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Retorno por Amaury R. Ledesma
from Nudo Gordiano #11
por Amaury R. Ledesma.
Hace mucho tiempo que pasó, y, sin embargo, el relato sobrevivió al tiempo y al olvido, y llegó hasta mis oídos. Lo recuerdo bien, fue el juglar quien me lo cantó; con su lira y su peculiar voz amena. Cantaba, ¡oh! ¡Cómo cantaba él! Y de su canto brotaba esta historia, de la que no me siento digno de contar.
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Mientras ojos chismosos contemplaban escondidos entre los árboles del nocturno bosque, la doncella permanecía de pie, desnuda, fría y rígida, ante el reflejo de su cuerpo en la dorada armadura del guerrero. Pero no hubo tiempo para sentir memorias, ni, mucho menos, recuerdos felices y estremecimientos tiernos.
En aquella escena, había una tercera persona; era el nigromante, pero estaba a punto de dejar el mundo de los vivos; empapado por su propia sangre, con la espada del guerrero atravesando su estómago, mientras el oscuro ser quizá se hacia la mar de preguntas en su retorcida y umbría mente. La hermosa mujer no se movía. Sus largo y rubio cabello caía sobre sus pequeños y firmes senos, y su tersa piel tenía un color pálido, pero con vestigios de que alguna vez esa dermis había ostentado un tono rosa de naturaleza preciosa.
El guerrero irradiaba su rabia y dolor, y a través de su yelmo, el vaho de pánico y terror se escapaba, como también lo hacían sus sueños y alegrías por segunda vez.
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El nigromante podía ver más allá de ese yelmo; contemplaba los ojos húmedos de su ejecutor, mientras el hierro seguía enfriando sus entrañas; paulatino, constante, inevitable. El verdugo no veía a los ojos de su víctima, claro que no; en ellos se reflejaba la doncella inmóvil, y la proyección sucumbía en los propios de aquel nigromante.
Entonces, ese oscuro ser, dijo:
—Pero tú me lo has pedido, guerrero.
El guerrero se acercó a él, mientras deslizaba aun más su espada a través de sus tripas, y contestó sin mirarlo:
—¡Lo sé, perfecto maestro de lo oculto! Pero jamás imaginé que, con tu acierto en este arcano arte, se me fuera infundido tal terror. ¡Es humano errar y de sabios aceptarlo! ¡Oh, aliado de la vida e hijo de la muerte! Lo que ves más allá de mi yelmo, lo que tú ves en mis pupilas no es mi amada. Contempla bien, desnuda el reflejo y adéntrate más, ¿lo notas? Es el abismo de la muerte, y mi rabia, que no acepta mi destino, me ha hecho actuar de tan violenta manera. Perdóname, anciano, he de robarte la vida, pues me has hecho contemplar lo más abominable de la mía con tal regreso, y eso, amigo mío, es cien veces peor que haber perdido a mi mujer, su existencia y compañía. Me diste venia de ser testigo de este oscuro retorno de la muerte.
Cuando el guerrero terminó su doloroso discurso, sacó la espada de las entrañas del nigromante; el anciano cayó muerto. El hombre se acercó a la carcasa de lo que alguna vez fue su amada, y se retiró yelmo, peto y cota de malla, dejando su torso desnudo. Tiró su sangrante espada, y llevó su mano derecha al rostro de aquel cascarón de carne vacío, y con la izquierda desenvainó su daga. Y antes de que la tentación lo envenenara con un beso a tal aberración retornada de la muerte, clavó la daga en la carne…hondo, tan hondo.
Hace mucho tiempo que pasó. Lo sé muy bien, fue el juglar quien me lo cantó; con su lira y su peculiar voz amena. El asesinato de un nigromante, el suicidio de un guerrero y el retorno de una mujer muerta.
Ahora, ese cuerpo donde no habita ningún alma, camina desnudo por los bosques, atrayendo las miradas de uno que otro bandolero lo bastante valiente como para fijar su vista en ella. Una vez la vi de cerca, y en sus ojos contemplé la proyección de aquel guerrero, justo antes de negar un beso…un beso que nunca fue.
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