Revista 42 junio 2012 "El Gran Río Artificial de Libia"

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El

Gran

Río Artificial de

Libia Agua

La ciudad y las aguas: historia del desagüe de la Ciudad de México, desde el siglo XVI La gran mudanza de Ramses II: los colosos de Abu Simbel y la presa de Asuán Cisterna Basílica, el gran vaso de Constantinopla Revista de difusión de la Federación Mexicana de Colegios de Ingenieros Civiles, A.C. Vector

Nº 42 Junio 2012 Costo

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Indice

Vector Junio 2012

En portada

AMIVTAC

La quimera de un dictador: el Gran Río Artificial de Libia/4

Instituto Mexicano de la Construcción en Acero

•Ingeniería Civil del Siglo XXI – Gerdau en México lanza la Olimpiada Voluntariado Gerdau, novedoso programa de Responsabilidad Social/14 • Construcciones Famosas – Ponte Vecchio, ícono de Florencia/16 • Suplemento especial infraestructura – La ciudad y las aguas: historia del desagüe de la Ciudad de México, desde el siglo XVI/21 • Maravillas de la Ingeniería – La gran mudanza de Ramses II: los colosos de Abu Simbel y la presa de Asuán/30 • Dirección y Sentido – Ven Te Chow, el hacedor de lluvia/38 • Historia de la Ingeniería Civil – Cisterna Basílica, el gran vaso de Constantinopla/42 • Libros – El Cajón. Un prodigio entre montañas

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Editorial El agua Cozumel # 63-A • Col. Roma Norte C.P. 06700 México, D.F. Tel. (55) 5256 1978

Carlos Arnulfo López López Leopoldo Espinosa Benavides Roberto Avelar López Manuel Linss Luján Jorge Damián Valencia Ramírez Enrique Dau Flores CONSEJO EDITORIAL Raúl Huerta Martínez DIRECTOR GENERAL Daniel Anaya González DIRECTOR EJECUTIVO Patricia Ruiz Islas DIRECTORA EDITORIAL Daniel Amando Leyva González JEFE DE INFORMACIÓN Ana Silvia Rábago Cordero COLABORADORES Alfredo Ruiz Islas CORRECCIÓN DE ESTILO Nallely Morales Luna

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Fuera del conocidísimo circunloquio “el vital líquido”, el agua no tiene sinónimos, como tampoco tiene sustitutos. Sin lugar a dudas, aun la civilización más primitiva debió haber sido consciente de que la supervivencia, tanto del ser humano individual como del hombre colectivo, dependía en primera instancia de tener acceso a ella. Siglos más tarde, esta intuición se integró a la reflexión filosófica, por ejemplo, en el caso de Tales de Mileto, para quien, de acuerdo con Aristóteles, el agua era el principio de todo. Hoy en día, gracias al progreso de la ingeniería, este “elemento” no sólo extingue la sed, sino que también impulsa máquinas y provee de electricidad a los hogares sin necesidad de descargar más contaminantes en la atmósfera. Pero el agua no sólo es irremplazable e imprescindible: también es bella. Basta con ver cómo hasta el científico más circunspecto se extasía explicando las casi milagrosas propiedades del líquido, único en la naturaleza que se expande al congelarse, anómalo fenómeno que hace posible la vida acuática, incluso en las regiones más frías del planeta. El agua es, pues, fuente de vida e inspiración, como lo comprueba la canción que en seguida se reproduce, oda elemental, como las de Neruda, y recordatorio del respeto que se le debe.

“El hombre y el agua” de Joan Manuel Serrat (Barcelona, 1943), aparecida en el álbum Utopía (1992). Si el hombre es un gesto el agua es la historia. Si el hombre es un sueño el agua es el rumbo. Si el hombre es un pueblo el agua es el mundo. Si el hombre es recuerdo el agua es memoria. Si el hombre está vivo el agua es la vida. Si el hombre es un niño el agua es París. Si el hombre la pisa el agua salpica. Cuídala, como cuida ella de ti. Agua, barro en el camino, agua que esculpes paisajes, agua que mueves molinos. ¡Ay, agua!, que me da sed nombrarte, agua que le puedes al fuego, agua que agujereas la piedra, agua que estás en los cielos como en la tierra. Brinca, moja, vuela, lava, agua que vienes y vas. Río, espuma, lluvia, niebla, nube, fuente, hielo, mar...

REVISTA VECTOR de la Ingeniería Civil, Año 5, Número 42, Junio 2012, es una publicación mensual editada por Comunicaciones La Labor, S. A. de C.V. Cozumel 63 – A, Col. Roma Norte, Delegación Cuauhtémoc, C.P. 06700, Tel. 5256 – 1978, www.revistavector.com.mx, daniel.anaya@revistavector.com.mx •Editor responsable: Daniel Anaya González. Reservas de Derechos al Uso Exclusivo No. 04-201010512575900-102, ISSN: (En trámite) Licitud de Título No. 14259, Licitud de Contenido No. 11832, ambos otorgados por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Permiso SEPOMEX No. IM09- 0754. Impresa Por Dimensiona S. A. de C. V., Francisco Álvarez de Icaza No. 9,Col.Obrera, C.P. 06800, Delegación Cuauhtémoc, México, D. F., Tel. 57615440. Este número se terminó de imprimir el 30 de Junio de 2012 con un tiraje de 8,000 ejemplares. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización del Editor.

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Ingeniería Civil del Siglo XXI

La quimera de un dictador: el Gran Río Artificial de Libia

Patricia Ruiz Islas

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as entrañas de la Tierra son generosas. Durante generaciones le han proporcionado a los seres humanos riquezas de todos tipos: piedras y metales preciosos que se han traducido en riquezas; combustibles fósiles que se han transformado en la energía que mueve al mundo; energéticos alternativos, que van desde las fuentes de calor de la Tierra misma hasta los elementos como el uranio En suma, una miríada de pequeñas maravillas que lo mismo han servido para construir que para destruir, para financiar grandes proyectos o para propiciar guerras por la posesión de las mismas. Podría decirse, sin embargo, que estos regalos que emergen del seno del planeta son lujos si se les compara con el verdadero sustento de la vida: el agua. Y hasta en eso muestra largueza nuestra Tierra, porque el agua dulce, potable, se encuentra hasta en los lugares más inesperados. De esta Tierra nuestra, tan generosa en sus dones, podría decirse que es casi un organismo vivo: cambia constantemente, no se mantiene estática. Cambian el clima y el paisaje y hasta la distribución misma de la tierra firme. Aunque suele suponerse que el cambio climático del que tanto se habla es un fenómeno que se dio repentinamente —y del que tiene la culpa la humanidad industrializada—, el no ser testigos de transformaciones tan dramáticas como la separación de los continentes, por ejemplo, no significa que el planeta permanezca inerte. Estas transformaciones son las que han depositado en las profundidades de la Tierra las riquezas de las que ya se hablaba anteriormente, como el petróleo, por ejemplo, que es el combustible de la vida moderna por definición. A la par, los cambios en el clima han transformado regiones otrora fértiles en desiertos. Resulta notorio cómo se conjugan, en ocasiones, la aridez de la tierra, aparentemente incapaz de dar sustento alguno, con la riqueza que yace oculta en el subsuelo, lo que da pie a la pregunta: ¿de qué sirve que una nación sea rica en petróleo cuando el agua le escasea?

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El “agua fósil” En 1953, durante la prospección en busca de petróleo en el Sáhara, los geólogos encontraron lo que quizás nunca se imaginaron: un inmenso depósito de agua de unos dos millones de kilómetros cuadrados. ¿Cómo llegaron ahí los 150,000 kilómetros cúbicos de agua que contiene? El agua, se dice, es de origen meteórico; esto es, es agua de lluvia. En el cuarto milenio antes de nuestra era, las condiciones climáticas en el Sáhara distaban mucho de ser desérticas. Es más que posible, entonces, que en la zona —que recibía precipitaciones pluviales importantes— se formara un inmenso depósito que, debido a accidentes geológicos, quedara sellado, evitando así su evaporación. La denominación de agua fósil, sin embargo, no se le da al depósito simplemente por su antigüedad; al estar sellados los depósitos que la contienen, es imposible que estos se recarguen, de modo que el nivel del agua no aumenta, y, si no se le explota, tampoco disminuye. Los depósitos de agua fósil en el desierto de Libia, si bien no son cosa excesivamente corriente, podría decirse, sin temor a exagerar, que tampoco son tan extraños. Lo que sí es de notar es que ya desde el año 1000 antes de nuestra era, había pueblos establecidos en el desierto que empleaban estos depósitos para fines agrícolas y de pastoreo. Los garamantes, que se asentaron en la actual región de

Fezán, en Libia, establecieron una sociedad sustentada en la agricultura, el pastoreo y, posteriormente, el comercio. Para sostener su agricultura construyeron una serie de túneles como parte de un elaboradísimo sistema de irrigación que se beneficiaba del agua fósil encontrada en la región. Ya hacia el año 200 antes de nuestra era habían constituido un imperio que operaba la ruta de comercio del Sáhara y contaba con ocho ciudades importantes. Uno de los principales factores que contribuyó a la decadencia de esta sociedad —hacia el siglo VIII de nuestra era— fue la desertificación de la zona en que se establecieron, y a esto se sumó el agotamiento, probablemente por sobrexplotación, de los acuíferos fósiles, los cuales, como ya se mencionó anteriormente, no tienen forma de recargarse.

Petróleo para un país con sed Cuando se llevaron a cabo las prospecciones petroleras en Libia, éste era uno de los países más pobres del mundo. En 1959 comenzaron las explotaciones petroleras pero, a pesar de que el país llevaba pocos años de ser independiente –ocho, para ser más exactos– y recién estrenaba su monarquía, comenzaron también los descontentos, a los que contribuyeron en no poco los movimientos nacionalistas árabes, que buscaban sustraerse a toda influencia de Occidente, la llegada al poder del presidente egipcio Gamal Abdel

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Nasser y la nacionalización del Canal de Suez, amén del establecimiento del Movimiento de Países no Alineados y, por supuesto, la concentración de las riquezas procedentes de la venta del petróleo en manos del rey Idris I, primer y único monarca de Libia. Con todo y que Libia se perfilaba ya como un país rico gracias a sus reservas probadas de petróleo, el hecho de que el 90% de su territorio fuera desértico se había soslayado. Una muy buena parte de la balanza de importaciones de Libia la constituían los víveres, a pesar de que, junto con las riquezas petroleras, el país era un paraíso turístico para estadounidenses, italianos e ingleses, quienes, a la par de ser los mayores proveedores de armas del reino, desarrollaron varios proyectos de ingeniería. Sin embargo, ¿de qué valía tener riquezas, si la población no podía alimentarse de petróleo? Los descontentos fueron in crescendo hasta desembocar en la revolución del 1º de septiembre de 1969.

El “León de África”, los veneros del diablo y el sueño del oasis El rey Idris prácticamente no supo en qué momento había dejado de ser rey. Tras ser depuesto por el golpe militar dirigido por Muammar el Gadafi mientras se encontraba en Turquía, y condenado a muerte in absentia dos años más tarde, no tuvo más remedio que vivir en el exilio en Egipto, donde murió en 1983. A su vez, el golpe, inusitadamente incruento y que concluyó en dos horas, llevó a Gadafi al poder, donde se mantendría durante más de cuatro décadas. Si bien estas cuatro décadas fueron controversiales para muchos, no se puede menospreciar lo que el dictador hizo por su país: antes de cumplirse la primera década de su ascenso al poder, Libia ya se había colocado como el cuarto país africa-

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no más rico y en los índices de desarrollo humano sus cifras quedaban por arriba de las de Arabia Saudita. Durante su mandato, la educación primaria se universalizó para niños y niñas y la educación secundaria se hizo obligatoria, lo que hizo que los índices de alfabetización subieran del 10 al 90% que tienen hoy en día. Se establecieron también los servicios de salud, gratuitos para todos, y también las ayudas del Estado para el financiamiento de la vivienda. No obstante, aún quedaba un problema por resolver: que en el cielo de Libia apenas se veían nubes, nubes cargadas de agua que significarían mayor producción de alimentos. En la década de 1970 se trató de hacer un experimento: reclamar tierras al desierto con establecimientos agrícolas. Estos emplearían el agua fósil in situ para crear tierras de labranza que se utilizarían para la producción de alimentos. Sin embargo, el proyecto se topó con dos dificultades: la primera, lo poco adecuado que resultaba el suelo para los cultivos, aun contando con irrigación. La segunda, que cuando se solicitaron voluntarios para mudarse al desierto y echar a andar el proyecto, casi nadie quiso tomar parte en la arriesgada empresa. Libia siguió dependiendo de las importaciones de alimentos, mientras que sus reservas de agua dulce, ubicadas en la franja norte del país —donde se concentraba la mayor parte de la población— se contaminaban poco a poco con aguas saladas hasta volverse no potables y menos aptas para la agricultura. Se establecieron plantas desalinizadoras, pero pronto saltó a la vista que, aparte de resultar muy caro el tratamiento de las aguas, los resultados eran insuficientes. Si, por una parte, con las riquezas de las explotaciones petroleras se podían seguir financiando los programas estatales, por otra parte, la escasez de agua representaba una amenaza constante al sustento humano. Con el dinero del petróleo podían importarse alimentos, es cierto, pero ¿por cuánto tiempo podía sostenerse un país


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sin agua? Todavía más desesperante debió de haber sido la situación en Libia, ya que se tenían enormes reservas en el depósito de agua fósil pero, al parecer, no se veía en el horizonte una forma de llegar a ellas.

El nacimiento de un gran proyecto Treinta años después de que se descubrieran las cuatro grandes cuencas subterráneas del Sáhara se creó la Autoridad del Gran Río Artificial. A finales de la década de 1960 ya había surgido la idea de entubar las aguas fósiles y se comenzó con los estudios de viabilidad en 1974. La primera fase de las obras, parte de un plan de cincuenta años, comenzó el 28 de agosto de 1984, cuando Gadafi puso la primera piedra en Sarir. A pesar del deterioro en las relaciones de Libia con otros países debido a su política de apoyo a grupos catalogados como terroristas y de los consiguientes embargos comerciales —sin olvidar el conflicto con los Estados Unidos en 1986 y su consiguiente pago de reparaciones—, esta primera etapa, la más grande del proyecto, que se encargaría de llevar dos millones de metros cúbicos de agua al día a través de mil doscientos kilómetros de tubería, desde As-Safir y Tazerbo hasta Bengazi y Sirte, continuó en construcción. Que la construcción de la gran obra continuara se debió, más que nada, a que estuvo enteramente financiada por el gobierno libio, sin ningún tipo de inversión o colaboración económica extranjera: en 1970, Libia había casi triplicado sus exportaciones de petróleo y en 1973 la industria petrolera estaba nacionalizada, de ahí que el gobierno libio fuera autosuficiente en el financiamiento del Río Artificial.

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En 1986 se inauguró en Brega la fábrica encargada de construir los doscientos cincuenta mil segmentos de tubería de concreto pretensado que llevarían el agua, primero a la presa de Ajdabiya para posteriormente entregarla en sus destinos finales, las ciudades de Sirte y Bengazi. A pesar de que Libia no contaba con los medios tecnológicos para desarrollar por sí misma la obra, si en algo se insistió fue en que se empleara la mayor cantidad de recursos locales posibles. En 1991, diecisiete años después de su inauguración, se abrieron las llaves de la primera fase del proyecto. Para esta primera etapa se utilizaron, además de la tubería de concreto, 2.5 millones de toneladas de cemento, 13 millones de toneladas de mezcla, dos millones de kilómetros de varilla pretensada y se excavaron 85 millones de metros cúbicos, todo esto a un costo de catorce mil millones de dólares. El sistema consta de 108 pozos de producción y observación piezométrica, localizados en Tazerbo, que producen un millón de metros cúbicos de agua al día, a razón de 120 litros por segundo por pozo. Una red de recolección transporta el agua a un tanque de acero con capacidad de 170,000 metros cúbicos; de ahí parte la red de distribución principal, que recorre 256 kilómetros hasta llegar a dos tanques iguales, localizados en Sarir. Es aquí donde se produce otro millón de metros cúbicos de agua empleando para ello 114 pozos. Los pozos de Tazerbo y Sarir se encuentran a una profundidad de más o menos 450 metros y para la extracción se utilizan bombas sumergidas a 145 metros de profundidad. De Sarir parte el agua —ya tratada con cloro— a través de dos tuberías paralelas de cuatro metros de diámetro hacia el norte, al depósito de Ajdabiya, el cual tiene una



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capacidad de cuatro millones de metros cúbicos y se encuentra a 380 kilómetros al norte. Finalmente, desde este depósito de 900 metros de diámetro, el agua fluye hacia sus destinos finales a través de dos tuberías: una, hacia el occidente, a Sirte; la otra, hacia el norte, desemboca en Bengazi. Una vez llegada a su destino, el agua se descarga en depósitos con una capacidad de almacenamiento de 6.8 millones de metros cúbicos en Sirte y 4.7 millones de metros cúbicos en Bengazi. Asimismo, en ambas ciudades se construyeron dos depósitos, uno de 37 millones de metros cúbicos de capacidad en Sirte y otro de 76 millones de metros cúbicos en Bengazi, a manera de almacenes para el verano o en caso de emergencia.

Agua para todos: fases II y III Para las dos siguientes fases del proyecto se siguieron los mismos pasos que para la primera: extracción, recolección, transporte a depósito, distribución. La segunda fase del proyecto lleva un millón de metros cúbicos de agua desde Fezán hasta la planicie de Jeffara, situada en la zona occidental de la franja costera; igualmente, esta

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parte del sistema es la que surte de agua a la capital, Trípoli. La tercera fase consiste en la ampliación de la primera red, para lo que se colocaron 700 kilómetros adicionales de tubería, con lo que se consiguió que la capacidad total del sistema fuera de 3.68 millones de metros cúbicos de agua al día. La segunda etapa de la tercera fase consistió en llevar agua a Tobruk desde los pozos de Al-Jaghboub. Con este fin se construyó un depósito al sur de Tobruk y se colocaron 500 kilómetros más de tuberías. Para 2009, las tres primeras fases de la obra estaban ya completas y operando. Las dos últimas fases del proyecto consistirían en unir los dos sistemas a través de una tubería que conectara el depósito de Ajbadiya con Tobruk para, finalmente, unir ambas redes en Sirte, conformando una sola. Según se esperaba, esta última fase se desarrollaría en los próximos veinte años.

Nubes de incertidumbre Con la revuelta en Libia pero, sobre todo, con la muerte de Muamar el Gadafi el 20 de octubre del 2011 a manos del Consejo Nacional de Transición, el futuro de la gran obra

parece incierto. En agosto del mismo año, los bombardeos de la OTAN en Brega tuvieron como consecuencia la destrucción de una parte de la red; también, con la destrucción de la fábrica de tubería, situada en la misma ciudad, se imposibilitó la reparación de la misma. Los apagones en Trípoli imposibilitaron el funcionamiento del sistema de bombeo, por lo que la ciudad se quedó sin agua. Y, amén de la crisis que esto representa, la producción de petróleo del país, que era lo que financiaba y mantenía la obra, ha caído al 50%. En Occidente siempre se ninguneó la importancia de esta gran obra, llamada por Gadafi “la octava maravilla del mundo”. Buscando ridiculizar los excesos del dictador, las naciones occidentales no veían sino un elefante blanco, una quimera, llegando incluso a negar los estudios llevados a cabo en Libia que afirmaban que la reserva de agua duraría más de mil años, aduciendo que, a lo máximo, duraría sesenta. Sin duda, el Gran Río Artificial no sólo es la obra hidráulica más costosa del mundo –se dice que las tres fases ya concluidas tuvieron un costo de veinticinco mil millones de dólares–: también es la más grande y la que más beneficios, de haberse visto terminada en su totalidad, aportaría a un solo país. Se esperaba que se pudieran irrigar 155,000 hectáreas de tierra, lo que haría que el paisaje libio fuese, en palabras de Gadafi, “tan verde como su bandera”. Pero, al parecer, el objetivo del dictador de alcanzar la autosuficiencia en materia de alimentos está muy lejos de cumplirse. En tanto las turbulencias políticas no amainen lo suficiente como para recuperar la producción petrolera del país y, más importante aún, recuperar también la objetividad suficiente como para aquilatar en su justo valor la obra impulsada por Gadafi, el futuro de la red de abastecimiento de agua está pintado en tonos bastante más sombríos que el verde sueño del “León de África”.



El Proyecto “Túnel Sumergido Bajo el Río Coatzacoalcos” Está siendo ejecutado en la Ciudad de Coatzacoalcos, Veracruz, ubicada en la desembocadura del propio Río Coatzacoalcos con el Golfo de México. En esta región del Sur de Veracruz se localizan las Instalaciones de la Industria Petroquímica de PEMEX más grande de América Latina: En la actualidad se utilizan dos medios para cruzar de la Ciudad de Coatzacoalcos a la Zona Industrial: A través de Panga para llegar a la Congregación de Allende Por el puente Coatzacoalcos I construido en 1958 Con la construcción del Túnel SUMERGIDO en el Río Coatzacoalcos se unirá la zona urbana de Coatzacoalcos con la Congregación de allende del mismo municipio, y es una alternativa urbana al actual cruce carretero que permitirá optimizar el servicio en materia de vialidades y transporte que fortalecerá y consolidará el desarrollo regional del Sur de Veracruz pues traerá los siguientes beneficios: Reducir los tiempos de traslado de la zona urbana a los centros de trabajo ubicados en los Complejos Petroquímicos Morelos, Pajaritos y La Cangrejera. Eliminar los congestionamientos actuales en el Puente Coatzacoalcos Reducir la Contaminación Ambiental.

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Especificaciones:

Longitud Tramo Sumergido: 805.00 metros

Longitud Acceso Coatzacoalcos: 480.00 metros

Longitud Acceso Allende: 243.00 metros

Longitud Total:1528.00 metros

Tipo de infraestructura: Túnel Sumergido de concreto pre-esforzado Ancho de calzada: 4 carriles de 3.75 metros de circulación, dos en cada sentido separados por un túnel de servicios. Pavimento final: Capa de concreto asfáltico sobre piso de concreto tanto en el propio túnel sumergido como en las vialidades de acceso. Grupo Básico Mexicano ha sido desde el inicio de esta importante obra en el 2004, la Gerencia de Proyecto para la Construcción del Túnel Sumergido bajo el Río Coatzacoalcos, encargada de coordinar y supervisar el correcto desarrollo del propio proyecto durante su etapa de construcción hasta la puesta en marcha. Adicionalmente, Grupo Básico Mexicano tiene a su cargo los servicios de Gerencia de Proyecto cubriendo las áreas de: •

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Gerdau en México lanza la Olimpiada Voluntariado Gerdau, novedoso programa de Responsabilidad Social

México, D.F., 30 de mayo de 2012. Con el objetivo de ampliar las acciones de responsabilidad social empresarial entre sus colaboradores más allá del entorno inmediato de trabajo, Gerdau en México anunció la puesta en marcha del programa Olimpiada Voluntariado Gerdau, coordinada por el Instituto Gerdau. Olimpiada Voluntariado Gerdau busca motivar y capacitar a los colaboradores de la empresa para que emprendan acciones de voluntariado social que contribuyan a mejorar la calidad de vida en distintas comunidades. En esta primera edición realizada en México, el eje temático será el de la seguridad, y su lema “unidos por la seguridad, la victoria es de todos nosotros”. Se espera la participación de 309 colaboradores. Paralelamente, actividades relacionadas con el programa se llevarán a cabo en Brasil, Uruguay, Argentina, Chile, Perú, Colombia, Venezuela y España, países donde también opera la compañía. Bajo el concepto de “rally social”, durante ocho semanas los colaboradores conformarán equipos de entre diez y veinticinco integrantes que asumirán el compromiso de planear y ejecutar acciones que promuevan la seguridad a través de campañas informativas y al implementar programas en escuelas, instituciones sociales y micro y pequeñas empresas ubicadas en las regiones donde Gerdau está presente. Cada equipo decidirá la forma en que explicará los diversos conceptos de seguridad, valiéndose para ello de pláticas, juegos, dinámicas, mini–clases, presentaciones de teatro, programas de educación práctica o videos, entre otras actividades.

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Experiencias previas En 2010, año en que se jugó la Copa Mundial de Futbol en Sudáfrica, el tema de las actividades de la Copa Voluntario Gerdau fue el desarrollo sustentable del planeta. Durante más de quince mil horas de trabajo voluntario, los 480 equipos y 8,350 colaboradores participantes realizaron las tareas propuestas, trabajando en cuestiones de sustentabilidad en los ámbitos económico, ambiental y social.

Sobre Gerdau Gerdau es líder en el segmento de aceros largos en el continente americano y uno de los principales proveedores de aceros largos especiales del mundo. Con más de 45,000 colaboradores lleva a cabo operaciones industriales en catorce países de América, Europa y Asia, que suman una capacidad instalada superior a los veinticinco millones de toneladas anuales. Es la mayor recicladora de Latinoamérica y transforma, a nivel mundial, millones de toneladas de chatarra de acero cada año, reforzando su compromiso con el desarrollo sustentable de las regiones donde actúa. Con más de 140,000 accionistas, Gerdau está listada en las bolsas de valores de São Paulo, Nueva York y Madrid.

Sobre Gerdau en México Gerdau está presente en México desde el año 2007, conformada por Gerdau Sidertul y Gerdau Corsa. Gerdau Sidertul produce varillas corrugadas para la construcción civil, mientras que Gerdau Corsa se encarga de fabricar perfiles comerciales y estructurales para la construcción en acero y la industria especializada. Como parte de sus políticas, ambas empresas cumplen con las especificaciones de las normas tanto nacionales como internacionales para garantizar calidad y seguridad, al tiempo que propicia el desarrollo sustentable de su cadena productiva para contribuir a la protección del medio ambiente.

CONTACTO: Burson–Marsteller México Raúl Valencia raul.valencia@bm.com 53-51-65-33

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Construcciones Famosas

Ponte Vecchio,

ícono de Florencia

Patricia Ruiz Islas

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n enero de 1348, la suerte de la ciudad de Florencia estaba a punto de cambiar. La llamada “Muerte Negra”, que tan hondas huellas dejaría no sólo a los habitantes de Europa que la sobrevivieron sino también a unas cuantas generaciones posteriores, hacía su entrada en la ciudad. La peste arrasó con aproximadamente la mitad de la población de un continente ya debilitado por la hambruna causada por un fenómeno conocido como la “Pequeña Era del Hielo”, que causó grandes mermas en las cosechas de granos como el trigo, la avena y la cebada, importantísimos para la supervivencia humana en más de un sentido, ya que también de ellos dependía el ganado. Si a esto se le suman unas condiciones sanitarias paupérrimas, se tiene entonces un excelente caldo de cultivo para una epidemia que alcanzó a tocar a todo el mundo conocido en ese entonces y que, a un tiempo, dio un vuelco total a la estructura de la vida como hasta entonces se conocía. En algunas partes de Europa, la Muerte Negra casi podría decirse que se convirtió en cotidianidad. Por ejemplo, la peste se alojó en algunas regiones de las penínsulas Ibérica e Itálica durante cuatro años consecutivos. En la misma Florencia, la peste se llevó a la mitad de la población. Recuperarse del paso de la enfermedad —tanto en lo demográfico como en lo económico— tomaría hasta ciento cincuenta años en algunas regiones de Europa. No obstante, la importancia que ya había cobrado Florencia como centro político, financiero y cultural no sólo no iba a disminuir tras la estela dejada por la Muerte Negra sino que, incluso, iba a crecer. De hecho, en sus entrañas ya se gestaba una de las familias que le daría más notoriedad en todos los ámbitos a la ciudad y que en los siglos por venir le daría su mayor brillo: los Medici.

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Suplemento especial infraestructura


Construcciones Famosas

Unos años después de la peste, aproximadamente en 1360, nació en Florencia Giovanni di Bicci de Medici, el fundador de lo que hoy podría denominarse como el imperio económico de la familia —del imperio político se encargaría su hijo, Cosme de Medici—. Y junto con el enorme poder que la familia concentraría con el pasar de los años, comenzó también un largo patronazgo a las artes y la cultura. Por encargo de Giovanni se construyó el que se convertiría en prototipo del palazzo florentino, el edificio que lleva el apellido de la familia y también por encargo suyo fue que Donatello produjo dos de sus más famosas obras: David y Judith y Holofernes. A su vez, encargó a Marsilio Ficino la traducción de las obras de

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Platón y lo designó como director de la Academia de Platón que fundó en Florencia. Para rematar su brillante trayectoria como patrón de las artes y la cultura, respaldó a Filippo Brunelleschi para la construcción del Duomo; esto es, el domo que corona la catedral de Santa Maria del Fiore, donde moriría asesinado su nieto Giuliano, hermano del que sería conocido posteriormente como Lorenzo el Magnífico. La historia de los Medici está íntimamente ligada al Renacimiento florentino, a sus pensadores, poetas, escultores e inventores. Nombres como los de Leonardo Da Vinci, Michelangelo Buonarroti o Sandro Botticcelli van de la mano con el de Lorenzo el Magnífico. La mayoría de los que hoy son los

puntos de mayor interés para quienes visitan la ciudad de Florencia están relacionados con la familia Medici. Y otra de las relaciones importantes de la ciudad, esto es, la de la misma con el río que la atraviesa y el puente más famoso que lo cruza, también tiene que ver con la familia. El Ponte Vecchio, o Puente Viejo, fue el primer puente construido para cruzar el río Arno y, también, el primer puente de Florencia. Al día de hoy es el más antiguo de los seis puentes de la ciudad. La primera construcción, obra romana, consistía de cinco pilotes de piedra y tableros de madera y el primer registro de su existencia data del siglo X. En el siglo XII, el puente fue barrido por una inundación y reconstrui-


Suplemento especial infraestructura

Ángel Pujalte Piñeiro es un ingeniero civil comprometido con la verdad. Su obra expresa y disecciona la grave descomposición contemporánea con argumentos sustentados en hechos cotidianos, que difícilmente pueden ser rebatidos. Inclusivo y pólemico, esgrime razones con seguridad, perspicacia y pruebas contundentes, pero no se limita a señalar lo que está mal, sino que analiza el porqué y propone soluciones basadas en su experiencia, al tiempo que lanza a sus pares el reto de recuperar la mística de su profesión.

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do; sin embargo, una nueva inundación se llevaría buena parte del puente en el siglo XIV. En los siguientes doscientos años, el puente se reconstruiría hasta adquirir la apariencia que posee actualmente: los cinco arcos se redujeron a tres y se ensanchó. Esta reconstrucción se le atribuye al arquitecto Taddeo Gaddi, uno de los pocos nombres, junto con el de Giotto, en ser recordados y registrados doscientos años después por Giorgio Vassari, aunque es posible que haya sido obra de Neri di Fioravanti. El arco principal, entonces, quedó en treinta metros y los otros dos en veintisiete, y su altura fluctúa entre los 3.5 y los 4.4 metros. No era raro que en los puentes medievales se alojaran viviendas y el Ponte Vecchio no es la excepción, sólo que en este caso se trataba de tiendas de víveres y carnicerías, que al principio eran administradas por la comuna. Posteriormente se vendieron a particulares y las fachadas comenzaron a alterarse, extendiéndose hacia afuera y dándole al puente una apariencia un tanto peculiar. En el siglo XVI, sin embargo, y probablemente a causa del olor no muy agradable que despedían los bienes que vendían, los tenderos fueron desalojados y las tiendas se convirtieron en talleres de orfebrería, algunos de los cuales, junto con tiendas de recuerdos y regalos, sobreviven al día de hoy. En el siglo XVI, Cosme I de Medici, el primer gran duque de la Toscana, le encomendó a Giorgio Vassari la construcción de un corredor que conectara el Palazzo Vecchio —el edificio del ayuntamiento— con el Palazzo Pitti, la residen-

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cia de los Medici, adquirida por su esposa, Leonor de Toledo, para la familia. El corredor, de un kilómetro de largo, cruza por encima del puente y hoy en día aloja una exquisita colección de arte. Se dice que los carniceros fueron expulsados de las tiendas del puente para que el olor no “contaminara” este mismo corredor; sin embargo, los carniceros habían mantenido el monopolio sobre las tiendas del puente por casi cien años y el desalojo se verificó unos cuantos años después de terminado el mismo. Originalmente, el corredor tenía unas ventanas pequeñas que fueron cambiadas por otras más grandes en 1939 por órdenes de Benito Mussolini con motivo de una visita de Adolf Hitler a la ciudad, porque el primero quería darle al segundo una mejor vista del río desde el corredor. Sin duda, Hitler quedó impresionado por lo que vio ya que, al retirarse los ejércitos alemanes en 1944, dio órdenes expresas de que el puente no fuera destruido. En 1966, una nueva crecida del río Arno amenazó gravemente al puente, que se vio seriamente dañado. Sin embargo, se reparó y se construyó una serie de presas para contener las inundaciones en la ciudad, cosa frecuente dada la cercanía del río. En la actualidad, el puente con su lujoso corredor, junto con los incontables legados de los Medici —entre los que se cuenta el uso de los cubiertos de mesa, por citar sólo un ejemplo—, cuyo nombre es imposible separar del de Florencia, siguen ofreciendo sus incomparables vistas, desafiando el paso del tiempo y del hombre.


La ciudad y las aguas: historia del desagüe de la Ciudad de México, desde el siglo XVI

Semejante al espíritu de sus desastres, el agua vengativa espiaba de cerca a la ciudad; turbaba los sueños de aquel pueblo gracioso y cruel, barriendo sus piedras florecidas; acechaba, con ojo azul, sus torres valientes. Alfonso Reyes, Visión de Anáhuac.

Ana Silvia Rábago Cordero y Daniel A. Leyva

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Primera Jornada El mayor problema urbanístico de la ciudad de México durante el virreinato fueron las inundaciones. El primer suceso catastrófico de esta naturaleza se presentó en 1555, y a partir de entonces se planteó la necesidad de formular un proyecto que acabara con el problema. Aunque la primera propuesta, la de construir un desagüe artificial, nunca se llevó a cabo, sí se levantó, en cambio, un dique que iba desde San Cristóbal Ecatepec hasta Venta de Carpio —actualmente en el Estado de México—, erigido bajo la supervisión de Jerónimo de Zárate en el año de 1604. Su principal objetivo era evitar que se desbordaran los lagos que se encontraban al norte de Texcoco. A pesar de la evidente utilidad de la obra, no se le dio el mantenimiento necesario y terminó por no poder cumplir sus funciones, como quedó de manifiesto durante la siguiente inundación, ocurrida un año más tarde. En este punto, es oportuno ceder la palabra a una voz contemporánea de los hechos, que ha legado una relación exacta de lo ocurrido en ese año fatídico, así como de sus consecuencias inmediatas:

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México, la celebrada cabeza del indio mundo, que se nombra Nueva España, tiene su asiento en un valle toda de montes cercada, que a tan insigne ciudad sirven de altivas murallas. Todas las fuentes y ríos que de aquestos montes manan, mueren en una laguna que la ciudad cerca y baña. Creció este pequeño mar el año que se contaba mil y seiscientos y cinco, hasta entrarse por las casas; o fuese que el natural desaguadero, que traga las corrientes que recibe esta laguna, se harta; o fuese que fueron tales las crecientes de las aguas, que para poder beberlas no era capaz su garganta. En aquel siglo dorado —dorado, pues gobernaba el gran marqués de Salinas, de Velasco heroica rama, símbolo de la prudencia, puesto que por tener tanta, después de tres virreinatos vino a presidir a España— trató este nuevo Licurgo, gran padre de aquella patria, de dar paso a estas crecientes que ruina amenazaban; y después de mil consultas de gente docta y anciana, cosmógrafos y alarifes, de mil medidas y trazas, resuelve el sabio virrey que por la parte más baja se dé en un monte una mina de tres leguas de distancia, con que por el centro de él hasta la otra parte vayan las aguas de la laguna a dar a un río arrogancia. Todo es uno el resolver y empezar la heroica hazaña. Mil y quinientos peones continuamente trabajan. En poco más de tres años concluyeron la jornada de las tres leguas de mina, que la laguna desagua. Después, porque la corriente humedeciendo cavaba el monte, que el acueducto cegar al fin amenaza, de cantería inmortal de parte a parte se labra, que da eterna paz al reino y a su autor eterna fama.



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Este fragmento aparece al principio de la primera jornada de la comedia alarconiana El semejante a sí mismo, publicada en 1628 en Madrid. El parlamento le corresponde a Leonardo, íntimo amigo de don Juan de Castro, el celoso e intrigante protagonista de la obra, en el momento en que estos personajes, junto con el pícaro criado Sancho, discuten acerca de las maravillas del mundo. Como es posible apreciar, fue tal el tamaño de la obra, tan singular para la época, que Leonardo no dudaba en compararla con el Escorial mismo, monumental complejo arquitectónico que don Juan ya había propuesto como la proverbial “octava maravilla del mundo”. Sancho, por su parte, afirmaba que más maravillosa es “Una mujer que no pide”, entre otros “portentos” domésticos semejantes. Lo pormenorizado de la descripción que hace Juan Ruiz de Alarcón del “acueducto” parece apoyar la sospecha de que fue testigo presencial de su construcción1, pues no sólo refiere su ubicación y longitud exactas, además de la duración de la obra y el número de trabajadores empleados, sino que, inclusive, da noticia de que, una vez terminada la perforación, se presentó la necesidad de reforzar sus paredes con “cantería inmortal”—probablemente, bloques de piedra tallada—para evitar que los escurrimientos colapsaran el sitio. No contento, al parecer, con todo esto, unas líneas después del fragmento citado, el poeta, otra vez en voz de Leonardo, termina informando que los recursos para realizar la obra procedieron de una contribución especial aplicada al vino: […]que dos reales impuestos en cada azumbre2 de él, daban cada año cien mil ducados, que en el desagüe se gastan. Aunque Alarcón, por razones de convención —y de conveniencia— fáciles de en1 El escritor radicó en la Ciudad de México de 1607 a 1611, año en que regresó definitivamente a España. 2 Antigua medida castellana para líquidos, equivalente a poco más de dos litros.

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tender, le asignó al marqués de Salinas3 la autoría de la gran obra, el auténtico realizador de la “heroica hazaña” fue el cosmógrafo alemán —probablemente de Hamburgo— Heinrich Martin —llamado en español Enrico Martínez—, quien entre 1607 y 1608 dirigió la construcción de un túnel—la “mina de tres leguas4 de distancia” que describe Leonardo—en lo que hoy es el municipio de Huehuetoca, con el fin de sacar el agua de la cuenca a través una abertura entre los cerros conocida como el Tajo de Nochistongo. Dicha obra, se esperaba, debía drenar el lago de Zumpango dirigiendo sus aguas hacia el río Tula, disminuyendo la cantidad de líquido que rodeaba la Ciudad de México. Pero esto, por desgracia, no ocurrió. Durante el primer año de construcción, el agua del lago de Zumpango corrió por el túnel en la dirección esperada, pero no fue suficiente —de hecho, en algún momento, el túnel terminó por azolvarse— y el nivel del agua no disminuyó. Ante el fracaso de la obra se suscitaron muchas críticas hacia Martínez, e incluso se suspendió la construcción del desagüe en varias ocasiones por orden del gobierno. En algún punto de la década de 1620 el virrey dispuso que el túnel fuera clausurado con el fin de evaluar la cantidad de agua que llegaba a la ciudad por el norte, decisión que a punto estuvo de causar la destrucción de la capital novohispana, pues en 1629 cayó sobre ella una lluvia que se prolongó durante treinta y seis horas seguidas. A causa de la inundación resultante, muchos habitantes murieron y familias enteras se vieron en la necesidad de emigrar hacia Puebla. Sólo una parte de Tlatelolco no quedó sumergida, y tuvieron que pasar cinco años para que el 3 Se trata de Luis de Velasco y Castilla, nombrado marqués de Salinas del Río Pisuerga por Felipe III, quien fungió como virrey de la Nueva España, por segunda ocasión, entre 1607 y 1611. Salinas regresó a México, proveniente de Perú, en 1604, quizás a ocupar un puesto relacionado con las obras públicas, y por eso Alarcón—quien fue su amigo y protegido—lo identifica como el autor del desagüe, aun antes de que volviera “a presidir a España”. 4 Una legua castellana equivalía, aproximadamente, a cinco kilómetros y medio.

agua recuperara su nivel normal. Enrico Martínez fue acusado de negligencia y encarcelado, pero fue puesto en libertad para proseguir con la obra. Murió en 1630 sin haber concluido la construcción, cuyos trabajos todavía continuaban en 1637.

Intermedio En 1917, el poderoso influjo de este empeño por desecar el valle de México, un episodio más en el eterno combate del ser humano contra las fuerzas elementales, cautivó la sensibilidad de otra eminencia de las letras nacionales. A continuación se reproducen las reflexiones de Alfonso Reyes a propósito de esta historia, incluidas en su Visión de Anáhuac —también escrita, como la comedia de Alarcón, en España—: Es la desecación de los lagos como un pequeño drama con sus héroes y su fondo escénico. Ruiz de Alarcón lo había presentido vagamente en su


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comedia de El semejante a sí mismo. A la vista de numeroso cortejo, presidido por Virrey y Arzobispo, se abren las esclusas: las inmensas aguas entran cabalgando por los tajos. Ése, el escenario. Y el enredo, las intrigas de Alonso Arias y los dictámenes adversos de Adrián Boot, el holandés suficiente5; hasta que las rejas de la prisión se cierran tras Enrico Martín, que alza su nivel con mano segura.

Así imaginó y condensó teatralmente la historia que hasta aquí se ha referido el también dramaturgo Reyes, para terminar con una acotación que es sentencia lapidaria: “cuando los creadores del desierto acaban su obra, irrumpe el espanto social”.

Segunda Jornada Durante los primeros años del México independiente continuó la preocupación por el problema de las inundaciones. Lucas Alamán presentó en 1823 una propuesta en el Congreso para continuar la construcción del desagüe, además de crear un ministerio que se encargara de dirigir la planeación y ejecución de dichas obras, pero la precariedad de la situación económica del país —una constante a los largo del siglo XIX— propició la distracción de recursos para la atención de diversos problemas políticos, dejando olvidado el problema del desagüe. En 1856, el entonces ministro de Fomento, Manuel Silíceo, convocó a una junta de treinta personas, entre ingenieros, políticos, científicos y eclesiásticos —nueva versión de la “gente docta y anciana”— para buscar propuestas viables al problema de las inundaciones que seguían aquejando a la ciudad. Como resultado de la consulta fue lanzada una convocatoria para presentar proyectos sobre las obras hidráulicas para el Valle de México, con un premio de 12,000 pesos para el ganador. El proyecto elegido como primer lugar fue de Francisco de Garay, quien proponía la construcción de un canal que terminara en Tequixquiac, auxiliado por tres canales más. Nuevamente los problemas políticos impidieron la construcción, la cual fue iniciada en 1858 pero que no se materializaría realmente sino hasta el Segundo Imperio Mexicano cuando, en 1865, Garay fue nombrado por Maximiliano como director general del Desagüe del Valle de México. Ese año las lluvias provocaron nuevas inundaciones, por lo que Miguel Iglesias fue comisionado para realizar las obras del desagüe, que incluían un túnel que desembocaría en la barranca de Tequixquiac. Pronto comenzaron los trabajos y se obtuvieron avances significativos, pero el permanente estado de guerra entre el gobierno liberal de Juárez y el imperio de Maximiliano provocó que las obras avanzaran cada vez más Una legua castellana equivalía, aproximadamente, a cinco kilómetros y medio. 5

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lentamente hasta quedar paralizadas y abandonadas por completo en 1865. Al triunfo del grupo liberal, el secretario de Fomento, Blas Balcárcel, logró la aprobación de un impuesto para financiar las obras, pero no fue suficiente porque los costos aumentaban cada vez más. Se avanzó rápidamente en el tajo y en el túnel pero después, conforme se llegaba a mayor profundidad, los obstáculos aumentaron. Las constantes filtraciones obligaron, como en el siglo XVII, a proteger la lumbrera con mampostería, lo que hizo cada vez más lenta la construcción. Después de 1872, en el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada, las obras se detuvieron. De nueva cuenta, cada época de lluvias las aguas se apropiaban, en menor o en mayor medida, de las calles de la ciudad.

Última Jornada, inconclusa Fue hasta el gobierno de Porfirio Díaz que la Secretaría de Fomento retomó el proyecto de planear y resolver, tanto el problema de las inundaciones, como el del manejo de las aguas negras —residenciales e industriales— de la ciudad. Luis Espinosa, nombrado director interino de las Obras de Desagüe en 1878, presentó al año siguiente el proyecto completo y definitivo del desagüe del Valle, que fue aprobado por el presidente de la República. Los trabajos, dirigidos por el propio Espinosa con un presupuesto de 400,000 pesos anuales, se reanudaron en 1884, pero el lento avance de la obra a su cargo provocó que ésta se concesionara a empresas británicas y estadounidenses en 1889. La construcción del túnel pasó a ser responsabilidad de la compañía Mexican Prospecting, mientras que la S. Pearson & Son empezó a trabajar en el canal. La empresa encargada del túnel cometió varios errores y esto repercutió, una vez más, en la velocidad y eficiencia de la construcción, por lo que la obra les fue retirada y concedida a una junta directiva que avanzó rápidamente. El túnel quedó oficialmente terminado en diciembre de 1894: medía diez kilómetros y veintiún metros de longitud, contaba con veinticuatro lumbreras de dos metros de ancho cada una y fue calculado para recibir un gasto de dieciséis metros cúbicos por segundo. Además del túnel, el proyecto integral estaba conformado por el Gran Canal y el tajo de salida de aquél. El canal comenzaba en la Garita de San Lázaro y, a lo largo de sus 47 kilómetros y medio de longitud, pasaba por los lagos de Texcoco, San Cristóbal, Xaltocan y Zumpango, para desembocar en la entrada del túnel, en las cercanías del pueblo de Zumpango. A la salida del túnel se encontraba el tajo de desemboque de dos kilómetros y medio de longitud que se unía con el río Tequixquiac. En 1895 quedó terminada la entrada del canal al túnel, a cuya inauguración asistió el presidente Porfirio Díaz. La inauguración de la obra completa, sin embargo, se realizó el 17



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de marzo de 1900. Los actos incluyeron un recorrido, realizado por el presidente, acompañado de su gabinete, hasta el Tajo de Tequixquiac. Con todo, a pesar de las arduas labores y las jubilosas celebraciones, el problema de las inundaciones no había quedado resuelto. En otro párrafo de su Visión, Reyes resumía esta laberíntica historia de tajos y socavones, planes y proyectos, túneles y canales, de la siguiente manera: Abarca la desecación del valle desde el año de 1449 hasta el año de 1900. Tres razas han trabajado en ella, y casi tres civilizaciones —que poco hay de común entre el organismo virreinal y la prodigiosa ficción política que nos dio treinta años de paz augusta—. Tres regímenes monárquicos, divididos por paréntesis de anarquía, son aquí ejemplo de cómo crece y se corrige la obra del Estado, ante las mismas amenazas de la naturaleza y la misma tierra que cavar. De Netzahualcóyotl al segundo Luis de Velasco, y de éste a Porfirio Díaz, parece correr la consigna de secar la tierra. Nuestro siglo nos encontró todavía echando la última palada y abriendo la última zanja.

La situación que se conoce hoy en día demuestra lo inexacto de estas últimas dos afirmaciones del “regiomontano universal”. Todos los proyectos para resolver el problema de las inundaciones fueron funcionales por poco tiempo, pues el crecimiento de la población y los cambios de la misma ciudad terminaron por rebasar las construcciones que tardaban varias décadas en estar terminadas. Así, para las fechas de su inauguración ya habían quedado obsoletas o estaban a punto de serlo. La ubicación de la Ciudad de México, localizada en el punto de confluencia de las corrientes que descienden de las elevaciones que la flanquean, ha conspirado a lo largo de su historia con el

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hundimiento provocado, en parte, por el peso de sus cada vez más abundantes y voluminosas construcciones pero, sobre todo, por la sobreexplotación de sus mantos freáticos, para frustrar la ambición de quienes buscan “tierra firme” en este valle. Cada temporada de aguaceros, los partes oficiales que reportan “encharcamientos importantes” diseminados por el Distrito Federal intentan con dedo eufemístico ocultar la enorme paradoja que vive la urbe: al tiempo que es necesario traer más agua potable a la ciudad desde más lejos, cada vez es más difícil sacar la que se acumula en sus alcantarillas, primero, y luego en sus calles, causando acumulaciones de hasta un metro de profundidad. Quizás habrá que esperar a que surja en este nuevo siglo la “civilización” que detenga para siempre las hostilidades entre los hombres y las aguas, respetando la vocación lacustre del altiplano. Una raza tal vez mejor equipada tecnológicamente pero, sobre todo, más racional que sus antecesoras, con la capacidad y la voluntad de realizar esas empresas hidráulicas que el día de hoy parecen tan utópicas.



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La gran mudanza de Ramses II: los colosos de Abu Simbel y la presa de AsuĂĄn Patricia Ruiz Islas

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ueron construidos hace tres mil años y quedaron enterrados bajo las ardientes arenas del desierto hace dos mil quinientos. Hasta el siglo XIX volvieron a ver la luz los que se conocerían como los Colosos de Abu Simbel: un complejo de dos templos construidos, o quizás mejor sería decir excavados, recortados en la montaña misma donde se encuentran. Los templos, ordenados por Ramsés II, se dedicaron, uno, el más grande, a los dioses Amón, Ra–Horakhty, Ptah y la figura deificada del propio faraón; el más pequeño se dedicó a su consorte principal, Nefertari, y a la diosa Hathor. En la fachada del Templo Mayor de Abu Simbel, de treinta y cinco metros de largo, se encuentran, sentadas en su trono y con las cabezas adornadas con la corona doble del Alto y el Bajo Egipto, cuatro estatuas del faraón, cada una de veinte metros de altura. Un conjunto de seis estatuas, no más altas que las rodillas de Ramsés II, representan a Nefertari y a sus hijos. La disposición de los recintos del templo es sumamente compleja: la planta triangular de la mayoría de los templos egipcios se encuentra igualmente en éste sólo que, a un tiempo, se encuentran igualmente numerosas cámaras laterales. Al fondo del pasillo principal se encuentran cuatro estatuas: las de los tres dioses a los que está dedicado el templo y la que representa al faraón deificado. La orientación del templo fue calculada de forma que dos veces al año, el 22 de febrero y el 20 de octubre, los rayos del sol penetraran hasta el santuario, iluminando tres de las cuatro estatuas, mientras que la de Ptah, por ser el dios del inframundo, quedaba en tinieblas. El Templo Menor, dedicado a Nefertari —el segundo templo dedicado por un faraón a una de sus consortes, dado que el primero en hacerlo fue Ajenatón con el recinto dedicado a Nefertiti—y a la diosa Hathor, tiene una disposición semejante, en menor escala, a la del Templo Mayor. A la

entrada del edificio se encuentran seis estatuas, dos de la reina a las que flanquean cuatro del faraón. Es de notar que, a diferencia del conjunto del Templo Mayor, donde la estatua de Nefertari no es más alta que las rodillas del faraón, en este caso las seis estatuas son del mismo tamaño, esto es, de casi diez metros de altura. A partir del mismo plan simétrico que el empleado en la composición del Templo Mayor, se encuentran las estatuas de los seis hijos de la real pareja a ambos lados de la entrada. Este maravilloso complejo, cuya construcción se llevó veinte años, permaneció en funciones durante más o menos cinco siglos; paulatinamente fue abandonado hasta caer completamente en desuso. La arena, el tiempo y el olvido cubrieron los edificios poco a poco hasta su redescubrimiento en 1813, año en que el suizo Jean–Louis Burckhardt encontró el friso del templo principal. En 1817, Giovanni Battista Belzoni consiguió arrebatarle a las arenas su tesoro, descubriendo el templo principal; junto con esto, cabe señalar, también transportó muebles y objetos de valor fuera del mismo. Los

templos, devueltos a la luz tras dos mil quinientos años de olvido, fueron considerados desde ese momento entre las obras más hermosas y grandiosas del Antiguo Egipto, y así permanecieron más o menos durante siglo y medio, hasta que vieron amenazada su existencia por aquél mismo que dio vida a la civilización que los vio nacer: el río Nilo.

El tamaño sí importa: la presa de Asuán Tras una primera mitad de siglo un tanto inestable para Egipto, que desembocó en la revolución de 1952, en la que el rey Faruk fue lanzado del trono para dar paso a la república —conformada en 1953—, una de las primeras preocupaciones del nuevo régimen fue la industrialización del país, lo que derivaría en el aumento a la calidad de vida y esto, a ojos de Gamal Abdel Nasser, el segundo presidente egipcio, sólo podía lograrse de dos formas: asegurando la producción de alimentos y produciendo electricidad a gran escala.

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A lo largo de su historia, el río Nilo ofrecía al valle su regalo anual: toneladas de sedimentos que hacían que los suelos fueran sumamente fértiles. Pero el regalo tenía un precio: junto con el sedimento, o limo, podía venir una crecida que arrasara con los cultivos o, por el contrario, el agua podía ser insuficiente, lo que derivaba en hambrunas. Bajo el dominio inglés, en el siglo XIX, se había reconocido la necesidad de controlar el poder del río, y a este fin se construyó una presa, conocida como la Presa Baja de Asuán. Pronto, ésta resultó insuficiente para contener los volúmenes de agua que las lluvias del verano depositaban en Sudán. La presa se agrandó en dos ocasiones en las dos primeras décadas del siglo XX, y quizás para la producción única del preciado algodón egipcio esto era suficiente; sin embargo, para impulsar la industrialización de Egipto, no lo era. El régimen de Nasser buscaba, ante todo, el crecimiento del país lo más rápidamente posible. Para aprovechar la poderosa corriente del Nilo se hicieron varias propuestas, entre las que estuvo un sistema de presas a lo largo del río. No obstante, este plan se llevaría veinte años y resultaba demasiado costoso. Lo más viable, entonces, parecía ser una gran presa que, al tiempo que ayudara a que las tierras cultivables aumentaran en un 30%, proporcionara la energía eléctrica suficiente para atraer a la industria. Una vez resuelta la primera cuestión, surgió la segunda, aún más apremiante que la primera: ¿de dónde iba a conseguir recursos la empobrecida y joven república para la construcción de una obra de semejante magnitud? El régimen nacionalista egipcio se encontró con un aliado inesperado: los Estados Unidos. Junto con el apoyo financiero ofrecido para la construcción de la presa, también se ofreció armamento, a condición de que sólo se utilizara para defensa y que personal del ejército estadounidense se encargara, tanto de entrenar a su contraparte egipcio, como de supervisar el empleo de las armas. En este plan de financiamiento entrarían, también, Inglaterra y el Banco

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Mundial. A Nasser le pareció inaceptable la oferta, de modo que volvió la vista hacia la Unión Soviética, movimiento considerado por Estados Unidos como poco más que un farol. Grande sería su sorpresa cuando los soviéticos ofrecieron mejores condiciones a Egipto: financiamiento y armas a cubrirse en pagos diferidos consistentes en algodón y granos. Como fuere, Estados Unidos, lejos de retirar su oferta, la aumentó, en un afán de ganar a Nasser como aliado, esperando que con ello ayudase a resolver los conflictos en Medio Oriente por la vía diplomática. Además, quedaba todavía la secreta esperanza de que los soviéticos no entregaran la ayuda prometida. En 1955, los Estados Unidos y la Gran Bretaña hicieron una última propuesta al gobierno egipcio, esperando que la oferta soviética fuera rechazada, lo que no sucedió. La oferta estadounidense se retiró con varios pretextos, uno de ellos el que Egipto parecía no estar dispuesto a garantizar que no habría escasez de agua para quienes compartían con ellos el Nilo y sus tributarios. En junio de 1956 se anunció con bombo y platillo que la oferta soviética se aceptaría: mil doscientos millones de dólares al 2% de interés, más la revisión de los proyectos para la presa y toda la asistencia técnica necesaria; Egipto, por su parte, se encargaría del manejo del proyecto y de proporcionar la mano de obra. En 1956, Nasser nacionalizó el Canal de Suez. El presidente egipcio buscaba, con los fondos que le proporcionaría la administración del canal, terminar de financiar la presa de Asuán. La crisis estalló de inmediato: a pesar de que Nasser prometió compensar con justicia a los anteriores operadores del canal, el ataque militar por parte de Francia, Inglaterra e Israel no se hizo esperar, siendo este último país el primero en abrir las hostilidades. Este conflicto se resolvió relativamente rápido: hacia finales de ese mismo año, Francia e Inglaterra retiraron sus tropas, gracias a la presión ejercida por Estados Unidos, la Unión Soviética y la ONU, sin haber conseguido quitar a Nasser del poder. Israel, en cambio, no se retiró sino hasta abril del siguiente año, habiendo conseguido para sí el paso por los estrechos de Tirán. La victoria más significativa, sin embargo, fue para el presidente egipcio, quien emergió del conflicto como líder entre las naciones árabes y vio finalmente asegurada su posición como presidente de su país. El financiamiento soviético llegó, por fin, en 1958. Parecía que ya nada iba a impedir o a detener la construcción de la magna obra, aunque otra crisis esperaba todavía a la presa: la situación misma del vaso que, amén de desplazar a miles de personas, representaba una seria amenaza a la colosal herencia de Ramsés II. Los templos quedarían sumergidos, perdidos, esta vez para siempre, para la humanidad. El agua se encargaría poco a poco de llevarse en minúsculas porciones a Ramsés el Grande y a Nefertari al fondo del océano sin que, al parecer, pudiera evitarse


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tan trágico destino. El pasado, la grandeza egipcia de otrora tendría que abrirle paso al futuro, aunque fuera a fuerza de sacrificarse a sí misma.

¿Cómo mudar al faraón?, o los peligros de mover una casa en una pieza El presidente Nasser hizo un llamado a la comunidad internacional para salvar a los Monumentos Nubios, como también se les conoce. La comunidad arqueológica ya manifestaba preocupación desde que se había anunciado el proyecto de la construcción de la presa, por lo que ya se venían pensando soluciones desde cierto tiempo atrás. Quedaba por verse qué tan viables eran estas soluciones, pero no se puede negar que la creatividad de los arqueólogos y de los ingenieros se llevó a sus límites para resolver tan enorme problema. Una de las propuestas consistía en hacer una especie de enorme acuario alrededor de los templos. Las aguas del Nilo se contendrían a su alrededor con muros, formando una “piscina” a la que los visitantes tendrían acceso mediante un elevador que los sumergiría para contemplar la fachada de los templos. Hacia el exterior se construirían plataformas con pisos transparentes para quienes no quisieran o no pudieran adentrarse en las aguas. Si bien esta solución se calificó como “muy elegante”, se desechó por impracticable: los templos están construidos en piedra arenisca, muy porosa, y el contacto constante con las corrientes del Nilo provocaría erosión, lo que haría que, con el paso del tiempo, los templos terminaran desmoronándose. Lo mismo daba dejarlos como estaban, porque la suerte que correrían, a la larga, sería la misma. Pronto fue evidente que la única manera de salvar los templos era elevarlos por encima de su ubicación. Con la cifra en la mano de que la presa elevaría sesenta metros el nivel de las aguas del río, lo que había que hacer era subir los templos sesenta y cinco metros. Suena sencillo, ¿no? Pues no lo es tanto cuando se habla de levantar en una pieza doscientas cincuenta mil toneladas de roca. Y no se trataba sólo de alzar una mole informe de rocas, lo que ya en sí presentaba sus dificultades: se trataba también de preservar la integridad de la construcción, de las esculturas de las fachadas y, tan importante como esto, los interiores de los templos, ricos en esculturas, en bajorrelieves, en columnas esculpidas y en muros pintados. Para este fin se propuso utilizar 650 gatos hidráulicos y, con ellos, alzar los templos; una vez conseguido esto, se colocarían por debajo pilotes de concreto. Esta operación se tendría que repetir doscientas veces con el consiguiente riesgo: si se colocaba mal un gato, si no funcionaba

correctamente o si sucedía cualquier eventualidad con los pilotes de concreto, toda la estructura se derrumbaría con el consiguiente desastre para los templos. Desechada esta propuesta por ser sumamente riesgosa, surgió una tercera: empleando la fuerza de las aguas para elevar los templos, se colocarían en plataformas de concreto para ser transportados a tierra firme. Ésta parecía ser la solución más sencilla y quizás la más económica, pero también comportaba sus riesgos: el río, siempre impredecible, podía presentar una súbita crecida o un menor volumen de agua, amén de que siempre existía el riesgo de una tormenta. Los movimientos violentos producto de una crecida, o una tormenta, o un volumen escaso en las aguas, sólo podían significar una cosa: que los templos terminaran en el fondo del Nilo. El problema parecía insoluble: simplemente, no había forma de mover los templos en una sola pieza. No se veía cómo se iba a poder levantar los templos, por no hablar de elevarlos sesenta y cinco metros por encima de su ubicación original. Fue la admisión de esto mismo lo que condujo a lo que sería la solución final al problema: si los templos no se podían levantar en una pieza, ¿por qué no cortarlos y trasladarlos en bloques más manejables? El hecho de cortar los templos en bloques más manejables no sólo facilitaría su transporte, sino también su desplazamiento a un lugar en que estuvieran a mejor resguardo de las aguas. Huelga decir que la sola

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mención de recortar los templos puso los pelos de punta a la comunidad arqueológica: ¿cómo se iba a cometer semejante sacrilegio contra el conjunto arquitectónico más notable del Antiguo Egipto? Sin embargo, los especialistas tuvieron que rendirse a la evidencia de que no había ninguna otra solución a la vista: era eso o dejar a los templos a su suerte, a lo que tampoco estaban muy dispuestos.

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Ramsés II corre contra la presa

puso manos a la obra en 1964. Lo primero que se hizo fue construir una contención alrededor de los templos, elevada a veintiocho metros sobre el nivel de las aguas. Para noviembre de ese mismo año, las lluvias en Sudán habían elevado el nivel de las aguas y éstas llegaban ya a dos metros por debajo de la contención. La volubilidad del río, manifiesta en esta crecida, hizo que los ingenieros cayeran en cuenta de que, si bien el trabajo al que se enfrentaban tendría que hacerse con todo cuidado, también tendría que hacerse con toda rapidez.

Sin duda alguna, a un faraón al que no le importó que su templo se llevara veinte años en construirse, la prisa con la que había que empezar los trabajos para llevarlo a su nuevo hogar debió de haberle parecido una indignidad, aunque quizás su molestia bajó de punto cuando se dio cuenta de que las crecidas del Nilo ya estaban rozando sus ilustres y enormes pies. En 1960 había llegado la maquinaria soviética para comenzar con la construcción de la presa, y para 1964 la primera fase de la construcción ya estaba terminada y el vaso había comenzado a llenarse. Si quería reposar tranquilo, Ramsés II, sin hacer demasiados remilgos, tendría que correr contra el reloj para llegar a su nuevo habitáculo.

Antes de comenzar con los trabajos de medición para comenzar los cortes, la punta de la montaña donde estaban labrados los templos tendría que retirarse. Este trabajo en sí era muy delicado: había que remover 330 toneladas de piedra sin perturbar la estructura. Si las sierras vibraban en exceso, se corría el riesgo de dañar los frisos superiores, decorados con veintidós mandriles; el material que se iba removiendo también podría dañar el rostro del faraón. Para proteger la fachada, se cubrió enteramente con una gruesa capa de arena; dentro del plan de desmantelamiento, ésta sería la última en cortarse y trasladarse. Esta primera fase ocupó siete meses y quinientos hombres, quienes rebanaron paciente y cuidadosamente la punta de la montaña.

Un equipo multinacional de dos mil ingenieros y contratistas suecos, ingleses, alemanes, italianos, franceses y egipcios

Mientras esto sucedía, en el interior del templo el trabajo seguía su curso: había que apuntalar el interior, medir las


Maravillas de la Ingeniería

instalaciones, dividirlas en piezas para el traslado y clasificarlas siguiendo un estricto método para evitar errores al momento de ensamblarlo de nuevo. Para apuntalar se utilizaron 240 toneladas de vigas de acero y los cortes se hicieron con sierras de mano, a fin de evitar dañar las estructuras. A la hora de recortar las estatuas del faraón, surgieron varios problemas: ¿cómo recortarían las estatuas sin que la piedra se desmoronara? Pero, todavía más importante, ¿cómo lograrían levantar los enormes bloques de entre veinte y treinta toneladas sin deteriorarlos? Para evitar daños en el rostro de Ramsés se colocaron cintas plásticas alrededor de la “cara”, con lo que se evitaría el posible daño a la piedra. Los bloques se recortaron con sierras de mano ya que, si el corte resultaba demasiado ancho, la pieza se rompería. El levantamiento de estas piezas no se hizo con correas, dado que se consideró la posibilidad de que éstas cortaran sobre la piedra, despedazando la pieza. Entonces se hicieron perforaciones que se llenaron con lechada, se introdujeron varillas de acero y, cuando fraguó la mezcla, las grúas se encargaron de tomar las varillas y levantar el rostro de Ramsés hasta su transporte. Dos años después de iniciada la obra, en abril de 1966, los pies de Ramsés II, las últimas piezas, se montaron en las plataformas de los camiones que transportaron los templos doscientos metros tierra adentro, a sesenta y cinco metros por encima del nivel de las aguas. Dos años que significaron diez kilómetros de cortes hechos a mano, en un serrar constante, durante nueve meses. Tan sólo cuatro meses después, las aguas del río rebasan la contención e inundan completamente el sitio.

Armar el rompecabezas La primera victoria se ganó con un margen de cuatro meses. Los templos ya se encontraban en un sitio seco, seguro, a salvo de las aguas del Nilo. Sólo restaba armarlos de nuevo y restituirlos a su gloria original. Porque no se trató solamente de mudar los templos para evitar que se inundaran: si se llevó a cabo tan monumental trabajo, lo menos que podía hacerse era borrar toda marca de la “cirugía” que había tenido lugar. Diecinueve meses fue el tiempo que tardaron en reconstruir los templos. Gracias a la cuidadosa clasificación de los 1,047 bloques en que se recortaron, de los que ninguno se perdió, se pudieron armar los templos. Los diez kilómetros de cortes hechos a mano se cubrieron cuidadosamente con mortero; hasta la fecha, los cortes son invisibles en la mayor parte de la estructura. Y cuando se ensamblaron las estatuas de Ramsés en la fachada del templo, se decidió

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Maravillas de la Ingeniería

dejar el torso de una de ellas a los pies del conjunto, tal como se había encontrado. Esta estatua, se dice, se dañó durante un terremoto, poco después de su construcción; aparte de los daños recibidos, el rostro de esta estatua, que se encuentra a la izquierda del portal de entrada, se perdió. Aún quedaba por verse si la situación de los templos era la correcta. Como se dijo anteriormente, el sol, sesenta días antes y sesenta días después del solsticio, debía entrar por el portal e iluminar tres de las estatuas situadas en el fondo del mismo, dejando a Ptah en tinieblas, como corresponde a la divinidad del inframundo. Y se consiguió: si los visitantes llegan en la fecha correcta, pueden presenciar el espectáculo de la luz solar penetrando en las entrañas del templo, iluminando a Ramsés, a Amón y a Ra-Horakhty. Sólo quedaba por resolver qué se iba a hacer con los 7,700 bloques resultantes del corte de la montaña que había alojado a los templos. Y a reconstruirla se procedió. Por supuesto que no se podía arrojar simplemente la roca sobre los templos: al ser una estructura orgánica, es decir, con los templos como parte de la montaña, excavados de la roca viva, la montaña servía a un tiempo de contención y de soporte. Si solamente se volcaba la piedra sobre los templos, estos se derrumbarían. Había que reproducir, en la medida de lo posible, la estructura de la montaña. Para esto, se construyó un domo de concreto y acero sobre los templos y se cubrió con trescientas losas, igualmente de concreto, trabadas entre sí. Esto proporcionó el soporte necesario para replicar la estructura de la montaña y soportar el peso de la roca. Pieza por pieza se colocaron los bloques; una vez terminada la operación, el 31 de octubre de 1968, nadie hubiera podido adivinar que los templos habían sido desmontados y armados de nuevo. Cuatro años y cuarenta millones de dólares se llevó toda la operación pero, finalmente, Ramsés II y su amada Nefertari podían contemplar, con los pies secos, el paso de los siglos, como lo habían venido haciendo durante los últimos tres mil años.

Operaciones menores Cuando se tienen tantos sitios arqueológicos como Egipto y se emprenden obras de la magnitud y el impacto de la presa de Asuán, forzosamente se tienen que poner en peligro infinidad de reliquias, testigos de una antigüedad gloriosa que floreció gracias a la misma fuerza que ahora se busca contener. Los asentamientos a lo largo del Nilo son incontables; durante la construcción de la presa, sin embargo, no todos pudieron ser rescatados. Los templos de Kalabsha fueron con los que, primero, un equipo de ingenieros alemanes probó la técnica del desarmado y rearmado. No se pudo salvar la totalidad del complejo, parte del cual, trabajado en la roca viva, quedó sumergido. Lo que sí se pudo rescatar se hizo con una técnica poco usual pero efectiva: se esperó a la crecida del río para aprovechar el nivel del agua. Los templos se empezaron a desmantelar capa por capa, de arriba hacia abajo, aprovechando las fluctuaciones en el nivel del agua. Los 16,000 bloques se trasladaron quince kilómetros, a la Nueva Kalabsha, donde fueron ensamblados de nuevo. El templo de Amada presentó más dificultades a los ingenieros franceses encargados de trasladarlo. Éste, al ser el más antiguo, era también el más frágil: cortarlo y trasladarlo en piezas no era una opción, de modo que se tuvo que levantar y mudar en una pieza. Primero se reforzaron las esquinas —que ya presentaban un deterioro considerable— con acero y se apuntaló el edificio; después se

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Maravillas de la Ingeniería

colocaron abrazaderas de cable del mismo material alrededor del edificio. Las novecientas toneladas del templo se levantaron con gatos hidráulicos y debajo del mismo se colocaron vigas de concreto para facilitar el traslado. Los ingenieros egipcios se encargaron de montar rieles sobre los que se desplazaría el templo; sin embargo, dado lo remoto de la ubicación del mismo —problema para toda la operación: el equipo tardó cinco meses en llegar al lugar de la obra principa— sólo se pudieron transportar e instalar 150 metros de riel. Paso a paso, a razón de veinticinco metros por día, el templo se iba moviendo sobre rieles que, en cuanto se terminaban de utilizar, se desmontaban para montarlos más adelante. En tres meses recorrió 2.5 kilómetros hasta su nueva ubicación. Las construcciones en la isla de File, en la primera catarata del Nilo, muy cerca de la presa, se encontraban también seriamente amenazadas. Durante siglos, las construcciones habían permanecido en buen estado; sin embargo, con cada crecida del Nilo se sumergían más y más. Las Puertas de Diocleciano, por ejemplo, ya se hallaban completamente debajo de las aguas y el templo de Isis, al parecer, correría la misma suerte. El equipo de ingenieros ingleses a cargo de trasladar los monumentos primero construyó una contención con placas de acero alrededor de los templos; se achicó el agua, se limpiaron las construcciones, se midieron y se desmantelaron en 40,000 piezas, que fueron trasladadas a la isla de Agilkia, sobre tierra más alta, a me-

dio kilómetro de distancia. Las Puertas de Diocleciano presentaron más dificultades, al estar rodeadas de lodo endurecido del lecho del río. El lodo se tuvo que romper a mano, con martillo y cincel, para poderlo aspirar. Una vez hecha la limpieza, la media tonelada de piedra de las Puertas se cortó en 450 bloques, igualmente a mano; esta operación se llevó a cabo bajo el agua y tardó seis meses. Para subir los bloques se emplearon bolsas de lona infladas: uno por uno, fueron emergiendo los bloques, que eran recogidos por una grúa, embarcados y llevados a su destino. Como ya se dijo, no todos los sitios arqueológicos pudieron ser salvados; aparte de ser una operación sumamente costosa, hubiera sido demasiado tardado. Vestigios, muchos, quedaron inundados por las aguas. Sin embargo, los países que colaboraron con el esfuerzo de

salvar los Colosos de Abu Simbel pudieron llevarse a casa un souvenir de sabor egipcio: el templo de Taffe, construido en tiempos de Augusto, hoy se encuentra en Holanda; el templo de Dendur, en Nueva York, y el templo de Debod está en Madrid. La construcción de la presa de Asuán terminó el 21 de julio de 1970 y en 2011 se presentó un plan para su ampliación. Y, entre las arenas del desierto y las tierras altas de las islas de la primera catarata del Nilo, los tesoros salvados con mucho esfuerzo, pero sobre todo, con mucho ingenio, siguen recibiendo a miles de visitantes al año. Los turistas, que se maravillan ante la capacidad del Antiguo Egipto de producir obras colosales cuando contemplan los Colosos de Abu Simbel, ¿se maravillarían igual al escuchar la historia de ingenio y técnica que se puso en juego para salvarlos de las aguas?

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Ven Te Chow, el hacedor de lluvia

Daniel A. Leyva

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l 6 de junio de 1969, como ocurría cada viernes desde 1936, apareció en los puestos de periódicos estadounidenses el número correspondiente de la revista Life, en el que se incluía un artículo de gran interés para el público asiduo a Vector de la Ingeniería Civil. En el último año de una década pletórica de acontecimientos hoy considerados históricos, es fácil imaginar que los editores del prestigiado semanario no tuvieron problemas para encontrar temas de interés con qué llenar sus páginas —antes lo contrario—. La guerra de Vietnam, por ejemplo, entraba en su sexto año después de que el presidente Lyndon B. Johnson decidiera durante su periodo —1963/1969— intensificar “la batalla en contra del comunismo” y el panorama era más bien fúnebre. En otro orden de ideas, el sencillo “Let it be”, lanzado en abril, había llegado ya a la

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cima de las listas de popularidad, mientras que los rumores de la separación definitiva del cuarteto de Liverpool circulaban cada vez con más fuerza. Sin embargo, la fotografía elegida para ocupar la portada de la publicación no mostraba la efervescente realidad del mundo de la década de 1960, sino un paisaje petrificado más allá de las fronteras planetarias: la superficie lunar. La imagen fue tomada el 22 de mayo de dicho año desde el módulo de mando y servicio Charlie Brown de la misión espacial Apolo 10, diseñada para servir como “ensayo general” del histórico alunizaje que se llevaría a cabo, finalmente, el 20 de julio. El artículo de portada acompañante, por su parte, exponía de manera condensada la historia del programa espacial estadounidense hasta ese momento y describía el alborozo del, entonces, nuevo inquilino de la Casa Blanca, Richard Nixon, por el éxito de la prueba. A pesar de su trascendencia, ése no es el artículo que habrá de comentarse en esta ocasión, sino el breve reportaje titulado “Habitación con diluvio incluido” que, si bien es asimismo de naturaleza científica, tiene muy pocos puntos de contacto con la carrera espacial, pues trata de un laboratorio hidrológico instalado en el campus de la Universidad de Illinois en Urbana—Champaign cuyo objetivo era —y es, hasta la fecha— producir lluvia en un ambiente controlado. El cuarto computarizado pluvial […] puede reproducir cualquier clase de precipitación, desde una llovizna casi imperceptible hasta un aguacero de treinta centímetros por hora. Su inventor, el doctor Ven Te Chow, es un hidrólogo —una persona que estudia el agua— y esa clase de científicos ha buscado, desde hace mucho tiempo, un método para producir un tipo de lluvia específico y estudiar sus efectos sobre diversas clases de suelos.

Hasta aquí, la cita de Life. Quedan claros el propósito y la virtud de la instalación pero, ¿quién fue ese científico? Ven Te Chow nació muy lejos, geográfica y culturalmente, del Medio Oeste estadounidense, en Hangzhóu, la capital de la provincia de Zhejiang, en las costas del Mar Oriental de China, el 14 de agosto de 1914. Es decir, justo en uno de los periodos más caóticos de la historia de su país: apenas dos años antes, la abdicación de “Henry” Puyi1 —el “último emperador” de la película de Bertolucci— dio paso a la proclamación de la República China y a un periodo de casi tres décadas en las que el país sufrió, además de una lucha intestina entre nacionalistas y comunistas, una sangrienta invasión japonesa. A pesar de la inestabilidad política, Chow consiguió ingresar a la universidad para estudiar la carrera de ingeniería civil, que terminó con honores 1 La decisión fue tomada por la emperatriz viuda Longyu, madre adoptiva de Puyí—quien apenas tenía seis años—. Esta mujer negoció un trato muy favorable para la familia imperial, pero su muerte en 1913 le permitió al nuevo gobierno desentenderse del compromiso.

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Dirección y Sentido

en 1940, a los veintiséis años. En esa década el esforzado joven viajó a los Estados Unidos, donde en 1948 obtuvo el grado de maestro en ingeniería estructural por la Universidad Estatal de Pensilvania y, finalmente, el de doctor en hidráulica por la de Illinois, en 1950. Pero el carácter de Chow no era el de una persona que se contentara con el trabajo de escritorio. Mientras continuaba con sus estudios, se dio tiempo para realizar labores de consultoría tanto en Estados Unidos como en China, impartir clases y, sobre todo, trabajar en la creación de su laboratorio, donde se llevaron a cabo los estudios hidrológicos más avanzados del mundo. Siempre preocupado por encontrar aplicaciones prácticas para sus aportaciones teóricas, Chow publicó el Manual de hidrología aplicada, así como la Hidráulica de canal abierto, dos tratados clásicos de la ingeniería del agua. Aprovechando su enorme reputación, Chow participó en la fundación de la Asociación Internacional de Recursos Hidráulicos, organización no gubernamental que lleva treinta y siete años promoviendo el uso sustentable del agua. Asimismo, el ingeniero participó en incontables foros, comités y organizaciones gremiales relacionados con la explotación del vital líquido. Naturalmente, los gobiernos de muchos países solicitaron la participación del sabio en la implementación de sus políticas hidráulicas; en esto, México no fue la excepción: en 1979, Ven Te Chow presidió el Tercer Congreso Mundial de Recursos Hidráulicos, celebrado en nuestro país; además, fue consultor de la Comisión Federal de Electricidad y recibió el título de miembro honorario de la Asociación Mexicana de Hidráulica. Ven Te Chow, naturalizado ciudadano estadounidense desde 1962, falleció en 1981 en Champaign, Illinois.

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Historia de la Ingeniería Civil

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un cuando en el siglo VI de nuestra era no existía en el mundo, por supuesto, una “ciudad que nunca duerme”, sí vivió un emperador bizantino —o romano oriental—, Justiniano I o el Grande, quien se dice que parecía poseer dicha capacidad —la de nunca dormir— debido a su sorprendente vitalidad. A este personaje también se le ha conferido el título de ultimus romanorum, tanto por haber sido, probablemente, el último de estos monarcas imperiales en hablar el latín como lengua materna, como por su aspiración de devolverle al imperio su antigua gloria.

Con todo, el asiento de su poder no fue la Ciudad Eterna, cuyo estatus de urbe prominente había quedado en entredicho desde la caída del Imperio Romano de Occidente en el 476, sino la Nueva Roma construida por Constantino sobre la antigua Bizancio, y por tal motivo conocida como Constantinopla. Desde ahí, el infatigable emperador dirigió los destinos del mundo conocido, aconsejado por su esposa Teodora —de quien el cronista Procopio cuenta un número crecido de anécdotas picantes en su Historia Secreta— y asistido por el genio militar de Belisario. Justiniano no nació en Constantinopla, pero los esfuerzos —y los recursos públicos— que invirtió en su embellecimiento, dotándola de monumentos tan exquisitos como el edificio de la Basílica de Santa Sofía1, indican hasta qué grado se compenetraron capital y emperador.

Cisterna Basílica, el gran vaso de Constantinopla

Daniel A. Leyva

La historia del edificio de que se hablará en esta ocasión, una verdadera maravilla de la ingeniería antigua, también está ligada al nombre de Justiniano: se trata de la Cisterna Basílica, un depósito subterráneo hecho de la1 Este edificio, transformado en mezquita entre 1453 y 1935 y hoy convertido en museo, fungió como la catedral de Constantinopla durante más de un mileno. Su nombre no hace referencia a ninguna persona canonizada por la Iglesia sino, por el contrario, a la Divina Sabiduría —sophia, en griego latinizado—, la segunda persona de la Santísima Trinidad, encarnada en Cristo.



Historia de la Ingeniería Civil

drillo y hormigón con capacidad para almacenar hasta ochenta mil metros cúbicos de agua. La estructura original de la Cisterna se construyó durante el reinado de Constantino, pero fue Justiniano quien, al disponer que se reconstruyera y ampliara alrededor del año 532, la convirtió en la obra más grande de su tipo hasta ese momento. La entrada al depósito da a una empinada escalinata de cincuenta y dos escalones de piedra. Al llegar al fondo, el visitante se encuentra frente a una cámara de 138 metros de largo por 65 de ancho; es decir, una plaza subterránea de cerca de nueve mil metros cuadrados de extensión. En la época de Justiniano, la gente solía rentar botes para pasear por este lago artificial bajo tierra, navegando entre sus 336 columnas de mármol, cada una de nueve metros de altura. A propósito, llama la atención la variedad de estilos de dichas columnas, y que parece deberse a que los constructores utilizaron elementos de antiguos edificios en desuso, una técnica de reciclamiento que los arqueólogos denominan spolia. A pesar del aspecto catedralicio que le confieren sus columnas, e incluso del profundo interés de Justiniano por los asuntos religiosos, el nombre de basílica no le viene a la cisterna de la arquitectura eclesiástica, sino del

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nombre de la plaza —Stoa Basilica— bajo la cual fue construida y donde antiguamente se levantó una basílica romana: es decir, un edificio público. Para impedir que se cuartearan los muros de la Cisterna en caso de que estallara algún incendio en las inmediaciones, fueron construidos con ladrillos refractarios y se les dio un espesor de casi cinco metros. Por otra parte, las paredes interiores, así como el piso, fueron recubiertos con un mortero impermeable que evitaba las filtraciones. Otro detalle arquitectónico interesante son los pesados bloques de mármol, decorados con el rostro de la mítica Medusa, que sirven de base para varias columnas. Estas cabezas talladas están colocadas, en todos los casos, de lado, cuando no del todo invertidas, y hay quienes piensan que con esta disposición Justiniano quiso significar el triunfo del cristianismo sobre los dioses paganos. El tema, sin embargo, sigue siendo objeto de controversia. Una de las razones que motivaron al emperador romano a ordenar la construcción de la Cisterna fue su deseo de garantizar el abasto de agua si la ciudad era sitiada. Sin embargo, ni esta previsión, ni los sólidos muros construidos por sus sucesores, pudieron evitar que, casi un mileno más tarde, Constantinopla cayera en manos

del sultán otomano Mehmed II tras un asedio de cincuenta y tres días, seguido por un saqueo tan espantoso que fue lamentado por el propio conquistador. A pesar de que para ese momento el “imperio” del cual la ciudad seguía siendo capital apenas se extendía un poco más allá de sus murallas, la importancia simbólica del hecho ha dado pie a que 1453, el año de la catástrofe, sea considerado el final del Medioevo. Por su parte, durante aquellos días aciagos —no se sabe si antes o después de la caída—, la Cisterna fue sellada por temor a que sus aguas fueran utilizadas para envenenar a la población, y luego olvidada. Entre 1544 y 1547, el sabio francés Pierre Gilles visitó la ciudad en busca de manuscritos antiguos. Fue este inquisitivo personaje el encargado de redescubrir la Cisterna Basílica, entre otros monumentos bizantinos, convirtiéndose en una especie de Howard Carter renacentista. A partir de entonces, el Palacio Sumergido, como se le conoce en idioma turco, se convirtió en uno de los principales atractivos de Estambul. En 1987, después de un extenso trabajo de restauración durante el cual se extrajeron 50,000 toneladas de lodo del fondo del depósito, la Cisterna fue puesta a punto para seguir deleitando la mirada de quienes viven en, o visitan, el puerto de fábula a orillas del Cuerno de Oro.



Libros

El Cajón.

Un prodigio entre montañas1.

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n su Autobiografía de un consumado vagabundo, publicada en 1908, el poeta galés William Henry Davies —1871/1940— refiere su periplo por la Unión Americana durante la última década del siglo XIX. Entre las numerosas aventuras contenidas en el libro, que van de lo cómico a lo patético, destaca el capítulo titulado “El canal”, que trata de sus experiencias como peón de obra en la construcción del Canal Sanitario y Naval de Chicago, un sistema hidráulico diseñado para conectar la zona industrial de los Grandes Lagos con el río Mississippi y para redirigir las aguas negras de la Ciudad del Viento al río Des Plaines, lo que hasta 1900 —año en que fue inaugurada la obra— era realizado en el lago Míchigan, la fuente de agua potable de esa urbe y de otras poblaciones aledañas. En esta sección de sus memorias, Davies relata que el trabajo en esa construcción era tan peligroso y agotador que la gran mayoría de los obreros renunciaba antes de un mes —él mismo permaneció sólo tres semanas en el lugar—, a pesar de tratarse de hombres habituados a las peores condiciones laborales. Además, el sitio de la obra estaba rodeado de campamentos de forajidos dedicados a acechar a los trabajadores que se dirigían a la ciudad después de cobrar su paga. “Apenas pasaba un día —cuenta Davies— sin que un cadáver fuera extraído del agua, y dos de cada tres cadáveres mostraban evidencias de asesinato”. Por si todo esto fuera poco, el alcoholismo y las riñas causaban estragos entre la población de trabajadores, hacinados en sucias barracas construidas por ellos mismos1. Entre otras cosas, libros como El Cajón, un prodigio entre montañas sirven para recordar lo increíblemente lejos que han quedado esas épocas despiadadas en el ámbito de la construcción de obras públicas de gran tamaño, tanto en el mundo como en México. En el capítulo “La vida en la obra. Un concierto humano en movimiento” se describe la forma en que, a través de la cuidadosa planeación y ejecución del proyecto, así como gracias a la adopción de estándares internacionales, se lo Puede imaginarse que condiciones no muy distintas imperaron durante la construcción de la hidroeléctrica de Batopilas, Chihuahua, inaugurada en 1899. 1

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gró acumular hasta dos millones de horas/hombre —equivalentes a tres meses de labores intensivas —sin accidentes. Además, la construcción de la presa no costó una sola vida humana. Por otro lado, buena parte de los recursos invertidos en la instalación de un moderno sistema de telecomunicaciones —una parte de la obra que recibió numerosos reconocimientos a nivel mundial— fueron dedicados a facilitar el contacto del personal con sus seres queridos. Finalmente, cabe destacar entre los avances alcanzados en material laboral el hecho de que, de los cinco mil trabajadores involucrados en este proyecto, las mujeres representaron el diez por ciento, una situación inimaginable en la época de Davies. Por otra parte, en la sección “Un nuevo paisaje social. Los pobladores y su medio ambiente”, esta obra deja constancia de la decisión de las autoridades federales y del go-



Libros

bierno nayarita por evitar, mitigar y compensar los efectos indeseables propios de esta clase de proyectos hidráulicos, tales como la destrucción de ecosistemas y la reubicación de comunidades autóctonas, rubros históricamente desatendidos por los responsables de obras de tal magnitud. En este sentido, citando el propio documento, “los programas sociales y ambientales realizados durante la construcción del proyecto abarcaron seis aspectos: adquisición de derechos inmobiliarios, restitución de actividades productivas, desarrollo comunitario, obras de compensación, construcción de nuevos poblados y protección ambiental”. En relación con esto último, hay que mencionar que durante dos años se realizaron estudios cuyos resultados fueron integrados en la manifestación de impacto ambiental, documento sobre el cual la Secretaría del Medio Ambiente y Recursos Naturales basó su aprobación del proyecto. Naturalmente, la mayoría de los lectores que consultan esta obra están interesados en conocer los “datos duros” y los pormenores de la construcción de El Cajón, el proyecto hidroeléctrico mexicano más importante en lo que va del presente siglo y en cuya construcción se invirtieron alrededor de 800 millones de dólares. En consecuencia, los capítulos “El río Santiago” —en cuyo cauce está colocada la presa— y “Crónica de la obra” están dedicados a brindar un auténtico caudal de información —acompañado de excelentes fotografías— a los entusiastas de la ingeniería civil, así como a quienes deseen familiarizarse con esta obra ubicada a sesenta kilómetros de Tepic, en el corazón de la Sierra Madre Occidental.

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En el caso de El Cajón, ésta tiene una longitud de 640 metros y una altura de 188 —”similar a la de la Torre Latinoamericana en la ciudad de México”—, que es, además, la profundidad máxima del embalse, o lago artificial, que se forma por la obstrucción de la corriente del río. El volumen de la cortina es de casi once millones de metros cúbicos, y en este caso los autores la comparan con la Pirámide del Sol —sólo que diez veces más grande—, monumento prehispánico al que sin duda se asemeja el pedraplén del gigantesco muro, expuesto en la cara que da río abajo. Por el otro lado de la cortina puede contemplarse la cara de concreto, una losa de concreto armado en cuya edificación se emplearon 55,000 metros cúbicos de dicho material, “suficientes para construir cinco estadios de futbol”, de acuerdo con los autores. Este elemento, cuya pulida superficie ostenta orgullosamente las iniciales de la Comisión Federal de Electricidad, está desplantado en el plinto, o zapata de cimentación, que es una estructura, también hecha de concreto armado, anclada a la roca. Plinto y cara de concreto “se unen por medio de una junta perimetral de cobre, bajo el desplante de la cortina”. Hacia otro destino

Cortina, plinto y cara de concreto

Con estas palabras los autores de El Cajón titulan la reflexión final del libro, como una manera de recordar que, a pesar de que la nueva presa aportará 1.3 millones de kilowatts/hora a la red de setenta y cinco centrales hidroeléctricas operadas por el sistema eléctrico nacional, sólo una quinta parte del potencial de hidrogeneración eléctrica del país está siendo explotado, y quedan muchos prodigios por realizar en México.

La cortina, nos informa el texto, “se trata de la estructura más conocida de una presa, la cual contiene y embalsa el agua”.

(Footnotes) 1 El Cajón. Un prodigio entre montañas. MVS Editorial, 2006.




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