13 minute read

A quién afecta el precio del petróleo?

¿A quién le afecta el precio del petróleo?

POR MANUEL SÁNCHEZ GONZÁLEZ

EL FINANCIERO / ¿Conviene que los precios internacionales del petróleo suban o bajen? Desde el punto de vista económico, la respuesta a este cuestionamiento debe ser siempre: “depende para quién”. El carácter relativo de esta contestación ilustra la complejidad de la ciencia económica, que la hace, a la vez, fascinante y útil. Ello explica por qué los resultados del análisis económico ponen en duda algunas posturas simplistas, ampliamente difundidas. Al respecto, el tema de las cotizaciones del crudo es un interesante ejemplo. Un breve repaso de los principios básicos resulta oportuno. Como se sabe, una baja en el precio de cualquier bien permite a los usuarios aumentar la cantidad demandada del mismo, o la de otras mercancías y servicios con los recursos liberados por el menor importe, y lo contrario ocurre con un alza. Así, las caídas en los precios son buenas para el consumidor, al expandir las posibilidades de acceso a un mayor número de satisfactores, mientras que los incrementos resultan desfavorables. Por su parte, los productores, que gozan de cierto poder de mercado, buscan elevar los precios de sus productos siempre que con ello sus ingresos aumenten más que sus costos de producción. Por lo general, esto ocurre en los niveles de precio relativamente bajos, en los cuales la demanda es menos sensible a esta variable. En tales circunstancias, las disminuciones de precio son nocivas para el productor ya que contraen sus ganancias, al tiempo que los incrementos son desfavorables porque las acrecientan. Como era de esperarse, las inclinaciones del productor van en el sentido inverso a las del consumidor. Si bien este aparente antagonismo se concilia al igualarse la oferta con la demanda, los productores con poder de mercado conducen a la economía a precios más altos y cantidades de bienes más bajas que los que prevalecerían con una mayor competencia. En suma, con productores dominantes, que no enfrentan suficiente competencia, la sociedad desperdicia recursos y reduce el bienestar de su población. Hasta aquí, los principios. Desde los años setenta del siglo pasado, el mercado internacional del petróleo ha estado significativamente dominado por la OPEP, integrada por países, principalmente de Medio Oriente y África, con grandes empresas estatales de hidrocarburos. Esta organización opera como un cártel para influir en la determinación de los precios del crudo. Su predominio histórico ha generado graves fatalidades, entre las que sobresalen dos. Durante 1973-1974, la OPEP lideró un notable recorte de producción y un embargo petrolero contra Estados Unidos y otras naciones desarrolladas, con lo que el precio del petróleo se disparó abruptamente y el mundo sufrió una recesión con alzas considerables en el desempleo y la inflación. Durante 1979-1980, los conflictos en Irán y su guerra con Irak trastocaron la oferta mundial del crudo y llevaron su precio a nuevos máximos históricos, a causa de lo cual Estados Unidos y otras economías entraron en recesión. Desde entonces, distintas naciones han buscado sustituir el crudo con fuentes alternativas de energía y han incrementado la explotación de yacimientos de hidrocarburos, recientemente con el apoyo de nuevas tecnologías como el fracking.

A fin de fortalecer su poder, la OPEP ha buscado incorporar a otros países productores, en lo que se conoce como la OPEP+, dentro de la cual se encuentra México. En el acuerdo de recorte de producción de esta organización, alcanzado el fin de semana pasado, nuestro país se comprometió a colaborar. ¿Es conveniente para México que el precio del petróleo suba a raíz de ese u otro pacto? Las consideraciones anteriores nos conducen a una respuesta, en gran medida, negativa. Si los precios internos de los energéticos reflejan las condiciones internacionales, la iniciativa orquestada por el cártel debe ser desfavorable para el consumidor mexicano. Este efecto se ‘esconde’, como un costo social, en la medida en que el gobierno administra algunos de esos precios, como la gasolina, sin conexión estricta con los internacionales. Adicionalmente, desde hace tiempo nuestro país es importador neto de petrolíferos, por lo que, en términos generales, la mencionada alza debería ser perjudicial para la economía en su conjunto. Los participantes principales a los que les conviene un alza en el precio del petróleo son al gobierno, por su dependencia de los ingresos petroleros, y, desde luego, a Pemex. La fragilidad financiera de esta empresa y su incidencia en las finanzas públicas contribuyen a explicar la notoria sensibilidad del tipo de cambio y de las tasas de interés a la cotización internacional del crudo. *El autor es exsubgobernador del Banco de México y escritor del libro Economía Mexicana para Desencantados.

MÉXICO-EU-OPEP Los países de la OPEP y los productores de petróleo no afiliados a ésta, acordaron un recorte de 9.7 millones de barriles diarios (Mbd) para estabilizar los precios en el mercado y revertir así la caída causada por la crisis económica derivada de la crisis sanitaria. A México se le pidió reducir su producción en 400 mil barriles, pero sólo aceptó rebajar 100 mil. Al principio, la OPEP buscaba una reducción de 10 Mbd y finalmente no quedó claro si el ajuste a la baja en 300 mil barriles, fue una concesión de la OPEP a México o existe el compromiso de Estados Unidos de aportarlos. El acuerdo tendrá duración de dos meses, a partir del 1 de mayo.

Menos petróleo, para revertir la caída de los precios.

RELOJ DE LA HISTORIA

Lavarse las manos no era esencial para los médicos en el siglo XIX

POR ISRAEL VIANA

ABC / Madrid / En la actualidad nos parece obvio, una cuestión de sentido común. Y con la llegada del coronavirus, mucho más, hasta el punto de que se ha convertido en un ritual que cumplimos unas veinte veces al día en casa. Los medios últimamente a todas horas: “Lavarse las manos es más efectivo que restringir viajes para frenar la epidemia”, “La técnica para lavarse las manos correctamente y evitar que se resequen”, “Coronavirus: 30 segundos que te salvan la vida” o “Google recuerda cómo hay que lavarse las manos en medio de la crisis del coronavirus”. No fue hasta la segunda mitad del siglo XIX, sin embargo, cuando los médicos de Estados Unidos y Europa empezaron a lavarse las manos y desinfectárselas cuidadosamente antes de examinar a sus pacientes o meterse en el quirófano. Y en esa época eran todavía una excepción. Tuvimos que esperar hasta unos años antes de que llegara el siglo XX para que esta rutina –una de las mejores formas de prevenir la propagación de todo tipo de infecciones y virus– se convirtiera en una obligación para todos los miembros del personal sanitario. Uno de los primeros defensores de la necesidad de lavarse las manos fue Ignaz Semmelweis, un médico húngaro nacido en 1818 en Buda (actual Budapest), que, al finalizar sus estudios, se especializó en maternidad y acabó ejerciendo en el Hospital General de Viena entre 1844 y 1848. En aquellos momentos era uno de los centros más grandes del mundo en lo que a la enseñanza se refiere, con un departamento tan grande dedicado a su especialidad que estaba dividido en dos salas: una para los médicos y sus estudiantes y otra para las comadronas y sus alumnas. Su estancia en la capital austriaca coincidió con la aparición de una infección misteriosa y poco conocida a la que llamaron “fiebre infantil”. Una enfermedad que comenzó a elevar considerablemente las muertes de las madres primerizas en las salas de maternidad de toda Europa. En ese momento, todos los médicos del mundo, incluido Semmelweis, no tenían por costumbre lavarse las manos en las intervenciones, pues lo consideraban un protocolo irrelevante y sin consecuencias para los enfermos. Según un artículo de Irvine Loudon publicado en “Journal of the Royal Society of Medicine”, en 2013, la tasa de mortalidad materna en aquella sala de matronas fue, entre 1840 y 1846, de 36.2 por cada 1,000 nacimientos, mientras que en la sala de los médicos alcanzaba los 98.4. Semmelweis se percató de ello y empezó a buscar diferencias entre ambas salas, para averiguar porque esta infección estreptocócica afectaba más a las pacientes de una planta que a las de la otra. Una de las primeras diferencias que observó fue que un sacerdote acudía regularmente a la sala de los médicos para tocar una campana como último sacramento para las mujeres moribundas, recuerda Dana Tulodziecki en su artículo “Destrozando el mito de Semmelweis” (2013) publicado en la revista “Philosophy of Science”. Esta profesora de filosofía de la Universidad de Purdue, en Indiana, cuenta que Semmelweis se preguntó si las mujeres morían “por el terror psicológico que les producía escuchar aquella campana, incluso si no se esta-

ban muriendo realmente, puesto que les recordaba todo el rato que ellas podían ser las siguientes”. Entonces, el médico mandó al sacerdote a la otra sala para cumplir con su misión, pero no variaron las tasas, evidentemente. A Semmelweis se le encendió la bombilla en 1847, cuando murió uno de sus colegas del Hospital de Viena, Jakob Kolletschka, después de que éste se cortara un dedo con el bisturí de un estudiante con el que estaba realizando una autopsia. Falleció varios días después de una agonía durante la cual mostró los mismos síntomas que las víctimas de la “fiebre infantil”. Entonces se preguntó si la sala de los médicos podría estar viéndose afectada por una infección similar a la que había acabado con la vida de su compañero. A continuación comprobó que, a diferencia de las comadronas, los médicos a veces examinaban a sus pacientes después de realizar las autopsias sin lavarse las manos o haciéndolo de una manera muy superficial, sin el producto adecuado. “Aunque por esa época no se había descubierto todavía el papel de los microorganismos en este tipo de infecciones, Semmelweis comprendió que la “materia cadavérica” que el bisturí del estudiante había introducido en la corriente sanguínea de Kolletschka había sido la causa del fatal desenlace. Y las semejanzas entre el curso de la dolencia de Kolletschka y de las mujeres de su clínica le llevó a la conclusión de que sus pacientes habían muerto por un envenenamiento de la sangre del mismo tipo: “él, sus colegas y los estudiantes de medicina habían sido los portadores de la materia infecciosa, porque él y su equipo solían llegar a las salas inmediatamente después de realizar disecciones en la sala de autopsias y, a menudo, conservaban un característico olor a suciedad”, explica Elías Mejía en su trabajo “Metodología de la investigación científica” (Universidad de San Marcos, 2005). Semmelweis puso a prueba su teoría bajo la creencia de que se podía prevenir la fiebre destruyendo químicamente el material infeccioso adherido a las manos. Ordenó entonces a todos los estudiantes que se las lavaran con una solución de cal clorurada antes de reconocer a ninguna enferma. Justo en ese instante, la mortalidad comenzó a decrecer y, en 1848, descendió hasta el 1.27% en la primera sala y el 1.33% de la segunda. Eso, además, demostraba que la mortalidad en el departamento de las comadronas fuese más baja, puesto que éstas no diseccionaban cadáveres.

LAVADO RUTINARIO Para ampliar su hipótesis, Semmelweis y sus colaboradores examinaron a una parturienta aquejada de cáncer cervical ulcerado después de haberse desinfectado cuidadosamente las manos. Y después procedieron a

Ignaz Semmelweis descubrió a mediados del siglo XIX la importancia de desinfectarse las manos, una práctica que no era común entre los médicos.

examinar a otras doce mujeres más de la misma sala sin desinfectárselas de nuevo. Resultado: once de ellas murieron de “fiebre infantil”. El médico húngaro llegó a la conclusión de que esta enfermedad podía ser producida no sólo por la “materia cadavérica”, sino también por la “materia pútrida procedente de organismos vivos”. Cuando dio a conocer los resultados de sus investigaciones en la década de los 60 del siglo XIX, la mayoría de hospitales se negaron a adoptar sus políticas del lavado de las manos y su correcta desinfección. Y la polémica que generó no fue pequeña. Según Tulodziecki, la historia es mucho más compleja. “Los médicos no estaban muy contentos con el hecho de que Semmelweis les señalara como responsables de matar a todas estas mujeres. Y cuando finalmente publicó ‘La etiología, el concepto y la profilaxis de la fiebre puerperal’, en 1860, lo cierto es que no estaba muy bien escrita y parecía divagar sobre diversos aspectos (...). En general, podría haber mejorado sus argumentos”, escribe en su artículo. Por ejemplo, alguien decía que la “fiebre infantil” era causada también por los cuerpos en descomposición de los animales, lo que no tenía ningún sentido. Esta infección había surgido muchos años antes en los hoga-

res, donde las mujeres solían parir, y reproducido en el Hospital de Viena, pero en ninguno de los dos lugares había, obviamente, materia cadavérica animal alguna ni carne en descomposición. Semmelweis, además, era una persona muy terca, muy dogmática, e insistió con vehemencia en que la única forma de reducir la “fiebre infantil” era asegurarse de que los médicos se lavaran las manos después de las autopsias. Algo en lo no todos sus colegas estaban de acuerdo.

FLORENCE NIGHTINGALE En cualquier caso, Semmelweis no estuvo solo en la batalla. A mediados del siglo XIX hubo otros sanitarios que se dieron cuenta de que la higiene de los profesionales podría tener algún efecto en sus pacientes. En 1843, el médico estadounidense Oliver Wendell Holmes publicó un artículo argumentando que los doctores podían transmitir la “fiebre infantil” a sus enfermos si los trataban con las manos sucias. Y la enfermera británica Florence Nightingale, considerada la fundadora de la enfermería moderna, escribió en su libro “Notas sobre enfermería: qué es y qué no es” (1859) que “toda enfermera debe tener cuidado de lavarse las manos con frecuencia durante el día”. A pesar del esfuerzo casi solitario de estos sanitarios, la importancia de lavarse las manos no fue del todo comprendida por los médicos y enfermeras hasta que Louis Pasteur dio a conocer su “Teoría germinal de las enfermedades infecciosas”. Es decir, la que reveló que ciertas

enfermedades e infecciones son causadas por microorganismos tan pequeños que ni siquiera pueden verse a simple vista. Él mismo sugirió en 1871 a los médicos de los hospitales militares que hirvieran el instrumental quirúrgico y los vendajes antes de usarlos. En la mayoría, estas precauciones higiénicas seguían sin cumplirse. Uno de los cirujanos que siguió sus recomendaciones fue el británico Joseph Lister, muerto en 1912, quien desarrolló las ideas de Pasteur y hoy es considerado el padre de la antisepsia moderna. Realizó cambios radicales en las operaciones, obligando a los médicos a lavarse las manos y utilizar guantes e instrumental quirúrgico esterilizado, así como a limpiar las heridas con disoluciones de ácido carbólico para matar a los microorganismos. Antes, pasar por el quirófano era casi una sentencia de gangrena y muerte. Hoy en día, los profesionales sanitarios consideran que lavarse las manos es una práctica higiénica crítica, tanto para ellos como para sus pacientes. En los hospitales incluso se proporcionan pautas sobre cómo hacerlo adecuadamente. Hay incluso un Día Internacional del Lavado de Manos (15 de octubre) establecido por la ONU, quien advierte de que se pueden contagiar más de 200 enfermedades a través de las manos. Además de las infecciones respiratorias y la diarrea, otras enfermedades de transmisión feco-oral, como el cólera, las hepatitis, la disentería o la giardiasis; y las infecciones virales, como las eruptivas, la conjuntivitis y las infecciones de boca y garganta, entre otras muchas.

This article is from: