Nudo Gordiano #10

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Ulises Gómez de la Torre El primer bostezo de la media noche empaña los cristales de mi cerebro. Regresiones en el lado frontal donde aguarda el invierno, susurran una extraña revelación. Es una delicia ver los pájaros en el alambre teñir el espacio de efímeras sonrisas. Todo es perfecto. Las hojas envejecen de pronto. Cuervos de patas rojas vuelan frente a la casa solariega. Su insoportable frivolidad distrae la atención de quien postra los ojos. Frente a mí, el viejo telégrafo: un espectáculo onírico semejante al vértigo de los distantes sueños de horror que se presentan de un escupitajo. Desde la cornisa de un edificio de más de 50 pisos, he olvidado como volar, ni los cuervos pueden ayudarme. Tengo un blanco camisón con manchas negras, una peste protesta fuertemente: - ¡El júbilo ha sido enterrado vivo! ¡Santiago, Santiago! Como marioneta en pleno espectáculo me disloco los brazos, las piernas. Sonrió con los ojos desorbitados. Manipulo el hilo de los poetas para defecar en la disyuntiva del silencio que me aprisiona. El miedo y la gravedad atraviesan, en caída libre, la consistencia de la mierda. Me levanto desde el escenario con el moño de la simplicidad prendida en mi cuello. Pregunto, ¿es un crimen que la redención se haya marchado? Nadie me responde. Cierro los ojos. Estoy sentado en el jardín de mi infancia. Recuerdo. Camino afanoso entre el telégrafo. Numerosas cartas roídas por el tiempo y que nunca me entrego el cartero por vivir en una casa sin buzón. Recuerdo. Los pródigos temporales de invierno se esconden a la vuelta de la esquina; desaparecen para de repente darme un beso en el rostro. Sigo mis pasos, subyugado frente a mí un espejo donde el amor y la redención pululan de sangre. Camino. En el siguiente semáforo delata mi alma la transformación etérea que esconde la escena: un cartero, un titiritero, un cantinero, un poeta y un huérfano. Dos minutos para la función, todo es de piedra. Unos pasos atrás la mesera pregunta: -¿A dónde vas-? Si no me salvas, moriré. La ignoro. En el dintel de mi carne, la madera desgarrada con nombres de mujeres que se habían robado corazones de quien no vive más. Me siento en la barra: - ¡una cerveza y dos tragos de tequila por favor! Un trozo de papel tiembla entre mis nudillos mientras el neurotransmisor que guardo detrás de mis bolsillos amenaza en saltar los 50 pisos, me salpica la luz, no puedo hacer nada. Cruzo la mirada al otro lado de la calle, un espectacular y vulgar anuncio observa en mi pupila. En una banca de metal los ebrios enamorados de la vida errante permanecen exiliados por el feroz apetito. Sus labios se entretejen, con hilo hecho de sus pestañas, ante la mirada terrorífica de las ardientes larvas. Vuelvo los ojos. 16


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