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Entrevista a Guillermo Fadanelli

UNA CONVERSACIÓN CON GUILLERMO FADANELLI La PENURIA de andar mal vestido

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Guillermo Fadanelli es una de las voces más interesantes de la narrativa reciente, y desde sus primeros libros ha mantenido una perspectiva que rompe y se enfrenta con la corrección política. El enfant terrible que publicó algunos de sus primeros textos en el suplemento Sábado aún se mantiene activo y virulento. Sus obras obligan siempre a tomar partido: se las odia o se las ama. Con ellas no existe el punto medio. La recientísima publicación de su nueva novela, El hombre mal vestido, vuelve a colocarnos ante esta disyuntiva que resulta de su actitud marginal. Por todos estos hechos, era necesario conversar con Fadanelli y, por supuesto, había que adentrarse en algunas de las características que hermanan a su nueva creación con el resto de su obra: la moral, la desesperanza y la resignación. Lee+: Lo que dices me lleva a una serie de preguntas obligadas: ¿La literatura tendría que ser una crítica moral?, ¿su fin es proponer una nueva moral?, ¿en El hombre mal vestido hay una propuesta ética que, me parece, está cerca de Schopenhauer? Guillermo Fadanelli: Schopenhauer es el pesimista por excelencia y su obra abre la posibilidad de que exista un hombre resignado. Esta es una idea que está muy dentro de mí gracias a sus palabras. Yo no creo que tenga la capacidad Lee+: Cuando terminé de leer El hombre mal vestido quedé conpara transformar la realidad; por esta razón busco en mi mismidad, vencido de que tu nueva novela se integra perfectamente a las en mi memoria, y gracias a eso enfrento con resignación la crítica constantes que marcan tu obra. Con ella vuelves a obligar al a mi entorno. lector a que mire a los espacios que se alejan y chocan con la Piénsalo un poco, el mundo apenas se mueve unos centímetros corrección política. cada siglo, pero en nuestro tiempo —debido a la tecnología que Guillermo Fadanelli: Tienes razón, yo estoy totalavanza a pasos gigantescos— pareciera moverse mucho más rápimente convencido de que es necesario mirar al do; sin embargo, la moral permanece casi estática. En realidad, los lado oscuro de la luna y mis novelas buscan asoseres humanos somos simios jugando con artilugios. No usamos la marse a él. Sin embargo, también estoy seguro tecnología para construir conductas que permitan la convivencia, de que no existe un escritor ideal y que yo pues la tecnología nos da prescripciones morales. El instrumento estoy lejos de serlo. es el que nos dicta los caminos y nosotros no somos capaces de En el fondo, todos somos una utilizarlo para buscar una nueva ruta. summa de extravagancias y El epígrafe de mi novela Lodo de alguna manera parecería relocuras que nos permiten sumir mi posición sobre este asunto: “todo escritor, lo que quiere ejercer la rebeldía. El escrihacer en el fondo, es escribir una nueva Biblia”. A pesar de esto, tor tiene que convertirse en lo que yo deseo es escribir desde una mirada marginal, periférica, un ser incómodo, en alguien absolutamente personal. Una mirada que se niegue a las generalique ejerce la crítica con toda zaciones, pues nunca conocemos lo suficiente a la realidad y a las la fuerza y la mordacidad popersonas. Sin embargo, esto no implica que los lectores no puedan sibles. Por eso tenemos que mirar lo encontrar una ética pesimista, una ética de la resignación en mis que otros no miran o no quieren mirar. novelas. El peso de mi resignación es tal, que cuando vuelvo a leer La escritura no te permite hacerte alguna de mis obras, siento que la escribió otra persona. el disimulado y seguir de frente. Lee+: En El hombre mal vestido existe una desesperanza que, tal Por esta razón construyo mis vez, actúa como un bálsamo que sana en la medida en que se niega libros desde el pesimismo y la a buscar ideales; justo como lo hace Esteban Arévalo, su protagorenuncia, desde la necesidad nista. ¿Todos somos ese Esteban? ¿Tú eres ese Esteban? de no conformarme y manGuillermo Fadanelli: Esteban es un hombre que necesita muy tener la curiosidad. Así poco para vivir. Es una suerte de asceta, alguien resignado ante la pues, yo estoy cierto de realidad y, sobre todo, es alguien que desea pasar inadvertido para que las únicas virtudes el resto de la gente. que tiene la literatura En uno de mis libros anteriores escribí un aforismo que sostenía en nuestros días son que el movimiento es el principio del mal. Por lo tanto, cada vez su incomodidad y su que nos movemos para intentar transformar el mundo sólo procapacidad para asovocamos el mal y hacemos daño. Incluso esto es peor si actuamos marse a los munbuscando el éxito, la tiranía sobre los otros o la riqueza. Contra dos que a muchos este mundo se levanta Esteban, él sólo aspira a ser un paseante, obligan a voltear a moverse sin dañar a nadie, a leer algunos libros, a no tener amla cara. biciones con tal de encontrar una felicidad infinitesimal; pero él también es un hombre curioso, alguien capaz de escuchar y observar lo que ocurre a su alrededor aunque carece de esperanza. Vive en nuestra época y, como resultado de su apariencia, se enfrenta a la descortesía, al reino del consumo. Él no vive en la gentileza, en la certeza de que el otro existe. Así pues, el hecho de que Esteban no comparta los ideales del éxito que nos imponen lo convierte en un ser maltratado, en un hombre

Ve la entrevista bueno y que no hace daño pero que es herido en mascultura.mx y en YouTube por los otros. Esto da lugar a un malentendido revistaleemasdegandhi de dimensiones siderales… él siempre será desdeñado por su forma de vestir. +

La pluma, la máquina y la compu

Amí no me da pena asumir que soy misántropo; el exceso de gente me saca de onda y me pone en aprietos. Cuando llego a una reunión con desconocidos, las preguntas de rigor se parecen muchísimo: el “¿a qué te dedicas?” suele provocar las mismas reacciones. Mi interlocutor me cuenta que siempre ha querido escribir un libro, que se le ocurrió una historia buenísima o que —en el peor de los casos— su vida merece la dignidad de un volumen con más de dos pulgadas de lomo. Según él, sus hechos pueden tener más páginas y ser más interesantes que Vida y destino. Es más, no falta el ingeniero que me presume que a nada está de comenzar a escribir una obra maestra (generalmente de superación personal), pero si yo me atrevo a decir que estoy a un pelín de construir un puente del tamaño del Golden Gate me mira requete feo. La razón es obvia: para levantar un animalón de ese pelo se necesita ir a la universidad. En cambio, a escribir a todos nos enseñan en la primaria.

La distancia entre un título universitario y un oficio es notoria. Los que no tienen una licenciatura son peluseables y nadie se detiene a ponerles los puntos sobre las íes. Si delante del médico agachan las orejas y se dejan rajar la panza sin oponer demasiada resistencia, frente al carpintero o el plomero se muestran como verdaderos sabelotodo. Eso mero es lo que nos ocurre a los que contamos historias. Sin embargo, lo que a ellos no les pasa por la cabeza es que, si les dan una garlopa o un soplete, terminarán provocando una desgracia, y exactamente lo mismo sucedería si tuvieran en sus manos una pluma, una máquina de escribir o una compu, y se sentaran a narrar sus ocurrencias. Estas herramientas —por lo menos desde mi punto de vista— requieren un dominio y una manera de pensar distinta. Es más, entre ellas existen nexos y rupturas que revelan distintas formas de enfrentar la creación.

Todo parece indicar que escribir con

un lápiz o una pluma

implica una manera precisa de parir un texto. La lentitud de los trazos permite pensar con calma las palabras que se trazan. Lo que retumba en la cabeza no es rebasado por la velocidad que tienen los dedos que apachurran las teclas. Las correcciones y las tachaduras —al igual que los pegotes en el manuscrito— revelan una gran parsimonia, tiempo que se dilata. Seguramente por esta causa, algunos escritores tienen una relación estrechísima con las mencionadas herramientas. Arnoldo Krauss, por ejemplo, escribe con lápices a los que trata de extenderles la vida lo más posible y, cuando ya tienen unos pocos centímetros de largo, se niega a tirarlos. Ellos permanecen guardados sin importar cómo se hayan portado: con algunos sus “manos trazaron buenas ideas”, mientras que, “con otros, la escritura se atascaba” irremediablemente.

Si bien es cierto que las ansias de conservar los cadáveres de las herramientas no es algo tan inusual como podría parecer, también lo es que esta manera de escribir tiene sus problemas. En una ocasión, Ramón Córdoba me contó que el éxito de su relación con Carlos Fuentes estaba cimentado en una sola cosa: él entendía las letras que Fuentes trazaba con su pluma y, al momento de editarlo, no tenía grandes problemas. Su paleografía era perfecta. Sin embargo, no todos los autores tuvieron esta suerte y jamás se encontraron con los mejores descifradores de sus jeroglíficos. Hasta donde tengo noticia, Vasili Grossman escribía con pluma y esto lo llevó a padecer no pocos entripados. Cuando terminó el manuscrito de Vida y destino se lo entregó a una mecanógrafa que hizo de las suyas: ella le agregó una buena tanda de erratas y logró una disposición estocástica de los signos de puntuación. Un hecho que lo obligó a corregirlo como autor y cazador de dislates. Tan grande era este problema que, en muchas de sus cartas, Grossman se quejaba o se burlaba de estas desgracias. Evidentemente, el tiempo que se llevaba la escritura, las transcripciones y las correcciones podía ser larguísimo y, tal vez, esto hasta podría ser bueno para la obra. Volver a leer las páginas después de algunos meses siempre es saludable.

En cambio, otros autores no se sienten tentados a tomar una pluma y prefieren

las máquinas de escribir,

con las cuales también traban una relación íntima. Los que utilizan esta herramienta son legión y, tal vez sin darse cuenta, se distanciaron del pasado. Para los autores de las vanguardias, el llamamiento maquinista del Futurismo no era poca cosa.

Escribir con una máquina significaba romper con las viejas tradiciones, entrar de lleno a la modernidad y, por supuesto, apostarle a los libros que promoverían una nueva estética y una mirada que se distanciaba de las tradiciones. La máquina y el maquinismo eran profundamente revolucionarios.

Aunque las porras de los vanguardistas a las máquinas de escribir no eran pocas, la verdad es que otros autores tomaron a este invento con cierta calma. Algunos, como Martín Luis Guzmán, estaban felices con su Remington cuyas teclas sonaban como si fuera música; otros, como Mariano Azuela, hacían todo lo posible por señalar las desgracias de esta manera de escribir y condenaban a las máquinas a destinos infaustos en sus novelas; sin embargo, las utilizaban para sus creaciones sin que la pena les ardiera en el rostro. Y, por supuesto, también existen los autores que mezclan las tradiciones: cuando leemos los esbozos, los manuscritos y los mecanogramas del “Responso del peregrino” de Alí Chumacero —por sólo dar un ejemplo— notamos cómo se entrelazan las distintas herramientas: los primeros borradores están escritos con un lápiz y los demás con una máquina que abre el camino a la lentitud de las correcciones que sólo podían hacerse con una pluma.

Como seguramente ya lo sospechas, no faltan los escritores que tienen una relación estrechísima con su máquina. Paul Auster no sólo escribió la historia de su herramienta, sino que también participó en su transformación en una serie de pinturas de Sam Messer. Su Olympia, que sólo tiene una cicatriz en una de sus palancas, lo ha acompañado durante varias décadas hasta que se convirtió en una especie en peligro de extinción, en algo más que una herramienta, en la posibilidad de que el día que dejen de producirse sus cintas su escritura se podrá enfrentar a una crisis.

los autores que utilizan computadoras,

se enfrentan a otras complicaciones y maneras de concebir el texto. Los procesadores de palabras le dan una gran movilidad al texto sin necesidad de hacer pegotes, las correcciones no implican el abominable trabajo de volver a mecanografiar todo el documento, y la pesca de erratas se ha vuelto mucho más simple gracias a los diccionarios que contienen los programas. Es más, su silencio — por lo menos a mí— me resulta gratísimo y su velocidad permite dedicarle más tiempo a pensar en el texto que a copiarlo varias veces.

Aunque a golpe de vista las nuevas herramientas parecen maravillosas, no están protegidas contra los riesgos: si la electricidad falla, si son atacadas por un virus voraz o si el escribidor mete la pata, todo el trabajo puede irse al demonio en un pestañeo. Es más, su conservación siempre está en riesgo. Si aún podemos leer los antiquísimos papiros egipcios, hoy resulta dificilísimo adentrarnos en los respaldos que no son tan viejos: leer un disquete es un reto mayor y, en muchos de ellos, los bites ya se evaporaron.

Sea como fuere, los escribidores ganan y pierden con cada nueva herramienta que pueden utilizar con una gran ortodoxia o que pueden mestizar sin tener problemas. Lo que sí resulta problemático es cuando estas herramientas caen en las manos menos indicadas. En tales casos ellas no sólo pueden perpetrar horrores, pues también son capaces de convencer a cualquiera de que basta con sentarse un rato y parirán una obra maestra. Escribir de a deveras implica tantito más que poner una palabra junto a la otra. +

José Luis Trueba Lara , escritor, editor y profe. Colabora en la radio y de pilón sale en la tele. Duerme la siesta con su esposa y ha publicado varios libros. Es un lector que ha llegado al extremo de trabajar para pagarse el vicio. @TruebaLara

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