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Letras argentinas Pinta tu aldea...
... Y pintarás el mundo. Tizón, Saer, Puig y Selva Almada, cuatro grandes escritores argentinos que lograron mostrar sus pagos chicos como nadie y los convirtieron en territorios literarios. El clima opresivo de un pueblo del interior, la vida en canoa al borde del Paraná, el monte chaqueño y la puna como lenguaje reúnen un puñado de historias que solo pueden existir en esos paisajes. Y que lograron enamorar a lectores de todo el planeta.
SAquí la tierra es dura y estéril, el cielo está más cerca que en ninguna otra parte y es azul y vacío. No llueve, pero cuando el cielo ruge su voz es aterradora, implacable, colérica, sobre esta tierra en donde es penoso respirar, la gente depende de muchos dioses, ya no hay aquí hombres extraordinarios y seguramente no los habrá jamás. Ahora uno se parece a otro, como dos hojas de un mismo árbol. Y el paisaje es igual al hombre, todo se confunde y va muriendo”, escribe Tizón en Fuego en Casabindo.
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Jujeño nacido en Salta (1929 – 2012).
Adentro, se levantaba a las seis de la mañana y leía o escribía a mano hasta las tres de la tarde; nunca después de esa hora. Afuera, la quebrada, el viento seco y el polvo del camino. Afuera, en sus palabras, “la puna, el gran desierto lunar, cálido y frío, más que un lugar geográfico es una experiencia”. Necesitaba silencio absoluto, grabar su texto y escuchar la música que sonaba al leerlo. Ya no quería que su mujer leyera su obra, atravesada por un lenguaje mestizo, que combinó la lengua prestigiosa que mamaba de Jack London, Stevenson o Conrad y el habla de su gente, la oralidad quechua, los mitos y leyendas que supo escuchar a través de las niñeras indígenas que lo cuidaban en su infancia. Un lenguaje que, entonces, distaba de lo que ocurría con las letras en Buenos Aires. La mitad de su obra la escribió en Yala. Yala, norte andino en su máxima expresión, está a quince kilómetros de San Sal- vador de Jujuy y es el lugar que, atravesado por la cultura altoperuana, cuadró la escritura de Tizón; aun en el exilio: “No podía escribir, salvo lo que tenía que escribir para poder comer. Ficción no pude escribir hasta el cuarto año de exilio; me puse a escribir la novela en una casa que había alquilado y que, muy curiosamente, era similar a mi casa”, dijo en una entrevista para la televisión.
El tren y la frontera –dice Leonor Fleming, doctora en Letras que prologó los cuentos completos– fueron los símbolos que marcaron su literatura. “Recuerdo cómo nuestra pequeña casa temblaba al paso del tren. Presentíamos su llegada por un leve temblor (…); creo que casi todo lo aprendí al lado de las vías: la espe - ra, la alegría eufórica, la impaciencia”, narra Tizón en Ligero y tibio, como un sueño, mostrando una literatura hecha a base de emociones más que de anécdotas y fiel a sus raíces, a ese lugar que lo acunó desde el día en que su padre fue nombrado jefe de la estación de trenes local.
Saer, Tizón, Puig y Selva Almada escapan al regionalismo y al folclore. Se ocupan de temas de la historia universal como el amor, la vida o la muerte impresos en personajes que solo son por ese paisaje. Que solo existen porque están allí. Y no en otro lado.
Pueblo chico, infierno grande
“El mar está a mil kilómetros y las montañas están a mil kilómetros y todo está lejos, la persona que nace se muere ahí, no dice nada más de lo que le han dicho. No hay agua que corra a la vista, todo es muy seco, hay una ausencia total de paisaje y la línea del horizonte es absolutamente recta”, dijo Manuel Puig a Soler Serrano sobre su Villegas natal, un pueblo bonaerense a 466 kilómetros de la Capital Federal.
En 1981, invitado por el profesor en Letras José Amícola, Manuel Puig dio conferencias en la Universidad de Göttingen, Alemania. Allí contó que al momento de escribir sólo le interesaba ubicarse “como una víctima más de cierto error del inconsciente colectivo”. Y un error que atraviesa su obra es la opresión, la explotación sexual y el machismo que vio en el pueblo durante sus primeros 16 años.
Sus dos primeras novelas, La traición de Rita Hayworth (1968) y Boquitas pintadas (1969) transcurren allí y, las seis novelas siguientes, tendrán relación íntima con su movimiento geográfico. Boquitas pintadas es producto de lo que un vecino le contó a otro, lo que un hombre le contó a su amigo y lo que la mucama que trabajaba, entonces, en su casa, le contó a Manuel. Y La traición... narra su infancia allí. Dice Amícola, una de las personas que más pudo conocer a Puig: “La traición... empieza cuando él nace y termina cuando tiene unos trece años, muestra a un chico muy sensible, que se siente discriminado y que apunta a dejar el pueblo. Aunque modificada, es una novela autobiográfica”.
Boquitas pintadas , que fue llevada al cine en 1974, surge de lo que su mamá le contó acerca de un caso criminal escan - daloso que había ocurrido antes de que él naciera. Agrega Amícola: “La mamá sirvió de portadora de un chisme que se fue agrandando con el tiempo. Él, lo que hizo fue escuchar; siempre tuvo un magnífico oído para las historias contadas por otros. Tuvo una gran sensibilidad por la oralidad. Como si hubiera puesto un grabador, cosa que hizo en posteriores novelas”.
Este segundo texto fue prohibido en Villegas. No obstante, y fieles al carácter que Puig señalaba en la novela, los vecinos del pueblo corrían a comprarla a otro lado o a ver el filme al pueblo a veinte kilómetros de distancia, no por interesados en la obra, sino para ver a quiénes nombraba y qué decía de ellos. Ha trascendido que un día, en la escuela, una nena dijo que Mabel –la oveja negra de Boquitas– era su abuela, una abuela envuelta en ese escándalo que ahora todos leían.
El ardiente monte chaqueño
“Estaba el olor de la profundidad del monte. No del corazón del monte, sino de mucho más adentro (…) el olor de la humedad del suelo debajo de los excrementos de los animales, del microcosmos que palpita debajo de las bostas (…) el olor de los ranchos mal ventilados, llenos de vinchucas. El olor a humo de los fogones, que crepitan bajo los aleros”.
Selva Almada nació en Entre Ríos, tiene hoy 42 años y en 2012 publicó su primera novela: El viento que arrasa. Una novela que se mete en los universos de provincia, del monte chaqueño, del margen del río Uruguay, la ruta 18, y hace ficción con elementos y lugares que la escritora, por motivos autobiográficos, ya conoce. Conoce su tierra, apela a sus recuerdos y construye personajes marginales, poco educados, violentos a la hora de amar, con modismos que se usaban allí cuando Selva era chica, como el diálogo entre el mecánico y el Chango, su hijo:
–Si quiere, hago un tereré.
–El tereré es mate de mujer, chango. El mate tiene que ser con agua caliente. Como decía mi viejo: En invierno te saca el frío, en verano te saca la calor.
–¿Era bueno su padre?
–¿Bueno? Sí, qué sé yo. Sí, matar no mató a nadie que yo sepa.
Selva Almada vive hoy en el barrio de Flores, Buenos Aires, da talleres literarios y escribe una nueva novela que transcurre en una isla del Paraná. Dice, de forma pausada, “mis relatos son aparentemente realistas pero no lo son, no son un reflejo fiel de lo que ocurre en el interior. Es verdad que el paisaje siempre tiene una presencia muy fuerte, que no es solo un decorado, sino que de alguna manera se mete en la vida de los personajes y aparece casi como un personaje más”.
En El viento que arrasa, un pastor junto a su hija recorren Chaco y Entre Ríos con la intención de evangelizar. Una figura que hace de su vida un viaje permanente, un personaje que habilita, así, a Almada a recorrer la región.
La patria es la infancia
“Yo vivía en Santa Fe, en un pueblecito de la llanura que se llamaba Serodino y, a menudo, dos o tres chicos salíamos al campo con las gomeras a cazar. O a nada. Y de pronto nos separábamos, cada uno se quedaba solo, perdido entre los pastos a menudo más altos que uno, y me invadía un sentimiento muy extraño. Yo creo que ese inmenso vacío, esa imposibilidad de fijar la vista en algo, hacía que si, de pronto, un pájaro levantaba vuelo desde los pastos, ese pájaro cobraba una presencia tan nítida y compacta a fuerza de existir que creaba en nosotros un sentimiento de extrañeza. Sentía eso cuando era chico”. Recuerda Saer, en una de sus últimas entrevistas.
Dice Alberto Díaz, su editor: “Hay fidelidad a las amistades de su infancia, de su juventud, y eso aparece recreado en los personajes que va creando en su obra, todos tienen algún rasgo de sus amigos santafesinos”. En En la zona, su primer libro de cuentos, aparecen los personajes que van a acompañarlo a lo largo de toda su obra y el escenario que él elige: Santa Fe. •