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Para acercarse al poema
Julio Trujillo
Es raro el prestigio de la poesía: se le acepta de inmediato, pero con temor o desdén, como queriendo cambiar de tema. O con flojera: ¿por qué adentrarse en un delta del lenguaje cuyo objetivo no es contarnos algo, entretenernos, informarnos, jalar el hilito de la articulación funcional? Suele ser oportuno equiparar a la poesía con la música, que todos disfrutamos y a la que no le exigimos que nos narre nada. ¿Pero es eso cierto? Parcialmente, sí, si pensamos en Sibelius, en Mahler. Pero hoy, cuando decimos música, en general decimos canción, y las canciones están hechas de letras que en muchos casos son poemas o parientes cercanos. Pero hay una ruptura, una diferenciación en la que tal vez interviene el esfuerzo: la canción nos
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No es fácil refutar la aseveración de que estamos hechos de palabras, ¿con qué lenguaje lo haríamos? Salir del lenguaje para pensar el lenguaje es una aspiración que ya envejece sin haber sido alcanzada, aunque es dada, al poema hay que trabajarlo. El énfasis de la música que mece a las letras de la canción, los más sofisticados programadores (y un par de iguanas) se acerquen. Uno y esas mismas letras, que suelen dirigirse a senpuede decir (porque lo siente y porque lo cree) que hay algo antes y después timientos básicos y compartidos, son un regalo de las palabras, e incluso entre ellas, que es, poderosamente, algo eximido del para el oído, literalmente: una dádiva gratuita que apremio de comunicar; pero de inmediato entra uno en un terreno parecido a amamos y contra la que no diremos nada malo, la fe o a la intuición, y además sabe que esa creencia acaba de ser dicha, incor- pero… sólo basta escuchar y sentir, ni siquiera porada al lenguaje. Podemos, sin duda, sentirnos atenazados por la articula- hay que juntar los puntos: el diagrama del amor, ción que nos expresa, estrangulados por las palabras, pero también podemos del dolor, de los celos, del etcétera de nuestros festejarlo desde el mismo e inagotable recurso: esta arcilla, este aceite del ser sentimientos está trazado. El poema, en cambio, que nos ha dado un vocabulario limitado, pero con combinaciones infinitas, requiere de nosotros una disposición creativa, un es un prodigio. Podemos también —y éste es, ay, generalmente el caso— ni trabajo que se puede resumir así: todo lector de darnos cuenta y sólo ser usuarios funcionales de la plataforma, de la riqueza un poema se convierte en un poeta. Leer un poeque nos fue dada, sin acercarnos jamás a ver una palabra de cerca, como se ma es escribirlo, recrearlo e interpretarlo de mil ve un tigre o una medusa. O una piedra, o una corcholata, pues: cosas tan ma- y una maneras, hacerlo propio, juntar los puntos ravillosas como una palabra, como la palabra corcholata. Somos, digámoslo a placer o fatalidad, imprimirle nuestra subjetivicon cautela, lenguaje, y ese fascinante pegamento que nos configura, que dad. Y además tiene su propia música, sus énfasis pareciera cerrado en sí mismo, de hecho está tan abierto como nuestra capa- secretos, o no tanto, su banda sonora que es él cidad creativa para usarlo. En ese contexto, en ese hábitat, la poesía descue- mismo y ahí, justo ahí, radica su maravilla: es palla como materia excepcional; como uno de esos peces raros que sólo se ven labras que son música, es un ritmo que se dice y en las profundidades del océano, pero cuyo avistamiento ilumina las aguas también toca nuestra sensibilidad. hasta la superficie. Para acercarnos al poema, también podemos compararlo con el baile: el poema es una danza que no avanza; que se mueve, sí, pero sin el apremio del progreso, sin la obligación del desplazamiento. Un fragmento de Safo se coteja en igualdad de circunstancias con el poema más nuevo del mundo: son hermanos que nacen al leerse y cuya edad no importa, porque el lenguaje vive y se hace, deshace y rehace en cada uno de nosotros. Es cierto que hay poemas y estilos que envejecen, pero nos interesan los que no, los que nos siguen hablando al oído desde hace miles de años como si fueran nuevos, y lo son, porque la maleabilidad del lenguaje se parece a la del mercurio, aunque aquello que esté diciendo el poema sea tan viejo como el Viejo Testamento. El poema no entretiene, es; el
poema no quiere decir, dice; el poema no recrea, crea; el poema está fuera del tiempo, es su propio tiempo y ahí nos descubrimos emancipados de esa terrible imposición que nos dice que al dos le sigue el tres y que hoy es mejor que ayer y peor que mañana (o viceversa). El poema es nave y artefacto para el viaje interior, y sólo pide (y ni siquiera pide, en realidad, al poema qué le importa) de nosotros una voluntad de cosmonautas del lenguaje, una más fina atención a las palabras nuestras y su posibilidad combinatoria, a su ritmo que con cada letra y acento se está desentendiendo del periódico, de las noticias, de la información.
Los y las comentaristas del día, ellos, ellas y elles, empobrecen y asfixian las posibilidades del lenguaje con un triste manojo de palabras inoculadas de ideología y de vitriolo que la poesía desconoce, pero para las que es antídoto, pausa, concentración, como un mezcal artesanal frente a una desdichada cerveza light. Nadie tiene la obligación de rendirse al prosaísmo del mundo, de obedecerlo y plegarse a él como queriendo pertenecer y, de hecho, perteneciendo: hay contrapesos necesarios contra el achatamiento y la planicie de un idioma usado nada más para informar y, de paso, agredir y crispar. Aquello que la prosa y la jerga informativa cierran, la poesía puede abrirlo con una sola vocal, porque esa vocal no requiere de prosélitos ni está vendiendo nada (la poesía, famosamente, no vende), sólo es, suena y abre las puertas de la posibilidad. Saber escucharla, juntar los puntos, reconocer ese sonido y sus múltiples interpretaciones es como salirse de una megacarretera, de su megaatasco y saturación, para tomar una senda donde avanzar también implica descubrir y aprender —otra vez— a escuchar.
Los poetas que lo son de veras no están demasiado preocupados por todo esto, ni se adjudican la pe mayúscula de Poeta: de hecho, viven ajenos al juego de serpientes y escaleras de la fama, a la dinámica que el reconocimiento y las cancelaciones imponen, porque están metidos en un dilema: no saben qué escoger, ven la matriz del universo y sus palabras y lo quieren todo, todo, el minuto que pasa es de una riqueza dolorosa y se ven obligados a discernir, que significa exactamente lo mismo que fracasar. Con la primera letra del poema se instaura la derrota colosal de querer decirlo todo (o algo) y descubrirse como una mota en el cosmos que tartamudea, masculla, conmovedoramente dice bla. Nombrar la cosa nunca será un acercamiento fiel a la cosa, y de hecho inaugura una traición, la de la versión de los hechos, la de haber discernido… Y, sin embargo, eso no importa, porque si algo define a la poesía es su capacidad de resistir: la poesía es pura resistencia, la notable terquedad de la perseverancia frente a los hechos que la quieren anular, frente a la certeza del fracaso o frente a la escandalosa acusación de fantasía o de irrealidad. ¿Quién tiene los derechos de la realidad? ¿Cuándo fue acaparado ese copyright? El poeta resiste, no románticamente como un paria, sino como una persona más que afinó sus oídos a otra frecuencia y cuyas palabras, está demostrado, le van a redituar mucho silencio, mucho desdén y una que otra complicidad que lo vale todo. En esa amistad de la poesía y su lectura se forjan poderosas fuerzas que el índice de la bolsa no puede medir ni tampoco el índice de la popularidad: se trata de una riqueza que se lleva en la sangre y que nos ayuda a estar más vivos y despiertos, o a soñar mejor.
Hechos de palabras, los poemas están al alcance de quien quiera acercarse y romper el hielo que nos separa de ellos, ya sea el hielo de la intimidación, el hielo del desdén, el hielo de la flojera o esa conmovedora y gélida superioridad de quien vive en prosa y prescinde de ese otro ritmo, que muchas veces va a contracorriente de las tendencias del momento. Pero la poesía siempre está ahí, en hecho o en potencia. Es muy difícil ver un relámpago y no pensar en la brevedad de las cosas, de la vida misma. Ese momento, esa visión, ya entraña toda la poesía. Saber decirlo ya es muchísimo, pero basta con saber verlo y saber escucharlo. +