimonio, y menospreciaron su vida hasta morir. 12Por eso, regocijaos, cielos y todos los que moráis en ellos. ¡Ay de la tierra y de la mar!, porque descendió el Diablo a vosotras animado de gran furor, por cuanto sabe que le queda poco tiempo. 13Cuando el dragón se vio precipitado en la tierra, se dio a perseguir a la mujer que había parido al Hijo varón. 14Pero le fueron dadas a la mujer dos alas del águila grande para que volase al desierto, a su lugar, donde es alimentada por un tiempo y dos tiempos y medio tiempo lejos de la vista de la serpiente. 15Y la serpiente arrojó de su boca detrás de la mujer como un río de agua, para hacer que el río la arrastrase. 16Pero la tierra vino en ayuda de la mujer, y abrió la tierra su boca, y se tragó el río que el dragón había arrojado de su boca. 17Se enfureció el dragón contra la mujer y se fue a hacer la guerra contra el resto de su descendencia, contra los que guardan los preceptos de Dios y tienen el testimonio de Jesús.


Capítulo tercero: Los primeros siglos ¿Se apreciará bien el laconismo de los primeros textos cristianos, después de haber sido glosados tantas veces? Con estos textos hay que volver a repetir lo que se ha dicho sobre el Evangelio, es decir, que si no reflexionamos un poco, estos textos pueden decepcionarnos, porque han sido muy desarrolladas las ideas que en ellos se encierran. En primer lugar, debemos tener en cuenta el impacto de estas palabras que eran entonces totalmente nuevas. En los más antiguos símbolos bautismales que nos han llegado, encontramos este artículo tan sencillo: «Jesucristo, nacido de la Virgen María». Hemos de imaginarnos esta frase cuando era afirmada por los catecúmenos que pedían el bautismo escapando del mundo pagano, guardándose de la herejía, comprometiendo por esta frase su vida en la perspectiva del martirio. Es necesario dar tiempo a la fe para que tome una conciencia enriquecida y matizada de sus objetos. Comienza por afirmar de una manera muy tosca. El espíritu que la concibe es tributario de toda clase de ideas que nos desconciertan, porque no son las de nuestra época. La fe no se pregunta en seguida sobre muchas cuestiones que nos parecen importantes, y en cambio trata problemas que ya no nos planteamos. Por eso los textos antiguos parecen a veces extraños y pesados, porque exigen muchas interpretaciones históricas para sacar provecho de ellos. Lo que en primer lugar nos impresiona son las afirmaciones constantes que de ellos se desprenden. Podríamos multiplicar los textos de Arístides (hacia el 140), San Justino (mitad del siglo II), San Ireneo (muerto en el 202 ó 203), Clemente de Alejandría (muerto entre el 211 y el 216) y multitud de otros que atestiguan la universalidad de la creencia en la maternidad virginal y divina. Su mejor ilustración serían las imágenes de las catacumbas, donde la Madre majestuosa presenta su Hijo a la adoración.


San Ignacio de Antioquía (martirizado en el 107), en su Carta a los Tralianos, capítulo 9, dice: Cerrad los oídos a los discursos de los que os hablan sin reconocer a Jesucristo, descendiente de David y nacido de la Virgen María. Aquí está el gran criterio de la fe: lo que está en pleito es la realidad de la encarnación. Jesús no es un sueño, no es el producto de especulaciones. «Anterior al tiempo», él ha «nacido en el tiempo... Dios encarnado, verdadera vida en la muerte» (a los Efesios, 7), «verdaderamente nacido de la Virgen» a los de Esmirna, 1). «Nuestro Dios, Jesucristo, ha sido llevado en el seno de María» (Efesios, 18). Como se ve, el término «Madre de Dios» no se encuentra todavía en estos documentos de principio del siglo II, pero la realidad de la maternidad divina aparece, de un modo evidente, como objeto de la creencia cristiana desde lo más antiguo que podemos remontarnos (La primera mención que poseemos hoy día del término se encuentra en San Hipólito, sacerdote romano, muerto mártir hacia el 235). El príncipe de este mundo ignora la virginidad de María, y su parto y la muerte del Señor: tres misterios resonantes cumplidos en el silencio de Dios. Es inútil subrayar la extraordinaria grandeza de estas últimas palabras de San Ignacio a los Efesios (c. 19). Comprendamos bien el esfuerzo de la fe. Necesita tiempo para penetrar de una manera clara el misterio que es difícil considerar de un modo global, y ha de hacerlo despacio, para evitar interpretaciones humanas. Además, debe guardarse de las herejías. Y esto sobre puntos primordiales que desvían la inteligencia de misterios más particulares, como es el de la Virgen María. ¿Cómo se podía contemplar con tiempo el misterio mariano, mientras se estaba ocupado en combatir a los gnósticos, que sustituían la fe por especulaciones filosóficas intemperantes y según las cuales Cristo no tenía más que un cuerpo «psíquico»? ¿Cómo se podía profundizar con serenidad en el misterio de María, mientras se estaba luchando con el arrianismo que negaba la igualdad de las tres Personas de la Santísima Trinidad, o con las herejías sobre Cristo acerca de las dos naturalezas, la divina y la humana? Será necesaria una eliminación de las falsas


concepciones de las realidades primeras de la revelación cristiana, antes de avanzar en paz por las profundidades de la maternidad divina y de la maternidad de gracia. La luz que ilumina a María viene de estas realidades: sólo se beneficiará con una completa seguridad y una nitidez perfecta después que los errores provocados sobre estos temas por los herejes hayan sido corregidos. Por eso la primera etapa va hasta la gran determinación dogmática dada por la Iglesia infalible, la del Concilio de Nicea, en el año 325, en donde el arrianismo será condenado.


Eva y María

De este primer periodo es preciso señalar sobre todo los numerosos textos que establecen un paralelismo entre Eva y María. El más antiguo de todos ellos es de San Justino, en su Diálogo con el judío Trifón: Nosotros comprendemos que Él (Cristo) se hizo hombre por medio de la Virgen, a fin de que la desobediencia provocada por la serpiente terminase por el mismo camino por donde había comenzado. En efecto, Eva, virgen e intacta, habiendo concebido la palabra de la serpiente, dio a luz la desobediencia y la muerte; en cambio, la Virgen María, habiendo concebido fe y alegría, cuando el ángel Gabriel le anunció que el Espíritu del Señor vendría sobre Ella y que la virtud del Altísimo la cubriría con su sombra, de modo que el Ser santo nacido de Ella sería Hijo de Dios, respondió: «Hágase en mí según tu palabra». Nació, pues, de Ella Aquél de quien hablan tanto las Escrituras... Por Él, Dios arruina el imperio de la serpiente y de los que, sean ángeles o sean hombres, se han hecho como ella, y Dios libera de la muerte a los que se arrepienten y creen en Él. ¿Nos damos cuenta del alcance de este antiguo texto? María, nueva Eva, devuelve a la humanidad la vida que la primera Eva le ha hecho perder. No pretendemos que San Justino tuviera en su conciencia la visión clara de la Inmaculada Concepción; sin embargo, está en esas líneas. Una imagen fotográfica, que será perfectamente neta, está ya en las primeras formas, todavía confusas, que el revelador hace aparecer sobre la película. La sucesión de textos que componen este libro va a darnos la impresión de esta nitidez creciente. Las verdades como la Inmaculada Concepción no serán de ningún modo nuevas: la película está impresionada antes de que se la sumerja en el revelador. No es otra la vida de la Iglesia en el curso de los siglos, animada por el Espíritu Santo, tomando conciencia de su fe. En el paralelismo entre las dos Evas está la creencia en la Inmaculada Concepción de María, ya que supone que la segunda Eva es pura como la


primera. Se reconoce también aquí la creencia en la corredención y en la maternidad de gracia. Pero María aparece asociada a la obra regeneradora del nuevo Adán, mientras que Eva lo fue en la perdición, y María es la verdadera Madre de los vivientes, que engendra al mundo de la gracia a la humanidad redimida en su Hijo. San Ireneo (muerto en el 202-203)) continúa el tema, especialmente en su libro Contra las herejías. Ireneo es la pura tradición joánica: es discípulo de San Policarpo, que era el inmediato discípulo de San Juan. María, Virgen, se mostró obediente al responder: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Eva se mostró desobediente: desobedeció cuando era todavía virgen. Así como Eva, esposa de Adán pero todavía virgen... desobedeció, y por eso atrajo la muerte sobre ella misma y sobre todo el género humano, así María, desposada pero virgen, al obedecer, obtuvo la salud para sí y para todo el género humano. También la ley da a Eva, la desposada todavía virgen, el nombre de esposa, para manifestar el ciclo que desde María asciende hasta Eva: pues las ataduras de la culpa no podían ser desligadas mas que por un proceso inverso al que siguió el pecado... Es por eso por lo que San Lucas, comenzando su genealogía por el Señor, se remonta hasta Adán, mostrando con ello que no son en absoluto los antepasados según la carne quienes han engendrado al Señor, sino el Señor quien les ha engendrado a la vida nueva del Evangelio. Del mismo modo, el nudo formado por la desobediencia de Eva no ha podido ser desanudado más que por la obediencia de María. Lo que Eva virgen ató por su incredulidad, María virgen lo desató por su fe. María se hace de este modo el abogado de Eva. Señalaremos, según vayan apareciendo, las expresiones que tendrán mayor aceptación. Ésta de abogado tiene, en los textos griegos, el sentido de consoladora y de compasiva [7]. Más todavía: María es «la Virgen que nos regenera». En efecto, aunque San Ireneo sólo presenta su paralelismo entre las dos Evas refiriéndose a los dos consentimientos –la desobediencia de la primera Eva y la obediencia de la segunda–, tiene un sentido tan fuerte de todo lo que entraña la Encarnación, y de la eficacia redentora que posee la venida de


Dios a la humanidad, que ve nuestra propia regeneración en el «Hágase» de María. Será necesario que pase el tiempo para hacer más explícita la creencia en la Corredención y en la Mediación marianas, pero esta creencia ya está aquí. Está expuesta hasta el punto de que su fórmula más patente es la dada por San Ireneo, y así se puede reconocer sin forzar el texto. Al contrario, se comprende mejor el conjunto de la doctrina del gran obispo de Lyon, cuando se va viendo cual es el alcance real de su fórmula: «la Virgen que nos regenera». Notemos, además, en San Ireneo, esta fuerte afirmación de la maternidad divina: El ángel anunciará a la Virgen «que Ella sería encinta por Dios». El paralelismo entre María y las Santas Escrituras está ya en Clemente de Alejandría: La virginidad fecunda de María es comparable a la de las Escrituras del Señor. Las Escrituras son fecundas por la luz que irradia de ellas y la verdad que ponen en el mundo; pero permanecen vírgenes, y envuelven con un velo santo y puro los misterios de la verdad. Orígenes, en su Comentario sobre San Juan, hacia el año 240-250, tiene uno de los primeros textos que hablan a nuestro corazón con un acento medieval y moderno, con un sentido admirable de la maternidad de María: Nos atrevemos a decir que la flor de las Escrituras son los Evangelios, y la flor de los Evangelios, el de San Juan. Nadie sabrá comprender su sentido si no ha reposado en el pecho de Jesús y recibido de Jesús a María, convertida así en su madre. Pero para ser otro Juan es preciso poder, como él, ser mostrado por Jesús en calidad de Jesús. En efecto, si, siguiendo el parecer de los que piensan de Ella rectamente, María no ha tenido más hijo que Jesús, y Jesús dice a su Madre: «He aquí a tu hijo», y no «He aquí otro hijo», entonces es como si Él dijera: «Aquí tienes a Jesús, a quien tú has dado la vida». En efecto, cualquiera que se ha consumado (en Cristo), no vive más, sino que vive Cristo en él [8]; y puesto que en él vive Cristo, de él dice Jesús a María: «He aquí a tú hijo: Cristo».


He aquí las intuiciones que la piedad concibe. Alcanzan una mayor profundidad que los razonamientos: lo que veremos ahora nos hace adivinar que ya entonces la devoción popular, que no ha dejado apenas documentos, era realista, expresiva, ávida de un contacto directo con los objetos, y estaba más evolucionada que el pensamiento de los doctores. De la necesidad de color y realismo en el siglo II tenemos algunos testimonios: sobre todo un oráculo sibilino y el Protoevangelio de Santiago. Los Oráculos sibilinos son una colección de textos que proceden de toda clase de medios espirituales. Hay entre ellos algunos cristianos, del tiempo de Marco Aurelio (161-180). He aquí el pasaje que cuenta la Anunciación: Al fin de los tiempos, Él (el Creador) descendió a la tierra; pequeño niño, nació del seno de la Virgen María, nueva luz; venido del cielo, revistió una forma mortal. Primero apareció Gabriel bajo un aspecto poderoso y digno de veneración. Luego el arcángel dirigió la palabra a la Virgen. Pero ella se llenó de turbación y de temor al oírle, y quedó temblorosa; su espíritu estaba sorprendido, su corazón palpitaba ante aquellas palabras inauditas. Después se tranquilizó; su corazón fue aquietado por la voz del ángel. Sonrió virginalmente, y el rubor cubrió sus mejillas; acariciada por la alegría, y conmovida su alma de respeto, recobró el ánimo. El Verbo voló a su seno. Hecho carne al fin, y engendrado en sus entrañas, tomó forma mortal y fue hecho niño por un alumbramiento virginal: gran maravilla para los hombres, pero no gran maravilla para Dios el Padre, y Dios el Hijo. Por el recién nacido, la tierra exulta, el Trono celeste sonríe, y el mundo se conmueve.


Protoevangelio de Santiago

El Protoevangelio de Santiago es un apócrifo de mediados o finales del siglo II, que pretende llenar los vacíos de los Evangelios canónicos con relación a María. Esto es señal de una piedad mariana muy exigente. Es tributario, por una parte, de tradiciones auténticas, pero aún aquello que procede de una imaginación que inventa todos los pasajes, es precioso, y atestigua la certeza instintiva de esta piedad: María es una privilegiada insigne, a la que se le deben atribuir mayores gracias que todas aquellas con las que vemos honrados a los santos. María es completamente pura, preservada del pecado. Pero esta certeza es recibida por un alma dotada de una imaginación pintoresca y dramática. Y la conmoción produce un relato. Las bellas historias del Protoevangelio han deleitado a la antigüedad y a la Edad Media; después causaron durante mucho tiempo molestias, ya que eran demasiado legendarias y parecían desacreditar la verdad; ahora no vemos en ellas más que el amor y la veneración por María, que es por lo que nacieron. Joaquín y Ana son estériles y de edad. Joaquín va a llorar su desgracia al desierto. Durante este tiempo, Ana también se lamenta. Y he aquí que se presentó un ángel de Dios, diciéndole: «Ana, Ana, el Señor ha escuchado tu ruego: concebirás y darás a luz y de tu prole se hablará en todo el mundo». Ana respondió: «Vive el Señor, mi Dios, que, si llego a tener algún fruto de bendición, sea niño o niña, lo llevaré como ofrenda al Señor y estará a su servicio todos los días de su vida». Entonces vinieron dos mensajeros con este recado para ella: «Joaquín, tu marido, está de vuelta con sus rebaños, pues el ángel de Dios ha descendido hasta él y le ha dicho: Joaquín, Joaquín, el Señor ha escuchado tu ruego; baja de aquí, que Ana, tu mujer, va a concebir en su seno».


Y habiendo bajado Joaquín, mandó a sus pastores que le trajeran diez corderas sin mancha: «Y éstas, dijo, serán para el Señor», y doce terneras de leche: «Y éstas, dijo, serán para los sacerdotes y el sanedrín»; y, finalmente, cien cabritos para todo el pueblo. Y al llegar Joaquín con sus rebaños, estaba Ana a la puerta. Ésta, al verlo venir, echó a correr y se abalanzó sobre su cuello, diciendo: «Ahora veo que Dios me ha bendecido copiosamente, pues, siendo viuda, dejo de serlo, y estéril, voy a concebir en mi seno». Y Joaquín reposó aquel día en su casa. Es el famoso «encuentro en la Puerta Dorada», tan utilizado por los artistas de la Edad Media. La intención del autor no es insinuar que Ana concibió sin la intervención de Joaquín: el ángel le anuncia que su mujer concebirá si él vuelve a ella. El pseudo Santiago quiere manifestar la intervención extraordinaria de Dios y la consagración de María desde antes de su concepción. Es también en este Protoavangelio donde aparece la presentación de María en el templo, y luego la elección de José como esposo de María: Al llegar la niña a los tres años, dijo Joaquín: «Llamad a las doncellas hebreas que están sin mancilla y que tomen sendas candelas encendidas (para que la acompañen), no sea que la niña se vuelva atrás y su corazón sea cautivado por alguna cosa fuera del templo de Dios». Y así lo hicieron mientras iban subiendo al templo de Dios. Y la recibió el sacerdote, quien, después de haberla besado, la bendijo y exclamó: «El Señor ha engrandecido tu nombre por todas las generaciones, pues al fin de los tiempos manifestará en ti su redención a los hijos de Israel». Entonces la hizo sentar sobre la tercera grada del altar. El Señor derramó gracia sobre la niña, quien danzó, haciéndose querer de toda la casa de Israel. Bajaron sus padres, llenos de admiración, alabando al Señor Dios porque la niña no se había vuelto atrás. Y María permaneció en el templo como una paloma, recibiendo alimento de manos de un ángel.


Pero, al llegar a los doce años, los sacerdotes se reunieron para deliberar, diciendo: «He aquí que María ha cumplido sus doce años en el templo del Señor, ¿qué habremos de hacer con ella para que no llegue a mancillar el santuario?». Y dijeron al sumo sacerdote: «Tú, que tienes el altar a tu cargo, entra y ora por ella, y lo que te dé a entender el Señor, eso será lo que hagamos». Y el sumo sacerdote, poniéndose el manto de las doce campanillas, entró en el sancta sanctorum y oró por ella. Mas he aquí que un ángel del Señor se apareció, diciéndole: Zacarías, Zacarías, sal y reúne a todos los hombres del pueblo. Que venga cada cual con una vara, y de aquel sobre quien el Señor haga una señal portentosa, de ese será mujer». Salieron los heraldos por toda la región de Judea, y, al sonar la trompeta del Señor, todos acudieron. José, dejando su hacha, se unió a ellos, y, una vez se juntaron todos, tomaron cada uno su vara y se pusieron en camino en busca del sumo sacerdote. Éste tomó todas las varas, penetró en el templo y se puso a orar. Terminada su plegaria, tomó de nuevo las varas, salió y se las entregó, pero no apareció señal ninguna en ellas. Mas al coger José la última, he aquí que salió una paloma de ella y se puso a volar sobre su cabeza. Entonces el sacerdote le dijo: «A ti te ha cabido en suerte recibir bajo tu custodia a la Virgen del Señor». En la noche de Navidad, José conduce a la gruta de Belén a una comadrona. José es quien se supone que cuenta la historia: Una nube luminosa cubría la gruta. Y exclamó la partera: «Mi alma ha sido engrandecida hoy, porque han visto mis ojos cosas increíbles, pues ha nacido la salvación para Israel». De repente, la nube empezó a retirarse de la gruta y brilló dentro una luz tan grande, que nuestros ojos no podían resistirla. Ésta por un momento comenzó a disminuir hasta tanto que apareció el niño y vino a tomar el pecho de su madre, María. Este maravilloso relato se vuelve grosero, con el fin de afirmar mejor la virginidad de María en su alumbramiento.


Así, pues, el período que precede al Concilio de Nicea nos ofrece lo esencial de las afirmaciones doctrinales sobre la Virgen María, las primeras intuiciones de la fe amorosa, y las leyendas que iban a tener una gran difusión. Sin duda, desde esta época María comenzó también a aparecerse a los que la querían, mostrándoles de un modo perceptible su solicitud, acudiendo maternalmente a sus necesidades. La más antigua de estas apariciones parece que fue hecha al obispo de Neo-Cesárea, San Gregorio el Taumaturgo, que murió en el año 270. Desgraciadamente, es difícil separar la parte de leyenda de la de realidad en la Vida del Taumaturgo, que fue escrita en el siglo IV por San Gregorio de Nisa. He aquí, no obstante, el episodio, que está muy en el tono de María. No sería extraño que la primera de las muchas apariciones de la Virgen María haya tenido por objeto asegurar la pureza de la fe. Una noche que Gregorio meditaba sobre la doctrina de la fe... lleno de atención y de solicitud, apareció ante él un personaje que tenía los rasgos de un anciano, vestido con gravedad religiosa. La virtud se descubría en su semblante y en su porte. Atemorizado por esta visión, se levantó de su cama y preguntó: «¿Quién sois y qué queréis?». El desconocido calmó la turbación de sus pensamientos hablándole dulcemente, y le dijo que se le aparecía por orden de Dios para aclarar sus dudas descubriéndole la verdad de la fe segura. Tranquilizado por estas palabras, Gregorio le miraba, entre alegre y temeroso; entonces el anciano extendió la mano como para mostrarle la dirección opuesta. Volviendo Gregorio la vista en esa dirección, vio a otra persona, de rasgos femeninos, llena de una majestad sobrenatural. Asustado de nuevo, se volvió, y bajó la mirada, suspenso ante esta visión, no pudiendo soportar su luz... Y escuchó a las dos personas que se le habían aparecido, dialogar sobre el punto que le ocupaba: por ello no sólo adquirió la verdadera ciencia de la fe, sino que además supo el nombre de las dos personas que se hablaban entre sí, llamándose por sus nombres. Escuchó a la mujer exhortar al evangelista Juan a descubrir al joven Gregorio el misterio de la piedad. Y Juan respondió que estaba pronto a hacerlo por la Madre de Dios, ya que ése era su deseo. Después de un discurso claro y preciso, desaparecieron. Gregorio se apresuró a poner por escrito la enseñanza divina, para así hacer partícipe a su


Iglesia y legar a la posteridad, como una herencia, la lecciรณn venida del cielo.


El Sub Tuum

De antes del concilio de Nicea es también una oración a la Virgen María que es muy popular aun hoy día: el Sub tuum praesidium. Es la más antigua de las plegarias marianas. Se toma aquí en su contexto original, tal como se encontró en el año 1938, en un papiro del siglo III, en una biblioteca de Manchester, y tal como, salvo una ligera variante, la han conservado las liturgias griegas y el rito ambrosiano: Bajo el amparo de tus misericordias nos acogemos, oh Madre de Dios, no desatiendas nuestros ruegos en las necesidades y sálvanos del peligro. Tú sola eres la bendita. Dom Mercenier [9] ha hecho notar el inmenso interés de este breve texto. Es «sin duda, el más antiguo testimonio de la fe en el poder mediador de María, pues se le pide no sólo que apoye nuestras oraciones cerca de Cristo, sino que además nos libre Ella misma de los peligros a que estamos expuestos». Por otra parte, la presencia de la invocación: «oh Madre de Dios», prueba que esta denominación, de la que los más antiguos testigos – después de San Hipólito– son Orígenes y otros doctores alejandrinos, «no era solamente un término de escuela, sino, en el sentido más exacto, un texto eclesiástico consagrado por el uso litúrgico». Es precisamente de Alejandría de donde será obispo San Cirilo, el gran maestro de la Maternidad divina. He aquí el contenido actual del Sub tuum en el rito romano: Bajo vuestra protección nos acogemos, Santa Madre de Dios; no desatiendas nuestras súplicas en nuestras necesidades, mas líbranos siempre de todos los peligros, Virgen gloriosa y bendita.


Capítulo cuarto: La Edad de Oro de los Padres Entramos ahora en una época en la que nuestras explicaciones pueden ser breves. Los textos son más extensos y hablan mejor por sí mismos. Nuestra elección se hace más difícil, porque en relación con la época anterior los autores son más numerosos en estos siglos IV y V. Sin embargo, no querríamos que se interpretase mal esta época. La literatura mariana es todavía muy sobria. Los grandes doctores son defensores de la fe, están ocupados en luchas por la ortodoxia del tema de la Trinidad, de Cristo y de la gracia, y son moralistas y ascetas. Al estar todavía muy reducido el culto litúrgico de la Virgen María, apenas tienen ocasión de pronunciar homilías que hablen de ella.


San Efrén

Mientras tanto, la fuente lírica brota en Siria. San Efrén, nacido hacia el 306 en Nisibil, en Mesopotamia, se retira a Edesa, en el año 363, antes de la invasión de su patria por los persas. Durante diez años, hasta su muerte, en el año 373, vivió solitario o con sus discípulos en una montaña cercana a Edesa, con una penitencia y una contemplación heroicas, y escribió en sirio millares de versos (Sozomeno le atribuye tres millones). Es el primer poeta de María, y ha quedado como uno de los más importantes. En San Efrén lo más notable es el sentido tan íntimo que tiene de la acción de la Virgen María en nuestras vidas. Por eso es popular, y siempre actual. Es su experiencia la que reza y canta. Los grandes doctores no sabrán descubrir, hasta pasado mucho tiempo, ese recurrir suyo, humilde, doloroso, tierno y confiado, ante María. Oración a la Santísima Madre de Dios Santísima Señora, Madre de Dios, Vos que sois la más pura de alma y cuerpo, que vivís más allá de toda pureza, de toda castidad, de toda virginidad; la única morada de toda la gracia del Espíritu Santo; que sobrepasáis incomparablemente a las potencias espirituales en pureza, en santidad de alma y de cuerpo, vedme culpable, impuro, manchado en mi alma y cuerpo por los vicios de mi vida impura y llena de pecado; purificad mi espíritu de sus pasiones; santificad y encaminad mis pensamientos errantes y ciegos; regulad y dirigid mis sentidos; libradme de la detestable e infame tiranía de las inclinaciones y pasiones impuras; anulad en mí el imperio del pecado, dad la sabiduría y el discernimiento a mi espíritu en tinieblas, miserable, para que me corrija de mis faltas y de mis caídas, y así, libre de las tinieblas del pecado, sea hallado digno de glorificaros; de cantaros libremente, verdadera Madre de la verdadera luz, Cristo Dios nuestro; pues sólo con Él y por Él sois bendita y glorificada por toda criatura, invisible y visible, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén.


Otras oraciones Es en Vos, nuestra patrona y mediadora ante el Señor, de quien sois Madre, en quien el género humano pone toda su alegría; espera vuestra protección; sólo en Vos encuentra su refugio el género humano, sólo por Vos espera ser defendido. He aquí que yo también vengo a Vos con un alma ferviente, pues no me atrevo a acercarme a vuestro Hijo, e imploro vuestra ayuda para obtener mi salvación... ¡Oh, Vos, que sois compasiva, Vos que sois la Madre del Dios de misericordia, tened piedad de vuestro servidor! «No me atrevo a acercarme a vuestro Hijo...». Nos encontramos por vez primera con un sentimiento que tendrá una singular fortuna. No nos equivoquemos en esto. Sería inadmisible pensar que San Efrén pretendiera significar que Cristo no es más que un justiciero terrible, dejando la misericordia a su Madre, de modo que no nos atreviésemos a aparecer ante Él y que acudiésemos a la Virgen para apaciguarle. Con el tiempo el genio dramático simplificará así las ideas en los «Misterios» de la Edad Media, y el procedimiento es legítimo en el teatro, pero a condición de que no lleve a engaño. De hecho, la piedad sufrirá algunas veces una desviación bastante escandalosa, pues es un escándalo imaginar a Cristo sin misericordia. Porque Cristo es esencialmente el Salvador. Pero San Efrén, y tantos otros después, marcan un camino muy conforme con la lógica del sentimiento del alma pecadora que se arrepiente avergonzada. Es la lógica de un niño pequeño que siente la necesidad de una madre. El sentido cristiano descubre poco a poco, en la vida misma, cómo la bondad de Dios entiende bien las necesidades de nuestros corazones al darnos a su Madre. Además, el sentimiento está objetivamente fundado en el hecho de que el Salvador es también el Juez, mientras que María es sólo misericordia. San Bernardo dará a esta consideración su forma definitiva. Dice también San Efrén: Mi santísima Señora, Madre de Dios, llena de gracia, Vos sois la gloria de nuestra naturaleza, el canal de todos los bienes, la reina de todas las cosas después de la Trinidad... la mediadora del mundo después del Mediador; Vos sois el puente misterioso que une la tierra con el cielo, la llave que nos abre las puertas del paraíso, nuestra abogada, nuestra


mediadora. Mirad mi fe, mirad mis piadosos anhelos y acordaos de vuestra misericordia y de vuestro poder. Madre de Aquél que es el único misericordioso y bueno, acoged mi alma en mi miseria y, por vuestra mediación, hacedla digna de estar un día a la diestra de vuestro único Hijo. ¿Es necesario hacerlo observar? Con excepción del Sub tuum, es la primera vez que vemos a María tratada de este modo, como mediadora de intercesión. San Efrén llega a pedir a María que «fuerce la misericordia de su Hijo». Siempre hay una distancia entre la doctrina y la piedad: esa distancia no la franquean los doctores en primer lugar. Pueden concebir la grandeza de María, pero omiten las consecuencias prácticas, y las almas más sencillas, de las que San Efrén es el intérprete, les obligarán a los teólogos a reflexionar más profundamente sobre las prerrogativas y la actividad de la Madre de Dios como Madre de gracia. A pesar ser posterior a San Efrén, cuando San Cirilo de Alejandría hable de la Virgen María como de la Mediadora de los bienes de la Encarnación, todavía no pensará en un papel personal y voluntario de María en la salvación de cada uno de los hombres redimidos por su Hijo; tendrá a la vista solamente el hecho de que el Verbo vino por Ella a nuestra humanidad. Himno a la Virgen María La Virgen me invita a cantar el misterio que yo contemplo con admiración. Hijo de Dios, dame tu don admirable, haz que temple mi lira, y que consiga detallar la imagen completamente bella de la Madre bienamada. La Virgen María da al mundo a su Hijo quedando virgen, amamanta al que alimenta a las naciones, y en su casto regazo sostiene al que sostiene el universo. Ella es virgen, y es madre, ¿qué no es? Santa de cuerpo, completamente hermosa de alma, pura de espíritu, sincera de inteligencia, perfecta de sentimientos, casta, fiel, pura de corazón, leal, está llena de todas las virtudes. Que en María se alegre toda la raza de las vírgenes, pues una de entre ellas ha alumbrado al que sostiene toda la creación, al que ha liberado al


género humano que gemía en la esclavitud. Que en María se alegre el anciano Adán, herido por la serpiente. María da a Adán una descendencia que le permite aplastar a la serpiente maldita, y le sana de su herida mortal. Que los sacerdotes se alegren en la Virgen bendita. Ella ha dado al mundo el Sacerdote eterno que se ha hecho Él mismo víctima. Él ha puesto fin a los antiguos sacrificios, habiéndose hecho la Víctima que apacigua al Padre. Que en María se alegren todos los profetas. En ella se han cumplido sus visiones, se han realizado sus profecías, se han confirmado sus oráculos. Que en María se alegren todos los patriarcas. Así como Ella ha recibido la bendición que les fue prometida, así Ella les ha hecho perfectos en su Hijo. Por Él los profetas, justos y sacerdotes se han encontrado purificados. En lugar del fruto amargo cogido por Eva del fatal árbol, María ha dado a los hombres un fruto lleno de dulzura. Y he aquí que el mundo entero se deleita por el fruto de María. El árbol de la vida, oculto en medio del Paraíso, ha surgido en María y ha extendido su sombra sobre el universo, ha esparcido sus frutos, tanto sobre los pueblos más lejanos como sobre los más próximos. María ha tejido un vestido de gloria y lo ha dado a nuestro primer padre. Él había escondido su desnudez en los árboles, y es investido ahora de pudor, de virtud y de belleza. Al que su esposa había derribado, su hija le alza; sostenido por Ella, él se endereza como un héroe. Eva y la serpiente habían cavado una trampa, y Adán había caído en ella; María y su real Hijo se han inclinado y le han sacado del abismo. La vid virginal ha dado un racimo, cuyo suave jugo devuelve la alegría a los afligidos. Eva y Adán en su angustia han gustado el vino de vida, y han hallado el total consuelo.


San Ambrosio

Administrador y político de categoría en el año 374, a pesar de que no era más que catecúmeno, fue elevado del gobierno civil de Milán a la sede episcopal. Es un contemplativo, un agudo psicólogo. Este enérgico latino se introdujo en la escuela de los Padres griegos para iniciarse en la doctrina cristiana. Tiene acentos profundos y muy dulces y altas miras místicas, muy originales entre los occidentales de su tiempo. Los dos fragmentos que vamos a leer señalan dos caminos por los que el alma cristiana progresa en el conocimiento de María: la experiencia de la vida cristiana, y la meditación realista del Evangelio. San Ambrosio muestra cómo la vida –en este texto la práctica de la virginidad– da una visión de las realidades espirituales, gracias a lo cual se percibe lo que representan algunas frases del Evangelio. Se ve esbozarse un retrato moral de María y se comienza a penetrar en su interior, como señalará Olier. María, espejo de las Vírgenes Se lee en el De Virginibus, dedicado por San Ambrosio en el 377 a su hermana Marcelina, religiosa en Roma: ¿Qué más noble que la Madre de Dios? ¿Qué más espléndido que aquella a quien ha elegido el esplendor? ¿Qué más casto que la que ha engendrado el cuerpo sin mancha corporal? ¿Y qué decir de sus otras virtudes? Ella era virgen, no sólo de cuerpo, sino también de espíritu. A Ella nunca el pecado ha conseguido alterar su pureza: humilde de corazón, reflexiva en sus resoluciones, prudente, discreta en palabras, ávida de lectura; no ponía su esperanza en las riquezas, sino en la oración de los pobres; aplicada al trabajo, tomaba por juez de su alma no lo humano, sino a Dios; no hirió nunca, afable con todos, llena de respeto por los ancianos, sin envidia con los de su edad, humilde, razonable, amaba la virtud. ¿Cuándo ofendió a sus padres, aunque no


fuese más que en su actitud? ¿Cuándo se la vio en desacuerdo con sus parientes? ¿Cuándo rechazó al humilde, se burló del débil, evitó al miserable? Iba únicamente a las reuniones en las que, habiendo ido por caridad, no tuviese que avergonzarse ni sufrir en su modestia. Ninguna dureza en su mirada, ninguna falta de medida en sus palabras, ninguna imprudencia en sus actos; ninguna contrariedad en el gesto, ni insolencia en la voz: su actitud exterior era la imagen misma de su alma, la manifestación de su rectitud Una buena casa debe reconocerse desde la puerta, y mostrar bien desde la entrada que no oculta tinieblas; así nuestra alma debe, sin estar dominada por el cuerpo, dar su luz al exterior, semejante a la lámpara que vierte desde el interior su claridad. ...Aunque Madre del Señor, aspiraba, sin embargo, a aprender los preceptos del Señor; Ella, que había dado a luz a Dios, deseaba, sin embargo, conocer a Dios. Es el modelo de la virginidad. La vida de María debe ser, en efecto, un ejemplo para todos. Si amamos al autor, apreciamos también la obra; y que todas las que aspiran a sus privilegios imiten su ejemplo. ¡Qué de virtudes resplandecen en una sola Virgen! Asilo de la pureza, estandarte de la fe, modelo de la devoción, doncella en la casa, ayuda del sacerdocio, Madre en el templo. A cuántas vírgenes irá a buscar para tomarlas en sus brazos y conducirlas al Señor, diciendo: «He aquí la que ha custodiado mi Hijo, la que ha guardado una pureza inmaculada». Y del mismo modo el Señor las confiará al Padre, repitiendo las palabras que amaba: «Padre santo, he aquí las que Yo te he guardado. Pero ya que no han vencido por sí mismas, no deben salvarse solas; puedan rescatar, la una a sus padres, la otra a sus hermanos. Padre justo, el mundo no me ha conocido, pero ellas me han conocido, y ellas no han querido conocer el mundo». ¡Qué cortejo, cuántos aplausos de alegría entre los ángeles! Ella ha merecido habitar en el cielo, la que ha vivido en el mundo una vida celeste. Entonces, María, tomando el tamboril, conducirá a los corazones de las vírgenes, que cantarán al Señor y darán gracias por haber atravesado el mar del mundo sin zozobrar en sus remolinos.


Entonces todas saltarán de alegría y dirán: «Entraré en el altar de mi Dios, del Dios que es la alegría de mi juventud. Yo inmolo a Dios un sacrificio de alabanza, y ofrezco mis dones al Altísimo». Y yo no dudo que delante de vosotras se abrirán plenamente los altares de Dios. Respecto a vosotras, yo me atrevería a decir que vuestras almas son altares donde cada día, para la redención del Cuerpo místico, Cristo es inmolado. Pues si el cuerpo de la Virgen es el templo de Dios, ¿qué decir del alma, puesta al descubierto por la mano del Sacerdote eterno, que retira las cenizas del cuerpo y deja de manifiesto el fuego divino? Bienaventuradas vírgenes, perfumadas por el perfume inmortal de la gracia, como los jardines por las flores, los templos por el culto divino, y los altares por el sacerdote. María al pie de la cruz María, la Madre del Señor, estaba de pie delante de la Cruz de su Hijo [10]; sólo San Juan el evangelista lo ha dicho. Otros han explicado cómo el mundo se había alterado por la Pasión del Señor, cómo el cielo se había cubierto de tinieblas, cómo el sol se había ocultado, cómo el ladrón había sido recibido en el paraíso después de su piadosa confesión. Pero es San Juan quien me ha enseñado lo que los otros no me han dicho, cómo Jesús en su cruz llamó a su Madre; Juan dio más valor a este testimonio de piedad filial dado por Cristo, vencedor de los dolores, a su Madre, que al don del reino celestial. Era, sin duda, un rasgo de bondad muy grande el perdonar al ladrón; pero es todavía mucho mayor la señal de piedad de honrar a su Madre con un amor tan grande: «He aquí, dijo Él, a tu hijo»; «He aquí a tu Madre». Es el testamento de Cristo crucificado, repartiendo entre su Madre y su discípulo los deberes de piedad. Así el Señor establecía su testamento, no solo su testamento público, sino también su testamento familiar, y Juan pone allí su firma, digno testigo de un tan gran testador. Testamento precioso, que lega no dinero, sino la vida eterna; que está escrito no con tinta, sino por el Espíritu de Dios vivo, del que se ha dicho: «Es mi lengua como cálamo de escriba veloz» (Ps 44,2). Y María ha estado a la altura de lo que convenía a la Madre de Cristo; mientras que los apóstoles habían huido, Ella estaba de pie junto a la Cruz, y con su mirada maternal contemplaba las heridas de su Hijo; esperaba de ellas no la


muerte de su bienamado, sino la salvación del mundo. O, tal vez, ya que sabía que la muerte de su Hijo era la redención del mundo, quizás pensaba que Ella misma añadiría algo a esta muerte, a este don que debía enriquecer el mundo. Aunque Jesús no necesitaba ser ayudado en la redención del mundo, porque Él es quien, sin la ayuda de nadie, ha salvado a todos los hombres. Es por esto por lo que dijo: «He sido como un hombre al que nadie ayuda, libre entre los muertos» (Ps 87,5). Él acogió el amor de su Madre, pero no buscó la ayuda de nadie. La insistencia en escrutar el Evangelio es uno de los rasgos de la gran época de los Padres, ahora que ya lo esencial está asimilado y que la vida cristiana se organiza libre de las persecuciones. Esta asiduidad hace conocer mejor a María, por medio de comparaciones, y relacionar los hechos particulares referidos en el Evangelio con las realidades esenciales de la economía redentora. Las reflexiones finales del texto pueden dar ocasión de caer en esos errores de interpretación a los que da lugar la lectura presurosa de los Padres. En efecto, estas reflexiones parecen ir formalmente contra la corredención mariana. Pero cuando se las penetra un poco, se descubre cómo son perfectamente nítidas contra una falsa idea de esta corredención. Señalemos también la clara afirmación de la fe de María al pie de la Cruz, porque encontraremos en la Iglesia griega errores sobre este tema.


San Agustín

El más grande de los doctores occidentales (muerto en el año 430) sólo puede figurar aquí por algunos fragmentos. Son, para compensar, intuiciones muy profundas. María es más feliz por comprender la fe de Cristo que por concebir la carne de Cristo. Su unión maternal no le hubiese servido de nada si no hubiera sido más feliz de llevar a Cristo en su corazón que de llevarle en su carne. Las palabras que siguen son merecidamente famosas y han hecho pensar – junto con otros dos textos– que San Agustín declaraba de un modo explícito la verdad de la Inmaculada Concepción. Ciertamente, no ha considerado más que la carencia de toda falta actual en María, pero su sentido de las realidades sobrenaturales le ha hecho hablar de un modo absoluto. De la Santa Virgen María, para honor de Cristo, no quiero que haya duda cuando se trata de pecados. Sabemos, en efecto, que le fue concedida una gracia mayor para vencer en todo momento al pecado, porque ha merecido concebir y dar a luz al que es seguro que no tuvo ningún pecado. María es nuestra Madre, como la Iglesia Única entre las mujeres, María no es a la vez Madre y Virgen sólo de espíritu, sino también de cuerpo. De espíritu, Ella es Madre, no sólo ciertamente de nuestra Cabeza y Salvador, de quien Ella nació antes según el espíritu [11], porque todos los que creen en Él –y Ella es de éstos– merecen ser llamados hijos del Esposo; sino también Madre nuestra, que somos los miembros del cuerpo, pues Ella coopera, por su amor, al nacimiento de los fieles en la Iglesia, que son los miembros de esta Cabeza. De cuerpo, Ella es Madre de nuestra Cabeza. Era necesario que, por un insigne milagro, nuestra Cabeza naciera, según la carne, de una virgen, para indicar que sus miembros nacerían, según el Espíritu,


de la Iglesia virgen. Así María es, de espíritu y de cuerpo, madre y virgen: Madre de Cristo y Virgen de Cristo.


Prudencio y Sedulio

Prudencio, nacido en el año 348, se convirtió tarde, después de una vida brillante y pecadora. Su obra poética, escrita con espíritu de reparación, está enteramente consagrada a Dios y a los santos, y data aproximadamente de los años 395-400. El sacerdote Sedulio escribió sus cánticos hacia el 430, es decir, en la época del concilio de Efeso, en el que María fue proclamada Theotokos, Madre de Dios. De un himno de Prudencio: Una nueva raza está a punto de nacer; es otro hombre venido del cielo, no del barro de la tierra, como el primero; es Dios mismo revestido de la naturaleza humana, pero libre de las imperfecciones de la carne. El Verbo del Padre se ha hecho carne viviente; hecha fecunda por la acción divina, y no por las leyes ordinarias de la unión conyugal, una joven lo ha concebido sin mancha y va a darle a luz. Un antiguo y violento odio reinaba entre la serpiente y el hombre; el motivo era la futura victoria de la mujer. Hoy la promesa se ha cumplido: bajo el pie de la mujer, la víbora se siente humillada. La Virgen que ha sido digna de dar a luz a Dios, triunfa sobre todos los venenos. La serpiente, ya sin armas, retuerce sobre sí misma con rabia su tortuoso cuerpo, y vuelve a arrojar su impotente veneno sobre la hierba, del mismo color verde que sus impuros anillos. ¿Cómo nuestro enemigo no tiembla, atemorizado por el favor divino hacia el humilde rebaño? Este lobo recorre ahora entristecido las hileras de ovejas sosegadas; olvidado ya de los destrozos, contiene para siempre sus fauces famosas por tantos estragos.


Por un maravilloso cambio, en lo sucesivo es el Cordero quien manda a los leones; y la paloma del cielo, en su vuelo hacia la tierra, quien hace huir a las águilas crueles que atraviesan las nubes y las tempestades. La Iglesia ha adoptado este breve texto de Sedulio para componer el Introito y el versículo del Aleluya de la misa votiva de la Virgen María, no siguiendo el uso antiguo de tomar el texto de los introitos de las Santas Escrituras: Salve, Madre Santa, Tú que has dado a luz al Rey que sostiene en su mano, a través de los siglos, el cielo y la tierra; al Rey cuya divinidad y cuyo imperio, que abarca todo en su círculo eterno, no tendrá fin. Tú, a quien tus entrañas bienaventuradas te han dado las alegrías de una madre y el honor de las vírgenes. No apareció antes de Ti ninguna mujer semejante; ni habrá otra igual después de Ti; Tú eres la sola y única mujer que ha agradado a Cristo.


San Cirilo de Alejandría

San Cirilo es el gran defensor de la maternidad divina. Hacía ya mucho tiempo que el título de «Madre de Dios» había sido dado a María. Nestorio, patriarca de Constantinopla, lo atacó. Cirilo, patriarca de Alejandría desde el 412 y la más alta autoridad doctrinal del Oriente, tomó parte con una apasionada violencia y, enviado por el papa Celestino, obtuvo en el Concilio Ecuménico de Efeso, en el año 431, la condenación de Nestorio. Por austero que sea el texto que sigue, nos ha parecido indispensable ponerlo aquí. Tiene la hermosura de una afirmación dogmática. En esta época solemne en que la Iglesia habla infaliblemente para proclamar a María Theotokos, es preciso oír la explicación de este término según su principal defensor. Carta a los monjes de Egipto, antes del Concilio de Efeso, para ponerles en guardia contra la herejía de Nestorio: ...Me asombra que haya gente que se haga esta pregunta: ¿debe o no debe llamarse a la Virgen María Madre de Dios? Pues si Nuestro Señor Jesucristo es Dios, ¿cómo la Virgen, que le ha puesto en el mundo, no va a ser Madre de Dios? Ésta es la creencia que nos han transmitido los Santos Apóstoles, aunque no se sirvieron de este término. Ésta es la enseñanza que hemos recibido de los Santos Padres. Y muy particularmente de nuestro Padre de venerable memoria, Atanasio, que durante cuarenta y seis años iluminó la sede de Alejandría, y opuso a las invenciones de los heréticos impíos una sabiduría invencible y digna de los Apóstoles. Atanasio, que ha invadido con el perfume de sus escritos el universo entero, y a quien todos rinden testimonio por su ortodoxia y por su piedad; Atanasio, en el tercer libro del tratado que compuso sobre la Trinidad santa y consustancial, llama varias veces a la Virgen María Madre de Dios, Voy a citar textualmente sus palabras: «La Sagrada Escritura –lo hemos hecho notar muy a menudo– se caracteriza principalmente por esto: porque rinde a la persona del Salvador un


doble testimonio. Por una parte, Él es el Dios eterno, el Hijo, el Verbo, el resplandor y la sabiduría del Padre; por otra, en estos últimos tiempos y para nuestra salvación, se encarnó de la Virgen María, Madre de Dios, y se hizo hombre». Y un poco más adelante dice Atanasio: «Juan, estando todavía en las entrañas de su madre, se estremeció de gozo con la voz de María, la Madre de Dios». Así habla este hombre considerable, tan digno de inspirar confianza, pues no habría dicho nunca nada que no fuese conforme con las Sagradas Escrituras... Por otra parte, la Escritura, divinamente inspirada, declara que el Verbo de Dios se hizo carne, es decir, se unió a una carne dotada de un alma racional. Más tarde, el grande y santo Concilio de Nicea enseña que es el mismo Hijo único de Dios, engendrado de la sustancia del Padre, por quien todo fue hecho, en quien todo subsiste, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó de los cielos, se encarnó, se hizo hombre, sufrió, resucitó, y volverá un día como juez; el Concilio llama al Verbo de Dios el único Señor Jesucristo. Y hay que señalar que al hablar de un solo Hijo, y al llamarle Señor, Cristo Jesús, el Concilio declara que Él es engendrado por Dios Padre, y que Él es el Unigénito. Dios de Dios, luz de luz, engendrado, no creado, consustancial al Padre... Y desde entonces la Virgen María puede ser llamada a la vez Madre de Cristo y Madre de Dios, pues Ella ha puesto en el mundo no un hombre como nosotros, sino al Verbo del Padre, que se ha encarnado y se ha hecho hombre. Pero se dirá: «¿La Virgen es, pues, madre de la divinidad?». A lo que respondemos: el Verbo vivo, subsistente, ha sido engendrado de la sustancia misma de Dios Padre, existe desde toda la eternidad, conjuntamente con el que le ha engendrado, es en Él y con Él. Pero en la continuación de los tiempos se hizo carne, es decir, se unió a una carne que poseía un alma racional, y desde entonces se puede decir que nació de la mujer, según la carne. Este misterio, por otra parte, tiene alguna analogía con nuestra misma generación. En efecto, en la tierra, las madres, según las leyes de la naturaleza, llevan en su seno un fruto que, obedeciendo a las misteriosas energías depositadas por Dios, evoluciona y finalmente se desarrolla en


forma humana, pero es Dios quien en ese pequeño cuerpo pone un alma de un modo que sólo Él conoce. «Es Dios quien hace el alma del hombre», dice el profeta. Una cosa es la carne, otra cosa es el alma. Sin embargo, aunque las madres hayan producido sólo el cuerpo, se dice que ellas han puesto en el mundo el ser vivo, cuerpo y alma, y no solamente una de sus partes. Nadie diría, por ejemplo, que Isabel es la madre de la carne (sarkotokos), y que no es la madre del alma (psychotokos), pues ella puso en el mundo a Juan Bautista, con su cuerpo y su alma, persona única, hombre compuesto de cuerpo y alma. Esto es en algo semejante a lo que pasa en el nacimiento del Emmanuel. Él, hemos dicho, ha sido engendrado de la sustancia del Padre, siendo su Verbo, su Hijo único; pero cuando ha tomado carne, y se ha hecho Hijo del hombre, no hay, me parece, ningún absurdo en decir, sino que, por el contrario, es necesario confesar que ha nacido de la mujer según la carne. Exactamente como se ha dicho que el alma del hombre nace al mismo tiempo que su cuerpo y forma una unidad con él, aunque difiera completamente en cuanto a la naturaleza. Cuando el concilio se hubo pronunciado [12], San Cirilo, en su nombre, prorrumpió en una aclamación a María: Os saludamos, oh María, Madre de Dios, verdadero tesoro de todo el universo, antorcha que jamás se puede extinguir, corona de la virginidad, cetro de la fe ortodoxa, templo incorruptible, lugar del que no tiene lugar, por quien nos ha sido dado Aquél que es llamado bendito por excelencia, y que ha venido en nombre del Padre. Por Vos, la Trinidad es glorificada; la Cruz es celebrada y adorada por toda la tierra; por Vos, los cielos se estremecen de alegría, los ángeles se regocijan, los demonios son puestos en fuga, el demonio tentador cae del cielo, y la criatura caída es puesta en su sitio. El resto sería demasiado largo de exponer; y termina con estas palabras: Adoremos la muy Santa Trinidad, al alabar con nuestros himnos a María, siempre Virgen, y a su Hijo, el Esposo de la Iglesia, Jesucristo nuestro Señor, a quien corresponde todo honor y gloria por los siglos de los siglos.


El pueblo de Efeso aumentó todavía más el honor a la Virgen. Sus clamores, sus festejos, y aquel incienso que quemó, eran la manifestación oriental y sencilla, de la eterna devoción a María. Es hermoso, en el momento más decisivo de la historia mariana, ver que la voz de los doctores del Concilio traduce la del alma cristiana corriente. He aquí la descripción de la escena que Cirilo dirigió a su clero y a su pueblo de Alejandría. Vuestra piedad reclamaría un relato más detallado de los acontecimientos, pero, apremiado por los correos, abrevio mi carta. Sabed que el vigésimo octavo día del mes de Payni (22 de junio), el Santo Concilio ha tenido lugar en Efeso, en la gran iglesia que lleva el nombre de María, Madre de Dios [13]. Después de un día entero, terminamos por condenar al blasfemo Nestorio sin que haya osado presentarse al Santo Concilio, y pronunciamos contra él la sentencia de excomunión y de deposición. Estábamos reunidos cerca de doscientos obispos. Toda la población de la ciudad permaneció, desde las primeras horas del día hasta el anochecer, esperando la decisión del Santo Concilio. Cuando se supo la deposición del miserable, todos, a una sola voz, se pusieron a aclamar al Santo Concilio y a glorificar a Dios por haber abatido al enemigo de la fe. Luego, a nuestra salida de la iglesia, nos condujeron hasta nuestra casa, llevando antorchas pues era de noche. Y hubo grandes festejos e iluminaciones por toda la ciudad; algunas mujeres llegaron hasta a precedernos con incensarios. Así es como el Salvador ha manifestado su omnipotencia a los que querían difamar su gloria. Nosotros, pues, una vez terminado el dictamen concerniente a la deposición, nos apresuraremos a reunirnos con vosotros. Detengámonos un instante para reflexionar sobre la forma en que la Iglesia de los cuatro primeros siglos ha tomado poco a poco conciencia de la Maternidad divina de María. El término de Theotokos es de origen popular y traduce espontáneamente la admiración, el afecto de un corazón cristiano por la Madre de un Niño que es Dios Salvador. Es como el grito de la mujer que cuenta San Lucas: «¡Dichoso el vientre que te llevó!». Quizá el asunto parezca tan sencillo


que algunos lectores se extrañen de nuestra insistencia. Pero es necesario comprender que en realidad esta forma de ver y de sentir toma la verdad primera del Nuevo Testamento en el sentido inverso a como es presentada a los hombres. Esta verdad primera es el «anonadamiento de Dios, tomando la forma de siervo», como dice San Pablo (Fil 2,7), es decir, el misterio por el cual Dios se hace esa nada que es el hombre, sin dejar de ser Dios. Por tanto, es natural, es legítimo, es necesario que se llegue a ver todo esto en el sentido inverso, esto es, que se admire la exaltación de la naturaleza humana recibida por Dios de María, y, en consecuencia, la dignidad de una Madre así. Hemos visto que el Evangelio invita a esto desde la escena de la Anunciación. Pero para que este modo de ver y de sentir sobrepase el simple grito de admiración, para que llegue a ser general en la cristiandad entera cuidándose de las desviaciones posibles de una mariolatría, y para, sobre todo, darse cuenta de lo que encierra de verdades relativas a la Madre de Dios, es necesario tiempo. En efecto, han hecho falta siglos. A principios del siglo V, el título de «Madre de Dios, Theotokos», está de tal manera extendido que el mismo Nestorio llega a concederle que tiene como una especie de derecho de ciudadanía. El herético tiene, como todo el mundo, una veneración especial a la Virgen María y consiente en honrarla con un título en el que ve una especie de hipérbole. Sin embargo, la admiración del pueblo fiel necesariamente permanece confusa. El precisar el término será la misión de los teólogos. Pero cuando se ponen a reflexionar sobre este título, no es para decir su alcance, ni para reconocer cuáles son las grandezas personales de María y su preeminencia sobre las criaturas. Porque controversias demasiado graves les dividen con motivo de su Hijo. Los textos, bastante numerosos (por ejemplo, hay ocho de San Atanasio; son austeros, y una antología no es ciertamente el lugar para recogerlos), los textos que han llegado hasta nosotros, que recogen el término de Theotokos, no conciernen directamente a María, sino que afirman la divinidad y la unidad de Cristo. El dogma de Efeso, corroborado en Calcedonia, será, a fin de cuentas, la fórmula más neta de la fe cristiana en este tema. Por tanto, ninguna mariolatría ha presidido la explicitación del dogma. Es a Cristo a quien los doctores y los Padres han visto en el dogma, y apenas a María.


Notable conducta la del Espíritu Santo en este desarrollo. La grandeza de la Madre de Dios no aparece en el pensamiento cristiano más que al lado de su Hijo. María queda de tal modo envuelta de sol que no se la distingue. Pero reflexionar sobre esta sublime metafísica de la Madre de Dios obliga a ver a María en un orden aparte, y va a servir para descubrir sus privilegios, los cuales el pueblo presiente por un instinto filial. Los teólogos estarán como obligados por la evidencia de tales grandezas. Será preciso que ellos lleguen al estudio de la propia María. Entonces reconocerán cuán legítimo es el sentimiento del pueblo fiel y terminarán por expresarlo, se harán niños. Ésta será sobre todo la obra de los grandes doctores griegos del siglo VIII, y luego la de nuestros contemporáneos.


Capítulo quinto: La Iglesia griega Cuanto más nos introducimos en la literatura griega de los siglos VI al VIII, aumenta la impresión de que nuestra Edad Media occidental es sólo un reflejo de ella. Seguramente es la literatura mariana más bella, junto con la del Occidente de los siglos XII y XIII, la de Francia del siglo XVII, y la de nuestro tiempo. Ahora bien, ésta es la época de unos hallazgos tales, que para siempre la Cristiandad quedará en deuda con esos autores. No se puede pensar en probar esto con algunos textos, pero a través de ellos se puede vislumbrar la maravillosa actividad de la fe y del amor. Debemos limitarnos en la elección, teniendo en cuenta además que el Occidente moderno no soporta mucho tiempo la prolijidad, las enumeraciones, los apóstrofes, ni lo sublime continuado. La iniciativa pertenece siempre a la devoción popular. Sigue la liturgia y, al fin, los doctores se hacen muy explícitos sobre las prerrogativas de María y la devoción que sienten por Ella.


La conversión de Santa María Egipcíaca

El más famoso testimonio de la confianza popular en la intervención de María es el relato de La conversión de Santa María Egipcíaca. No se sabe ni la fecha ni el autor de la leyenda de esta pecadora convertida, que murió hacia el 431. Sólo se puede decir que es anterior al siglo VIII. María Egipcíaca vivía mala vida desde hacía diecisiete años, cuando hizo un viaje a Jerusalén. El día de la Exaltación de la Santa Cruz intentó entrar en la basílica, pero un poder invisible se lo impidió varias veces. En su turbación, percibió una imagen de la Virgen María que se encontraba allí y fue inspirada con fuerza a recurrir a la Madre de Dios [14]: Virgen maestra, Vos que habéis dado a luz al Dios Verbo según la carne, yo sé, sí, sé, que no es conveniente ni razonable que una mujer tan impura, tan manchada, contemple vuestra imagen. Vos la siempre Virgen, Vos la Pura, Vos que tenéis el cuerpo y el alma puros y sin mancha; es justo que yo, la manchada, sea aborrecida por vuestra pureza y rechazada. Sin embargo, por lo que he aprendido, el Dios que habéis dado a luz se ha hecho hombre para llamar a los pecadores a la penitencia. Socorredme ya que estoy sola y no tengo a nadie que me ayude. Ordenad que a mí también me sea permitida la entrada en la iglesia. No me privéis de ver la madera sobre la que fue clavado según la carne el Dios que Vos habéis dado a luz, sobre la que ha dado su propia sangre en rescate por mí. Ordenad, oh Maestra, que también se abra para mí la puerta de la adoración divina de la Cruz. Yo os doy a Vos misma como garantía al Dios que habéis dado a luz. No prostituiré más mi carne con las vergonzosas uniones de antaño. Más aún, después de que haya visto la madera de la Cruz de vuestro Hijo, renunciaré al mundo y a todo lo que está en el mundo, e iré inmediatamente a donde queráis llevarme y conducirme Vos, fiadora de mi salvación. Es ella misma, arrepentida, quien se considera que cuenta el episodio. Y prosigue su relato:


Habiendo hablado así y poniendo en cierto modo mi confianza en el fuego de la fe, animada por la bondad de la Madre de Dios, dejé el sitio en donde me había detenido para hacer mi súplica; volví y me puse con los que entraban. Nadie me para, nadie me repele, nadie me impide aproximarme a la puerta por la que se penetra en el templo. El miedo y el temor me embargaban; me estremecía y temblaba toda yo. Alcancé por fin la puerta que me había sido hasta entonces cerrada, como si el poder que me había retenido se hubiera roto de repente. Una vez admitida en el santo lugar, contemplé la Cruz vivificante; vi los misterios de Dios y cómo Él está dispuesto a recibir a los penitentes. Luego, me apresuré a salir y a volver a los pies de mi fiadora. Allí, poniéndome de rodillas delante de la Madre de Dios siempre Virgen, le dirigí esta plegaria: «Maestra buena, Tú has mostrado tu humanidad, Tú no has menospreciado la oración de la indigna; yo he visto la gloria de la que nosotros, los impuros, estamos justamente privados: gloria a Dios que por Ti ha admitido la penitencia de los pecadores. ¿Qué más tendré que pensar o decir, pecadora de mí? Ya es el tiempo, Maestra, de que sean cumplidas las promesas de la garantía que has aceptado. Condúceme, pues, ahora, a donde Tú quieras; sé para mí la garantía de la salvación, guiándome por la mano en el camino que lleva a la penitencia». Estas oraciones podrían ser de una penitente del siglo V, aunque los obispos y los teólogos fuesen aún mucho más sobrios. Se notará la denominación de «Maestra» o «Señora», todavía no de «Madre de las criaturas», por más que una piedad filial esté contenida en las súplicas. Esto puede explicarse aquí por la humildad de la arrepentida, pero en general la consideración que se tiene de María en Oriente es muy majestuosa. María será la Panagia, la Toda Santa, la personificación de la Sabiduría, Ella es la Madre de Dios. No existe familiaridad en el trato con Ella. El rasgo más notable en la primera oración de Santa María Egipciaca es esta inspiración de ofrecer a la Virgen María en «garantía» a Dios. Aquí la idea de que la Virgen María es nuestro «abogado» toma un sentido mucho más fuerte que el de socorro y de consuelo, toma el sentido de intercesión, y


todavía más: María rescata a los pecadores sustituyéndose por ellos. Además María tiene la misión de dirigir a las almas que recurren a Ella.


Himno de la «Liturgia de San Basilio el Grande»

Este pequeño himno data sin duda del siglo VI. La idea repetida de alegría que se encuentra en él tiene su origen en el saludo de Gabriel, que es explícitamente, en griego, un deseo de alegría. Mientras que en la liturgia y la piedad latinas el Ave es sólo un saludo, los orientales perciben en la palabra del ángel nuestro Gaude. Tú eres un motivo de alegría para toda criatura, coro de los ángeles y del género humano, ¡oh llena de alegría! Templo santo. Paraíso espiritual. Gloria virginal. Pues de Ti es de quien Dios ha tomado carne, y de quien se hizo pequeño niño Aquél que, desde antes de los siglos, es nuestro Dios. Así, pues, de tus entrañas Él ha hecho un trono, y ha vuelto tu seno más amplio que los cielos. En eslavo, donde este himno se utiliza en la liturgia, la palabra traducida por trono significa igualmente altar.


Himno Acatistos

Damos íntegra esta obra magnífica, pues su belleza se mantiene a lo largo de estas doce partes, que contienen, a su vez, doce invocaciones más una. Aquí se manifiesta ya el desarrollo de la liturgia oriental, aunque no se ha alcanzado todavía un esplendor demasiado sublime en el que nuestras miradas no pueden ya soportar tanta luz. Este himno se atribuye hoy día a San Germán, patriarca de Constantinopla desde el año 715 al 729, al cual volveremos a encontrar pronto. Acatistos significa un fragmento litúrgico que se canta sin sentarse. Se notará el sistema adoptado: es la contemplación de los misterios de María, evocados cada uno por una antífona y que después estallan en alabanzas. Dicho de otra manera, es la realidad misma de nuestro Rosario. Al mismo tiempo, gracias a la variedad de estas aclamaciones, es una serie de letanías. En cuanto a los sentimientos expresados, es necesario hacer notar cómo esta gran devoción es viril y recia, sin ninguna vulgar afectación. Antífona I Oh Guía victoriosa, nosotros, tus servidores, liberados de nuestros enemigos, te cantamos nuestras acciones de gracias. Tú, que posees el poder invencible, líbranos de todos los males, a nosotros que te decimos: Ave, Esposa inmaculada. Eikos I El ángel fue enviado del cielo para decir a la Madre de Dios: Ave. Y, asombrado al ver que ante esta palabra inmaterial el Señor se encarnaba, permaneció ante Ella clamando así:


Ave, resplandor de alegría, Ave, destructora de la maldición, Ave, relevo de Adán caído, Ave, Tú has enjugado las lágrimas de Eva, Ave, cumbre inaccesible al pensamiento humano, Ave, abismo impenetrable incluso a los ojos de los ángeles, Ave, trono del Rey celestial, Ave, portadora del que lleva todo, Ave, estrella que anuncia el Sol, Ave, seno de la encarnación divina, Ave, renovadora de toda creatura, Ave, Tú en quien adoramos al Creador, Ave, Esposa inmaculada. Antífona II La Santísima, conociendo su pureza, osaba decir a Gabriel: «Tu palabra tan gloriosa es difícil de admitir por mi alma, pues ¿cómo hablas de un nacimiento sin concepción ordinaria, clamando Aleluya?» Eikos II La Virgen, procurando comprender lo que es inaccesible a la razón, decía al ángel: «¿Cómo de un seno inmaculado podrá nacer un Hijo, dímelo?». Y él, con la mayor veneración, la llamaba así: Ave, misterio de la indecible Sabiduría, Ave, fe de los que solicitan el silencio, Ave, principio de los milagros de Cristo, Ave, dueña de sus mandamientos, Ave, escala celeste por la que Dios ha descendido, Ave, puente que conduce hacia el cielo a aquellos que están sobre la tierra, Ave, milagro proclamado por los ángeles, Ave, herida gimiente de los demonios, Ave, Tú que has generado la Luz indecible, Ave, maestra que rebasa toda enseñanza, Ave, cima que sobrepasa la razón de los más sabios,


Ave, Tú que iluminas el espíritu de los creyentes, Ave, Esposa inmaculada. Antífona III La fuerza del Altísimo cubrió con su sombra a la Esposa no desposada para hacerla fecunda, y señaló en su fértil seno su dulce morada, fuente de salvación para todos los que cantan: Aleluya. Eikos III La Virgen, llevando a Dios en su seno, fue a casa de Isabel, cuyo hijo se regocijó al reconocer a Aquélla que saludaba a su madre, y tanto por sus saltos como por su alegría, clamó a la Madre de Dios: Ave, rama de la Vid incorruptible, Ave, cosecha del Fruto inmortal, Ave, autora del Bienhechor de los hombres, Ave, Tú que has generado al Sembrador de nuestra vida, Ave, campo que produce la abundancia de beneficios, Ave, festín que ofrece la plenitud de pureza, Ave, florecimiento del paraíso que nos alimenta, Ave, Tú que has ordenado el refugio de nuestras almas, Ave, incensario agradable de oraciones, Ave, purificación del universo, Ave, benevolencia de Dios para con los mortales, Ave, audacia de los mortales ante Dios, Ave, Esposa inmaculada. Antífona IV El casto José, interiormente turbado por una tempestad de dudas, sabiéndote sin esposo y no comprendiendo, oh Purísima, se enteró de que Tú habías concebido por el Espíritu Santo y gritó: Aleluya. Eikos IV


Los pastores, al oír a los ángeles cantar la venida del Señor encarnado, corrieron hacia Él como hacia su Pastor, y viéndole como un puro Cordero alimentado por María, le cantaron a Ella, diciendo: Ave, Madre del Cordero y del Pastor, Ave, majada de las ovejas espirituales, Ave, tormenta de los enemigos invisibles, Ave, acceso a las puertas del paraíso, Ave, Tú por quien los cielos se regocijan con la tierra, Ave, Tú por quien la tierra se alegra con los cielos, Ave, boca nunca silenciosa de los Apóstoles, Ave, firmeza invencible de los Confesores, Ave, afirmación inquebrantable de la Fe, Ave, ciencia radiante de gracia, Ave, Tú por quien se despoja el infierno, Ave, Tú por quien nos revestimos de gloria, Ave, Esposa inmaculada. Antífona V Los Magos, al observar la estrella dirigida por Dios, siguieron la vida de luz y, teniéndola ante ellos como una antorcha, por ella conocieron al Rey poderoso y alcanzaron al Inaccesible, y llenos de dicha le cantaron: Aleluya. Eikos V Los niños de Caldea, viendo en los brazos de la Virgen a Aquél cuyo poder ha creado al hombre, y reconociendo en Él al Señor aunque oculto bajo el aspecto humano, se apresuraron a servirle con una ofrenda de presentes clamando a la Bienaventurada: Ave, Madre de la Estrella sin crepúsculo, Ave, aurora del día misterioso, Ave, Tú que apagas la hoguera de seducción, Ave, Tú que iluminas el misterio de la Trinidad, Ave, Tú que destruyes el dominio del inhumano atormentador, Ave, custodia de Cristo Señor, amigo de los hombres,


Ave, Tú que nos libras de la servidumbre de los bárbaros, Ave, Tú que nos liberas de las obras de las tinieblas, Ave, Tú que extingues la adoración del fuego [15], Ave, Tú que calmas el fuego de las pasiones, Ave, maestra de castidad para los fieles, Ave, alegría de todas las generaciones humanas, Ave, Esposa inmaculada. Antífona VI Los Magos, portadores del mensaje divino, volvieron a Babilonia después de haber realizado la profecía y haber proclamado ante todos a Cristo. Abandonaron al falso Herodes, que no había querido aprender de ellos a cantar: Aleluya. Eikos VI Tú, Señor, Luz de Verdad, al brillar en Egipto has expulsado las tinieblas de la mentira, pues sus ídolos, oh Salvador, no han podido resistir a Tu fuerza, y han caído. Librados de ellos, cantamos a la Madre de Dios: Ave, Tú que has reparado la Humanidad, Ave, Tú que has destruido a los demonios, Ave, Tú que quebrantas el poder seductor, Ave, Tú que has roto el engaño de los ídolos, Ave, mar que devora al Faraón del espíritu [16], Ave, piedra que ha calmado la sed de los sedientos de la vida, Ave, columna de fuego que guía en las tinieblas, Ave, protección del mundo más grande que el firmamento, Ave, alimento y reserva de maná celestial, Ave, ofrenda de alegría santa, Ave, tierra prometida, Ave, Tú de quien fluyen la miel y la leche, Ave, Esposa inmaculada. Antífona VII


Cuando Simeón deseaba abandonar este mundo seductor, Tú, Señor, apareciste allí, ante sus ojos, bajo el aspecto de un Niño y él reconoció en Ti al Dios de perfección. Venerando tu sabiduría indecible, clamó: Aleluya. Eikos VII A nosotros creados por Él, el Creador nos ha mostrado una obra nueva de creación, desarrollándose en un seno íntegro, y conservándolo inmaculado, a fin de que al contemplar este milagro cantemos a la Virgen, diciendo: Ave, flor de la incorrupción, Ave, corona de la castidad, Ave, resplandor de la resurrección, Ave, imagen de la vida de los ángeles, Ave, árbol de frutos de luz que alimentan a los fieles, Ave, árbol de follaje bondadoso en donde muchos se abrigan, Ave, Tú, cuyas entrañas han llevado al liberador de los cautivos, Ave, Tú que has generado al Guía de los extraviados, Ave, Tú que obtienes misericordia del Juez de equidad, Ave, remisión de muchos pecados, Ave, vestidura de fortaleza para aquellos que estaban desnudos, Ave, Amor vencedor de todos los deseos, Ave, Esposa inmaculada. Antífona VIII Al contemplar el nacimiento milagroso, desatemos nuestros pensamientos del mundo, elevémoslos hacia el cielo, pues para esto el Dios Supremo ha aparecido sobre la tierra, como un humilde hombre. Ha sido para atraer hacia las alturas a los que le cantan: Aleluya. Eikos VIII El Verbo indescriptible estuvo en las regiones inferiores sin abandonar los cielos, pues su descenso fue divino, su paso (en la carne) se efectuó


sin ruptura (de la carne) por la Virgen divinamente elegida que le dio a luz, y que nos oye clamar: Ave, tabernáculo del Dios inconmensurable, Ave, puerta del misterio sagrado, Ave, confusión de los infieles, Ave, gloria reconocida por los fieles, Ave, trono sagrado del que se asienta sobre los Querubines, Ave, casa gloriosa del que se asienta sobre los Serafines, Ave, Tú que unes lo que estaba opuesto, Ave, Tú que unes la virginidad y la maternidad, Ave, Tú que desatas las ligaduras de la falta, Ave, Tú que abres el paraíso, Ave, llave del reino de Cristo, Ave, esperanza de los bienes eternos, Ave, Esposa inmaculada. Antífona IX Todos los ángeles admiraban el gran misterio de la Encarnación, al ver al Dios inaccesible convertido en hombre accesible a todos y residiendo entre nosotros, y oyéndonos a todos cantar: Aleluya. Eikos IX Los oradores más ilustres son mudos como los peces para hablar de Ti, oh Madre de Dios, pues no pueden explicar cómo, conservando tu virginidad, has podido dar a luz. Y nosotros admirando con asombro este misterio, te cantamos con fe: Ave, tabernáculo de la Sabiduría de Dios, Ave, tesoro de su providencia, Ave, Tú que haces aparecer insensatos a los sabios, Ave, Tú que convences de la falta de sentido que tiene la astucia de las palabras, Ave, porque los que buscan el mal son confundidos, Ave, porque los idólatras han muerto, Ave, Tú que has desgarrado las redes atenienses,


Ave, Tú que has llenado las redes de los pescadores, Ave, Tú que nos apartas de los abismos de la ignorancia, Ave, Tú que iluminas tantas inteligencias, Ave, navío de los que quieren salvarse, Ave, ensenada en las navegaciones de la vida, Ave, esposa inmaculada. Antífona X El Bienhechor que adorna todo, queriendo salvar el mundo, vino a él según su promesa. Dios, nuestro Pastor, vino a nosotros como un hombre, llamándonos a Él por esta semejanza. Él nos escucha cantarle como nuestro Dios: Aleluya. Eikos X Oh Madre de Dios y Virgen, Tú eres el muro de protección de las vírgenes y de todos los que han recurrido a Ti, pues el Creador del cielo y de la tierra lo ha hecho así, oh Purísima, al entrar en tu seno y al enseñarnos a todos a invocarte: Ave, columna de virginidad, Ave, puerta de la salvación, Ave, maestra del adelanto espiritual, Ave, dispensadora de la gracia divina, Ave, Tú has renovado a los que estaban concebidos en la vergüenza, Ave, porque Tú has instruido a aquellos cuyo espíritu se había perdido, Ave, Tú que alejas al corruptor de los pensamientos, Ave, Tú que has dado a luz al Sembrador de pureza, Ave, palacio de esponsales inmaculados, Ave, unión de los fieles al Señor, Ave, delicioso alimento de las vírgenes, Ave, Tú que atavías a las almas santas con su vestido nupcial, Ave, Esposa inmaculada. Antífona XI


Es en vano que nuestros cantos se esfuercen en extenderse a la multitud de tus numerosos beneficios, oh Rey Santísimo; aunque Te los hiciésemos tan numerosos como los granos de arena, no alcanzarían nunca de una manera digna lo que Tú nos has dado a nosotros que Te cantamos: Aleluya. Eikos XI Como la antorcha encendida que ilumina a los que están en tinieblas, así vemos a la Virgen Santa. Ella enciende la llama inmaterial, Ella enseña el conocimiento de lo divino, Ella ilumina el espíritu como una aurora y es a Ella a quien veneramos en esta llamada: Ave, rayo de sol espiritual, Ave, astro de luz que no se pone, Ave, relámpago que ilumina a las almas, Ave, centella que aterroriza a los enemigos, Ave, Tú que haces brillar a las luces radiantes, Ave, Tú que haces correr a los ríos abundantes, Ave, imagen viva del agua del bautismo, Ave, Tú que lavas las manchas del pecado, Ave, Tú que limpias nuestras conciencias, Ave, vaso que extrae la alegría, Ave, olor de los perfumes de Cristo, Ave, vida de alegría misteriosa, Ave, Esposa inmaculada. Antífona XII El que borra los pecados de los hombres, habiendo querido cubrir con su gracia todas las deudas antiguas, vino Él mismo a los que se habían apartado de su gracia y, desgarrando las ataduras de nuestros pecados, oye elevarse hacia Él este canto nuestro: Aleluya. Eikos XII Oh Madre de Dios, cantamos tu maternidad, te glorificamos como un templo vivo. En efecto, en tu seno mora el que contiene todo en su


mano. Santifícanos, ilumínanos, enséñanos a clamar hacia Ti: Ave, morada del Dios Verbo, Ave, Santa más santa que los santos, Ave, arca dorada por el Espíritu, Ave, tesoro de vida inagotable, Ave, corona gloriosa de los reyes piadosos, Ave, alabanza gloriosa de los sacerdotes devotos, Ave, columna inquebrantable de la Iglesia, Ave, muro indescriptible del imperio, Ave, Tú que das las victorias, Ave, Tú que dispersas a los enemigos, Ave, curación de mi cuerpo, Ave, salvación de mi alma, Ave, Esposa inmaculada. Antífona XIII Oh Madre tan cantada, que has dado a luz al Verbo santo por encima de toda santidad, acepta la ofrenda presente, libra de todo mal y de los tormentos futuros a todos los que claman hacia Ti: Aleluya.


Romano el Cantor

Igual que el himno Acatistos, las más bellas piezas de Romano deberían ser conocidas por todos los cristianos con buena formación. Romano fue un convertido del judaísmo, diácono de Beyruth, sacerdote de la iglesia de Kuros en Bizancio. Vivió en tiempos de Anastasio I (491-518). Es popular, es poeta y tiene una imaginación viva, un alma que canta, y vuelve a ocurrir lo sucedido con San Efrén. Resplandece una inspiración nueva. La Theotokos grandiosa se humaniza y la piedad hacia Ella se enternece. «Mientras que en otras partes –escribe Chevalier– se ve a María como un ser cercano a la abstracción, lejana de la tierra, que se reduce casi a la forma de la maternidad divina, en Romano, la Madre, la Virgen, la mujer, la joven, brilla amablemente. Es un goce, para un hombre de nuestro tiempo, encontrar aquí expresiones suaves, cuya ausencia se nota en los grandes doctores, en los que querríamos encontrar la ternura de San Bernardo». María avanzaba, llevándole en sus brazos: Ella se preguntaba cómo, siendo madre, había quedado virgen, al saber su alumbramiento por encima de la naturaleza, asombrada, Ella se turbaba, y se decía a sí misma: «¡Qué nombre ponerte, Hijo mío! Pues Tú estás por encima de los hombres, Tú, que conservas mi virginidad. ¿Te llamaré hombre perfecto? Pero yo sé tu concepción divina. Si te llamó Dios estoy maravillada, al verte en todo semejante a mí. Tú eres como todos los hombres. ¿Qué es mejor: darte de mamar o cantarte un himno?». En estos últimos versos nos aparece un tema querido por la piedad mariana. Romano no es el que lo ha inventado. El más antiguo testimonio


que nosotros conocemos es Basilio de Seleucia, muerto en el 459, en un texto que daremos en seguida. Esta imaginación concreta, cordial y familiar humaniza de tal manera a la Madre de Dios, que Romano le atribuye sentimientos y palabras quizá un poco demasiado semejantes a las nuestras en su imperfección. Es la incapacidad de nuestra psicología y nuestro arte para expresarlo de un modo exacto. Sería preciso llegar a comprender, y saber manifestar sentimientos más tiernos o más dolorosos aún que los de las almas más apasionadas, y a la vez decirlas con una paz suprema, con una pureza de la que nosotros no tenemos ninguna experiencia, y unirlas a las intuiciones más seguras de la realidad divina. Necesariamente un lirismo como el de Romano carece de esta armonía de extremos, que es imposible para los pobres pecadores [17]. Cántico de la Virgen al pie de la Cruz Venid todos, celebremos a Aquél que fue crucificado por nosotros: María le vio atado en la Cruz: «Tú puedes bien –le dijo Ella–, ser puesto en Cruz y sufrir; pero no por eso eres menos Hijo mío y Dios mío». *** Como una oveja viendo a su pequeño arrastrado al matadero María seguía, rota de dolor, y, como las otras mujeres, Ella iba llorando: «¿Dónde vas Tú, Niño mío? ¿Por qué esta marcha tan rápida? ¿Hay aún en Caná


alguna otra boda, para que Tú te apresures a convertir el agua en vino? ¿Te seguiré yo, Niño mío? ¿O mejor es que te espere? Dime una palabra, oh Tú, la Palabra, no me dejes así, en silencio, oh Tú, que me has guardado pura, Hijo mío y Dios mío». «Yo no pensaba, Niño mío, verte un día como estás: no lo habría creído nunca, aun cuando veía a los impíos tender sus manos hacia ti. Pero sus niños tienen aún en los labios el clamor: “¡Hosanna!, ¡seas bendito!”. Las palmas del camino muestran todavía el entusiasmo con que te aclamaban. ¿Por qué, cómo ha sucedido este cambio? Oh, es necesario que yo lo sepa. ¿Cómo puede suceder que claven en la Cruz a mi Hijo y mi Dios?». *** «Oh, Tú, mis entrañas, vas hacia una muerte injusta; y nadie te compadece. ¿No es a ti a quien Pedro decía: “Aunque sea necesario morir, nunca te negaré”? Él también te ha abandonado. Y Tomás exclamaba: “Muramos todos contigo”. Y los otros, familiares y discípulos, los que deben juzgar a las doce tribus,


¿dónde están ahora? No está aquí ninguno; pero Tú, Hijo mío, mueres en soledad por todos. Abandonado. Sin embargo, eres Tú quien les ha salvado; Tú has satisfecho por todos ellos, Hijo mío y Dios mío». *** Así es cómo María, llena de tristeza, anonadada de dolor, gemía y lloraba. Entonces su Hijo le habló, volviéndose hacia Ella: «Madre, ¿por qué lloras? ¿Por qué, como las otras mujeres, estás abrumada? ¿Cómo quieres que salve a Adán, si Yo no sufro, si Yo no muero? ¿Cómo serán llamados de nuevo a la vida los que están retenidos en los infiernos, si no hago morada en el sepulcro? Por esto estoy crucificado, Tú lo sabes, y es por esto por lo que muero. ¿Por qué lloras, Madre? Di más bien, en tus lágrimas: Es por amor por lo que muere mi Hijo y mi Dios». *** «Procura no encontrar amargo este día en el que voy a sufrir;


para esto es para lo que Yo, que soy la dulzura misma, he bajado del cielo como el maná, no sobre el Sinaí, sino a tu seno, pues en él me he recogido. Según el oráculo de David: Esta “montaña recogida” (*) soy Yo; lo sabe Sión, la ciudad Santa. Yo que siendo el Verbo en ti me hice carne. En esta carne sufro, y en esta carne muero. Madre, no llores más, di solamente: “Si Él sufre, es porque lo ha querido, Hijo mío y Dios mío”». *** Le dijo Ella: «Tú quieres, Hijo mío, secar las lágrimas de mis ojos. Mi corazón sólo está turbado; porque no puedes imponer silencio a mis pensamientos, porque, oh entraña mía, Tú me dices: “Si yo no sufro, no hay salvación para Adán”. Y sin embargo: Tú has curado a tantos sin padecer. Para purificar al leproso te fue suficiente querer sin sufrir. Tú sanaste la enfermedad


del paralítico, sin el menor esfuerzo. También al ciego le hiciste ver con sólo una palabra, sin sentir nada por esto, oh, la misma Bondad, Hijo mío y Dios mío». *** El que conoce todas las cosas, aun antes de que existan, respondió a María: «Tranquilízate, Madre: después de mi salida del sepulcro tú serás la primera en verme; y Yo te enseñaré de qué abismo de tinieblas he sido librado, y cuánto ha costado. Mis amigos lo sabrán: porque Yo llevaré la prueba inscrita en mis manos. Madre, entonces contemplarás a Eva vuelta a la vida; y exclamarás con júbilo: “¡Son mis padres! Y Tú les has salvado, Hijo mío y Dios mío”».


Basilio de Seleucia

Con la atmósfera espiritual evocada por los textos que preceden, tos doctores, poco a poco, empiezan a dar calor a sus escritos. Ya San Cirilo, en el Concilio de Efeso, habló con entusiasmo. Pero es preciso esperar a los siglos VII y VIII para que los doctores recurran asiduamente a María, y la contemplen de una manera tan profunda y afectuosa como el pueblo fiel. El progreso se hizo bajo el impulso de la liturgia. La fiesta de la Natividad de María existe desde el tiempo de Romano. Los primeros testimonios que tenemos sobre la fiesta de la Concepción son de principios del siglo VIII. Las fiestas dan lugar a homilías, y la predicación exige contemplación y oración. Basilio de Seleucia (muerto en el año 459) tiene algunas intuiciones profundas. Si Dios ha colmado de gracias a sus buenos servidores, ¿cuáles serán los dones concedidos a su Madre? ¿No serán incomparablemente superiores a los favores concedidos a los servidores? Esto es evidente. Si Pedro ha sido proclamado bienaventurado, ¿no llamaremos bienaventurada entre todos a la Virgen que ha dado a luz a aquel a quien Pedro ha confesado? San Pablo es llamado vaso de elección, porque ha llevado el nombre de Cristo por toda la tierra; ¿qué vaso es, pues, la Madre de Dios?... Oh Virgen Santísima, por más prerrogativas y por más gloria que mi piedad os atribuya, quedaré siempre muy inferior a la verdad. Es ya el De Maria nunquam satis de San Bernardo. Pero Basilio de Seleucia sólo aplica todavía vagamente el principio según el cual un medio de comprender a María es el de llegar a Ella por el estudio de los santos. Este principio será muy fecundo. San Basilio deduce el papel de protección y de guía que María desempeña hacia nosotros, y utiliza la palabra mediadora:


Oh Virgen Santísima, el que haya dicho de Vos todo lo que hay de venerable y de glorioso no ha pecado contra la verdad, sino que no ha alcanzado vuestra dignidad. Miradnos desde lo alto del cielo y sednos propicia. Conducidnos ahora en la paz, y después de habernos llevado sin oprobio hasta el día del juicio, hacednos participar en el reposo de los que se sientan a la derecha de Vuestro Hijo; llevadnos al Cielo y hacednos cantar con los ángeles un himno a la Trinidad increada y consustancial. Yo os saludo, llena de gracia, a Vos que habéis sido constituida Mediadora entre Dios y los hombres a fin de derribar el muro de enemistad, y volver a establecer entre el cielo y la tierra la más estrecha unión. Del mismo discurso, destaquemos el pequeño pasaje emocionante en el cual, tal vez, Romano se inspiró: ¿Cómo os llamaré?, le decía Ella. ¿Hombre?, pero vuestra concepción es divina. ¿Dios?, pero Vos estáis revestido de nuestra carne. ¿Qué haré por Vos? ¿Voy a alimentaros con mi leche o a glorificaros? ¿Os voy a rodear de cuidados como una madre o a adoraros como una sierva? ¿Besaros como a mi hijo o rogaros como a mi Dios? ¿Debo daros leche o incienso? ¡Qué misterio inenarrable! ¡El cielo os sirve de trono y Vos reposáis en mis brazos! Sois por entero de los habitantes de la tierra y no habéis privado al cielo de vuestra presencia.


La Carta Dogmática de San Sofronio

Después del sínodo de Jerusalén del 634, el patriarca de Jerusalén, San Sofronio, envió al patriarca de Constantinopla, Sergio, una larga carta en forma de profesión de fe. La autoridad de esta exposición de la creencia católica es muy grande porque fue aprobada por los Padres del VI Concilio Ecuménico, celebrado en Constantinopla en el 680-681. Nada ha hecho penetrar más eficazmente en el misterio de María que la comprensión del plan redentor. Es por lo que esta contemplación admirable, en donde el lugar de la Madre de Dios es visto de un modo tan fuerte y sobrio a la vez, es una de las más grandes páginas que hayan sido escritas en su honor. Se verá una postura análoga a la adoptada por el papa Pío IX en la primera página de la Bula Ineffabilis. En cuanto a la Encarnación, yo creo que Dios Verbo, el Unigénito, del Padre, que ha nacido antes de todos los siglos y de todos los tiempos, en la impasibilidad del mismo Dios y Padre, lleno de piedad, en su amor por los hombres, por nuestra naturaleza caída, por su libre decisión, por la voluntad de Dios que le ha engendrado, y con el divino consentimiento del Espíritu, sin abandonar el seno de su Padre, descendió hasta nuestra bajeza. Según la voluntad común del Padre y del Espíritu, y según su naturaleza y su ser infinito, no sufriendo ninguna limitación, ignorando nuestras infidelidades sucesivas, obrando por naturaleza de forma totalmente divina, ha penetrado en el seno completamente resplandeciente de virginal pureza de María, la Santa y Radiante Virgen, llena de una divina sabiduría, y exenta de toda mancha del cuerpo, del alma y del espíritu. Se encarnó, Él, el incorpóreo; tomó nuestra forma, Él, que, según la esencia divina, era exento de forma en cuanto al exterior y a la apariencia; tomó un cuerpo como el nuestro, Él, el inmaterial, y se convirtió en verdadero hombre, sin dejar de ser reconocido como Dios. Se le ve llevado en el seno de su Madre, a Él, que está en el seno del Padre Eterno; Él, el intemporal, recibe un comienzo en el tiempo; todo esto, no sin motivo, sino aniquilándose verdadera y realmente por completo, por la voluntad de su Padre y la


suya, y asumiendo toda nuestra miseria humana, tomando una carne consustancial a nosotros, un alma racional, semejante a la nuestra, un espíritu idéntico al nuestro; puesto que es en esto en lo que consiste el hombre. Y Él se ha convertido en verdadero hombre por la sublime concepción de la Virgen Santísima. Pues Él ha querido hacerse hombre para purificar lo semejante por lo semejante, salvar al hermano por el hermano, iluminar lo idéntico por lo idéntico. He aquí por qué una Virgen Santa es elegida; Ella está santificada en su alma y en su cuerpo, y al ser pura, casta e inmaculada, Ella se convierte en la cooperadora de la encarnación del Creador.


San Germán de Constantinopla

En fin, en el siglo VIII, los discursos de los doctores detallan los privilegios de María, que hasta entonces se contentaban con indicar de un modo general. El pueblo fiel recuerda casi únicamente el nombre de San Juan Damasceno. Éste es el más grande; pero sabe mal que San Andrés de Creta, y sobre todo San Germán de Constantinopla, no sean también queridos. Este último, nacido hacia el 635, patriarca de Constantinopla en el 715, fue un gran confesor de la fe, y fue depuesto en el 729 por León el Isaurico. Murió en el 733. San Germán es un importante defensor del dogma de la Inmaculada Concepción, y tiene, al hablar de la Virgen María o al rezarle, acentos que parecen propios de San Bernardo. La Asunción: la Madre y el Hijo, separados, se reencuentran Un hijo bienamado desea la presencia de su madre, y la madre, a su vez, aspira a vivir con su hijo. Por eso, era justo que Vos subieseis con vuestro hijo, Vos, cuyo corazón quemaba de amor por Dios, el fruto de vuestras entrañas; era justo también que Dios, en el afecto completamente filial que tenía por su Madre, la llamase cerca de Él, para que Ella viviese allí en su intimidad. Así, pues, muerta a las cosas caducas, Vos habéis emigrado hacia los tabernáculos eternos donde Dios tiene su morada, y además, oh Madre de Dios, Vos no abandonaréis ya su dulcísima compañía. Vos habéis sido la casa de carne donde Él ha reposado; Él os ha atraído hacia sí, libre de toda corrupción; queriendo, si puedo expresarme así, teneros junto a su boca y a su corazón. He aquí por qué todo lo que le pedís para vuestros desdichados hijos, Él os lo concede y pone su virtud divina al servicio de vuestras súplicas. Oraciones a María


¿Cómo la muerte habría podido reduciros a polvo y ceniza a Vos, que por la encarnación de vuestro Hijo habéis librado al hombre de la corrupción y de la muerte? Vos habéis abandonado la tierra a fin de confirmar la misteriosa realidad de la encarnación. Viéndoos emigrar de esta estancia pasajera, y sometida a las leyes fijadas por Dios y la naturaleza, uno es conducido a creer que el Dios que Vos habéis dado a luz es hombre perfecto, Hijo verdadero de una Madre verdadera, y poseyó un cuerpo como el nuestro. Vuestro Hijo, también Él, ha gustado una muerte semejante para la salvación del género humano. Pero Él ha rodeado de la gloria su sepulcro vivificante y la tumba, receptáculo de vida, de vuestro sueño. Vuestros dos cuerpos han sido amortajados, pero no han conocido la corrupción. Oh Vos completamente casta, totalmente buena y llena de misericordia, Soberana, consuelo de los cristianos, el más seguro refugio de los pecadores, el más ardiente alivio de los afligidos, no nos dejéis como huérfanos privados de vuestro socorro. Si somos abandonados por Vos, ¿dónde nos refugiaremos? ¿Qué nos sucedería, oh santísima Madre de Dios? Vos sois el espíritu y la vida de los cristianos. Así como la respiración aporta la prueba de que nuestro cuerpo posee todavía su energía viviente, así vuestro santísimo nombre incansablemente pronunciado por la boca de vuestros servidores, en todo tiempo y lugar y de toda manera, es más que la prueba, es la causa de la vida, de la alegría, del socorro para nosotros. Protegednos bajo las alas de vuestra bondad. Sed nuestro socorro por vuestras intervenciones. Concedednos la vida eterna, Vos que sois la esperanza incomparable de los cristianos. Pues nosotros somos pobres en las obras y en los modos de actuar de Dios; y al contemplar las riquezas de la misericordia que Vos nos mostráis, podemos decir: «La tierra está llena de la piedad del Señor. Nosotros estábamos alejados de Dios por la multitud de nuestros pecados; pero, gracias a Vos, nosotros hemos buscado a Dios y le hemos encontrado; y por haberle encontrado hemos sido salvados. Poderoso es vuestro socorro para nuestra salvación, Madre de Dios; no se tiene necesidad de otro mediador cerca de Dios». ¿Quién, después de vuestro Hijo, se interesa como Vos por el género humano? ¿Quién nos defiende sin cesar en nuestras tribulaciones?


¿Quién nos libra tan rápidamente de las tentaciones que nos asaltan? ¿Quién se puede ocupar más en pedir en favor de los pecadores? ¿Quién toma su defensa para excusarlos en los casos desesperados? En virtud de la cercanía y del poder que vuestra maternidad os ha conseguido de Vuestro Hijo, aunque seamos condenados por nuestros crímenes y no osemos ya mirar hacia las alturas del cielo, Vos nos salváis, por vuestras súplicas e intercesiones, de los suplicios eternos. También el afligido se refugia cerca de Vos. El que ha sufrido la injusticia acude a Vos. El que está lleno de males invoca vuestra asistencia. Todo lo que es vuestro, Madre de Dios, es maravilloso, todo es más grande, todo sobrepasa nuestra razón y nuestro poder. También vuestra protección está por encima del pensamiento. Experiencia de la maternidad espiritual de María Es verdad, esta divina Madre ya no está corporalmente con nosotros; pero no está rota toda relación entre Ella y los exiliados de la tierra. Sí, Virgen Santísima, Vos vivís espiritualmente entre nosotros; y la incesante y gran protección con que nos rodeáis es la prueba de esta comunidad de vida. Todos nosotros seguimos vuestra voz; y todas nuestras voces llegan hasta vuestras oídos. Vos nos conocéis para protegernos, y nosotros, por nuestra parte, os reconocemos en los socorros que nos vienen de vuestra mano. No, la muerte no ha interrumpido las relaciones entre Vos y vuestros servidores. Aquéllos de los que Vos habéis sido la salvación, no los habéis abandonado, pues vuestra alma está siempre viva, y vuestra carne no ha sufrido la corrupción del sepulcro. Vos veláis sobre cada uno de nosotros, oh Madre de Dios; nadie escapa a vuestras miradas compasivas. Nuestros ojos, es cierto, están impedidos de veros, oh Virgen Santísima; pero Vos no dejáis de vivir en medio de nosotros, manifestándoos de diferentes formas a los que juzgáis dignos.... y, sin embargo, vuestro Hijo os ha llamado libre de toda corrupción a su eterno descanso. Pensamientos diversos Lejos de Vos el pecado, oh Theotokos, pues Vos sois una criatura nueva y la Reina de los que, sacados de un barro fangoso, están sometidos a la corrupción.


Yo lo sé, Vos tenéis, en vuestra calidad de Madre del Altísimo, un poder igual a vuestro querer. Por eso mi confianza en Vos no tiene límites. Nadie ha sido colmado del conocimiento de Dios más que por Vos, oh Santísima; nadie ha sido salvado más que por Vos, oh Madre de Dios; nadie escapa a la servidumbre más que por Vos, que habéis merecido llevar a Dios en vuestras entrañas virginales..., gracias a vuestra autoridad maternal sobre Dios mismo, Vos obtenéis misericordia para los criminales más desesperados. Vos no podéis ser desatendida, pues Dios condesciende en todo y por todo a la voluntad de su verdadera Madre. No hay nadie, oh Santísima, que se haya salvado si no es por Vos. Nadie, oh Inmaculada, se ha librado del mal si no es por Vos. Nadie, oh Purísima, recibe los dones divinos si no es por Vos. A nadie, oh Soberana, la bondad divina concede sus gracias si no es por Vos. San Germán ve a María como una «paloma de un amarillo de oro, brillante bajo los reflejos del Espíritu Santo que la ilumina».


San Andrés de Creta

San Andrés fue patriarca de Creta y murió en el 740. Le complace saludar a María con el nombre de «hija de Dios», y pone en este término, como después de él harán los predicadores bizantinos, una intención muy particular: Ella es «una arcilla divinamente moldeada por el artista divino, la materia perfectamente proporcionada para una encarnación divina», «la levadura con la cual toda la masa del género humano ha entrado en fermentación». El nacimiento de la Inmaculada Hoy, Adán ofrece María a Dios en nuestro nombre como las primicias de nuestra naturaleza, y estas primicias, que no han sido puestas con el resto de la masa, son transformadas en pan para la reparación del género humano. Hoy se pone de manifiesto la riqueza de la virginidad, y la Iglesia, como para las bodas, se embellece con la perla inviolada de la verdadera pureza. Hoy la humanidad, en todo el resplandor de su nobleza inmaculada, recibe el don de su primera formación por las manos divinas y reencuentra su antigua belleza. Las vergüenzas del pecado habían oscurecido el esplendor y los encantos de la naturaleza humana; pero nace la madre del Hermoso por excelencia, y esta naturaleza recobra en Ella sus antiguos privilegios y es modelada siguiendo un modelo perfecto y verdaderamente digno de Dios. Y esta formación es una perfecta restauración, y esta restauración, una divinización, y ésta una asimilación al estado primitivo. Hoy, la mujer estéril se convierte en madre contra toda esperanza; y es una madre que engendra una descendencia que no tiene madre, y nacida ella misma de la infecundidad, consagró todos los alumbramientos de la naturaleza. Hoy ha aparecido el brillo de la púrpura divina y la miserable naturaleza humana se ha revestido de la dignidad real. Hoy, según la profecía, ha florecido el cetro de David, la rama siempre verde de Aarón que para


nosotros ha producido Cristo, rama de la fuerza. Hoy, de Judá y de David ha salido una joven virgen, llevando la marca del reino y del sacerdocio de Aquél que, según la orden de Melquisedec, recibió el sacerdocio de Aarón. Hoy la gracia, purificando el principio místico del divino sacerdocio, ha tejido, a manera de símbolo, el vestido de la simiente levítica, y Dios ha teñido con púrpura real la sangre de David. Por decirlo todo en una palabra: hoy la reforma de nuestra naturaleza comienza, y el mundo envejecido, sometido ahora a una transformación totalmente divina, recibe las primicias de la segunda creación.


San Juan Damasceno

Nacido en Damasco hacia el 675, sacerdote antes del 726 en Jerusalén, predicador de la iglesia del Santo Sepulcro, murió en el 749. Se sabe que es el gran defensor de las imágenes, pero son las circunstancias históricas las que han hecho célebre esta parte de su actividad; pero lo más importante en él son la universalidad y la doctrina de sus obras, que dan un alcance singular a sus escritos o discursos sobre la Virgen María, animados de un bello lirismo. Retrato de María Hoy el trono de Jessé ha producido un vástago, sobre el que se extenderá por el mundo una flor divina. Hoy, el que había en otro tiempo hecho subir las aguas al firmamento creado sobre la tierra, de una sustancia terrestre, ha hecho un cielo nuevo; y este cielo es mucho más bello y más divino que el otro, pues de él nacerá el Sol de justicia, Aquél que ha creado el otro sol... ¡Qué de milagros se reúnen en esta niña y qué de alianzas se hacen en Ella! Hija de la esterilidad, Ella será la virginidad que da a luz. En Ella se consumará la unión de la divinidad con la humanidad, de la impasibilidad con el sufrimiento, de la vida con la muerte, para que todo lo que estaba mal sea vencido por lo bueno. ¡Oh hija de Adán y Madre de Dios! ¡Y todo esto ha sido hecho por mí, Señor! Tan grande era vuestro amor por mí que habéis querido, no asegurar mi salvación gracias a los ángeles o cualquier otra criatura, sino restaurar por Vos mismo lo que Vos mismo habíais creado en el principio. Es por lo que yo me estremezco de alegría y estoy lleno de orgullo y, en mi alegría, me vuelvo hacia la fuente de estas maravillas, y, llevado por las olas de mi alegría, tomaré la cítara del Espíritu para cantar los himnos divinos de este nacimiento... Hoy, el Creador de todas las cosas, el Verbo de Dios, compone un libro nuevo brotado del corazón de su Padre, y que escribe por el Espíritu


Santo, que es la lengua de Dios... Oh Hija del rey David y Madre de Dios, Rey Universal. Oh divino y viviente objeto, cuya belleza ha encantado al Dios creador, Vos cuya alma está completamente sometida a la acción divina y atenta al único Dios; todos vuestros deseos tendieron hacia Aquél que es el único que merece que se le busque y que es digno de amor; Vos no tenéis cólera más que para el pecado y para su autor. Vos tendréis una vida superior a la naturaleza, pero no la tendréis para Vos; Vos no habéis sido creada para Vos. Vos os habéis consagrado por entero a Dios que os ha introducido en el mundo, a fin de servir a la salvación del género humano, con el fin de cumplir el designio de Dios, la Encarnación de su Hijo y la deificación del género humano. Vuestro corazón se alimentará de las palabras de Dios: ellas os fecundarán, como el olivo fértil en la casa de Dios, como el árbol plantado al borde de las aguas vivas del Espíritu, como el árbol de la vida, que ha dado su fruto en el tiempo fijado: el Dios encarnado, la vida de todas las cosas. Vuestros pensamientos no tendrán otro objeto que lo que aprovecha al alma, y toda idea no solamente perniciosa, sino inútil, Vos la echaréis incluso antes de sentir su sabor. Vuestros ojos estarán siempre vueltos hacia el Señor, hacia la luz eterna inaccesible; vuestros oídos atentos a las palabras divinas y a los sones del arpa del Espíritu por quien el Verbo ha venido a asumir vuestra carne... Vuestros labios alabarán al Señor siempre unido a los labios de Dios. Vuestra boca saboreará las palabras y gozará de su divina suavidad. Vuestro purísimo corazón limpio de toda mancha verá siempre al Dios de toda pureza, y se quemará en deseos por Él. Vuestro seno será la morada del que ningún lugar puede contener. Vuestra leche alimentará a Dios, en el pequeño Jesús. Vos sois la puerta de Dios, deslumbrante de una perpetua virginidad. Vuestras manos llevarán a Dios, y vuestras rodillas serán para Él, un trono más sublime que el de los querubines... Vuestros pies, conducidos por la luz de la ley divina, siguiéndole en un camino sin rodeos, os arrastrarán hasta la posesión del bienamado. Vos sois el templo del Espíritu Santo, la ciudad del Dios vivo que alegrarán los ríos abundantes, los ríos santos de la gracia divina. Vos sois totalmente bella, totalmente próxima a Dios;


dominadora de los querubines, más alta que los serafines y la más próxima a Dios. Salve, María, dulce niña de Ana; el amor de nuevo me conduce hasta Vos. ¿Cómo describir vuestro andar lleno de serenidad? ¿Vuestro vestir? ¿El encanto de vuestro rostro? ¿Esta sabiduría que da la edad, unida a la juventud del cuerpo? Vuestro vestido estuvo lleno de modestia, sin lujo y sin ostentación. Vuestro andar tranquilo, y sin precipitación. Vuestra conducta, moderada, y alegre, y discreta, como se ve al contemplar ese temor que Vos experimentasteis ante la visita insólita del ángel; Vos fuisteis sumisa y dócil a vuestros padres; vuestra alma era humilde en medio de las más sublimes contemplaciones. Vuestra palabra agradable mostraba la dulzura del alma. ¿Qué morada hubiese sido más digna de Dios? Es justo que todas las naciones os proclamen bienaventurada, insigne honor del género humano. Vos sois la gloria del sacerdote, la esperanza de los cristianos, la planta fecunda de la virginidad. Por Vos se ha esparcido por todas partes el honor de la virginidad. Que los que os reconocen por Madre de Dios sean benditos... Oh Vos, que sois la hija y la dueña de Joaquín y de Ana, acoged la oración de vuestro pobre siervo, que no es más que un pecador y que, sin embargo, os ama ardientemente y os honra, y que quiere encontrar en Vos la única esperanza de su dicha, la guía de su vida, la reconciliación con vuestro Hijo y la garantía cierta de su salvación. Libradme del peso de mis pecados, disipad las tinieblas que rodean mi espíritu, desembarazadme de mi espeso barro, reprimid las tentaciones, gobernad dichosamente mi vida, a fin de que sea conducido por Vos a la felicidad celeste, y conceded la paz al mundo. A todos los fieles de esta ciudad, dadles la alegría perfecta y la salvación eterna, por las oraciones de vuestros padres y de toda la Iglesia. La Dormición San Juan Damasceno, que era de una ortodoxia muy firme y se mostraba severo con los relatos apócrifos, ha contado sin embargo la historia de los apóstoles llevados milagrosamente desde las regiones que evangelizaban hasta Jerusalén, para asistir a la muerte de María. En esto San Juan Damasceno seguía una tradición, adornada de detalles variados, pero cuyo


origen se remonta al siglo II. Él ha dado las diversas razones de conveniencia que explican el privilegio, que benefició a María, de una resurrección anticipada y de una exaltación de su mismo cuerpo a lo más alto de los cielos: ¿No es evidente que la escala de Jacob os designa y prefigura? Jacob vio el cielo unido a la tierra por la escala, y los ángeles descendían y subían, y Aquél que es verdaderamente el fuerte y el invencible luchó simbólicamente con Jacob; así vos sois hecha mediadora, sois la escala por la cual Dios desciende hacia nosotros: para volver a levantar a nuestra naturaleza sin fuerza, unirse íntimamente con ella, y hacer del hombre un alma que vea a Dios. Vos habéis unido lo que había sido separado. Y los ángeles han descendido hacia la tierra, para servir a su Señor y Dios, y los hombres que viven a la manera de los ángeles son llevados al cielo... Aunque vuestra alma santísima y bienaventurada, según lo que está reservado a nuestra naturaleza, se separe de vuestro cuerpo santo e inmaculado, vuestro cuerpo no reside en la muerte, y no sufre corrupción. Aquella en la que el alumbramiento ha guardado intacta su virginidad, cuando abandona la vida, su cuerpo es conservado, y lejos de desaparecer se convierte en un tabernáculo más puro y más divino sobre el que la muerte no ejerce ya poder, y que subsiste por los siglos de los siglos. Del mismo modo que el sol, dotado de una luz deslumbrante y eterna, incluso cuando un cuerpo le esconde un momento, y parece desaparecer de alguna forma y perderse en las tinieblas, cambiando en oscuridad su brillo, no disminuye su claridad, teniendo un manantial del que brota luz, siendo la misma fuente inagotable de luz, según el plan del Creador; así Vos sois la fuente de la verdadera luz, el tesoro invencible de la vida misma, el arroyo abundante de bendición. Vos que nos habéis conseguido tantos beneficios; incluso si durante un poco la muerte os ha escondido a nuestra mirada en cuanto a vuestro cuerpo, Vos no dejáis de derramar sobre nosotros las aguas de la luz infinita, de la vida inmortal, y de la verdadera felicidad, la curación y la bendición eternas.


Hoy, la Virgen inmaculada, que no ha conocido ninguna de las culpas terrenas, sino que se ha alimentado de los pensamientos del cielo, no ha vuelto a la tierra; como Ella era un cielo viviente, está en los tabernáculos celestiales. En efecto, ¿quién faltaría a la verdad llamándola cielo?; al menos se puede decir, comprendiendo bien lo que se quiere decir, que es superior a los cielos por sus incomparables privilegios. Hoy, la Virgen, el tesoro de la vida, el abismo de la gracia, nos es escondida por una muerte vivificante; Ella, que ha engendrado al que ha destruido la muerte, la ve acercarse sin temor; si está permitido llamar muerte a esta partida luminosa de vida y santidad. Pues la que ha dado la verdadera vida al mundo, ¿cómo puede ser sometida a la muerte? Pero Ella ha obedecido a la ley impuesta por el Señor, y como hija de Adán, sufre la sentencia pronunciada contra el padre. Su Hijo, que es la misma ley, no la ha rehusado, y por tanto es justo que suceda lo mismo a la Madre del Dios vivo. Si el cuerpo santo e incorruptible que Dios, en Ella, había unido a su persona, ha resucitado del sepulcro al tercer día, es justo que también su Madre fuese tomada del sepulcro y se reuniera con su Hijo. Es justo que así como Él había descendido hacia Ella, Ella fuera elevada a un tabernáculo más alto y más precioso, el mismo cielo. Era necesario que la que había dado asilo en su seno al Verbo de Dios, fuera colocada en los divinos tabernáculos de su Hijo; y así como el Señor había dicho que Él quería estar en compañía de los que pertenecían a su Padre, convenía que la Madre morase en el palacio de su Hijo, en la morada del Señor, en los atrios de la casa de nuestro Dios. Pues si allí está la morada de todos los que están en la alegría, ¿en dónde habría de estar la causa de su alegría? Era necesario que el cuerpo de la que había guardado una virginidad sin mancha en el alumbramiento, fuera también conservado poco después de la muerte. Era necesario que la esposa elegida por Dios viviese en la morada del cielo. Era necesario que la que contempló a su Hijo en la Cruz, y tuvo su corazón traspasado por el puñal del dolor que no le había herido en su parto, le contemplase, a Él mismo, sentado a la derecha del Padre. Era necesario, en fin, que la Madre de Dios poseyese todo lo que poseía el Hijo y fuese honrada por todas las criaturas.


San Teodoro

Los cauces abiertos por San Germán de Constantinopla y San Juan Damasceno se amplían con el paso del tiempo. Los monjes, defensores de las imágenes, de la ortodoxia, del espíritu de penitencia y de la vida mística ante un clero enfeudado en el poder civil, desarrollan en la literatura mariana de esta época un papel considerable. El más importante es San Teodoro, nacido en Constantinopla en el año 759, monje y abad del Saccudion sobre el Olimpo, después del Stadium, en la misma Constantinopla, en donde reunió hasta mil monjes. Murió en el exilio, en el año 826, después de un luchar heroico contra los emperadores iconoclastas. San Teodoro es principalmente el autor de una bella homilía sobre el nacimiento de María, atribuida durante mucho tiempo al Damasceno. María y el mundo nuevo preparado para recibir al nuevo Adán Antes de formar Dios al primer hombre, Dios le había construido el maravilloso palacio de la creación. Al ser colocado en el Paraíso, el hombre se hizo expulsar por su desobediencia y fue con todos sus descendientes víctima de la corrupción. Pero el que es rico en misericordia tuvo piedad de la obra de sus manos, y decidió crear un nuevo cielo, una nueva tierra y un nuevo mar para servir de residencia al Incomprensible, deseando reformar al género humano. ¿Cuál es este mundo nuevo, esta creación nueva? La bienaventurada Virgen es el cielo que muestra el sol de la justicia, la tierra que produce la espiga de vida, el mar que da la perla espiritual... ¡Qué maravilloso es este mundo! ¡Qué maravillosa es esta creación con su hermoso jardín de virtudes, con las flores olorosas de la virginidad...! ¿Qué hay más puro? ¿Qué hay más irreprensible que la Virgen? Dios, luz soberana, ha encontrado en Ella tantas virtudes, que se ha unido a ella sustancialmente, por la venida del Espíritu Santo. María es una tierra en la que no se ha introducido la espina del pecado. Al contrario,


ha producido el retoño por el que el pecado ha sido arrancado de raíz. Es una tierra que no ha sido maldita como la primera, fecunda en espinas y cardos, sino que es una tierra sobre la que ha descendido la bendición del Señor, y su fruto es bendito, como dice el oráculo de Dios. Contemplación de María en la gloria Ahora, en posesión de la bienaventurada inmortalidad, alza María hacia Dios, para la salvación del mundo, esas manos suyas que han llevado a Dios... Blanca y pura paloma, elevada en su vuelo hasta las alturas del cielo, no cesa de proteger nuestra baja tierra. Ella nos ha abandonado corporalmente, pero en espíritu está con nosotros; Ella, que ha entrado en los cielos, hace huir a los demonios, y se ha convertido en nuestra mediadora ante Dios. En otro tiempo, la muerte, introducida en el mundo por Eva, dominaba con su fuerte imperio; hoy, al atacar a la bienaventurada hija de una madre culpable, la muerte ha sido expulsada... Madre, Vos habéis permanecido virgen, porque disteis a luz a Dios. Y es esto lo que hace a vuestra dormición, a vuestra muerte viviente, tan diferente de la nuestra: sólo, y es justo, Vos tenéis la incorrupción del cuerpo además de la del alma.


El «Acordaos» de los griegos Nuestra oración occidental Acordaos (Memorare) debe tener, como tantas otras formas de la piedad mariana, su origen en Oriente, pues en los griegos se encuentran oraciones que expresan este pensamiento casi con los mismos términos: En Vos, como en un palacio espléndido, el Arquitecto del mundo ha establecido su morada. Y Vos, porque sois la Madre del Dios Salvador, habéis establecido sobre su base el tabernáculo de Adán, derribado por el infierno. ¿Quién, oh Madre de Dios, ha recurrido a vuestra protección sin ser prontamente liberado por Vos? ¿Quién os implora, sin encontrar en Vos una auxiliadora tan poderosa que jamás defrauda su confianza? Nadie, oh Virgen Madre de Dios, que haya recurrido a Vos ha sido defraudado; por el contrario, Él os ve acudir a su oración y no tarda en recibir el beneficio que responde plenamente a sus deseos.


Capítulo sexto: La iglesia latina hasta el siglo XI Con respecto a la literatura mariana de Oriente, tan rica, la del Occidente latino parece pobre hasta cerca del siglo XI. Los textos que podríamos citar, interesantes como testimonio de la tradición continua y viva, no marcarían ningún progreso ni en la doctrina, ni en la piedad. Es preciso, sin embargo, hacer algunas excepciones con determinados poemas y textos litúrgicos admirables. Son los que constituyen el fondo litúrgico más querido por los corazones cristianos. Y se añaden también aquí los escritos de San Ildefonso y de San Pedro Damián.


Canto de Andrés el Orador a Rusticiana

Este canto fue dirigido a la mujer de Boecio, el último de los filósofos antiguos, que vivió en Roma hacia el 500, antes de ser puesto por Teodorico en la cárcel, donde escribió su Consolación filosófica. Este mismo canto fue inscrito un siglo más tarde bajo una imagen de la Virgen María en la casa de San Gregorio el Grande. La Virgen-Madre ha dado la vida al Hombre-Dios; Ella ha conocido el dar a luz permaneciendo virgen. A las órdenes divinas, Ella ha dado su carne, enseñando a los que vendrían que sólo la fe puede poseer a Cristo. Ha creído y concebido al Verbo: Su cuerpo ha contenido al Señor. El Creador se hace criatura, el Rey toma cuerpo de un servidor; y en una morada humana reside el Autor de la vida. Él es sembrador y simiente, Él es autor de su Madre; Hijo del hombre y Padre de los hombres. Con su nacimiento glorioso, la Luz ha llegado a la vida, abandonando la morada a través de puertas cerradas; Virgen y Madre, estas dos glorias quedan unidas: Madre, da a luz al Hombre, y Virgen, conoce a Dios. En el Unigénito del Padre adoramos dos naturalezas: humana y divina, las dos en una Persona, las dos son verdaderas. Su Espíritu y su Padre están unidos a Él por siempre, Trinidad sencilla y trina sencillez. Dos veces engendrado, como Creador sin madre, como Redentor sin padre, por una y otra razón es grande, tanto más grande en su humildad. Así quiso nacer el vencedor de las faltas de este mundo, el que, muriendo, obligó a morir a la muerte.


El que, por su poder, protege nuestras vidas. Él proteja, Rusticiana, a tu estirpe.


O gloriosa Domina

San Venancio Fortunato, el amigo de San Radegondo, murió siendo obispo de Poitiers en el año 600, y es el autor del Vexilla Regis. Se le atribuye el himno que la Iglesia ha adoptado para los Laudes de la Virgen María, verdadero resumen de la piedad mariana: Oh gloriosa Señora, elevada sobre las estrellas, que en vuestro seno santificado habéis criado providencialmente a vuestro Creador. Lo que nos quitó la triste Eva, Vos lo devolvéis por vuestra santa fecundidad; Vos sois el camino que hace entrar en el cielo a los que lloran. Vos sois la puerta del gran Rey, la brillante entrada de la luz. Pueblos redimidos, cantad a la Vida dada por la Virgen. Gloria a Vos, Señor, que habéis nacido de la Virgen, así como al Padre y al Espíritu Santo, por los siglos de los siglos.


Himno de Pablo diácono

Nacido hacia el año 720, en Friul, y muerto en el 797, Pablo, o Warnefried, fue monje de Montecassino; luego fue llamado a la corte de Carlomagno, donde realizó una importante misión litúrgica. ¿Nunca se poseerá un lenguaje lo suficiente sublime para celebrar dignamente las grandezas de la Virgen, por la que fue devuelta la vida al mundo, que se consumía en las ligaduras de la antigua muerte? Ella es la rama del árbol de Jessé, la Virgen que debía ser Madre, el jardín que recibirá el germen celeste, la fuente sagrada sobre la que el cielo ha puesto su sello, esa Mujer cuya virginidad ha producido la alegría del mundo. El padre de los hombres cayó en la muerte por el veneno de la serpiente enemiga; el veneno que le alcanzó ha infectado también a toda su raza, y la ha herido con una llaga profunda. Pero el Creador, lleno de compasión por su obra, y viendo desde lo alto del cielo el seno de la Virgen limpio de toda mancha, quiso servirse de él para dar al mundo, que moría bajo el peso del pecado, la alegría de la salvación. Gabriel, enviado desde el cielo, viene a traer a la casta Virgen el mensaje eternamente preparado; el seno de la joven, que se hace amplio como un cielo, contiene de repente al que llena el mundo. Ella permanece virgen, y se hace madre; el Creador de la tierra acaba de nacer sobre la tierra; se ha roto el poder del terrible enemigo del hombre, y una luz nueva ilumina todo el universo. ¡Gloria, honor, potestad a la real Trinidad, Dios único! ¡Y que la Trinidad reine para siempre por los siglos de los siglos!


Ave Maris Stella

Este himno maravilloso, adoptado por la Iglesia para las Vísperas de María, no debe ser de Fortunato, ya que no aparece hasta el siglo XI. Salve, estrella del mar, Madre santa de Dios y siempre Virgen, feliz puerta del cielo. Aceptando aquel «Ave» de la boca de Gabriel, afiánzanos en la paz al trocar el nombre de Eva. Desata las ataduras de los reos, da luz a quienes no ven, ahuyenta nuestros males, pide para nosotros todos los bienes. Muestra que eres nuestra Madre, que por ti acoja nuestras súplicas Quien nació por nosotros, tomando el ser de ti. Virgen singular, dulce como ninguna, líbranos de la culpa, haznos dóciles y castos. Facilítanos una vida pura, prepáranos un camino seguro, para que viendo a Jesús, nos podamos alegrar para siempre contigo.


Alabemos a Dios Padre, glorifiquemos a Cristo soberano y al EspĂ­ritu Santo, y demos a las Tres personas un mismo honor. AmĂŠn.


Regina coeli y Alma Redemptoris

Son dos de las más hermosas antífonas marianas y, según parece, contemporáneas del Ave Maris Stella. Uno de estos pequeños poemas está lleno de alborozo y de lozanía, y el otro de solemnidad. El Regina coeli aparece a finales del siglo X. El Alma Redemptoris parece ser la obra de un monje de Reicheno, en Suabia, Hermán Contracto, que vivía en el siglo XI: Alégrate, Reina del cielo; aleluya. Porque el que mereciste llevar en tu seno; aleluya. Ha resucitado, según predijo; aleluya. Ruega por nosotros a Dios; aleluya. Santa Madre del Redentor, que siempre sigues siendo la puerta del cielo, estrella del mar, socorre al pueblo que cae y que procura levantarse; tú que engendraste, ante el asombro de la naturaleza, a tu Santo Creador, Virgen antes y después de haber recibido aquel saludo de boca de Gabriel, ten misericordia de los pecadores.


Gaude Dei Genitrix

Recordemos, como ya se ha dicho a propósito de una pieza griega, que el saludo de Gabriel es un deseo de alegría. En latín, la idea de alegría no está incluida en el Ave. Por eso todo un brotar de Gaudes nace, sin duda, bajo las influencias orientales, y, conmemoran en un comienzo la Anunciación, y más tarde tratan de los otros motivos de alegría en la vida de la Virgen, que culminarán en los siete gozos franciscanos y los cinco misterios gozosos del Rosario. En esta antífona anterior a la mitad del siglo XI, la diferencia entre los misterios está apenas esbozada. ¡Alégrate, Madre de Dios, Virgen inmaculada; Alégrate porque has recibido del ángel la alegría; Alégrate porque has engendrado de la eterna luz la claridad; Alégrate, Madre, Alégrate, Santa Madre de Dios y Virgen! Tú sola eres Madre, aunque sin esposo. Toda criatura se alegra en ti, Madre de la luz. Sé para nosotros, te lo rogamos, un abogado perpetuo.


Salve Regina

A esta época se remonta el origen de la Salve Regina. Se ha atribuido a Ademaro de Monteil, obispo de Puy-en-Velay, el famoso predicador de la primera cruzada, muerto en el 1008 [18]. Dios te salve, Reina y Madre, de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra: Dios te salve. A ti llamamos los desterrados hijos de Eva. A ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas. Ea, pues, Señora abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos. Y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. Las últimas invocaciones las añadirá San Bernardo: Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María.


San Ildefonso

Nacido en Toledo, hacia el año 607, de origen godo, monje y abad, murió en el año 669. Compuso una defensa de la Perpetua Virginidad de María, que es un escrito lleno de ternura. Termina con una larga oración, cuyos pasajes más significativos son: Yo te ruego, Virgen santa, que hagas que reciba a Jesús gracias al Espíritu Santo, por obra del cual tú has dado a luz a Jesús. Que mi alma posea a Jesús, gracias al Espíritu por el que tú concebiste al mismo Jesús. Que me sea dado conocer a Jesús por el Espíritu que te ha concedido el poseer y dar a luz a Jesús. Que mi bajeza pueda decir, por el Espíritu, las grandezas de Jesús ante quien te reconoces la sierva del Señor, anhelando que suceda en ti según la palabra del ángel. Que yo ame en el Espíritu a Jesús al que tú adoras como a tu Señor, y le miras como a tu hijo. Que yo tenga el temor de Jesús tan verdaderamente como Él, que siendo Dios, estaba sujeto a sus padres. He aquí a plena luz la idea de la maternidad de gracia: María debe obtener del Espíritu Santo que Ella forme en nosotros el Cristo espiritual, como Ella lo ha formado según la carne, por obra del Espíritu Santo. Y ahora el servicio a la Virgen, para servir mejor al Señor: ¡El más bello honor a mi libertad! ¡El más magnífico título de nobleza! ¡La gloriosa y segura garantía de mi grandeza, que acabará en la gloria eterna! ¡En mi pobre tristeza, yo desearía llegar a ser, para mi reparación, el servidor de la Madre de mi Señor! ¡Separado en otro tiempo, cuando nuestro primer padre, de la comunión de los ángeles, desearía ser el servidor de la sierva y de la Madre de mi Creador! Como un instrumento dócil entre las manos del Dios Soberano, yo desearía estar ligado al servicio de la Virgen Madre, y consagrarme a su servicio. Concédemelo, Jesús, Dios Hijo del hombre; dámelo, Señor de todas las cosas e Hijo de tu sierva; hazme esta gracia, Dios abajado en el hombre; permíteme, a mí, hombre elevado hasta Dios, el creer en el


alumbramiento de la Virgen, y estar lleno de fe en tu encarnación, y al hablar de la maternidad virginal tener la palabra embebida de tu alabanza, y al amar a tu Madre estar lleno de tu amor. Haz que yo sirva a tu Madre de modo que me reconozcas Tú mismo por tu servidor; y que Ella sea mi soberana en la tierra de manera que Tú seas mi Señor por la eternidad. Ved con qué impaciencia deseo ser el servidor de esta Soberana, con qué fidelidad me entrego al gozo de su servidumbre; cómo deseo hacerme plenamente el servidor de su voluntad, con qué ardor quiero no sustraerme jamás a su imperio, cuánto quiero no ser nunca arrancado de su servicio: que pueda yo ser admitido a su servicio, y, sirviéndola, merecer sus favores, vivir para siempre bajo su mandato y amarle en la eternidad. Los que aman a Dios saben mi deseo; los que le son fieles, lo ven; los que se unen a Dios, lo comprenden, y lo conocen aquellos a los que Dios conoce. Escuchad, vosotros sus discípulos; prestad atención, infieles; sabedlo, vosotros que no pensáis más que en la desunión; comprended, sabios de este mundo, que hace insensatos a los ojos de la sabiduría divina lo que os hace sabios a los ojos de vuestra necedad..., vosotros que no aceptáis que María sea siempre virgen; que no queréis reconocer a mi Creador por su Hijo, y a Ella por la madre de mi Creador; que rehusáis creer que Ella sólo tenga por hijo al Señor de sus criaturas; que no glorificáis a este Dios como su Hijo, que no proclamáis bienaventurada a la que el Espíritu Santo ha mandado a todas las naciones llamar bienaventurada; que oscurecéis su gloria al rehusarle la incorruptibilidad de la carne, que no rendís honor a la Madre del Señor, a fin de rendir honor a Dios su Hijo; que no glorificáis como Dios al que habéis visto hacerse hombre y nacer de Ella; que confundís las dos naturalezas de su Hijo; que rompéis la unidad de la Persona de su Hijo; que negáis la divinidad de su Hijo; que rehusáis creer en la verdadera carne y en la Pasión verdadera de su Hijo; que no creéis que ha sufrido la muerte como Dios, y que ha resucitado de los muertos como Dios. Pues si Él ha muerto, es en cuanto hombre; y si ha resucitado, es en cuanto Dios, Mi mayor deseo es el de ser el servidor de su Hijo, y tener a la Madre por soberana. Para estar bajo el imperio de su Hijo, yo quiero servirla; para ser admitido al servicio de Dios, quiero que la Madre reine sobre mí como testimonio. Para ser el


servidor devoto de su propio Hijo, aspiro a llegar a ser el servidor de la Madre. Pues servir a la sierva, es también servir al Señor; lo que se le da a la Madre se refleja sobre el Hijo, yendo desde la Madre a Aquél que Ella ha alimentado, y el Rey ve recaer sobre sí mismo el honor que hace el servidor a la Reina. Bendiciendo con los ángeles, cantando mi alegría junto con las voces de los ángeles, exultando de gozo con los himnos angélicos, regocijándome con las aclamaciones de los ángeles, yo bendigo a mí Soberana, canto mi alegría a la que es la Madre de mi Señor, canto mi gozo con la que es la sierva de su Hijo. Yo me alegro con la que ha llegado a ser la Madre de mi Creador; con aquella en la que el Verbo se ha hecho carne. Porque con Ella yo he creído lo que sabe Ella misma conmigo, porque he conocido que Ella es la Virgen Madre, la Virgen que dio a luz, porque yo sé que la concepción no le ha hecho perder nada de su virginidad, porque yo he aprendido que una inmutable virginidad precedió a su alumbramiento, porque tengo la certeza de que su Hijo le ha conservado la gloria de la virginidad, y todo ello me llena de amor, pues sé que todo esto ha sido hecho por mí. Yo no olvido que es gracias a la Virgen el que la naturaleza de mi Dios se ha unido a mi naturaleza humana, para que la naturaleza humana sea asumida por mi Dios; que no hay más que un solo Cristo, Verbo y carne, Dios y hombre, Creador y criatura, el autor de la obra al mismo tiempo que era su forma, a la vez el que ha hecho y el que ha sido hecho. Este fragmento es muy notable porque San Ildefonso siente la necesidad de declarar que el servicio a la Madre de Cristo no le quita a Jesús ninguna gloria, sino que, al contrario, le honra. No nos habíamos encontrado aún en esta dificultad. El culto de María se ha desarrollado sin que nadie se equivocase, y todos los testimonios de este desarrollo nos muestran que, lejos de perjudicar a una doctrina pura con respecto al Verbo encarnado, era un reflejo de esta doctrina lo que iluminaba a María. Esto es evidente, pero es preciso pensar que ahora los críticos obligan a precisarlo.


San Pedro Damián

Nacido en el año 1007, se convierte y abraza la vida monástica en el 1035, y es cardenal arzobispo de Ostia en el 1057. Es el alma de la reforma de la Iglesia, con Hildebrando, y muere en el 1072. María y la Eucaristía Aquí, mis queridos hermanos, os pido que penséis cómo somos deudores de la bienaventurada Madre de Dios, y qué de acciones de gracias le debemos rendir, después de a Dios, por tan gran beneficio. Pues este cuerpo de Cristo que Ella engendró y llevó en su seno, que envolvió en pañales, que alimentó con su leche con una solicitud materna, es el mismo Cuerpo que recibimos en el altar; es su Sangre la que bebemos en el Sacramento de nuestra redención. Esto es lo que sostiene la fe católica, y lo que enseña la Santa Iglesia. No, no hay palabras humanas que sean capaces de alabar dignamente a Aquélla de quien tomó su carne el Mediador entre Dios y los hombres. Cualquier honor que le pudiésemos dar, está por debajo de sus méritos, ya que Ella nos ha preparado en su casto seno la Carne inmaculada que alimenta nuestras almas. Eva comió un fruto que nos privó del eterno festín; María nos presenta otro que nos abre la puerta del banquete celestial. Omnipotencia de intercesión de María San Pedro Damián comenta un versículo del Cantar de los Cantares aplicado a María: «Detente, detente, Sulamita, detente, detente, para que te admiremos» (Cant 7,1). Virgen bendita, Virgen más que bendita, deteneos en nombre de vuestra naturaleza. ¿Acaso vuestra elevación os ha hecho olvidar vuestra humanidad? No, mi Soberana. Vos sabéis bien entre qué de peligros nos habéis dejado, y cuántas son las infidelidades de vuestros servidores; no estaría de acuerdo tan gran misericordia, con el olvido de tan espantosa miseria. Si vuestra gloria os separa, que la naturaleza os llame... Vos no


sois tan impasible que no podáis compadeceros. Tenéis nuestra naturaleza y no otra. Deteneos, en segundo lugar, en nombre de vuestro poder. Porque el Poderoso ha hecho en Vos grandes cosas; todo poder os ha sido dado sobre el cielo y sobre la tierra. ¿Puede oponerse a vuestro poder el poder divino que ha recibido de vuestra carne la carne que le ha hecho hombre? Vos avanzáis hacia el altar de la reconciliación, no sólo con oraciones, sino con órdenes, soberana más que sierva (non solum rogans sed imperans, domina non ancilla). En tercer lugar, deteneos en nombre de vuestro amor. Yo sé, mi divina Maestra, que sois muy bondadosa y nos amáis con un amor invencible, porque vuestro Hijo y vuestro Dios nos ha querido en Vos y por Vos con un amor sin límites. ¿Quién sabe cuántas veces habéis calmado la cólera del Soberano Juez, cuando la justicia ya iba a partir de Dios para golpear a los pecadores? Deteneos también en nombre de vuestra singularidad. Todo el tesoro de la divina misericordia os ha sido confiado; y sólo Vos habéis sido elegida para recibir el depósito de una gracia tan maravillosa. Dios no quiere que vuestra mano permanezca ociosa, y además Vos no buscáis más que la ocasión de salvar a los miserables y derramar sobre ellos la misericordia. No es disminución, sino aumento de vuestro honor, cuando los penitentes son admitidos al perdón, y los justificados a la gloria.


Capítulo séptimo: El siglo XII San Anselmo

San Anselmo abre el período de esplendor de San Bernardo y los grandes doctores del siglo XIII, y de los autores piadosos del fin de la Edad Media, como San Bernardino de Siena. Nació San Anselmo en el valle de Aosta en el año 1033 ó 1034, y, después de huir a Normandía porque su padre le había tomado aversión, entró en el año 1060 en la abadía de Bec para ponerse bajo la dirección de Lanfrac. Cuando su maestro, en el año 1078, fue nombrado arzobispo de Cantorbery, le reemplazó en el cargo abacial, y más tarde, en el 1093, le sucedió en el episcopado, donde tuvo grandes luchas con el poder civil. Murió en el año 1109. Este gran espíritu tenía tal ternura y devoción por Nuestra Señora, que se le ha atribuido lo más piadoso que se ha encontrado respecto a oraciones, alabanzas y meditaciones. He aquí algunos fragmentos considerados auténticos por el más eminente de los historiadores de la literatura medieval, Dom Wilmart. Bastan para hacerle merecer a San Anselmo el título de capellán de María, con el que se le nombraba en el siglo XV. Dom Wilmart ha probado que el desarrollo de la piedad sensible, que cambia el clima espiritual del medievo occidental, no debe colocarse en el comienzo del siglo XIII, sino a finales del XI. Se ha querido atribuir a las Órdenes mendicantes el honor de haber iniciado a la cristiandad en lo patético y en la dulzura. Pero antes que los cistercienses y antes que Abelardo, ya San Anselmo contemplaba a Jesús sobre su cruz con el dolor de no haber asistido corporalmente a la Pasión, y escribía:


¿Por qué, oh alma mía, no has sufrido con la Virgen tan casta, su Madre tan digna, mi Madre tan bondadosa? Imagina las lágrimas de María durante la flagelación y la crucifixión. Reflexiona sobre la dureza del cambio entre Jesús y San Juan: ¡el discípulo por el Maestro, el servidor por el Señor! Y así aparecen las ideas que van en seguida a considerar Roberto de Arbrisel (muerto en el año 1117) y San Aelredo (abad de Rievaulx, en Inglaterra, del 1147 al 1167), que explican cómo la vida religiosa es una conversación mística con María y Juan al pie de la cruz. Llegamos directamente al Stabat. Oraciones y contemplaciones Oh Vos, tiernamente poderosa y poderosamente tierna, oh María, de quien mana la fuente de la misericordia, no detengáis, os lo ruego, esta misericordia tan verdadera, allí donde reconozcáis una verdadera miseria. Pues si yo estoy humillado en la ignominia de mis iniquidades ante vuestra santidad deslumbrante, Vos, mi Señora, no debéis avergonzaros de vuestros sentimientos misericordiosos, tan naturales hacia un desdichado. Si confieso mi torpeza, ¿me rechazará vuestra bondad? Si mi miseria es más grande de lo que hubiera debido ser, ¿vuestra misericordia será más débil de lo que conviene? Oh Señora, mis faltas aparecen más impuras ante Dios y ante Vos, y por eso tienen más necesidad de ser curadas gracias a vuestra intervención. Curad, pues, oh clementísima, mi debilidad; borrad esta fealdad que os ofende; quitadme, oh benignísima, esta enfermedad, y no sentiréis ya esta infección que tanto os repugna; haced, oh dulcísima, que no haya más remordimientos, y nada quedará ya que pueda molestar a vuestra pureza. Obrad así, oh Señora mía, y acogedme. Curad el alma del pecador, servidor vuestro, por la virtud del fruto bendito de vuestro seno, que ahora está a la derecha de su Padre Todopoderoso, y que es «digno de alabanza y de gloria por encima de todo y por los siglos» (Dan 3,53). Oh María, María la grande, la más grande de las Bienaventuradas, María, más grande que todas las mujeres. Oh gran Señora, mi corazón quiere amaros, mi boca alabaros, mi espíritu veneraros, mi alma suplicaros: todo mi ser se encomienda a vuestra protección. Oh corazón


de mi alma, esfuérzate, y tú, lo más profundo e íntimo de mí mismo, tanto como puedas, si puedes, esfuérzate en alabar sus méritos, amar su bondad, admirar su elevación, implorar su benevolencia, pues tengo necesidad cada día de su protección [19]; al tener necesidad lo deseo; mi deseo suplica; mis súplicas obtendrán, si no según mi deseo, si más que mis méritos. Oh Reina de los ángeles, Soberana del Mundo, Madre que purifica el mundo, confieso que mi corazón está demasiado sucio para que no me avergüence al miraros a Vos, que sois la misma Pureza, Madre del que ha salvado mi alma; mi corazón entero os reza con todas sus fuerzas. Acogedme, Señora mía, sedme propicia, ayudadme con vuestro inmenso poder, para que sean purificadas las manchas de mi alma, y para que mis tinieblas reciban la luz, y mi tibieza se inflame, y despierte del sopor, y espere ese día en el que vuestra bienaventurada santidad (que supera a toda otra, a excepción de vuestro Hijo, dominador de todas las cosas) será exaltada, a causa de vuestro Hijo omnipotente y glorioso, y para la bendición de vuestros hijos de la tierra. Haced que por encima de todo (a excepción de mi Maestro y mi Dios, Dios de todas las cosas, vuestro Hijo), mi corazón os conozca y os admire, os ame y os implore, no con el ardor de un ser imperfecto que no tiene más que deseos, sino con la fuerza del que se da cuenta de lo que es y que sabe que ha sido hecho y salvado, rescatado y resucitado por vuestro Hijo. ...Sois la causa de la reconciliación general, el vaso y el templo de la vida y de la salvación para el universo; porque yo reduzco demasiado vuestros méritos cuando restrinjo vuestros beneficios a lo que habéis realizado para mí solo, hombre vil, ya que el mundo que os ama, se regocija de vuestros beneficios, y en su alegría proclama lo que habéis hecho por él. Pues sois, oh Señora, por vuestra fecundidad en obras de salvación, digna de veneración por vuestra inapreciable santidad; habéis mostrado al mundo a su Señor y a su Dios, al que no conocía; habéis mostrado al mundo visible a su Creador, al que todavía no había visto; habéis engendrado para el mundo al restaurador, del cual tenía necesidad; habéis engendrado para el mundo al reconciliador, que no tenía todavía. Por vuestra fecundidad, oh Señora, el mundo pecador ha sido justificado; estaba condenado, y ha sido salvado; estaba exiliado, y ha sido vuelto a su patria. Vuestro alumbramiento, oh Señora, ha


rescatado al mundo cautivo; ha curado al mundo enfermo, y ha resucitado al mundo muerto. El cielo y las estrellas, la tierra y los ríos, el día y la noche, y todas las cosas sometidas al poder de los hombres, se felicitan de haber perdido la gloria, porque, oh Señora, una nueva gracia inefable, resucitada en alguna forma por Vos, les ha sido conferida. En efecto, todas las cosas estaban como muertas cuando perdieron su propiedad natural de servicio a la dominación y al uso de los que alaban a Dios: pues es por eso por lo que habían sido hechas; estaban angustiadas bajo la opresión y manchadas por el abuso que hacían de ellas los servidores de los ídolos, para quienes no habían sido hechas. Pero he aquí que al resucitar, felicitan a su Soberano, pues gracias a Él, ahora son gobernados por el poder de los que confiesan a Dios, y honradas por el uso que hacen de ellas. Una gracia nueva, inestimable, les hizo saltar de alegría en alguna forma, cuando sintieron no sólo que el mismo Dios, su Creador, reinaba sobre ellas de un modo invencible para siempre, sino que también sirviéndose de ellas visiblemente, las santificaba en el interior. Estos bienes tan grandes les han llegado por el fruto bendito de la bendita María [20]. Se acaba de leer en este bello pasaje un eco de las palabras misteriosas de San Pablo: La creación espera con expectación ansiosa la manifestación de los hijos de Dios... Ha sido sujeta a la vanidad... con la esperanza de que también será liberada de la servidumbre de la corrupción, para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios... Gime y siente dolores de parto (Rom 8,19-22). La profunda meditación de San Anselmo, sin duda bajo influencias más o menos difusas de los doctores griegos, pone en relación el misterio de María y el (tan real, y tan importante, olvidado por el espiritualismo desencarnado de los últimos siglos) de la creación entera asociada al destino humano. Se entrevé así el papel cósmico de la Reina de los ángeles. ...Oh maravilla, yo contemplo a María: a qué altura sublime la veo. Nada hay igual a María; nada, si no es Dios, es mayor que Ella. Dios ha dado a María su mismo Hijo, que, único, igual a Él, engendra de su corazón, como amándose a sí mismo; de María Él se ha hecho un Hijo,


no otro, sino Él mismo, de tal manera que, por naturaleza, Él fue único y Él mismo, Hijo común de Dios y María. Toda la naturaleza ha sido creada por Dios y Dios ha nacido de María. Dios ha creado todo y María ha tenido a Dios. Dios, que ha hecho todas las cosas, se ha hecho a Él mismo de María; y así ha rehecho todo lo que había hecho. Él, que ha podido hacer todas las cosas de la nada, no ha querido rehacer sin María lo que había sido manchado. Dios es, pues, el Padre de las cosas creadas y María la Madre de las cosas «recreadas». Dios es el Padre que ha construido todas las cosas y María la Madre que ha reconstruido todo. Dios ha engendrado a Aquél por quien todo ha sido hecho; y María ha tenido a Aquél por quien todo ha sido salvado. Dios ha engendrado a Aquél sin quien nada existiría de ninguna forma y María ha tenido a Aquél sin quien nada estaría bien. ¡Verdaderamente el Señor está con Vos, pues Él ha hecho que toda criatura os deba tanto! ...Oh buena Madre, os suplico por este amor con el cual queréis a vuestro Hijo, que así como verdaderamente Vos le amáis, y queréis que sea amado, consigáis que yo también le ame. Así, os lo pido: que se cumpla realmente vuestra voluntad. ¿Por qué no se hará, a causa de mis pecados, lo que sin embargo está en vuestro poder? Señor, sois amigo de los hombres, y habéis tenido piedad de ellos, y Vos habéis podido amar, y hasta la muerte, a vuestros enemigos. ¿Podéis rehusar el amor para Vos y para vuestra Madre a quien os lo pide? Oh Madre de Aquél que nos ama, que habéis merecido llevarle en vuestro seno y amamantarlo en vuestro pecho, ¿no podréis, o no querréis, conceder el amor para Él y para Vos a quien os lo pide? Que mi espíritu os venere como Vos sois digna; que mi corazón os ame como es justo; que mi alma os estime como le es beneficioso; que mi carne os sirva como debe; que en esto se consuma mi vida, a fin de que todo mi ser os cante durante la eternidad. Bendito sea el Señor eternamente. Así sea, así sea.


Eadmero de Cantorbery

El querido discípulo de San Anselmo, monje benedictino de Cantorbery, escribió un tratado en defensa de la Inmaculada Concepción, atribuido durante un largo tiempo a su maestro. Entonces la cuestión estaba muy tensa en Inglaterra. Por una parte, la intuición de la fe descubría que María había sido preservada del pecado de una manera mucho más perfecta que cualquier santo. Pero, por otra parte, ya que la misma María, como toda criatura humana para ser liberada del pecado original, tenía necesidad de la redención realizada por su Hijo, se dudaba en afirmar su Concepción Inmaculada. Se dudaba sobre todo porque, bajo la influencia de San Agustín, se tenía una idea muy material del pecado original, más o menos identificado con la concupiscencia, y se creía que todo acto carnal tenía algo de desorganizado que arrastraba una tara para el niño concebido. Se tendía a pensar que la hija de Ana y de Joaquín había contraído el pecado original, pero que, por un privilegio especial, Dios la había purificado desde el seno de su madre. La cuestión era especialmente debatida en Inglaterra, en donde una fiesta de la Concepción de María, originaria de la Italia bizantina –¡siempre el Oriente!– y celebrada luego en Irlanda desde el siglo IX o X, se había introducido antes del año 1030. Se perdió un poco después de la invasión normanda y tomó de nuevo una gran difusión al comienzo del siglo XII. San Anselmo había mostrado en su obra ¿Por qué Dios se hizo hombre? que María podía ser purificada por una aplicación anticipada de los méritos de Cristo; pero no parece haber profesado personalmente la creencia de la Inmaculada Concepción. Su discípulo Eadmero, muerto en el año 1124, es el principal defensor de este dogma. Muy conscientemente, él forma parte de las almas sencillas, y combate contra los doctos que, a todo lo largo de esta historia, ponen límite a la piedad común. Razona a fortiori a partir de la santificación de Jeremías y de San Juan Bautista, pero sobre todo ve el privilegio de la Inmaculada Concepción como una exigencia del plan de salvación, para darle a María el lugar al cual fue predestinada desde toda la eternidad:


La Reina universal puede y debe ser Inmaculada Considerad una castaña. Cuando brota en el árbol, su envoltura está totalmente erizada y recubierta de una corteza de espinas. Pero en el interior germina la castaña, en primer lugar bajo la forma de un líquido lechoso que no tiene nada de áspero, ni hay en ello nada de lo nocivo de las espinas, ni se resiente de ninguna manera de lo que le rodea. En este medio muy dulce en que está conservada, cuidada, alimentada, es donde se desarrolla según su naturaleza y su especie, donde llega por fin a la edad adulta, que es cuando rompe su corteza, y sale madura sin tomar nada de las asperezas y la fealdad de su envoltura. Ved, si Dios da a la castaña el ser concebida, alimentada, y formada bajo las espinas, pero al abrigo de ellas, ¿no ha podido permitir a un cuerpo humano, del cual Él quería hacerse un templo para habitar allí corporalmente, del cual Él debía llegar a ser hombre perfecto, en la unidad de su persona divina, no ha podido, digo, dar a este cuerpo, aunque concebido entre las espinas de los pecados, el estar completamente preservado de ellos? Él lo ha podido ciertamente. Si pues lo ha querido, lo ha hecho. Cierto, todo lo más honorable que Dios ha querido siempre para alguien distinto de Él, es sin duda alguna para Vos para quien lo ha querido, oh Vos, bienaventurada entre todas las mujeres. Pues Él ha querido hacer de Vos su Madre, y porque lo ha querido lo ha hecho. ¿Qué digo? Él ha hecho de Vos su Madre, Él, el Creador, el Maestro y el Soberano de todas las cosas; Él, el Autor y el Señor de todos los seres no sólo inteligibles, sino de los que sobrepasan toda inteligencia. Él os ha hecho, oh Señora nuestra, su Madre única, y por ello os ha constituido al mismo tiempo en la Maestra y la Dueña del universo. Habéis llegado a ser la Soberana y la Reina de los cielos, de la tierra y de los mares, de todos los elementos y de todo lo que contienen, y para ser todo esto Él os formó por obra del Espíritu Santo en el seno de vuestra madre desde el primer instante en que fuisteis concebida. Esto es así, oh Señora, y nos regocijamos de que así sea. Oh dulcísima María, Vos a quien tanta grandeza está reservada, Vos destinada a llegar a ser la Madre única del soberano Bien, la Reina prudente y noble, después de vuestro Hijo, de todos los seres pasados, presentes y futuros, ¿Vos habéis tenido un origen que se debe colocar al nivel o por debajo de alguna de las


criaturas sobre las cuales, lo sabemos con certeza, ejercéis vuestro imperio? El apóstol de la verdad al que vuestro Hijo, desde el cielo donde reina ahora, ha llamado «vaso de elección» (Act 9,15), afirma que «todos los hombres han pecado en Adán» (Rom 5,12). Esto es una verdad cierta que yo confieso, y que no está permitido negar. Pero considerando la eminencia de la gracia divina en Vos, oh María, yo sé que Vos estáis situada no entre las criaturas, sino, a excepción de vuestro Hijo, por encima de todo lo que ha sido hecho. De donde concluyo que, en vuestra Concepción, no habéis sido encadenada por la misma ley connatural a los demás hombres, sino que habéis quedado completamente exenta de todo pecado, y esto por una virtud singular y una operación divina impenetrable a la inteligencia humana. Sólo el pecado alejaba al hombre de la paz de Dios. Para borrar este pecado y volver a llevar al género humano a la paz divina, el Hijo de Dios quiso hacerse hombre, pero de forma que en Él no se encontrara nada de lo que desunía al hombre de su Dios. Por este decreto convenía que la Madre de donde este Hombre sería creado fuera pura de todo pecado. Sin ello, ¿cómo realizar de una forma tan perfecta la unión de la carne con la pureza suprema? y ¿cómo en la Encarnación el hombre y Dios serían uno hasta el punto de que todo lo que es de Dios fuera del hombre, y que todo lo que es del hombre fuera de Dios? Eadmero roza, de alguna forma, el empleo de un principio dudoso, del cual se hará en las doctrinas marianas, sobre todo al fin de la Edad Media y desde el siglo XVII, un uso intemperante. Tiene un poco el aire de decir: Dios quiere honrar a su Madre; la Inmaculada Concepción es un privilegio honorable para Ella; pues Dios, ciertamente, se lo ha concedido. Este optimismo a priori no tiene sentido. No había privilegios que la imaginación no dotara a María desde el momento en que pareciesen honorables. No es suficiente que una proposición nos seduzca para que pensemos que ha sido realizada. Es necesario que la revelación dé lugar a pensar que la proposición es real. Lo que hace Eadmero es mostrar que es muy probable que Dios haya querido la Inmaculada Concepción, pues es muy conveniente.


San Bernardo

He aquí al devoto a Nuestra Señora por excelencia (La denominación de «Nuestra Señora» va a ser popularizada, precisamente, por Cîteaux). Las páginas de San Bernardo (1090-1153), famosas entre las más famosas, hablan por sí mismas [21]. Vamos a hacer algunas breves consideraciones. Nos engañaríamos pensando que el corazón se derrama sin orden. San Bernardo estaba estrechamente ligado a la ortodoxia, e incluso se debe decir que la comprendía de un modo estricto. Rechazando, con derecho, los textos apócrifos, tal vez no creyó, equivocadamente, en la resurrección anticipada de María. Combatió vivamente la creencia de la Inmaculada Concepción. No se atrevió a llamar a María su Madre, probablemente, señala el P. Aubron, porque no encontraba esta expresión ni en San Ambrosio, ni en San Agustín, y, añade el P. Petit, porque San Agustín reservaba el nombre de Madre para la Iglesia y para la gracia. «Estamos, evidentemente –concluye el P. Aubron–, lo más lejos posible de una devoción que debiera su desarrollo a la imaginación popular o a las creaciones espontáneas de una mística liberada de toda atadura dogmática». El caso de San Bernardo es doblemente interesante. Por una parte se ve en él un alma de fuego, un corazón tierno que realiza plenamente todo lo que la Iglesia le enseña oficialmente, y por más que gustase quedarse en los dogmas sobre los que la Iglesia se había pronunciado, posee bastante contenido para crear una obra en donde todos los siglos descubrirán su riqueza. Lo que es incomparable en San Bernardo, es el fervor con el que ha interpretado el sentimiento cristiano sobre la maternidad de gracia, sobre el ministerio misericordioso de María y sobre su mediación universal, sin que, a pesar de todo, se pueda precisar si pone el acento sobre la idea de mediación o sobre la maternidad. El «hágase» deseado por la humanidad cautiva


Acabáis de oír, oh Virgen, la maravilla que debe cumplirse y la manera como debe cumplirse, lo uno y lo otro no pueden sino admiraros y alegraros. «Alégrate, hija de Sión. Gózate, hija de Jerusalén» (Zac 9,9). Y ya que habéis oído la palabra de gozo y alegría, haced que nos sea dado, también a nosotros, el oír la bienaventurada respuesta que esperamos, para que se conmuevan de gozo nuestros huesos humillados (Ps 50,10). Vos habéis oído la maravilla que debe cumplirse, y habéis creído también la manera en que debe cumplirse: concebiréis y daréis a luz un hijo, no por obra del hombre, sino del Espíritu Santo. El ángel espera vuestra respuesta; es ya tiempo de que vuelva hacia Dios, que lo ha enviado (Tob 12,20). Nosotros esperamos, también, oh nuestra Soberana, la palabra de misericordia, nosotros los miserables sobre quienes pesa una sentencia de condenación. He aquí que se pone en vuestras manos el precio de nuestra salvación. Aceptad, y seremos librados. Todos somos la obra del Verbo eterno de Dios (Jo 1,3) y debemos morir, pero decid una palabra y seremos restablecidos a la vida. Ésta es la súplica que os dirige, oh piadosa Virgen, el triste Adán, desterrado del cielo con toda su desgraciada estirpe; es la súplica de Abraham y la súplica de David. Es la plegaria urgente de todos los santos Patriarcas, vuestros padres, que habitan también en la región cubierta por las sombras de la muerte. Es la espera del universo entero postrado a vuestros pies. De la respuesta que saldrá de vuestros labios depende el consuelo de los desdichados, la redención de los cautivos, la liberación de los condenados, la salvación de todos los hijos de Adán y de su linaje. Oh Virgen, apresuraos en darnos esta respuesta. Oh nuestra Soberana, di la palabra que esperan la tierra, el infierno y los cielos. El Rey y Señor de todas las cosas espera Él mismo, con tanto ardor como ha deseado vuestra hermosura, vuestro consentimiento, que ha puesto como condición para la salvación del mundo. Hasta aquí vuestro silencio le ha agradado, desde este momento vuestra palabra le agradará más todavía; ¿no oís que os habla desde el cielo: «Oh, tú, bella entre las mujeres, hazme oír tu voz»? Si le hacéis oír vuestra voz, os mostrará nuestra salvación. ¿No es esta salvación lo que buscabais, lo que pedíais con gemidos y suspiros, orando día y noche? ¿Sois Vos aquella a quien la salvación ha sido prometida o debemos esperar a otra? [22]. Sí, Vos


sois la mujer prometida, esperada, deseada, de quien el santo patriarca Jacob, cercana ya su muerte, esperaba la vida eterna, y decía: «Espero tu salvación, Señor» (Gen 49,18). Es en Vos en quien y por quien Dios, nuestro Rey, ha decretado, antes de los siglos, obrar la salvación sobre nuestra tierra. ¿Por qué esperar de otra mujer lo que os es ofrecido a Vos? ¿Por qué esperar de ella lo que vamos a ver cumplirse por Vos, cuando deis vuestro consentimiento y pronunciéis una palabra? Responded presto al ángel, o, mejor dicho, por el ángel al Señor. Responded una palabra y recibiréis la Palabra, proferid vuestra palabra y concebiréis la divina Palabra, emitid una palabra pasajera y recibid la Palabra eterna. ¿Por qué tardar, y por qué temer? Creed, confiad, ¡recibid! Que vuestra humildad se haga audaz, y vuestro pudor confiante. Sin duda la sencillez virginal no debe hacer olvidar la prudencia, pero es aquí, Virgen prudente, el único momento en el que no debéis temer la presunción: si el pudor os mandaba el silencio, el amor os obliga a hablar. Bienaventurada Virgen, abrid vuestro corazón a la fe, y vuestros labios a la aceptación, y vuestras entrañas al Creador. El deseo de todas las naciones llama a vuestra puerta. Que se sopesen bien estas palabras: «Abrid vuestro corazón a la fe», etc. Se encuentra aquí el pensamiento profundo de San Agustín: la Virgen concibió por la fe antes de concebir en sus entrañas. Pero el pensamiento progresa. Encuentra un complemento, un desarrollo en esta idea: la Palabra divina espera la palabra de la Virgen para ser concebida en la humanidad. Aquí hay mucho más que un juego de palabras. Es inútil insistir sobre la solemnidad de esta espera del «Hágase» liberador, que desean todos los seres. María mediadora y sus prerrogativas Mis amados hermanos, un hombre y una mujer nos han dañado grandemente, pero, gracias a Dios, hay también un hombre y una mujer que han restaurado todo, y con una gran sobreabundancia de gracia. No fue, en efecto, el don redentor como había sido la falta (Rom 5,15), sino que sobreabunda por sus efectos bienhechores al daño causado por ella. Así, Dios, el muy hábil y muy misericordioso artista, no acabó de romper la vasija resquebrajada, sino que la ha modelado de nuevo de


forma más perfecta: por nosotros, ha sacado un nuevo Adán del antiguo, y ha transformado a Eva en María. Sin duda Cristo nos era suficiente porque, todavía, todo lo que podemos en el orden de la salvación viene de Él; pero no era bueno para nosotros que el hombre estuviese solo. Había una gran conveniencia en que los dos sexos tomasen parte en nuestra redención, como lo habían tomado en nuestra caída. Ciertamente, el hombre, es decir, Cristo Jesús, es el mediador plenamente fiel y todopoderoso entre Dios y los hombres (I Tim 2,5), pero su majestad divina les llena a los hombres de un temor reverencial. En Él la Humanidad parece absorbida por la divinidad, no porque haya una mutación sustancial, sino porque todos sus actos son divinos. No se canta sólo la misericordia de Cristo, sino también sus juicios (Ps 100,1), pues si Él aprendió, al sufrir, la compasión que le hace misericordioso (Hebr 2,17), no deja de ser nuestro juez. En fin, nuestro Dios es un fuego que devora (Hebr 12,29); ¿cómo el pecador no temerá perecer al aproximarse a Dios, igual que la cera se derrite, en presencia del fuego? Por eso no debe verse el papel de la mujer bendita entre todas las mujeres como un estar de más; Ella tiene su lugar preciso en esta reconciliación, porque tenemos necesidad de un mediador para ir a Cristo mediador. He aquí una afirmación famosa, que será muchas veces repetida. Hay que reconocer que no se puede presentar como un principio, y que necesita ser explicada. El mismo San Bernardo la ha aclarado de una forma muy equilibrada: es el pecador el que siente la necesidad de recurrir a una intercesión misericordiosa que no le juzgue. En la Virgen, dirá en seguida, «no tenéis absolutamente nada que temer», mientras que en Cristo se da también el juicio. Es necesario precisar que es en un sentido completamente diferente en el que Jesús y María son «mediadores». En sentido verdadero, Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres (I Tim 2,5), ya que sólo Él es a la vez Dios y hombre. María no será «mediadora» más que a la manera de una simple criatura, una de entre nosotros; pero que, siendo la Madre de Cristo y la Nueva Eva junto al Nuevo Adán, le está muy especialmente


unida. Ella no se interpone entre nosotros y Él, no impide las relaciones directas entre Él y nosotros, pero nos introduce junto a Él como no podíamos hacerlo por nuestros medios. Necesitamos –dice San Bernardo– de un mediador para ir a Cristo mediador, y nosotros no podemos encontrarlo mejor que María. Eva ha sido mediadora, pero qué cruel, porque por ella la antigua serpiente pudo inocular su dañoso veneno en el hombre; María es también mediadora, pero fiel, porque Ella da el antídoto de la salvación, tanto al hombre como a la mujer. Eva fue cooperadora de la seducción; María, de la propiciación. La primera nos ha sugerido la prevaricación, la segunda nos ha ofrecido la redención. ¿Por qué la fragilidad humana recela aproximarse a María? No hay nada duro en Ella, nada temible; es toda suavidad, ofreciendo a todos leche y lana. Recorred atentamente el Evangelio entero, y si encontráis en María algo de dureza, o el más ligero signo de impaciencia, consiento que desconfiéis de su mirada y temáis acercaros a Ella. Pero si, como sucederá, comprobáis que todos sus actos están llenos de bondad y de gracia, de mansedumbre y de misericordia, dad las gracias a Aquél cuya providencia muy dulce y muy misericordiosa os ha dado esta mediadora, en quien no tenéis absolutamente nada que temer. Ella se ha hecho toda para todos (I Cor 9,22), y en su inmensa caridad se ha constituido en la deudora de sabios e ignorantes (Rom 1,14). Ella abre a todos el seno de la misericordia, para que todos reciban de su plenitud: redención el cautivo; curación el enfermo; consuelo el afligido; perdón el pecador; gracia el justo; alegría el ángel; y la Trinidad entera, la gloria, y el Hijo, una carne humana, de modo que nadie se sustraiga a su calor (Ps 18,7). En cuanto al sufrir de la Virgen, que hace, si os acordáis, la doceava estrella de su diadema, lo encontramos afirmado tanto en la profecía de Simeón como en la historia de la Pasión del Señor: «Este Niño está en el mundo, dijo el santo anciano al hablar de Jesús, para ser signo de la contradicción». Y, dirigiéndose a María, añadió: «A ti misma, una espada atravesará tu alma» (Lc 2,34-35). ¡Oh Bienaventurada Madre, la espada ha traspasado bien vuestra alma! ¿Cómo habría podido, sin atravesarla, penetrar en la carne de vuestro Hijo? En efecto, después que vuestro Jesús (que nos pertenece a todos, pero a Vos especialmente)


hubo dado el último suspiro, la lanza cruel que, sin respeto por su Cuerpo en adelante insensible, le abrió el costado, no pudo alcanzar su cuerpo sino después de atravesar vuestra alma. Su alma no estaba ya en su Cuerpo, pero la vuestra sí. La agudeza del dolor ha traspasado vuestra alma, y por eso debemos proclamar que Vos sois más que mártir, ya que en Vos la compasión del corazón superó tan fuertemente a la pasión del cuerpo. ¿Acaso no fue más penetrante que una espada aquella palabra que taladró vuestra alma y llegó a dividirla del espíritu: «Mujer, he aquí a tu hijo» (Io 19,26)? ¡Qué cambio! Juan os es dado en lugar de Jesús, el servidor en lugar del Señor, el discípulo en lugar del maestro, el hijo de Zebedeo en lugar del Hijo de Dios, un simple hombre en lugar del verdadero Dios. ¿Cómo esta palabra no hubo de traspasar vuestra alma amantísima, cuando su solo recuerdo rompe nuestros corazones, que son, sin embargo, de piedra y de hierro? No os extrañéis, hermanos míos, si se dice que María sufrió el martirio en su alma. Para extrañarse sería preciso olvidar que San Pablo contó entre los más grandes pecados cometidos por los gentiles la falta de afecto (Rom 1,31). ¡Lejos de las entrañas de María una tal falta! Que esté también lejos de sus humildes servidores. Pero alguien dirá tal vez: ¿No sabía Ella que Jesús debía morir? Sin ninguna duda. ¿No esperaba verle resucitar pronto? Lo esperaba firmemente. ¿Y a pesar de esto sufrió al verle crucificado? Muy vivamente. ¿Quién eres, pues, hermano mío, y de dónde te viene esta sabiduría que te sorprende más ver a María condolerse que al Hijo de María padecer? La muerte ha podido herir al Hijo en su cuerpo, ¿y no habría podido alcanzar a María en su corazón? Fue tal su amor, el que le hizo soportar la muerte del Hijo, que nadie ha tenido jamás uno más grande (Io 15,13); fue tal su amor, el que hizo sufrir la muerte en el corazón de la Madre, que no habrá otro semejante. Y ahora, Madre de misericordia, por la compasión de vuestra alma purísima, que tenéis a la luna postrada a vuestros pies, os invoco, con piadosas súplicas, como mediadora después del Sol de justicia, y que en vuestra luz vea la luz de este Sol (Ps 35,10), que merezca por vuestra intercesión obtener la gracia del Sol que os ha amado verdaderamente por encima de toda creatura, que os ha ataviado con un vestido de gloria


(Ecl 15,5), y que ha puesto sobre vuestra frente una corona de belleza (Ps 20,4). Vos sois llena de gracia, inundada del rocío del cielo (Cant 5,2), protegida por vuestro bienamado, colmada de delicias (Cant 8,5). Alimentad hoy a vuestros pobres servidores, oh Nuestra Señora, y que los cachorrillos puedan al menos comer las migajas (Mt 15,27); y de vuestro vaso desbordante no deis sólo de beber al servidor de Abraham, sino abrevad también a los camellos (Gen 24,15-20), pues sois verdaderamente la novia elegida desde antes de todo tiempo y destinada al Hijo del Altísimo, que es, por encima de todas las cosas, Dios, bendito eternamente (Rom 9,5). Así sea. María, mediadora. «El acueducto» También, «santificado sea», Señor, «tu nombre», que os pone ya en algún modo presente entre nosotros (Dt 28,10), este nombre que, invocado por nosotros, os hace habitar por la fe en nuestros corazones (Efes 3,17). Pero que «venga a nosotros tu reino», y que la perfección suceda al esbozo imperfecto (I Cor 13,10). El Apóstol nos dice: «Vosotros tenéis por fruto la santificación, y por fin, la vida eterna» (Rom 6,22). La vida eterna es la fuente inagotable que riega la superficie entera del paraíso. Más aún, es la fuente embriagadora, la fuente que adorna los jardines, el agua viva cuyas corrientes impetuosas se precipitan desde el Líbano (Cant 4,15) e inundan de un río de alegría la ciudad de Dios (Ps 45,5). Pero ¿quién es esta fuente de vida, sino Cristo Nuestro Señor? «Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces también os manifestaréis glorificados con Él» (Col 3,4). Sin duda, la plenitud, por así decirlo, se anonada a sí misma para llegar a ser nuestra justicia, nuestra santificación, nuestro perdón, no apareciendo todavía como la vida, la gloria y la beatitud. Las aguas de esta fuente han llegado hasta nosotros en las plazas públicas, por más que el extranjero no pueda beber (Prov 5,16-17). Este hilo de agua celestial ha descendido a nosotros por un acueducto, que no nos distribuye todo el agua de la fuente, sino que hace caer la gracia gota a gota sobre nuestros corazones desecados, a unos más y a otros menos. El acueducto mismo está lleno, de suerte que todos reciben de su plenitud, sin recibir la plenitud que contiene.


Ya habéis adivinado, si no me equivoco, quién es este acueducto que, recibiendo la plenitud de la fuente que brota del corazón del Padre, nos distribuye en seguida lo que podemos recibir. Sabéis, en efecto, a quién se dirigían estas palabras: «Salve, llena de gracia». ¿Pero no es sorprendente que se haya podido hacer un acueducto así, cuyo extremo deba no sólo alcanzar el cielo como la escala que vio el profeta Jacob (Gen 28,12), sino penetrar hasta llegar a la fuente de aguas vivas que brota de lo más alto de los cielos? Salomón mismo se asombraba y preguntaba como en último extremo: «¿Quién encontrará a la mujer fuerte?» (Prov 31,10). Y si la gracia quedó tan largo tiempo sin llegar al género humano, es que no había aún, para traerla, este acueducto deseable de que hablamos. Pero no os asombréis que se la haya esperado tan largo tiempo; recordad cuántos años, Noé, este hombre justo, tardó en construir el arca que debía servir sólo para salvar un pequeño número de almas, ocho solamente, y por muy poco tiempo. Pero ¿cómo nuestro acueducto puede alcanzar una fuente que brota tan alto? ¿No puede hacerlo sólo por el ardor del deseo, el fervor de la devoción y la pureza de la oración? Porque está escrito: «La oración del justo penetra en los cielos» (Ecl 35,21). ¿Y quién es justo, sino María? ¿De quién ha nacido para nosotros el Sol de justicia? ¿O cómo ha podido alcanzar esta inaccesible majestad, sino llamando, pidiendo y buscando? (Lc 9,9). Finalmente, Ella ha encontrado lo que buscaba, ya que le fue dicho: «Has hallado gracia delante de Dios» (Lc 1,30). María es llena de gracia, y ha encontrado un aumento de gracia. Ella ha encontrado la gracia que buscaba, pues una plenitud personal no le basta, y no puede contentarse con gozar sola de su bien, sino que, siguiendo lo que está escrito: «El que me beba tendrá todavía sed» (Ecl 24,29), Ella ha pedido una sobreabundancia de gracia para la salvación del mundo entero.


Ricardo y Adam de San Víctor

Todos los centros espirituales del siglo XII fueron también centros de devoción mariana. Uno de ellos merece especial atención, porque fue de los más notables de vida intelectual y mística: la abadía de San Víctor, en París, ilustrada por Hugo y Ricardo y por el poeta Adam de San Víctor. Ricardo, de una generación más joven que Hugo, murió hacia 1173; Adam, en 1177. La gran fórmula de Ricardo de San Víctor es: María ha llegado a ser Madre de Dios para la misericordia. La razón de ser de María es este bien. Tal vez este sentido de la misericordia es la característica de la devoción mariana en este siglo XII, que está bañado de lágrimas. Es una de sus semejanzas con el medio bizantino. Pero también se le parece en que es captado por la belleza de María. En este tiempo, Pedro de Celles escribía: Creo que brota de la mirada de María un resplandor de la divinidad escondida en Ella, y de sus labios, como un hálito divino. Ricardo de San Víctor une esta contemplación de la misericordia y de la integridad radiante: La integridad de María Es una gran cosa para los demás santos no poder ser vencidos por los pecados; la maravilla que se ve en la gloriosa Virgen es el no poder ni siquiera ser atacada por ellos. En los otros santos está prescrito no dejar al pecado dominar en su cuerpo mortal; sólo a la Virgen le ha sido dado singularmente el que el pecado no habite en su carne. Que ya no reine el pecado en nuestro cuerpo mortal, escribe el Apóstol a los romanos (Rom 6,12). ¿Lo veis?, ordena que el pecado no reine. ¿Ordena también


que no habite? Escuchad lo que dice más tarde: Si yo hago el mal, no queriéndolo, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí (Rom 7,20). La exterminación total del pecado que se ha hecho en la Bienaventurada Virgen María, la esperan los otros santos, pero para los tiempos que vendrán; no en este cuerpo mortal, sino en el cuerpo revestido de inmortalidad. Lo totalmente admirable en la gloriosa Virgen es el don singular del que no participa ningún otro santo, y es que haya podido encontrarse a la vez en Ella tanto de corruptible con tanto de incorruptible: corruptibilidad en las cosas que corresponden a la pena, e incorruptibilidad en las que se refienen a la falta. Salve Mater Salvatoris Esta célebre oración fue obra de Adam de San Víctor, y es aún cantada en París en la Misa de la Asunción. Es una lástima tener que traducir esta poesía rítmica, musical y rimada. Salve, oh Madre del Salvador. Vaso de elección, vaso de honor, vaso de gracia del cielo. Vaso predestinado eternamente, vaso insigne, vaso cuidadosamente labrado por la mano de la Sabiduría. Salve, Madre sagrada del Verbo, flor nacida entre las espinas, flor sin espinas; flor que es la gloria del zarzal. Nosotros somos el zarzal; nosotros estamos desgarrados por las espinas del pecado; pero Vos no habéis conocido espinas. Puerta cerrada, fuente de los jardines, tesoro de los perfumes, tesoro de los aromas. Vos superáis en suave olor a la rama del cinamomo, a la mirra, al incienso y al bálsamo. Salve, gloria de las vírgenes, Mediadora de los hombres, Madre de la Salvación.


Mirto de templanza, rosa de paciencia, nardo fragante. Valle de humildad, tierra respetada por el arado y abundante en cosechas. Cristo, la flor de los campos, el bello lirio de las cañadas, ha nacido de Vos. Paraíso celeste, cedro no tocado por el hierro y que esparce su dulce hálito. En Vos está la plenitud del esplendor y de la belleza, de la dulzura y del perfume. Trono de Salomón, que por su arte y material no es comparable con ningún otro. En este trono, el marfil con su blancura representa el misterio de la castidad, y el oro con su resplandor significa la caridad. Vuestra gloria es sólo vuestra, y Vos moráis sin igual en la tierra y en el palacio del cielo. Gloria del género humano, Vos tenéis los mejores dones de todas las virtudes. El sol brilla más que la luna, y la luna más que las estrellas: así María brilla entre todas las criaturas. La luz sin eclipse, esto es la castidad de la Virgen; el fuego que jamás se apaga, esto es su caridad inmortal. Salve, Madre de la misericordia, y augusta morada de la Trinidad. Pues a la majestad del Verbo encarnado, Vos habéis ofrecido un santuario. Oh María, estrella del mar, con vuestra dignidad suprema domináis todos los órdenes de la jerarquía celeste.


En vuestro elevado trono del cielo, recomendadnos a vuestro Hijo; obtened que las fuerzas y los engaños de nuestros enemigos no triunfen sobre nuestra debilidad. En la lucha que sostenemos, defendednos con vuestro apoyo; que la violencia de nuestro enemigo, lleno de audacia y de engaño, ceda ante vuestra fuerza soberana, y su astucia, ante vuestra previsión. Jesús, cetro del Padre soberano, guardad a los servidores de vuestra Madre; desligad a los pecadores, salvadles por vuestra gracia, e imprimid en nosotros vuestra claridad gloriosa. Amén.


Felipe de Buena Esperanza y el bienaventurado Hermann-José

Premonstre es otra gran familia espiritual del siglo XII. La fundó San Nicolás el año 1121, y en ella se honró mucho a la Virgen. Uno de los principales maestros, Felipe de Harvengt, apodado «el capellán», abad de Buena Esperanza, en Hainaut, que murió en el año 1183, enunció este principio: El Amor –el que manifiesta el Creador– configura con la amada al que la ama. Un comentario del Cántico contiene una bella doctrina de la maternidad de María para con nosotros, sin que ose aún dar a María el nombre de Madre: Es de la Virgen de quien dependen la carne de Cristo, su Pasión, el madero de la Cruz, la abolición de nuestras faltas, la victoria sobre las tinieblas, nuestra constancia en la virtud, y nuestra confianza en las recompensas futuras. Atribuye a María estas palabras que Ella nos dirige: Cuando por una especie de dar a luz, os hago salir de las tinieblas de la ignorancia, cuando a fuerza de celo y de sufrimiento, os introduzco en la luz de la verdad y de la ciencia, cuando, con una solicitud afectuosa, os hago comprender las leyes de la perfección, ¿no os formo en mis entrañas, o mejor aún, en mis costumbres, a la manera de una madre? Por otra parte, es a uno de entre vosotros a quien el Esposo dijo: He aquí a tu madre. De San Juan, extiende la Maternidad de María a todos los Apóstoles, de una manera más eminente que a los simples fieles: Su ejemplo y su doctrina les han servido, pues gracias a Ella el buen orden de la vida se ha mantenido en la disciplina de las costumbres... Es al cuidado de Juan al que es confiada la Virgen María, pero no se


excluye el cuidado de los otros. Una razón muy clara de concretar el misterio lo hace atribuir especialmente a uno de los Apóstoles, pero esto indica que es necesario extenderlo a todos. No es Juan solamente quien recibe a la Virgen y la rodea de veneración, no es sólo a Juan a quien la Virgen abraza con todo el afecto de su devota solicitud. Ella les ama a todos; Ella desea en su corazón el ser útil a todos, darles una doctrina de primer orden y que todos puedan poner en práctica. Nadie ha seguido a la Virgen más familiarmente, nadie ha recibido sin intermediario un conocimiento más completo de Cristo, que los apóstoles que han vencido con Ella antes y después de la Pasión de Cristo y han oído de Ella con frecuencia el misterio de la Encarnación del Verbo. Hacia la misma época, en la región de Colonia, en la abadía de Steinfeld, la orden de Premonstre tuvo a una de las almas que más ha amado y alabado a María, al bienaventurado Hermann. Nació hacia el año 1152, y murió aproximadamente en el 1233; su vida fue una familiaridad continua con la Santísima Virgen, a quien saludaba con el nombre de Rosa, que se le aparecía, venía en su ayuda y conversaba con él [23]. Compuso numerosas salutaciones a María, entre otros un poema latino de ochenta estrofas, de las que destacaremos éstas: Yo querría sentirte: hazme conocer tu presencia. Atiéndeme, dulce Reina del cielo; todo yo me ofrezco a ti. Alégrate, Tú, la misma belleza. Yo te digo: Rosa, Rosa. Eres bella, eres totalmente bella, y amas más que nadie. Alégrate, gozo de mi corazón, Esposa de Dios: haz que en tu Corazón se recoja lo que se brota de mi corazón; y escucha mi voz.


Alégrate, porque tu voz nos alimenta. «Aproximaos todos a Mí, gustad y saboread, vosotros que tenéis sed de Mí». Alégrate, pura doncella, sierva del Señor; el desgraciado no tiene ya qué temer, está seguro bajo tu manto, que es el refugio de los débiles. Alégrate, mi bienamada, bella, delicada y suave, mi amor; esperanza en la desgracia, nadie es como Tú, nadie te iguala, Tú eres la más bella. Alégrate, Rosa de amor, y de admirable suavidad. Es necesario retenerte de todo corazón, y no dejarte partir nunca.


Capítulo octavo: El siglo XIII En el siglo XII ya existían los grandes textos de la liturgia mariana. Pero es en el siglo XIII y en los siguientes cuando una devoción y una frescura de imaginación admirables se vuelcan en una gran cantidad de himnos, de salutaciones y de textos, que parecen, cada vez más, cánticos populares. Es necesario que aquí figuren algunas de esas obras, que se cuentan entre las más encantadoras de la literatura en honor de la Virgen María. Pero su sonoridad, su ritmo, sus juegos de palabras y las melodías que a menudo las acompañan, constituyen casi todo su encanto. Por eso, al traducir estas obras, pierden mucho, pero, sin embargo, dejan todavía entrever algo de la piedad que las inspiró.


Omni Die

Se ha atribuido este fragmento a San Anselmo; pero lo único seguro que se puede afirmar es que data del siglo XII. Di todos los días, alma mía, alabanzas a la Virgen; honra sus fiestas y sus acciones maravillosas. Contempla y admira su grandeza, cuenta la felicidad de la Madre, di la felicidad de la Virgen. Hónrala, para que te libere de la carga de los pecados; clámale a Ella por temor de que te arrastre la tempestad de los vicios. El hombre ha recibido una sentencia rigurosa a causa de Eva, y por María encuentra el camino que conduce a la patria. María, atended con clemencia a los que veis que os alaban constantemente; purificad a los culpables y hacedlos dignos de los bienes celestiales. Tallo de Jessé, esperanza y refugio del alma angustiada, gloria del mundo, luz del abismo, santuario del Señor. Joya deslumbrante, rosa naciente, lirio de castidad que conducís a los puros hacia la dicha del cielo. Totalmente bella, sin vestigio de mancha, haced que, casto y alegre, os alabe cada día. Que yo viva la pureza y la modestia, que sea amable, sobrio, piadoso, recto, sereno y pacífico. Que sea instruido y conocedor de las enseñanzas divinas, lleno de temor de Dios y adornado de santas virtudes.


Virgen santa, contemplad cuĂĄntas tentaciones experimentamos constantemente; sostenednos para que resistamos con fuerza. Sed la que guĂ­a y socorre al pueblo cristiano; concedednos la paz, por temor a que las pruebas del tiempo nos perturben.


Ave Regina Caelorum

Esta salutación puede ser de San Bernardo: Salve, Reina de los cielos; salve, Señora de los ángeles; salve, raíz; salve, puerta por donde la luz ha aparecido en el mundo; salve, Virgen gloriosa, que sobrepasáis a todas las otras en belleza; yo os saludo, ¡oh enteramente bella! Y rezad a Cristo por nosotros.


Salve Mater Misericordiae

Salve, María, Madre de misericordia, Madre de Dios y Madre del perdón, Madre de la esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa alegría. Es un estribillo que se contesta después de cada una de las estrofas siguientes: Salve, María, honor del género humano; salve, Virgen más digna que ninguna, que sobrepasáis a todas y estáis en lo más alto de los cielos. Salve, María, dichosa Virgen Madre, pues se encerró en vuestro seno el que reside a la derecha del Padre y gobierna el cielo, la tierra y los aires. María, el Padre no engendrado os ha creado, el Unigénito os ha preservado, el Espíritu Santo os ha fecundado, y todo de un modo plenamente divino. María: Sed, Madre, nuestro consuelo; sed, Virgen, nuestra alegría, y conducidnos finalmente, después de este destierro, llenos de alegría, a la corte celestial.


El Rosario

Hemos oído al bienaventurado Hermann José dar a María el nombre de Rosa. Heredaba una piadosa costumbre anterior a él; la rosa es símbolo de alegría, y apareció como un equivalente del saludo de Gabriel. Cuando se coronaba la imagen con una corona de rosas o cuando se repetían las Avemarías (a las que se unía desde el siglo XI el saludo de Isabel), la intención era idéntica. Los que no sabían recitar los ciento cincuenta salmos del oficio canónico, los sustituían por ciento cincuenta Avemarías, acompañadas de genuflexiones, y para contarlas se servían de granos enhebrados por decenas o de nudos hechos en una cuerda. En cuanto al hecho de celebrar por grupos de Avemarías los diferentes misterios de la Virgen, lo hemos visto ya en el himno Acatistos. Los elementos que constituyen el Rosario debió sintetizarlos Santo Domingo (muerto en 1221) de una forma aún muy flexible; el Rosario de Santo Domingo era, según parece, una predicación popular; el Santo relataba los misterios evangélicos y hacía recitar Avemarías a sus oyentes. En el siglo XV, Alain de la Roche, en Flandes; Jaime Sprenger y Félix Fabri, en Colonia, dominicos los tres, y basándose en Santo Domingo, dieron al Rosario su forma actual, aunque los quince misterios que se contemplan hoy en día, recitando las quince decenas de Avemarías, no se fijaron hasta el siglo XVI. Pero lo esencial de la devoción era muy anterior, como lo demuestran varios testimonios, especialmente un manuscrito de 1328, obra de un dominico de Soisons, que contiene un poema dirigido a María, titulado el Rosarius. En el siglo XV es cuando al saludo angélico (completado, como acabamos de decir, con el de Isabel) se añade la fórmula: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Fórmula de siempre, pero que es lógico que nazca en esta época en donde se tenía tan dolorosamente vivo el sentido del pecado, y en donde se temía


tanto la muerte. Se pide por el instante presente y el de la muerte, los dos momentos decisivos que tienen valor de eternidad.


El milagro de Teófilo

Oraciones litúrgicas o privadas, actos de devoción, leyendas, conversaciones con María, apariciones o palabras de esta Madre que es amada con un corazón de niño, componen la atmósfera mariana en los últimos siglos de la Edad Media. Por todo esto, los textos abundan, unos más bellos y conmovedores que otros. Aquí nos limitaremos, en cuanto a los milagros, al más célebre, el que el arte ha representado sobre los tímpanos de las catedrales. La leyenda se remonta, según parece, al siglo VI, que es también el tiempo del hecho que expone. El tesorero de una iglesia de Cilicia, Teófilo, no habiendo sido llamado al episcopado, como él esperaba, vendió su alma al diablo por despecho y ambición, e hizo un contrato escrito que el demonio se llevó. Atormentado por los remordimientos, recurrió a María. Su oración fue atendida. La Madre compasiva arrancó al demonio el pergamino y lo depositó sobre el pecho del penitente durante su sueño. La Edad Media hermoseó este relato con mil rasgos [24]. Gonzalo de Berceo recogió en sus versos esta leyenda.


Gonzalo de Berceo

Hacia el 1198 nació Gonzalo de Berceo, en la Rioja, y murió alrededor del 1274. Es el primer gran poeta castellano. En su obra se unen la sencillez de los juglares y todas las características del mester de clerecía. Su obra, bien conocida de todos, encierra una maravillosa ingenuidad y amor a la Virgen. Berceo explica cómo Teófilo: Desamparó su casa e cuanto que tenía, non dijo a ninguno lo que facer quería, fue para la iglesia del logar do vivía, plorando de los ojos cuanto más se podía. Echóseli a pietes a la Sancta Regina, que es de pecadores consejo e madrina. «Señora, dixo, valas a la mi alma mezquina, a la tu merced vengo buscarli medicina. »Señora, tú que eres puerta de paraíso, en qui el Rey de gloria tantas bondades miso, torna en mí, Señora, el tu precioso viso, caso sobreyament del mercado repiso (arrepentido). »Torna contra mí, Madre, la tu cara preciosa, faceslo con derecho si me eres sañosa; non vaya más a mal que es ida la cosa; torna sobre Teófilo, Regina gloriosa». Cuarenta días estovo en esta contención, sufría días e noches fiera tribulación, de al no li membraba si desto solo non: clamar a la Gloriosa de firme corazón.


Plogo al Rey del cielo al cuarenteno día, contendiendo Teófilo en su tesorería (tesonería, porfía); apareciól de noche Sancta Virgo María, díjoli fuertes vierbos com qui fellonía. Díjoli: «¿En qué andas, omne de auce dura (mala ventura)? sobre hielo escribes, contiendes en locura, farta so de tu pleito, dasme gran amargura, eres muy porfidioso, enójasme sin mesura. »Faces peticiones locas e sin color, a nos has denegado, busqueste otro señor, don renegado malo de Judas muy peor, non sé por ti qui quiera rogar al Criador. »Yo vergüenza habría al mi fijo rogar, non sería osada la razón empezar. El que tú deneguesti e busquesti pesar non nos querrá oír nin a ti perdonar». «Madre, dijo Teófilo, por Dios e caridat, non cates al mi mérito cata a tu bondat de cuanto que tú dices todo dices verdat, caso sucio e falso, lleno de malveztat. »Repiso so, Señora, válame penitencia, ésa salva las almas, tal es nuestra creencia, ésa salvó a Pedro que fizo grant fallencia (caída), e lavó a Longino de muy grant violencia». Calló elli con tanto, fabló Sancta María, dijo: «Traes, Teófilo, revuelta pleitesía. Bien lievé la mi fonta (vergüenza), bien la perdonaría, mas a lo de mi fijo bien no me trevería. »Manguer que me negueste feciste sucio fecho, quiérote aconsejar de consejo derecho,


torna en el mi fijo ca te tiene despecho, ca se tiene de ti que fue muy maltrecho. »Ruégalo bien de firme con muy grant femencia, deniega al diablo, confirma tu creencia. Mucho es piadoso, es de grant conoscencia, él mata, él vivifica, ca es de tal potencia». »Madre, dijo Teófilo, siempre seas laudada, pascua fue e grande cuando tú fuiste fraguada, mucho es la mi alma con esto confortada, trae la tu palabra medicina probada. »Yo no lo osaría al tu fijo rogar, por mi ventura mala busquéli grant pesar, pero fío e nello como debo fiar, e quiero mi creencia a ti la demostrar. »Creo que es un Dios e que es Trinidat, Trinidat en personas, una la deidat; non ha en las personas nulla diversidat, Patre, Fijo, Spíritu uno son te verdat. »Creo que Jesucristo en la encarnación, que nasció de ti, Madre, por nuestra redemption; predicó el Evangeli, después tomó pasión, en el día tercero fizo resurrectión. »Creo bien firmemente la su ascensión, creo la postremera regeneración. Cuando buenos e malos recibirán gualardón, que envió la gracia de la consolación. »Madre, todo lo creo, so ende bien certano, cuanto que Cristo manda creer a su cristiano; mas so en gran verguenza, en miedo sobejano, ca fuí, mi Señora, contra él muy villano.


»Si bien ha de seer o me quieres prestar, tú te has en este pleito, Madre, a trabajar: otro procurador non me mandes buscar, ca porque lo buscase no lo podría fallar. »Tú eres para todo, gracias al Criador, por rogar a tu Padre, tu Fijo, tu Señor. Que quiera que quieras o hobieres saber, todo lo fará allí de muy buen amor. »Señora benedicta, Reina principal, aun en tu osanza te quiero decir al: si non cobro la carta que fice por mi mal, contaré que non so quito (libre) de mal dogal». Dijo Sancta María: «Don sucio, don maliello, la carta que feciste con el tu mal cabdiello, después la selleste de tu proprio seello, en infierno yace dentro en un reconciello. »Non quería el mi fijo por la tu pleitesía descender al infierno, tomar tal romería, ca es logar fediondo, fedionda cofradía; sólo en sometérselo sería grant osadía». «Señora benedicta entre todas mujeres, bien lo querrá tu fijo lo que tú bien quisieres; todo te lo dará lo que tú li pidieres, a mí verná la carta si tú sabor obieres». Dijo Sancta María buen confuerto (lo que conforta) probado: «Finca en paz, Teófilo, véote bien lazrado. Iré yo, si podiero, recabdar el mandado; Dios lo mande que sea aína recapdado». La Madre benedicta, esta razón tractada, quitóseli de ojos, non podió veer nada;


pero la voluntat teníala confortada, ca es el solaz suyo medicina probada. Si ante fue Teófilo de grant devoción, mucho fue después ende de mayor compunción. Tres días e tres noches estovo en oración, nin comió nin bebió nin salió de lectión. Mucho lazró Teófilo en este triduano, yaciendo en la tierra, orando muy cutiano; nunca en tantos días lazró más nul cristiano, en cabo su lacerío non li cayó en vano. La Reina de gloria Madre Sancta María visitólo de cabo en el tercero día; trájoli saludes nuevas de alegría cuales querría todo omne que yace enfermería. «Sepas, dijol, Teófilo, que las tus oraciones, los tus gemidos grandes, las tus aflictiones, levadas son al cielo con grandes procesiones, leváronlas los ángeles cantando dulces sones. »Es de la tu facienda el mi fijo pagado, el tuerto que toviste haslo bien enmendado; si bien perseverares como has empezado, tu pleito bien es puesto e muy bien recabdado». «Madre, dijo Teófilo, de Dios nuestro Señor, por ti me viene esto, bien so ende sabidor; quitas del mal judicio un onme pecador, que yazría en infierno como Judas el traidor. »Pero con todo esto que tú has recabdado, aun no me seguro nin bien so pagado, fasta que vea la carta e cobre el dictado, la que fiz cuando hobi al tu Fijo negado.


»Madre, si yo hobiese la cartiella cobrada, et dentro de un fuego la vidiese quemada, si quier luego muriese yo non daría nada; ca mal está, Señora, mi alma encerrada. »Madre, bien sé que eres deste pleito enojada, mas si tú me falleces non me tengo a nada. Señora, tú que esta cosa has empezada, fesme render la carta, será bien acabada». «Non ficará por eso, dijo la Gloriosa, non finque por tan poco empezada la cosa». Quitóseli delante la Reina preciosa, fue a buscar esta carta de guisa presurosa. Alegróse Teófilo que yacía quebrantado, non era mirabilla ca era muy lazrado; tornó en su estudio el que había usado. Nunca fue en este mundo confesor más penado. En la noche tercera yacía él dormido, que sufría grant martirio había poco sentido; vínoli la Gloriosa con recapdo cumplido, con su carta en mano, queda, sin todo roído. La esposa de Cristo poncela e parida, echósela de suso, dióli una ferida; recudió don Teófilo, tomó de fuerte a vida, falló en su regazo la carta mal metida. Con esto fué Teófilo guarido e lozano, que vedíe la cartiella tomada a su mano. Allí tovo que era de la fiebre bien sano; apretó bien la carta, cumplió su triduano. El confesor Teófilo hobo grant alegría cuando tovo la carta en su podestadía;


rendió gracias a Dios e a Sancta María, ca ella adobara toda la pleitesía. Otro día mañana que cuntió esta cosa, que trajo la carta la Madre gloriosa, era día domingo, una feria sabrosa en qui la gente cristiana toda anda gradosa. Vino el pueblo todo a la misa oír, tomar pan benedicto, la agua recibir, queríela el obispo de la villa decir, queríela el omne bueno su oficio complir. El confesor Teófilo, un lazrado cristiano, fue para la iglesia con su carta en mano, posóse a los piedes del buen misacantano, confesó su proceso tardío e temprano. Fizo su confesión pura e verdadera, cómo fizo su vida en la edat primera; después cómo envidia lo sacó de carrera, que lo fizo cegar de cegar de estrafia manera. Cómo fue al judío, un trufán renegado, cómo le dio consejo sucio e desaguisado, cómo con el diablo hobo pleito tajado, e cómo fue por carta el pleito confirmado; Cómo por la Gloriosa cobró aquel dictado, el que con su siello hobiera seellado. Non dejó de decir menudo nin granado, que non lo dijo todo por que había pasado. Demostróli la carta que en el puño tenía, en que toda la fuerza del mal pleito yacía, santiguóse el obispo que tal cosa vedía; tanto era grant cosa que abés (apenas) lo creía.


Ite misa est dicha, la misa acabada, era toda la gente por irse saborgada (llena de deleite). Fizo signo el obispo con su mano sagrada, fincó la gente toda como estaba posada. «Oit, dijo, varones, una fiera fazaña, nunca en este mundo la oyestes tamaña. Veredes el diablo que trae mala maña, los que non seli guardan tan mal que los engaña. »Esti nuestro canónigo e nuestro compañero moviólo su locura un falso consejero; fue buscar al diablo sabidor e artero por cobrar un oficio que toviera primero. »Si la Virgo Gloriosa nol hobiese valido, era él acedoso (amargado) duramente torcido; mas la su sancta gracia hábeli acorrido, ha cobrado la carta, si non, sería perdido. »Yo la tengo en el puño, podédesla veer, esto non yace en dubda, debédeslo creer, onde debemos todos a Dios gracias render e a la Sancta Virgo que le quiso valer». Rendieron todos gracias, mujeres e varones, ficieron grandes laudes e grandes procesiones, ploraban de los ojos diciendo bendiciones a la Madre Gloriosa bona todas sazones. El te deum laudamos fue altamente cantado, tibi laus tibi gloria fue ter bien recitado; dicién Salve Regina, cantábanla de grado, e otros cantos dulces de son e de dictado.


Alfonso X el Sabio

Alfonso X el Sabio nació en Toledo, en 1221, y murió en Sevilla, en 1284. Gran conocedor de la ciencia de su tiempo, supo reunir a todos los sabios de su país y constituyó una verdadera academia en la que judíos, mahometanos y cristianos trabajaban unidos, como nos muestran las miniaturas de los códices. Sus Cantigas son una joya de la literatura y del arte mariano. En ellas llama a la Virgen más de siete veces «Madre nuestra» y explica que es Madre «porque nos alimenta, y tiene el cuidado de preservarnos de todo mal». Aquí se ha recogido la Cantiga de mayo, en la que da su alegre bienvenida a este mes mariano. Ben vennas, Mayo, et con alegría; poren roguemos a Santa María que a seu Fillo rogue todavía que él nos guarde d’ err’e de folía. Ben vennas, Mayo, et con alegría... Ben vennas, Mayo, con toda saûde, porque loemos a de gran vertude que a Deus rogue que nos sepr’ aiude contra o dem’e de si nos escude. Ben vennas, Mayo, et con alegría... Ben vennas, Mayo, et con lealdade, por que loemos a de gran bondade que senpre aia de nos pïadade et que non guarde de toda maldade. Ben vennas, Mayo, et con alegría... Ben vennas, Mayo, con muitas requezas; et nos roguemos a que à nobrezas


en si mui grandes, que nos de tristezas guard’e de coitas et ar d’ avolezas. Ben vennas, Mayo, et con alegría... Ben vennas, Mayo, coberto de fruitas; nos roguemos a que senpre duitas sas merçées de fazer en muitas que nos defenda do dem’e sas luitas. Ben vennas, Mayo, et con alegría... Ben vennas, Mayo, con bõos sabores; et nos roguemos et demos loores aa que senpre por nos pecadores rog’a Deus que nos guarde de doores. Ben vennas, Mayo, et con alegría... Ben vennas, Mayo, con vacas et touros; e nos roguemos a que nos tesouros de Iesu-Cristo é, que äos mouros çedo confonda, et brancos et lourós. Ben vennas, Mayo, et con alegría... Ben vennas, Mayo, alegr’e sen sanna; e nos roguemos a quen nos gaanna ben de seu Fillo, que nos dé tamanna força, que sayan os mouros d’ Espanna. Ben vennas, Mayo, et con alegría... Ben vennas, Mayo, con muitos ganados; et nos roguemos á que os pecados faz que nos seian de Deus perdõados, que de seu Fillo nos faça privados. Ben vennas, Mayo, et con alegría...


Ben vennas, Mayo, con bõo verao; et nos roguemos a la Virgen de chao que nos defenda d’ ome mui vilao et d’ atrevud’ de torp’ alvardao. Ben vennas, Mayo, et con alegría... Ben vennas, Mayo, con pan et con vinno; et nos roguemos á que Deus minynno troux’ en seus bracos, que nos dé camynno porque sciamos con ela festinno. Ben vennas, Mayo, et con alegría... Ben vennas, Mayo, mans’e non sannudo; et nos roguemos a que nos’escudo é, que nos guarde de loue’ atrevudo et d’om, enayo et desconnoçudo. Ben vennas, Mayo, et con alegría... Ben vennas, Mayo, alegr’e fremoso; Porend’ a Madre do Rey grorïoso roguemos que nos guarde do noioso om’e de falso et de mentiroso. Ben vennas, Mayo, con bõos maniares; nos roguemos en nosos cantares a Santa Virgen, ant’os seus altares, que nos defenda de grandes pesares. Ben vennas, Mayo, et con alegría... En la Cantiga LX, Alfonso X el Sabio glosa poéticamente la diferencia que existe entre Eva y María: Entre Ave Eva gran departiment’á.


Ca Eva nos tolleu o Parays’ e Deus Ave nos y meteu; porend’, amigos meus, entre Ave Eva gran departiment’á. Eva nos foi deitar do dem’ en sa prijon, et Ave én sacar; et por esta razón, entre Ave Eva gran departiment’á. Eva nos fez perder amor de Deus e ben, e pois Ave aver nol-o fez; o porén, entre Ave Eva gran departiment’á. Eva nos enserrou os çëos sen chave, e María britou as portas per Ave. Entre Ave Eva gran departiment’á.


Guiraut Riquier

En los siglos XII y XIII, el ideal caballeresco y la poesía de la corte confieren matices nuevos a la devoción a la Virgen, a quien se le llama preferentemente Nuestra Señora. El trovador Guiraut Riquier, de Narbona, es el mejor testimonio de esta transposición, que, a la vez, contribuye a purificar el amor humano. Muchas veces pensé en pasados tiempos, en cantar al amor, pero no lo conocía, porque llamaba amor a mi locura; ahora el amor me hace amar a una Dama tal a la que no puedo respetar ni honrar bastante, ni amarla como lo merece. Es de una belleza tan grande que nada puede rebajarla; nada le falta, resplandece noche y día. No estoy celoso del que busca el amor de la que yo amo; por el contrario, me alegro, y cuando alguien no se digna amarla me disgusto hondamente; pues creo con firmeza que de su amor vienen todos los bienes. Ruego a mi Señora que proteja a los enamorados, para que todos vean sus anhelos cumplidos. ...Ni los meses cálidos o fríos, ni la estación templada en la que aparecen las flores, me sirven para cantar el amor perfecto hacia mi Dama de la que yo soy el rendido amante. Pero canto en toda estación, cuando me agrada, porque Ella es la mejor y más graciosa que haya existido jamás, y espero que me hará alegre, aunque no le soy aún del todo sometido, porque todavía pienso en viles acciones. El que quiera el socorro de mi Dama no debe complacerse en el mal; porque Ella ni siquiera lo ha pensado nunca. Y cuando considero su gran bondad, el grande y singular honor que me ha hecho, cuando pienso que me quiere para siervo suyo, tengo que sujetar mi corazón. Tengo que sujetarlo para que mi voluntad loca no me haga cometer yerro contra la Hermosa que quiero; porque me consideraré colmado de riquezas si Ella me ama... Todo hombre que obtiene el amor de mi Dama aprende de Ella a conducirse con cortesía y sinceridad. Que mi


Señora ruegue a Aquél a quien rezan todos los perfectos amantes, para que haga de mí también un amante perfecto.


Las dos Matildes y santa Gertrudis

Se diría que la conversación de los hijos de Dios con María es constante en los últimos siglos de la Edad Media. En Sajonia, en el monasterio benedictino de Helfta, Matilde de Magdeburgo (1207-1282), santa Matilde de Hackeborn (1241-1298) y santa Gertrudis (1256-1301) explican los favores divinos de los que son objeto, la primera en La luz de la Divinidad, la segunda en El Libro de la Gracia especial, y la última en el Heraldo del Amor divino. Estas grandes privilegiadas del Sagrado Corazón tienen gran familiaridad con María, de la cual han escrito mucho. Matilde de Magdeburgo merecería ser célebre entre los cristianos, no sólo porque es el origen de todo el gran movimiento místico alemán, desarrollado por Eckard, Tauler y Suso, sino también por la belleza y profundidad de su doctrina. Matilde de Magdeburgo une la mirada mística con una imaginación tierna y pintoresca. Por ejemplo, ella ve a María elegida desde el comienzo, y pone en su boca estas palabras: Cuando la alegría de nuestro Padre fue turbada por la caída de Adán y dio lugar a su ira, la sabiduría eterna de Dios Todopoderoso detuvo por mí este enfado en el mismo momento inicial. El Padre me eligió a fin de tener a alguien a quien amar, puesto que su esposa amada, la noble alma, estaba muerta. El Hijo me eligió para Madre y el Espíritu Santo me aceptó para Esposa. Es muy sugerente observar, según señala madame Ancelet-Hustache, que esa intuición de una especie de eternidad mística de María, debería haber hecho a Matilde afirmar la verdad de la Inmaculada Concepción; pero no se atrevió, porque se lo impedía la enseñanza de San Bernardo y de los grandes doctores contemporáneos. Se tiene un confuso texto de Matilde en donde se contradicen el arranque de su amor y el deseo de seguir la opinión de los doctores, porque ella, humilde monja, temía equivocarse. Además Matilde de Magdeburgo se representa las escenas evangélicas con tanta vivacidad como el autor franciscano de las Meditaciones sobre la


vida de Cristo, del cual daremos dentro de poco algunas páginas. Ella imagina a María en su soledad, ocupada en rezar en estos términos, cuando el ángel le sorprende: Señor Dios, me regocijo pensando que debéis venir de una forma tan noble que una virgen sea vuestra Madre; Señor, quiero serviros con mi pureza y con todo lo que he recibido de Vos. Imaginación verosímil, ya que María estaba prevenida por la profecía del Emmanuel, de la que el ángel tomará las palabras, como hemos hecho notar. ¿No parece un cuadro renano o flamenco? Pero estamos en el siglo XIII. Como sucede en la mayor parte de los casos, la expresión literaria del sentimiento religioso se adelanta mucho a la representación en cuadros. El ángel Gabriel descendió en medio de una luz celeste. La luz envolvió a la Virgen, y el ángel tenía un vestido tan luminoso que no puedo compararlo con nada de la tierra. Cuando Ella vio la luz de los ojos de su cuerpo, se levantó y se atemorizó. Cuando miró al ángel, reconoció en su faz el reflejo de su pureza. Es sobre todo por ese rasgo admirable, por lo que pienso que es un deber el citar este texto. Es seguramente una de las páginas más puras que la Anunciación ha inspirado al alma cristiana. Ella estaba de pie, en una actitud llena de modestia, escuchando y atendiendo con todos sus sentidos. Entonces el ángel la saludó y le anunció la voluntad de Dios; sus palabras agradaron al corazón de la Virgen, llenaron sus sentidos y abrazaron su alma; sin embargo, su pudor virginal y su amor a Dios, la impulsaron a pedir una explicación. Cuando fue instruida, abrió su corazón con entera buena voluntad, y después se arrodilló y dijo: «Yo soy la esclava de Dios: que se cumplan tus palabras». Entonces la Trinidad entera con el poder de la Divinidad, la buena voluntad de la Humanidad y la nobleza del Espíritu Santo penetró en su cuerpo virginal.


Esta insistencia en contemplar a María en sus relaciones con las tres Personas divinas dio lugar a una devoción nueva, que se manifiesta en el libro de la otra Matilde. Es la devoción de las tres Avemarías que los capuchinos propagaron desde el siglo XVII. Así dice Matilde de Mackeborn en su Libro de la Gracia especial: Las tres Avemarías Mientras que ella rogaba a la gloriosa Virgen María que se dignase asistirla con su presencia en su última hora, la Virgen María respondió: «Yo te lo prometo; pero tú recita cada día tres Avemarías. La primera la dirigirás a Dios Padre, que, en su soberano poder, ha exaltado mi alma dándome un honor en el cielo y en la tierra, sólo inferior a Él, y tú le pedirás que yo esté presente en la hora de tu muerte para reconfortarte y alejar de ti todo poder adverso. »Por la segunda te dirigirás al Hijo de Dios, quien, en su insondable sabiduría, me ha dotado de una tal plenitud de ciencia y de inteligencia que gozo un conocimiento de la Santísima Trinidad, superior al de todos los demás santos. Le pedirás también que, por esta claridad que hace de mí un sol lo bastante radiante para iluminar el cielo entero, yo llene tu alma, en la hora de tu muerte, de las luces de la fe y de la ciencia, y que seas protegida de toda ignorancia y error. »Por la tercera te dirigirás al Espíritu Santo, que me ha inundado de su amor, para darme una abundancia tal de dulzura y de ternura que sólo Dios posee más que yo; y le pedirás que yo esté presente en la hora de tu muerte, para derramar en tu alma la suavidad del Amor divino. Así podrás triunfar sobre los dolores y la amargura de la muerte, hasta el punto de verlos cambiar en dulzura y gozo». Jesús y la devoción a María En el Heraldo del Amor divino, de Santa Gertrudis, se equilibran admirablemente la devoción a María y la que se debe a Jesús: Ella (Santa Gertrudis) tenía la costumbre, que existe de un modo natural entre los que se aman, de llevar a su Bienamado todo lo que le


parecía bello y agradable. También, cuando oía leer o cantar en honor de la bienaventurada Virgen y de los demás santos, palabras que aumentaban su afecto, era al Rey de los reyes, su Señor elegido entre todos y únicamente amado, al que dirigía los impulsos de su corazón más bien que hacia los santos de los cuales entonces hacía memoria. Sucedió, en la solemnidad de la Anunciación, que el predicador exaltó a la Reina del cielo y no mencionó la Encarnación del Verbo, obra de nuestra salvación. Santa Gertrudis sintió pena y al pasar, después del sermón, delante del altar de la Madre de Dios, no experimentó, al saludarla, la ternura dulce y profunda de siempre, sino que su amor se manifestó con más fuerza hacia Jesús, el fruto bendito del seno de la Virgen. Como temía haberse atraído la desgracia de una tan poderosa Reina, el Consolador, lleno de bondad, disipó dulcemente su inquietud y le dijo: No temas, mi bienamada, pues le es muy agradable a la Madre que al cantar sus alabanzas y su gloria, tú dirijas hacia mí tu atención. Sin embargo, puesto que tu conciencia te lo reprocha, cuando pases delante del altar, cuida el saludar devotamente la imagen de mi Madre Inmaculada. Ella le contestó: Oh mi Señor y único bien, jamás mi alma podrá consentir abandonar al que es mi salvación y mi vida para dirigir a otra parte sus afectos y su respeto. El Señor le dijo con ternura: Oh mi bienamada, sigue mi consejo; y cada vez que te haya parecido que me abandonabas para saludar a mi Madre, te recompensaré como si hubieses cumplido un acto de esa alta perfección por la cual un corazón fiel no duda en abandonarme, a Mí, que soy el Todopoderoso, a fin de glorificarme más. El lirio blanco de la trinidad ...Al día siguiente, a la hora de la oración, se le apareció la Virgen María bajo la forma de un lirio magnífico deslumbrante de blancura. Este lirio estaba compuesto de tres hojas, de las cuales, una, recta, se elevaba en medio y las otras dos estaban inclinadas a cada lado. Con esta visión comprendió que la bienaventurada Madre de Dios era llamada con todo derecho Lirio blanco de la Trinidad, pues Ella ha participado más que cualquier otra criatura en las virtudes divinas, y no las han manchado jamás con la menor mota del polvo de pecado. La hoja de enmedio representaba la omnipotencia del Padre, y las dos hojas inclinadas


figuraban la sabiduría del Hijo y la bondad del Espíritu Santo, virtudes que la bienaventurada Virgen poseía en grado eminente. La Madre de misericordia le dijo, además, que aquel que la proclamara «Lirio blanco de la Trinidad, Rosa resplandeciente que embellece el cielo», sentiría el poder que la omnipotencia del Padre le ha comunicado como Madre de Dios, admiraría la misericordia que la sabiduría del Hijo le ha inspirado para la salvación de los hombres, y contemplaría la ardiente caridad que el Espíritu Santo había encendido en su corazón. «Y al que me llame así –añadió la bienaventurada Virgen– en la hora de su muerte, yo me mostraré en el resplandor de una belleza tan grande, que mi vista le consolará y le comunicará las alegrías celestiales». Desde este día, Santa Gertrudis decidió saludar a la Virgen María, en las imágenes que la representaban, con estas palabras: «Salve, oh blanco lirio de la Trinidad resplandeciente y siempre serena. Salve, oh Rosa de belleza celestial. Vos sois de quien el Rey de los cielos ha querido nacer; de vuestra leche ha querido ser alimentado. Dignaos también alimentar nuestras almas con divinas bondades».


San Alberto Magno

Estamos en este ambiente, y por eso se puede decir que sobre estas experiencias han trabajado los grandes doctores medievales. Les son deudores y, a la vez, contribuyen ellos mismos. Cuando se habla de la devoción medieval a María, de ordinario sólo se piensa en formas conmovedoras que han cuajado en efusiones de toda clase, y en leyendas; se olvida que sus dos representantes más eminentes son Santo Tomás de Aquino y Dante. En las grandes épocas hay una continuidad perfecta entre las diversas formas de la devoción mariana. No sólo se unen, sino que se confunden unas formas con otras. Por eso el escolástico San Alberto Magno (1206-1280) es, muy probablemente, el autor de una homilía que termina con esta página tan emotiva: El deseo de ver a María Ah, ¡qué bella y graciosa estáis en medio de vuestros encantos! ¿No es delicioso ver y cumplir lo que es tan agradable de decir y meditar? Yo no hablo al corazón frío y desdeñoso, sino al corazón piadoso. Pensad, os ruego, en esto: una joven, Virgen y Madre a la vez, tenía en su seno virginal a su propio Hijo, y sabía que era Dios y hombre; y Él, con sus tiernas manos, abrazaba el pecho sagrado de la Virgen, y ella con sus bienaventurados brazos envolvía el pequeño cuerpo de su Hijo; Él, bebiendo, levantaba los ojos con bondad hacia el rostro de su madre, y Ella, inclinando su santa cabeza, miraba con devoción a los ojos de su Hijo. Pero todo esto es bien poca cosa sin el misterio de su intimidad. En todo lo que acabamos de decir, ¿cuáles serían los pensamientos de los corazones de la Madre y del Hijo?: Teniendo a su pequeño, Ella meditaba cómo lo había tenido, de dónde le había venido, y todo lo que había visto y oído por el ministerio de los ángeles, de Isabel, de los pastores, de los Magos, y todo ello le llevaba a meditar sobre lo que debía sucederle en el mundo a este pequeño; y Él, por su parte, acostado


sobre el seno de la humilde joven, a quien sus propios vecinos no se habían preocupado de reconocer, pensaba de qué modo la propondría a los hombres y a los ángeles y la haría invocar por todos como el abogado de los suyos: y mientras bebía de su seno, decidía ya, secretamente, la redención del mundo... Ella lleva un fruto que sobrepasa toda dulzura. Todo lo que está en María, todo lo que viene de María es dulzura. Dulce es el espíritu de María, como Ella misma lo atestigua [25]. Mi espíritu es dulce (Eccli 24,27). Dulce es María, que puso en el mundo un hijo tan dulce, del cual Ella misma dijo: Mi bienamado, es todo deseable (Cant 5,6). Dulces son los pensamientos de María, de quien San Jerónimo dijo en un sermón: «La gracia del Espíritu Santo la había colmado plenamente. El divino Amor la había inflamado por completo, tanto que no había en Ella nada que estuviese atado al mundo, sino que todo era fuego continuo y embriaguez de un amor desbordante» (Epist 9, PL 30,136). Dulce era la palabra de María, como así lo atestigua su Esposo: «Miel destilan tus labios, miel y leche están en tu boca» (Cant 4,11). Dulce fue la entrada de María en este mundo, puesto que fue preservada de toda mancha de pecado. Dulce fue su vida, pues fue preservada de toda caída en el pecado actual. De esto San Agustín da testimonio: «Cuando se trata de los pecados no quiero hacer mención de Ella». Dulce fue la partida de María, ya que fue preservada de las amarguras de la muerte, a la que todos estamos entregados, según el testimonio de la Iglesia: «La Santa Madre de Dios sufrió la muerte temporal, pero no pudo ser retenida en los lazos de la muerte». Dulce es el nombre de María, que por todas partes promueve la devoción a la Iglesia de los fieles. Decidme, os lo ruego, de dónde vienen esos suspiros, y el murmullo, y la postración de la muchedumbre piadosa con la Iglesia, cuando un clérigo pronuncia el nombre de María. Ella es como un dátil lleno de dulzura, y es dulce en nosotros. También la Iglesia canta: Oh dulce María (Antífona Salve regina). Dulce es la imagen de María, que los artistas hacen, con tanto esplendor, tanto celo y tanta dulzura, con preferencia sobre las imágenes de los otros santos, y que los fieles veneran con tanta alegría, antes que a cualquier otra. ¿No veis que las iglesias están llenas de la imagen de María? Esto es


señal evidente de que todo corazón debe estar lleno de su memoria. He aquí los dulces frutos de la palmera. He aquí estos dátiles que María ha derramado sobre la tierra de los mortales. ¿De qué calidad serán los que distribuye a los ciudadanos de allá arriba en la patria de los vivos? Allí la veremos, no en su imagen de oro o de marfil, sino cara a cara, en su cuerpo santísimo. Allí veremos su rostro con nuestros ojos, que hemos deseado ver, llorando, por tan largo tiempo aquí abajo. Allí nos sentaremos cerca de nuestra Madre, de la que ahora estamos tan alejados. Allí podremos hablar no de Ella, sino con Ella. Allí no abandonaremos ya nunca su gloriosa presencia. Oh, ¿cuándo llegará eso? ¿Pensáis que la veremos? ¿Pensáis que perseveraremos? ¿Pensáis, Madre de Misericordia, que esté escrito en alguna parte en el libro de vuestro Hijo que debamos veros así con Él? Que esperándolo, os lo ruego, «vuestras lágrimas nos sean el pan y el día y la noche» (Ps 41,4) hasta que nos sea dicho: ¡Hijo, he aquí a tu Madre! ¡Niños, he aquí a vuestro Hermano!...


Santo Tomás de Aquino

El más grande teólogo que ha aparecido desde San Agustín ha hablado con frecuencia de la Virgen María porque ha considerado el orden de las realidades sobrenaturales. Es probablemente el autor de un Comentario de la salutación angélica que figura entre sus obras. Pero, sobre todo, es necesario atribuirle los principios de la teología mariana, que ha aclarado con una precisión y una amplitud admirables. Así, por ejemplo: Cristo es el principio de la gracia: por la divinidad, como verdadero autor; por la humanidad, como instrumento. Y así se lee en San Juan: «La gracia y la verdad vinieron por Jesucristo». Pues bien, la bienaventurada Virgen María estuvo cercanísima a Cristo según la humanidad, puesto que de ella recibió Cristo la naturaleza humana, y así debió obtener de Él una plenitud de gracia superior a la de los demás. Dios da a cada uno la gracia según la misión para que es elegido. Y porque Cristo, en cuanto hombre, fue predestinado y elegido «para ser Hijo de Dios, poderoso para santificar», tuvo como propia suya tal plenitud de gracia, que redundase en todos, según lo que San Juan dice: «De su plenitud todos nosotros recibimos». Mas la bienaventurada Virgen María tuvo tanta plenitud de gracia, porque ella estuvo lo más cerca posible al autor de la gracia, hasta recibir en sí al que está lleno de gracia, y, dándole a luz, comunicara, en cierto modo, la gracia a todos. Todas las palabras de este texto tan denso deberían ser consideradas. En este párrafo se ve el gran principio de la proximidad del autor de la gracia, que Santo Tomás pone en relación con el de la predestinación eterna de María. Se ve la colaboración de María en la obra redentora y su mediación en la distribución de gracias, presentada con la atenuación «en cierto modo», para marcar claramente la distancia que hay de Cristo a María, pues Él nos merece la gracia en estricta justicia; Ella, según una «conveniencia».


Dante

De Santo Tomás pasamos inmediatamente a Dante, porque el poeta de la Divina Comedia es como la segunda cima, de igual altitud y de parecida estructura, en ese conjunto de altas cumbres de la Edad Media. Pero es una cima iluminada de otro modo: en Dante la teología se hace canto. Todo su poema asciende hacia la contemplación de Dios. El Amor que mueve el día y las estrellas. Es María quien obtendrá al poeta el favor de esta contemplación. La evoca desde el segundo tercio del Paraíso, en el canto XXIII. Nos elevamos hacia el noveno cielo y, de repente, desciende de este cielo una llama en forma de círculo que gira alrededor de la Virgen todavía invisible; es el arcángel Gabriel; en seguida los ángeles, «la multitud de esplendores», aclaman a su Reina, gozosos de pronunciar el nombre de María. La llama sube a lo más alto de los cielos, después de Cristo. Y como un niño que tiende los brazos hacia su madre, después de alimentarse con su leche, por el afecto que se manifiesta así hacia el exterior, cada uno de aquellos resplandores tendió hacia arriba con su llama, de modo que se me hizo patente el alto amor que tenían a María. Después permanecieron ante mí cantando Regina Coeli tan dulcemente que nunca he olvidado aquel placer. Al término de su ascensión, el poeta recibe por guía a San Bernardo, que le dice: Mira los círculos hasta lo más remoto, hasta que veas el trono de la Reina, de la cual este reino es súbdito piadoso. Él alza la mirada y ve:


Y en aquel centro vi más de mil ángeles, con las alas desplegadas, que la festejaban, cada uno distinto en su fulgor y su actitud. Y vi ante sus juegos y ante sus cantos sonreír a una belleza que infundía el gozo en la mirada de los demás santos, y aunque yo tuviese para escribir tanta aptitud para imaginar, no me atrevería a expresar lo más mínimo de sus delicias. Bernardo, cuando vio mis ojos fijos y atentos en la que era el objeto de su amor, volvió sus ojos con tanto afecto hacia ellos, que los míos, al volver a mirar, sintieron más ardor. Después esta intuición admirable de la antigua tradición que oponía a las dos Evas, ahora las dos en la gloria: La llaga que María cerró y curó, la abrió aquella mujer tan hermosa que está a sus pies. Y Bernardo muestra a partir de Eva todo el paraíso como una inmensa rosa en cuyo centro está María. Luego le dice al poeta: Contempla ahora el rostro que a Cristo se parece más, que sólo su claridad te puede disponer para ver a Cristo. Vi llover sobre Ella tanta alegría, llevada por las almas santas creadas para volar a aquella altura, que nada de lo que había visto antes me extasió con tanta admiración ni mostró con Dios tanta semejanza. Y aquel ángel que primero descendió cantando Ave María, gratia plena, extendió ante ella sus alas. Respondió al divino por todas partes la bienaventurada corte, de modo que todas las almas parecieron más radiantes. Bernardo muestra a Dante algunos santos: Mira, frente a Pedro, a Ana, que está sentada, tan dichosa de contemplar a su hija, que no aparta la vista de ella para cantar el hosanna.


Para obtener ver a Dios es necesaria la intercesión de María. Así, Bernardo le ruega por su protegido. Es, sin duda alguna, el fragmento más sublime de toda la poesía en honor a la Virgen: Virgen madre, hija de tu Hijo, la más humilde y elevada de todas las criaturas, término fijo de la eterna voluntad, tú eres quien ennobleciste la naturaleza humana, de modo que su hacedor no desdeñó convertirse en su hechura. En tu vientre se encendió el amor, por cuyo calor, en la eterna paz, germinó esta flor. Aquí eres, entre nosotros, meridiana luz de caridad, y allá abajo, entre los mortales, fuente viva de esperanza. Mujer, eres tan grande y tanto vales, que quien desea una gracia y no recurre a ti, quiere que su deseo vuele sin alas. Tu benignidad no sólo socorre a quien pide, sino que muchas veces libremente se anticipa a la petición. En ti la misericordia, la piedad, la magnificencia, se reúnen con toda la bondad que se pueda encontrar en la criatura. Cuando Bernardo ha hecho su petición: Los ojos amados y venerados por Dios, fijos en el que oraba, mostraron cuán gratos le son los piadosos ruegos; y después se enderezaron a la eterna luz. Y Dante siente que su propia mirada se vuelve cada vez más pura, y el poema se resuelve en un éxtasis de luz.


San Buenaventura

Los franciscanos han desarrollado un papel decisivo en el desarrollo de la doctrina y de la devoción marianas. Sus maestros más eminentes, Alejandro de Hales, San Buenaventura y Duns Escoto, se encuentran entre los principales teólogos de la Virgen; Duns Escoto es el primero de los grandes doctores que ha sostenido la Inmaculada Concepción [26]. Pero la nota más sobresaliente en la predicación de los franciscanos es que es popular, devota, y sin duda se debe a esta característica su importancia doctrinal en todo lo que concierne a María. La devoción afectiva es tan acusada en San Buenaventura (1221-1274), que se le han atribuido muchos sermones en donde se difundía esta devoción. Hay en la literatura piadosa un ciclo buenaventuriano, del mismo modo que ha habido uno de San Anselmo y otro de San Bernardo. Y siempre en el mismo sentido, y siempre a favor de un conocimiento más cordial de María. María en el Calvario No se debe de ninguna manera dudar que la bienaventurada Madre y Virgen María, con un corazón fuerte y con la más constante determinación, quería dar a su Hijo, para la salvación del género humano, y así la Madre estuvo conforme en todo con el Padre. Por eso, lo que es más necesario alabar y venerar de Ella es que haya aceptado que su único Hijo fuese sacrificado para la salvación de los hombres. Y, sin embargo, esto le dolía de tal modo que hubiera tomado de buena gana sobre sí todos los tormentos que su Hijo sufría, si esto hubiera sido posible. Verdaderamente, Ella fue fuerte y tierna, dulce y firme a la vez, olvidada de sí misma y generosa con nosotros. A Ella es a quien conviene amar y reverenciar por encima de todas las cosas, después de la Trinidad Suprema y de su Niño Santísimo, Nuestro Señor Jesucristo, cuyo misterio divino ninguna boca puede expresar.


Jacopone da Todi La línea franciscana alcanza su más admirable cima con Jacopone da Todi (1228-1306). «Jacopone», que quiere decir «ese grueso Jaime», «ese despreciable Jaime», loco de amor por Cristo, es, por este amor, uno de los más admirables poetas del cristianismo. ¿Es el autor del Stabat? Dom Wilmart lo niega y ninguna autoridad me impresiona tanto. Sea lo que fuere, el acento no difiere apenas entre el Stabat y las piezas más bellas que se juzgan auténticas, sobre todo el Pianto della Madona [27]. Como Romanos, que debería ser su compañero inseparable en el afecto de los cristianos, Jacopone hace vibrar todas las notas de la ternura cuando habla de María. El «Stabat» La madre piadosa estaba junto a la Cruz y lloraba, mientras el Hijo pendía. Cuya alma triste y llorosa, traspasada y dolorosa, fiero cuchillo tenía. Oh, cuán triste y afligida se vio la Madre escogida, de tantos tormentos llena. Cuando triste contemplaba y dolorosa miraba del Hijo amado la pena. Y ¿cuál hombre no llorara y a la Madre contemplara de Cristo en tanto dolor?


Y ¿quién no se entristeciera, piadosa Madre, si os viera sujeta a tanto rigor? Por los pecados del mundo vio Jesús en tan profundo tormento la dulce Madre; Y muriendo al Hijo amado, que rindió, desamparado, el espíritu a su Padre. Oh Madre, fuente de amor, hazme sentir tu dolor para que llore contigo. Y que por mi Cristo amado, mi corazón abrasado más viva en él que conmigo. Y porque a amarte me anime en mi corazón imprime las llagas que tuvo en sí. Y de tu Hijo, Señora, divide conmigo ahora las que padeció por mí. Hazme contigo llorar y de veras lastimar de su pena mientras vivo. Porque acompañar deseo en la Cruz, donde le veo tu corazón compasivo. Virgen de vírgenes santas, llore yo con ansias tantas


que el llanto dulce me sea. Porque tu pasión y muerte tenga en mi alma de suerte que siempre sus penas vea. Haz que su Cruz me enamore; y que en ella viva y more, de mi fe y amor indicio. Porque me inflame y encienda y contigo me defienda en el día del juicio. Haz que me ampare la muerte de Cristo, cuando en tan fuerte trance vida y alma estén. Porque cuando quede en calma el cuerpo, vaya mi alma a su eterna gloria. Amén.


NOTAS [1] El autor sigue la línea de los que opinan que, de haber estado en el nacimiento de San Juan, el evangelista lo hubiese constatado al narrar este hecho a continuación. Otros autores mantienen la postura opuesta y dicen que San Lucas, al señalar que la Virgen permaneció tres meses más con Santa Isabel, parece confirmar que esperó hasta el nacimiento de Juan. El que no se mencione este hecho en el texto que continúa es debido a que son dos escenas completas en sí mismas (N. del T.). [2] El texto evangélico que aquí comenta el autor es la traducción de San Jerónimo, que tradujo εως οευ por donec, hasta. Con mayor propiedad la Biblia de Jerusalén dice en su versión: «Y sin haberla conocido, dio ella a luz un hijo», que indica mejor el dogma de la virginidad de la Madre de Dios antes, en y después del parto (N. del T.). [3] Este pasaje de Régamey hay que entenderlo en su pleno sentido, y quizá se puedan aclarar brevemente algunas ideas del texto. La escena de las bodas de Caná tiene una gran importancia en lo que se refiere a la Virgen, porque en la mente de San Juan es un pasaje en donde las figuras principales son Jesús y la Virgen: el fin de la escena es la gloria de Jesús (2,11), y el instrumento, su Madre. San Juan recalca la importancia de la Virgen en el pasaje hablando tres veces de la «Madre de Jesús», mientras que en el resto del Evangelio no volverá a hablar de la Virgen hasta la Pasión (19,26-27). Estos dos hechos narrados por San Juan no sólo sirven para saber que Jesús al hablar de «su hora» se refiere a la Pasión, sino que dan mucha luz sobre las relaciones soteriológicas, salvadoras, que hay entre Jesús y la Virgen, y sobre la Maternidad de María y su mediación. Ahora bien, respecto a Cristo, San Juan muestra un plan teológico en su libro y por tanto señala que el fin del milagro es manifestar su gloria (2,11), y por tanto la escena está dentro de la unidad salvadora de Cristo. Es Jesús


el que decide, de modo que quizá se tendría que mitigar la frase de Régamey cuando dice que «al pedir este milagro, consuma Ella misma la separación», sin que esto reste importancia a la intervención de María. Además quizá habría que matizarla para expresar –como hará el mismo Régamey a continuación– la importancia de la Virgen durante la vida pública del Señor, que San Juan sugiere de un modo tan delicado al mencionarla al comienzo y al final de este período de la vida de Jesús (N. del T.). [Volver]

[4] Indudablemente el autor, como ha dicho al comienzo del libro, hace sólo unos breves comentarios a los textos mariológicos más importantes. Este texto del Protoevangelio tiene un gran valor por ser Dios quien habla –no uno de sus profetas–, por tratar de la función de María en la redención del género humano y por referirse a todos los hombres, no sólo al pueblo elegido. Está además íntimamente vinculado al dogma de la Inmaculada Concepción, como confirmó de un modo explícito el Papa Pío IX en la bula Ineffabilis Deus, en donde quedó definido este dogma de fe el 8-XII-1854 (N. del T.). [Volver]

[5] El texto de Jessé es el siguiente: «Brotará una vara de la raíz de Jessé, y una flor retoñará de sus raíces. Y el Espíritu del Señor reposará sobre él». Y señala a continuación las características del reino mesiánico. El pasaje significa explícitamente que el Mesías surgirá de la estirpe de Jessé y de un modo implícito, según la mayoría de los Padres de la Iglesia, de la Virgen María. Esta interpretación ha quedado recogida innumerables veces en la iconografía mariana. También son profecías marianas directas, aunque aquí no se hayan recogido, el texto de Miqueas (5,2-3) que dice: «Y tú, Belén Efrata, pequeña entre las ciudades de Judá: de ti surgirá el que será dominador en Israel, cuyos orígenes serán de antiguo, desde los días de la eternidad. Por eso el castigo de Israel durará hasta el tiempo en el que la que deberá dar a luz, dará a luz».


Y el pasaje de Jeremías (31,22) en el que se dice: «Porque el Señor ha creado una cosa nueva sobre la tierra: una mujer circundará a un varón», insistiendo en la idea vetero-testamentaria de la virgen madre del Mesías (N. del T.). [Volver]

[6] Por muchas razones internas la exégesis mariológica actual reafirma la opinión de que es éste un importante pasaje mariano. Además, desde antiguo se ha considerado así. Este pasaje cobra un sentido muy profundo al compararlo con la escena del pecado original y la promesa de salvación (N. del T.). [7] El autor alude aquí a otro texto de S. Ireneo. Es el siguiente: «Y si la primera Eva desobedeció a Dios, la segunda, en cambio, consintió en obedecer a Dios, a fin de que la Virgen María pudiera ser abogada de la virgen Eva» (5,19,1) (N. del T.). [8] Alusión a Gal 2,20: «Y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí». [9] Feulle Mercenier recompuso el texto de este papiro (Manchester, pap. ryl. 470) del siguiente modo: «Sub praesidium misericordiarum tuarum confugimus, o Dei genitrix, nostras deprecationes ne despicias in necessitatibus, sed a periculis salva nos, o (tu) quae sola (es) benedicta». Esta recomposición es la que sigue Régamey (N. del T.). [10] San Ambrosio es uno de los primeros en protestar contra un sentimiento demasiado humano del dolor de María. Dice: «Leo que Ella estaba de pie, no leo que Ella llorase». [11] San Agustín no tenía una visión plenamente desarrollada de la maternidad divina. Pero el sentido de este pasaje es muy preciso. María tuvo, como todos los hombres, necesidad de ser redimida y engendrada a la gracia por su Hijo. Su privilegio de la Concepción Inmaculada es un efecto anticipado de la Cruz. Ella es dos veces «hija de su Hijo», como criatura y como inmaculada.


[12] El texto del Concilio de Efeso dice así: «...Pues Jesucristo no nació en primer lugar como hombre corriente y después descendió sobre él el Verbo, sino que se afirma que el Verbo obtuvo la generación carnal del mismo vientre, hecho una sola cosa, es decir, teniendo por propia la generación de su propia carne... Así (los Santos Padres) se atrevieron a llamar Madre de Dios a la santa Virgen (...). »Si alguno no confiesa que Dios es en verdad el Emmanuel, y que, por causa de esto, la santa Virgen es Madre de Dios, pues engendró en lo referente a la carne al que era Verbo de Dios, sea anatema» (N. del T.). [Volver]

[13] Se notará que la iglesia estaba dedicada a la Madre de Dios antes de que se celebrase el Concilio. [14] En un códice de la Biblioteca del Escorial, cuya data es de finales del siglo XII o comienzos del XIII, se encuentra un poema que recoge la vida de Santa María Egipcíaca. Este fragmento trata de la oración a la Virgen: Tornó la cara on sedia, vio huna ymagen de Santa María. La ymagen bien figurada en su mesura taiada; María, quando la vio, leuantósse en pie; ant ella se paró. Los ynogos ant ella fincó; tan con uerguença la cató. A tan piadosamente la reclamó, e dixo: ¡Ay, duenya, dulçe madre, que en el tu vientre touiste al tu padre. Sant Gabriel te aduxo el mandado, e tul respondiste con gran recabdo; tan bueno fue aqueil día, que él dixo: Aue María, en ti puso Dios ssu amança, llena fuste de la su graçia. En ti puso humanidat


el Fidel Rey de la magestat. Lo que él dixo tú lo otorgueste, e por su ançilla te llameste; por esso eres del çiello reyna, tú seyas oy de mi melezina. A mis llagas, que son mortales, non quiero otros melezinables. En ti fijo metre mi creyença, tornarme quiero a penitençia. Tornar-me quiero al mio Senyor, a tu metre por fiador, en toda mi vida lo seruiré, iamás del non me partiré; entiéndeme duenya esto que yo te fablo que me parto del diablo, e de sus companyías; que no lo sierua en los míos días. E dexaré aquesta vida, que mucho la e mantenida; e ssiempre auré repitençia, mas faré graue penitençia. Creyó bien en mi creyençia que Dios fue en tu nasçençia; en ti priso humanidat, tú non perdiste virginidat. Grant marauilla fue del padre que su fija fizo madre; e fue marauillosa cosa que de la espina sallió la rosa. Ét de la rosa ssallió friçió, porque todo el mundo saluó. Virgo, reyna, creyo por ti que si al tu fijo rogares por mí, si tú pides aqueste don, bien ssé que hauré perdón. Si tú con tu fijo me apagas, bien sanaré de aquestas plagas.


Virgo, por quien tantas marauillas sson, acába-me este perdón. Virgo, en pos partum virgo, acábame amor del tu fijo. Este importante poema de la literatura castellana medieval pone de manifiesto una gran confianza y devoción a la Madre de Dios (N. del T.). [Volver]

[15] Alusión a la victoria sobre los Persas, adoradores del fuego. No es por casualidad por lo que esta denominación se le conceda a la Virgen a propósito de la adoración de los Magos. [16] Alusión al cierre de la Academia de Atenas por Justiniano y a la prohibición de enseñar la filosofía pagana. [17] El autor recoge íntegramente este poema que se compone de dieciocho cantos. Aquí se han tomado únicamente ocho, pues parece suficiente para hacerse una idea. Éstos son los mejores y en ellos no es necesario matizar y explicar los excesos en que cae involuntariamente Romano en este poema (N. del T.). (*) Alusión al Salmo 62,16. [18] Según recientes investigaciones del códice Augiensis 55, es quizá más seguro atribuirlo a Hermán Contracto (N. del T.). [19] Es el tema del Omni die, que se recoge más adelante. [20] Ramón Llul, el gran poeta que escribió su obra en provenzal y en catalán (1233-1315), dice en su Arbre de Sciència: «Cuando Dios creó el mundo, el mundo le preguntó: ¿Por qué me has creado? Y Dios le respondió explicándole que le había creado para hacer de él un hijo que fuese hermano del Hijo de Dios, y una mujer que fuese Madre del Hijo de Dios. Entonces el mundo sonrió y se alegró, y dijo que era para él un gran honor que una parte fuese Dios y otra parte fuese su Madre. Y le dijo que no tenía temor de desesperación ni lo tendría nunca».


Ramón Llul tiene un gran poema mariano titulado Plant de Nostra Dona Santa María (N. del T.). [Volver]

[21] Se han reducido los numerosos textos que recoge Régamey en su libro, pues el lector puede encontrarlos en La Virgen Madre, Rialp, Madrid, 1957, pp. 30-57, 104-126 y 195-209 (N. del T.). [22] Reminiscencia del mensaje de San Juan Bautista a Cristo: Mt 9,3; Lc 7,19. [23] Régamey cita la historia mística de Hermann, que se omite, porque puede conducir a error si no se comenta críticamente la obra del canónigo premonstratense que la escribió. Cfr. K. Koch-E. Hegel, Die Vita des Prämonstratensers Hermann Joseph von Steinfeld, B. Pieck-Verlag, Colonia, 1958 (N. Del T.). [24] Régamey recoge en su libro el Milagro de Teófilo, de Rutebeuf (12601270), en la versión libre de Cohen de 1933. Al no tener sentido traducir la obra poética de este autor, se ha preferido poner la versión del Milagro de nuestro Gonzalo de Berceo, para, además, incorporar ese gran poeta a este libro. A continuación se ha seleccionado una cantiga de Alfonso X el Sabio, que refleja la alegría y la devoción mariana de este siglo, como explicaba hace poco Régamey. Así, pues, aunque vengan a texto corrido, estos dos autores no están en la edición francesa (N. del T.). [25] Es la sabiduría que habla: porque María es como su personalización humana. [26] Quizá esta afirmación habría que matizarla. En lo que se refiere a Duns Escoto es difícil mantener su explicación del dogma, pues no se contiene en ninguna de las dos obras escritas en las que se refiere a María, el Opus Oxeniense y la Reportatio Parisiensis, mientras que sobre su defensa oral de esta verdad, en la Universidad de París, hay serias dudas históricas. Antes que él, muchos hablaron de esta verdad y la explicaron rectamente. Entre ellos, Eadmero de Cantorbery, Osberto de Calara, Nicolás de Albano,


Roberto Grosseteste, etc. Y unos cincuenta años antes de que Duns Escoto fuese a la Universidad de París, ya se explicaba en esta Universidad la doctrina de la Inmaculada Concepción, sustancialmente igual a como se expuso en la proclamación del dogma por la bula Ineffabilis Deus (N. del T.). [Volver]

[27] El Pianto Della Madonna no se recoge en estas páginas porque, como el autor corrigió en la segunda edición de su libro, es posterior a Jacopone da Todi. La traducción del Stabat que aquí figura es la de Lope de Vega (N. del T.).


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