Enero/Febrero 2020 No. 10
Nudo Gordiano DIRECTORIO Consejo Editorial Julio César Calleros Rodríguez Enrique Ocampo Osorno Julia Isabel Serrato Fonseca
Dirección Enrique Ocampo Osorno dirección@revistanudogordiano. com
Difusión Erasmo W. Neumann
Toluca, Estado de México, México. Nudo Gordiano, 2020. Todos los derechos reservados. Revista literaria de difusión bimestral
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Mary Carmen Menchaca Maciel
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Índice Cuentos la Espada Tres Cuentos
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Héctor Aparicio
Esas pequeñas iluminaciones
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Ricardo Tello Tovar
...del Mar en Invierno
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Sebastián Varo Valadez
La Carta de Baltimore
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Ulises Gómez de la Torre
Poemas la Lanza VersAsis
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Carlos Alberto de la Cruz Suárez
Embriagante Fantasía María del Carmen Flores Dominguez
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Héctor Aparicio El bufón Sucedió una vez que un bufón llegó a gobernar un país. Era un país tan país, como decían sus paisanos, porque todos eran muy orgullosos, y aunque ese bufón siempre fue una burla para todos los orgullosos paisanos, él les terminaba robando. Hasta el mismo bufón afirmaba y decía con descaro que estaba robando. Pero como lo hacía con circo, maroma y teatro, los paisanos reían y reían sin reparo. Incluso hicieron dibujos graciosos del bufón, los cuales compartían y compartían a carcajadas. El país tan país, como decían los paisanos, poco a poco se llenó de pobreza, con paisanos más y más pobres, aunque más y más contentos. Y así, era un país pobre con un bufón rico. Desde luego que los orgullosos paisanos sabían que el bufón estaba robando. Pero lo único que les importaba era la verdadera honestidad con que el bufón afirmaba que estaba hurtando. Dichosos y orgullosos, los paisanos del país tan país estaban tremendamente agradecidos con el bufón: los mantenía al tanto de sus delictivos movimientos. Por ello decidieron extender su mandato. Entusiasmados, los paisanos del país tan país dieron la noticia al bufón, la cual recibió desanimado, pues era imposible continuar en un gobierno sin sustento: ya todo había sido dilapidado. Al término del cargo, tristes, los paisanos se despidieron del bufón entre risas y llanto, porque no sabían si de nuevo encontrarían a alguien tan honesto entre ellos.
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Ser poeta Quería ser poeta. Los poetas escriben versos y son espíritus fatigados. Quería ser uno de esos espíritus, pero, como todo caballero con potencial, me chingué la rodilla. Un día, durante el trayecto hacia el trabajo, me caí en una banqueta. ¡Lástima! Ya no pude escribir versos. Desde ese momento olvidé cómo hacerlo. Ahora en lugar de ser un poeta que necesita reposar el séptimo día, descanso toda la semana. No me puedo imaginar a esos poetas con inspiración, esos a los que los dioses regalan los primeros versos. Desde luego intenté escribir sonetos, redondillas, quintillas, cuartetos, pero me dolía la rodilla. Para acabarla de amolar cuando escribía sólo redactaba oficios. En fin, el resto de mis días los vivo como cualquier mortal de este mundo: a sabiendas de que nunca haré mi obra maestra gracias a mi rodilla. El comediante y el filósofo No dejo de pensar en la relación entre la filosofía y la comedia, especialmente entre las personas que las representan. Me refiero, desde luego, al filósofo y al comediante. Por ejemplo, cada uno toma la palabra frente al público, lo entretiene un par de horas y hace observaciones con mofa. De lo contrario, puede ser abucheado, o peor aún, ignorado por la misma audiencia, a riesgo de que los espectadores o los estudiantes lo olviden. Por ello, no es de sorprender lo que escribió un jorobado de nombre —si no mal recuerdo— Johannes Taciturnus y que dice más o menos así: “En un teatro empezó un incendio tras bambalinas. Inmediatamente salió un payaso al escenario para advertir al público. Pero el público echó a reír, creyó que era una broma y aplaudió. El payaso, entre risas y aplausos, repitió la advertencia, pero el público sólo se puso más contento. Creo que así perecerá el mundo: con la carcajada de todos al suponer que se trata de un chiste”. Hoy en día el mundo arde y comediantes o filósofos únicamente dan risa.
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Ricardo Tello Tovar Sería su primera navidad trabajando en el hotel. Hacía mucho tiempo que no pasaba las fiestas así, solo. La soledad le resultaba ajena, como si perteneciera a esa juventud recia y desapegada, ahora tan distante: donde hubo desarraigo había domesticación, donde hubo melancolía, amor. Durante la mañana y la mayor parte de la tarde estuvo pendiente de la recepción del Contralmirante Romero, un alto mando de la armada que había viajado a Bahía Solano como parte de la delegación del Gobierno para una reunión extraordinaria de seguridad, pues era un secreto a voces que había una guerra entre bandas que buscaban hacerse con el control del puerto para el expendio de drogas. Desde temprano Miguel Ángel mandó a colgar las arañas finas de cristal, ordenó servir las mesas largas del salón de eventos con empanadas de jaiba y toda clase de pasabocas de mariscos, y avisó en el bar que los de uniforme tenían derecho a barra libre. El día transcurrió sin novedades, y cuando el sol se fue, los chimbilás comenzaron a revolotear de un lado al otro del lobby, atraídos por los insectos que volaban alrededor de las luces eléctricas, silbando como balazos sin nunca impactar en nada, asustando a las mujeres y despertando las risas en el Contralmirante y sus acompañantes. Miguel Ángel se sentía incómodo entre la música y el corrinche, con la humedad del aire pegada al cuerpo, hundida en sus pliegues. Para su alivio, los marineros eran gente cerrada: cálida con sus colegas, pero indiferente con los demás. No recibió más que algunos saludos y el elogio casual por la comida y las instalaciones. Era su intención pasar desapercibido, no tener que darle explicaciones a nada ni a nadie, ser discreto en sus trabajos. Tenía miedo de que los marineros le preguntaran cómo se sostenía un hotel con tan pocos turistas en esa zona. Era una pregunta inevitable, no existía una carretera hacia Bahía Solano; para llegar había que hacerlo por agua desde Buenaventura o en avión, desde Medellín o Quibdó. 8
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Lo que se escuchaba en las cocinas y pasillos del hotel era que el asunto iba más allá de las bandas locales, pues al parecer estaban siendo controladas por grupos armados importantes, aportando la carne de cañón. La reunión y la presencia de un oficial de tan alto rango en el hotel reafirmó aún más las sospechas de Miguel Ángel respecto al peligro latente. Subió a su habitación. La había escogido porque la ventana estaba de espaldas al mar, casi anulando por completo su rumor agresivo, y además le permitía ver el pueblo y las montañas que lo rodeaban, lo que lo hacía sentir más como en casa. Había llegado al hotel hacía poco menos de un año, encontrándolo casi en las ruinas, y poco a poco se había dedicado a restaurarlo, a veces con sus propias manos, casi siempre con dinero de su bolsillo, y lo había devuelto a una especie de gloria antigua que jamás existió. Le era inevitable no pensar en cosas antiguas, en España y sus colonias, cuando veía ese edificio ancho de tres pisos y un pent-house, pintado de amarillo quemado y blanco: blancos eran los arcos curvos de las amplias puertas y las ventanas, y los bordes de las cornisas. A Miguel le parecía que esos edificios construidos para españoles despertaban lo peor de los mestizos, como también veía (y sentía gratitud y satisfacción por esa certeza), el carácter templado de los solaneños, que constituían la mayor parte de sus empleados. Había en ellos una majestuosidad secreta, una vibración de tambores africanos habitando en sus venas. Muchos de los hijos de los trabajadores correteaban, invisibles, por los amplios pasillos del primer piso, tratando de ganarse algún billete haciendo cualquier cosa, ayudando en lo que fuera. El ciclo se repetiría; serían la siguiente generación de hombres de confianza de algún patrón, nunca patrones; serían el reemplazo del reemplazo de los esclavos, nunca con ese nombre, y los tambores sonarían cada vez más bajo. Toda espalda orgullosa, toda rodilla siempre terminaba doblegada. Miguel se preguntaba si el orgullo podía desaparecer por completo, y se extrañaba de esos pensamientos, como si no fueran un asunto al que valiera la pena dedicarle el escaso tiempo de la vida. Debía de ser pasada la media noche cuando cesó el ruido de las botas militares contra el piso de madera. Cuando todas las luces se apagaron, el hotel entró en un silencio aterrador. Miguel Ángel alcanzaba a 9
escuchar el tic, tic, tic, de las patas de una cucaracha contra el techo, también de madera. Se quedó acostado, con la oscuridad aplastándole los ojos, tratando de seguir el movimiento del enorme insecto a partir del ruido de sus pasos. Estuvo atento, concentrado en su percepción auditiva, en los conductos del interior de su cabeza; siguió a la cucaracha hasta que se alejó, el ruido se fue haciendo cada vez más débil hasta desaparecer. Cuando estuvo seguro de que no había nadie ni nada más en la habitación, Miguel Ángel se sentó en la cama, desnudo, y sintió el aire recargado del Chocó, lamiéndole las axilas y metiéndose bajo sus párpados. Un leve olor a podredumbre, casi agradable, ocupó la habitación, desencadenando recuerdos de noches peores, sacando a Miguel del ensimismamiento. Reconoció su cuerpo, sus extremidades, en ellas su fuerza, y se apropió de la situación. Encendió las luces y se metió a la ducha, y bajo el chorro fuerte y helado pensó en la última van. Había recibido la mitad del pago, pero si había algún inconveniente o daño durante el viaje en barco a Buenaventura, él tendría que hacerse cargo de cualquier gasto. Pensó que los clientes podrían aprovechar la distancia para exagerar los daños y estafarlo; es lo que él haría en su lugar. Era la tercera van que enviaba, pero no confiaba en las personas ni en la furia impredecible de los elementos. A su mente volvía el miedo de que los marineros se enteraran de los envíos. Recordó, con el cuello y la espalda endurecidos, la pésima idea que había tenido durante el almuerzo, cuando pensó en acercarse al Contralmirante Romero para proponerle una alianza. Había obtenido el cargo de gerente del hotel por pura casualidad, como parte del pago de una deuda de hacía muchos años, de la época en la que movía mercancía china de contrabando desde Cartagena hasta los almacenes del centro de Bogotá. 10
Nunca esperó recuperar nada de ese trato, y después de tanto tiempo pensó que se trataba de una buena oportunidad para intentar salir de la crisis. Un antiguo socio le había ofrecido la oportunidad de recibir furgonetas en Bahía, desde Panamá, y reenviarlas a Buenaventura. Para guardarlas se utilizaba el espacio del hotel. El negocio era redondo. Cachimbó era un joven muy alto, con la piel oscurecida por ese tono acanelado, rojizo, que forja el sol del pacífico. Él se encargaba de revisar y hacer las modificaciones necesarias en las furgonetas antes de enviarlas a Buenaventura. Miguel Ángel nunca estaba presente, pero no le costaba trabajo imaginar en qué consistían los trabajos. Por fortuna el Contralmirante y su delegación saldrían al día siguiente al amanecer, se irían lejos de Bahía Solano, de Miguel y la sospecha. Al salir de la ducha helada, Miguel Ángel sintió una vez más el aire viscoso de la ciénaga. Pensó en Sonia y en el niño. Aunque los primeros días se había sentido aliviado sin su presencia, animado por las escasas turistas y el sexo reconfortante de las empleadas negras, con el tiempo se había dado cuenta de que extrañaba a su mujer, y en especial a su hijo Ricardo, de seis años. A veces sentía que se estaba perdiendo la mejor etapa del pequeño, pero le reconfortaba la certeza de estar trabajando duro y proveyendo lo necesario para su familia, aun cuando él mismo no tuviera una idea clara de en qué consistía su labor. No era la primera vez que trabajaba bajo la presión de la incertidumbre. Miguel Ángel era un hombre maduro, tallado por el ejercicio, que aparentaba menos edad de la que tenía. Había trabajado desde niño, y su juventud repleta de excesos le había dejado como herencia un profundo sentido de la disciplina y la responsabilidad. A los treinta años, mientras trabajaba como inspector en la Federación de Cafeteros, supo de una operación que impli-
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caba aduanas y ejecutivos importantes. Estuvo de acuerdo con la eliminación de algunos cargamentos de los registros e inventarios, pero nunca se había atrevido a dar el salto, a entrar al negocio de manera directa. Un sólido sustrato moral creaba en él un temor paralizante. Ahora, con sesenta y cinco años, Miguel Ángel se reconfortaba con el trinar de los zarapitos que picoteaban la arena; trataba de enterrar sus miedos, de dejarlos atrás, lavarlos con alcohol y sal, o con esa lluvia furiosa que por esa época del año venía desde el mar y hundía sus dedos en la selva casi a toda hora. Esa noche no llovió. Miguel Ángel miró las estrellas limpias y cercanas, y el pueblo estático, bañado por la luz de la luna que flotaba sobre el hotel, oculta detrás de los muros de su habitación, haciendo imposible el alcanzar a verla. Sintió ganas de un trago. Se puso una bata de toalla y bajó hasta el primer piso, al bar. Enterró una botella de sello negro ya empezada en un balde con hielo, agarró un vaso y subió a su habitación. Así estuvo durante más de una hora, bebiendo con ansiedad, escuchando el muy leve arrullo de las olas, alguna conversación lejana, su propio pulso templándole las sienes. Cuando le faltaba poco para terminar la botella, se asomó al balcón para fumar un cigarrillo y, antes de encender el fuego, las vio: luces amarillas titilando en las montañas. No se atrevió a fumar. Recordó que alguien había dicho que los guerrilleros se comunicaban en la noche por medio de linternas. Miguel Ángel se dio cuenta de que los marineros eran un objetivo valioso para los insurgentes, y que era muy probable que ya los tuvieran identificados. Por primera vez se permitió aceptar la sensación de miedo que lo había acechado durante el día. Se apuró la botella en dos tragos largos, que lo llenaron de furor. Miguel pensó en robar una de las lanchas del hotel y escapar en silencio, antes de la inminente
toma armada. Volvió al balcón con la esperanza de que las luces hubieran cesado, pero ahí estaban: tenues, perdidas entre las ramas de los árboles, titilando como en código morse. Sacó una maleta grande del armario y la arrojó sobre la cama. Mientras embutía en ella manotadas de ropa se imaginaba las explosiones, la sangre, las ruinas llameantes del Balboa Plaza. Recordó el ruido de los fusiles. Recordó que le costaría mucho trabajo operar la lancha por su cuenta y que le convenía un ayudante. Se vistió y se puso unas botas gruesas de cuero, y fue caminando hasta la habitación de Lulo, su hombre de confianza, en el primer piso, con la precaución de no despertar a nadie ni encender ninguna luz. le abrió la puerta. El hombre estaba despierto, viendo a la televisión. Miguel Ángel le explicó la situación y Lulo palideció tanto como su piel oscura se lo permitía, y en su rostro ajado se tensó una mueca nada esperanzadora. —¿Les avisamos a los soldados? —preguntó. —¿Y entonces qué pasaría? ¿Se atrincheran en el hotel? —Es lo más seguro. —No nos vamos a quedar en medio de la balacera —respondió Miguel. Lulo pareció pensar su respuesta por unos minutos: —No nos van a dejar ir. Alguien les avisó a los guerrilleros que el coronel ese se iba a quedar acá. —Contralmirante. —La misma mondá. 4 —No podemos quedarnos; yo no puedo quedarme. —Por lo de los carros, ¿no? —¿Cachimbó te ha dicho algo? —Ese no habla con nadie, no. Pero no vaya a creer que yo no tengo el ojo vivo. —Pilas con eso, ¿no? —¿Qué es? —La verdad... no sé. —Mejor así. —Mejor así. 11
Miguel Ángel trató de convencer a Lulo de que se fuera con él, pero el hombre era solaneño y no iba a dejar a su familia ni a su tierra. Le dijo a Miguel que lo acompañaría hasta la lancha y le ayudaría a cargar las maletas. La única opción que veía Miguel era huir hacia Buenaventura, y de allí tomar una ruta hasta Ibagué, donde su familia lo esperaba. En el fondo de su pecho se fortalecía la intención de dejarlo todo atrás, tomar el dinero de la caja fuerte del hotel y, junto con sus ahorros, comprar tiquetes de avión y salir del país. Llevarse a su familia lejos del acecho de ese pasado de pesadilla. Se dio cuenta de que no podría cargar el dinero con Lulo a su lado. Pensó en mandarlo a dormir, en decirle que la situación estaba bajo control, pero luego recordaba la gran cantidad de lucecitas que brillaban en el monte, y pensaba en la cantidad de milicianos que aceleraban su marcha hacia el pueblo con la única intención de secuestrar o masacrar al Contralmirante Romero. Miguel Ángel y Lulo fueron hacia el bar, y mientras Miguel cargaba la maleta con botellas de agua y enlatados, Lulo salió hacia la piscina y algo en el cielo le llamó la atención, dejándolo con la mirada en alto, ensimismado, convirtiéndose en no sólo un estorbo para empacar el dinero sino en un estorbo total, pues ni siquiera ayudaba a buscar la comida ni a cargar las bolsas. Miguel empacaba las latas al fondo de la maleta con violencia nerviosa. Más de una vez se vio tentado de engañar a Lulo para deshacerse de él, diciéndole que se asegurara de que su familia estuviera bien, que fuera a su casa y los recogiera, y se fueran todos a Buenaventura, que más valía dejar el terruño que morir, que el fuego cruzado comenzaría pronto, porque los guerrilleros no tardarían en llegar. Sin embargo, le pareció una vileza involucrar a la familia de un hombre que solo le había servido con lealtad y respeto, por lo que calló. Cuando hubo terminado de empacar los víveres, le dijo a Lulo que le hiciera el favor de subir a su habitación para bajarle la maleta de la ropa. Lulo asintió con la cabeza y subió las escaleras. Miguel Ángel corrió a su oficina del primer piso, abrió la caja fuerte en segundos e inició a empacar los fajos de billetes en la maleta de la comida. Mientras lo hacía pensó en la posible reacción de Lulo al verlo así; pues ese era el dinero de todos los empleados, su dinero, y una cosa era que Miguel Ángel huyera en medio de la madrugada, pero otra muy diferente es que lo hiciera después de atracar el hotel. Fue entonces cuando una ruidosa carcajada sacudió al Balboa Plaza. Era, sin duda, la voz de Lulo. Miguel sintió la espina dorsal atravesada por una varilla de hielo. Vació el contenido de la maleta dentro de la caja fuerte, la cerró, salió de la oficina y se quedó plantado en el lobby, incapaz de tomar una decisión. Las carcajadas ridículas de Lulo sonaban cada vez con más potencia, y sin duda alguna ya habían despertado al Contralmirante Romero y a su delegación. 12
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Entonces un grito bajó desde el tercer piso y chocó con el suelo como el contenido de un baldado de barro: —¡Don Miguel! ¡Tiene que venir a ver esto! Miguel Ángel maldecía en silencio: Lulo lo había condenado. Pensó que se trataba de una venganza por no haberle dado parte en el negocio de las furgonetas. Todo terminaría pronto, con la prisión o la muerte; nunca más volvería a ver a Sonia ni a Ricardo. Los guerrilleros ya tenían que haber llegado a la entrada del pueblo. Balas y barrotes: si sobrevivían, los marineros harían investigaciones, levantamientos, preguntas. Corrió por las escaleras hasta llegar al tercer piso, decidido a llevar a cabo un último acto de justicia: arrojaría a Lulo por el balcón. No le permitiría salirse con la suya. Entró a la suite dando zancadas y se acercó a Lulo por la espalda, quien seguía riéndose mientras veía las luces en la montaña. Cuando Miguel Ángel estaba removiendo de su mente los residuos de la duda, Lulo se dio la vuelta y lo miró a los ojos con una expresión límpida, inocente; casi infantil. Lo tomó del brazo y lo acercó a la baranda del balcón. Miguel Ángel se dejó llevar, algo se había apoderado de ese espacio y de ese instante; una fuerza que no debía ser perturbada. Fijó la mirada en las luces que seguían brillando en la montaña. Lulo estiró el brazo y sacudió la mano, y las luces desaparecieron. —Solo son cocuyos, patrón... —dijo Lulo, sin parar de reír— Luciérnagas. Miguel Ángel se dejó contagiar por la alegría. Se desahogó riendo como jamás lo había hecho en toda su vida, y en medio de la risa sintió un alivio lunar. Se carcajeaba de tal forma que se le escurrían las lágrimas. Lulo aprovechó la escasa distancia que los separaba para observar a su patrón durante sus largos minutos de histeria. Le costó trabajo distinguir hasta dónde se extendía la risa y en dónde comenzaba el llanto, y ni siquiera así pudo estar seguro. El empleado se retiró sin despedirse. Miguel Ángel se quedó en el balcón, limpiándose el rostro con el viento silbante de la madrugada. Los marineros tardarían unas horas en levantarse y salir; tenía tiempo de devolver las latas de conservas a la alacena del bar
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Sebastian Varo Valdez Perdí algo. Una vez y en algún lugar, perdí algo. Algo que era importante, valioso para mí. Y se ha hundido en mi interior, se lo han llevado las olas que golpean contra el cabo. En el mogote. ¿Qué tan profundo es mi ser para perder recuerdos? La época nos trae lunas llenas, brillantes y blancas. Más cerca de las aguas que del resto de los habitantes que no se preocupan por tomar una bocanada de aire profunda, plena, para lanzarse a lo más hondo del océano a buscar aquel sentimiento que se desvaneció con el verano y se esfumó en otoño. El sentido de aventura se ha opacado, al igual que la iluminación de la arena en el día, que pareciera mancharse con el temperamento de los vientos que soplan ahora, con fuerza y sin medida. El frío se refleja en el agua, la cual se mueve sin descanso en un ir y venir sospechoso, como la calma voluble que se esfuerza por contener el odio. Un oleaje que no flanquea. Mis ojos que no ven fin, que se extienden a lo largo de la costa, no vislumbran un lugar en el tiempo para esa sensación que me embarca hoy en día, listo para zarpar hacia el duelo, contra la orilla. Hay un nuevo murmullo que canta el océano. Toca mis penas con sus frígidas e impías corrientes marinas, que me arrastran hasta el fondo de mi propio ser, donde no hay salida, donde estoy listo para ahogarme. Me pierdo donde estoy seguro de que alguna vez se encontró aquello que ha logrado escapar de mí. El tono de las aguas ha disminuido su resplan14
dor pero se ha vuelto más profundo, más lleno en cierta manera. Y entre más intento buscar aquel azul turquesa del cielo despejado, más me encuentro rodeado de nubes grises cinceladas por los vendavales. La brisa se ha convertido en una liviana lluvia de gotas pesadas que me abofetean la cara con un ligero atisbo de esperanza. Si permanezco más tiempo aquí, podría encontrar aquello. Pero el sol, entristecido por la temporada, ha dedicado su fuego interior para saludarnos con el hombro frío. Sus rayos se absorben en el agua y permanecen en mi cuerpo, secando mi exterior poco a poco y partiendo mis labios sin piedad. No puedo sonreír porque sé que dolerá. Busco un tesoro enterrado bajo miles de millones de granos de arena gris cual ceniza que se posa sobre la espuma salina. El oro se desvanece entre las manos y se lo lleva el aire. Todo cambia con la estación, como el color del mar en invierno. Indescriptible y sólo perceptible por la punta en la yema de los dedos, todo sentimiento me abandona dejándome en blanco y negro, con estática vibrando en mis extremidades, lleno de una sensación desolada que me deja pensando: ¿hay algún matiz que iguale a esa sensación que me sacude cuando veo al mar justo en este momento? Un momento. Un momento en un océano. Y dentro del agua, tan tranquilo, calmado en el fondo, no hay escapatoria. Es una naciente gama dentro del espectro. Los rayos del sol entran delicados, lánguidos, con una fineza que se esparce en la finura de las partículas que flotan dentro del agua. Como ligeras ondas irregulares en un vidrio que se ha estrellado.
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Un vitral invernal que mueve mi interior con tantas emociones chocando unas contra las otras. Olas en alta mar sin tierra en la que puedan romper, donde todos son uno sólo y son enemigos entre ellos mismos. Ahí pareciera estar aquello que he perdido. En guerra contra mi persona, cuando más me debo de esforzar por permanecer en pie. He perdido contra la marea. Perdí de nuevo contra el flujo de consciencia. Todos aquellos pensamientos que alguna vez tuve y no alcancé a plasmar en la arena, se han hundido al igual que las viejas barcas, cansadas de esperar ser aplastadas por el mismo mar. Solía dejar que mis palabras fluyeran al igual que la cera desciende de una vela, pero se han derretido a montones sobre pilas de guijarros. A mis pies. Solía dejar que las emociones y los sentimientos me arrastraran como el oleaje hacia el gran azul. Hacia lo desconocido. Más allá de mi vista. Más allá de lo consciente. Más allá, y más acá, del límite del océano. Hoy estoy callado. En ocasiones el mar permanece en silencio y sólo resuena en el interior de las conchas. Observo a mi alrededor y es como si esperara la llegada de una tormenta. Soy yo. Soy una persona diferente ahora. Me he perdido a mí mismo en la belleza que encuentro cuando no hay nadie en la playa. Cuando el cielo se vuelve pesado y el mar cambia su temperatura y su color. Su olor. El hedor que se asienta en mi nariz con ese ligero polvo granulado, moho que crece desde el lecho marino; se inserta en las pequeñas grietas que se bifurcan en mi cara, que me dividen con la temporada. Incluso el atardecer ha perdido el fulgor.
Pero hay una calma que es joven y, de una manera única, sólo puede ser descrita como tal. Joven. Oscilante e ingenua. Hay algo que me dice “espera y verás, no todo ha llegado a su fin”. Me igualo al océano en este momento, tal ocaso relegado. El mar ha perdido su esencia y ha ganado una nueva. La crueldad que era seductora en el calor se ha convertido en un monstruo álgido. Pero ahora la arena brilla zafiro en la penumbra, cuando Orión se encuentra más cerca y las constelaciones lloran en el cielo. Es glorioso, pienso. La paz cae con la luna. Sé que ahí estará lo que busco, entre las esferas de plata que flotan en el mar cuando la estrella polar se dedica a bailar, que sube, baja y se esconde para salir y dar un espectáculo en una fracción de segundo, allá arriba como aquí abajo, con las pequeñas olas ondeantes que guardarán refugio del astro y su reflejo. Sé que hay un puerto de ilusión después de que el sol se despida esta tarde, donde hay una roca a la orilla de la playa en la cual me posaré a iluminar el camino para aquello que me ha abandonado. Para aceptar, si así me enseñará la estación, que tal vez nunca vuelva. Para encontrar sosiego conmigo mismo. De la misma manera que el mar entra en este ciclo una y otra vez y regresa a lo que siempre fue, nada puede dañarme. Nada puede herirme. Sólo la sal que se seca en mi pecho. He comprendido que debo de sufrir mi pérdida ahora que la luz se ha vuelto abrasiva conmigo, porque el día raspa mi piel. Y entonces llega la noche… 15
Ulises Gómez de la Torre El primer bostezo de la media noche empaña los cristales de mi cerebro. Regresiones en el lado frontal donde aguarda el invierno, susurran una extraña revelación. Es una delicia ver los pájaros en el alambre teñir el espacio de efímeras sonrisas. Todo es perfecto. Las hojas envejecen de pronto. Cuervos de patas rojas vuelan frente a la casa solariega. Su insoportable frivolidad distrae la atención de quien postra los ojos. Frente a mí, el viejo telégrafo: un espectáculo onírico semejante al vértigo de los distantes sueños de horror que se presentan de un escupitajo. Desde la cornisa de un edificio de más de 50 pisos, he olvidado como volar, ni los cuervos pueden ayudarme. Tengo un blanco camisón con manchas negras, una peste protesta fuertemente: - ¡El júbilo ha sido enterrado vivo! ¡Santiago, Santiago! Como marioneta en pleno espectáculo me disloco los brazos, las piernas. Sonrió con los ojos desorbitados. Manipulo el hilo de los poetas para defecar en la disyuntiva del silencio que me aprisiona. El miedo y la gravedad atraviesan, en caída libre, la consistencia de la mierda. Me levanto desde el escenario con el moño de la simplicidad prendida en mi cuello. Pregunto, ¿es un crimen que la redención se haya marchado? Nadie me responde. Cierro los ojos. Estoy sentado en el jardín de mi infancia. Recuerdo. Camino afanoso entre el telégrafo. Numerosas cartas roídas por el tiempo y que nunca me entrego el cartero por vivir en una casa sin buzón. Recuerdo. Los pródigos temporales de invierno se esconden a la vuelta de la esquina; desaparecen para de repente darme un beso en el rostro. Sigo mis pasos, subyugado frente a mí un espejo donde el amor y la redención pululan de sangre. Camino. En el siguiente semáforo delata mi alma la transformación etérea que esconde la escena: un cartero, un titiritero, un cantinero, un poeta y un huérfano. Dos minutos para la función, todo es de piedra. Unos pasos atrás la mesera pregunta: -¿A dónde vas-? Si no me salvas, moriré. La ignoro. En el dintel de mi carne, la madera desgarrada con nombres de mujeres que se habían robado corazones de quien no vive más. Me siento en la barra: - ¡una cerveza y dos tragos de tequila por favor! Un trozo de papel tiembla entre mis nudillos mientras el neurotransmisor que guardo detrás de mis bolsillos amenaza en saltar los 50 pisos, me salpica la luz, no puedo hacer nada. Cruzo la mirada al otro lado de la calle, un espectacular y vulgar anuncio observa en mi pupila. En una banca de metal los ebrios enamorados de la vida errante permanecen exiliados por el feroz apetito. Sus labios se entretejen, con hilo hecho de sus pestañas, ante la mirada terrorífica de las ardientes larvas. Vuelvo los ojos. 16
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Mis dedos intentan descifrar las marcas de tinta olvidada por muchos años, ahora revelan sus secretos ante la mirada de donde habían nacido. La carta decía lo siguiente: Querido Santiago en estas palabras se esconde un secreto que hoy te será revelado. Hace días con arrugas de lustros sobre la cara, he tenido un sueño. En el sueño tu apareces, tu sombra como el cuervo que me hizo estremecer la media noche que había enterrado viva a Berenice se me presentó como una flema en la garganta. Sabría qué vendrías algún día mi niño querido. Las quimeras de la vida se han vomitado encima de la camisa que un día olvidaste en casa, ¿lo recuerdas? Acá estoy, petrificado por la tinta de las manos que nunca quisieron escribir, porque no conocieron el nubloso camino. Me he tragado largas filas de luces que se escuchan entre las manías que se enredan como cables en la avenida. Ya nada es igual, quizá tampoco del otro lado: la transparencia solo muestra deforme la tinta que se escurre entre el sudor de tu cigarrillo. La soledad es el premio de la vanidad comprada. En esta vida, si eres un hambriento perro o una oveja negra de aquellas que se defecaron en la villa del señor, no se te abrirán de puerta en puerta la alcoba de Dios, aquel espacio vacío donde los dulces sueños nos atemorizan para emprender un conjuro. Puedes pisar el pasto que nunca fue mancillado. Incluso puede un hombre convertirse a la luz de la luna en un monstruo que ve con ojos distantes la noche de otoño. Yo los veo siempre, me sonríen y se marchan. Dentro de mis ojeras gota a gota destila el sabor de la amargura. En mis labios se postra la lobreguez de sus cejas como dos mariposas marchándose hacia la gran montaña de edificios con prosaicas cortinas que ofenden el buen gusto de mi mirada. Mis palabras ya no hieren como balas la carne del público ¿Ves la expresión de mis dientes en el espejo?
No me digas que no porque me volvería loco, respóndeme ¿Las nubes aún se transforman en demonios sobre tu mirada? ve, dirígete al baño de mujeres y con un pedazo de labial marrón deja que tus labios se confiesen. No me digas mentiras, sabes que nunca me han gustado. El que escribe. Tu querido Edgar (Baltimore, 1849). Observo al cantinero, mi boca esta marrón y mi corazón azul: -¿Quién soy? Camino de prisa al puente del rio Grande. Mis pies son tonadas de una función que empieza. El gato desde el balcón me observa hechizado. Mis tripas se paralizan. Corro, me paro sobre la cornisa y toco el frío metal. - ¡Santiago, Santiago! Una voz distante se escucha y por primera vez soy yo. Inspecciono mis bolsillos, la carta está ahí, la tomo y le prendo un cerillo. Pronuncio mi nombre a la deriva del tiempo… en tres segundos los infantes de mi cerebro se alejan convertidos en cenizas, me recuerdan a aquellos cuervos que alzaron el vuelo para nunca volver. De mis entrañas negras mariposas revolotean, lloro hiel y exhalo el humo. Frente a mí, el viejo telégrafo y una nota que concluye: Pd. Nunca más mi niño. Atentamente: tú querido Edgar.
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Carlos Alberto de la Cruz Suรกrez
Amigo del alma, camina junto conmigo hasta encontrar la calma, que la amistad perdura sobre la pena, es armadura buena.
Maestro de paz, eres pan nuestro, tu amor nos das. Tus mandamientos son rectitud que debemos escuchar, con actitud: acatar.
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Amor es sentimiento de profundo valor, da al alma sustento, de quien porta dichoso la ardiente pasión, del clamoroso corazón.
¡América! alma libre, (mi ansia quimérica), que tu canto vibre perenne en mi pecho, de tierras amorosas, tu lecho: ¡rosas!
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María del Carmen Flores Domínguez Así, serenamente, es como deseo ver pasar ese atardecer, dormitando en esta habitación y entre la calidez de tus brazos, embriagante fantasía. desenfrenando mis anhelos, transformándolos en caricias, en alentadoras palabras que ayuden a sanar las heridas de mi alma, en besos que hagan surgir todo el amor que en mí había perecido, en poesía que pueda revivir mi inspiración perdida. Me desvanezco al intentar reincorporarme a aquella ensoñación a la cual acostumbro recurrir cuando la locura me lo permite, aquella que es mi guarida cuando el sol se oculta y llega la penumbra para hacerme entrar en cordura. Languidezco, pero no me doy por vencida y trato de alcanzarla de cualquier manera, porque esa es la única forma de encontrarte. Ansío ver la vivacidad de tu rostro, sentir tu aliento tibio, sumergirme en tus sueños, danzar al ritmo de tus latidos, fundirme en tu cuerpo, saciarme con tu pasión arrolladora, embriagante fantasía. Intento apaciguar las pulsaciones agudas en mi pecho, pero no ceden, en cambio comienzo a imaginar destellos emanando de tu figura que llegan sanando mi espíritu dolido, acabado. En el anhelo de nuestro encuentro, un torrente de pesadumbre inunda esta habitación. Desvarío al adentrarme en él, cuando con la sola idea de abandonar tu recuerdo el dolor fluye en un torrente incontrolable.
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No consigo dejar de invocarte en la quietud de este atardecer, al abrigo del silencio y del inevitable correr del tiempo, percibiendo únicamente el constante silbido del viento que con su helada ráfaga anuncia el pronto arribo del crepúsculo. Y entonces, lo tan esperado ocurre ¡Has llegado al fin, te has tornado corpóreo! Y siento correr en mí la felicidad tan esperada. Arrasa con lo poco de cordura que me queda, con la dolencia que me aqueja, con la escasa memoria que reservo para llevar tu recuerdo por siempre, Tú mi recompensa, mi deseo cumplido, mi embriagante fantasía.
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