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El estadista: la Reina Isabel y Luis XIV Pág

por la tierra siempre escoges a tus campeones más selectos entre la realeza de lossencillos; sostenmeen esto, oh,Dios! [Traducción de José María Valverde].

Se trata de un éxtasis de la religión norteamericana, que poco tiene en común con el prudente catolicismo de Cervantes, pero mucho con la religión española del quijotismo, tal como la expone Unamuno. El sentido trágico de la vida, descubierto por Unamuno en Don Quijote, es también la fe de Moby Dick. Ahab es un monomaníaco; también don Quijote, personaje más amable, pero los dos son idealistas atormentados que buscan la justicia en términos humanos, no hombres teocéntricos, sino hombres divinos, impíos. Ahab sólo pretende la destrucción de Moby Dick; la fama no es nada para el capitán cuáquero, y la venganza es todo. Nadie, a excepción de una panoplia de hechiceros míticos, le ha hecho el menor daño a don Quijote, que encaja bofetadas con infinito estoicismo. Según Unamuno, a don Quijote le mueve la fama eterna, interpretada como «una expansión de la personalidad en el espacio y el tiempo». Leo esta frase como un equivalente laico de la Bienaventuranza en el Yahvista: más vida en un tiempo sin límites. La generosidad y la simple bondad son las virtudes quijotescas. Su vicio, si tiene alguno, es la convicción, propia del Siglo de Oro español, de que la victoria por las armas lo es todo; pero puesto que le derrotan tan a menudo, este fracaso, como mucho, es transitorio.

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Igual que yo, Unamuno se tomaba muy en serio el deseo sublimado de don Quijote por Aldonza Lorenzo y su posterior exaltación a lo Beatriz en forma de la angélica, aunque desgraciadamente hechizada, Dulcinea, lo que nos permite ver al caballero en casi toda su complejidad. Él vive por la fe al tiempo que sabe, como demuestran sus lúcidos arrebatos, que cree en la ficción, y también sabe —al menos por momentos— que es sólo una ficción. Dulcinea es una ficción suprema, y don Quijote, lector compulsivo, es un poeta de la acción que ha creado un gran mito. El Quijote de Unamuno es un agonista paradójico, el ancestro de quienes, en situación precaria, vagan a la aventura en el caos de Kafka y Beckett. Quizá el propio Cervantes no pretendió crear un héroe de la «indestructibilidad» laica, pero él alcanza su apoteosis en el apasionado comentario de Unamuno. Este Quijote es un actor metafísico, capaz de arriesgarse a que se mofen de él con tal de mantener vivo el idealismo.

En oposición al caballero idealista cuya fe es esencialmente erótica, Cervantes perfila la figura de un embaucador, un personaje extraordinario y bastante shakespeariano, Ginés de Pasamonte, que se nos da a conocer en la primera parte, en el capítulo 22, como uno de los prisioneros destinados a galeras, y asoma de nuevo en la segunda parte, capítulos 25-27, bajo

la apariencia del ilusionista maese Pedro, que hace sus predicciones con la ayuda de un mono adivino y a continuación escenifica un espectáculo de marionetas tan vivo que don Quijote, confundiéndolo con su propia realidad, ataca y destroza los muñecos. Con Ginés, Cervantes nos ofrece una figura imaginaria que tan a gusto se encontraría en los bajos fondos isabelinos como entre el hampa del Siglo de Oro español. La primera vez que don Quijote y Sancho se lo encuentran, va por un camino en compañía de una docena de presos, todos ellos condenados por el rey a servir como esclavos en galeras. Los demás culpables van «ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro, por los cuellos, y todos con esposas en las manos». Ginés, el más temible, va encadenado de un modo más extravagante:

Tras todos éstos venía un hombre de muy buen parecer, de edad de treinta años, sino que al mirar metía él un ojo en el otro un poco. Venía diferentemente atado que los demás, porque traía una cadena al pie, tan grande, que se la liaba por todo el cuerpo, y dos argollas a la garganta, la una en la cadena, y la otra de las que llaman guardamigo o pie de amigo, de la cual descendían dos hierros que llegaban a la cintura, en los cuales se asían dos esposas, donde llevaba las manos, cerradas con un grueso candado, demanera que ni con las manos podía llegar a laboca, ni podía bajar la cabeza a llegar a las manos.

Ginés, tal como explican los guardas, es conocido por su peligrosidad, y es tan osado y astuto que, incluso encadenado como va, temen que se escape. Su sentencia es a diez años en galeras, lo cual equivale a la muerte civil. La cruel incapacidad de la cabeza y las manos de Ginés para llegarse la una a las otras es, como observa Roberto González Echevarría, una ironía dirigida contra los autores de novelas picarescas, pues el pícaro Ginés ya ha comenzado a escribir su propia historia, hecho del cual se jacta:

—… Señor caballero, si tiene algo que darnos, dénoslo ya, y vaya con Dios;que ya enfada con tanto querer saber vidas ajenas; y si la mía quiere saber, sepaque yo soy Ginés de Pasamonte, cuya vida está escrita por estos pulgares. —Dice verdad —dijo el comisario—: que él mesmo ha escrito su historia, que no hay más, y deja empeñado el libro en la cárcel, en doscientos reales. —Y le pienso quitar —dijo Ginés— si quedara en doscientos ducados. —¿Tan bueno es? —dijo don Quijote.

—Es tan bueno —respondió Ginés—, que mal año para Lazarillo de Tormes y para todos cuantos de aquel género se han escrito o escribieren. Lo que le sé decir a vuestra merced es que trata de verdades, y que son verdades tan lindas y donosas, queno puede haber mentiras que se le igualen. —¿Y cómo se titula el libro? —preguntó don Quijote. —La vida de Ginés de Pasamonte —respondió él mismo. —¿Y está acabado? —preguntó don Quijote. —¿Cómo puede estar acabado —respondió él—, si aún no está acabada mi vida?

El temible Ginés acaba de formular uno de los grandes principios de la picaresca, un principio que no afecta a Don Quijote, aun cuando esa obra también acabe con la muerte del héroe. Pero don Quijote muere metafóricamente antes de que Alonso Quijano el Bueno muera literalmente. La vida de Lazarillo de Tormes, el arquetipo anónimo de la picaresca española publicado por primera vez en 1554, sigue siendo una maravillosa lectura, y fue bellamente traducido al inglés por el poeta W. S. Merwin en 1962. Si la historia del jactancioso Ginés hubiera sido mejor que ésa, a fe mía que habría sido muy buena; y naturalmente que lo es, pues forma parte de Don Quijote. Ginés ya se ha pasado cuatro años en galeras, pero la intervención de la sublime locura de don Quijote le salva de su sentencia de otros diez. Ginés y los demás convictos escapan, a pesar de las advertencias del pobre Sancho a su amo de que su acción es un abierto desafío al rey. Cervantes, que había sido cautivo de los moros durante cinco años y había estado encarcelado de nuevo en España por sus supuestas negligencias en la recaudación de impuestos, expresa claramente una pasión personal que va más allá de la ironía en el discurso de don Quijote, que incluye las plañideras palabras: «Que no faltarán otros que sirvan al rey en mejores ocasiones; porque me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres».

Tras una confusa refriega, los guardas escapan, y el caballero instruye a los convictos liberados para que se presenten ante Dulcinea, a fin de narrarle la aventura. Ginés, tras intentar inútilmente hacer entrar en razón a don Quijote, enseguida iracundo, comienza a apedrear a su salvador y a Sancho con la ayuda de los demás convictos, para al final desnudarlos, hasta que:

Solos quedaron jumento y Rocinante, Sancho y don Quijote; el jumento, cabizbajo y pensativo, sacudiendo de cuando en cuando las orejas, pensando que aún no había cesado la borrasca de las piedras, que le perseguían los oídos; Rocinante, tendido junto a su amo, que también vino al suelo de otra pedrada; Sancho, en pelota y temeroso de la Santa Hermandad; don Quijote, mohinísmo deverse tan malparado por los mismos a quien tanto bien había hecho.

El pathos de este párrafo me parece exquisito; es uno de esos efectos cervantinos que nunca se olvidan. Unamuno, tan sublimemente loco como su señor, don Quijote, comenta con mucha gracia: «Todo lo cual debería enseñarnos a liberar galeotes precisamente porque no nos lo agradecerán». El abatido don Quijote se muestra en desacuerdo con el exégeta vasco, y le jura a Sancho que ha aprendido la lección, a lo cual el prudente escudero responde: «Así escarmentará vuestra merced como yo soy turco». Fue Cervantes quien hizo caso de la advertencia, debido a su cariño por ese personaje menor y soberbio, Ginés de Pasamonte, «tan atrevido y grande bellaco». Ginés, estafador y diablillo chamanístico de lo perverso, es lo que podríamos denominar uno de los personajes criminales canónicos de la literatura, como el Bernardino de Shakespeare en Medida por medida o el soberbio Vautrín de Balzac. Si Vautrin es capaz de reaparecer como el abad Carlos Herrera, entonces Ginés puede manifestarse como maese Pedro, el titiritero. Importante cuestión es la de qué motivo, aparte del orgullo de su paternidad literaria, impulsó a Cervantes a hacer reaparecer a Ginés de Pasamonte en la segunda parte de Don Quijote .

Los críticos se muestran generalmente de acuerdo en que el contraste entre Ginés y don Quijote, el pícaro embaucador y el visionario caballeresco, simboliza en parte la oposición entre dos géneros literarios, el picaresco y la novela, este último, en lo esencial, inventado por Cervantes, del mismo modo que Shakespeare (que de la tragedia griega sólo conocía los mutilados restos que pervivían en el romano Séneca) inventó la tragedia y la tragicomedia modernas. Al igual que ocurre con los protagonistas shakespearianos, una verdadera interioridad se encarna en don Quijote, mientras que el pícaro Pasamonte es todo exterioridad, a pesar de su inmenso talento para la duplicidad. Ginés es un camaleón; sólo puede cambiar su aspecto externo. Don Quijote, al igual que los grandes personajes de Shakespeare, nunca deja de cambiar: ése es el propósito de sus conversaciones, a menudo irascibles pero siempre finalmente afectuosas, con el fiel Sancho. El universo del juego les obliga a ir siempre juntos, aunque también les une la progresiva humanización que les aporta su mutua compañía. Sus crisis son innumerables; ¿cómo no iban a serlo, en el ámbito de lo

quijotesco? A veces Sancho está a punto de abandonar esa relación, pero no puede; en parte porque se siente fascinado, aunque al final lo que le retiene sea amor, al igual que ocurre con don Quijote. Quizá el amor no pueda distinguirse del universo del juego, pero así es como debe ser. Sin duda, una de las razones que explican el retorno de Ginés de Pasamonte en la segunda parte es que nunca participa en el juego, ni siquiera como titiritero.

Todos los lectores admiten que la diferencia entre las dos parte de Don Quijote es que, de todos los personajes importantes de la segunda, o bien se dice explícitamente que han leído la primera o saben que son personajes en ella. Por ello, el contexto en que aparece el pícaro Ginés, en el capítulo 25 de la segunda parte, es distinto, y allí nos encontramos a un hombre «vestido de gamuza, medias, greguescos y jubón», y que «traía cubierto el ojo izquierdo y casi medio carrillo con un parche de tafetán verde». Así se presenta maese Pedro, como él mismo dice, con el mono adivino y el retablo de la liberación de Melisendra por parte de su marido, el famoso caballero don Gaiferos. Ella es la hija de Carlomagno, hecha cautiva por los moros, y él el principal vasallo de Carlomagno.

El ventero de la posada en la que maese Pedro se encuentra con don Quijote y Sancho Panza dice del titiritero que «habla más que seis y bebe más que doce». Tras reconocer a don Quijote y a Sancho, siguiendo el consejo de su mono adivino (cuya adivinación sólo afecta a las cosas pasadas, y algo a las presentes) Ginés-Pedro escenifica el retablo, ciertamente una de las maravillas metafóricas de la obra maestra de Cervantes. La exégesis clásica de este fragmento corresponde a Ortega y Gasset en sus Meditaciones del Quijote, donde compara el retablo de maese Pedro con Las meninas de Velázquez, en el que el artista, al pintar al rey y la reina, hace aparecer al mismo tiempo su estudio en el cuadro. Con toda seguridad, no es un cuadro que don Quijote se hubiera parado a contemplar, al igual que tampoco es el mejor público para ese retablo:

Viendo y oyendo, pues, tanta morisma y tanto estruendo don Quijote,parecióle ser bien dar ayuda a los que huían, y levantándose enpie, en voz altadijo:

—No consentiré yo que en mis días y en mi presencia se le haga superchería a tan famoso caballero y a tan atrevido enamorado como don Gaiferos. ¡Deteneos, mal nacida canalla; no le sigáis ni le persigáis; si no, conmigo sois en la batalla! Y diciendo y haciendo, desenvainó la espada, y de un brinco se puso junto al retablo, y con acelerada y nunca vista furia comenzó a llover cuchilladas sobre la titerera morisma, derribando a unos, descabezando a otros, estropeando a este,

destrozando a aquél, y, entre otros muchos, tiró un altibajo tal que si maese Pedro no se abaja, se encoge y agazapa, le cercenara la cabeza con más facilidad que si fuera hecha de masa de mazapán.

El altibajo, a todas luces intencionado, puede que sea el núcleo de tan graciosa intervención. Maese Pedro es un intruso en el universo del juego, donde no tiene sitio, y el juego procura venganza sobre ese granuja. Un poco antes, don Quijote le ha dicho a Sancho que el titiritero debe de tener hecho algún concierto con el diablo, pues el mono adivino «no responde sino a las cosas pasadas o presentes, y la sabiduría del diablo no se puede extender a más». Las suspicacias del caballero respecto al embaucador prosiguen cuando critica los errores de maese Pedro al atribuir campanas cristianas a las mezquitas moras. La réplica a la defensiva de maese Pedro nos prepara para el destrozo que hará don Quijote en el retablo:

—No mire vuesa merced en niñerías, señor don Quijote, ni quiera llevar las cosas tan por el cabo, que no se le halle. ¿No se representan por ahí, casi de ordinario, mil comedias llenas de mil impropiedades y disparates, y, con todo eso, corren felicísimamente su carrera, y se escuchan no sólo con aplauso, sino con admiración y todo? Prosigue, muchacho, y deja decir; que como yo llene mi talego, siquiera represente más impropiedades que tiene átomos el sol.

La réplica de don Quijote es severamente lacónica: «Así es la verdad». En este punto, maese Pedro se ha convertido en el gran rival literario de Cervantes, Lope de Vega, monstruosamente prolífico y dramaturgo de renombre, cuyos éxitos económicos intensificaron la sensación de fracaso comercial de Cervantes como dramaturgo. El posterior asalto del caballero a esas ilusiones de cartón es al mismo tiempo una crítica a los gustos del público y una manifestación metafísica de voluntad quijotesca o visionaria, que desdibuja los límites entre arte y naturaleza. El humor de esa disyunción está aderezado de sátira literaria, apenas mitigada por las secuelas del ataque, cuando el castigado don Quijote tiene que enmendar financieramente su generoso error y culpa de ello a los pérfidos hechiceros de siempre, que le han nublado el ánimo. Entonces, Ginés de Pasamonte se desvanece del relato, pues ya ha llevado a cabo su función de servirle de contraste picaresco al visionario caballero. Nos queda no sólo el encanto de la escena, sino una fábula estética que sigue resonando como epítome de la empresa quijotesca, mostrando al tiempo sus límites y su insistencia heroica al ir más allá de la frontera normativa de la representación literaria. Ginés,

arquetipo de lo picaresco, no puede competir con don Quijote, que anuncia el triunfo de la novela.

Los lectores se dividen a la hora de decantarse por la primera o la segunda parte de Don Quijote, quizá porque son obras no sólo muy distintas, sino curiosamente independientes una de otra, no tanto en el tono y la actitud como en la relación de don Quijote y Sancho con su propio mundo. En la segunda parte, Cervantes no ofrece ningún síntoma de fatiga (cosa que prefiero), y caballero y escudero tienen que asumir una nueva conciencia de sí mismos, que a veces parece resultarles una carga. Saber que eres personaje de un libro en proceso de escritura no siempre es de ayuda para tus aventuras. Rodeados por los lectores de sus anteriores debacles, don Quijote y Sancho, sin embargo, permanecen desinhibidos. De hecho, Sancho gana en entusiasmo, y hay incluso una mayor intimidad en la amistad entre los dos personajes. Y, lo mejor de todo, tenemos a Sancho en solitario durante los diez días en que actúa de sabio gobernador a quien todos acuden, hasta que juiciosamente dimite y regresa con don Quijote y consigo mismo. Lo que le sucede a Cervantes en esta segunda parte me conmueve más, pues su relación con su propia escritura cambia. Está más cerca de la muerte, y parte de él (y él mismo lo sabe) morirá con don Quijote, mientras que otra cosa distinta, quizá más profunda, pervivirá en Sancho Panza.

La relación de Cervantes con su enorme libro nunca es fácil de caracterizar. Leo Spitzer la vio como algo que confería una autoridad nueva, aunque precisamente limitada, al artista literario:

Por encima del cosmos universal de su creación el yo artístico de Cervantes queda entronizado, es un yo creativo que todo lo abarca, al modo de la Naturaleza, de Dios, todopoderoso, omnisciente, todo bondad, todo amabilidad este artista es como Dios, pero no está deificado. Cervantes siempre se inclina ante la sabiduría excelsa de Dios, encarnada enlas enseñanzas de la Iglesiacatólica y el orden establecido en el Estado y la sociedad.

Fuera o no descendiente de judíos conversos a la fuerza, no inclinarse habría sido suicida por parte de Cervantes, como Spitzer seguramente sabía. Sea lo que sea DonQuijote, tiene muy poco de novela devota católica, ni de himno a la «razón soberana», como Spitzer también sugirió. La continua carcajada del libro es a menudo melancólica, incluso dolorosa, y don Quijote es un incondicional del afecto humano y un hombre afligido. ¿Podrá definirse alguna

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