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Primavera inversa por Lilia Adriana Pimentel Linares
from Nudo Gordiano #18
por Lilia Adriana Pimentel Linares.
En donde vivo florece a destiempo. Los paisajes coloridos y florales que muestran los libros y las imágenes de internet cuando uno busca “primavera”, no aparecen en el tiempo en el que deberían. Esta estación comienza en marzo, específicamente el día del natalicio de Benito Juárez, aquel presidente que nació en un pueblito oaxaqueño hace ya un largo tiempo (mamá se sabía casi completa la biografía de este personaje).
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La primavera arriba en marzo y se despide más o menos en junio para cederle el protagonismo al verano, las playas y los bikinis y trajes de baño exhibidos en las tiendas. Es una bonita estación la primavera, sobre todo porque sustituye al invierno: no más frío quemante hasta los huesos ni pies helados bajo los dos pares de calcetines de felpa. La primavera es el inicio de la alegría y la plenitud. Los colibríes revolotean sobre las flores y los niños disfrazados de abejas, mariposas y demás flora y fauna, conforman los festivales escolares. Pero como he dicho antes, aquí donde yo habito, la primavera llega en otro momento.
Durante el tiempo que dura esta estación (y a veces hasta inicios de septiembre), las jacarandas y las galeanas no adornan el paisaje; por el contrario, nada florece. Las calles y vías se hallan aisladas y vacías. De vez en cuando, sobre todo antes de dormir, caen unas cuantas gotas de lluvia ácida, (como, según los libros de geografía de la primaria, se llama a las primeras lluvias del año).
No hay flores, pues poco sol alumbra los días, y, a veces, ni siquiera la totalidad de ellos.
Los recuerdos de tiempos pasados se acumulan aquí donde vivo yo. Tiempos en los que sí florecían las plantas, y los árboles daban su fruto. Ahora solo dejan ver sus ramas quebradizas y frágiles, propensas a romperse o caerse en cualquier instante. Mientras otros lugares disfrutan la primavera, la hermosura de sus colores y la alegría, aquí hace frío. No cualquier clase de frío, sino aquel que inmoviliza y que ciega. No se puede ver o pensar más allá del frío que recorre uno a uno los rincones de este lugar.
Inútilmente se han tratado de imitar los hábitos y las acciones de aquellos lugares en donde la primavera llega y se instala en las fechas debidas, pero es en vano. Se ha intentado plantar semillas de árboles primaverales, y rituales para atraer la tan anhelada estación han sido organizados, pero los árboles no germinan y los rituales fracasan.
No siempre ha sido así aquí, he dicho antes. En el pasado, hace unos dos años, la felicidad se respiraba e incluso irradiaba a todos lados. Fue un buen año el de hace dos años: las copas de los árboles se colorearon de amarillo, rosa y morado. La luz del sol alumbraba todos los alrededores y las plantas crecían bellas y fuertes. Por eso el recuerdo duele tanto, porque ahora se compara con el nuevo panorama. Este triste, solitario y perdido nuevo panorama, que durante dos años se ha apoderado de aquí.
La penumbra en que vivo llega a su fin en septiembre, como dije. En ese momento del año se comienzan a ver indicios de una flora distinta y fresca. También empiezan a desaparecer las nubes grisáceas, dejando así resquicios por los cuales se escapan pequeños (pero ya notables) rayos de luz. Es decir, que no todo el año se vive en las sombras.
Llega un temporal en el que las cosas mejoran un poco y se comienzan a apreciar colorines y cacalosúchiles por las calles principales; aun así, es una lástima que aquí donde vivo la primavera sea inversa y llegue a destiempo en comparación con otros lugares. Pero es más triste aún que ese lugar donde vivo, soy yo.