Nudo Gordiano #37

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Julio-Agosto No.37

Toluca, Estado de México, México.

Nudo Gordiano, 2024.

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Cuentos - la Espada

El Campo Santo Más Cerca del Cielo

Walter Hugo Rotela González Destino Ineludible

Juan Martínez Reyes

Cándida

María de los Ángeles Díaz Velásquez

David Jacob Vázquez Díaz

Poemas - la Lanza

Ojos de Hiena

Damián Andreñuk

Melodías del Tiempo

Hugo René García Valladares

Rapsodia de la Desdicha

Deysi Juárez Moncada

Patricia Natalie Mayorga Ochoa

Boreal

C. Carolina Casas

Reseña-El Yugo

No Eran Mentiras, sino Versiones Exageradas de la Realidad

Mariana Salazar

Hace un par de días atrás terminé de editar unas fotografías que registré durante un viaje reciente. Estaba muy entusiasmado, ansioso por repasar, gracias a ellas, los sinuosos caminos de piedra, sobre la ladera de la montaña. Entre esas fotografías estaban, casi lo había olvidado, unas de un cementerio ubicado a un costado del tortuoso camino. Recuerdo que tras una curva alcanzamos a ver unas formaciones regulares con cruces encima. Eran como pequeñas casitas con techo a dos aguas del tamaño de un cajón peruano. Estaban montados sobre la ladera; aparecieron a nuestra izquierda. Eran sepulcros, pequeños mausoleos, rústicos, antiguos quizás. Cómo saberlo, pues pasamos por el frente con cierta prisa, sin serlo. El andar del pequeño ómnibus era continuo, sin pausa, pues estábamos subiendo. De hecho, esperábamos, rogábamos que no se detuviera en subida… El tamaño del cementerio era pequeño, lo percibo ahora viendo las fotografías.

De camino a la zona de nuestro destino, es decir, a la base de salida de montañistas que ascienden el Huayna Potosí en Bolivia, notamos la presencia de un grupo de personas de la zona, apostados a un lado, como a veinte metros de la ruta. Es un camino no asfaltado, labrado, como dije antes, en la ladera de las montañas. Las mujeres estaban ataviadas con sus trajes típicos de cholitas. Aquí debo aclarar que la expresión cholita se usa para referirse a las mujeres mestizas del altiplano boliviano que utilizan vestimentas tradicionales desde el proceso de iniciación del mestizaje. Consiste en el uso de sombrero de ala corta o mediana, blusas o chaquetillas que pueden ser livianas o pesadas, según la región, polleras de amplio vuelo, plisadas. Debajo de las polleras utilizan enaguas, en tanto usan para calzarse botas y botines con cordones, abarcas o sandalias, y sobre los hombros una manta de macramé con adornos de lana de vicuña o alpaca, mientras que el cabello lo llevan recogido en trenzas. Estas mujeres así ataviadas la vimos no sólo en ese camino sino en la ciudad capital, realizando variadas actividades. Descubrimos que su uso está ligado a una suerte de reivindicación y resistencia cultural de parte de las mujeres que lograron que deje de ser obligatoria la adopción del uso de ropa occidental en los lugares públicos, sean ambientes académicos, políticos, de espectáculos y/o en medios de comunicación. Una diferencia importante que distingue a estas mujeres de otras de Sudamérica.

Disculpe, amable lector, sigo con el relato. A veces olvido que estoy dentro de estas páginas, unido a estas letras dentro del universo albo. Lo cierto es que mirando las fotografías noto que era un grupo de siete mujeres y dos hombres. Y la pregunta era y sigue siendo: ¿quiénes eran y qué hacían allí en esa hora del medio día? Quizás visitaban a sus muertos, pues no había mucho más. Pocas casas a lo largo y ancho de estas altas formaciones rocosas. Lo que sí noté al observar las imágenes fueron dos cosas. Primero, lo evidente. Es el cementerio más cerca del cielo que yo conozca. El campo santo está a la misma altura que las nubes. Es decir, está cerca de los 4.900 metros sobre el nivel del mar. Lo segundo, no fue, ni por asomo, evidente, ni esperable al registrar unas fotografías. Costó ver, darse cuenta y mucho más creer… pero allí estaba. Al costado de una tumba, alguien estaba erguido, de pie, aunque se ve con escasa nitidez.

Sin embargo, es posible notar la presencia de un hombre de casco, tipo de los de minero, pues tiene esa inconfundible lamparilla delante. Parece seguir el paso del ómnibus con la mirada. Parece increíble, pero las fotos lo demuestran. Las tengo aquí, delante de mis ojos. Miré una y otra vez las imágenes. Registran el pequeño cementerio desde varios ángulos, conforme fue avanzando el vehículo. En tres de las fotografías se nota a esa figura humana, claramente, de casco, y que sigue nuestro paso con la mirada. De esto me doy cuenta al mirar las fotografías en mi casa, quince días después de regresar del viaje. No antes mucho menos en el momento que se hizo el registro. Dudo, aún, de que en ese momento haya habido alguien allí. Pero como aquellas personas que caminaban en grupo, podría ser un visitante del lugar. Este hombre, también pudo estar allí en igual actividad.

Para intentar saber más sobre el sitio en cuestión, sobre esta construcción particular en la alejada ladera de la montaña, busqué en internet y descubrí, ahora recuerdo que alguien lo mencionó, el lugar es el cementerio de Milluni. Allí fueron enterradas personas en épocas diferentes. Las que en este momento parecen tener sentido, son los enterramientos de mineros masacrados por militares en 1965. Quizás esta imagen sea, no lo sé, de un antiguo minero que nos quería revelar aquella situación particular. Mis dudas persistieron. No podía con el tema, estuvo en mi mente todo el tiempo en este par de días. Contacté a Julia, una amiga que realizó el viaje conmigo y le planteé el asunto. Ella no recuerda haber visto a nadie allí. No aparece en sus fotografías nadie allí. Solo las tumbas.

Me resta pensar que quizás, solo quizás, allí no hubiese nadie de pie, que quizás haya sido una manifestación visible para algunos por estas extrañas cosas que suceden, cada tanto, y sobre las que no tenemos explicación. Pero estas fotografías ante mí no me dejan mentir. Allí había un hombre con un casco de minero siguiendo el recorrido de nuestro ómnibus.

Cuando el hombre se desplomaba por el disparo en la plaza, apareció la imagen de su madre, quien le advirtió hace algunos años: “Esas personas son malas influencias para ti, hijo. Después, ya será muy tarde para arrepentirse”. Pero él no quiso escucharla, pues ya era un hombre y podía tomar las decisiones que le convenían para su solvencia económica. El sicario se acercó para rematarlo y le preguntó:

—¿Cuáles son tus últimas palabras?

—Ojalá pudiera retroceder el tiempo— replicó con certeza.

Entonces,

a) Le disparó a quemarropa y se marchó en su moto, ante los gritos de la gente.

b)Volvió al pasado y, como si de una pesadilla se tratase, despertó lleno de zozobra.

c)El hombre abatido activó la bomba que llevaba en su casaca y se llevó al otro mundo a su enemigo.

Encierre la opción que más le satisfaga para culminar esta historia.

María de los Ángeles Díaz Velásquez

Nació feliz con una sonrisa blanca impecable en un rostro negro adornado con una nariz ancha y rizos abundantes.

Creció en medio del río, de la selva, el sembradío, en medio de una familia pequeña, llena de necesidades pero con brazos fuertes para labrar la tierra y mucho amor para dar.

Su vida era perfecta, el sonido de los pájaros irrumpiendo en el viento, el arrullo del agua que roza las rocas del río, las hojas de los árboles que secas suenan debajo de sus pies. Vivía enamorada de su calma vida, la felicidad brotaba de ella como las flores en medio de los altos árboles, hasta que el momento llegó.

El silencio invadió el pecho de sus padres que enmudecen con el pasar de los días, ahora eran sus ojos los que veían el río, la selva y el sembradío con ansiedad, angustia y miedo.

Su padre ya no conciliaba el sueño, esperaba la noche atizando el fogón con prisa para que la llama no se apagara, esperando que la luz ahuyentara a lo que vendría, pero aún con la esperanza sembrada en la conciencia la criatura apareció.

Tomó a cada uno de los habitantes de la casa y los restregó en el fango, les pisó los sueños, les borró las sonrisas, y violó a su madre. De a pocos les arrancó la vida, y a ella como si la selva la protegiera le pegó un cachazo en la cabeza que le arrancó los dientes y la dejó dormida.

La brisa de la selva la abrazó y la desterró de su amado hogar, pero le guardó la vida.

Ahora vivía perdida en una ciudad ajena y gris en donde nadie la conocía ni se preocupaba por el dolor que arrastraba con ella por las calles y en medio de sus recuerdos.

Ahora descalza caminaba buscando los resquicios de esa vida feliz que la criatura le arrancó, pero se dio cuenta que en la ciudad ella se disfrazaba y también pisoteaba sueños, pero aún sin dientes ella tenía la sonrisa más bella con la que contagia a los desconocidos que aunque la llaman loca se ríen con ella fabricando así un arma infalible en contra de la criatura que con paciencia espera.

Yo siempre había vivido mi vida con un abismo insondable en mi pecho. Había cargado con el peso de su ligereza, sabía sentir en fatuas llamaradas, pues ese hueco se tragaba todo. Había logrado entender que toda gloria, toda pena, todo dolor, toda alegría, vive tan solo un momento pues aquello que no es nada, busca apoderarse de todo. Me robaba siempre hasta no dejarme nada. Ya con el tiempo aprendí a vivir sin nada adentro, aprendí que no tiene sentido procurar llenar el vacío, pues la nada no se convierte en algo por más adornos que le lancemos. No se puede transmutar del aire flores por ese principio básico de conservación de materia. De la nada vengo, hacia la nada voy. No obstante, fue hasta aquel terrible invierno en que tuve que aprender nuevas lecciones del abismo; pues desde aquella ventisca, lo que mora en mí, también me mancha la piel y existe en mi exterior.

Ese terrible invierno comenzó antes. Nos habíamos marchado en una travesía de caza, el botín que nos permitiría cerrar bien los tiempos austeros cuando aún las hojas terminaban de caer de las ramas de sus padres. Ya en mi cara comenzaba a dibujarse la sombra negra de la adultez, ya mi padre dejaba de tener tanto que enseñarme y comenzaba a tratarme más como a un igual que como a una vara chueca que nunca pudo enderezar. Muchos eran mis hermanos y yo me moría de envidia por cómo se coordinaban asechando, cómo trabajaban juntos, cómo eran elogiados por el padre. Formaban una sinfonía de coreografías mientras distraían y mataban las presas. No entendían bien mi forma de trabajar. Yo necesitaba más sigilo, más tiempo, más calma, más soledad, y con el frío del invierno soplándonos la nuca se volvía imposible. Ésta no era mi familia; ahora que me comenzaba a erguir como un hombre sobre mis piernas de bronce, me daba cuenta que, si bien compartíamos sangre, mi corazón era otro, mis hábitos eran otros, como el hijo de la tribu enemiga que se había colado en el vientre de una madre joven. Mi amor por ellos también se lo tragó mi hijo, ese abismo negro que acurruco en mi pecho como a un niño caprichoso. Todo lo quiere, todo lo toma.

Cuando el frío inició, me culparon a mí. Cuánto desearía ser yo quien despertara al lobo del invierno con un susurro. Los primeros días fueron los más brutales, el más viejo de mis hermanos se arrebató las pieles y nadó por la nieve en un frenesí furioso mientras lloraba y reía, la piel que se tornó roja como el fuego luego se puso azul. El corazón que ardió con locura pronto paró. El menor de mis hermanos musitó una canción antes de dormir por siempre, una de las noches en que debatíamos volver, nos habló que entre los árboles ojos de fría luz lo desnudaban, nos cantó sobre la gélida hambre que rompió a nuestros viejos.

Cuando decidimos volver ya habíamos perdido a dos hermanos más, los más jóvenes. Los suministros deberían rendir más, pero con tanto frío y tan poca caza, pronto tendríamos que comer del venado. Tengo hambre. El hueco negro que siempre llevé en mi pecho ahora habita en mi estómago mientras veo mis huesos amenazar con asomarse de entre mi carne. Mientras los árboles me miran con sus ojos desdeñosos. Mientras a lo lejos escucho los cantos de una procesión fantasma. Tengo hambre y mi estómago es más grande de lo que pensaba mi padre, por última vez me ha fallado.

En un punto pensé que estaba solo mientras tenía compañía, ahora no tengo compañía, pero no me siento solo porque por fin soy lo que siempre añoré por dentro, mi abismo y yo por fin somos uno. Aquellos muy helados para poder ser masticados hubo que derretirles la nieve del núcleo. Aquellos más frescos sabían a dolor y tristeza. Mi padre me ve con oprobio perpetuo, la cara con la que murió es la misma máscara impávida con la que vivió siempre. Su falso y patético estoicismo es una mentira de la que lo he extirpado. Esta vida que viví hasta hoy, las rutinas sin fin, los procesos eternos, las horas que se vuelven días mientras me absorbía en mi artificio, mientras cazaba o amarraba ramas, mientras tendía trampas, se comienza a ver falsa. Esos días de fingir que el cariño de una mano amiga me daba plenitud, fingir que vivía en mi tribu, que recibía el cariño de mis hermanos, que era uno más entre mis pares; la máscara que siempre he usado comienza a caerse mientras el frío congela mis huesos. Voy a morir y nunca sentí amor, el abismo en mi pecho por fin me va a devorar. Toda la vida huyendo de la negrura y me consume mientras me entierro lentamente en nieve negra de esta eterna noche invernal.

Entre los árboles escucho mi nombre, mi llamado. Con las horas el hambre se vuelve más voraz, aunque ya me comí a lo que quedaba de mi familia, lamí hasta los huesos helados y aún tengo hambre. El abismo en mi pecho se ha comenzado a transformar en un fuego que no logro apagar, me consume, me quema, quiero arrojarle todo con tal de alimentar a tan exquisita llama. Mis pies estaban azules y mis dedos rotos como cristales ahora comienzan a arder con el fuego de mi pecho. Siento el llamado, escucho mi nombre entre los árboles.

Las ramas dibujan los contornos más siniestros de un nombre prohibido, la nieve tan fría y tan densa comienza a parecer un espejo de hielo. Hay un fruto entre los claros, fuera de mi tienda, palpitante como un corazón. Hay comida que es dulce y su trago es amargo. Hay eucaristías profanas y terribles. Por un momento, en este bosque, en este frío, en esta noche de penumbra perpetua, mi hambre es saciada por un instante.

Comprarle algo —cualquier cosa— a un demonio es mal negocio. Sus ventas siempre traen truco, y muchos de estos no son evidentes a los compradores. Además se dice que ellos saben vender justo el objeto o servicio que la persona necesita en el momento, así es mucho más fácil caer en sus triquiñuelas.

Bueno, me pareció buena idea comprar la blanca luna, después de todo estaba a precio de regalo, nada menos que diez mil doscientos millones de dólares, precio verdaderamente risible si se calcula el valor por metro cuadrado de terreno. Como empresario siempre he sabido ver a futuro. Los papeles estaban todos en regla y la oferta era muy tentadora: el negocio del milenio.

Ya me veía como el potentado que había sabido hacer el negocio justo, vendiendo terrenos carísimos a familias tan ricas como la mía, promoviendo desarrollos turísticos lunares, viajes de luna de miel y de aprendizaje; hasta había previsto donar algún área para los investigadores, de manera que no se dijera que el dueño de la blanca luna es un tacaño.

Entre otros beneficios se encontraba la posesión de los derechos sobre el uso de la imagen y la palabra lunar en cualquier texto, lo cual acarrearía bastantes regalías; además de cobrar también derechos sobre los enamorados, hombres lobo, y en general sobre todo aquél que pretendiese obtener de la blanca luna, un beneficio a mi costa.

Negocio a todas luces perfecto, el diablillo además ostentaba un aspecto tan benigno y profesional, que nunca hubiera pasado por mi mente que se tratara de alguna trampa, ni siquiera cuando se rascaba los cuernillos considerando alguna oferta sobre la rebaja que le pedía, pues debo decir que aparte de todo logré un descuento sustancioso. Siempre he sido un gran negociador.

Al terminar la firma de escrituras ante Notario —persona curiosamente parecida al vendedor—, el diablillo dijo: «Bien señor Luna, su posesión le será entregada en un periodo de cinco a seis días hábiles. Ha sido un placer hacer negocios con usted». Luego de esas palabras de rigor, el ser desapareció entre una nube de humo repentino, sin darme la oportunidad de puntualizar el detalle de la mencionada entrega.

«Seguramente ha confundido el producto, pues la blanca luna no se entrega a domicilio, ¿verdad?» le dije al Notario esbozando una sonrisa, pero el hombrecillo ya se encontraba husmeando entre una pila de papeles mohosos —de entre los cuales ingería uno que otro—. Me miró con gesto de hartazgo y después mandó ponerme en la calle.

Algo desconcertado por los sucesos, decidí que lo mejor sería ir a la oficina para abrir expediente a mi compra, y esperar que la inversión creciera por si sola. En el camino me di el gusto de observar mi nueva posesión firme en el cielo. Ahora solo yo tendría privilegios sobre ésta, que como prestación seguía mis pasos con una fidelidad perruna.

Así es, la blanca luna me seguía a todos lados sin importar que fuera de día, de noche o de intermedio. Durante el día provocaba repetidos eclipses al pasar muy alineado con el sol: yo los concedía seguido, a la gente le gustaban y no quería que se dijera que el flamante dueño de la luna era un tacaño.

Al día siguiente el satélite parecía ser un poco más grande de lo habitual, cosa que me llenó de alegría, pues quizá no fuese extraño que los científicos hubieran fallado en el cálculo de la verdadera área lunar, acarreando otro beneficio. Durante ese primer día después de la compra, la blanca luna creció insensiblemente.

Una nueva mañana me despertó con un inusual resplandor sobre mi ventana. Es cierto que era de día, pero el sol parecía haber aumentado su potencia por lo menos en dos veces, porque todo en el ambiente estaba tan iluminado que había objetos al parecer brillando con luz propia. Era solo una ilusión: el efecto de la aproximación de la luna a la Tierra y el consecuente reflejo salvaje de la luz.

Me enojaba que las personas se aprovecharan de la notable presencia de la blanca luna para observarla impúdicamente a mis expensas, no quiero pensar en la cifra perdida durante esos días por concepto de uso de imagen, todo mundo hablaba de la gran roca que crecía y las imágenes —mis imágenes— aparecían en noticiarios y periódicos de circulación global.

El tercer día me despertó un efecto bastante extraño: durante una vuelta para cambiar la postura me impulsé tan fuertemente que salí volando de la cama. La reacción se debía a un movimiento en la proporción de gravedad atribuido a solo una cosa que yo me negaba a creer: la luna se aproximaba a la Tierra. De ahí también los crecimientos del satélite. En ese momento asumí la realidad que negaba, el diablo no se había confundido: mi pedido estaba en camino para ser entregado.

Durante ese día la luna ocupó todo el horizonte, ya no resplandecía porque ocultaba la mayor parte de la luz que debía llegarnos. El resto del tiempo hubo muchas confusiones, los radios cortaron comunicación por las fuertes corrientes electromagnéticas en el ambiente, pero lo más grave de todo fue el punto en que el equilibrio de la gravedad fue tan balanceado que bastaba pegar en el piso para brincar 40 metros sobre el suelo.

Me fui a la cama al final del tercer día, pero no pude dormir, yo creo que nadie lo hizo porque después de todo era evidente que la luna se acercaba irremediablemente. Durante la noche hubo más efectos, los mares subieron centenas de metros, las placas tectónicas se reacomodaron en temblores que no tenían mucho efecto debido a la ligereza de los edificios, pero sobre todo ocurrió una cosa: no volvimos a ver la luz del sol, pues la luna lo eclipsaba. En el cuarto día recibí la visita espontánea del señor diablo, no se presentó ni llamó a la puerta, apareció al lado mío cuando orinaba y se limitó a decirme: «Señor Luna, me da gusto informarle que gracias a la eficiencia de nuestro servicio de entrega, podrá recibir hoy su mercancía». Luego de hacer un comentario irrelevante sobre mi miembro, se esfumó con la misma discreción con que lo vi aparecer.

Yo no sabía qué hacer, podría quizá comprar los terrenos en los que aterrizaría la luna para que mi propiedad no invadiera otras. Quizá podríamos hacerla desaparecer a base de explosiones nucleares, pero todos mis intentos por contactar a personas de negocios y de gobierno fueron vanas, la evacuación había empezado. Durante ese día salí a vagar, recorrer la ciudad nunca fue tan rápido como cuando se pueden brincar 100 metros de un solo golpe. Aún de noche, esporádicas luces todavía encendidas me recordaban que la gente existía en algún otro lado, personas lo suficientemente inteligentes como para no comprar la luna, que ahora presentaba una faz negra. Algunos se quedaron, viejos, enfermos y locos; de alguna forma pensaron que si el fin del mundo iba a sorprenderles lo debía hacer, por lo menos, en sus casas.

Luego de mi paseo decidí que lo mejor sería contemplar mi caída desde primera fila, subí al pico más alto de la ciudad y ahí me puse a observar la llegada grandiosa de mi oscura luna. Las corrientes de aire pasaron rápidas, y finalmente la ciudad se volcó en la negrura de una noche atiborrada de roca, como si sus esfuerzos cejaran.

En el momento extático de la perdición, la vista no es necesaria más que para firmar el recibo que extiende el diablo que aparece nuevamente ante mí. Pero… ¿qué tal que no firmo el recibo? «No es la mía —le dije, hasta eso con mucha seguridad— yo compré la luna blanca que vimos en el catálogo y esta es negra por completo… no puedo recibirla.»

El diablo se revuelve, mira a mis ojos alardeando presión mercadológica, y luego acerca la pluma sin decir nada, como haciéndome creer que el trato procede a pesar de mi queja, pero no me dejo engañar:

—La luna blanca, no la negra.

—Muy bien señor Luna, no la reciba, no es su blanca luna, pero sabe que no hay devolución sobre mercancía salida.

—Lo sé, sólo quiero mi blanca luna como la pedí y ya.

El satélite volvió con fortuna a su posición habitual en donde luce tan clara como antes. Sin embargo la prefiero así; después de todo el plan siempre fue ir a la luna, no que ella viniese. Aunque sé que el astro es mío, me guardo bien de proclamar mi posesión: nadie, nunca, mucho menos empresarios hábiles como yo, gusta de exponerse como el culpable de un cataclismo que por poco acaba con el planeta.

Hay un reino paralelo sin regreso. Un valle intacto más allá, donde las nubes de polvo clausuran el crepúsculo.

Hay ojos de hiena en la máscara de la lujuria. Autónomas visiones que nacen de mi ser ausente.

Hay una euforia de lógica mareada. Hay un abismo en la raza de Los-Sin-Mañana. Hay frustraciones que saben a ceniza cuando la quijotada de vivir. Cuando se pudre el sueño de una madre.

Sinceridad total

Fortalecimiento es asumir la soledad y su sentencia. Subversivo

es quien se aplica sus puntos de sutura. Quien renace con violencia de sí mismo. Quien afronta las adversidades como si fuera invulnerable. Quien forja atormentado su coraza para preservarse dentro. Quien paga el alto precio de una sinceridad total.

El sendero genuino original se ha diluido en los escapularios. En los psicópatas tras bambalinas.

*

En otra dimensión el más allá. Entretanto abundancia aquí y ahora. Lo insondable, lo que no puede ser arrebatado. Riqueza y sus diversas acepciones. Sabiduría de un dolor inmemorial.

Existe una mujer

Existe una mujer que inicia danzas ancestrales desde el brillo enternecido de su boca, que entona el himno de la gloria desde la gracia deslumbrante con que se suelta el pelo, que abre portales infinitos con sus ojos y sus manos y su piel.

Existe una mujer tan transparente como el agua. Más imperiosa que la sed.

Damián Andreñuk
Riqueza

Vértigo y azoramiento

Yo que fui un adusto niño rezagado por el miedo, yo que albergo muy adentro

este declive sin fin que me acompaña en mi estática caída aunque mi sangre rebulla a borbotones atizada por mis muertos, yo que he buscado en vano las raíces de la vida y una inmóvil victoria sobre el tiempo, yo que soy esta gris mezcla de contradicciones en una única sustancia, que he sido encerrado en este cuerpo con un íntimo enemigo desde mi nacimiento, yo que he quedado a solas tantas veces con el vértigo y con el azoramiento,

yo que seré hasta siempre un puñadito de ceniza deslucida en que cualquiera soplará mi obstinación, mi vanidad y mis tormentos, yo que no sé habitar mi nombre y que he cargado largamente con las piedras del apego y la carencia; sé que nunca habrá respuesta para mis temblores pero he erigido un templo enorme para los “no importa”.

I.

Entre las sombras del reloj se desliza mi existencia, un susurro sin retorno, un latir eterno que se me escapa entre los dedos. Cada tic-tac me recuerda la fugacidad de cada instante, la efímera danza del tiempo que no espera ni descansa.

II.

No quiero perder mi tiempo en lamentos del pasado, en nostalgias que solo dibujan sombras en el alma. Prefiero sumergirme en la esencia del presente, en la magia de cada respiro, en la promesa de un futuro incierto que pulsa con fuerza en mi corazón.

III.

Cada amanecer trae consigo la oportunidad de empezar de nuevo, de reinventarme, de abrazar la vida con renovada pasión. Cada atardecer alimenta mi agradecimiento por lo vivido, por lo aprendido, por cada instante que me ha forjado en la persona que soy hoy.

IV.

No deseo diluir mis días en la rutina insulsa, en los laberintos del hastío, en las cadenas de lo mundano. Quiero saborear cada momento como si fuera el último, como si cada segundo contuviera la esencia misma de la eternidad, como si en cada latido resonara la melodía del universo.

V.

Cada paso que doy, cada decisión que tomo, es un tributo al valor inmenso del tiempo. No quiero desperdiciarlo en trivialidades, en banalidades, en distracciones vacías que desvíen mi mirada del horizonte luminoso que me aguarda.

VI.

Cada sonrisa que regalo, cada lágrima que derramo, cada suspiro que escapo, son pequeñas joyas que componen el collar de experiencias que llevo conmigo en mi deambular por la vida. No quiero dejar que se escurran entre mis dedos sin ser apreciadas, sin ser valoradas en su real dimensión.

VII.

Cada relación que cultivo, cada lazo que tejo, cada palabra que comparto, son semillas de amor que siembro en el jardín de mi corazón. No quiero desperdigarlas al viento sin cuidado, sin atención, sin el mimo que merecen.

VIII.

En el eterno retorno de las estaciones, en el ciclo perpetuo de la vida, encuentro el eco de mi propósito, la razón de mi sentir. No quiero perder mi tiempo en marañas de incertidumbre, en laberintos de duda, en callejones sin salida.

IX.

Cada caída, cada tropiezo, cada fracaso, son lecciones que el tiempo me regala para que aprenda a levantarme con más fuerza, con más determinación, con más sabiduría. No quiero tropezar dos veces en la misma piedra, ni perder de vista el aprendizaje que se esconde en cada desafío.

X.

En el vaivén del tiempo, en la marea de la existencia, encuentro la razón de mi afán, la chispa de mi caminar. No quiero desperdiciar mis energías en preocupaciones vanas, en ansiedades infundadas, en temores que carecen de sustento.

XI.

Cada sueño que acaricio, cada meta que persigo, cada deseo que atesoro, son faros que iluminan mi trayecto, guías que me conducen por los senderos de la esperanza. No quiero dejar que se apaguen en la penumbra de la indecisión, en el ocaso de la desidia, en el olvido de lo que verdaderamente anhelo.

XII.

En el crucigrama del tiempo, en el sudoku de la vida, encuentro las respuestas a los enigmas que me atormentan, las soluciones a los dilemas que me acechan. No quiero desentrañarlos sin el debido cuidado, sin la paciencia requerida, sin la calma que permite ver con claridad.

XIII.

Cada libro que leo, cada canción que escucho, cada película que contemplo, son espejos que reflejan mi ser, páginas en blanco donde deposito mis emociones, melodías que acunan mi alma. No quiero obviar la sabiduría impregnada en cada obra, en cada melodía, en cada escena.

XIV.

Cada viaje que emprendo, cada destino que descubro, cada paisaje que contemplo, son pinceladas de aventura en el lienzo de mi existencia, espejismos de libertad en un mundo que a menudo parece encadenado. No quiero restarles valor, ni menospreciar la riqueza que atesoran.

XV.

En el eco de las palabras, en el murmullo del viento, en el canto de las aves, descubro la melodía silenciosa del universo, la sinfonía vibrante de la creación. No quiero ensordecer mi espíritu con el ruido incesante del mundo, ni perder la capacidad de escuchar el susurro de la divinidad.

XVI.

Cada amistad que cultivo, cada lazo que fortalezco, cada risa que comparto, son pilares que sostienen mi existencia, abrazos que cobijan mi corazón, sonrisas que iluminan mi camino. No quiero descuidar estas conexiones, ni darlas por sentado, ni olvidar que son tesoros que enriquecen mi ser.

XVII.

En el eco del silencio, en la quietud de la contemplación, en la serenidad de mi ser, encuentro la respuesta a todas mis inquietudes, la calma en medio de la tormenta, la paz en el caos. No quiero perder la oportunidad de sumergirme en esta quietud, en este bálsamo para el alma, en esta comunión con mi yo más profundo.

XVIII.

Cada lágrima que derramo, cada sonrisa que regalo, cada abrazo que ofrezco, son el reflejo de mi autenticidad, la expresión de mi humanidad, el testimonio de mi amor. No quiero perder de vista la grandeza que reside en la sencillez, ni olvidar que en cada gesto se encierra el poder de transformar el mundo.

XIX.

En el eco del tiempo, en el latir de mi corazón, en la esencia misma de mi ser, descubro la magia de existir, el milagro de vivir, la belleza de ser parte de este infinito universo. No quiero desperdiciar mi tiempo, no quiero postergar mi vida, no quiero perder la oportunidad de abrazar cada instante con gratitud, con pasión, con intensidad.

En la penumbra del alma herida, se gesta el plan de una venganza implacable, un laberinto de sombras ondea en lo insaciable, donde el odio devora y la sed de venganza guía.

El hombre, testigo de la tragedia sin cuartel, cargando en su pecho el peso de la pérdida, busca en la profundidad del abismo la medida, de un castigo sin fin, de un tormento cruel.

Su hermano, el verdugo de su propio linaje, el arquitecto de la masacre inolvidable, ahora encara la furia de un odio implacable.

Con astucia y paciencia, forja su trampa mortal, un laberinto de ilusiones y engaños mortales, donde la cordura se desvanece entre vendavales, y el verdugo es consumido por su propio mal.

Conejillo de indias en la mente enemiga, condenado a sufrir en el abismo del dolor, cada pensamiento, cada susurro, cada horror, es el eco de su culpa, su propia fatiga.

En el teatro del tormento, la venganza escribe, sobre lienzos de pesar y de eterna condena, en la oscuridad, donde la cordura se desploma, y el destino se retuerce en su eterna desdicha.

Así es la mejor venganza, en la oscuridad insana, donde el verdugo se desgarra en su propio veneno, en el eco de la noche, donde todo es ajeno, en el verso siniestro de esta tragedia humana.

En la bruma de la noche, donde los lamentos se arremolinan, el miedo danza en cada sombra, en cada esquina, la venganza se consume en la hoguera de la ruina, y el escalofrío hiela el alma que escucha y se inclina.

Pues en este juego de sombras y de tinieblas, la venganza se yergue como una sombra invencible, y el verdugo, sumido en su propia miseria inefable, se halla preso en el espiral de sus propias debilidades.

Tan fresco y tan helado, Parecía un ángel descansando, El rosado de sus flores se había marchitado, Un cascarón en el que antes latió un corazón

No cumpliría más años, Su cuerpo se quedaría estancado, Jamás vería más de veinte veranos, La olvidarían y todo sería en vano

Las memorias de otros tiempos, Las armas de los recuerdos, Quedaban solas junto a un llanto lastimero, ¿Cómo se le llama a una madre sin hijos? decía el sepulturero

Las flores que aguantaban sus manos, Temblaban y rogaban a los cielos, Que por amor y consuelo revirtieran el error, Cancelación de la llamada que el destino anticipó

Pobres son los que quedan, Pues quienes se fueron ya no sienten, No han dejado más que penas, Junto a un mar de culpas y penurias

Son tan crueles los azotes del destino, Reflejos inclementes de lo que se ha ido No tiene piedad con las almas abandonadas, Que se sostienen apenas con las últimas palabras

Si tan solo hubiese un nombre para una madre sin pequeños, Si tan solo le extendieran un acto de misericordia, Si tan solo su dolor pudiese enfrascarlo y olvidarlo, Si tan solo su ángel no se fuera tan lejos de sus besos

Adiós y hasta siempre, Era el réquiem de sus lágrimas calladas, Se despedía sin desearlo, “Adiós y hasta siempre, mi niña de engaños”.

Patricia Natalie Mayorga Ochoa

Mientras las rocas cruzan el umbral destellos del aura solar se incrustan como esmeraldas ardientes en la matriz de la oscuridad. La fiebre del deseo concedido bulle en los recovecos termales que nos habitan. El ánima de los elementos se expande vibra colisiona, posee los cuerpos que la invocaron; alumbra el fruto híbrido tras el sofocante devenir, oxida las agujas del verdugo, trastoca los polos cada año luz… y ahí la Aurora brotando como flornoctante sobre nubarrones húmedos. A la deriva ancla en tu ventana irradia en mi zaguán.

Despliega el perfume alucinógeno de su sinfonía sobre el vasto imperio del silencio cósmico, baraja las rutas planetarias, planta baobabs en el sendero de las constelaciones, empantana las figuras cavernosas d e luz diamante y ¡¡bang!!

Conquista las dimensiones… La fuerza magnetoria, gravinética deja la tierra zumbando los cuerpos levitando. Intensa pigmentación policroma. Exquisito trance perenne mientras las rocas se funden entre nosotros, con nosotros.

C. Carolina Casas

El Dr. Gregorio Hernández Zamora es un autor contemporáneo que escribió crítica literaria, poesía y narrativa. Nació en la Ciudad de México y tiene un Doctorado en Lengua y Cultura por la Universidad de Berkeley, en California. Su escritura trata temas conectados con la colonización del arte y la cultura, y actualmente es profesor en la Universidad Autónoma Metropolitana.

Su texto “¿Se puede leer sin escribir?” abarca cuatro páginas y fue publicado el 18 de abril de 2004 en la Ciudad de México, en el suplemento cultural Masiosare, caracterizado por su contenido crítico y reflexivo y un enfoque político, social y cultural, que se publicó de 1998 a 2006. Este suplemento formó parte de La Jornada, un periódico independiente mexicano fundado en 1976, comprometido con la defensa de los derechos humanos y la justicia social.

El texto crítico aborda los problemas de un sistema educativo que busca formar lectores omitiendo la enseñanza de la escritura. Con un tono mordaz, el Dr. Hernández hace comparaciones —en ocasiones extremas— con prácticas empleadas por grupos de la talla de los nazis y los conquistadores españoles, con la clara intención de elevar la omisión pedagógica del sistema educativo mexicano a la de crimen contra la humanidad. Aunque el tema hace referencia específica a políticas implementadas por el gobierno de México en el 2003, su relevancia es perenne, ya que esta postura social no ha cambiado, ni pareciera que vaya a cambiar en el futuro.

“Borrar del mapa la cultura escrita de un pueblo es una de las primeras acciones que todo ejército invasor que se respete lleva a cabo” (Hernández, 2004). Con esta frase, el Dr. Hernández abre su pieza crítica y marca el tono de la misma: la política de “enseñar a leer pero no a escribir” es comparable con crímenes de guerra históricos literales. En su primera sección, el texto aborda hechos históricos atroces, racionalizando que fueron llevados a cabo porque “escribir es peligroso”, y plantea “¿por qué para dominar a un pueblo es esencial destruir sus textos, sus escritores y su capacidad de escribir?” (Hernández, 2004).

De inmediato, una sección subtitulada “Teoría” intenta contestar la pregunta. Otro ejemplo mencionando a los judíos justifica la escritura, una escritura consciente y no meramente mecánica, como necesidad cultural para escapar a la opresión y la dominación.

Posteriormente, bajo el subtítulo de “Fantasía”, el autor plantea un escenario hipotético donde sistemáticamente omitimos enseñar a escribir. Una verdadera distopía social y pedagógica, por si quedaba en duda si el Dr. Hernández buscaba o no hablar a medias tintas.

Para concluir, la sección “Realidad: hacia un país de mudos” proclama que la fantasía mencionada antes es en realidad ya la norma en las aulas mexicanas. Con un poco de ironía lamenta que no necesitamos un ejército invasor, sino que estamos destruyendo a nuestra sociedad por mano y voluntad propia.

¿Quién podría debatir con la premisa de que es importante enseñar a escribir? Sin embargo, el tratamiento del texto se toma más de unas cuantas licencias retóricas —algunas con potencial inflamatorio— y omite una cuestión vital para analizar cualquier contexto social: la perspectiva de los afectados. Comparar decisiones conscientes e infames con el sistema educativo mexicano es una acusación grave y no sustentada en el texto. Primero, la Secretaría de Educación Pública es conocida por ser más bien mediocre e ineficiente (Robles et al., 2009). Si obviáramos la desmesura de comparar a sus dirigentes y estrategas con dictadores y genocidas, podríamos casi argumentar que se les da más crédito del que merecen: en la realidad de México, parece más factible atribuir una política de no enseñar a escribir a ineficiencia y falta de habilidad, que a un maquiavélico intento de oprimir al pueblo.

Toda la teoría expuesta en el texto es sólida. Sin embargo, el Dr. Hernández de nuevo lleva la conclusión a una altura desmedida. Este México dividido en dos que pinta el autor, con un lado ocupado por los infortunados alumnos oprimidos, y el otro ocupado por el gobierno tirano, es un argumento central en el texto; si esta es la realidad del país, en definitiva necesitamos ser salvados. La severa crítica a esta realidad es la base del resto del texto, por lo que la mera posibilidad de que esta realidad no exista, deja al artículo entero flotando en el éter. Parece conflictivo entonces que el texto no mencione la perspectiva de los estudiantes.

Los estudiantes no son por completo un segmento oprimido al que se le niega la oportunidad de aprender a alzar la voz. Una realidad creciente que ya era vigente en el 2004 es que “es alto [el] porcentaje de estudiantes que manifiestan desagrado[...] para elaborar la tesis (Giraldo-Giraldo, 2020). Enseñar es un proceso recíproco que requiere de una mínima disposición por parte de los alumnos. Con estudiantes cada vez menos entusiasmados por la idea misma de escribir, ninguna política social utópica podría enseñarles. El teóri- co de la educación Étienne Wenger argumenta que “el aprendizaje no se puede diseñar; lo que se diseña son infraestructuras sociales que puedan fomentar el aprendizaje” (Wenger, 2001). Esto indica que la culpa es también de la sociedad. ¿Calificaría el autor a la sociedad entera de dictadores opresores?

Es fácil estar de acuerdo con una premisa sensata: aprender a escribir es importante para la juventud de cualquier país. Se vuelve más difícil cuando va acompañada de comparaciones con asesinos, una sobreestimación de la astucia de las autoridades educativas mexicanas, una injusta distribución de responsabilidades sobre nuestra realidad social y un país ficticio dividido en dos facciones en lucha por derechos básicos. “¿Se puede leer sin escribir?” es un texto agudo que toca puntos críticamente relevantes, de una forma tan exagerada y tan plagada de libertades retóricas que los relega a un segundo plano, dejándonos con una diatriba conspiracionista, desmesurada y poco sensible.

Bibliografía

1.Giraldo-Giraldo, C. (2020). “Dificultades de la escritura y desaprovechamiento de su potencial epistémico en estudiantes de posgrado”. Revista Colombiana de Educación, vol. 80, pp. 173–192. https://doi.org/10.17227/ rce.num80-9633

2.Hernández, G. (2004). “¿Se puede leer sin escribir?”. Masiosare. La Jornada, vol. 4. https://www.jornada.com.mx/2004/04/18/ mas-puede.html

3.Robles, H., Escobar, M., Barranco, A., Mexicano, C., & Valencia, E. (2009). La eficacia y eficiencia del sistema educativo mexicano para garantizar el derecho a la escolaridad básica. REICE. Revista Iberoamericana sobre Calidad, Eficacia y Cambio en Educación, vol. 7(4), pp. 48-76. https://dialnet.unirioja.es/servlet/ articulo?codigo=3190846

4.Wenger, E. (2001). Comunidades de práctica. Aprendizaje, significado e identidad.

Paidós: Barcelona.

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