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Demagogia y leyes

POR JUAN JOSÉ RODRÍGUEZ PRATS

El fanatismo consiste en redoblar el esfuerzo cuando has olvidado el fin. GEORGE SANTAYANA

También con el derecho se miente. Es la mentira más peligrosa y dañina. Busca prescribir el otorgamiento de beneficios que, se sabe, son inaccesibles. Es ordenar algo de imposible cumplimiento. La consecuencia es inevitable: la ampliación de la brecha entre norma y realidad. El relajamiento del fenómeno jurídico, el debilitamiento del Estado como garante del orden público. La desmoralización de un pueblo que se siente engañado por lo que debe ser lo más sagrado y confiable: la ley. Nuestra Constitución es un mal documento jurídico. Su constante manoseo, sobre todo a partir del inicio de nuestra transición democrática, la ha hecho un texto abigarrado, contradictorio, lejano a la más elemental técnica legislativa, sin una clara orientación doctrinaria, plagada de buenas intenciones y, en no pocos casos, de falta de sentido común y de racionalidad que mueve a considerarla obsoleta y ajena a la realidad nacional. En estricto sensu, no contiene auténticas normas jurídicas, sino proclamas, metas inalcanzables, anhelos y frustraciones. Como bien lo expresa Sergio García Ramírez, “los Congresos, urgidos por las circunstancias, encienden el motor y se lanzan a legislar con diligencia, no siempre con reflexión. En este mare magnum puede naufragar la justicia”. Arturo Zaldívar me parece un jurista respetable. Por eso me sorprende el siguiente párrafo de su autoría: “Una constitución viva y dinámica que a lo largo de su historia ha recogido las exigencias de una sociedad ávida de libertad, igualdad, justicia y bienestar”. Perdón, señor presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, pero una constitución no está para recoger esos reclamos, sino para satisfacerlos. En otra parte afirma: “Nuestra Constitución ha dado cauce a los anhelos de paz y prosperidad y su contenido normativo ha transformado la realidad de muchas personas”. Eso es auténtica demagogia. Podríamos referirnos a cada uno de sus artículos para confirmar cómo son violados con plena impunidad. Desde los derechos humanos, la división de poderes, el federalismo, el municipio libre, el degenerado juicio de amparo, totalmente al servicio de litigantes ávidos de proteger a delincuentes de la mayor redituabilidad y la autonomía de los órganos constitucionales. De igual forma, me asusta una más de las propuestas del Presidente de la República: “Si tengo que enviar una iniciativa preferente, sería elevar a rango constitucional la pensión de adultos mayores, a personas con discapacidad y las becas”. Recientemente anunció la atención a la salud universal y gratuita. Todas esas prestaciones requieren, obviamente, de recursos presupuestales. ¿Dispondrán de ellos las próximas generaciones? Desde hace algún tiempo se agotó el bono demográfico. Proporcionalmente cada vez somos más los que pertenecemos al sector de beneficiarios que quienes se incorporan al mercado de trabajo. La fórmula es explosiva. Muchos ya advierten de los cuantiosos recursos que se requieren y constituyen un gran desafío para las finanzas públicas. Es demagogia, y de la más baja ralea, conceder un derecho en la Carta Magna que sería una inmensa carga para las generaciones venideras. Nuestra historia da cuenta de cómo esas acciones provocan crisis y desaliento. De nuestras transformaciones, quizá la más clara en sus fines y con una bien sustentada filosofía política es la realizada por la generación liberal que se vio plasmada en la Constitución de 1856-57. Estoy convencido, más que agregar reformas a nuestra ley fundamental, se requiere una gran poda para quitarle lo inservible, superfluo e innecesario y que nos quede un texto parco, pero eficaz; lacónico, pero realista; atemperado, pero congruente con los sucesos cotidianos. Que deje de ser un proyecto en el lejano horizonte y sea, simplemente, norma de obligado cumplimiento. Nunca haremos buenas leyes si no entendemos sus obvias limitaciones para cambiar la realidad.

La pregunta es pertinente

POR VÍCTOR BELTRI

Las ideas no son nuevas, así como tampoco lo son las posturas del Presidente en funciones. Un discurso de polarización, incesante, y presto a poner etiquetas; ideas fijas, dogmáticas, y la descalificación inmediata a cualquier clase de crítica; autoridad moral, incuestionable, y desprecio a sus adversarios. El placer de escuchar la voz propia, sobre cualquier otro sonido, el gozo de las guirnaldas de colores, entre nubes de copal. El personaje es el mismo y su discurso no ha variado, a lo largo del tiempo: la diferencia es que ahora tiene todos los micrófonos —y los recursos— para tratar de convertir las quijotadas de antaño en lo que ahora no son sino programas malhechos de gobierno. Unos programas sin viabilidad, pero llenos de ideología, destinados a un fracaso casi simbólico: el país no necesita un aeropuerto lejano y frente a un cerro; ni una refinería en medio de las miasmas de un pantano, ni un tren que —en realidad— no va a ninguna parte. El modelo económico que plantea la administración actual es irreal, y terminará afectando —como ya lo está haciendo— a los sectores más desfavorecidos de la población; la estrategia de seguridad ha fracasado, desde la presunta candidez de su planteamiento, y ha colocado a las personas más vulnerables en una situación todavía más comprometida; la división entre los ciudadanos se acendra, mientras que el poder —casi absoluto— del titular del Ejecutivo no enfrenta trabas y éste no atina sino a victimizarse ante su propia ineficiencia. Claro que podía saberse: quien hoy se llame a sorprendido, tendría que reflexionar si su voto en la elección pasada correspondió a la convicción, pura

y dura, en las propuestas de un candidato; al descontento —y resentimiento— con el sistema imperante, o a la mera expectativa de que las cosas no podrían sino mejorar —con cualquiera que prometiera un cambio—; quien hoy se llame sorprendido tendría que reflexionar, también, si sus razones para apoyar al entonces candidato, y hoy Presidente, persisten. Una reflexión; desde el partido, hasta los aliados y simpatizantes. Una reflexión que incomoda: Morena no es tanto un partido político —en el que sus afiliados comparten una línea de pensamiento—, sino el movimiento creado en torno a una persona, con el fin de acceder al poder: en ese sentido fue exitoso, y culminó sus objetivos, en cuanto terminó la elección. Y hasta ahí: el fundador ha dejado claro que no le interesa el partido como legado personal, y que no está comprometido con la continuidad del mismo, sino con su propio proyecto. La incertidumbre es total, y quien se atreve a moverse lo hace para merecer la mirada —y el eventual favor— del líder que observa, displicente, a la distancia: mientras tanto, que se destrocen adentro. La militancia es un circo con más tribus que certidumbres: ¿vale la pena seguir apoyando? Una reflexión que causa escozor, por fuerza, a los aliados que sedujo en el camino a la Presidencia. A los que les prometió lo que querían escuchar: a los progresistas —que esperaban una sociedad liberal y moderna— y a los evangélicos que pretendían gobernar a su diestra. A los doctrinarios, como Paco Ignacio Taibo II, y a los conversos, como Germán Martínez. A los intelectuales, como Elena Poniatowska, y a los advenedizos, como las figuras de las redes sociales. A los históricos, como Cuauhtémoc Cárdenas, y a los prehistóricos, como Manuel Bart

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