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La muerte de Guty Cárdenas, por Omar Serrano García - Cuentos

La muerte de Guty Cárdenas

Por: Omar Serrano García

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5 de abril de 1932.

Aquel día de abril, Guty Cárdenas, el popular cantante y compositor yucateco, salió de la XEW luego de grabar su más reciente tema, una canción popular mexicana llamada “Piña Madura” a la cual había agregado algunos arreglos para otorgarle su particular sello personal.

Era un día soleado. El Mallorquín, otro artista del momento, pasó por Guty en su flamante Ford para dirigirse a la cantina llamada Salón Bach, ubicada en la avenida Madero a sólo unas cuadras de la estación de radio.

Tras su llegada, aproximadamente al mediodía, comenzaron a pedir tragos, a compartir canciones —Guty era un extraordinario conversador y bebedor—; se les unió la cantante de flamenco Rosita Madrigal. La tarde transcurría con completa normalidad. Ciertamente, las bebidas comenzaban a hacer estragos en los comensales, pero para unos bohemios de esa época apenas se estaba entrando en calor.

Cárdenas aprovechó para comentar un problema profesional y un tanto personal:

—Fíjense que tuve problemas con un caballero que es compositor. Le he grabado ya varios temas, pero ahora resulta que quiere cobrarme el doble por las regalías., dice que sale muy mal parado y que todo el éxito por sus composiciones me lo llevo yo.

Pero dejemos la conversación de los tres contertulios porque, en ese mismo momento, apenas a unos pasos de ese lugar ocurre algo que cambiará el resto de esta historia. Tres hombres platican en la esquina de la calle, en la misma cuadra de la cantina. Dos de ellos muy parecidos, son los hermanos Peláez, zapateros españoles que habían emigrado buscando mejor fortuna en este país. El otro, un hombre de unos treinta años, muy delgado con un traje cuya elegancia resultaba forzada y con una enorme cicatriz del lado izquierdo de la boca. Hablaban:

—Ya está dentro, ya saben qué hacer —dijo el hombre de la cicatriz.

—Esta bueno, Agustín, pero ya quedamos que son mil pesotes por el favorcito —respondió uno de los hermanos.

—Nomás no nos vayas a jugar chueco, porque también te quebramos —reviró el otro hermano en tono amenazante.

—¿Cómo creen? Si me conocen, soy hombre de palabra.

Sin darse ningún tipo de despedida, pero mirando a todos lados con discreción, la reunión se disipó. Los hermanos Peláez, José y Ángel, se dirigieron a Salón Bach. El otro hombre, llamado Agustín, se perdió por las calles.

Al entrar, los hermanos echaron una mirada rápida por la cantina. De inmediato, se dirigieron a la barra para pedir unos tragos. Los bohemios ni siquiera se percataron de su arribo.

Para las nueve de la noche, Guty, el Mallorquín y Rosita se encontraban bastante entrados en copas. No obstante, la necedad de Guty era seguir tomando y cantando. Debido a su estado de ebriedad, los dedos se le resbalaban al querer pisar las cuerdas de su guitarra. Los hermanos aprovecharon para hacer burla:

—Y a ese le llaman “El Ruiseñor Yucateco” —expresó José con tono de la más cruel burla.

Su hermano sólo se rio a carcajada suelta.

El cantautor oyó claramente la provocación. Así que se paró de inmediato, dejó su guitarra en el asiento y retó a José a que viniera a decírselo a la cara si tenía los pantalones. Ambos hermanos, con completa calma, dejaron sus bebidas y se encaminaron al encuentro con Guty.

—Tranquilo, Guty —dijo el Mallorquín—, no vale la pena empezar un pleito por esto. Pero Cárdenas no le hizo caso.

Cuando los hermanos ya estaban frente a la mesa de ellos, el cantante les dijo:

—¿Así que no le gusta cómo toco la guitarra, eh? —su ebriedad le hacía arrastrar las palabras— Bueno, muéstrenos sus habilidades —dijo al tiempo que les ofrecía su guitarra.

—Nosotros no tocamos, disculpe —respondieron un tanto avergonzados.

—¡Mire qué cosa! Y ¿qué habilidades tiene?

Los hermanos miraron al suelo sin abrir la boca. El compositor había resultado más bravo de lo que pensaban.

—Ya sé —agregó Cárdenas— unas vencidas solucionaran el problema. ¿O me van a decir que tampoco tienen fuerza?

Más forzados que por voluntad, uno de los hermanos se sentó a la mesa y apoyó el codo; Guty hizo lo propio de su lado. El duelo comenzó; aunque el compositor era realmente fuerte, pues siempre le había gustado ejercitarse, estar horas bebiendo le restaba muchas fuerzas, lo cual beneficiaba al español. De pronto, Cárdenas se dio cuenta de que su rival estaba haciendo trampa.

—Trampa —gritó Guty.

—¿Qué? —respondió fingiendo sorpresa el contrincante.

Guty trató de asestarle una cachetada. Rosita y el Mallorquín lo impidieron. El español, por su parte, ya estaba desenfundando un revolver. Afortunadamente la cosa no pasó a mayores. Los hermanos regresaron a la barra; sin embargo, se les notaba preocupados. No habían cumplido su misión. Guty, no obstante, no estaba nada contento con el agravio, buscaría su venganza.

Un par de horas más tarde, con el pretexto de ir al baño, se acercó a la barra. Sólo estaba un hermano, José.

—Ahora sí, amigo —dijo Cárdenas—; el que me busca me encuentra.

De inmediato, José tomó una botella de la barra y se le reventó en pleno rostro al compositor, quien, por el golpe, retrocedió unos pasos. Al sentir, la sangre que bañaba su rostro, su mano busco en su cinto el revolver que cargaba. A media vista, apuntó y disparó dos veces. Dio en el blanco. José cayó herido en el brazo y el abdomen.

En ese instante, Ángel regresaba del baño. Al ver la escena, sacó su pistola y le descargó seis tiros al yucateco. Cuatro hicieron blanco.

Cuando el famoso compositor tocó el suelo, ya estaba muerto. Con apenas veintiséis años, más de doscientas canciones grabadas y el reconocimiento de toda América y parte de Europa, la vida le fue arrebatada.

Ya en la cárcel, Ángel Peláez, conversaba con el hombre de la cicatriz.

—Tú no te apures, mano, mañana mismo hablo con un amigo que te sacará de aquí.

—Confío en ti, cabrón, porque ya me eché a toda la prensa encima.

—Confía en que estarás fuera en una semana. Estoy seguro de ello, tanto como de que me llamo Agustín Lara.

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