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La Carta de Baltimore por Ulises Gómez de la Torre

por Ulises Gómez de la Torre.

El primer bostezo de la media noche empaña los cristales de mi cerebro. Regresiones en el lado frontal donde aguarda el invierno, susurran una extraña revelación. Es una delicia ver los pájaros en el alambre teñir el espacio de efímeras sonrisas. Todo es perfecto. Las hojas envejecen de pronto. Cuervos de patas rojas vuelan frente a la casa solariega. Su insoportable frivolidad distrae la atención de quien postra los ojos. Frente a mí, el viejo telégrafo: un espectáculo onírico semejante al vértigo de los distantes sueños de horror que se presentan de un escupitajo. Desde la cornisa de un edificio de más de 50 pisos, he olvidado como volar, ni los cuervos pueden ayudarme.

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Tengo un blanco camisón con manchas negras, una peste protesta fuertemente:

- ¡El júbilo ha sido enterrado vivo! ¡Santiago, Santiago!

Como marioneta en pleno espectáculo me disloco los brazos, las piernas. Sonrió con los ojos desorbitados. Manipulo el hilo de los poetas para defecar en la disyuntiva del silencio que me aprisiona. El miedo y la gravedad atraviesan, en caída libre, la consistencia de la mierda. Me levanto desde el escenario con el moño de la simplicidad prendida en mi cuello. Pregunto, ¿es un crimen que la redención se haya marchado? Nadie me responde.

Cierro los ojos. Estoy sentado en el jardín de mi infancia. Recuerdo. Camino afanoso entre el telégrafo. Numerosas cartas roídas por el tiempo y que nunca me entrego el cartero por vivir en una casa sin buzón. Recuerdo. Los pródigos temporales de invierno se esconden a la vuelta de la esquina; desaparecen para de repente darme un beso en el rostro. Sigo mis pasos, subyugado frente a mí un espejo donde el amor y la redención pululan de sangre. Camino. En el siguiente semáforo delata mi alma la transformación etérea que esconde la escena: un cartero, un titiritero, un cantinero, un poeta y un huérfano. Dos minutos para la función, todo es de piedra. Unos pasos atrás la mesera pregunta: -¿A dónde vas-? Si no me salvas, moriré. La ignoro. En el dintel de mi carne, la madera desgarrada con nombres de mujeres que se habían robado corazones de quien no vive más. Me siento en la barra: - ¡una cerveza y dos tragos de tequila por favor!

Un trozo de papel tiembla entre mis nudillos mientras el neurotransmisor que guardo detrás de mis bolsillos amenaza en saltar los 50 pisos, me salpica la luz, no puedo hacer nada. Cruzo la mirada al otro lado de la calle, un espectacular y vulgar anuncio observa en mi pupila. En una banca de metal los ebrios enamorados de la vida errante permanecen exiliados por el feroz apetito. Sus labios se entretejen, con hilo hecho de sus pestañas, ante la mirada terrorífica de las ardientes larvas. Vuelvo los ojos.

Mis dedos intentan descifrar las marcas de tinta olvidada por muchos años, ahora revelan sus secretos ante la mirada de donde habían nacido. La carta decía lo siguiente:

Querido Santiago en estas palabras se esconde un secreto que hoy te será revelado. Hace días con arrugas de lustros sobre la cara, he tenido un sueño. En el sueño tu apareces, tu sombra como el cuervo que me hizo estremecer la media noche que había enterrado viva a Berenice se me presentó como una flema en la garganta. Sabría qué vendrías algún día mi niño querido. Las quimeras de la vida se han vomitado encima de la camisa que un día olvidaste en casa, ¿lo recuerdas? Acá estoy, petrificado por la tinta de las manos que nunca quisieron escribir, porque no conocieron el nubloso camino. Me he tragado largas filas de luces que se escuchan entre las manías que se enredan como cables en la avenida. Ya nada es igual, quizá tampoco del otro lado: la transparencia solo muestra deforme la tinta que se escurre entre el sudor de tu cigarrillo. La soledad es el premio de la vanidad comprada. En esta vida, si eres un hambriento perro o una oveja negra de aquellas que se defecaron en la villa del señor, no se te abrirán de puerta en puerta la alcoba de Dios, aquel espacio vacío donde los dulces sueños nos atemorizan para emprender un conjuro. Puedes pisar el pasto que nunca fue mancillado. Incluso puede un hombre convertirse a la luz de la luna en un monstruo que ve con ojos distantes la noche de otoño. Yo los veo siempre, me sonríen y se marchan. Dentro de mis ojeras gota a gota destila el sabor de la amargura. En mis labios se postra la lobreguez de sus cejas como dos mariposas marchándose hacia la gran montaña de edificios con prosaicas cortinas que ofenden el buen gusto de mi mirada. Mis palabras ya no hieren como balas la carne del público ¿Ves la expresión de mis dientes en el espejo?

No me digas que no porque me volvería loco, respóndeme ¿Las nubes aún se transforman en demonios sobre tu mirada? ve, dirígete al baño de mujeres y con un pedazo de labial marrón deja que tus labios se confiesen. No me digas mentiras, sabes que nunca me han gustado.

El que escribe. Tu querido Edgar (Baltimore, 1849).

Observo al cantinero, mi boca esta marrón y mi corazón azul: -¿Quién soy? Camino de prisa al puente del rio Grande. Mis pies son tonadas de una función que empieza. El gato desde el balcón me observa hechizado. Mis tripas se paralizan. Corro, me paro sobre la cornisa y toco el frío metal. - ¡Santiago, Santiago! Una voz distante se escucha y por primera vez soy yo. Inspecciono mis bolsillos, la carta está ahí, la tomo y le prendo un cerillo. Pronuncio mi nombre a la deriva del tiempo… en tres segundos los infantes de mi cerebro se alejan convertidos en cenizas, me recuerdan a aquellos cuervos que alzaron el vuelo para nunca volver. De mis entrañas negras mariposas revolotean, lloro hiel y exhalo el humo.

Frente a mí, el viejo telégrafo y una nota que concluye:

Pd. Nunca más mi niño.

Atentamente: tu querido Edgar.

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