15 minute read

Todo pasó en los noventa

Los noventa fueron una década intensa, como todas; de grandes cambios, como todas; pero, eso es cierto, quienes entonces despertamos a la consciencia percibíamos un hálito que lo impregnaba todo. El siglo xxi asomaba ya su cresta y el intensísimo siglo xx se agotaba. A la vuelta del cambio de siglo, se decía, una catástrofe cibernética se agazapaba para colapsar las bolsas de valores de todo el mundo, estrellar aviones en vuelo y resetear los sistemas de cómputo. Nada de eso ocurrió, lo que no dejó de influir en la sensación de que algo más grande que nosotros mismos estaba por morir y algo desconocido estaba por nacer.

Noticias de los noventa

Advertisement

En esta década la literatura se ensanchaba. En ella se publicaron algunas de las obras que, andando los años, definirían -y definenel consumo de los lectores de estos días. Esto es notorio desde la publicación de los primeros libros de la serie Canción de hielo y fuego, de George R. R. Martin, hasta la aparición de Harry Potter. Así, durante los noventa se fraguó buena parte del catálogo de gustos masivos de la actualidad. Sin embargo, detrás de los castillos y las criaturas fantásticas, el runrún del desengaño se materializaba en libros virulentos, con la sonrisa ladeada y furiosamente críticos de una particular visión edulcorada del mundo y sus avatares. De pronto, el “héroe” unidimensional, muy bueno e irreprochable colgó la armadura y abrazó el descontrol, se rió de lo que lo rodeaba, se drogó hasta las cejas y se preocupó por su salud mental, o simplemente por ir bien vestido.

Cuatro libros que sonríen torcido

Una historia sin fin. Fue en los noventa cuando las delirantes aventuras literarias tuvieron oportunidad de concretarse. Ahí estuvo David Foster Wallace y las más de mil cuartillas de La broma infinita, una novela “infinita” -al menos para los estándares actuales leer mil cuartillas es una medida mensurable del infinito- y corrosiva. En ella, Canadá, Estados Unidos y México se han fusionado para dar lugar a un país de nombre evocador: ONAN (Organización Norteamericana de Naciones). Este súper Estado se halla bajo

asedio por una larga fila de organizaciones terroristas, entre las que se cuenta Les Assassins des Fauteuils Rollents (Los asesinos de las sillas de ruedas), quizá la más importante por su radicalidad y violencia, y quienes buscan proyectar públicamente una película devastadora pues, de tan entretenida, quien la ve sólo puede atinar a verla una y otra vez hasta la inanición: La broma infinita. Y en medio de ese mundo violento y retorcido, un personaje, Hal Incandenza, se ve gradualmente disminuido a pesar de su inteligencia genial y memoria prodigiosa. Esta novela fue un éxito de ventas; su recepción ante la crítica fue casi unánimemente favorable -algunos la describieron como “un libro de cualquier cosa”-. Tan influyente resultó que la revista Times la colocó entre las 100 obras más importantes del siglo xx.

20 miligramos de felicidadLa medicina define épocas. Lo hizo cuando la penicilina revocó la seguridad de la muerte por las heridas de guerra o cuando la pastilla anticonceptiva amplió las opciones vitales de las mujeres. Algo así de trascendente logró la fluoxetina o, simplemente, el Prozac. Si bien a finales de los ochenta su producción se industrializó, fue durante los noventa que su consumo se hizo masivo, para fortuna de muchos. La llegada de la pastilla a la vida de Elizabeth Wurtzel fue lo suficientemente poderosa para dedicarle un libro completo. Wurtzel había sido diagnosticada con depresión desde pequeña, lo que no le impidió mostrar su brillantez tanto en la academia -estudió en dos de las universidades más prestigiadas de los Estados Unidos: Harvard y Yale-, como en el periodismo -en 1986 fue premiada por la revista Rolling Stone con el Premio al

Periodismo Universitario-.

Su testimonio sobre la depresión y el coctel de antidepresivos con los que surcaba sus dolores y angustias llevaría por nombre Me odio y quiero morir; sin embargo, su editor vio una gran bandera roja en el título y la conminó a cambiarlo. Finalmente, su diario de dolencias llevó por nombre Prozac Nation¸ un indirecto comercial, polémico y, hasta la fecha, muy popular por su estilo brutal.

Nunca estarás solo La primera regla de El club de la pelea es no hablar de el club de la pelea, pero en este caso es ineludible. Esta fue la primera obra publicada de Chuck Palahniuk y fue un éxito instantáneo. Más tarde, su lugar en el imaginario popular, más allá de los apretados circuitos lectores, se expandió gracias a la película de David Fincher, protagonizada por Edward Norton y Brad Pitt. Quizá su buen recibimiento se explique por las tensiones que en su trama se liberan: el torcimiento de los planes, los desengaños o las renuncias han hecho de nosotros un arma blanca en potencia. Para el protagonista de esta novela, un oficinista gris, la vida comenzaba realmente por las noches, cuando descargaba sobre otros, y a través de sus puños, los sinsabores de su vida anodina. Tyler Durden, el ¿otro? protagonista de la novela, es el vehículo del narrador para ejecutar la más contundente crítica al consumismo y al aborrecible discursillo de la “superación personal”. Antes que mantras, dietas saludables o convencerse de que el “cambio está en uno mismo ☺”, Durden tiene una respuesta más satisfactoria y efectivamente liberadora: ¡bombas! Difícil no empatizar con su cruzada.

Un modelo a seguir Patrick Bateman es una estrella ascendente en Wall Street; conoce sus reglas, es disciplinado y ha sabido hacerse de un nombre en ese mundo competitivo y muy neoyorquino. Estudió en Harvard, tiene una maestría y un trabajo envidiable. Tiene novia y una amante, ambas igualmente hermosas. La vida resuelta, vaya. También es un asesino serial y su mente deambula en el filo del desquiciamiento. Bateman, el protagonista de American Psycho, es el buque insignia de los noventa: un deslumbrante Ferrari rojo con los asientos espolvoreados de un sospechoso blanco. Así lo quiso el escritor Bret Easton Ellis, un autor-personaje bien conocido entre circuitos sociales curiosamente similares a aquellos retratados en su obra. La novela fue recibida entre aplausos y abucheos. Su polémico destino quedó definitivamente sellado tras la película que protagonizó un muy joven Christian Bale, y que no ahorró en secuencias violentas y monólogos desquiciados. Lo que era un hecho es que, tanto el filme como el libro, tocaban sin demasiado pudor las miserias y debilidades de la clase bancaria dirigente. La misma, por cierto, que llevaría a buena parte del mundo occidental a la ruina durante la crisis hipotecaria del 2008. ¿Quién lo diría?

¿Todo pasó en los noventa?

No, desde luego. Los que cruzamos indemnes aquella década podemos dar cuenta que no todo pasó en los noventa, excepto por lo más importante: algo terminó y algo nació. Algo que se fraguaba de muy atrás y algo que todavía no termina de terminar. Mi generación fue testigo de eso, como todas las demás antes de ella. +

Christian Bale en “American Psycho” 2000.

CHARLES BUKOWSKI

Con motivo del centenario de su nacimiento, durante agosto leí mucho sobre el buen Bukowski. Mucho se habla de su estilo, de su poesía, de su realismo sucio, de la generación Beat y sobre su influencia en la generación X. También se han dicho muchas cosas sobre su machismo y misoginia. He leído también sobre la posición en la que lo sitúan. Los que hacen esto, sólo tratan de encontrar una manera de cuadrarlo y encajonarlo en un género, no sé si con tal de salvarlo en la sociedad actual o con la intención de convertirlo en un objeto de estudio para los “intelectuales”, para nuestros próximos egresados de literatura. A pesar de estos esfuerzos, yo puedo imaginar a Henry dándole un trago a su botella de vino, mordiendo un huevo duro, leyendo las columnas de todos aquellos que leen un poco sobre los alter egos en sus libros y creen que pueden analizar o conocer a profundidad, ya no a un escritor, sino a un simple ser humano. Me gusta imaginarlo riéndose de nosotros, de nuestras publicaciones y editoriales. Por supuesto que todo esto alimentaría su soberbia y su buena suerte para seducir a un par de mujeres —a nadie le hace mal una buena crítica en el periódico—, para después mandarnos al diablo, aburrido de leer sobre sí mismo y nuestras ridículas conclusiones.

Una dura infancia

Heinrich Karl Bukowski nació en Andernach, Alemania, en 1920, fruto del amor fugaz entre una germana y un americano de ascendencia polaca, sobreviviente de la Primera Guerra Mundial. Tres años después, al intentar dejar atrás la crisis económica alemana, la familia decidió viajar a Estados Unidos e instalarse en Los Ángeles, persiguiendo el sueño americano: una casa impoluta, blanca, con un jardín delantero verde brillante, el auto en la entrada, producto del trabajo duro, de las oportunidades de Occidente, del poderío estadounidense, tan orgulloso después de haber salvado al mundo en Alemania y el Pacífico. Aunque Bukowski recordaba de vez en cuando su tierra natal, lo único que conservaba de alemán era una Cruz de Hierro colgada en el retrovisor de su Volkswagen. Ni siquiera conservó su nombre, Heinrich Karl. Aunque sí su apellido, pronunciado como Bukauski, en lugar de Bukowski. No se le reprocha el olvido de su origen. Uno no le pertenece a una nación. Te construyes del país que te devora y te escupe a la realidad. Entre los tres y los cuatro años no se sabe nada de patrias, ni de idiomas, ni de himnos, ni de historia. Henry era un niño inocente que desde los seis años vivía con el temor de que su padre lo golpeara con el cinturón. Su madre no lo defendía. Ella pareció estar siempre de acuerdo, y ese orgullo-odio se desarrolló en Bukowski desde aquél primer golpe de realidad. El autor trató de plasmar esta experiencia en La senda del perdedor, el libro que, al parecer, fue el más doloroso de escribir. Su padre le enseñó el significado de esta “senda”; se entiende perfectamente que siendo un adulto cínico, tenga que regresar al pasado, a escarbar y a ahondar en sus heridas a petición de la editorial.

El Bukowski adolescente

Al llegar a la adolescencia, Henry ya no le temió al padre. Se volvió inmune luego de tantas palizas; el cinturón ya no surtió efecto. Es una pequeña victoria después de tantos años, de tantos golpes de realidad. Lo que uno esperaría es que, después de este triunfo infinitesimal, él se lanzara al mundo y lo hiciera suyo. Lo que no esperaba Henry era que desarrollaría un fuerte y violento acné, que lo dejaría lleno de cicatrices, alejado del mundo, alejado de las chicas, de la suerte que le pertenece a las personas bellas, de pieles blancas, tersas y perfectas. La seguridad del adolescente siempre pende de un hilo, y aquel acné reavivó las torturas, las cataplasmas para aliviar la comezón y el dolor causado por un tratamiento invasivo de agujas que prometía curarlo. Quizás no pudo ingresar al ejército al llegar la Segunda Guerra Mundial, pero las cicatrices del rostro fueron sus heridas de guerra: esa aceptación de uno mismo, la aceptación del patetismo, como si la suerte estuviera echada, y a él le tocara la peor y no hubiera otra opción que resignarse. Afortunadamente, para quienes se esconden del mundo siempre existe la literatura, la cual brinda el poder reconocerse a través de otros personajes, de otras historias, y saber que no se está solo. Como escape del alma, Henry descubrió la escritura. Arrastrar la pluma en las páginas de los cuadernos del colegio le permitió desatar la furia, los miedos, la ansiedad y las pasiones que se inflamaban, incomprensibles, solitarias, vengativas. Eso le permitió comenzar la búsqueda de la redención de sí mismo. El dolor y la soledad de Henry marcaron el comienzo de todo. Creo que para Chinaski, no hubo algo mejor para esperar la muerte que dedicarse a escribir. Claro, para escribir se necesita papel, una máquina de escribir, tinta, cuadernos, bolígrafos, un techo, tiempo libre, el estómago lleno… sobre todo al principio, cuando se comienza siendo un “aficionado”.

El escritor y el sistema

Bukowski intentó estudiar periodismo, pero encontró al gremio difícil de manejar y resultó complicado para él encontrar un trabajo. Decepcionado de la Universidad y decepcionado de sí mismo, comenzó una búsqueda de empleos mal pagados, en donde duraba una o dos semanas, apenas lo suficiente para comer una barra de caramelo, y por supuesto no dejar de escribir, aunque sea un poco cada día, o mucho por las noches. Se dedicó a vagabundear por Estados Unidos, hospedándose en pensiones de mala reputación, en cuartuchos de alfombras sucias y sustancias imposibles de limpiar, restos de personas, pedazos de historias que reconstruía en relatos que enviaba a revistas y editoriales que siempre los rechazaban por no ser lo “suficientemente buenos”. Quizás no, quizás sí, una parte de él recordaba la dureza del pasado, el no ser lo suficientemente bueno para sus padres o para el mundo, y a pesar de eso, ser un derrotado que intentaba no darse por vencido, un boxeador. La vida podría odiarlo, detestarlo, escupirle en el rostro, pero una, dos, tres o seis botellas de vino, los libros y el pequeño sueño o la ilusión de ser publicado, no apagaban la chispa, la llama que ardía y que no dejaba que nada, ni nadie se la arrebatara, buscando ser un Hemingway publicado en The Atlantic.

Bukowski, trabajador improbable

Por supuesto, él no entraba en aquella categoría de literatos, del círculo intelectual. Mientras otros asistían a cenas, galas, y ferias literarias, Henry habitaba en una especie de isla, en aquel naufragio de experiencias extraídas de su trabajo en el servicio postal de Estados Unidos. Un cheque seguro, puntual, que le permitiría seguir bebiendo y escribiendo. La seguridad de la burocracia era como comprar un seguro de vida, así lo decía, y así lo resistía. No era posible vivir fingiendo pasión hacia la burocracia, hacia ese trabajo monótono, rutinario, encerrado entre muros, sin ver la luz del sol, la luz de la vida en Los Ángeles, la luz de las personas que van y vienen como maniáticos, compitiendo unos contra otros. Henry odiaba el trabajo postal. Esta actividad lo estaba acabando. Renunció arguyendo problemas físicos, cansancio. Estaba fatigado del trabajo o tal vez de sí mismo. Fue a parar al hospital a causa de úlceras. El médico le advirtió que si volvía a tomar, moriría. Tiempo después, con un poco de esfuerzo, pero más tranquilo, regresaría al Servicio Postal y volvería a levantar el brazo dándole las gracias a la botella. No iba a ser posible que Henry resistiera sin su fatal elixir: el alcohol. En esa nueva oportunidad que le brindaba la vida, se dedicó a la poesía, inspirado por las circunstancias, por los nuevos comienzos, por la salud. Llegó también su pasión por las carreras de caballos: el apostarle todo a la nada, a la suerte que nunca llegaba, al caballo perdedor que casi nunca llegaba a doblarle el cheque. Sin embargo, como él mismo lo dice, la experiencia en el hipódromo no se parecía a ninguna otra cosa, era otro mundo, otro golpe, ver todos aquellos rostros de desconocidos buscando la misma dicha, persiguiendo el mismo sueño, intentando ocupar la casa en Beverly Hills. Para ellos escribía Bukowski: para la gente real, la gente de la calle, los excéntricos, los locos, los viciosos, los vagabundos, los solitarios de los bares, los gandules, las mujeres abandonadas, los seres humanos que buscaban a otros seres humanos, los que no tenían voz. Hasta que, por fin, Henry fue escuchado y fue leído. Leído en publicaciones independientes, y después en la prensa de Los Ángeles.

Bukowski escritor

Escritos de un viejo indecente. No era un éxito vertiginoso, ni repentino, había sido una lucha constante para que la llama no se apagara y contra las leyes y reglamentos de la sociedad, escribiendo, publicando, yendo al servicio postal, intentándolo un día, bebiendo en la tarde y empezando de nuevo al día siguiente. Hasta que por fin alguien creyó en él, ambos arriesgándo por 100 dólares mensuales de manutención. Las novelas llegaron después, las traducciones, las publicaciones alrededor del mundo, las reediciones, las fotografías, el documental, los guiones de Hollywood y, por supuesto, sin olvidar el desfile de mujeres alrededor de la vida de Chinaski. Un matrimonio fallido, una hija, y después la última mujer en su vida. Se ha criticado bastante la admiración que sentimos por este personaje, tan lejano a nuestra época y a nuestra realidad, a nuestros estándares actuales y al pensamiento aparentemente progresista que nos estamos planteando. Sí, es cierto, es verdad que avanzamos, que debemos de hacerlo, que hay escritos, personas o situaciones que no son posibles y que no es posible que se sigan conservando. La falsa costumbre, ese hipócrita conservadurismo. No obstante, al final es imposible no reconocerse en un personaje como Bukowski, con una literatura mordaz, directa, sanadora incluso, en un mundo de locos. Él hace sentir menos solo, menos insignificante, y esa es la maravilla que tienen los escritores para nosotros los ciudadanos promedio, los aficionados a la escritura, los aficionados que esperamos un día ser publicados, conservando irónicamente el anonimato. Porque, al final, realmente seguimos escribiendo para nosotros mismos, para reestructurarnos, por simple salud mental. El mundo se viene colapsando desde la antigua Grecia. Estamos devorándonos los unos a los otros en la propia búsqueda del ser mismo, de nuestras ambiciones, de nuestros sueños, de nuestra sobrevivencia dentro del catástrofe, en el aislamiento imposible al siempre terminar necesitando de otro, en la búsqueda del amor, de la compañía, de la fugacidad de las relaciones humanas y sentimentales. En un mundo de ricos y de pobres, de ganadores y de perdedores, de personas con poder que lo tienen todo y lo pueden aparentemente casi todo, están quienes ordenan y reciben, quienes tienen la seguridad de las herencias y los negocios, y están quienes trabajarán siempre en la oficina de correos o en el mostrador del empresario más rico del mundo, luchando, buscando y ganándose un espacio. Son estos golpes de realidad, este boxeo constante de nosotros y el mundo, en un intento revelador de vivir nuestra vida de la mejor manera posible. +

This article is from: