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Noviembre-Diciembre No.39
Toluca, Estado de México, México. Nudo Gordiano, 2024. Todos los derechos reservados. Revista literaria de difusión bimestral contacto@revistanudogordiano.com
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Cuentos - la Espada
Visita No Deseada
Carlos Enrique Saldívar Rosas
Robert Sendra
Agua... Sólo Agua...
Walter H. Rotela G. Justicia Divina
Estrella Gracia
Poemas - la Lanza Ya Nadie
Llaman a la puerta.
Aturdido, decido no abrir.
Otro día más que el dueño de esta casa (veintiséis años mayor que yo) viene a buscarme y no se encuentra a sí mismo.
Robert Sendra
Sobre la mesa me han dejado un lapicero lleno de bolígrafos y rotuladores. Por lo menos hay quince o veinte:
—¿Todos son para mí? —la chica asiente. Respiro fuerte y el olor a rosas me empalaga. Dejo el bolso sobre la mesa, tomo asiento y levanto la mirada: aún no ha comenzado el día y ya hay demasiada gente esperando su turno. Se me va a hacer largo. Voy saltando de cara en cara, pero en ninguna reconozco a Pep. ¡Es terco como una mula!
De acuerdo, Pep ganó un concurso de relatos, ¿y qué? Es un concurso. En toda su vida, un concurso local en el pueblo de su infancia, que tiene 3.000 habitantes o algo por el estilo. Pues bien, de esos 3.000 habitantes, diecisiete se apuntaron al concurso y seis se inscribieron en la misma categoría que Pep. Probablemente, de los seis cuentos que se presentaron, el de Pep era el mejor, no tengo inconveniente en admitirlo.
El problema empezó el mismo día de la entrega del premio: los aplausos, los elogios y el reconocimiento del jurado le dieron alas. Esa misma noche decidió que había llegado el momento de escribir su primera novela. Otra de sus ideas de bombero, creí en un primer momento. ¡Qué equivocada que estaba!
Comenzó pidiéndome que le hiciera fotos mientras él escribía:
—Súbete a la silla para hacer un picado, ponte detrás de la estantería para que los libros queden en primer plano, ahora acércate un poco, que se me reconozca, pero ponte un poco a la derecha, que si no quedo a contraluz…
A Pep no le gustaban mis fotos ni los ángulos que elegía para retratarlo.
—Es que son demasiado vulgares para Instagram —me decía.
—¡Instagram! ¿A tu edad?
—Sí, nunca es tarde, ahí está el futuro.
Entonces le sugerí que contratara a un fotógrafo profesional, que yo tenía el pescado en el horno. Y el cabrón lo hizo. A sus cincuenta y seis años, Pep abrió un Instagram con fotografías profesionales en las que aparecía escribiendo o mirando el mar con cara de estar pensando en cosas importantes. Lo siguiente fue que me pidiera respeto por sus horarios de escritura. Cuando se ponía a escribir colgaba un cartelito de “no molestar”. A mí ya me parecía bien que dejara de incordiar un rato, pero es que el señorito me ocupaba el cuarto de la plancha.
Pep se fue haciendo amo y señor de la habitación. En treinta y dos años de matrimonio no había tenido tiempo de colgarme el cuadro de Cadaqués, pero de la noche a la mañana empezó a hacer cambios radicales en el cuarto. Por ejemplo, tapizó la ventana con maderas por razones que no me quedan nada claras, sinceramente. También salieron perjudicados mis libros de Jane Austen, Megan Maxwell y Danielle Steel. Pep los sacó todos apelotonados en una caja de cartón.
—¿Pero qué ha pasado? —quise saber. —Es que necesito rodearme de Literatura de verdad, necesito inspirarme —explicó mientras se atraía el olor con las manos como si fuera un chef. Y llenó las estanterías de Joyce, Balzac, Hemingway, Dostoievski… Nunca he visto unos libros tan brillantes, impolutos y ordenados como aquellos, todo sea dicho. Algunos aún conservan el precinto.
Un día llamó la hermana de Pep pidiendo hablar con él. Vi el cartelito colgando en el pomo de la puerta, así que no sabía si debía interrumpirlo. Al final probé suerte y entré. Me lo encontré durmiendo desnudo, ¡desnudo!, en la cama de invitados. El salvapantallas del ordenador hacía chiribitas.
Cuando lo desperté, pegó un salto:
—¡Estaba descansando los ojos! —se escudó. Sobre su desnudez no me dijo nada. Yo no quise preguntar. Solo puedo decir que, desde aquel día, lo vi más veces desnudo que en todos nuestros años de casados.
Lo que más rabia me daba era que cuando venían a casa mis compañeras de trabajo, él decía que estaba inspirado y que lo disculpáramos diez minutos. Ya no volvía.
—Chica, te ha salido un hombre artista —comentaban las invitadas.
—Ya tenemos ganas de leer esa novela —lo espolea-
ban mis “amigas” antes de que se escabullera. —A ver si estamos ante el próximo Umberto Eco —bromeaban.
—¿El próximo qué? —preguntaba Pep con la mirada desconcertada. Por casualidad, un día descubrí que se había cambiado el perfil de LinkedIn.
Ya no ponía “corredor de seguros” en su ficha de presentación, sino “escritor”.
—¿Cómo? ¿Has dejado el trabajo? —no, no lo había hecho aún, pero le di la idea, pobrecita de mí.
La mañana siguiente Pep estaba exultante:
—¡Me han arreglado el paro! Este tiempo me irá muy bien para concentrarme.
Fue más o menos en aquella época cuando le dio por escribir a mano y guardar todos los cuadernos y bolígrafos que iba gastando. Quería que quedara constancia de su proceso creativo para el futuro por si le dedicaban un museo o vete a saber qué. Con ese mismo objetivo, me pidió que escribiera su biografía. Exacto, la misma biografía que ahora tienes en tus manos, en su sexta edición. Era la forma de consagrarse y de ganar prestigio, me dijo.
Por si al lector le falla la memoria, recuerdo: un premio. Local. Diecisiete participantes. Seis en la misma categoría que Pep.
Por fin encuentro a mi marido. No está haciendo cola entre la multitud, sino sentado en una terraza pensando en las musarañas. Va golpeando con el lápiz una libreta Moleskine de esas. Tiemblo solo de pensar en lo que debe de estar inventando.
Tengo ganas de hablar con él. No podemos seguir así. ¿Conseguiré convencerlo?
—Por favor, Remedios, no te entretengas, hay mucha gente esperando, me urge la chica de la editorial.
—Sí, sí —le digo. No pensaba yo que esto fuera tan cansado.
Nada de esto habría ocurrido si no hubiera aceptado el encargo de Pep. Me puse a ratos con su biografía para que me dejara tranquila. Tengo que admitir que me hacía ilusión volver a escribir. No lo había vuelto a hacer desde que dejé la carrera. Por fin acabó la novela cuatro años y ocho meses después. La firmó como P.G. Molins.
—Como que tiene más cuerpo que Pep González Molins, ¿verdad? —argumentó. Yo le di la razón. Él sabía más de esas cosas de mercadotecnia.
Lo que más me llamó la atención fue la extensión de su libro. No soy experta en Literatura, pero a mí que setenta páginas no son mucha novela. Fui incapaz de acabármela. Prefería escribir, la verdad. En pocos días ya había terminado los primeros cinco capítulos de la biografía. Pep insistió en leerlos. Cuando lo oí recitando en voz alta sus propias hazañas y riendo, coqueto, comprendí que el texto no valía nada.
Me apunté a un curso de escritura creativa sin que Pep lo supiera, que yo soy muy pudorosa para esas cosas.
—Esto es una mierda —coincidió la profesora al revisar lo que había escrito. Y cada vez que entregaba un nuevo ejercicio, ella insistía en el mismo mantra: —Falta conflicto, ¡aquí falta conflicto!
Así que, bueno, le puse conflicto a mis escritos: exageré un poco la vida de Pep. Hice que mi ma-
rido fuera faldillero y simpatizante de un partido de extrema derecha. Eso sí, también le convertí en autor de decenas de novelas de éxito muy polémicas que firmaba con pseudónimo. ¿Me estaba excediendo? Pues quizás sí, lo reconozco, pero es que le estaba cogiendo gustirrinín a esto de escribir y Pep y yo estábamos más unidos que nunca. Necesitaba estar cerca de él para inspirarme.
Siempre me ha gustado contentar a la gente a mi alrededor. Por eso a él le dejaba leer todos los textos que mi profesora hubiera descartado por ser basura propagandística. Y a ella le entregaba capítulos de los que estaba realmente orgullosa. Así fui avanzando en las dos biografías de P.G Molins: la que hacía que mi marido se regocijara, y la que lo complicó todo.
Mientras tanto, Pep no conseguía que ningún editor le publicara la novela, así que finalmente optó por autopublicársela. Vete a saber a qué acuerdo llegó, pero consiguió sitio en uno de los puestos de Sant Jordi. Por desgracia, en su cola no había nadie. Para más inri, justo al lado tenía a Boris Izaguirre que atraía a muchos lectores cazadores de firmas. Pero, ¡a grandes males, grandes remedios! Pep me susurró que me alejara un poco del estand para hacer una foto con la cámara buena. —A ver si puedes hacer que se me vea a mí y que se vea toda la cola —me sugirió.
Fue patético, pero conseguí la foto y la publicamos y obtuvo muchos corazoncitos y comentarios. Pese a estas técnicas de mercadotecnia, la novela tuvo una acogida muy mala, para qué engañarnos. Y lo que más me rompía el corazón es que, cuando Pep conseguía vender (o regalar) un ejemplar a un amigo o familiar, pasaban meses sin que el comprador diera señales de vida o hiciera algún comentario sobre la novela.
Creo, incluso, que estábamos perdiendo amistades en el camino. La gente se incomodaba y lo entiendo.
En una de esas llegó la pregunta para la que tanto me había preparado:
—¿A ti qué te ha parecido la novela?
—Bien, es distinta, nunca he leído nada parecido y no hay un texto igual a este, realmente te atrapa desde la primera página hasta la setenta —mentí, claro. Mi crítica le hizo mucha ilusión. Yo respiré aliviada. Me pidió que publicara una reseña del libro en Amazon utilizando las mismas palabras que le había dicho a él. Como hacía tiempo que las estaba ensayando para cuando llegara el día, no me resultó difícil reproducirlas.
Pocos días después llegó a casa eufórico porque un periódico importante y una televisión de ámbito nacional le habían llamado para entrevistarlo. ¡Jesús, María y José! Ya no podía seguir ocultándole la verdad:
—Pep, es que me han publicado tu biografía novelada —confesé.
—¿¡Cómo!?, ¿y no me habías dicho nada?, ¿y quién te la ha publicado?
—Nada, un sello pequeñito de Planeta —dije quitándole hierro al asunto.
Pep salió corriendo y compró en el quiosco todos los periódicos que aquel sábado habían salido con suplemento cultural.
Mal está que yo lo diga, pero la crítica era unánime en sus alabanzas. La de Babelia era una de las mejores valoraciones: “Remedios Martí retrata el narcisismo del escritor en un ejercicio íntimo y universal”.
—¿¡Pero qué has publicado!?
Desde que Pep leyó su biografía novelada, nuestra relación ya no es lo que era. Se ha vuelto agria. No sabemos qué decirnos. Cuando tiene ganas de reproches, Pep se queja de que lo he dibujado como un monstruo fascista y egocéntrico. Incluso me responsabiliza de haber estropeado su carrera de escritor. Ni de actualizar su canal de Instagram tiene ganas ya. También se muestra enfadado porque en su biografía aparece su fecha de defunción y es dentro de cuatro años.
—Es conflicto, cariño, trato de explicarle.
Se cree que me engaña, pero yo sé lo que realmente le saca de quicio: la cola de lectores que se forma cada año en mi puesto de Sant Jordi. Ahora vuelvo, me disculpo ante la chica de la editorial.
—Perdona, Boris, que paso.
Consigo avanzar entre el gentío y llego a la cafetería en la que Pep está apurando su tabaco de pipa.
—Ah, hola —me saluda decepcionado.
—¿Estabas escribiendo? —me intereso.
—Sí, bueno, ya sabes, siempre pensando en mi próximo proyecto.
Pero al sentarme enfrente de él me doy cuenta de que su cuaderno está vacío, impoluto. Respiro profundamente y disparo:
—Cariño, sabes que nunca vas a escribir algo que valga la pena, ¿verdad?
Pep se atraganta con el humo de la pipa y tiene un ataque de tos. En mal momento dejé que leyera Sherlock Holmes.
Aprovechando el margen de tiempo que me ofrece la crisis respiratoria de Pep, le cuento mi idea:
—Tú no eres escritor, cariño, pero eres el protagonista que toda novelista querría. Quiero escribir la segunda parte de tu biografía, ¿me ayudarás?
Poco a poco Pep se recompone y prepara el grito, la queja o el lamento, no sé con exactitud qué. Justo antes de que su berrinche empiece, se acerca un grupo de hombres de mediana edad con mi libro bajo el brazo. Me piden un autógrafo. “¡Malditos! Lo único que me faltaba, entre todos me van a llevar al divorcio”. Mientras firmo, voy mirando de reojo a Pep.
—Perdone —le dice uno de mis lectores. —¿Usted no será…? ¡Usted es P.G. Molins! Mi marido asiente. Es usted alucinante, menudo energúmeno está hecho, ¿nos podría firmar también el libro?
A Pep, el desconcierto le dura menos de un segundo. Rápidamente se recoloca la gorra cervadora y atiende a sus fans. Lleva toda la vida preparándose para este momento.
Creo que solo lo he visto tan feliz el día que ganó el premio local y se lo restregó a sus cinco adversarios.
Gracias a Dios, Pep y yo llegamos a un acuerdo. Me deja un hueco en el cuarto de la plancha. Me deja que lo acompañe a todas partes. El libro se escribe solo. Es una precuela de la primera entrega y explica la infancia y adolescencia de P.G. Molins para averiguar cómo se convirtió en un escritor ególatra y nazi.
El libro se vende como churros. Incluso superamos a Boris. Pep y yo vamos de plató en plató. Él se deja crecer el bigote para parecer ultraderechista ante las cámaras. Y yo estoy encantada de verlo tan feliz.
Después de la gira cogemos el AVE para volver a casa. Cerca de Zaragoza, a Pep le da uno de sus ataques de tos.
—Cariño, que estamos en el vagón del silencio —murmuro. Pero Pep no deja de toser. Se ha puesto muy rojo.
—¿Sabes qué día es hoy? —me pregunta asfixiado.
Le digo que 22 de noviembre, como si no le encontrara sentido a la pregunta.
Pero la pregunta tiene todo el sentido. Disimuladamente, saco del bolso la primera parte de la biografía. Voy a la última página, la que habla de la defunción del personaje. Leo en diagonal hasta que encuentro la fecha.
El libro se me cae de las manos. Jesús, María y José.
Era la mañana del séptimo día del mes primero del año 23 del nuevo milenio. El calor se incrementaba rápidamente. Estaba llegando a los 40 grados Celsius y al unirse con la humedad generaba ese bochorno tan característico de la región mesopotámica.
—Agua… Sólo agua… —dijo el hombre de cabellos entrecanos. —No entiendo, ¿por qué tanto alboroto? Pagar para ver agua... ¡La punta del obelisco! Me están jodiendo —refunfuñó. Sólo a vos se te ocurre venir a ver agua —dijo mirando a su mujer quien se mezcló entre la gente con la mirada perdida.
El cielo estaba despejado tras un día entero de tormenta de lluvia que cayó como el mismísimo tiempo del diluvio. Pero todo tiene un principio y un final. Era el séptimo día y el sol rajaba la tierra.
Los verdes lucían incandescentes, los rojos de los jacarandás brillaban como chillando de alegría. El pavimento casi que se volvía un mar por el brillo del sol sobre él, pero aún quedaban resabios de agua del cielo encapotado del día anterior, en las banquinas del camino ondulado, serpenteante, de la tierra color sangre. Tierra donde los misioneros con la cruz y la espada doblegaron al nacido caminante de estas tierras, los que ellos llamaron bárbaros y sin cultura, esos que nacieron aquí y recorrieron y crearon las más de mil lenguas que aún se hablan en las tres grandes regiones de América.
No era este cielo que brilla resplandeciente —era otro, el del día anterior— pero tan pronto como surgió aquél de tonos grises oscuros, se desvaneció, tal como toda tormenta de verano, tal como todo en esta tierra color sangre.
—“Agua... Sólo agua…” —repetía el añoso señor de camisa beige y sombrero de alas. Y peor aún se puso cuando a pocos metros de entrar al santuario del “Y”1 leyó el cartel que rezaba: “Para el que mira sin ver, la tierra es tierra nomás’”. Parecía a propósito como si le dejaran esa nota justo a él. Casi se da media vuelta, pero había pagado, y si pagó, quería ver lo que hubiese que ver. La guita es lo más importante, siempre lo dijo y lo cree de verdad. El resto es pura tontería, nada más.
Más de mil visitantes pululaban en el parque recorriendo los cientos de senderos con la guía de los trabajadores, de los guarda-parques, de la gente que cuida el santuario. Incluso un tren pequeño recorre el territorio de las mil gamas del verde, donde, aún las aves, se visten de ese color. Con unos amigos iniciamos el recorrido. Conseguimos un plano que allí proporcionan y debatimos cuál sendero recorrer primero. Un rato después nos fuimos adentrando en zonas de suelos enladrillados, luego en otros de metal y barandas, cruzando cursos de agua y con una vista cada vez más impresionante. Caían cientos de litros, miles de gotas desde paredes difícil de medir; sin embargo nos veíamos —los humanos— tan pequeños ante aquellas moles de agua en movimiento, ante esos verdes imponentes que dejaban escapar zumbidos, chirridos, sonidos que llegaban desde lo más profundo del matorral o de los lejanos follajes de árboles altos que se diseminan por doquier. Incluso un oscuro y serpen-
teante animal se enroscó en unas ramas al borde de un sendero y varios registramos con nuestras cámaras y celulares la maravilla de la naturaleza allí presente. Era como la serpiente del paraíso tentando allí mismo. Nadie se espantó. Pero cincuenta metros más adelante una joven chilló sorprendida al percibir que algo caía sobre sus hombros. Era un trozo de liana que sucumbió ante el peso de una lechuza que se posó, adormilada, sobre ese sector de liana.
Gotas, chorros de agua se escapan y salpican la ropa, los anteojos, las cámaras y las pantallas de los celulares —que tantos hay como el agua— en manos de los turistas, de los andantes que semejamos hormigas en estos caminos labrados en la roca, para ver y ser el espectáculo; porque es menester aclarar que los humanos así somos…
Tanto nos gusta apreciar el espectáculo como ser parte de él. Y enseguida nos ingeniamos para dar la nota. Como la mujer de cabellos rubios, recién estrenados, que dirigió una mirada furtiva a unos adolescentes uniformados de camisa beige y bermudas y un pañuelo sujeto con una argolla en el cuello, que correteaban por los senderos de metal, y le espetó —con firmeza en la voz— a su sonriente marido de paciencia ilimitada, que hiciera algo, que los niños tenían calor, que los hijos debían tomar una bebida o un helado, y que ella no daba más de empujar el cochecito de la bebé.
Y siguió dejando escapar una suerte interminable de oraciones, cual rezo de un orante postrado ante la imagen correspondiente, como la que vimos en el sur de la provincia de Corrientes (Argentina), en la capilla de San La Muerte. Otra señora lamentaba la presencia de tantas personas allí. Otro señor, de corta edad, se espantaba los mosquitos o vaya a saber qué, pero se golpeaba con vehemencia los brazos, la espalda y el pecho como quien tiene una culpa grande. Otros sólo esbozaban amplias
sonrisas y sacaban fotos como quien desea retener algo en la memoria y el capturar imágenes fuese el único modo de conseguirlo.
—¡Agua… Sólo agua! —escuchamos nuevamente en el aire, mezclado con el rugir de la cristalina sustancia que se precipitaba por doquier, de muros altos o debajo de nuestros pies, al alcance de la mano, perdiéndose más allá de nuestras vistas en esa posición arriba de los andenes metálicos hoy, de cemento y roca antes, pues quedan vestigios visibles de otros que el agua llevó en algún momento del tiempo, que como el agua, no para, no da marcha atrás. Como no quiso dar marcha atrás el señor de camisa beige, que tras ver caer su lindo sombrero al agua, y percatarse de la poca profundidad se deslizó hacia ella. Rescataría, cueste lo que cueste, su lindo sombrero, que se movía, suavemente, hacia la próxima roca que afloraba por encima de la superficie del agua en movimiento.
—¡No! ¡No se precipite! —gritó un señor muy bien intencionado. Otro miró y luego repitió, como el canoso que estaba con el agua hasta las rodillas, dos o tres metros delante de la rampa metálica: —¡Agua… Sólo agua! —a continuación siguió su camino. Varios hicieron lo mismo. En general porque no se percataron de la situación. De estar en un navío en el mar, alguien gritaría: “Hombre al agua”. Como no era el caso, nadie dijo nada. Además, todos estaban intentando capturar algo de una de las siete maravillas naturales del mundo actual. La esposa del señor que se escurría en medio del líquido elemento tras su sombrero, había avanzado —quince minutos antes— hacia el inicio del sendero inferior. No pudo ver, no pudo ocuparse del deslizamiento del sombrero y de su marido tras el mismo. Estaba contemplando el estruendo de una cascada. Sin embargo, creyó ver en la lejanía un tronco caer. En realidad, después se enteró, que había visto caer a su esposo en esa tarde calurosa. Cada siete de enero, a eso de las tres de la tarde, poco más o menos, llega, al santuario de San La Muerte, una mujer, ataviada con ropas simples. Viene a rezar, a orar. Repite una suerte de letanía que apenas es audible: “Agua… Sólo agua. Agua… Sólo agua…”
Nota: 1 “Y” en guaraní, significa agua.
José Antonio Santos Guede
Cuando el sol se oscureció dejando solamente ante él la negrura del presente, pensó qué maldita la hora en la que las nubes venían a estorbar. Ahora, obligado por la oscuridad, tendría que prender las luces. Le molestaba enormemente usar las luces del automóvil por el día. “A ver si por lo menos llueve con un poco de fuerza y así limpia la luna y el chasis”, pensó. “Mierda de bichos”, apostillaron sus neuronas. El frontal del automóvil, con el cristal salpicado de cadáveres de insectos, seguía cortando el aire por encima de la velocidad que las señales que dejaba a su paso indicaban. Aceleró aún más y de pronto la luz regresó. Extrañado ante ese repentino cambio de luminosidad, observó por el retrovisor. Una nube de algo, parecían cosas diminutas, se había abierto a su paso y permitía la llegada plena de la luz del sol.
Siguió rodando sin darle importancia a ese hecho.
Pasaron varios kilómetros bajo sus pies, bajo sus ruedas, quedando atrás todo recuerdo de las naderías de ese día. Y de pronto una luz en el salpicadero le recordó que tenía que dar de beber a los caballos de su audi.
Una estación de servicios erguida como un oasis en medio de la Nacional 6 vino a su ayuda. Señalizó con el intermitente la maniobra mucho después de haberla efectuado y se detuvo frente al surtidor.
Se bajó. Traje cortado a medida, gafas de sol sobre cuya superficie se reflejaba amenazador el astro rey, tez lisa, tersa y bronceada, esculpida en caras sesiones de solarium.
Un mozo desaliñado llenaba el depósito de su moto con ayuda del operario de la gasolinera. Ambos le miraron fugazmente con esa intensidad que la indiferencia hace que olvides al instante lo que acabas de ver. Aún así el operario avanzó, cansino, hacia el A8. “Lleno”. Sonó más a orden que a petición. Y acto seguido comenzó a andar con la firmeza que da saberse el amo del mundo, hacia el interior de la estación de servicio. Buscaba el aseo, anhelando que fuese un lugar medianamente limpio donde poder vaciar su vejiga. Le daba asco tener que orinar en lavabos sucios.
Aliviada su vejiga, salió con la intención de husmear entre los estantes del interior en busca de algún refresco o algo para comer. Se sorprendió al ver al operario y al joven de la moto parapetados en el interior de la estación de servicio, atrincherados tras la puerta, posicionando sus cuerpos con energía, para evitar que ésta cediese ante el empuje que llegaba del exterior y se abriese.
“Venga a ayudarnos, amigo”.
No eran sus amigos. Y desde luego no tenía la mínima intención de ir a ayudarles. Removió en su bolsillo y sacó unos billetes que depositó despectivo sobre el mostrador. Seguidamente fue caminando hacia la puerta y con un displicente gesto manual, apartó a ambos y la abrió.
El día se hizo noche y una turba inmensa de partículas diminutas asaltó al hombre. Éste, en una mezcla de asco, sorpresa y miedo, trató inútilmente de removerse para esquivar la nube que lo cubría, pero miles de insectos se le abalanzaron y comenzaron a asaetearlo con sus cuerpos.
La masacre quedó patente en los miles de bichos muertos cuyos cadáveres yacían inertes en el suelo de la estación de servicio. En ese mismo suelo donde también reposaba el cuerpo de un hombre con traje cortado a medida, traje que ahora poseía algunos agujeros más; con gafas de sol donde el sol ya no se reflejaba, pues miles de cortes habían rajado la superficie opacándola; tez no tan lisa con muescas de golpes intensos y cicatrices de aguijones clavados indiscriminadamente, y con un bronceado manchado por la gelatinosa presencia de los intestinos de los insectos muertos. La paz regresó. El chaval de la moto y el operario salieron a contemplar la masacre.
Y de pronto miles de insectos diversos se agolparon formando una figura antropomórfica. Y una voz cavernosa resonó en ese oasis de combustible: “EL DIOS DE LOS INSECTOS NO PERDONA”.
Estrella Gracia
Aún no cantaba el gallo cuando Chevo salió de casa con el petate enrollado dentro del morral. Yo me encontraba atizando el fogón viendo a los leños arder como la sangre en mis venas por su pronta partida; me tragué el coraje junto a las gorditas de masa que rellené con frijoles refritos y chile verde con sal martajado en el molcajete. No llores, Mona, dijo Chevo, pero ni cebolla había cortado pa’ culparla por mis lágrimas. —Hasta la tumba debimos estar juntos.
—No queda de otra, de qué sirve tanta tierra si no hay pa’ tragar; solo no te olvides del maizal.
Retiré la olla de barro de la lumbre, mi suerte era negra y amarga como el café con canela que serví, picoso sabor a pena. Así fue el último desayuno junto a mi hombre y a los perros que esperaban las sobras. Mis hijos no vieron cuando su padre partió con la promesa de regresar con fortuna. Sola, abrazada al rebozo, lo vi atravesar el campo de siembra mientras el sol naciente con su calor se lo fue tragando mientras se alejaba en el horizonte. Cuando mis hijos despertaron creyeron que su padre volvería al día siguiente, que había ido a la capital, pero a diario tuve que contar la misma historia hasta que dejaron de preguntar.
Doce y trece años tenían mis hijos, y nos dedicamos a arar la tierra con la yunta; nada peor que pasar las horas bajo el sol de medio día; los pies hienden como la tierra y el seco mar de calor abraza hasta el cansancio. Ese año la cosecha se evaporó, no hubo nada pa’ vender, solo quedó pa’ alimentarnos por algunos meses, el suficiente, pa’ que los hombres alrededor se dieran cuenta de nuestra hambre y de la ausencia de Chevo. El supuesto noble corazón de algunos resplandeció como rayo de sol en el agua pa’ encandilarme. Pero los hombres no hacen favores a una mujer sin tener interés de por medio. En su hambre o inocencia, mis hijos llegaron a la casa con manteca, frijol, cosas que les regalaban sin nada a cambio; les aconsejé que con trabajo debían pagar por ello, y que nadie les echara en cara los favores, sin embargo, estaban convencidos de que yo solo juzgaba a las personas y no quería creer que la bondad en esos hombres existía. Aquella tarde llegó el anciano tío de Chevo, Anselmo, único familiar que nos quedaba en esas tierras; bajó de la carreta con pazos zambos, y luego de secar el sudor de su frente con el pañuelo que sacó del bolsillo trasero de su pantalón, bajó un costal con semillas que acomodó a un lado de la puerta de mi casa.
—Aprovecha el pisingallo, nunca supe por qué el Chevo nunca le tuvo fe; en la casa tengo mucha pa’ que cubras todo, prepara la tierra y siémbrala, presiento que la próxima será buena cosecha —y se fue.
No supe si sentía más pena por él que por mí, se veía demasiado avejentado. Lo vi alejarse junto a su caballo y su perro canelo que lo seguía bajo la carreta por esa brecha rumbo al sol, mientras el canto de las cigarras le daba el adiós.
Chevo siempre dijo que las mujeres somos brujas, que por eso nos quemaban en tiempos pasados; que sospechamos, que sentimos lo que ocurrirá y, por más que medito, no sé si los hombres son bendición o maldición, porque yo le dije a mis chamacos y les repetí cansadas veces, que no tomaran nada de nadie sin antes haber pagado con trabajo, pero los hijos son sordos cuando se sienten machitos. Mis muslos fueron derrumbados por el demonio que gozó lamer con furia mis senos como si nunca en la vida hubiese probado mujer, me defendí sin lograrlo, una mano suya bastó pa’ detener las mías, mientras impregnaba mi cuerpo con la peste de su hocico y dejaba sobre mi vientre sus asquerosos mecos. Me sentí basura.
Por días lloré confundida, lidiando con un cuerpo que ya no quería, pues sentía que era ropa sucia y quería tirar mi carne lejos, quemarla, enterrarla, sentía la asquerosa saliva de ese maldito escurriendo en mi piel, quería destrozar mi carne que se había convertido en prisión, pero a pesar de todo lo que me trastornaba yo debía estar de pie, mis hijos me necesitaban.
Creí que después de lo acontecido ya nada más podría ocurrir, que la cuenta estaba saldada, pero los hombres en sus caballos comenzaron a pasar por mi casa, riendo y hablando a pecho abierto que ahí vivía la puta. Mi cara terminó por caer al suelo, ¿qué más necesitaba ese hombre después de que se sirvió de mi cuerpo? La burla me magulló fuerte, mi garganta me asfixiaba y la piel ardía.
Uno de mis hijos llegó culpándome por la ausencia de su padre diciendo que por coscolina se había marchado; no lloré ni una sola lágrima, de una cachetada lo enmudecí, el odio ya me tenía seca como pa’ tirarme por la pendejada de uno de los míos. Supe que nadie más que yo estaba pa’ ayudarme. No hay hombres cuando se necesitan y si Chevo regresaba o no, ya no me importaba.
Sobrellevando los rumores y la mala gana de mis hijos, en la siguiente temporada comenzamos a preparar la tierra, sembraríamos el pisingallo. Después del trabajo, mis hijos se iban a bañar a las aguas del canal pa’ refrescarse mientras yo
me quedaba en la casa a preparar la cena; una de esas tardes, el abusivo llegó aprovechando mi soledad. No puse resistencia, dejé que tomara mi cuerpo a pesar del asco que sentía, ya que nada ganaba con pelear. «No te olvides del maizal» recordé las palabras de Chevo, mientras el abusivo seguía sobre mí. «Presiento que este año habrá buena cosecha» recordé a don Anselmo.
El abusivo aún no se subía los pantalones cuando no dudé en darle en la nuca con el metlapil, cayó inconsciente al suelo y fui hacia él pa’ golpearlo cuantas veces pude hasta que la sangre comenzó a empapar la tierra. Arrastrado lo saqué de la casa. Los perros se acercaron a olfatearlo, parecía que celebraban haber atrapado a la presa. Lo conduje hasta los surcos de siembra y comencé a cavar y a cavar bajo la negra mirada del cielo. Todo parecía estar a mi favor, mis hijos aún no regresaban y los perros celebraban junto a mí como si danzáramos en el aquelarre; me sentí la bruja que todos decían que era; sin dudarlo corrí por el hacha y el pisingallo; de un hachazo le abrí el vientre al mal nacido y lo llené de semillas antes de echarlo al pozo. Mis semillas quedaron muy dentro de él.
Poseída aproveché la noche, me olvidé de la cena y sembré la milpa hasta que amaneció, cansada me fui a dormir. Cuando desperté, mis hijos me avisaron que don Arcadio había desaparecido y se largaron pa’ ayudar en su búsqueda. Yo me senté bajo el techo a admirar mi siembra.
Cuánta razón tuvo el tío Anselmo en decir que habría una buena cosecha. Con las primeras mazorcas de mi ofrenda sepultada, hice palomitas de maíz que ofrecí a quienes aún seguían buscando al abusivo Arcadio; les gustó tanto el sabor, que por la buena calidad me compraron costales y más costales de aquel maíz palomero que fueron a vender por varios lugares. ¡Qué buena fue mi paga!
Chevo se fue, y ahora sé que los hombres son semilla que vuela por el viento, abono pa’ una fructífera tierra. Con el tiempo la mujer de Arcadio confesó:
—Siempre quiso irse para el otro lado, el malnacido se fue sin avisarnos.
Ya nadie se llamará como yo acaso los poetas que nunca leí las poetas que amé en la noria del pueblo deslizando con los dedos estrellas de lana virgen con olor a verdad.
Ya nadie se llamará como tú tal vez los hijos de los poetas de h intercalada las bibliotecarias que viajaron de Alejandría a la costa de tus ojos los ilustres apellidos del misterio revelados en los sueños de Noé.
Ya nadie se llamará como ella ni un terremoto de nueve con cinco en la escala Ginsberg ni un cuerpo estelar desconocido explotando en el cielo de su boca nadie absolutamente nadie se llamará Alicia en el país de las alcantarillas.
Ya nadie se llamará como él aunque finja ser la ola el acantilado el fotógrafo suicida aunque eche de menos la espuma la roca la sirena inmortal.
Ya nadie se llamará como nosotros ni las ratas pobres como ratas ni Fulanito ni Menganita expulsados del Edén ni el trinar del halcón maltés subtitulado por Félix Rodríguez de la Fuente ni el bigote de Lenin puede que de Stalin ni la ardiente fe de esta colilla moribunda.
Ya nadie se llamará como el niño que fuiste aunque suene de fondo tu canción ochentera y las sonrisas familiares se agiganten en las fotos y los héroes y los villanos se coman los morros en son de paz o de guerra que uno nunca sabe de qué lado está el amor cuando el silencio te derrota.
Ya nadie te llamará como yo.
I
me voy a curar de ti acicalando la soledad con mis manos callosas de tristeza cubriré de sal la pústula encendida de mi pecho
columpiaré el dolor en el parque de diversiones de mis deseos y arrancaré una flor para macerarla junto a mis huesos
me voy a alejar de ti recitando cantos para mis exequias.
II
morderé el entendimiento al alejarte de mí arremangaré lengua y labios para evitar mencionarte y sacudiré el tepetate para levantar el polvo de tu recuerdo.
III agradezco haberme cruzado en su existencia aunque al final no quede mucha gracia en ello.
Te quiero más que a mi aliento, aunque a veces no quisiera por ti vivo en un lamento siempre yo estaré a tu vera.
Tú existes, mi amante eterno con alas de mariposa volaré hasta tu universo yo te llevaré una rosa. . Mi pecho es tu gran refugio prometo guardarte mi alma tu amor es bello interludio en las noches de mi calma.
Promesa.
Isabel María Hernández Rodríguez
Sueño tu cálido abrazo tu pupila me embelesa adormilada en tu regazo tu boca la mía besa.
Se extiende sobre la tierra el aliento de otras edades tantos ritos para dioses indiferentes tantas caídas como puñaladas en el vacío. Contemplo la quietud del polvo en la distancia intento fecundarlo todo con mi piel intento desvanecer en el púrpura del ocaso intento saciar mi sed con nuevos vicios. Y que me redima la intemperie.
Marionetas asustadas o irascibles por una sombra avasallante desde el inframundo por anhelos quejumbrosos como hogueras en vano por pura perversión que no puede explicarse.
Se oyen lamentos y reclamos tras cada carcajada cuando se enciende la furia de lo que no será y zumban las perdurables moscas del sacrilegio. Se abren reinos de mármol dioses erosionados por la culpa, por la virginidad de viejas lunas, despojo feroz para desperdiciar toda enseñanza y cuándo es nunca y dónde a veces.
Profetas incrustados en un caos de lava mártires que niegan con su sangre justicia o equilibrio fragor del Mundo Nuevo erigido desde la ceniza.
Se derrumban los castillos de tristezas antiguas para una luz debilitada como único camino. Y hay quien confía enardecido en su propia importancia. Y hay quien confunde su no estar con algo extraordinario.
Se contraen las ilusiones a la hora del declive y un lamento de violines rotos crea refugios en las ojeras de un gato angustia pura y legítima como cúpulas de sucio marfil.
Furia convulsa
Desequilibrio silencioso que a veces estalla.
Es como un don o algo sagrado este dolor tan abisal, esta continua confusión; mi soledad más indecible. Ahora comprendo mis oscuros designios.
Llagas, éxtasis y desesperaciones devienen en poesía.
Es como una maldición o algo temido esta furia tan convulsa, este pálido descubrimiento, mi perversión más expuesta.
Ahora encarno mis indisipables conflictos.
Locura, desasosiego y ultraje descienden en poesía.
Es como un monstruo o algo bestial esta tristeza tan difícil, este alarido sigiloso, mi libertad más castigada. Ahora enaltezco mis antiguos tormentos.
Espanto, lágrimas y fascinación se encienden en poesía.
Pantanos espesos
Hago un balance de mis años raídos. He aquí mi cosecha: este destierro prematuro inexpugnable, esta intemperie anochecida con fronteras difusas, esta huérfana mirada que forjaron los temblores, esta certeza del renunciamiento como única gloria.
Hago el inventario de mis heridas. He aquí mis trofeos: esta hierba alta entre nubes diáfanas, esta presencia de rocío que declina, estos espirales subterráneos regidos por el hermetismo, estos pantanos espesos donde se pudre un lirio.
Hago un arte de mis eclipses. He aquí mis frustraciones: este perro postrado que las horas carcomen, este aburrimiento que desplaza todo centro, esta conciencia que se muerde a sí misma, estas emociones cercenadas por un gesto fugaz.
Hago el recuento de mis frágiles victorias.
He aquí mi ganancia: este dolor como un volcán adormecido, este espectáculo siniestro que ofrece mi decrepitud, esta infinita soledad que nutre mis versos, este feroz recordatorio que insiste en mis gusanos.
Adán Echeverría
(Concibió las manos en plástico y la voz escultura siria)
La noche es garganta cerrando puertas en los callejones el trago de insomnio inunda el hospital amargo es limbo la espera la luz aguarda
(en arena serpiente el alba del quirófano resplandece efigies diminutos tigres la niebla que se abisma)
Sobre la luz (en la aquiescente forma del cuerpo y las sábanas de sangre) el paciente ansioso por la donación de córneas aguarda pegado al hocico de los sueños
Y en la oscuridad del sótano sobre la metálica heladez de la morgue oscurece las órbitas un abandonado a su suerte con olvido dentro de la boca.
II
Son las enredadas cofias el temblor quirúrgico párpados cerrados al viento entre paredes albas arredrada sombra (permuta la quimera)
La quietud dibuja el rostro del paciente ciego se trasluce el crisol de la calima y el cristalino nace bisturí silencio afila el tic tac de la amargura caen los relojes bajo el rigor del escalpelo porque este circo urbano donó sus córneas la primera imagen: el falo ardiente de esta lámpara en sus ojos se anuncia lagriman
La visión prolonga sobre el muslo minutos alados neuronas fugaces niebla lumen dactilar seductora muerte del espejo intacta frugal azufre cuervos caricias contraluces las pupilas como prismas violentando los caleidoscopios
Crece el culo de las hembras entre la neblina individual del pensamiento serpentear la sábana del cuarto (el último encierro que habitaba) aquel desconocido de la morgue pálido y sonriente con su muerte tejida entre los párpados abisma la muerta sonrisa
Hembras fanerógamas en pasillos rutilantes agitan los vestidos las medias blancas los ligueros la corona de espinas de su ardiente lengua
Y el rumor gime en los oídos por esta oscuridad que lo secuestra revolcada penumbra su deseo proscrito en el silencio los callejones que brindan sus muertos y el anonimato: labios de ajo muslos de opio los senos burlados por el silicón de la amargura En el vientre del paciente ciego luego del trasplante de las córneas la leche del deseo cuaja fuego secante en los giros de la luna se abisman las imágenes: ellas todas a refugiarse tras las cuchilladas.
III
Y aunque a tiempo penetren en filo las miradas el paciente recuerda las últimas visiones del donante anónimo aquel hombre de la morgue con la marca de abandono abre su memoria: brizna de relámpagos calles somnolientas mujeres disecadas elevan en ventiscas graban al cuello el cenit de sombras su propia muerte que ya no las consume sus propios fantasmas que siguen tras la luna detenidas en la espera del beso almidonado el beso de la noche descompuesta donde todos somos ruina y manojo de esperanzas: Retumba el grito el ciego se revuelca entre las sábanas bajo un sólido ahhhhhhhhhhhhhhhhhggg que atraviesa ásperos aromas como dardo draconiano el asesino incendia la deshecha carne en las esquinas tatuado con la enérgica apariencia del heraldo se fuga tras anegar la sangre
pedazos de luz quedan en el pavimento negra luz de sueño circular que ahora renace: ellas pequeñitas y redondas son caricia de la madrugada ellas y los cosméticos del universo anónimo.
IV
El pálido asesino de rameras ríe (sólo ríe en aguaceros de memoria)
La navaja costura sus heridas bajo los espejos enjuaga los dislocados coágulos y al final de su letargo hastiado por lo negro de la sangre entrega sus colmados órganos a los hospitales de la espera para perpetuar su ruina en otro cuerpo
El asesino victorioso de la morgue intenta olvidar su historia de recluso en las axilas de prostíbulos (dolientes damas circulando el cuerpo hasta la cuna, la ronda de muertos y la duermevela del arrullo)
y latente en la criogenia aguarda la penumbra de su sino: compartir el memorial de sangre permanecer en la mirada nueva de otro hombre de otra posibilidad de permanencia.
V
Cuando esparce la luz el antes invidente rompe la ventana y olvida el abismo de espirales los colores impulsan imágenes de asesinatos: el golpe de navaja en las costillas el beso violáceo el beso blanco
El donador de córneas (criminal invicto prófugo del tiempo) clama su victoria en los reflejos de la carne se contempla intacto incólume expande la semilla de su vértigo en la memoria del antes ciego crece como hiedra agita el cuerpo huésped áspid salamandra antigua el hacha de la muerte distiende el vientre renace en el crepúsculo y el alba
La mirada es virgen imagen clausurando imagen: desnudas hembras se agitan sobre el rostro y aniquilado por la furia que le parasita el ex ciego gira sobre las blancas sábanas el sueño del que es víctima
El hospital se apaga Cruzan ondulantes alaridos ruedan las cofias sangrantes por los corredores se revuelcan arañando el rostro de la Muerte evocaciones lumínicas pardos desencuentros de piel amarga El antes ciego deja en el martirio su esperanza con intensos parpadeos consigue vaciar las pesadillas el pálido asesino de enfermeras ríe.
Américo Reyes Vera *
Entonces apareció la voz. “Sé esto y aquello de ti”, me dijo: “He visto lo que haces con tu cuerpo. Al tocarte me llené de tu temblor amargo”, prosiguió, “oí tus pasos en el desagüe y lograron turbarme tus especias oropeles. ...A la postre, respirar o no respirar no es lo mismo que estar solo o no estar solo”, agregó aún. “Tus dioses no existen”.
Mis hijos entran por la ventana pero supongamos que se me olvida morir —morir es olvidarlo todo— pero supongamos que mis hijos entran por la ventana y llegan a mí sumando 33 años de locura, es decir, supongamos que mi primer llanto tiene 33 años y mis dos únicos hijos son mis hijos predilectos …aunque llamen «pasado» al abrazo que acabo de darles...
Quien era joven antes que yo que se levante porque yo no soy Konstantinos Petrou como pudiera suponerse. Otro hablaría mejor por mí, si bien callando, mientras la clarividencia no degenere y el color en los ojos de mi camuflado: el infeliz contribuyente que sacia su sed de infinito entre las cuatro paredes de su dormitorio.
*
Yo viví una vez en una ventana. Pisé, lamí, escuché al barro subir, vi sus caricias, le arrebaté con generosidad la criatura que surgió de él; hice el amor hasta quedar sin piel, sin nadie. Y, pelechado, soñé que tuve una pesadilla.
*
…Soñé que mis hijos no existían. En el sueño ellos eran una palabra más viejos que yo. Armado a la sazón de heladas nubes salí al aura del azar, cruzándome en el camino con desertores que se habían quedado pegados en el presente “…por eso te encontramos”, afirmaron. Y yo les hablaba entonces del hombre de mi barrio que compartía su vino con los cartoneros y las putitas de poca monta, “…tan parecido a ustedes”, les recalqué con el solo propósito de que entraran en confianza y me cobijaran de buen temple, por cuanto ya había reparado en el gollete de la garrafa que asomaba por la mochila de uno de ellos. “...Abstemio soy, pero no ejerzo”, les dije. (Y pude haber seguido hablando de mi vecino cuando descubrí que no sabía nada de él aun en ese sueño, cuyo silencio era tan real que terminó por despertarme).
*
Las sombras no dejan ver la noche y mis hijos no dejan ver el día y yo bebo y fumo bajo el cielo, como el que más. Y porque pienso mucho en las madres he perdido lo mejor de mí.
*
“El viento es para bailarlo”, sentenciaron mis hijos quitándome la máscara.
“Llegarás tarde a la demolición de tu cuerpo”, me espetaron: “aunque aprenderás, de seguro, a esperar …pero no te servirá de nada”.
*
Huí de mi casa bajo la maldición de mis hijos y fue mi primer almuerzo en soledad —pequén achicharrado con nueces, remojado en pipeño, y naranjas—, antes de comenzar a ser un ateo maravillado durante una media-tarde entre dos julios después de haber adquirido la fe que hoy somatizo —fe, por ende, más en las preguntas que en las respuestas— porque no me había percatado que era un hombre inútil hasta que vi a un hombre inútil idéntico a mí, de chiripa, en el Salón Poético (…) Aquél que propugnaba sin recato
la inclusión de «versos bastardos» en el texto lírico (¿?) ajenos al poema y cuya ausencia sin embargo en él lo desarmarían, tornándolo incomprensible y que el lector de básica inteligencia debía, necesariamente (el énfasis es mío) advertir, según su tajante y subversiva tesis …La cuestión es que me quedaba dormido en los recitales de poesía —cansado de esperar el vinito de honor— y pensaba que cantar canciones muy antiguas de pura rabia era suficiente trabajo.
*
De mañana me levanto y pregunto:
¿No maté a nadie mientras dormía, no besé a alguien alguna vez o le dije palabras soeces o lo invité al puente cimbra en primavera?
*
Dejé que se llevaran todo, mal que mal los ladrones eran mis hijos bienamados. Y por un segundo tuve el convencimiento de que miseria y desdén era lo que faltaba en este mundo. Me fui a vivir a un seto —a un lugar por definición nebuloso de la región del Maule— donde era posible sudar sin ser visto pero en cierto sentido mis hijos me seguían azotados por una vertiente vespertina o acurrucados bajo las llamas de mi pesado fuego.
Y eran mis hijos bellos desde lejos, más bellos en tanto más se acercaban hasta que ya completamente a mi lado desaparecieron para siempre.
*
De cara a la cordillera me levanto. Todos duermen, incluso los muertos.
Y yo pienso en el adobe y en mis axilas a las que el amanecer pone melancólicas.
En el Guaiquil lo piso el vello rápido del cielo, la terquedad del agua y su pupila; piso mi propia desnudez, mi desazón descascarada. He cumplido mi cuerpo —un cuerpo—: el espacio que la soledad ocupa en las cosas envejeciéndolas si bien nadie dirá nunca de mí: MI PADRE
es ése que está pegado en las bardas —sus piernas lo delatan—. Por él se sabe que hay hombres y mujeres en el mundo. Sus amigos le dicen: «Péinate como los grandes eremitas».
«Es la época» responde, comportándose como alguien que tuviera derecho también a ponerse de rodillas.
RESEÑA DEL AUTOR
AMÉRICO REYES VERA (Curicó de Chile, 1960) ha sido incluido, entre otras selecciones de poesía, en: 100 años 100 poemas. Centenario Natalicio Pablo Neruda (LOM Ediciones, Santiago 2004); Poetas del Maule. Antología para el Bicentenario (Editorial Universidad de Talca 2007), Antología de poesía chilena, Tomo III, de Thomas Harris, Teresa y Lila Calderón (Editorial Catalonia, Santiago 2018), Vestida de sol. Antología poética internacional, (Warriors Editions, USA 2024) y en Habitar el corazón. Antología Internacional. Poéticas y Nuevas Masculinidades (Espacio Sol Ediciones, Santiago 2024).
En el año 2016 fue finalista del Premio Municipal de Literatura de Santiago, con su libro El Confesionario, publicado por RIL Editores, y su libro, Black Waters City (Ediciones Nueve Noventa) obtuvo el Premio Mejor Obra Literaria 2019, del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio de Chile, categoría Obras Editadas, género Poesía.
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