Con-Sentidos para la vida buena FILOSOFÍA NOVENO GRADO
por la tierra siempre escoges a tus campeones más selectos entre la realeza de los sencillos; sostenme en esto, oh, Dios! [Traducción de José María Valverde]. Se trata de un éxtasis de la religión norteamericana, que poco tiene en común con el prudente catolicismo de Cervantes, pero mucho con la religión española del quijotismo, tal como la expone Unamuno. El sentido trágico de la vida, descubierto por Unamuno en Don
Quijote, es también la fe de Moby Dick. Ahab es un monomaníaco; también don Quijote, personaje más amable, pero los dos son idealistas atormentados que buscan la justicia en términos humanos, no hombres teocéntricos, sino hombres divinos, impíos. Ahab sólo pretende la destrucción de Moby Dick; la fama no es nada para el capitán cuáquero, y la venganza es todo. Nadie, a excepción de una panoplia de hechiceros míticos, le ha hecho el menor daño a don Quijote, que encaja bofetadas con infinito estoicismo. Según Unamuno, a don Quijote le mueve la fama eterna, interpretada como «una expansión de la personalidad en el espacio y el tiempo». Leo esta frase como un equivalente laico de la Bienaventuranza en el Yahvista: más vida en un tiempo sin límites. La generosidad y la simple bondad son las virtudes quijotescas. Su vicio, si tiene alguno, es la convicción, propia del Siglo de Oro español, de que la victoria por las armas lo es todo; pero puesto que le derrotan tan a menudo, este fracaso, como mucho, es transitorio. Igual que yo, Unamuno se tomaba muy en serio el deseo sublimado de don Quijote por Aldonza Lorenzo y su posterior exaltación a lo Beatriz en forma de la angélica, aunque desgraciadamente hechizada, Dulcinea, lo que nos permite ver al caballero en casi toda su complejidad. Él vive por la fe al tiempo que sabe, como demuestran sus lúcidos arrebatos, que cree en la ficción, y también sabe —al menos por momentos— que es sólo una ficción. Dulcinea es una ficción suprema, y don Quijote, lector compulsivo, es un poeta de la acción que ha creado un gran mito. El Quijote de Unamuno es un agonista paradójico, el ancestro de quienes, en situación precaria, vagan a la aventura en el caos de Kafka y Beckett. Quizá el propio Cervantes no pretendió crear un héroe de la «indestructibilidad» laica, pero él alcanza su apoteosis en el apasionado comentario de Unamuno. Este Quijote es un actor metafísico, capaz de arriesgarse a que se mofen de él con tal de mantener vivo el idealismo. En oposición al caballero idealista cuya fe es esencialmente erótica, Cervantes perfila la figura de un embaucador, un personaje extraordinario y bastante shakespeariano, Ginés de Pasamonte, que se nos da a conocer en la primera parte, en el capítulo 22, como uno de los prisioneros destinados a galeras, y asoma de nuevo en la segunda parte, capítulos 25-27, bajo
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Grupo de Investigación Pedagogía y Praxis