Nudo Gordiano #40

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Enero-Febrero No.40

Toluca, Estado de México, México. Nudo Gordiano, 2025. Todos los derechos reservados. Revista literaria de difusión bimestral contacto@revistanudogordiano.com

Todas las imágenes y textos publicados en este número son propiedad de sus respectivos autores. Queda por tanto, prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de esta publicación en cualquier medio sin el conocimiento expreso de los autores. Los comentarios u opiniones expresados en este número son responsabilidad de sus respectivos autores y no necesariamente presentan la postura oficial de Nudo Gordiano.

El joven esperó, escondido detrás de las columnas del pórtico del templo, la llegada de su musa; aprovechó la demora para repasar mentalmente los versos del poema que declamaría, y el cuaderno, como él, temblaba en sus manos. El escenario parecía ser el propicio para revelar los sentimientos de su corazón. La noche anterior llovió y las paredes exhalaban el aliento fresco de la mañana veraniega; las plantas del jardín se desprendían del rocío, los caracoles hacían caminos sobre los tallos verdes con dirección a los botones de las flores. Revisó la delicada flor que mantenía escondida en el pañuelo; pensaba obsequiarla y prenderla en los cabellos de su amor. Aspiró el fragante aroma del perfume cautivo entre los pétalos mojados.

Su imaginación reptó por la enredadera que tironeaba del tabique de sillares, acarició el vidrio de la ventana, sopló la cortina con suspiros y entró a la sacratísima habitación. Imaginó a un ángel dormido sobre una luz, la cabeza derramaba sobre la almohada su profunda cabellera oscura. La boca entreabierta cuidaba que no escape el alma y los labios sin carmín, armados con diamantes y espadas, oscilaban al ritmo de la respiración. La calle de la plaza iba a ser el anfiteatro para la ejecución de su obra, el primer acto estaba pronto a comenzar; el dios travieso del amor preparó el decorado, y el público se acomodaba para emocionarse con la pasión e inocencia que exhibirían los protagonistas. El viento dispersó las hojas, también desaparecieron las ideas del pobre enamorado que por la impresión olvidó su discurso de declaración al ver aparecer el vestido de armiño, sin aviso, en la vereda. La jovencita le obsequió una sonrisa cordial, el gesto lo animó, resolvió acercarse y decirle, contarle todo.

Deshojó torpemente algunas palabras porque la memoria no volvía, el pánico borró las convincentes frases que había fabricado con la atención de las velas y el consejo de sus libros: las novelas románticas que le regaló su abuelo. Las palomas de la cornisa lo observaron despiadadas y gorjearon para interrumpirlo. La palma derecha en un gesto cubrió la boca breve; ella aguantó la risa cuanto pudo pero sus ojos y sus mejillas la delataron. Él tartamudeó con ingenuidad su verdad: —Te amo.

La declaración fue seguida por la risa desconcertante y grosera de la mujer. La reacción ensombreció el idilio que había construido noche tras noche, la burla fue peor que la dura bofetada por una rígida moral. —¡Estoy a tus pies, mi bella señorita! —exclamó el devoto de la desalmada y se echó de rodillas. Ella aplacó su risa, prendió con rubores sus mejillas y, furiosa, desbarató la rosa que el pretendiente acercaba a sus manos.

—¡A tus pies por siempre! —repitió sin atreverse a recoger el volante del vestido que llegaba a él como una franja de mar. Se fue y no la vio refugiarse en la caridad del templo, solo vio las huellas de sus lágrimas en los puños de su camisa. Adiós y acabó la escena con el vuelo de las palomas.

“A tus pies por siempre”, ¡qué tontería! Y la mujer hizo de aquella frase la espada de su orgullosa burla e hizo del poeta, el trofeo vivo de su belleza trastornadora. Con malicia y sin discreción se jactó de la pena en la que vivía el muchacho, arrepentido. La historia del desaire corrió de boca en boca, lo asediaban sin tregua con risas rebosantes de insidia y burlescas representaciones del acontecimiento a donde llegaba. “¡A tus pies, a tus pies!”, gritaban los fulanos y exageraban el llanto, el melindre, y se echaban al suelo fingiendo pataletas.

Avergonzado hasta los huesos y decepcionado de quien creía una criatura inocente y pura, quemó los versos dedicados a esa falsa ilusión y en el crepitar de los papeles escuchó y sintió la risa humeante de la mujer que lideraba las atronadoras risas del mundo en su contra. De amor nadie ha muerto, pero algunas veces la muerte guía el destino de los amantes burlados hasta su morada, acicateando el dolor. La pena por la desilusión le quitó el apetito, luego la sensatez. Al final de la estación invernal, acosado por sus malas decisiones, se quedó dormido sobre el sepulcro de su madre, abrazado por la humillación y desabrigado de voluntad, en una noche lluviosa. Su debilitado organismo por la inapetencia no venció la tos y la sofocante fiebre. Murió de neumonía y de amor en una cama del hospital. De sus últimas pesadillas, desvaríos por la alta temperatura, quienes lo acompañaban escucharon: —A tus pies, a tus pies...—. Después, al revisarlo el médico, notó que no tenía pulso ni respiraba. Lo enterraron en una tumba de pobre, pusieron la cruz y el epitafio para no olvidarlo, cruz que un temblor ladeó; aspa de hierro, una equis para que los parientes puedan encontrarlo y llorarlo entre los tantos muertos que duermen en el camposanto.

En el octavo día de su fallecimiento una cuartilla carbonizada voló por encima de la ciudad, se atascó en una rendija, sorteó velozmente a los pichones, se metió en la hojarasca, esperó su momento, escapó en una corriente de aire, alcanzó la enredadera y subió, en espirales, por la pared blanquísima. Aprovechó un espacio entre el marco y la piedra, se metió resoplando y sobrevoló la habitación.

La niña dormía bajo el círculo luminoso del candil y el ruido en la ventana la sobresaltó; la cortina se agitó y al volverse encontró en la almohada la tira de papel ajada por el viaje e irregular en sus bordes por las quemaduras. Mantenía aún legibles los últimos versos de un soneto inocente, vio la firma del autor y repentinamente el cuarto se enfrió con el recuerdo del muerto.

Las mejillas de la hermosa joven se apagaron, el miedo la aturdió, la sangre se revolvió en sus venas y turbada por esas sensaciones no sintió la sábana que se deslizaba y caía a un costado de la cama. Mejor dicho, cedía a la fuerza del inadvertido visitante que, con ambas manos, sujetaba la seda y la arrastraba hacia sí. Resplandecieron las rodillas de la desamparada que en ese trance tenía todos los gritos indispuestos. Percibió el olor a claveles y geranios marchitos, el olor tristísimo de un ramo fúnebre. Frente a ella se abrieron dos ojos limpios donde se empozó el reflejo de su hermoso rostro desfigurado por el terror. El hombre o espectro, extendió su mano derecha que tocó el tobillo y raspó con la uña sucia de tierra la piel marfileña de la desfalleciente.

—A tus pies por siempre, como te lo prometí —le dijo y la noche sopló la luz del candil.

Félix Quispe Osorio

La primera vez que vi a la Mujer de Piedra fue un atardecer en la Laguna de Paca. Las aguas reflejaban el cielo andino teñido de oro y púrpura, y allí, en la orilla opuesta, la figura rocosa se erguía como una diosa olvidada. Había leído de ella en libros, antologías de leyendas y mitos de la región. Había escuchado también, narraciones que hacen los jovenzuelos en los botes conforme narraban y remaban. Al llegar al pueblo me hablaron de ella entre bromas y advertencias: “Dicen que trae mala suerte”, me dijeron algunos. Otros simplemente susurraron: “Es mejor no acercarse”. Pero mi curiosidad fue más fuerte. Soy profesor de Literatura, un hombre de lógica y palabras. No suelo creer en leyendas aunque admito que me fascinan. Decidí acampar en el pueblo de Pichjapuquio, cerca de la laguna para empaparme del ambiente, esperando así encontrar inspiración para un artículo que estaba escribiendo sobre mitos andinos. Esa noche, mientras el fuego chisporroteaba y las estrellas cubrían el cielo, no pude apartar los ojos de la figura. Algo en su forma parecía viva, como si la piedra respirara bajo la luz de la luna. Al día siguiente, impulsado por una mezcla de escepticismo y atrevimiento, decidí acercarme. La escultura era imponente, como si estuviera tallada con detalles que desafiaban la naturalidad. Su postura inclinada parecía ocultar una tristeza infinita. Y entonces, la idea me asaltó: tomar un fragmento de la roca como recuerdo. Tal vez podría llevarlo a casa, estudiarlo, tener una parte de aquella leyenda conmigo. Con mi cincel golpeé suavemente hasta desprender un pequeño trozo apenas del tamaño de mi mano. Esa noche, al regresar a casa, dejé el fragmento sobre la mesilla de noche y caí rendido en la cama. Pero mi sueño no fue plácido. Soñé con la mujer de la estatua, pero no era de piedra, era de carne y hueso con un vestido blanco que ondeaba en un viento inexistente. Caminaba hacia mí desde la laguna con los ojos llenos de súplica.

—Por favor, ayúdame —me dijo.

—¿Yo? —respondí asustado.

Me desperté empapado en sudor. El fragmento de piedra sobre la mesilla parecía emitir un leve calor, algo imposible, pero allí estaba. Intenté ignorarlo, pero los sueños continuaron, cada vez más vívidos.

La mujer me hablaba, me mostraba imágenes de un pueblo sumergido en agua, de montañas rugiendo y cielos que se abrían en tormenta. Entendí, a través de esas visiones, que era Paca, un pueblo castigado por dios, por su arrogancia y falta de compasión, igual que Sodoma y Gomorra. Ella, la mujer, había mostrado compasión con dios, quien bajó convertido en mendigo. Él la perdonó e indicó que escape sin voltear, pero la curiosidad la venció, el precio fue ser convertida en piedra, una eterna guardiana de su tragedia. Al principio las visiones me intrigaban. Escribía febrilmente todo lo que veía, tratando de armar un relato coherente. Pero pronto dejaron de ser sueños. Despertaba en medio de la noche con la sensación de estar ahogándome con agua fría en los pies, como si la laguna misma hubiera invadido mi dormitorio. La mujer ya no solo me suplicaba: me exigía.

—Vuelve a la laguna. Devuélveme mi libertad.

Me volví un prisionero en mi propia casa. No podía dormir, no podía pensar en nada más. La roca parecía crecer, cambiar de forma cuando no la miraba. Y entonces, una noche, ocurrió lo que nunca creí posible: me encontré dentro de la leyenda. Era como si el tiempo se hubiera revertido. Estaba en Paca, en su último día. La gente corría gritando mientras las aguas de la laguna se desbordaban arrasando con todo a su paso. En el centro del caos estaba ella, la mujer de la estatua tratando de salvar a los niños, a los ancianos, mientras dios, indiferente, desataba su furia. Sentí su desesperación, su sacrificio. Vi a aquella mujer escapar, corrí tras ella, tropecé y pedí ayuda, ella volteó y me miró, vi cómo sus pies se convertían en roca, sus brazos se alzaban al cielo y su cuerpo se petrificaba mientras el pueblo desaparecía bajo las aguas. Cuando desperté supe que no podía escapar. La roca en mi habitación estaba húmeda como si hubiera salido de la laguna. En mi mente, su voz era clara:

—Ven a mí.

Fui. Era de madrugada cuando llegué a la orilla de la laguna con el fragmento de piedra en la mano. Me sumergí en el agua fría, buscando liberarme de ella o de mí mismo, ya no lo sabía. Sentí sus brazos rodeándome, atrayéndome hacia las profundidades.

Nadie me encontró, pero días después un poblador que llevaba a sus ovejas a pastar cerca de la estatua vio algo extraño: junto a la estatua de la Mujer de Piedra había otra roca. Era nueva y su forma era inconfundible: la figura de un hombre, arrodillado, mirando eternamente a la mujer.

Hace tiempo que ya no se escuchan los redobles de las campanas. Los ecos se han silenciado y junto con ellos las risas de los niños. Hace meses que las calles han quedado desiertas, ya no se logra ver a ninguna persona transitar. El aire ya es nocivo para el ser humano, los animales mueren de hambre y los ríos han dejado de ser puros. No importa cuánto se intente acendrar, nada puede cambiarlo. El tiempo seguía su curso y junto con él las tragedias, nada en esta tierra sobreviviría, eso es un hecho. Ya cansado y sin ganas de seguir existiendo me dirigí a la orilla de un lago casi seco. Cerré mis ojos y me acosté sobre un puñado de tierra, confieso que esperaba morir, mas una tonada... una tonada de un instrumento que hacía tiempo no escuchaba, comenzó a adentrarse en mis oídos.

Me levanté y fue entonces cuando vi a la mujer más bella tocando una pequeña arpa. El movimiento de sus dedos en las cuerdas eran perfectos, graciosos, embriagantes. Todo en ella parecía una sublime danza que hacía olvidar los horrores del presente. —¿Qué se siente poder vivir de nuevo? —preguntó la chica mientras dejaba de tocar tan hermoso instrumento. No respondí a esa pregunta, ¿quién podría sentir que vive en estos momentos de incertidumbre y desdicha? Ella giró su mirada hacía mí y me dedicó una sonrisa. —No se tiene respuesta cuando crees que todo es malo y desgarrador. Es mejor no pensar en ello aunque parezca imposible —seguí callado. Sin embargo, ella seguía sonriendo y comenzó a tocar de nuevo.

“¿Qué se siente vivir de nuevo?”, me pregunté a mí mismo mientras dejaba que su música me hiciera olvidar el presente. Me gustaba el cambio que había tenido mi vida, ya no me sentía cansado ni desesperanzado. Era como si el anhelo de vivir surgiera de nuevo en mí... cada conversación con ella era algo mágico, era tanta la expresividad de sus palabras, sus gestos, sus movimientos. Toda ella era un misterio en esta desolación humana, mas siempre me hacía la misma pregunta: “¿Qué se siente vivir de nuevo?” Esa pregunta me llenaba de cierta melancolía, ¿cómo poder responder a ella? Era algo que seguía sin poder objetar, no existían términos correctos para algo que antes era tan común. He regresado a mi refugio, he sido regañado por no haber regresado antes del anochecer. Me importa poco lo que se me ha dicho, estoy feliz y me basta el motivo por haber tardado.

Noemí Gaspar

He escuchado minutos después que han muerto más personas, entre ellos niños de tan solo nueve años, ya nada puede evitar que la enfermedad se apropie de sus cuerpos débiles y desnutridos. Aprieto mis puños y mis dientes rechinan: hasta estúpido se me hace cuestionar a estas alturas el pecado que cometimos para recibir tal castigo. De nuevo ha salido el sol entre nubes grises, no hace falta decir que son nubes creadas por la contaminación y su intento por querer demostrar su superioridad ante la naturaleza misma. Zarandeo esos pensamientos de mi mente y corro hacia donde está ella, la mujer de la cual me he enamorado. En el camino logro ver un ranúnculo, hace años que mis ojos no vislumbraban una flor . Pido disculpas a la tierra y la arranco. He llegado al parecer algo temprano porque ella no está aquí. Me siento en la orilla del tronco y comienzo a arrojar piedrecillas en lo que alguna vez fue un gran lago. El sol sigue esquivando las nubes grisáceas y ella sigue sin presentarse. El astro rey se está ocultando, comienzan a aparecer las primeras estrellas de la noche y ella nunca llegó.

Quizá su lugar de refugio sea como el mío, donde si alguien enferma o muere impiden la salida a cualquier lugar. Ya estoy harto y cansado de vivir de esta manera. ¿Vivir? Esa palabra ha salido tan natural con un sentimiento de frustración e ira. ¿Será esto a lo que ella se refería? Preguntas y más preguntas invaden mi mente y no soy capaz de responder a ninguna de ellas. Arrojo el ranúnculo al suelo. Necesito verla. Desanimado y sin ganas de nada, regreso al refugio, nuevamente soy sermoneado. Asiento con la cabeza y me dirijo a mi cama. Me quedo de pie mirando la almohada y segundos después me sorprendo golpeándola. “¿Qué se siente vivir de nuevo?”. De nuevo esa interpelación se apodera de mi cabeza. “¿Qué se siente vivir de nuevo?”, —¡no lo sé! —grito mientras lágrimas brotan de mis ojos y bajan por mis mejillas. —No lo sé —vuelvo a repetirme al mismo tiempo que abrazo mis piernas y oculto mi cabeza en ellas. Necesito verla y preguntar su nombre...

No me percaté en qué momento me quedé dormido, mas algo había cambiado dentro de mí. Me sentía diferente y hasta algo liberado, no era como otros días. Esta vez de verdad percibía algo diferente en mí. El sol acarició mi faz. Miro a mi alrededor, no hay nadie fuera de sus refugios. Es demasiado temprano supongo, golpeteo mi cara y me pongo en marcha al lugar de siempre. Y ahí estaba ella, tan hermosa como siempre al igual que su sonrisa. —¿No te parece increíble cómo la naturaleza se abre paso ante la adversidad? Los humanos tenemos tanto que aprender de ella. —Sólo pude asentir y mirar el sauce que comenzaba a enverdecer. Le platiqué sobre las flores ranúnculos y lo bellas que eran, me miró y dijo que le gustaría verlas un día no muy lejano. Pregunté sobre su arpa y respondió:

—Hoy simplemente quiero disfrutar de ti antes de que me pase algo—. Sus palabras helaron todo mi cuerpo. Su mano sobre la mía tranquilizó tal sentimiento. Por primera vez encontré las palabras correctas para responder a su pregunta. Cierto día un joven se acercó a la orilla del río. Tanto su mirada como él eran taciturnas. Con un pesar dejó caer su cuerpo sobre las hojas que adornaban el suelo gracias al sauce. Depositó los ranúnculos sobre la tumba, acarició el nombre que yacía grabado en ella y cerró sus ojos; suspiró mientras en su mente se formaba una sola pregunta: ¿Qué se siente vivir de nuevo?

Me embelesas con tus labios de miel, con tus besos enamorados me erizas la piel, recorres todo mi cuerpo y me dejas aturdida y no sé si estoy despierta o si sigo dormida.

Tus dedos de seda me acarician con pasión, el cielo y las estrellas relucen de ilusión, suenan melodías de violines en mi sueño y me abrazas con deseo como si fueras mi dueño.

Me envuelves entre los suspiros de tu pecho, me enredo en las sábanas de raso de mi lecho; el silencio atronador invade la estancia, y el perfume de romero llueve tu esencia.

La fuerza del viento abre la ventana, y se cuela la escarcha fría de la mañana, el manto del alba me abriga corazón que reverbera la llama de mi desazón.

Un mundo en el cual pueda estar en el cual pueda escuchar y oler y cantar

las preocupaciones de un más allá que no presenta terror ni temor.

Un mundo en donde se pueda amar se pueda hablar y acariciar los paisajes de un alma destilada bajo la mirada.

Un mundo solo un mundo.

Marco José Valencia Caceres

Se quedó muy sola la niña macabra se quedó esperando que la tumba se abra…

Antes ya dormía, estaba en regazo su mamá tan bella parecía su ángel la madre preciosa le daba el abrazo la cubría con alas de plumas arcángel.

Hacía cinco años había nacido la cuna de nácar con seda abrigaba nunca una pena la había afligido jamás una angustia su pecho incrustaba.

La cuna perfecta, de ángeles el vuelo los besos tronados, la cara risueña esa bella alcoba parecía un cielo la beba entendía casi toda seña.

Se quedó muy sola la niña macabra se quedó esperando que la tumba se abra…

Era inteligente, muy bonita y sana la madre y el padre la querían muchísimo la nena cantaba en mañana temprana en tardes y noches con canto bellísimo.

Eran gorgoreos que ritmo tenían eran bellas notas de garganta clara los bellos cantares de su voz salían la dulce nenita parecía jugara.

En un de repente la voz melodiosa se oía salida de boca muy bella pero esa boquita que era de diosa comenzó a trocarse, ya no era ella.

Se quedó muy sola la niña macabra se quedó esperando que la tumba se abra…

Esa cara toda de facciones bellas cambiaba facciones, bien las arrugaba su cuello y cara ya no eran estrellas una brujería su piel la plisaba. La nariz creció, se volvió delgada casi transparente, curva, puntiaguda en su cara flaca ya se le afilaba nena necesita del doctor ayuda.

Consulta de médico; era una tragedia la nena cambiaba, muy fea se volvía parecía cuento, parecía comedia parecía mentira, fealdad dolía.

Se quedó muy sola la niña macabra se quedó esperando que la tumba se abra... Su cuerpo antes sano estaba muy flaco la piel se pegaba embarrada en huesos parecía una vara sin piel y sin saco sus huesos piel seca, los tenía presos. Transcurrían los días muy tristes parecían lombrices sus venas en piel así coyunturas semejaban quistes eran unas bolas de vil cascabel. Porque a esa niña le sonaba todo todo el esqueleto, parecía maraca era una bebita ya no había modo de poder curarla, quedaría flaca.

Se quedó muy sola la niña macabra se quedó esperando que la tumba se abra… Parecía pintada en caricatura tan horrible niña de oscuros destellos parecía que en noche lluviosa, oscura de antro vil saliera, crispaba los vellos. Flacucha, espigada, sin musculatura crecía cual flaco, horrible esqueleto ya su voz preciosa no tenía dulzura sonaba a hueco, con su voz de muerto.

Una tarde negrura por más que lluviosa la niñita de trece añitos tan sólo escapó de casa y corrió jubilosa fue a vivir en cueva, la llena de lodo. Se quedó muy sola la niña macabra se quedó esperando que la tumba se abra… Ahí la nenita encontró comida racimos de huevos de los sapos verdes, esa vil comida le dio una gran vida

¡Vamos, niña, come, tú todo lo muerdes! Sorbía los huevos, mordía cascarones bien atragantados daban energía devoraba ansiosa por todos rincones los huevos enteros, en noches y días. Otros animales también en la cueva habitaban juntos en la oscuridad

Hugolina Germana Finck y Pastrana

eran roedores y macabra Eva bien se los almorzaba con toda maldad. Se quedó muy sola la niña macabra se quedó esperando que la tumba se abra…

Pero un mal día la Evita macabra quiso ya salirse de cueva lodosa se salió cantando, corriendo cual cabra se veía muy mal, se veía horrorosa. Y quiso la vida que por esos lares unas jovencitas saltaran la reata con sus bellos cantos en esos lugares la niña macabra miró ronda grata.

Esas lindas niñas que cuerda saltaban reían jubilosas, cantaban canciones, componían versos y lindo cantaban la niñita flaca veía esas acciones.

Se quedó muy sola la niña macabra se quedó esperando que la tumba se abra…

La piel de Evita pergamino era a sus huesos flacos muy bien se adhería parecía que momia de tumba saliera parecía fantasma que ya revivía. Esas niñas bellas que reata brincaban de pronto la vieron y el miedo nació de Eva horrorosa manos asustaban estaba feísima, las horrorizó.

Soltaron la reata, con pavor corrieron llorando asustadas gritaron muy fuerte los buenos vecinos ya las atendieron y averiguaron cuál era su suerte.

Se quedó muy sola la niña macabra se quedó esperando que la tumba se abra…

Las niñas gritan qué monstruo horroroso estaba parado muy cerquita de ellas parecía un palo y estaba furioso enseñaba dientes, rechinaba muelas.

Eran vil mentiras, la niña macabra estaba asustada, no mostraba dientes sí era un monstruo, estaba cual cabra tenía piernas flacas mejillas salientes. Pero esa niña tan fea, era buena no correspondía ese cuerpo con alma su ánima de dulce bondad era plena tenía con ella grata y dulce calma.

Se quedó muy sola la niña macabra se quedó esperando que la tumba se abra…

A la cueva misma se regresó Evita y con mil suspiros se puso a llorar ella bien sabía que toda nenita la rechazaría, la haría penar.

Sólo en la cueva hallaría consuelo las horribles ranas le harían compañía

los huevos comiendo sentada en el suelo bañaba con lágrimas cuando los comía.

Se acordó Evita de que una persona pudiera abrazarla, era su mamá: “Mil abrazos quiero”. Evita razona se baña en la charca y corriendo va.

Se quedó muy sola la niña macabra se quedó esperando que la tumba se abra…

Se metió a su casa por una ventana y con voz ronquiza grita:“Ya llegué” y la madre llega, brilla la mañana y las dos se abrazan con amor y fe. Los padres de Eva trazan un grato plan la van a esconder de muy torpes miradas con vestidos largos ya la cubrirán con boinas y velos como visten hadas. Y sí que lo logran, Evita la fea ahora parece de hada la espuma vestida con velos parece presea parece un premio ligera cual pluma.

Se quedó muy sola la niña macabra se quedó esperando que la tumba se abra… En el torso llevaba blusa vaporosa amarillo claro con verde esmeralda con tres velos hecha esa blusa de diosa, Eva bien portaba y también la falda.

La falda cubría hasta los tobillos uno sobre el otro tres velos armónicos no se transparentan sus huesos tras brillos de cuatro faldones con encajes cónicos.

Cubriendo su frente, nariz las mejillas tapando sus sienes, barbilla y el cuello velos delicados con unas rejillas de ojos tristes salía un destello.

Se quedó muy sola la niña macabra se quedó esperando que la tumba se abra… Y así la niñita llegó a jovencita envuelta en los velos de brillos preciosos pero una mañana con lluvia maldita su suerte tan negra le quitó reposos. Porque una avalancha de lodo y de piedras arrasó ese pueblo donde residían y sus padres buenos murieron cual yedras cruelmente arrancadas, raíces morían.

En ese entierro la joven tan niña cubierta de negros y sin brillos velos esperaba triste de la vida riña una cruel pelea, derrota de anhelos.

Se quedó muy sola la niña macabra se quedó esperando que la tumba se abra…

I

Paciencia: con esa palabra se yergue el árbol, misma acción efectúa la hilandera: tela y aguja, anillando y corteza, hilo y letra, miel y colmena.

II

El color del vestido.

La costura y su dedal. Un botón y su ojal.

III

Paciencia, el telar invisible de la memoria.

Esas sirenas enloquecidas que aúllan recorriendo la ciudad en busca de Ulises. -Edmundo Valadés

En la ciudad

cuando las luces se mezclan con sombras se oye el lamento de las sirenas.

Van recorriendo calles desiertas, esquinas olvidadas por el tiempo buscando un eco, una huella del que escapó de sus redes.

Las sirenas vagan en la ciudad de asfalto dejando atrás el mar.

Su canto ya no es dulce, son gritos de desesperación que rebotan en las paredes de concreto.

Buscan a Ulises porque se atrevió a desafiar el destino que ellas tejieron, y la locura se apodera de sus voces. No hay océano que las calme.

Ahora su mar es de acero y espejos, donde el viento no trae sal sino polvo de sueños rotos.

Niurbis Soler

Las que un día fueron dueñas de las olas y de los corazones, ahora son fantasmas que recorren avenidas. Su canto es un eco lejano que nadie entiende. Buscan el rastro del héroe en la inmensidad de un laberinto urbano. Ulises no escucha, ha sellado sus tímpanos con la cera del olvido. Su camino ya no lleva al mar. Dejó atrás el caos de voces que lo siguen en su desesperación. Pero las sirenas no se detienen. Su destino es buscar eternamente al que se les escapó de las olas. Y así, noche tras noche, su lamento cruza la ciudad como un viento de invierno.

Ulises, perdido en el laberinto de los hombres, sigue inalcanzable, y las sirenas, con las voces ya quebradas, continúan su búsqueda en una ciudad que no comprende el dolor de las criaturas del mar.

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