Filosofía Noveno grado Con-Sentidos para la vida buena
Con-Sentidos para la vida buena Pedagogía y Praxis
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Filosofía
Noveno Grado
Diseño Curricular en filosofía
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Presentación Querido estudiante: ya sabes, como el año lectivo está dividido en cuatro periodos, hemos dividido nuestro curso en cuatro partes: 1. Estética. 2. Ética y Política. 3. Filosofía de la Tecnología. 4. Filosofía Ambiental. Lo que aprendiste en sexto grado
•Primer
•Segundo
periodo
periodo Estética Estructura Actancial Figuras
Ética y Política siete vidas
literarias
ejemplares
Filosofía Ambiental Habitar Vivir ConSentidos
Filosofía de la Tecnología Saber... ¿para qué?
•Cuarto
•Tercer
periodo
periodo
Lo que aprendiste en séptimo grado
•Primer periodo
•Segundo periodo Estética Haikú Soneto Simetría
Filosofía Ambiental Nueve Límites Planetarios
•Cuarto periodo
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Ética y Política Iglesia Católica y Valores cristianos. DD. HH.
Filosofía de la Tecnología ¿Somos sólo vida?
•Tercer periodo
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Con-Sentidos para la vida buena FILOSOFÍA NOVENO GRADO Lo que aprendiste en octavo grado
•Primer
•Segundo
periodo
periodo Estética Geometría y
Ética y Política ¿Qué es el
Percepción
hombre?
Filosofía Ambiental Extinción de especies
Filosofía de la Tecnología Smart City
•Cuarto periodo
•Tercer periodo
Lo que aprenderás en noveno grado
•Primer periodo
•Cuarto periodo
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•Segundo periodo Estética: la raíz griega
Ética y Política La ruptura
Filosofía Ambiental ODS
Filosofía de la Tecnología Cibernética
•Tercer periodo
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Y como también ya sabes, cada curso gira en torno a uno o más proyectos:
• Portafolio • Revista • Smart City • Documental
Proyecto
•Diseño •Libro ilustrado •Infografías •Juego de mesa
Proyecto
• Libro 3D o Pop Up
Proyecto
Proyecto
Proyectos de 6°, 7°, 8°y 9°grados
• Cómic
Te he dicho que a juicio mío son importantes dos temas: 1. Los Objetivos de Desarrollo Sostenible. 2. La Sociedad de la Información y del Conocimiento. Y que el diseño curricular denominado Con-Sentidos
para la vida buena tiene la intención de propiciar experiencias y reflexiones a partir de las cuales tú distingas entre ser y existir. Ahora bien, al concluir noveno grado concluyes también el nivel de formación denominado “Básica Secundaria”. En sexto grado hiciste un libro Pop Up. Debiste aprender a contar historias, teniendo en cuenta el denominado
“esquema
actancial”.
Debiste,
además,
mejorar
tu
producción escrita, usando adecuadamente las figuras literarias. En séptimo y en octavo grado te ejercitaste en el uso de imágenes, como
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herramienta al servicio de tus necesidades de comunicación. Ahora, en noveno grado, al final del nivel básico, debes elaborar dos historietas (cómic), para lo cual vas a crear un personaje y su mundo, teniendo en cuenta todo lo aprendido: estructura actancial, figuras literarias, elementos de diseño, objetivos de desarrollo sostenible y sociedad de la información y del conocimiento. Finalmente, sabes que puedes acudir a mi canal de YouTube: https://www.youtube.com/channel/UCamTu7C1H8eppSuD2iBxmsQ Carlitos se forma inteligente y responsablemente
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Conoce tu libro Primera parte - Estética
Raíz griega
Artificio
La ruptura
Tragedia del latín tragoedĭa, y este del gr. τραγῳδία tragōidía. 1. f. En la Grecia antigua, género teatral en verso que, con ayuda de un coro y varios actores, desarrolla temas de la antigua épica centrados en el sufrimiento, la muerte y las peripecias dolorosas de la vida humana, con un final funesto y que mueve a la compasión o al espanto. 2. f. Obra dramática en la que predominan algunos de los caracteres de la antigua tragedia. Nihilismo del latín nihil 'nada' e -ismo. 1. m. Negación de todo principio religioso, político y social. 2. m. Fil. Negación de un fundamento objetivo en el conocimiento y en la moral. cibernético,
ca
La
forma
femenina
del francés cybernétique, este
del ingl. cybernetics, y
este
del griego κυβερνητική kybernētikḗ 'arte de gobernar una nave'. 1. adj. Perteneciente o relativo a la cibernética. Tecnología cibernética. Avances cibernéticos. 2. adj. Creado y regulado mediante computadora. Arte cibernético. 3. adj. Perteneciente o relativo a la realidad virtual. Viaje cibernético. 4. f. Ciencia que estudia las analogías entre los sistemas de control y comunicación de los seres vivos y los de las máquinas.
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Segunda parte – Ética y Política
Racionalismo
Escepticismo Trascendental
Dios ha muerto
Racionalismo. Masculino. Doctrina filosófica que sostiene que la realidad es racional y, por tanto, comprensible a través de la razón: el racionalismo se opone al empirismo. Sistema filosófico que funda las creencias religiosas sobre la razón: a lo largo de la historia ha habido
muchos pensadores que han intentado llegar a Dios a través del racionalismo . Tendencia a colocar la razón por encima de los sentimientos y las emociones: en algunos momentos
peca de un excesivo racionalismo que le impide disfrutar de la vida . Arquitectura. Corriente constructiva desarrollada en Europa en los años treinta que conjuga lo estético con lo funcional: la principal representante del racionalismo es la Bauhaus . Escepticismo. masculino. Del latín moderno scepticismus, derivado del latín medieval scepticus 'escéptico'. Doctrina que afirma que la verdad no existe, o que, si existe, el hombre es incapaz de conocerla: escepticismo religioso. Incredulidad o duda acerca de la verdad o eficacia de cualquier cosa:
su escepticismo en ocasiones roza la arrogancia. Criticismo. masculino. filosofía. Método de investigación que propugna iniciar la indagación científica con el análisis de las posibilidades, fuentes y límites del conocimiento en cuestión. Filosofía. Corriente filosófica que tiene su origen en el pensamiento kantiano y que, partiendo de una crítica del conocimiento, pretende establecer la estructura y los límites de la razón: el criticismo ha tenido una
gran influencia en el pensamiento posterior.
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Tercer periodo – Filosofía de la Tecnología
Híbrido, da adjetivo. masculino. [Animal o vegetal] obtenido del cruce de dos individuos de distinta especie: muchos de los cultivos actuales son híbridos. Biología. heterocigótico. En general, que está formado por elementos de distinta naturaleza: concibe su pintura como un híbrido con la escultura. Hibridación 1. femenino. Producción de seres híbridos. 2. femenino. Biología. Fusión de dos células de distinta estirpe para dar lugar a otra de características mixtas. 3. femenino. Biología. Asociación de dos moléculas con cierto grado de complementariedad.
Transhumanismo Del inglés. transhumanism, y este de trans- 'trans-', human 'humano' e -ism '-ismo'. masculino. Movimiento que propugna la superación de las limitaciones actuales del ser humano, tanto en sus capacidades físicas como psíquicas, mediante el desarrollo de la ciencia y la aplicación de los avances tecnológicos.
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Cuarto periodo – Filosofía Ambiental
Habitar
Antropoceno
Antropoceno, na Del inglés. Anthropocene, y este de anthropo- 'antropo-' y el griego καινός kainós 'nuevo, reciente'. Escrito con mayúscula inicial. 1. adjetivo. Geología. Dicho de una época: Que es la más reciente del período cuaternario, abarca desde mediados del siglo XX hasta nuestros días y está caracterizada por la modificación global y sincrónica de los sistemas naturales por la acción humana. 2. adjetivo. Geología. Perteneciente o relativo al Antropoceno.
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Estructura de cada parte Cada parte consta de una presentación, varios temas y actividades.
Presentación
Temas
Actividades
Cada presentación te indica qué vas a estudiar, por qué es importante hacerlo y de qué manera está al servicio del principal objetivo del curso, que es ayudarte a comunicar bien una idea, un sentimiento, un proyecto o una postura ideológica, sirviéndote de las palabras y de las imágenes. Los temas son elegidos como pretextos para conseguir los dos grandes propósitos del diseño curricular Con-Sentidos para la vida buena: invitarte a ser una persona preocupada por la agenda ODS (Objetivos de Desarrollo Sostenible) y facultada para transformar la realidad, en los términos propuestos por la agenda (ODS). Por su parte, las actividades están pensadas para que alcances los saberes deseados, desarrolles las competencias elegidas y seas una persona capaz.
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Tabla de Contenido Presentación
Pág. 3
Conoce tu libro
Pág. 7 Pág. 14
Estética – Primer periodo
La epopeya griega - Homero
Pág. 17
La tragedia griega – Esquilo, Sófocles y Eurípides
Pág. 23
El misticismo
Pág. 31
Canto Gregoriano y Arte Gótico
Pág. 35
Shakespeare y Cervantes
Pág. 46
Las vanguardias
Pág. 53
Pág. 69
Ética y Política – Segundo periodo El héroe: Aquiles
Pág. 71
El sabio: Sócrates
Pág. 76
El estadista: la Reina Isabel y Luis XIV
Pág. 82
El genio: Leonardo Da Vinci
Pág. 89
El científico: Newton y Einstein
Pág. 94
El Gran Industrial
Pág. 101
El Creador de un Ecosistema Digital
Pág. 112
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Tabla de Contenido
Filosofía de la Tecnología – Tercer periodo Pág. 118
El mito de Prometeo - Platón
Pág. 120
Hybris
Pág. 129
Frankenstein
Pág. 132
Fausto
Pág. 136
Transhumanismo
Pág. 141
La cuántica y la tecnociencia
Pág. 147
Filosofía Ambiental – Cuarto periodo
Pág. 160
ἀρχή (Los presocráticos)
Pág. 162
φύσις (Aristóteles)
Pág. 181
Dos naturalezas – San Pablo
Pág. 194
Res Cogitans – Res Extensa (Descartes) El romanticismo GAIA – La tierra como sujeto de derechos Antropoceno
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Primer periodo Estética Figura 1. Contenidos grado noveno primer periodo
Estética Antigua Estética Medieval
Estética Moderna y Contemporánea
Proyecto: cómic Creación del super héroe
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Te pido crear un super héroe. Te pido crear un mundo para tu personaje (super héroe). Pero, ¿para qué? Recuerda: debes ser bueno a la hora de comunicar algo. En algunos casos nada es tan eficaz como el lenguaje de la publicidad, en otros, lo es la retórica, y en casos esenciales, la poesía es el medio. Comunicar bien, en consecuencia, exige identificar los casos y dominar los lenguajes. Te pido hacer un cómic, entonces, a la manera de un ejercicio o entrenamiento en el arte de comunicar bien. Hablando de la temática del curso: todo el año tendremos presente la periodización propia de la historia de Europa u Occidente. Ya sabes: edad antigua, edad media, edad moderna y edad contemporánea. ¿Por qué? Te he dicho, querámoslo o no, de algún modo, esencial, somos europeos: hablamos castellano (España), vivimos en instituciones grecorromanas, creemos –o no– en el Dios de Israel apropiado por Roma, y valoramos especialmente la gran conquista de Occidente: los derechos humanos. Ahora bien, Grecia es la raíz de Occidente, por eso me esforzaré por comunicar lo siguiente: la historia europea está en relación con Grecia y la situación actual de Occidente (Objetivos de Desarrollo Sostenible y Sociedad de la Información y del Conocimiento) se comprende al considerarla como distanciamiento de su raíz griega.
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Homero, educador de occidente Por. César García Álvarez
Homero, la Biblia de los griegos Homero, su Ilíada y su Odisea, ha sido considerado “la Biblia de los griegos”. Como la Biblia fue comentada por los Padres de la Iglesia, por los Apologistas, por los Teólogos como San Agustín y Santo Tomás, glosada por los poetas como Dante o líricos como San Juan de la Cruz, aprendida en las escuelas, explicada por los predicadores, esculpida por los artistas como lo hizo Ghiberti en las Puertas del Cielo del Baptisterio de Florencia, motivo para los pintores como Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, Leonardo y Dalí en La Última Cena. Así Homero, su obra, subyugó en Grecia a historiadores, filósofos, artistas y pedagogos, a los que voy a referirme en cada caso. Historiadores y políticos tras el Logos Heródoto, el Padre de la historia, cita con frecuencia pasajes de la Ilíada y la Odisea. Heródoto recoge incluso la noticia de que el tirano Clístenes prohibió en Atenas que alguien compitiese con el rapsoda Sción, pues recitaba a Homero tal fuerza que le daba el poeta, que nadie podía competir con él. Tucídides es el otro gran historiador de Grecia, con Heródoto enmarcan la historia de Atenas, uno narra las Guerras Médicas, el otro, Tucídides, la decadencia de Atenas en Las Guerras del Peloponeso.
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Tucídides equivocadamente cree que Homero vivió unos 60 años después de la Guerra de Troya; digo equivocadamente, pues el realismo narrativo, la vivencia de los hechos, la fuerza de los detalles, son rasgos de estilo de toda epopeya, que esculpe, cincela los hechos para hacerlos visibles por el rapsoda o juglar a los oyentes. El oyente sabía de memoria los hechos, buscaba cómo vivía o expresaba el rapsoda o juglar los hechos. El arte de los rapsodas tenía mucho del retoricismo de los artistas del barroco, que queriendo expresar con énfasis las doctrinas del Concilio de Trento, las gesticulaban en demasía, así La transfixión de Santa
Teresa de Bernini. Reconocieron historiadores, políticos como Clístenes y Licurgo, filósofos con Platón y Aristóteles, la necesidad de Occidente de contar con una palabra, un libro y un guía donde mirarse. “Espejo de las Musas”, es un libro de Bocchetti donde comenta el Homero-Espejo. Precisamente entre las palabras más ponderadas en Grecia hay que destacar todas aquellas que tienen que ver con el espejo, así: mimesis (Aristóteles), máscara (esquilo), sombra (platón), ser accidental (Platón y Aristóteles). Todo aquello que representa algo pero no lo es. Reconocieron historiadores y políticos la necesidad de Occidente de un guía y una palabra escrita donde mirarse. Occidente, desde Homero, sintió hambre de la palabra, de la palabra ponderada y fija; así se apropió de: Homero, los trágicos, los historiadores como Heródoto y Tucídides, en Roma se miró en la Eneida; Occidente apenas supo de la Palabra de Dios, la aceptó como suya y le dio el nombre griego de “Bibli” y la selló con sangre de mártires; Occidente es San Agustín y la Ciudad de Dios, Dante y la Divina Comedia, Cervantes y el
Quijote, Shakespeare y Hamlet, Goethe y Fausto, Dostoievski y Crimen y Castigo… PALABRA, LIBRO y GUÍA fueron una necesidad de Occidente, porque quería apresar el ser y no dejar todo al tiempo destructor que pasa, quería ser Aristóteles y Platón y no solo Heráclito. La pregunta inicial griega por el ser, no es ajena a la palabra consistente que tiene el griego de Homero. En otras culturas, las ágrafas, los ancianos, el clan, el gurú, los ritos, sustituían la palabra. Pero estos transmisores eran siempre muy débiles, una tradición muy cambiante. Lo ha estudiado, por ejemplo, Levi-Strauss en muchas de sus obras. La palabra como FUNDAMENTO está asediada hoy por tanto best-seller, farándula y un laicismo que quiere instaurar el dogma del Nada Vale y Todo Vale. Frente a ello, felizmente, al lado de los Premios Nobel de Medicina, Física y Economía, se encuentra el de la palabra,
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el Premio Nobel de Literatura. Desde Homero con la Ilíada e Israel con la Biblia hasta el Premio Nobel de Literatura, Occidente reconoce aún la lucha por lo que vale, que eso significa clásico con que apodamos a Grecia. ¿Es que no hubo amor a la palabra en Oriente? ¿Y los Vedas y Gilgamesh, por ejemplo? Ciertamente, pero Occidente es lo fáustico: conocer, saber, explorar, buscar, inquirir, investigar, deducir e inducir, a partir de los axiomas inviolables; hoy en Occidente se quiere instalar la doctrina del progresismo que prefiere la mirada hacia el hoy, sin darse cuenta de que no hay hoy sin el Ayer y el Mañana, sin origen y meta. Puede leerse a René Guénon, Spengler o a García Morente, analistas de la palabra como fundamento de occidente. Homero ante los filósofos Pero además de logos hay en Homero otras palabras trascendentales: noos (pensamiento, razón) aion (tiempo largo), (junto a cronos y kairos), psique (alma, psicología, espíritu, no solo tejidos musculares), arjé (arquetipos, así aristos, ser al modelo como ideal ético y educativo sintetizado maravillosamente por glauco en el canto VI: “…con gran insistencia me
encargó descollar siempre, sobresalir por encima de los demás…”), (ser perfectos como vuestro padre celestial es perfecto); telos o finitud que es decir somos contingentes; y telos con otro matiz, caminar, Odiseo y Eneas caminan hacia su patria, con dos signos: Odiseo va a Troya y regresa a Ítaca, es el caminar de Odiseo circular; Eneas camina con la espada y el remo, funda Roma y con ello la Ciudad Eterna, primero de Augusto y después de San Pedro. Homero no comenta todo este diccionario pesado, pero introduce las palabras fundamento de Occidente en forma incoativa, la historia de occidente luego las despliega. Aristóteles cita a homero y lo comenta en su Ética (libro VIII “sobre la amistad”). Aristóteles escribió “aporímata omerika” y se considera que el Homero que guardaba Alejandro fue una donación de Aristóteles. En Platón leemos: “Por lo tanto, Glaucón, cuando encuentres a quienes alaban a Homero diciendo que este poeta ha educado a la Hélade, y que con respecto a la administración y educación de los asuntos humanos es digno que se le tome para estudiar… hay que saber también que, en cuanto a poesía, sólo deben admitirse en nuestro estado los himnos a los dioses y las alabanzas a los hombres buenos. Si en cambio recibes a la musa dulzona, sea en versos
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líricos o épicos, el placer y el dolor reinarán en tu estado en lugar de la ley y de la razón que la comunidad juzgue siempre la mejor. -es una gran verdad”.
En la República, Platón expulsa a los poetas, pero en Las leyes los acepta. Idea del arte en Platón En La República, libros 3 y 10, censura el arte, por tratarse de una imitación de segundo grado, las cosas imitan las ideas, si la pintura imita las cosas, aún nos alejamos más de las ideas. La pintura es una imitación de la imitación de las ideas. Sin embargo, en el Banquete y en Fedro, Platón dice que la creación es algo sublime, tiene manía o furor divino, entusiasmo por la verdad. Distingue entre amante (tó érón) y lo amado (tó érómenon). El eros o amante es el puente, une lo sensible con lo inteligible, hay en el amante un anhelo, un afán de búsqueda. El eros o amante lleva al filósofo a la sabiduría y al artista a la belleza. El Banquete y Fedro validan el arte como objeto erotizado. El amor revela, no falsea la verdad. El sofista y el tirano sí falsean la verdad. El filósofo y el artista entregan algo de la verdad y la belleza. En el arte helenístico uno de los temas más reiterados son los amorcillos o eros, se hace recurrente el eros, un eros para trascender, en Roma el eros se hará carnalidad. En la tragedia griega hay manía, furor divino, afán de búsqueda, el hombre no se siente satisfecho, el dolor es un medio de conquista de la verdad o de búsqueda de la verdad. Aristóteles habla del sentido purificador de la tragedia, catarsis. El arte helenístico es una versión en la plástica de aquello que con la palabra se representó en el siglo V. Apolo pasa por el arte del siglo V, Dionisio pasa por el arte helenístico que no se hubiese dado si la tragedia no hubiese descubierto el dolor. Los niños (en Grecia los niños después de aprender a leer y escribir en voz alta, aprendían versos de Homero). En Homero estaba todo: adquirían conciencia de que en el pasado se funda nuestro presente; que en las luchas de los héroes de la Ilíada, que no eran de masas sino personales, estaba la aristeia: luchas de gran interés humano, ahí veían el valor, el buen uso de la palabra, la lealtad, la destreza, la piedad; también aprendían en Homero la vida en comunidad, el comportamiento en las asambleas y en los peligros, el amor filial, la belleza, la música, la aventura, la solidaridad.
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Homero proponía, por otra parte, a los niños dos claros paradigmas: Odiseo, maestro de la palabra; Áyax, hombre de acción. Aquiles era la síntesis de ambos, nueva imagen del hombre perfecto. Fénix, el educador de Aquiles, en una hora decisiva recuerda al joven el fin para el cual ha sido educado: "Para ambas cosas, para pronunciar palabras y para realizar acciones". [...] El dominio de la palabra significa la soberanía del espíritu, y en la acción, la praxis. Funda Homero de esta manera, para el futuro de Occidente, el tópico dual de educación en armas y letras, acción y contemplación; en la espada y la pluma. Alejandro, Julio César, Marta y María, Alfonso X, Garcilaso, Cervantes, Ercilla… cumplieron con ello, que es lo que hoy llamamos humanidades (de un lado) y ciencias (del otro). Pero sobre todo el niño hoy como ayer necesita entretención maravillosa, y esta estaba en Homero con esas pugnas tan cercanas a lo que hoy, cambiando lo que hay que cambiar, son el tenis, el box, el ajedrez, que junto al enfrentamiento demandan reglas y respetos y hasta amistad. En la Ilíada hay a veces excesos, como a veces los hay hoy en la pugna de los juegos, pero ahí estaban los pedagogos para enseñarle a discernir y elegir. Un acápite para la Guerra de Troya: ¿la fuerza y la muerte, dos temas educativos? El abuso de la fuerza, fue el objeto primero de meditación entre los griegos. Constituye el alma de la epopeya; bajo el nombre de Némesis (diosa de la justicia, la fuerza y la venganza) la fuerza es el resorte de las tragedias de Esquilo, de los pitagóricos, en Sócrates, en Platón. Los griegos partieron de allí, de Homero, para pensar el hombre y el universo, que no se da sin violencia, será incluso herencia cristiana, “si no os hacéis violencia, no entraréis en el
Reino de los Cielos”. La noción se hizo familiar en todos los lugares donde penetró el helenismo. Lucha, agón, son palabras que usa San Pablo y que Occidente hará suyas en la paz y en la guerra. Ahora bien, hay una violencia positiva y una violencia negativa: la de la justicia es positiva, la violencia innecesaria es negativa. La Ilíada desprecia a Ares, dios de la guerra. Ares fue hijo de Zeus y Hera, pero lo despreciaron en el Olimpo. Esto aprendían los niños en Homero. Escribe Simone Weil: "Sea como fuere, este poema es algo milagroso. Es la amargura de la subordinación del alma humana a la fuerza, es decir, al fin de cuentas, a la materia. Esta subordinación es igual para todos los mortales, aunque el alma la lleva diferentemente según el grado de
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virtud. El Evangelio viene entonces después de Homero a decirnos “Bienaventurados los que sufren amargura, opresión, injusticia, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.
El Evangelio es la última y maravillosa complementación del genio griego, pues nos viene a decir: somos espíritu vestido de materia, que nos aherroja, nos hace violencia y contra el que
luchamos. Y aquí aparece otra palabra ponderada de Homero, la distinción entre: soma cuerpo vivo y
sarx carne mortal. Los relatos de la Pasión de Cristo muestran que un espíritu divino, Jesús, unido a la carne es alterado por la desgracia, tiembla ante el sufrimiento y la muerte, se siente, en el fondo de su desamparo, separado de los hombres y de Dios... La materia sarx nos somete a violencia y la mayor como a Jesús es la de la muerte. El culto al cuerpo “Dale alegría a tu cuerpo, Macarena”, es fruto del hedonismo de Occidente que no quiere pensar qué somos y para qué somos, las preguntas más serias que se pueden plantear al hombre racional. Héctor muere, siente que su soma se debilita, entonces anuncia también a Aquiles su muerte, nos vienen a la memoria las palabras de Cristo cuando dice a Pedro: “Otro te
ceñirá y te llevará a donde no quieres ir”. Si Cristo no hubiese nacido, Occidente sería Homérica y Platónica, como Oriente es budista, ese fue su pasado original no superado, el homerismo de Occidente fue continuado y elevado por el cristianismo. Homero: el educador de la Hélade
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Condición humana: lucha entre el espíritu y la materia (carne). El hombre contra su centauro
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Un Lapita lucha contra un Centauro, Metopa del lado Sur del Partenón, 437-432 a.C., Atenas, British Museum, London
Un Centauro vence a un Lapita, Metopa del lado Sur del Partenón, 437-432 a.C., Atenas, British Museum, London
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Un Centauro rapta a una Lapita, Metopa del lado Sur del Partenón, 437-432 a.C., Atenas, British Museum, London
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Los artistas La cerámica griega está llena de motivos homéricos, lo mismo algunas métopas del Partenón y Erection; por otra parte, el Auriga de Delfos, el soldado caído, el Discóbolo de Miron, el Canon de Praxíteles entre otras obras clásicas, expresan la areté en mármol, como ser modelo, canon, ser armónico, sereno, lleno de ponderación y alta perfección, haber alcanzado el ser viril, idealizado: hombres y mujeres que superaron la materia animal y violenta para alcanzar su aristos, su más alta distinción. Esto era lo que Jaeger llama paideia en mármol. Vida Pública En las Panatenaicas, fiesta religiosa en la que toda Atenas se dirigía procesionalmente a llevar el manto a Atenea, se recitaba completa la Ilíada. Ilíada que inspiró la belleza de la procesión expresada en las métopas del Partenón.
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El escenario del inconsciente Edipo en Freud Por. Juliana Hurtado Arboleda
Freud declara que ha descubierto un sentimiento de su infancia de validez universal, y que si esto es así, se comprende el poder cautivador de Edipo, es decir, Freud relaciona la fuerza de sus propios deseos, el enamoramiento hacia la madre y los celos contra el padre, con el poder de Edipo sobre los espectadores, el hecho de que los oyentes retrocedan espantados con toda la fuerza de la represión ante el cumplimiento de los deseos del sueño traídos a la realidad, pues cada uno de los oyentes fue en germen y en la fantasía un Edipo, cada uno ha sentido deseos incestuosos y parricidas en sí mismo alguna vez. Con la muerte de su padre retornaron en Freud deseos infantiles de una acción terrible contra él. La historia de Edipo se superpone a la historia de los deseos primigenios de los seres humanos. Freud muestra que los espectadores participan de una pasión representada y señala el retorno de lo reprimido que implica un reconocimiento del espectador en Edipo, pero como algo que lo afecta, que implica cierta desposesión de sí mismo y le permite conocer-se. Freud está dejando atrás la teoría de la seducción donde ubicaba el trauma de la historia infantil de la histeria y se abre paso hacia la teoría pulsional como fuerzas que configuran el conflicto interno, Freud le abre las puertas al psicoanálisis. En el capítulo V, sección D (β) de La interpretación de los sueños (1900), Freud habla de Edipo en el estudio que hace sobre un tipo particular de sueños típicos, los que se refieren a la muerte de personas queridas, en especial los que tratan de la muerte de los padres. Recuerda a Cronos que devora a sus hijos y algunas versiones del mito en las que Zeus castra al padre y lo suplanta como señor. Freud afirma que los sueños expresan deseos reprimidos, en este caso, el deseo de la muerte de personas queridas. Estos deseos no siempre son actuales, sino que pueden ser deseos pasados, agotados, olvidados o reprimidos y que solo porque resurgen en el sueño se les considera una especie de supervivencia. Recuerda las sombras de la Odisea que en cuanto bebían sangre despertaban a una cierta vida. Habla sobre la hostilidad encubierta en las relaciones entre padres e hijos y la dificultad que entraña ver esto por la sacralidad con que se han investido estas relaciones. Se refiere al papel que cumplen los padres en la vida anímica de los hijos, el enamoramiento del niño varón por su madre y el odio por su padre, y asegura que esto forma la base del material de sentimientos de la infancia. Afirma que ha podido comprobar repetidas veces la existencia de dichos sentimientos en la observación de niños normales. Como apoyo a este descubrimiento
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Freud se refiere a Edipo, cuya general impresión sobre el ánimo de los hombres sólo es comprensible si es también universalmente válida su hipótesis aquí discutida. Freud menciona la leyenda del rey Edipo y la tragedia Edipo de Sófocles, basada en dicha leyenda. Freud (1900) hace un brevísimo resumen de la tragedia griega y afirma: la acción de esta obra no es otra cosa que la revelación, que avanza paso a paso y se demora con arte –trabajo comparado al de un psicoanálisis–, de que el propio Edipo es el asesino de Layo pero también el hijo del muerto y de Yocasta. Sacudido por el crimen que cometió sin saberlo, Edipo ciega sus ojos y huye de su patria. El oráculo se ha cumplido (p. 270).
Freud relaciona la revelación de Edipo con el develamiento que logra el paciente en psicoanálisis, así plantea un esquema dramático ejemplar. A Freud le llama la atención la conmoción de los espectadores ante Edipo, asegura que después de esta obra las tragedias de destino no produjeron efecto en los espectadores. Reconoce así que esta obra es la tragedia meta-dramática por antonomasia. Afirma que la conmoción del espectador no se presenta por la oposición entre el destino y la voluntad de los hombres, sino por la particularidad del material en que esa oposición se muestra. Freud (1900), afirma: Tiene que haber en nuestra interioridad una voz predispuesta a reconocer el imperio fatal del destino de Edipo (…) el destino de Edipo nos conmueve únicamente porque podría haber sido el nuestro, porque antes de que naciéramos el oráculo fulminó sobre nosotros esa misma maldición. Quizás a todos nos estuvo deparado dirigir la primera moción sexual hacia la madre y el primer odio y deseo violento hacia el padre; nuestros sueños nos convencen de ello (p. 271).
Edipo, con el parricidio y el incesto, cumple deseos de nuestra infancia, “así como Sófocles va trayendo a la luz la culpa de Edipo, nos va forzando a conocer nuestra propia interioridad, donde aquellos impulsos, aunque sofocados, siguen existiendo” (Freud, 1900, p. 271). Freud manifiesta que esta tragedia conmueve al espectador porque éste, tal como Edipo, vive en la ignorancia de sus deseos más primitivos, y cuando estos aparecen solo quiere apartar la vista de las escenas de su niñez. El destino de Edipo es el destino de cualquier hombre, porque los deseos que Edipo cumple, sin saberlo, son los deseos reprimidos que horrorizan a todos los hombres en la infancia. En Contribuciones a la historia del movimiento psicoanalítico, Freud expresa que las inclinaciones incestuosas infantiles inconscientes provocan una fuertísima
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oposición y una negativa tan feroz que estos deseos se han presentado incluso como algo meramente simbólico. Freud continúa afirmando en La interpretación de los sueños, que en el texto de la tragedia de Sófocles hay un indicio inconfundible de que la saga de Edipo ha brotado de un material onírico primordial, cuyo contenido es la penosa turbación de las relaciones con los padres por obra de las primeras mociones sexuales. Recuerda que en Edipo, Yocasta consuela a Edipo ante su temor de unirse a su madre: “tú no sientas temor ante el matrimonio con tu madre, pues muchos son los mortales que antes se unieron también a su madre en sueños” (980-983). Freud (1900), manifiesta que el sueño de tener comercio sexual con la madre: Sobreviene, hoy como entonces, en muchos hombres que lo cuentan indignados y atónitos. Es, bien se entiende, la clave de la tragedia y la pieza complementaria del sueño de la muerte del padre. La fábula misma es reacción de la fantasía frente a esos dos sueños típicos, y así como los adultos los vivencian con sentimientos de repulsa, así la saga tiene que recoger en su contenido el horror y la auto punición. En lo demás, su configuración procede de un malentendido en la elaboración secundaria del material, al que procura poner al servicio de un propósito teológico (p. 272).
En la tragedia, así como en el sueño, la fantasía del deseo infantil es traída a la luz y realizada. Freud aduce dos razones por las cuales el pensamiento onírico formado por el deseo reprimido escapa de la censura y se presenta inalterado en este tipo de sueños. La primera es que no hay deseo del que nos creamos más alejados que de este, así que la censura onírica está desarmada frente a ello; la segunda es que junto a ese deseo se pone un resto diurno en la figura de un cuidado por la vida de la persona querida y el deseo se enmascara tras ese cuidado que se engendró durante el día. Para Freud, las mociones pulsionales de deseo son las que se agitaban en el alma de Sófocles y, por tanto, son las que permitieron su acto de creación. Aquí Freud muestra los secretos escondidos que dan lugar a la creación artística de Sófocles, pues la relación entre el autor y la obra no es casual. Sófocles tampoco puede controlarlo todo, así que tanto el poeta crea a Edipo, como Edipo al poeta. Si la obra es expresión de los compromisos vitales del autor, el hecho de que Sófocles saque a Edipo del ámbito idealizador de la épica y lo eleve a nivel de personaje de la tragedia tiene que ver con la comprensión que el poeta tiene de la tragedia como el espacio propicio para liberar a ciertos personajes de destinos oscuros, indignos, irrisorios e instituirles la grandeza de lo humano; esto implica llevarlos de la idealización heroica a los confines de lo humano. Existe una diferencia esencial entre el destino del protagonista épico y el trágico; el
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destino para el protagonista épico no es un problema, él se ve convocado a cumplir su destino de forma gloriosa y cuenta con el favor de los dioses, en cambio el protagonista trágico se ve obligado a cumplir con el oráculo délfico y no cuenta con el favor de los dioses, ellos lo despojan de su ámbito heroico, sin embargo, esto resulta ser indispensable para los fines de la tragedia, pues de esta forma el protagonista se vuelca sobre sí mismo y afirma lo humano en términos grandiosos. El compromiso vital de Sófocles apunta a la necesidad de liberarse de un destino glorioso para lograr uno grandioso como hombre, y esto pasa necesariamente por un desajuste del alma. Para Freud, la relación entre el autor y su obra es resultado de una discontinuidad, una problemática desconocida en su esencia porque pertenece a la infancia reprimida, pues los modos de combinación entre lo actual y lo pasado no están disponibles para quien los vive. La obra se constituye en otra red de un pasado que podrá ayudar a iluminarla retrospectivamente y así, ella gana en comprensión sin perder nada de su misterio. Para Freud, el psicoanálisis, así como la tragedia, es el espacio donde la vida puede devenir verdaderamente humana. Él también está comprometido con rescatar al hombre, pero de la banalidad de la modernidad. Incluso la neurosis puede entenderse en una lectura contemporánea como lo que para los griegos era, por ejemplo, lo que sentía Ayante en el prólogo de Áyax. Allí el héroe es sometido por Atenea al engaño de sus sentidos y deja ver su encarnizada ferocidad, pues cree estar ‘cazando’ enemigos cuando en realidad se enfrenta con mansas ovejas. La furia de Ayante se convierte en locura y el héroe queda desvalorizado, así que su dolor por el hecho de que los Atridas hubieran decidido otorgarle las armas de Aquiles a Odiseo se convierte en el dolor por el quebranto esencial del hombre. Esta experiencia dolorosa de Ayante pone de presente la profundidad de la psique, “la inagotabilidad del individuo”; de ahí que su entrada en la escena sea conmovedora, tal como la demanda del neurótico lo es en el espacio analítico. El sentido heroico de valores absolutos que pretende la épica, tan parecido al sentido racional del hombre moderno, se contrapone al hombre, aquél que está enfermo, pues tiene tergiversada su visión, su comprensión e interpretación y, por lo tanto, se ha quedado solo frente al ideal moderno que supone un hombre con permanente control de sí mismo. Así como la tragedia no deja una impresión de pesimismo porque a través del sufrimiento el héroe encuentra su verdad y muestra la grandeza de lo humano, así también en el psicoanálisis, el analista toma el lugar del poeta y busca que la situación doliente del paciente se convierta en la oportunidad justa para restaurar su alma. Un ejercicio que requiere habilidades artísticas porque los hombres y las mujeres se resisten a conocerse y protegen su dolor en lugar de buscar la posibilidad de
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aliviarse, así que actúan con la perversidad de algunos dioses en determinados momentos. Freud quiere sacar al héroe de la modernidad –el de la sexualidad infantil– y ponerlo en la tragedia de su vida en la situación analítica, para salvarlo como hombre, como ser humano – la genitalidad adulta–; pero tal como Sófocles lo hizo, también el psicoanálisis necesita unos ámbitos, tiempos, espacios y hombres excepcionales, pues así como el héroe épico parece no comprender su nuevo lugar en la tragedia, así también el paciente se resiste a las reglas de la técnica psicoanalítica y le cuesta comprender su lugar en ella. La relación entre el poeta y su creación no es lo que a Freud más le interesa, tampoco intenta descifrar la sublimidad de la poesía o reducir el arte a la economía sexual de las pulsiones. Parece que Freud intenta, más bien, servirse del testimonio de Sófocles a favor de la racionalidad profunda de la fantasía, porque su nueva ciencia requiere poner la fantasía, la poesía y la mitología en el centro mismo de la racionalidad científica, como médico de finales del s. XIX y principios del s. XX. Entonces, Freud presenta a Edipo como apoyo a sus descubrimientos de la existencia de deseos incestuosos y parricidas en todos los hombres durante la infancia, deseos que se exteriorizan en sueños típicos, donde aparecen como acciones realizadas o cumplidas –la muerte de personas queridas–, y que generan un profundo rechazo por parte del soñante. Freud busca apoyar la validez universal de su hipótesis sobre la sexualidad infantil con la impresión que Edipo causa en los espectadores. Él afirma que Edipo conmueve al espectador por la particularidad del material de que trata, porque el destino de Edipo es nuestro propio destino, porque todos dirigimos la primera moción sexual hacia la madre, y el primer odio y deseo violento hacia el padre, si se trata de un niño, y algo distinto sucede si se trata de una niña, y de esto nos convencen nuestros sueños. Estas pulsiones aparecen como acciones cumplidas en los sueños que todos tenemos de la muerte de personas queridas, de ahí que se genere un profundo rechazo al contenido del sueño. Freud está interesado en demostrar la fuerza de la sexualidad infantil, el problema del origen –la pregunta por la sexualidad– como un asunto fundamental; resalta el rechazo que esto causa en cada uno de nosotros porque la desgracia de Edipo es nuestra propia desgracia. Freud establece una alianza con Edipo y con el fondo mitológico de la significación de los sueños, porque Sófocles es un guía para él en la travesía que emprende con su nueva ciencia, pues el poeta ha viajado, mucho antes que él, por las profundidades del alma; Sófocles conoce de los signos mudos y la transcripción de las palabras sordas (Rancière, 2005, p. 59). Y cuando Freud hace esto, encuentra que tanto la tragedia como el psicoanálisis comparten las mismas preocupaciones, ambos están en un mismo nivel en la
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comprensión sobre lo humano, pues ahondan hasta llegar a las raíces del hombre. Para Freud, el fundamento del sujeto, su autoconciencia, resulta ser pulsional, así que la racionalidad de Freud deviene una ironía, porque encuentra que la razón es ineficaz para dar cuenta de lo humano; la peste de la ciudad es causada por transgresiones involuntarias y la solución que Edipo se propone hallar con su inteligencia resulta ser él mismo. Freud se refiere a Edipo para sostener que el inconsciente existe, que hay un sentido en lo que parece no tenerlo, un enigma en lo que parece evidente, un conocimiento profundo en lo que aparenta ser trivial. Edipo es para Freud un testimonio de la existencia de la relación entre el pensamiento y el no-pensamiento, de lo involuntario en el pensamiento consciente, de las fuerzas de la materialidad sensible (Rancière, 2005, p. 21). Freud se apropia de Edipo como consecuencia de la tragedia misma, así que su relación con la tragedia no puede entenderse como una intromisión en ella, sino como una recepción de esta, recepción que plantea una serie de exigencias radicales e ineludibles. Edipo Rey – Max Ernst 1921
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Misticismo Etimología "Misticismo" se deriva del griego μυω, que significa "ocultar", y su derivado μυστικός , mystikos , que significa 'un iniciado'. En el mundo helenístico, un "mystikos" era un iniciado de una religión misteriosa . "Místico" se refería a rituales religiosos secretos y el uso de la palabra carecía de referencias directas a lo trascendental. En el cristianismo primitivo, el término mystikos se refería a tres dimensiones, que pronto se entrelazaron, a saber, la bíblica, la litúrgica y la espiritual o contemplativa. La dimensión bíblica se refiere a interpretaciones "ocultas" o alegóricas de las Escrituras. La dimensión litúrgica se refiere al misterio litúrgico de la Eucaristía , la presencia de Cristo en la Eucaristía. La tercera dimensión es el conocimiento contemplativo o experiencial de Dios. Definición Presencia. Bernard McGinn define el misticismo cristiano como: [Esa] parte, o elemento, de
la fe y práctica cristianas que concierne a la preparación, la conciencia y el efecto de una presencia [...] directa y transformadora de Dios. Presencia versus experiencia. McGinn sostiene que "presencia" es más precisa que "unión", ya que no todos los místicos hablaban de unión con Dios, y dado que muchas visiones y milagros no estaban necesariamente relacionados con la unión. También sostiene que deberíamos hablar de "conciencia" de la presencia de Dios, más que de "experiencia", ya que la actividad mística no se trata simplemente de la sensación de Dios como un objeto externo, sino más ampliamente de ...
nuevas formas de conocer y amar basadas en estados de conciencia en los que Dios se hace presente en nuestros actos interiores. William James popularizó el uso del término "experiencia religiosa" en su libro de 1902 The Varieties of Religious Experience. También ha influido en la comprensión del misticismo como una experiencia distintiva que proporciona conocimiento. Wayne Proudfoot remonta las raíces de la noción de "experiencia religiosa" al teólogo alemán Friedrich Schleiermacher (1768-1834), quien argumentó que la religión se basa en un sentimiento de infinito. La noción de "experiencia religiosa" fue utilizada por Schleiermacher para defender la religión contra la creciente crítica científica y secular. Fue adoptado por muchos estudiosos de la religión, de los cuales William James fue el más influyente.
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Transformación personal El énfasis de McGinn en la transformación que ocurre a través de la actividad mística se relaciona con esta idea de "presencia" en lugar de "experiencia": Por eso la única prueba que ha conocido el cristianismo para determinar la autenticidad de un místico y de su mensaje ha sido el de la transformación personal, tanto por parte del místico como, especialmente, por parte de aquellos a quienes el místico ha afectado. Otros críticos señalan que el énfasis en la "experiencia" se acompaña de favorecer al individuo atómico, en lugar de la vida compartida en la comunidad. Tampoco distingue entre la experiencia episódica y el misticismo como un proceso que está incrustado en una matriz religiosa total de liturgia, escrituras, adoración, virtudes, teología, rituales y prácticas. Richard King también apunta a la disyunción entre "experiencia mística" y justicia social: La privatización del misticismo, es decir, la creciente tendencia a ubicar lo místico en el ámbito psicológico de las experiencias personales, sirve para excluirlo de las cuestiones políticas como justicia social. El misticismo se convierte así en una cuestión personal de cultivar estados internos de tranquilidad y ecuanimidad que, en lugar de buscar transformar el mundo, sirven para acomodar al individuo al status quo mediante el alivio de la ansiedad y el estrés. La transformación tiene una importancia particular en la teología de Orígenes (Trigg 2012 ). El misticismo en la historia de Europa Influencias greco-judías. Antecedentes judíos. La espiritualidad judía en el período anterior a Jesús era altamente corporativa y pública, basada principalmente en los servicios de adoración de las sinagogas, que incluían la lectura e interpretación de las Escrituras hebreas y la recitación de oraciones, y en las principales festividades. Así, la espiritualidad privada fue fuertemente influenciada por las liturgias y por las escrituras (por ejemplo, el uso de los Salmos para la oración), y las oraciones individuales a menudo recordaban eventos históricos tanto como recordaban sus propias necesidades inmediatas. De especial importancia son los siguientes conceptos: ✓ Binah (entendimiento) y Chokhmah (sabiduría), que provienen de años de leer, orar y meditar las escrituras; ✓ Shekhinah , la presencia de Dios en nuestra vida diaria, la superioridad de esa presencia a las riquezas terrenales, el dolor y el anhelo que vienen cuando Dios está
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ausente; y el aspecto nutritivo y femenino de Dios; el ocultamiento de Dios, que proviene de nuestra incapacidad para sobrevivir a la plena revelación de la gloria de Dios y que nos obliga a buscar conocer a Dios a través de la fe y la obediencia;
✓ "Torá- misticismo", una visión de las leyes de Dios como la expresión central de la voluntad de Dios y, por lo tanto, como un objeto digno no solo de obediencia sino también de meditación amorosa y estudio de la Torá ; y la pobreza, un valor ascético, basado en la expectativa apocalíptica de la inminente llegada de Dios, que caracterizó la reacción del pueblo judío al ser oprimido por una serie de imperios extranjeros. En el misticismo cristiano, Shekhinah se convirtió en misterio, Daat se convirtió en gnosis y la pobreza se convirtió en un componente importante del monaquismo. Alejandría - Filosofía griega. La contribución de Alejandría al misticismo cristiano se centra en Orígenes y Clemente de Alejandría. Clemente fue uno de los primeros humanistas cristianos que argumentó que la razón es el aspecto más importante de la existencia humana y que la gnosis (no algo que podamos lograr por nosotros mismos, sino el don de Cristo) nos ayuda a encontrar las realidades espirituales que se esconden detrás del mundo natural y dentro de las escrituras. Dada la importancia de la razón, Clemente destaca la apatheia como un ordenamiento razonable de nuestras pasiones para vivir dentro del amor de Dios, que se ve como una forma de verdad. Orígenes, que tuvo una influencia duradera en el pensamiento cristiano oriental, desarrolla aún más la idea de que las realidades espirituales se pueden encontrar a través de lecturas alegóricas de las escrituras (en la línea de la tradición judía de la agadá), pero centra su atención en la Cruz y en la importancia de imitar a Cristo a través de la Cruz, especialmente a través del combate espiritual y el ascetismo. Orígenes enfatiza la importancia de combinar intelecto y virtud (theoria y praxis) en nuestros ejercicios espirituales, basándose en la imagen de Moisés y Aarón guiando a los israelitas por el desierto, y describe nuestra unión con Dios como el matrimonio de nuestras almas con Cristo el Logotipos, utilizando las imágenes de la boda del Cantar de los Cantares. El misticismo alejandrino se desarrolló junto con el hermetismo y el neoplatonismo y, por lo tanto, comparten algunas de las mismas ideas, imágenes, etc. a pesar de sus diferencias. Filón de Alejandría fue un filósofo helenista judío, importante para conectar las Escrituras hebreas con el pensamiento griego y, por lo tanto, con los cristianos griegos, que lucharon por comprender su conexión con la historia judía. En particular, Filón enseñó que las
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interpretaciones alegóricas de las Escrituras hebreas proporcionan acceso a los significados reales de los textos. Filón también enseñó la necesidad de unir el enfoque contemplativo de los estoicos y esenios con las vidas activas de la virtud y el culto comunitario que se encuentran en el platonismo y los Therapeutae. Utilizando términos que recuerdan a los platónicos, Filón describió el componente intelectual de la fe como una especie de éxtasis espiritual en el que nuestro nous (mente) se suspende y el Espíritu de Dios ocupa su lugar. Las ideas de Filón influyeron en los cristianos alejandrinos , Clemente y Orígenes y, a través de ellos, en Gregorio de Nisa. Evangelios. Las escrituras cristianas, en la medida en que son la narrativa fundacional de la iglesia cristiana, proporcionan muchas historias y conceptos clave que se vuelven importantes para los místicos cristianos en todas las generaciones posteriores: prácticas como la Eucaristía, el bautismo y el Padrenuestro se convierten en actividades que asumen importancia tanto por sus valores rituales como simbólicos. Otras narraciones escriturales presentan escenas que se convierten en el centro de la meditación: la crucifixión de Jesús y sus apariciones después de su resurrección son dos de las más centrales de la teología cristiana; pero la concepción de Jesús, en la que el Espíritu Santo eclipsa a María, y su Transfiguración, en las que se revela brevemente en su gloria celestial, también se convierten en imágenes importantes para la meditación. Además, muchos de los textos cristianos se basan en fundamentos espirituales judíos, como chokhmah , shekhinah. Pero diferentes escritores presentan diferentes imágenes e ideas. Los Evangelios Sinópticos (a pesar de sus muchas diferencias) introducen varias ideas importantes, dos de las cuales están relacionadas con las nociones greco-judaicas de conocimiento / gnosis en virtud de ser actos mentales: pureza de corazón, en la que queremos ver a la luz de Dios; y el arrepentimiento, que implica permitir que Dios nos juzgue y luego nos transforme. Otra idea clave que presentan los Sinópticos es el desierto, que se utiliza como metáfora del lugar donde nos encontramos con Dios en la pobreza de nuestro espíritu. El Evangelio de Juan se centra en la gloria de Dios en su uso de imágenes de luz y en su presentación de la Cruz como un momento de exaltación; también ve la Cruz como ejemplo de amor ágape, un amor que no es tanto una emoción como una voluntad de servir y cuidar a los demás. Pero al enfatizar el amor, Juan cambia el objetivo del crecimiento espiritual lejos del conocimiento / gnosis , que presenta más en términos de estoico (ideas sobre el papel de la razón como principio subyacente del universo y como principio espiritual dentro de todas
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las personas). Aunque Juan no continúa con la noción estoica de que este principio hace posible la unión con lo divino para la humanidad, es una idea que desarrollaron los escritores cristianos posteriores. Las generaciones posteriores también cambiarán de un lado a otro entre seguir a los Sinópticos al enfatizar el conocimiento o a Juan al enfatizar el amor. En sus cartas, Pablo también se enfoca en las actividades mentales, pero no de la misma manera que los Sinópticos, que equiparan la renovación de la mente con el arrepentimiento. En cambio, Pablo ve la renovación de nuestras mentes mientras contemplamos lo que Jesús hizo en la Cruz, que luego nos abre a la gracia y al movimiento del Espíritu Santo en nuestros corazones. Como Juan, Pablo está menos interesado en el conocimiento, prefiriendo enfatizar lo oculto, el "misterio" del plan de Dios revelado a través de Cristo. Pero la discusión de Pablo sobre la cruz difiere de la de Juan en que se trata menos de cómo revela la gloria de Dios y más de cómo se convierte en la piedra de tropiezo que hace que nuestras mentes vuelvan a Dios. Pablo también describe la vida cristiana como la de un atleta, que exige práctica y entrenamiento en aras del premio; escritores posteriores verán en esta imagen un llamado a prácticas ascéticas. Iglesia primitiva Los textos atribuidos a los Padres Apostólicos, los primeros textos post bíblicos que tenemos, comparten varios temas clave, en particular la llamada a la unidad frente a las divisiones internas y las percepciones de persecución, la realidad de los carismas, especialmente la profecía, las visiones y la cristiandad. Y la gnosis, que se entiende como "un don del Espíritu Santo que nos permite conocer a Cristo" a través de la meditación en las Escrituras y en la Cruz de Cristo. [Esta comprensión de la gnosis no es la misma que la desarrollada por los gnósticos, quienes se enfocaron en el conocimiento esotérico que está disponible solo para unas pocas personas pero que les permite liberarse del mundo maligno]. Estos autores también discuten la noción de los "dos caminos", es decir, el camino de la vida y el camino de la muerte; esta idea tiene raíces bíblicas y se encuentra tanto en el Sermón de la Montaña como en la Torá. Las dos vías se relacionan entonces con la noción de pureza de corazón, que se desarrolla al contrastarla con el corazón dividido o duplícito y relacionándola con la necesidad de ascetismo, que mantiene el corazón íntegro / puro. La pureza de corazón fue especialmente importante dadas las percepciones del martirio, que muchos escritores discutieron en términos teológicos, viéndolo no como un mal sino como una oportunidad para morir verdaderamente por la causa de Dios, el ejemplo supremo de la práctica ascética.
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El martirio también podría verse como simbólico en sus conexiones con la Eucaristía y con el bautismo. Padres del desierto Inspirados por la enseñanza y el ejemplo de Cristo, hombres y mujeres se retiraron a los desiertos, donde, ya sea como individuos o comunidades solitarios, vivieron una vida de austera sencillez orientada a la oración contemplativa. Estas comunidades formaron la base de lo que más tarde se conocería como monaquismo cristiano. El misticismo es parte integral del monaquismo cristiano porque el objetivo de la práctica para el monástico es la unión con Dios Monaquismo La iglesia oriental vio entonces el desarrollo del monaquismo y las contribuciones místicas de Gregorio de Nisa , Evagrius Ponticus y Pseudo-Dionysius . El monaquismo, también conocido como anacoretismo (que significa "retirarse") era visto como una alternativa al martirio, y se trataba menos de escapar del mundo que de luchar contra los demonios (que se pensaba que vivían en el desierto) y de obtener la liberación de nuestras pasiones corporales para estar abiertos a la Palabra de Dios. Los anacoretas practicaron la meditación continua en las escrituras como un medio para subir la escalera de la perfección, una imagen religiosa común en el mundo mediterráneo y que se encuentra en el cristianismo a través de la historia de la escalera de Jacob. Y buscó ahuyentar al demonio de la acedia ("despreocupación"), un aburrimiento o apatía que nos impide continuar con nuestro entrenamiento espiritual. Los anacoretas podían vivir en total soledad (" ermitaños ", de la palabra erēmitēs , "del desierto") o en comunidades sueltas (" cenobitas ", que significa "vida en común"). El monaquismo finalmente se abrió camino hacia Occidente y fue establecido por el trabajo de John Cassian y Benedict de Nursia . Mientras tanto, la escritura espiritual occidental estuvo profundamente influenciada por las obras de hombres como Jerónimo y Agustín de Hipona. Edad Media La Alta Edad Media en Occidente incluye el trabajo de Gregorio el Grande y Beda , así como los desarrollos en el cristianismo celta y el cristianismo anglosajón , y se concreta en la obra de Johannes Scotus Eriugena y el Renacimiento carolingio. La Alta Edad Media vio un florecimiento de la práctica mística y la teorización correspondiente al florecimiento de nuevas órdenes monásticas, con figuras como Guigo II , Hildegard de Bingen , Bernardo de
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Clairvaux, los Victorinos, todos provenientes de diferentes órdenes, así como los primeros verdaderos florecimientos de la piedad popular entre los laicos. La Baja Edad Media vio el choque entre las escuelas de pensamiento dominicana y franciscana, que fue también un conflicto entre dos teologías místicas diferentes: por un lado la de Domingo de Guzmán y por otra la de Francisco de Asís, Antonio de Padua, Buenaventura, Jacopone da Todi, Ángela de Foligno. Además, hubo un crecimiento de grupos de místicos centrados en regiones geográficas: las Beguinas , como Mechthild de Magdeburg y Hadewijch (entre otras); los místicos renano- flamencos Meister Eckhart , Johannes Tauler , Henry Suso y John de Ruysbroeck ; y los místicos ingleses Richard Rolle , Walter Hilton y Julian de Norwich. Este período también vio a personas como Catalina de Siena y Catalina de Génova, la Devotio Moderna y libros como Theologia Germanica, La
nube del desconocimiento y La imitación de Cristo. Reforma La Reforma Protestante restó importancia al misticismo, aunque todavía produjo una buena cantidad de literatura espiritual. Incluso los reformadores más activos pueden vincularse a las tradiciones místicas medievales. Martín Lutero, por ejemplo, fue un monje influenciado por la tradición mística dominicana alemana de Eckhart y Tauler, así como por la tradición Wesenmystik ("misticismo de la esencia") de influencia dionisíaca . También publicó
Theologia Germanica, que según él era el libro más importante después de la Biblia y Agustín por enseñarle sobre Dios, Cristo y la humanidad. Incluso Juan Calvino, que rechazó muchas prácticas ascéticas medievales y que favoreció el conocimiento doctrinal de Dios sobre la experiencia afectiva, tiene influencias medievales, a saber, Jean Gerson y la Devotio Moderna, con su énfasis en la piedad como método de crecimiento espiritual en el que el individuo practica la dependencia de Dios. imitando a Cristo y la relación hijo-padre. Mientras tanto, su idea de que podemos comenzar a disfrutar de nuestra salvación eterna a través de nuestros éxitos terrenales conduce en generaciones posteriores a "un misticismo de consolación". Sin embargo, el protestantismo no estuvo exento de místicos. Varios líderes de la Reforma Radical tenían inclinaciones místicas como Caspar Schwenckfeld y Sebastian Franck. Las tradiciones magisteriales también produjeron místicos, especialmente Peter Sterry (calvinista) y Jakob Böhme (luterano).
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Contrarreforma Pero la Reforma trajo consigo la Contrarreforma y, con ella, un nuevo florecimiento de la literatura mística, a menudo agrupada por nacionalidades. Por ejemplo, el misticismo español, en el cual destacan: 1. Ignacio de Loyola, cuyos Ejercicios espirituales fueron diseñados para abrir a las personas a un modo receptivo de conciencia en el que puedan experimentar a Dios a través de una cuidadosa dirección espiritual y a través de la comprensión de cómo la mente se conecta con la voluntad y cómo capear las experiencias de consuelo espiritual y espiritualidad. desolación; 2. Teresa de Ávila, quien utilizó las metáforas de regar un jardín y caminar por las habitaciones de un castillo para explicar cómo la meditación conduce a la unión con Dios. 3. Juan de la Cruz, que utilizó una amplia gama de influencias bíblicas y espirituales tanto para reescribir las tradicionales "tres formas" del misticismo a la manera del misticismo nupcial como para presentar las dos "noches oscuras": la noche oscura de los sentidos y la noche oscura del alma, durante la cual el individuo renuncia a todo lo que pueda convertirse en un obstáculo entre el alma y Dios y luego experimenta el dolor de sentirse separado de Dios, incapaz de realizar los ejercicios espirituales normales, al encontrarse con la enorme brecha entre su naturaleza humana y la divina de Dios (brecha que puede ser salvada por la sabiduría y la luz en el ascenso a Dios, por la escalera de 10 pasos). Camino triple: Purificación, Iluminación y Unificación Se ha descrito que los místicos cristianos siguen un triple camino de purificación, iluminación y unificación, correspondiente al cuerpo (soma), alma (psique) y espíritu (pneuma). En 869, el VIII Concilio Ecuménico redujo la imagen del ser humano a solo cuerpo y alma, pero dentro de los místicos continuó un modelo de tres aspectos. Los tres aspectos más tarde se volvieron purgantes, iluminativos y unitivos en las iglesias occidentales y la oración de los labios, la mente y el corazón en las iglesias orientales. Purificación La primera, la purificación es donde comienzan los aspirantes a místicos tradicionalmente cristianos. Este aspecto se centra en la disciplina, particularmente en términos del cuerpo humano; así, enfatiza la oración en ciertos momentos, ya sea solo o con otros, y en ciertas posturas, a menudo de pie o de rodillas. También enfatiza las otras disciplinas del ayuno y la limosna, esta última incluye aquellas actividades llamadas "las obras de misericordia", tanto espirituales como corporales, como alimentar al hambriento y albergar a los desamparados.
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La purificación, que fundamenta la espiritualidad cristiana en general, se centra en los esfuerzos para, en palabras de San Pablo , "hacer morir las obras de la carne por el Espíritu
Santo" (Romanos 8:13). Esto se considera un resultado del trabajo del Espíritu en la persona y no es el resultado de acciones personales. También en palabras de San Pablo , "... el que
comenzó una buena obra en vosotros, la llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús" (Epístola a los Filipenses 1: 6). Las "obras de la carne" aquí incluyen no solo el comportamiento externo, sino también esos hábitos, actitudes, compulsiones, adicciones, etc. (a veces llamadas pasiones egoicas) que se oponen al verdadero ser y vivir cristiano no sólo exteriormente, sino también interiormente. Evelyn Underhill describe la purificación como la conciencia de las propias imperfecciones y finitud, seguida de autodisciplina y mortificación. Debido a su aspecto físico y disciplinario, esta fase, así como todo el camino espiritual cristiano, a menudo se denomina "asceta", un término que se deriva de una palabra griega que connota entrenamiento atlético. Debido a esto, en la literatura cristiana antigua, a los místicos prominentes a menudo se les llama "atletas espirituales", una imagen que también se usa varias veces en el Nuevo Testamento para describir el Vida cristiana. Lo que se busca aquí es la salvación en el sentido original de la palabra, refiriéndose no solo al destino eterno de uno, sino también a la curación en todas las áreas de la vida, incluida la restauración de la salud espiritual, psicológica y física. Sigue siendo una paradoja de los místicos que la pasividad a la que parecen apuntar es realmente un estado de la actividad más intensa: En él, el yo superficial se obliga a estar
quieto, para poder liberar otro poder más profundo que, en el éxtasis del genio contemplativo, se eleva al grado más alto de eficacia. (Underhill 1911 , pág. 50) Iluminación La segunda fase, el camino de la iluminación, tiene que ver con la actividad del Espíritu Santo iluminando la mente, dando una idea de las verdades no solo explícitas en las Escrituras y el resto de la tradición cristiana, sino también las implícitas en la naturaleza, no en el sentido científico, sino más bien en términos de una iluminación de los aspectos "profundos" de la realidad y los acontecimientos naturales, de modo que la obra de Dios se perciba en todo lo que uno experimenta. Underhill lo describe como marcado por una conciencia de un orden trascendente y una visión de un cielo y una tierra nuevos.
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Unificación La tercera fase, generalmente llamada contemplación infundida o superior u oración contemplativa mística, se refiere a la experiencia de uno mismo como de alguna manera unido a Dios. La experiencia de la unión varía, pero ante todo está siempre asociada al reencuentro con el amor divino, cuyo tema subyacente es que Dios, la bondad perfecta, es conocido o experimentado al menos tanto por el corazón como por el intelecto ya que, en las palabras de Juan (1 Juan4:16): "Dios es amor, y el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él". Algunos enfoques del misticismo clásico considerarían las dos primeras fases como preparatorias de la tercera, experiencia explícitamente mística, pero otros afirman que estas tres fases se superponen y se entrelazan. La oración contemplativa mística es la bendición que espera el místico cristiano. Ningún esfuerzo humano puede producirlo. Esta forma de oración tiene tres características: 1. Está infundido (es decir, implantado por Dios en el alma, no el resultado del esfuerzo humano). 2. Es extraordinario (es decir, indica que el intelecto opera de una manera nueva). 3. Además, es pasivo (es decir, muestra que el alma recibe algo de Dios y es consciente de recibirlo). Puede manifestarse en uno de cuatro grados. Los cuatro grados son la oración de tranquilidad, la oración de unión, unión extática y unión deificante transformadora.
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La revolución orquestada de las catedrales: El gótico y la polifonía Por. Pablo Rodríguez Canfranc en la página web Música Antigua
La historiografía siempre concibe el siglo XII en Europa como un punto de inflexión en la Edad Media, un hito simbólico que marca el comienzo de la lenta transición del mundo antiguo al moderno. Desde la perspectiva social se puede hablar de la importancia creciente de la ciudad frente a la hegemonía precedente del medio rural feudal, como marco, y de las profesiones de los artesanos y comerciantes como agentes del cambio del orden jerárquico señorial de la Alta Edad Media al proto capitalismo burgués de los siglos inmediatamente precedentes al Renacimiento. En el plano artístico tendremos que hablar del gótico majestuoso asociado a las inmensas catedrales que se empiezan a construir en la época y del surgimiento de la polifonía en la música litúrgica, una revolución del sonido que cambiará para siempre ese arte. Catedrales góticas y música polifónica, dos elementos cuya aparición no es casual sino deliberada y que responden a una misma vocación de complejidad y sistematización técnica. En el terreno musical la escritura polifónica marca un antes y un después en la historia de la música occidental. El término procede de la voz griega polyphonos que significa “multiplicidad de sonidos o de voces”. Básicamente se trata de combinar diversos sonidos que conservan la identidad e independencia de cada una de las voces, por oposición a monofonía del canto llano, con sus variantes, que hasta el momento predominaba en las iglesias europeas. A pesar de que desde finales del siglo IX el canto gregoriano asociado a la liturgia va enriqueciéndose mediante la ornamentación de las melodías, no es hasta tres siglos después en que un misterioso personaje asociado a la parisina catedral de Notre-Dame, de nombre Pérotin, introduce cambios sustanciales en la composición musical, hasta el punto de que se le considera el primer compositor por su forma de estructurar, organizar y equilibrar las distintas voces. El adjetivo “misterioso” hace alusión a lo poco que se sabe de esta figura acreedora de un arte tan sublime. La única referencia que existe sobre él aparece en los escritos de un discípulo anónimo del teórico francés Juan de Garlandia que escribe una historia de la escuela de Notre-Dame citando los nombres de los principales músicos. Habla este desconocido de la habilidad para componer de Léonin (1135-1180) y de que sus obras estuvieron en uso hasta los tiempos de Pérotin, del que dice que era mejor discantista
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(compositor de aprendices) que el otro y al que califica de Magister Magnus. Poco más se sabe de este hombre, aunque se le ha llegado a asociar con un tal Petrus que fue succentor o maestro de canto en Notre-Dame entre 1207 y 1238. Tradicionalmente se asume que Pérotin sucedió a Léonin como responsable musical del templo y se habla de la escuela de Notre-Dame, aunque la obra de ambos es bastante distinta y no se puede considerar una escuela musical. El redactor anónimo atribuye a Pérotin dos organa a cuatro voces (el organum, singular de organa, es un tipo de pieza musical religiosa de polifonía primitiva en el que la misma melodía se repite igual, pero a una distancia de cinco notas), dos organa a tres voces y tres conductus. Frente a las técnicas musicales más basadas en la improvisación, Pérotin compone de una manera sistemática y planificada, ordenando cada elemento de la pieza musical con un sentido de forma en el que nada sobra ni está ahí por azar. Además, fue el primero en escribir para cuatro voces. No es casualidad que la revolución musical de Perótin coincida en tiempo y en el espacio con la revolución arquitectónica del gótico, uno de cuyos paradigmas es la catedral de Notre-Dame. Al igual que en la música, el cambio en la técnica arquitectónica es deliberado y no una mera evolución de lo anterior. La aparición de arbotantes, arcos apuntados y bóvedas de crucería, y en general de todos los elementos que caracterizan la iglesia gótica, emana de la visión neoplatónica de templo místico del abad de Saint-Denis Suger (1081-1151), quien en su obra Liber de rebus administratione sua gestis plantea convertir su abadía en un vehículo para la contemplación celestial. Básicamente Suger cree que el mundo material participa de las cualidades de la divinidad (la verdad, la bondad, la belleza) y que a través de la contemplación de lo material el creyente puede realmente elevarse hacia la contemplación de Dios. De esta forma, la contemplación del nuevo arte gótico -bello, ingrávido, etéreo, que se eleva hacia el cielo-, nos transportaría, en palabras del abad, a “alguna región del universo que no existe en absoluto ni en la faz de la tierra ni en la pureza del cielo”. El arte nos induce un proceso mental de meditación trasladándonos “de lo que es material a lo que es inmaterial”. De acuerdo con esta tesis, Pérotin perseguiría la misma finalidad mística con sus composiciones, sus construcciones de sonido, equivalentes a las construcciones en piedra. El organum a varias voces con su belleza diáfana y ligera transporta al creyente en la liturgia a la contemplación de la bondad divina. La misma genialidad y precisión que requiere descargar el peso de una bóveda de crucería a través de unos nervios en elevados pilares es la que utiliza nuestro hombre para programar magistralmente los entramados de voces, sustituyendo el factor luz del templo por el tiempo en la música y la absoluta precisión que demandan sus edificaciones sonoras.
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Shakespeare, centro del canon Por. Harold Bloom en El canon occidental
En la Inglaterra isabelina, el estatuto personal de los actores era similar al de los mendigos y gentes de baja ralea, cosa que sin duda apenaba a Shakespeare, quien trabajó esforzadamente para poder regresar a Stratford como un caballero. A excepción de ese deseo, no sabemos casi nada de las opiniones sociales de Shakespeare, salvo las que pueden atisbarse en sus obras, donde toda la información es ambigua. Como actor-dramaturgo, Shakespeare dependía necesariamente del patronazgo y la protección de los aristócratas, y sus ideas políticas —si tuvo alguna— eran las pertinentes al apogeo de la dilatada Edad Aristocrática (en un sentido viconiano) que, según mi división, se extiende desde Dante, atraviesa el Renacimiento y la Ilustración y concluye con Goethe. Las ideas políticas del joven Wordsworth y de William Blake son las de la Revolución Francesa y anuncian la siguiente era, la Democrática, que alcanza su apoteosis con Whitman y el canon norteamericano, y adquiere su expresión final con Tolstói e Ibsen. En los orígenes del arte de Shakespeare se nos ofrece como postulado fundamental una idea aristocrática de la cultura, aunque Shakespeare trasciende esa idea, al igual que hace con todas las demás cosas. Shakespeare y Dante son el centro del canon porque superan a todos los demás escritores occidentales en agudeza cognitiva, energía lingüística y poder de invención. Es posible que ese triple talento se funda en una pasión ontológica que es capacidad para el goce, o lo que Blake quería dar a entender con su Proverbio del Infierno: «La exuberancia es belleza». Las energías sociales existen en todas las épocas, pero son incapaces de componer obras de teatro, poemas y narraciones. El poder de crear es un don individual, presente en todas las épocas, pero evidentemente mucho más estimulado por contextos concretos, convulsiones nacionales que estudiaremos sólo en segmentos, debido a que la unidad de una gran época es generalmente una ilusión. ¿Fue Shakespeare un accidente? ¿Son las imaginaciones literarias y los modos de encarnarlas entidades tan peculiares como la aparición de un Mozart? Shakespeare no es uno de esos poetas que no necesitan sufrir un desarrollo, que parecen completamente formados desde el principio, una rara casta que incluye a Marlowe, Blake, Rimbaud, Crane. Todos ellos apenas parecen haber evolucionado. Tamburlaine.
Primera parte, Esbozos poéticos, las Iluminaciones, Edificios blancos son ya obras cimeras. Pero al Shakespeare de las primeras farsas y de obras históricas como Tito Andrónico es sólo de lejos el profético autor de Hamlet, Otelo, El rey Lear y Macbeth. Al leer Romeo y Julieta y
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Antonio y Cleopatra seguidos, a veces me cuesta creer que el dramaturgo lírico de la primera alcanzara la magnificencia cosmológica de la segunda. ¿Cuándo comienza Shakespeare a ser Shakespeare? ¿Qué obras son canónicas? En 1592, cuando Shakespeare tenía veintiocho años, había escrito las tres partes de Enrique VI y su secuela, Ricardo III, así como La comedia de las equivocaciones, Tito Andrónico y La
fierecilla domada; Los dos hidalgos de Verona las escribe apenas un año después. Su primer logro absoluto es la asombrosa Trabajos de amor perdidos, posiblemente escrita en 1594. Marlowe, medio año mayor que Shakespeare, fue asesinado en una taberna el 30 de mayo de 1593, a los veintinueve años. En aquel momento, de haber muerto Shakespeare, éste apenas habría resistido la comparación con Marlowe. El judío de Malta, las dos partes de
Tamburlaine y Eduardo II, e incluso la fragmentaria El Doctor Fausto, son logros de mucho más alcance que todo lo escrito por Shakespeare antes de Trabajos de amor perdidos. Cinco años después de la muerte de Marlowe, Shakespeare había superado a su precursor y rival, y escrito la prodigiosa serie de Sueño de una noche de verano, El mercader de Venecia, y las dos partes de Enrique IV. Bottom, Shylock y Falstaff añaden al Faulconbridge de El rey Juan y al Mercutio de Romeo y Julieta un nuevo tipo de personaje escénico, a años luz del talento o los intereses de Marlowe. Estos cinco personajes, a pesar de la desaprobación de los formalistas, salen de sus respectivas obras para adentrarse en el espacio de lo que A. D. Nuttall llama «una nueva mimesis». En los trece o catorce años posteriores a la creación de Falstaff se nos ofrece una sucesión de personajes dignos de él: Rosalinda; Hamlet, Otelo, Yago, Edmundo, Macbeth, Cleopatra, Antonio, Coriolano, Timón, Imogen, Prospero, Caliban y muchos otros. En 1598 tiene lugar la confirmación de Shakespeare, y Falstaff es el ángel de esa confirmación. Ningún otro escritor ha tenido nunca tantos recursos lingüísticos como Shakespeare, tan profusos en
Trabajos de amor perdidos que tenemos la impresión de que, de una vez por todas, se han alcanzado muchos de los límites del lenguaje. Sin embargo, la mayor originalidad de Shakespeare reside en la representación del personaje: Bottom es un melancólico triunfo; Shylock, un problema permanentemente equívoco para todos nosotros; pero Sir John Falstaff es tan original y arrollador que con él Shakespeare da un giro de ciento ochenta grados a lo que es crear a un hombre por medio de las palabras. Con Falstaff, Shakespeare contrae una única y verdadera deuda literaria, y ciertamente no con Marlowe, ni con el Vicio de las obras morales medievales, ni con el soldado fanfarrón de
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la comedia clásica, sino con el precursor más auténtico, porque es el más interiorizado, de Shakespeare, el Chaucer de los Cuentos de Canterbury. Hay un vínculo tenue pero vibrante entre Falstaff y la igualmente escandalosa Alys, la Comadre de Bath, mucho más digna de retozar con Sir John que Doll Tearsheet o Mistress Quickly. La Comadre de Bath se ha cepillado a cinco maridos, ¿pero quién podría cepillarse a Falstaff? Los eruditos han observado las curiosas semi alusiones a Chaucer que Falstaff ejemplifica: también Sir John, al principio, es visto de camino a Canterbury, y tanto él como Alys juegan irónicamente con el primer versículo de la Primera Epístola a los Corintios, cuando San Pablo insta a los creyentes en Cristo a aferrarse con fuerza a su vocación. La Comadre de Bath proclama su vocación para el matrimonio: «Yo perseveraré en el estado para el que Dios me ha llamado; no soy muy melindrosa». Falstaff la emula al defender su profesión de salteador de caminos: «Bueno, Hal, no es ningún pecado que un hombre se dedique a su vocación». Los dos, grandes vitalistasironistas, predican una arrolladora inmanencia, una justificación de la vida por la vida, aquí y ahora. Los dos son feroces individualistas y hedonistas, y se unen a la hora de rechazar los tópicos de la moralidad anticipando el gran Proverbio del Infierno de Blake: «Una misma ley para el león y para el buey es opresión». Leones de pasión, y sin duda de intenso solipsismo, ofenden sólo a los virtuosos, tal como dice Falstaff de los que se rebelan contra Enrique IV. Lo que Sir John y Alys nos dan es una lección de rabiosa inteligencia, mitigada por un ingenio desbocado. La frase de Falstaff, «no sólo soy ingenioso, también la causa de que los demás lo sean», halla eco en la Comadre, cuya subversión de la autoridad masculina se lleva a cabo tanto verbal como sexualmente. Talbot Donaldson, en El cisne y el poza: Shakespeare lee a Chaucer, percibe el asombroso paralelismo entre estos dos impenitentes autores de soliloquios y monólogos, una cualidad que comparten con don Quijote, inmersos como niños en el universo del juego: «La Comadre nos dice que su intención es sólo jugar, y quizá casi siempre podamos decir lo mismo de Falstaff. Pero al igual que ocurre con la Comadre, a veces no estamos seguros de donde comienza o acaba el juego». No, no estamos seguros, pero Alys y Sir John si lo están. Falstaff podría decir con ella «que yo he tenido mi mundo y mi momento», pero él es un personaje más conseguido incluso que la Comadre, pues Shakespeare prescindió de lo que podía ser una redundancia. El fructífero secreto de la representación en Chaucer, que convierte a la Comadre de Bath en precursora de Falstaff, y al Bulero en el predecesor fundamental de Yago y Edmundo, relaciona el universo del juego tanto con el personaje como con el lenguaje. Se nos muestra a Alys y al Bulero oyéndose a sí mismos por casualidad y abandonando, respectivamente, el universo del juego y del engaño a
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causa de ese haberse oído por casualidad. Astutamente, Shakespeare captó la idea, y desde Falstaff en adelante aplicó el efecto de ese escucharse casualmente a uno mismo a todos sus grandes personajes, y particularmente a su capacidad de cambio. Ahí localizaría yo la clave de que Shakespeare sea el centro del canon. Al igual que Dante sobrepasa a todos los demás escritores, anteriores o posteriores, en el hecho de poner de relieve la inmutabilidad definitiva de cada uno de nosotros, la posición fija que debemos ocupar en la eternidad, de igual modo Shakespeare sobrepasa a todos los demás al evidenciar una psicología de la mutabilidad. Eso es sólo parte del esplendor de Shakespeare; no sólo supera a todos sus rivales, sino que inventa la descripción del cambio interior basándose en la facultad de los personajes de oírse casualmente a sí mismos, y sólo precisa de ese apunte de Chaucer para llevar a cabo una de las más extraordinarias innovaciones literarias. Se puede conjeturar que Shakespeare, que sin duda había leído a Chaucer a fondo, tenía en mente a la Comadre de Bath en el extraordinario momento de la invención de Falstaff. Hamlet, el personaje señero de entre todos los que se oyen casualmente a sí mismos de toda la literatura, en realidad no es a sí mismo a quien dirige sus palabras, y lo mismo ocurría con Falstaff. Hoy en día, todos vamos por ahí hablando solos sin parar, escuchando casualmente lo que decimos, y a continuación reflexionando y actuando según lo que hemos aprendido. No se trata tanto del diálogo de la mente consigo misma, ni de un reflejo de la guerra civil de la psique, como de la reacción de la vida a aquello en que la literatura se ha convertido. Shakespeare, desde Falstaff en adelante, añade a la función de la escritura de imaginación, que era enseñarnos a hablar con los demás, la ahora dominante, aunque más melancólica, lección poética: cómo hablar con nosotros mismos. Falstaff, en el maravilloso curso de sus cuitas escénicas, ha hecho hablar a los moralistas. Algunos de sus críticos más agudos y especuladores han sido particularmente desagradables; entre sus epítetos se han incluido: «parásito», «cobarde», «fanfarrón», «corruptor», «seductor» y otros mucho más inmediatos: «glotón», «borracho» y «putero». Mi juicio favorito es el de George Bernard Shaw: «un desdichado, descerebrado y desagradable anciano», una reacción que generosamente atribuyo a que Shaw comprendía en secreto que no podía competir con Falstaff en ingenio, y que tampoco podía preferir su mente a la de Shakespeare como afirmaba con tanta frecuencia, seguridad y confianza. Shaw, al igual que todos nosotros, no podía hacer frente a Shakespeare sin comprender una idea contradictoria en sí misma, el reconocimiento de una extrañeza y una familiaridad simultáneas.
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Me adentré de nuevo en Shakespeare tras haber escrito sobre los poetas románticos y modernos y meditado acerca de los temas de la influencia y la originalidad, lo que me llevó a experimentar la conmoción de la diferencia, una diferencia cualitativa y cuantitativa que pertenece únicamente a Shakespeare. Esta diferencia tiene poco que ver con el teatro como tal. Una mala puesta en escena de Shakespeare, dirigida sin talento, e interpretada por actores incapaces de decir el verso, también difiere cualitativa y cuantitativamente de las buenas o malas puestas en escena de Ibsen o Molière. Existe la conmoción de un arte verbal más grandioso y definitivo que ningún otro, tan convincente que no parece arte en absoluto, sino algo que siempre ha estado ahí. Podemos afirmarlo sin vacilar: Shakespeare es el canon. Él impone el modelo y los límites de la literatura. Pero ¿dónde están sus límites? ¿Podemos encontrar en él algún rasgo de ceguera, alguna represión, un fallo en su imaginación o pensamiento? En Dante, probablemente su rival más próximo, no podemos encontrar límites poéticos, pero ciertamente se pueden descubrir circunferencias humanas. Otros poetas, anteriores y contemporáneos a él, no mueven a Dante a arrebatos de generosidad. La divina comedia está atestada de poetas, y a cada cual se le pone en su lugar, precisamente donde Dante quiere que esté. Extrañamente ausente, teniendo en cuenta quién era, se halla Guido Cavalcanti, el mejor amigo de Dante en su juventud, pero desterrado de Florencia por Dante en un irónico preludio a su propio exilio. El padre y el suegro de Cavalcanti —su suegro era el formidable Farinata— aparecen vívidamente en el Infierno, donde el padre expresa su pesar porque sea Dante, y no su hijo Guido, quien se haya hecho con el honor de ser el peregrino de la eternidad. En el Purgatorio II, Dante insinúa que él mismo ha ocupado el lugar de Guido como «gloria de nuestra lengua», El Guido Cavalcanti de Shakespeare es aproximadamente una mezcla de Christopher Marlowe y Ben Jonson. En su comedia terrenal, Shakespeare no podía retratarlos directamente, pero como no soy un erudito en Shakespeare no tengo por qué inhibirme en conjeturar que el Malvolio de Noche de reyes es una sátira de algunas actitudes morales Jonsonianas, y que el Edmundo de El rey Lear es una visión nihilista basada en aspectos no sólo de los héroes de Marlowe, sino en el propio Marlowe. Ninguna de las dos figuras carece de atractivo; Malvolioes una víctima cómica en Noche de reyes, y aun con todo tenemos la impresión de que se ha equivocado de obra. En cualquier otro lugar, prosperaría y conservaría su dignidad y autoestima. Edmundo está donde le corresponde, es un Yago que supera a Yago en el abismo del cosmos en ruinas de Lear. Tienes que ser Gonerila o Regania para amarle, pero cualquiera de nosotros podría
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encontrarle peligrosamente simpático, carente de hipocresía, capaz de asumir su responsabilidad y la nuestra de ser aquello en que nos convertimos, por poco que nos guste. Edmundo posee vigor, un ingenio prodigioso y un gran intelecto; su júbilo es glacial, y su euforia alimenta las huestes de la muerte. No posee ningún afecto cálido, y puede que sea una de las primeras figuras de la literatura que manifiesta las cualidades de nihilistas dostoievskianos tales como Svidrigáilov en Crimen y Castigo y Stavroguin en Los demonios. Edmundo es un inmenso avance desde el Barrabas de El judío de Malta, y lleva al Maquiavelo marlowiano a una nueva sublimidad, siendo al mismo tiempo un irónico tributo a Marlowe y una triunfal superación de su antecesor. Al igual que Malvolio, Edmundo es un tributo equívoco, aunque, en última instancia, un testimonio de la generosidad de Shakespeare, por bien que irónica. Conocemos muy pocos hechos de la vida interior de Shakespeare, pero si se dedican muchos años a leerlo incesantemente, se comienza a ver lo que no era. Calderón es un dramaturgo religioso, y George Herbert un poeta devoto; Shakespeare no es ninguna de las dos cosas, Marlowe el nihilista manifiesta una sensibilidad religiosa, y El Doctor Fausto puede leerse en contradicción con las intenciones de su autor. Las tragedias más sombrías de Shakespeare, Lear y Macbeth, no ceden a la cristianización, ni tampoco las grandes obras equivocas,
Hamlet y Medida por medida. Northrop Frye consideraba que El mercader de Venecia tenía que leerse como una ejemplificación seria de un argumento cristiano, la misericordia del Nuevo
Testamento en oposición al Antiguo, que insiste en que cada cual obtenga el pago de sus deudas y ejerza su venganza. El judío de El mercader de Venecia, Shylock, se presenta como un villano cómico, pues es evidente que Shakespeare compartía el antisemitismo de su tiempo; pero yo no veo en la obra la alegoría teológica de que habla Frye. Es Antonio, cuya verdadera naturaleza cristiana queda demostrada al escupir y maldecir a Shylock, quien propone que la supervivencia del judío incluya la condición de que se convierta inmediatamente en cristiano, una conversión forzada en la que Shylock consiente de modo bastante inverosímil. La sugerencia de Antonio es una invención de Shakespeare, y no parte de la tradición de la «libra de carne». Sea cual sea la interpretación que se quiera dar al episodio, incluso yo vacilo en denominarlo argumento cristiano. Aun en sus momentos moralmente más discutibles, Shakespeare enseguida frustra nuestras expectativas, y sin embargo jamás renuncia a su universalidad, que claramente tiene sus aspectos peligrosos.
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Una amiga que enseña en la Universidad Hebrea de Jerusalén, nacida en Bulgaria, me habló de una representación de La tempestad, en la versión búlgara de Petrov, a la que había asistido recientemente en Sofía. Se abordaba la obra como una farsa, y aunque a ella le había gustado el enfoque, el público no había quedado satisfecho, pues, decía, los búlgaros identifican a Shakespeare con lo clásico o lo canónico. Estudiantes y amigos me han contado el Shakespeare que han visto en japonés, ruso, español, indonesio e italiano, y la impresión general ha sido que el público de todo el mundo percibía que Shakespeare les representaba a ellos en escena. Dante ha sido el poeta de los poetas, del mismo modo que Shakespeare ha sido el poeta de la gente; los dos son universales, pero Dante no está hecho para los espectadores de gallinero. Soy consciente de que ninguna crítica cultural, ningún materialismo dialéctico, puede explicar el universalismo sin clases de Shakespeare ni el elitista de Dante. Ninguno de ellos es exactamente un accidente ni el producto de un eurocentrismo obstinado. Y no hay duda de que dicho universalismo se debe a su incomparable excelencia literaria, a una fuerza de pensamiento, caracterización y metáfora capaz de sobrevivir a la traducción y a la transposición y de obligar al lector a que le preste atención en casi todas las culturas. Dante era un poeta de tanta soberbia como Milton; los dos pretendían dejar a la posteridad una estructura profética que perviviera en el futuro. Shakespeare nos desconcierta con su aparente indiferencia hacia el destino póstumo de El rey Lear; poseemos dos textos bastante distintos de la obra, y unirlos en la amalgama que generalmente leemos y vemos representada no resulta muy satisfactorio. Las únicas obras de las que Shakespeare leyó pruebas y dio el visto bueno fueron Venus y Adonis y La Violación de Lucrecia, ninguna de ellas digna del poeta de los Sonetos, y mucho menos del autor de Lear, Hamlet, Otelo, Macbeth. ¿Cómo es posible que descuidara hasta ese punto la forma final de El rey Lear? Shakespeare es como la luna árabe de Wallace Stevens, que «esparce sus estrellas por el suelo», como si los dones de Shakespeare fueran tan profusos que pudiera permitirse tal descuido, La exuberancia e inspiración de Shakespeare es parte de lo que traspasa las barreras lingüísticas y culturales. No se puede confinar a Shakespeare en el Renacimiento inglés más de lo que se puede mantener a Falstaff dentro de los límites de las obras del ciclo de Enrique IV, o al príncipe de Dinamarca dentro de la acción de su obra. Shakespeare es al mundo de la literatura lo que Hamlet es al dominio imaginario del personaje literario: un espíritu que lo permea todo, que no puede ser confinado. Uno de los elementos que ciertamente más facilitan esa transferencia es su independencia de cualquier
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doctrina y de la moralidad simplista, aunque esa independencia ponía nervioso al Dr. Johnson e indignaba a Tolstói. Shakespeare es tan grandioso como la propia naturaleza, y a través de esa grandiosidad percibe la indiferencia de la naturaleza. En esa grandiosidad no hay nada verdaderamente importante que se circunscriba a la cultura o este confinado al género, Si uno lee y relee una y otra vez a Shakespeare, puede que no llegue a conocer ni su carácter ni su personalidad, pero ciertamente aprenderá a reconocer su temperamento, su sensibilidad y su percepción de las cosas. Los dogmas de la Escuela del Resentimiento obligan a sus miembros a considerar la supremacía estética, en particular en el caso de Shakespeare, como una prolongada conspiración cultural emprendida para proteger los intereses políticos y económicos de la Gran Bretaña mercantil desde el siglo XVIII hasta hoy. En la Norteamérica contemporánea, la polémica se desplaza a un Shakespeare utilizado como centro de poder eurocéntrico a fin de oponerse a las legítimas aspiraciones culturales de las diversas minorías, incluyendo a las feministas académicas, que no se puede decir que sean ahora una minoría. Uno comprende por qué Foucault se ha hecho tan popular entre los apóstoles del Resentimiento; reemplaza el canon con la metáfora que él denomina la biblioteca, que disuelve las jerarquías. Pero si no hay canon, entonces, en lugar de a Shakespeare, igual podríamos leer a John Webster, que siempre escribió a la sombra de aquél, una usurpación que habría dejado de piedra al propio Webster. Pero nadie puede usurpar el papel de Shakespeare, ni siquiera el puñado de dramaturgos, antiguos o modernos, que pueden leerse o representarse a favor o en contra de él. ¿Qué puede compararse a las cuatro grandes tragedias shakespearianas? Incluso Dante, tal como confesaba James Joyce, carece de la riqueza de Shakespeare, lo cual significa que las lecturas de Shakespeare son infinitas, pero también sugiere que las treinta y ocho obras de teatro y los sonetos forman una discontinua comedia terrena, mucho más vasta que la de Dante y reconfortantemente libre de la alegoría de los teólogos de Dante. La multiplicidad de Shakespeare supera con mucho la de Dante o Chaucer. El creador de Hamlet y Falstaff, Rosalinda y Cleopatra, Yago y Lear, difiere en cantidad y calidad. Si esa diferencia puede definirse, estaremos más cerca de comprender por qué, forzosamente, recentraba el canon, y por qué seguirá recentrándolo, por mucho que se altere a peor por motivos políticos. El primer poema publicado de Milton, escrito a los veinte y pocos años, fue impreso anónimamente como uno de los tributos que servían de prefacio al Segundo Folio de
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Shakespeare (1632). Hacía dieciséis años que Shakespeare había muerto, y aunque de ningún modo se había eclipsado, todavía no había sufrido la canonización que tuvo lugar a lo largo del siglo XVIII, desde Dryden, y a través de Pope y el Dr. Johnson, hasta las primeras fases del Romanticismo, un movimiento que deificó a Shakespeare. El joven Milton se refiere bastante posesivamente a su antecesor como «mi Shakespeare», le identifica como la musa masculina, «hijo querido de la Memoria», y sutilmente insinúa que Shakespeare, «gran heredero de la fama», formará, en cierto sentido, parte del propio legado de Milton. Milton estará entre aquellos que
Desde los cielos de tu nunca bien ponderado libro estas líneas délficas leen de emoción transidos, y ahora, de nuestra propia imaginación privados, haz que, contigo, mármol seamos con tu expresión excelsa. En 1632, «nunca bien ponderado» significaba «imponderable», pero eso solo no aclara la ambigüedad o ambivalencia de esas líneas. Milton y los demás lectores perspicaces se han convertido en el monumento a Shakespeare. Convertidos en mármol, y con una imaginación que no es ya la suya propia, se rinden al poder de la «expresión excelsa» shakespeariana. Pero también, con miltoniana astucia, se rinde Shakespeare. Milton anticipa a Borges al ofrecernos un Shakespeare que, al ser todos, no es nadie en sí mismo, tan anónimo como la naturaleza. Si los lectores y el público, al igual que tus personajes e intérpretes, se han convertido en tu obra, tu libro, entonces sólo vives en ellos. Artista de la naturaleza, Shakespeare se convierte en un don anónimo otorgado a Milton, un recurso tan suyo que hace que sea redundante citarle. Shakespeare es la fuerza de Milton, que él a su vez, generosamente, lega a Shakespeare, que fue antes que él pero que, de algún modo, también le sucederá. Aquí, en este inicio público, Milton proclama ya su final canónico como otro monumento sin tumba, que pervivirá en sus lectores. Shakespeare, sin embargo, había obtenido un amplísimo público, y entre este había gente capacitada para entenderle y otra que no lo estaba, mientras que Milton, con cierta aprensión, insinúa que su propio público, en comparación, estará capacitado para entenderle, aunque sea escaso. Inter canónico, el poema a Shakespeare sirve, en la práctica, para que Milton se canonice a sí mismo. En cierto sentido, «lo canónico» es siempre «lo intercanónico», puesto que el canon no sólo resulta de una contienda, sino que es en sí mismo una contienda en curso. El poder literario se alcanza a través de victorias parciales en dicha contienda, e incluso en el caso de un poeta
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de tanta fuerza como Milton queda claro que ese poder es agonístico, y que no puede ser enteramente sólo de Milton. Para mí, los casos radicales de lo que parece una autonomía más plena son Dante y, más aún, Shakespeare. En cierto modo, Dante tiene más fuerza que Milton, y su triunfo sobre todos sus rivales, antiguos y contemporáneos, es todavía más convincente que el triunfo de Milton, aun cuando sólo sea porque en este último siempre asoma Shakespeare. Dante influye en la manera en que leemos a Virgilio, y Shakespeare puede alterar seriamente nuestra aproximación a Milton. Pero Virgilio ejerce muy poca influencia sobre nuestra manera de entender a Dante, porque éste ha abolido al Virgilio epicúreo y real. Milton no puede ayudarnos en nuestros análisis de Shakespeare, pues la reducción que hace de Shakespeare al anonimato simplemente repite y distorsiona la propia táctica de Shakespeare de disolver su yo en su obra. Ese procedimiento shakespeariano, más potente que cualquier autocanonización manifiesta anterior o posterior a él, nos lleva de nuevo a la neutralidad de Shakespeare como centro canónico. Existe una firme tradición biográfica que afirma que William Shakespeare no era un hombre de carácter, en contraste con personalidades tan fuertes como Dante, Milton y Tolstói. Sus amigos y conocidos dejaron testimonio de una persona amigable y de apariencia bastante corriente: abierto, buen vecino, ingenioso, amable, campechano, alguien con quien podrías tomarte relajadamente una copa. Todos están de acuerdo en que era afable y modesto, aunque un tanto brusco cuando estaba en faena. De una manera verdaderamente borgiana, es como si el creador de docenas de personajes de primera categoría y de cientos de figuras secundarias a menudo llenas de vida no desperdiciara energía imaginativa en inventar una máscara para sí mismo. En el mismísimo centro del canon encontramos al menos engreído y agresivo de todos los escritores importantes que hemos conocido. Existe una relación inversa, que supera ligeramente nuestra capacidad analítica, entre la desvaída personalidad de Shakespeare y su extraordinario talento dramático. En su tiempo, sus dos casi rivales fueron hombres de extraordinaria vehemencia: el violento y fornido Ben Jonson y Christopher Marlowe, agente doble y un personaje fáustico y excesivo. Fueron grandes poetas, y ahora son tan famosos por su vida como por su obra. Shakespeare posee afinidades personales con el flemático Cervantes, pero éste, contra su voluntad, llevó una vida de acción desbordada y catastrófica desgracia. Aunque hay rasgos de carácter que Shakespeare comparte con Montaigne, la vida de retiro creativo de Montaigne estuvo salpicada de alta política y guerra civil. Quizá sea Molière el doble de Shakespeare en temperamento y genio cómico, pero Shakespeare era, profesionalmente, un actor menor, y
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Molière uno de gran talento, y, a pesar de su Don Juan, Molière evitó la tragedia, del mismo modo que Racine evitó la comedia. Shakespeare permanece, por tanto, extrañamente solitario entre los grandes escritores, a pesar de su evidente sociabilidad. Percibía más que ningún otro escritor, pensaba con más profundidad y originalidad que ningún otro, y dominaba el lenguaje más que ningún otro casi sin esfuerzo, incluyendo a Dante. El secreto de que Shakespeare sea el centro del canon reside, en parte, en su independencia; a pesar de todo el vocerío de los neohistoricistas y otros resentidos, Shakespeare está tan libre de ideología como sus inteligencias heroicas: Hamlet, Rosalinda, Falstaff. No tiene teología, ni metafísica, ni ética, y mucho menos las ideas políticas que le endilgan sus críticos actuales. Sus sonetos muestran que no pudo librarse del superego, contrariamente a Falstaff; apenas fue trascendente, contrariamente a Hamlet al final de la obra; apenas fue capaz de dominar todas las perspectivas importantes de su propia vida, contrariamente a Rosalinda. Pero puesto que los imaginó a todos ellos, podemos asumir que siempre supo cuáles eran los límites de su carácter. Resulta estimulante que no fuera como Nietzsche o el rey Lear, que se negara a enloquecer, aunque poseyera la imaginación de la locura, al igual que la de todo lo demás. Su sabiduría Se transmuta interminablemente en todos nuestros sabios, desde Goethe a Freud, aun cuando Shakespeare declinara proponerse como ejemplo de sabio En un texto memorable, Nietzsche nos dice que encontramos palabras sólo para lo que ya está muerto en nuestros corazones, de modo que siempre hay una suerte de desprecio en el acto de hablar. Es probable que supiera que estaba parafraseando tanto a Hamlet como al actor que hace de rey en Hamlet, al igual que Emerson probablemente sabía que se hacía eco de Lear cuando expresó la ley de la compensación como «Nada se obtiene de la nada». Kierkegaard también descubrió que era imposible no ser post shakespeariano, obsesionado como estaba por su inimitable precursor, el melancólico danés, cuya relación con Ofelia presagiaba la de Kierkegaard con Regina. «Grandes estragos hace de nuestras originalidades», fue comentario de Emerson acerca de Platón, pero el propio Emerson habría admitido que fue Shakespeare quien primero le enseñó que, en cuestiones de originalidad, cualquiera puede acabar causando estragos. El más ilustre resentido contra Shakespeare fue el conde León Nikolaievich Tolstói, uno de los ancestros no reconocidos de la Escuela del Resentimiento. Aquí le tenemos en
«Shakespeare y el teatro» (1906), un cáustico posfacio a su famoso ¿Qué es arte? (1898):
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El tema de las piezas de Shakespeare, como se ve por las manifestaciones de sus admiradores, es esa visión de la vida mezquina y vulgar que, despreciando al pueblo — por ejemplo, a la clase obrera—, considera que realmente existen unos amos del mundo que están por encima de los demás; dicha visión repudia no sólo todas las religiones, sino también todos los esfuerzos humanitarios dirigidos a mejorar el orden existente. El motivo oculto y fundamental de la fama de Shakespeare era y es éste: que sus obras… se correspondían con el esquema mental irreligioso e inmoral de las clases superiores de su época y de la nuestra. … habiéndose librado de este estado hipnótico, los hombres comprenderán que las triviales e inmorales obras de Shakespeare y sus imitadores, cuyo mero objetivo era el recreo y la diversión de los espectadores, no pueden representar de ningún modo una enseñanza de la vida, y que, mientras no exista un teatro verdaderamente religioso, la enseñanza de la vida debe buscarse en otras fuentes.
Gran parte del ensayo de Tolstói está dedicado a ridiculizar El rey Lear; una triste ironía, puesto que Tolstói, cuando llegó a la última estación de su cruz, se había convertido involuntariamente en un rey Lear. Un Resentido sutil no propondría a Bertolt Brecht como autor del verdadero teatro marxista, ni a Paul Claudel como autor del verdadero teatro cristiano, a fin de preferirlos a Shakespeare. Y aun así la protesta de Tolstói tiene la fuerza de su verdadero agravio moral y toda la autoridad de su propio esplendor estético. Resulta palpable que las palabras de Tolstói —al igual que todo su ¿Qué es arte? — son un desastre, lo cual suscita la pregunta de cómo un escritor tan grande podía estar tan equivocado. Desaprobándolos, Tolstói cita como idólatras de Shakespeare a una distinguida serie de autores entre los que se incluyen Goethe, Shelley, Víctor Hugo y Turguéniev. También podría haber añadido a Heggi, Stendhal, Pushkin, Manzoni, Helne, y a docenas de otros autores; de hecho, a casi todo escritor importante capaz de leer, con unas pocas y deshonrosas excepciones, como la de Voltaire. El aspecto menos interesante de la rebelión de Tolstói contra la estética es la envidia creativa. Existe una furia personal en el rechazo por parte de Tolstói de la eminencia que Shakespeare comparte con Homero, un compartimiento que él reservaba para su Guerra y paz. Mucho más interesante es la repugnancia espiritual de Tolstói hacia la tragedia inmoral e irreligiosa de El rey Lear. Prefiero dicha repugnancia a cualquier intento de cristianizar el teatro deliberadamente precristiano de Shakespeare, y Tolstói da bastante en el clavo al comprender que Shakespeare, como dramaturgo, ni es cristiano ni moralista.
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Recuerdo haber contemplado el cuadro de Tiziano que muestra el despellejamiento de Marsias por Apolo cuando fue exhibido en Washington D.C. Abrumado y sobrecogido, sólo pude asentir con la cabeza al comentario de mi acompañante, el pintor norteamericano Larry Day, de que el cuadro poseía algo de la intensidad y efecto que produce el acto final de El
rey Lear. Ese Tiziano estaba en San Petersburgo, y Tolstói pudo verlo; no recuerdo ningún comentario concreto, pero presumiblemente él también habría concebido la imagen de Tiziano de ese horror, de ese final prometido. ¿Qué es arte? desecha no sólo a Shakespeare, sino a Dante, Beethoven y Rafael. Si uno es Tolstói, quizá pueda prescindir de Shakespeare, pero a Tolstói le debemos el haber encontrado las verdaderas razones de la fuerza y el pecado de Shakespeare: la falta de límites religiosos y morales. Evidentemente, Tolstói no se refería a ello en un sentido tópico, puesto que la tragedia griega, Milton y Bach tampoco pasaron la prueba tolstoiana de simplicidad popular, que si fue superada por algunas obras de Victor Hugo y de Dickens, por Harriet Beccher Stowe, algún Dostoievski menor, y por el Adam Bede de George Eliot. Ésos eran ejemplos de arte cristiano y moral, aunque «el buen arte universal» resultó también aceptable en un curioso grupo secundario que incluía a Cervantes y Molière. Tolstói exige «la verdad», y el problema de Shakespeare, según la perspectiva tolstoiana, es que él no estaba interesado en la verdad. Dicha controversia nos lleva a la siguiente pregunta: ¿Es pertinente la queja de Tolstói? ¿Es el centro del canon occidental una pragmática exaltación de la mentira? George Bernard Shaw admiraba enormemente ¿Qué es arte?, y presumiblemente prefería El peregrino de
Bunyan a Shakespeare, de un modo parecido a la forma en que Tolstói situaba La cabaña del tío Tom por encima de El rey Lear. Pero este tipo de pensamiento nos resulta ahora penosamente familiar; uno de mis colegas más jóvenes me dijo que valoraba Meridian de Alice Walker por encima de El arco iris de la gravedad, de Thomas Pynchon, porque Pynchon mentía y Walker encarnaba la verdad. Cuando lo políticamente correcto reemplaza a lo religiosamente correcto, regresamos a la polémica de Tolstói en contra del arte difícil. Y Shakespeare, a pesar de que Tolstói se negara a verlo, es virtualmente único a la hora de producir un arte popular y difícil al mismo tiempo. Ahí, sospecho yo, está el verdadero pecado shakespeariano y la explicación definitiva de por qué y cómo Shakespeare centra el canon. Hasta el día de hoy, multiculturalmente, Shakespeare es capaz de mantener el interés de cualquier público, de clase alta o baja. Lo que le allanó el camino hacia el centro canónico fue una manera de representar universalmente asequible, a pesar de lo que puedan decir unos cuantos franceses.
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¿Era verdadera su manera de representar a los hombres y a las mujeres? ¿Es La cabaña del
tío Tom un libro más sincero que La divina comedia, signifique lo que signifique esta afirmación? Quizá Meridian de Alice Walker sea más sincero que El arco iris de la gravedad. Sin duda, el último Tolstói es más sincero que Shakespeare o que cualquier otro. La sinceridad no conduce directamente a la verdad, y la literatura de imaginación se sitúa en algún lugar entre la verdad y el sentido, un lugar que en una ocasión comparé a lo que los antiguos gnósticos denominaban el kenoma, la vacuidad cosmológica en la que erramos y lloramos, tal como escribió William Blake. Shakespeare nos ofrece una representación del kenoma (κένωμα) más convincente que cualquier otro, en particular cuando fija las coordenadas por donde van a discurrir El rey
Lear y Macbeth. Ahí, de nuevo, Shakespeare centra el canon, pues debemos esforzamos denodadamente por imaginar cualquier representación que no sea más convincente en Shakespeare que en cualquier otro, ya sea Homero, Dante o Tolstói. Retóricamente, Shakespeare no tiene parangón; no existe más impresionante panoplia de metáforas. Si se busca una verdad que desafíe la retórica, quizá habría que ponerse a estudiar economía política o análisis de sistemas y abandonar a Shakespeare a los estetas y al público de gallinero, que se aliaron para elevarle al primer lugar. Sigo dándole vueltas al misterio del genio de Shakespeare, perfectamente consciente de que las mismas palabras «el genio de Shakespeare» significan quedar completamente excluido de la Escuela del Resentimiento. Pero el problema de la idea La Muerte del Autor que propone Foucault es que simplemente altera los términos retóricos sin crear un nuevo método. Si «las energías sociales» escribieron El rey Lear y Hamlet, ¿por qué las energías sociales fueron más productivas en el hijo de un artesano de Stratford que en el fornido albañil Ben Jonson? El exasperado crítico neohistoricista o feminista posee una curiosa afinidad con las exasperaciones que aún añaden partidarios a la creencia de que Sir Francis Bacon o el conde de Oxford fueron los verdaderos autores de Lear. Sigmund Freud mantuvo hasta el día de su muerte que Moisés era egipcio y que Oxford escribió las obras de Shakespeare. El fundador de los Oxonienses, que respondía al maravilloso nombre de Looney, encontró un discípulo en el autor de La interpretación de los sueños y Tres ensayos sobre la teoría de la
sexualidad. De haberse unido Freud a la Sociedad de la Tierra Plana, no podríamos estar más desilusionados, aunque siempre se puede caer más bajo, y al menos podemos agradecer que Freud no escribiera más que unas pocas frases siguiendo la hipótesis de Looney.
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En cierto modo, resultó un gran alivio para Freud creer que su precursor, Shakespeare, no era un individuo normal y corriente de Stratford, sino un enigmático y poderoso noble. Y no era una cuestión sólo de esnobismo. Para Freud, igual que para Goethe, las obras de Shakespeare eran el centro laico de la cultura, la esperanza de una gloria racional en la raza humana que aún estaba por venir. Para Freud, era aún más que eso, En cierto sentido, Freud comprendió que Shakespeare había inventado el psicoanálisis al inventar la psique, hasta el punto de que él pudo reconocerla y describirla. Darse cuenta de ello no debió de ser agradable, pues subvertía la declaración de Freud de que «yo inventé el psicoanálisis, puesto que no tenía literatura». La venganza vino con la supuesta demostración de que Shakespeare era un impostor, lo cual satisfizo el resentimiento freudiano, aunque racionalmente eso no impidió que las obras de Shakespeare siguieran siendo un antecedente de Freud. Shakespeare había causado grandes estragos en la originalidad de Freud; ahora Shakespeare era desenmascarado y deshonrado. Podemos dar gracias por que Freud no escribiera Oxford y el shakespearianismo para acompañar en nuestras estanterías a Moisés y la religión monoteísta y los diversos clásicos del Shakespeare neo historicista, marxista y feminista, El Freud francés ya fue bastante estúpido; y ahora tenemos al Joyce francés, cosa difícil de tragar. Pero nada puede ser tan oximorónico como el Shakespeare francés, que es como habría que llamar al neo historicismo. El auténtico stratfordiano escribió treinta y ocho obras de teatro en veinticuatro años, y luego se fue a su casa a morir. A los cuarenta y nueve años escribió su última obra, Los dos nobles primos, dividiéndose el trabajo con John Fletcher. Tres años más tarde había muerto, cuando iba a cumplir cincuenta y dos años. El creador de Lear y Hamlet, tras una vida carente de acontecimientos, no tuvo una muerte muy sonada. No existen grandes biografías de Shakespeare, no porque no sepamos suficiente, sino porque no hay suficiente que saber. En nuestra época, entre los escritores de primer orden, sólo la vida de Wallace Stevens parece tan sosa en acontecimientos externos como la de Shakespeare. Sabemos que Stevens odiaba el impuesto progresivo y que Shakespeare se apresuró a entablar un pleito en Chancery para proteger sus inversiones en bienes raíces. Sabemos, más o menos, que ni el matrimonio de Stevens ni el de Shakespeare fueron particularmente apasionados, una vez pasada la luna de miel. A continuación nos esforzamos en conocer sus obras de teatro, o en conocer las intrincadas variaciones de Stevens acerca de sus meditativos éxtasis de percepción. Resulta muy satisfactorio para la imaginación verse obligado a volver a abordar una obra cuando no se entromete el torbellino del autor. Con Christopher Marlowe medito sobre el hombre, al que puedo estar dándole vueltas interminablemente, cosa que no ocurre con sus
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obras; con Rimbaud medito sobre ambas cosas, aunque el muchacho es aún más enigmático que su poesía. Stevens, el hombre, nos elude tan completamente que casi no vale la pena buscarle; Shakespeare, el hombre, apenas puede ser calificado ni de elusivo ni de nada. En sus obras nadie habla por él de un modo indiscutible; ni Hamlet, ni Próspero, ni, desde luego, el fantasma del padre de Hamlet, a quien se supone que interpretó. Ni siquiera sus más meticulosos eruditos son capaces de señalar los límites entre lo convencional y lo personal de sus sonetos. Al buscar comprender la obra o el hombre, siempre regresamos a la incontrovertible eminencia central de sus obras mayores, casi desde la época en que fueron puestas en escena por primera vez. Una manera de abordar la eminencia de la primacía de Shakespeare es negarla. Desde Dryden hasta el presente, resulta extraordinario observar cuán pocos han elegido ese camino. La novedad o pretendido escándalo del actual neohistoricismo se supone que reside en todas sus propuestas, pero de hecho se centra en este rechazo, generalmente implícito, aunque a veces abierto. Si las energías sociales (asumiendo que sean algo más que una metáfora historicista, cosa que dudo) del Renacimiento inglés consiguieron, de algún modo, escribir El
rey Lear, entonces podemos poner en duda la singularidad de Shakespeare. Es posible que, dentro de aproximadamente una generación, «la energía social» como autora de El rey Lear parezca tan iluminadora como la conjetura de que el conde de Oxford o Sir Francis Bacon escribieron la tragedia. El origen implícito de dichas teorías es en gran medida el mismo. Pero es tan fácil reducir a Shakespeare a este contexto, a cualquier contexto, como reducir a Dante a la Florencia e Italia de su tiempo. Nadie, ni aquí ni en Italia, va a alzar la voz para proclamar que Cavalcanti era el igual estético de Dante, y sería igualmente vano proponer a Ben Jonson o a Christopher Marlowe como verdaderos rivales de Shakespeare. Jonson y Marlowe, de maneras muy distintas, fueron grandes poetas y, a veces, extraordinarios dramaturgos, pero el lector o el intérprete se adentra en un arte de orden muy distinto al enfrentarse a El rey Lear. ¿Cuál es la cualidad shakespeariana que hace que sólo Dante, Cervantes, Tolstói y pocos más alcancen la categoría de compañeros estéticos del autor de Hamlet? Plantear la pregunta es emprender una búsqueda que constituye el fin último de los estudios literarios: encontrar una especie de valor que trascienda los prejuicios y necesidades concretos de las sociedades en cada punto fijo del tiempo. Tal búsqueda es una ilusión, según todas las ideologías actuales; pero el propósito de este libro es, en parte, combatir la política cultural, tanto de derechas como de izquierdas, que destruye la crítica y que, por consiguiente, puede llegar a
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destruir la literatura misma. Existe una sustancia en la obra de Shakespeare que prevalece y que ha demostrado ser multicultural, tan universalmente percibida en todos los idiomas como para haber fundado, en la práctica, un multiculturalismo en toda la tierra, un multiculturalismo que ya sobrepasa con mucho nuestros tanteos politizados hacia tal ideal. Shakespeare es el centro de un embrión del canon mundial, ni occidental ni oriental, y cada vez menos eurocéntrico; y de nuevo me remito a la gran pregunta: ¿Cuál es la singular excelencia de Shakespeare, su diferencia cualitativa y cuantitativa con los demás escritores? El dominio del lenguaje de Shakespeare, aunque abrumador, no es único, y es susceptible de imitación. La poesía escrita en inglés se vuelve shakespeariana con la suficiente frecuencia como para dar fe del poder contaminador de su elevada retórica. La peculiar magnificencia de Shakespeare reside en su capacidad de representación del carácter y personalidad humanas y sus mudanzas. El elogio canónico de dicha magnificencia fue inaugurado por el prefacio de Samuel Johnson al Shakespeare de 1765, y resulta al mismo tiempo revelador y engañoso: «Shakespeare es, por encima de todos los escritores, al menos de todos los escritores modernos, el poeta de la naturaleza, el poeta que sostiene ante sus lectores un fiel espejo de las costumbres y de la vida». Johnson, en su tributo a Shakespeare, se hace eco del elogio de Hamlet a los actores. Contra sus palabras, podemos citar las de Oscar Wilde: «Hamlet pronuncia deliberadamente ese desafortunado aforismo que afirma que el arte es el espejo de la Naturaleza para convencer a los espectadores de su total desatino en cuestiones artísticas». De hecho, Hamlet estaba hablando de los actores como de un espejo puesto ante la naturaleza, pero Johnson y Wilde identificaron a los actores con el poeta dramaturgo. La «natutaleza» de Wilde era un agente inhibidor que en vano intentaba echar a perder el arte, mientras que Johnson veía la «naturaleza» como un principio de realidad, que sumergía lo particular en lo general, la «progenie de la humanidad corriente». Shakespeare, más sabio que estos críticos verdaderamente sabios, veía la «naturaleza» como puntos de vista en conflicto, los de Lear y Edmundo en la más sublime de las tragedias, de Hamlet y Claudio en otra, de Otelo y Yago en otra. No se puede sostener un espejo ante ninguna de esas naturalezas, ni llegar a convencerse a uno mismo de que su sentido de la realidad es más amplio que el de la tragedia de Shakespeare. No existen obras literarias que superen las de Shakespeare a la hora de recordarnos que nada se parece tanto a una obra de teatro como otra obra de teatro, mientras que al mismo tiempo proclaman que una idea trágica no sólo se parece a otra idea
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trágica (aunque bien pudiera ser) sino también a una persona, o a un cambio en una persona, o a la forma definitiva del cambio personal, que es la muerte. El significado de una palabra es siempre otra palabra, pues las palabras se parecen más a otras palabras que a las personas o las cosas, pero Shakespeare insinúa a menudo que las palabras se parecen más a las personas que a las cosas. La representación shakespeariana del personaje posee una riqueza sobrenatural porque ningún otro escritor, antes o después, nos ofrece una ilusión tan intensa de que cada personaje habla con una voz diferente de los demás. Johnson, al observar este rasgo, lo atribuyó a la manera tan exacta en que Shakespeare retrata la naturaleza en general, pero Shakespeare podría haber sentido el impulso de cuestionar la realidad de tal naturaleza. Su misteriosa habilidad para presentar voces de seres imaginarios distintos, consistentes y de apariencia real, emerge de una sensación de realidad que no ha vuelto a tener parangón en la literatura. Cuando intentamos aislar la conciencia de Shakespeare de la realidad (o de la versión de la realidad de sus obras, si se prefiere), es probable que eso nos deje bastante perplejos. Cuando te enfrentas a La divina comedia, la extrañeza del poema te choca, pero el teatro shakespeariano parece al mismo tiempo completamente familiar y también demasiado rico como para asimilarlo todo a la primera. Dante interpreta a los personajes por ti; si eres incapaz de aceptar sus juicios, el poema te abandona. Shakespeare abre de tal modo sus personajes a múltiples perspectivas que se convierten en instrumentos analíticos para juzgarte. Si eres un moralista, Falstaff te ofende, si eres un anticuado, Rosalinda te descubre; si eres dogmático, Hamlet se te escapará siempre. Y si eres de los que les gusta explicarlo todo, los grandes villanos de Shakespeare te desesperarán. Yago, Edmundo y Macbeth no carecen de razones; les sobran razones, pero casi todas se las imaginan o se las inventan ellos mismos. Igual que los grandes ingeniosos —Falstaff, Rosalinda, Hamlet—, estos monstruos de malevolencia son artistas del yo, o libres artistas de sí mismos, tal como señaló Hegel. A Hamlet, el más fecundo de entre ellos, Shakespeare lo dotó de algo muy parecido a una conciencia de autor, aunque no fuera la del propio Shakespeare. Interpretar a Hamlet se convierte en algo tan difícil como interpretar a creadores de aforismos de la altura de Emerson, Nietzsche y Kierkegaard. «Vivieron y escribieron», desearíamos decir, pero Shakespeare encontró una manera de darnos a Hamlet, quien escribió esos añadidos que convirtieron El asesinato de Gonzago en La ratonera. El más asombroso de los logros de Shakespeare consiste en haber sugerido más contextos para explicarnos a nosotros de los que nosotros somos capaces de proponer para explicar a sus personajes
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Para muchos lectores, los límites del arte humano se alcanzan en El rey Lear, que, junto con Hamlet, parece ser la cota máxima del canon shakespeariano. Mi preferencia personal se inclina por Macbeth: nunca soy capaz de superar mi conmoción ante la implacable economía de la obra, su manera de hacer que cada monólogo, cada frase, tenga importancia. Sin embargo, Macbeth tiene un solo personaje inmenso, e incluso Hamlet está tan dominada por su héroe que todas las demás figuras menores quedan cegadas (igual que nosotros) por su insuperable resplandor. El poder de individualización de Shakespeare es más intenso en El
rey Lear, y, por extraño que parezca, en Medida por medida, dos obras en las que no hay personajes secundarios. Lear es el centro de los centros de la excelencia canónica, al igual que algunos cantos del Infierno o del Purgatorio o algunas narraciones tolstoianas, como Hadji Murad. Aquí, como en ninguna otra parte, las llamas de la invención arrasan todo contexto y nos ofrecen la posibilidad de lo que podríamos denominar un valor estético primigenio, libre de la historia y la ideología y al acceso de cualquiera que posea la suficiente cultura para leerlo y comprenderlo. Los partidarios del Resentimiento podrían recalcar que sólo una élite puede alcanzar dicha cultura. Cada vez es más difícil leer a fondo conforme este siglo envejece, y eso es algo que, muy a nuestro pesar, no podemos negar. Ya sea a causa de los medios de comunicación o de otras distracciones de la Edad Caótica, incluso la élite, en su faceta lectora, tiende a perder concentración. Es posible que la lectura atenta no haya terminado con mi generación, pero ciertamente ha quedado eclipsada en la generación siguiente. ¿Tiene eso algo que ver con que yo no tuviera televisión hasta que estuve a punto de cumplir los cuarenta? No puedo estar seguro, aunque a veces me pregunto si el hecho de que la crítica prefiera el contexto por encima del texto no es reflejo de una generación que no tiene paciencia para hacer una lectura profunda. La tragedia de Lear y Cordelia puede transmitirse incluso a espectadores teatrales o lectores superficiales, porque la extrañeza de Shakespeare distraerá casi todos los niveles de atención. Pero adecuadamente escenificada, convenientemente leída, no existirá ninguna inteligencia que sea capaz de responder a todas sus exigencias. Es muy conocido el hecho de que el Dr. Johnson era incapaz de soportar la muerte de Cordelia: «Hace muchos años quedé tan afectado por la muerte de Cordelia que no sabía si podría soportar volver a leer las últimas escenas de la obra hasta que tuve que revisarlas como editor».
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Tal como expresa Johnson, una terrible desolación inunda la escena final de la tragedia del rey Lear, un efecto que sobrepasa cualquier escena parecida, ya sea en Shakespeare o en cualquier otro escritor. Quizá Johnson tomó la muerte de Cordelia por una sinécdoque de esa desolación, de la visión del anciano rey, a quien su aflicción ha llevado a la locura, al entrar con Cordelia muerta en sus brazos. Como espectáculo, posee la fuerza de una imagen que invierte todas las expectativas naturales, y es famosa la lectura equivocada que hizo Freud en «El tema de la elección de un cofrecillo» (1913): Lear aparece trayendo en brazos el cadáver de Cordelia. Cordelia es la muerte. Si invertimos la situación, se nos hace en el acto comprensible y familiar. Es la diosa de la Muerte, que lleva en sus brazos al héroe muerto en el combate, como la valquiria de la mitología germana. La eterna sabiduría, bajo las vestiduras del hombre primitivo, aconseja al anciano que renuncie al amor y elija la muerte, reconciliándose con la necesidad de morir. [Traducción de Luis López-Ballesteros y de Torres].
A sus cincuenta y siete años, a Freud aún le quedaban veintiséis por vivir, aunque no podía hablar del «héroe» sin adjudicarse el papel a sí mismo. Renunciar al amor, elegir la muerte y reconciliarse con la necesidad de morir es más propio del príncipe Hamlet, pero no encaja con el rey Lear. Los reyes son duros de pelar, en Shakespeare y en la vida real, y Lear es la más grande representación de un rey. Su precursor no es un monarca literario, sino el modelo de todos los gobernantes: Yahvé, el Señor, a no ser que se prefiera considerar a Yahvé un personaje literario que Shakespeare encontró en la Biblia de Ginebra. El Yahvé de J, que domina el fragmento primordial del Génesis, Éxodo y Números, es tan irascible y a veces tan loco como Lear. Lear, imagen de la autoridad paterna, no es el favorito de la crítica feminista, que fácilmente le tilda de arquetipo de la coacción patriarcal. Lo que no pueden perdonar es su poder, aunque esté en declive, pues lo interpretan como la unión de dios, rey y padre en un temperamento impaciente. Lo que ellas rechazan es algo que queda implícito en la obra: Lear no es sólo temido y venerado por todos los personajes que están del lado del bien, es positivamente amado por Cordelia, el Bufón, Gloucester, Eduardo, Kent, Albany y, evidentemente, su pueblo en general. Le debe gran parte de su personalidad a Yahvé, pero es considerablemente más benigno. Su principal defecto en relación con Cordelia es un amor excesivo que exige ser correspondido con un amor también excesivo De entre el amplio espectro de personajes de Shakespeare, Lear es el más apasionado, una cualidad quizá atractiva en sí misma, pero que no casa ni con su edad ni con su posición.
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Ni siquiera las interpretaciones más resentidas de Lear, que desmitifican la supuesta capacidad del rey para la misericordia social, abordan su apasionada intensidad, una cualidad compartida por sus hijas, Gonerila y Regania, que carecen de su confuso impulso amoroso. Son lo que su padre habría sido de no haber poseído las cualidades de su hija Cordelia. Shakespeare no realiza ningún intento explícito de justificar la diferencia entre Cordelia y sus hermanas, o el contraste igualmente asombroso entre Eduardo y Edmundo. Pero, con mano maestra, otorga tanto a Cordelia como a Eduardo una obstinación que es mucho mayor que su reticencia compartida. En estos dos personajes verdaderamente cariñosos hay algo que no casa, una terquedad, una fuerza cuyo estribillo es la obstinación. Cordelia, que conoce bien a su padre y a sus hermanas, podía haber prevenido la tragedia con un toque inicial de diplomacia, pero no lo hace. Eduardo adopta un disfraz de mortificación mucho más bajo y degradado de lo estrictamente necesario, y mantiene todos sus disfraces aun cuando podría haberlos desechado mucho antes. Su negativa a descubrir su identidad ante Gloucester hasta justo el momento en que anónimamente da un paso al frente para matar a Edmundo es tan curioso como el rechazo de Shakespeare a dramatizar la escena en que padre e hijo revelan sus identidades y se reconcilian. Oímos la narración que hace Eduardo de la escena, pero se nos niega la escena misma. Quizá percibimos que Eduardo es el representante personal de Shakespeare en la obra, en contraste con el marlowiano Edmundo. Edmundo es un genio, tan brillante como Yago, pero más frío, la figura más fría de todo Shakespeare. Existe una antítesis entre Edmundo y Lear que yo localizaría como una de las fuentes del incomparable poder estético de la obra, Hay algo intrínsecamente shakespeariano en esta antítesis, algo que al corazón del lector Q del espectador se le escapa y que hace que la obra sea incapaz da bendecirnos, ni a nosotros ni a ella misma. En el centro de la obra literaria de más fuerza con que nunca me he encontrado existe un terrible y deliberado hueco, un vacío cosmológico al que somos arrojados. Una lectura perceptiva de La tragedia del rey Lear nos deja con una sensación de haber sido arrojados hacia afuera y hacia abajo, hasta más allá de todos los valores, despojados de todo. El final de El rey Lear rehúye la trascendencia, contrariamente a Hamlet, donde parece asomar cuando muere el protagonista. La muerte de Lear es para él una liberación, pero no para los supervivientes: Eduardo, Albany, Kent. Y tampoco para nosotros hay liberación. Lear ha encarnado demasiadas cosas como para que su manera de morir sea aceptable para sus súbditos, y hemos compartido hasta tal extremo los sufrimientos de Lear que no podemos aceptar la «reconciliación con la muerte» de Freud. Quizá Shakespeare mantuvo la muerte de Gloucester fuera de escena para que el contraste entre el agonizante Lear y el agonizante
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Edmundo conservara toda su intensidad. Edmundo, al intentar revocar su orden de dar muerte a Cordelia y Lear, realiza un supremo esfuerzo para evitar una muerte absurda. Llega demasiado tarde, y ni nosotros ni Edmundo sabemos que pensar de él cuando lo sacan del escenario para morir. La grandeza de la obra tiene muchísimo que ver con la patriarcal grandeza de Lear, un aspecto humano seriamente devaluado en esta época sometida a la crítica del feminismo, el marxismo literario y las diversas escuelas importadas de Paris para la cruzada antiburguesa. Shakespeare es demasiado astuto, sin embargo, para comprometer su arte con las ideas políticas patriarcales, con el cristianismo, o incluso con el absolutismo de su protector, el rey Jaime I, y el resentimiento que feministas, marxistas y demás experimentan hacia Lear se basa, en su mayor parte, en motivos de escasa relevancia. El perplejo y anciano rey toma firme partido por la naturaleza, una naturaleza por completo distinta de la que invoca como diosa el nihilista Edmundo. En esta inmensa obra, Lear y Edmundo no intercambian ni una sola palabra, aunque aparecen juntos en dos escenas importantes. ¿Qué podrían decirse, cuál es el posible diálogo entre el personaje más apasionado de Shakespeare y el más frío, entre uno que todo se lo toma muy a pecho y otro que carece totalmente de escrúpulos? De acuerdo con la idea que Lear tiene de la naturaleza, Gonerila y Regania son brujas desnaturalizadas, monstruos de las profundidades, y no hay duda de que lo son. Según la idea
que
tiene
Edmundo
de
la
naturaleza,
sus
dos
demoníacas
amantes
son
extraordinariamente naturales. El teatro de Shakespeare no nos permite un término medio. Rechazar a Lear no es una opción estética, por muy en contra que se esté de sus excesos y su extraordinario poder. Aquí Shakespeare se pone de parte de J, cuyo Yahvé demasiado humano posee una fuerza desmesurada que, sin embargo, no podemos eludir. Si queremos una naturaleza humana que no se devore a sí misma, hemos de volvernos hacia la autoridad de Lear, por imperfecta que sea y por muchas concesiones que haga en su dañino poder. Lear no puede curar, ni a sí mismo ni a nosotros, y no puede sobrevivir a Cordelia. Pero muy poca cosa en la obra puede sobrevivirle: Kent, que sólo desea reunirse con su amo en la muerte; Albany, que emula a Lear al abdicar; Eduardo, superviviente apocalíptico, que evidentemente habla en nombre de Shakespeare y del público al cerrar la obra:
El peso de esta triste época debemos obedecer, decir lo que sentimos, no lo que deberíamos decir: El más anciano es el que más ha soportado; nosotros, los jóvenes,
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jamás veremos tanto, ni viviremos tanto tiempo. Tanto la naturaleza como el estado están heridos de muerte, y los tres personajes supervivientes salen en una marcha fúnebre. Lo que más importa es la mutilación de la naturaleza, y nuestra idea de lo que es o no es natural en nuestras vidas. Tan apabullante es el efecto al final de la obra que todo parece ir en contra de sí mismo. ¿Por qué la muerte de Lear nos afecta simultáneamente de un modo tan intenso y ambivalente? En 1815, a la edad de sesenta y seis años, Goethe escribió un ensayo sobre Shakespeare en el que intentaba reconciliar sus propias actitudes contradictorias ante el mayor poeta occidental. Goethe había comenzado idolatrando a Shakespeare, pero luego había evolucionado hacia un supuesto «clasicismo» que no acababa de encontrar a Shakespeare del todo satisfactorio, y lo había corregido realizando una versión bastante austera de Romeo y Julieta. Aunque, en última instancia, Goethe se pronunciaba a favor de Shakespeare, el experimento es frustrante y esquivo. Contribuyó a asentar la soberanía de Shakespeare en Alemania, pero la ambivalencia de Goethe en relación con un genio poético y dramático superior al suyo le impidió proclamar con toda claridad el interés incomparable y permanente de Shakespeare. Posteriormente, fue Hegel quien, en las conferencias póstumamente publicadas con el título de La filosofía de las bellas artes, realizó una perspicaz aproximación a la representación del personaje shakespeariano, que todavía hemos de desarrollar si queremos llegar alguna vez a una crítica digna del autor. En esencia, Hegel intenta distinguir entre el tipo de personaje de Shakespeare y el de Sófocles y Racine, Lope de Vega y Calderón. El héroe trágico griego debe oponerse a un Poder más elevado y ético con una individualidad, una pasión ética, que se mezcla con aquello a lo que se enfrenta, pues ya forma parte de esa pasión superior. En Racine, Hegel encuentra un trazado de personajes bastante abstracto, en el que cada una de las pasiones está representada por una pura personificación, de modo que la oposición entre el individuo y ese Poder elevado tiende a ser abstracta. Hegel sitúa a Lope de Vega y a Calderón a un nivel un tanto superior, y aunque también ve en ellos un trazado de personajes bastante abstracto, reconoce en éstos cierta solidez y una sensación de personalidad, aun cuando resulten un tanto rígidos. No tiene a las tragedias alemanas en tan buena consideración: Goethe, a pesar de su temprano shakespearianismo, abandona la caracterización en favor de una exaltación de la pasión, y Schiller es rechazado por haber sustituido la realidad por la
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violencia. En contra de todos ellos, en una altura saludable, Hegel sitúa a Shakespeare, en el mejor pasaje crítico jamás escrito sobre la representación shakespeariana:
Cuanto más Shakespeare, en el infinito abrazo de su mundo escénico, procede a desarrollar los límites extremos del mal y la locura más concentra esos personajes en sus limitaciones. Al hacerlo así, sin embargo, les confiere inteligencia e imaginación; y por medio de la imagen en que ellos, en virtud de esa inteligencia, se contemplan a sí mismos objetivamente, como obra de arte, él les hace libres artistas de sí mismos, y es completamente capaz, mediante la absoluta virilidad y verdad de su caracterización, de despertar nuestro interés por unos criminales, al igual que por los más vulgares y mendaces palurdos y necios. (La cursiva es mía). Yago, Edmundo y Hamlet se contemplan objetivamente a sí mismos en imágenes forjadas por sus propias inteligencias, y se les otorga la capacidad para verse como personajes dramáticos y artífices estéticos. De este modo se les hace libres artistas de sí mismos, lo que significa que son libres para escribirse a sí mismos, para lograr cambios en su yo. Oyendo casualmente sus propios monólogos y sopesando sus reflexiones, cambian y a continuación contemplan esa otredad del yo, o la posibilidad de ser ese otro. Hegel vio lo que hay que ver al reflexionar sobre Shakespeare, pero el aforístico estilo académico de Hegel exige cierta glosa. Consideremos al bastardo Edmundo, el Maquiavelo marlowiano de la tragedia de Lear, como nuestro ejemplo hegeliano. Edmundo es el límite extremo de maldad, la primera representación absoluta de un nihilista que se permite la literatura occidental, y aún sigue siendo la más grande. Y de Edmundo, más incluso que de Yago, procederán los nihilistas de Melville y Dostoievski. Tal como dice Hegel, Edmundo sobresale tanto en imaginación como en intelecto; mucho más que Yago, casi podría rivalizar con el más grande de los antimaquiavelos, Hamlet. En virtud de su supremo intelecto — infinitamente fértil, rápido, frío y certero—, Edmundo proyecta una imagen de sí mismo como bastardo seguidor de la diosa Naturaleza, y por medio de esa imagen se contempla a sí mismo objetivamente como obra de arte. Igual hace Yago antes que él, pero Yago imagina emociones negativas y a continuación siente, incluso sufre, esas emociones. Edmundo es un artista de sí mismo más libre: no siente nada. Ya he apuntado que al héroe trágico, Lear, y al villano principal, Edmundo, no se les permite dirigirse el uno al otro ni un solo momento. Aparecen juntos en dos escenas cruciales, al
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principio y casi al Final, pero no tienen nada que decirse el uno al otro. De hecho, no pueden intercambiar ni una palabra, pues ninguno puede entablar conversación con el otro ni un solo instante. Lear es todo sentimiento, Edmundo carece de ellos. Cuando Lear brama de furia contra sus hijas «desnaturalizadas», Edmundo, a pesar de toda su inteligencia, no puede comprenderlo, puesto que, para Edmundo, su Comportamiento con Gloucester, al igual que el de Gonerila y Regania con Lear, es «natural». Edmundo, el más natural de los bastardos, se convierte inevitablemente en el objeto de las pasiones peligrosamente rapaces de Gonerila y Regania, y, aunque satisface a ambas, ninguna de las dos le conmueve en absoluto hasta que ve sus cadáveres en escena, en el mismo momento en que él yace agonizando lentamente a causa de la herida mortal infligida por su hermano Eduardo. Al contemplar la muerte de esos monstruos de las profundidades, Edmundo se enfrenta a la verdadera imagen de sí mismo, y eso le libera para convertirse en el artista absoluto de su yo: «A las dos me prometí; y ahora los tres ⁄ en un instante contraeremos matrimonio». El tono es estremecedoramente carente de afecto, la ironía casi incomparable, aunque Webster y otros dramaturgos de la época jacobita intentaron imitarla. La contemplación de Edmundo pasa de la ironía a una tonalidad que puedo experimentar pero apenas clasificar: «¡Con todo, Edmundo fue amado! ⁄ Por mi amor la una envenenó a la otra ⁄ y después se mató». Está hablando no tanto con Albany y Eduardo como consigo mismo, a fin de poderse oír casualmente. El lenguaje de Shakespeare transmite el desbordamiento del dolor del más sobresaliente de los villanos, pero sólo él lo siente, intensificando la imagen para aumentar la libertad artística que le permite forjar su yo. No oímos orgullo ni asombro, aunque existe cierta perplejidad ante esa idea de sentirse vinculado a alguien, aunque sea a esas dos terribles hermanas. Hazlitt, con quien comparto mi sobrecogido afecto por Edmundo, destacaba la estimulante falta de hipocresía del personaje. Aquí tampoco hay fingimiento ni simulación por parte de Edmundo. Él se oye a sí mismo, y la voluntad de cambio es su respuesta, que, comprende, va a ser una alteración moral positiva, aunque insista en que su propia naturaleza no está cambiando: «Doy las boqueadas. Algún bien quiero hacer, ⁄ a pesar de mi naturaleza». La ironía trágica de Shakespeare exige que esta inversión sea demasiado tardía para poder salvar a Cordelia. Y nos quedamos preguntándonos: ¿Por qué Shakespeare representa esta extraordinaria metamorfosis en Edmundo? Tenga o no respuesta dicha pregunta, consideremos el cambio en sí mismo, aun cuando Edmundo lleve a cabo sus planes convencido de que la Naturaleza es su diosa.
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¿En qué consiste, en que puede consistir, que a un personaje de ficción se le califique de «libre artista de sí mismo»? Se trata de un fenómeno que no he encontrado en la literatura occidental anterior a Shakespeare. Aquiles, Eneas, Dante el Peregrino, don Quijote, no cambian tras oír por causalidad lo que ellos mismos han dicho, y tampoco, mediante su propio intelecto e imaginación, dan un giro radical a su personalidad. Nuestra convicción, cándida pero estéticamente crucial, de que Edmundo, Hamlet, Falstaff y docenas de otros personajes puedan, digamos, levantarse y salir de sus obras, quizá en contra de los propios deseos de Shakespeare, está relacionada con el hecho de que sean libres artistas de sí mismos. Como ilusión teatral y literaria, como efecto del lenguaje metafórico, esta capacidad de Shakespeare no tiene parangón, aunque haya sido imitada universalmente durante casi cuatrocientos años. Esa capacidad no sería posible si no fuera por el soliloquio shakespeariano, prohibido a Racine por la doctrina crítica francesa, que no permitía al actor trágico dirigirse directamente a sí mismo o al público. Los dramaturgos del Siglo de Oro español, Lope de Vega en particular, modelan el soliloquio como un soneto, en una especie de triunfo barroco que va en contra de la interioridad. Y no se puede convertir a un personaje en un libre artista de sí mismo negando la interioridad de ese personaje. No se puede concebir a Shakespeare a la manera barroca, pero entonces la libertad trágica es más un oxímoron shakespeariano que una condición de las obras de Lope, Racine o Goethe. Uno comprende por qué Cervantes fracasó como escritor de teatro y triunfó como autor de
Don Quijote. Existe una afinidad hermética entre Cervantes y Shakespeare: ni don Quijote ni Sancho son libres artistas de sí mismos; se acomodan por completo al universo del juego. Es la singular fuerza de Shakespeare lo que, en héroes y villanos por igual, hace que sus protagonistas trágicos disuelvan las demarcaciones entre el universo de la naturaleza y el del juego. La peculiar autoridad de Hamlet, su convincente asunción de una voz de autor completamente propia, va más allá del hecho de que sea capaz de convertir El asesinato de
Gonzago en La ratonera. En cada momento, la mente de Hamlet es una obra dentro de la obra, porque Hamlet, más que ningún otro personaje de Shakespeare, es un libre artista de sí mismo. Su exaltación y su tormento surgen de igual modo de su continua meditación acerca de su propia imagen. Shakespeare es el centro del canon al menos en parte porque Hamlet lo es. La conciencia introspectiva, libre de contemplarse a sí misma, sigue siendo la más elitista de todas las imágenes occidentales, pero sin ella el canon no es posible, y, para expresarle sin rodeos, nosotros tampoco.
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Molière, nacido exactamente seis años antes de la muerte de Shakespeare, escribió y actuó en una Francia todavía no expuesta a la influencia de Shakespeare. En Francia, tras una serie de épocas de mejor y peor acogida, Shakespeare comenzó a tomarse como modelo hacia mediados del siglo XVIII, casi tres generaciones después de la muerte de Molière. Y aunque Shakespeare y Molière poseen una verdadera afinidad, es poco probable que Molière hubiera oído hablar alguna vez de Shakespeare. Les une el temperamento y el estar libres de toda ideología, aun cuando sus tradiciones formales de comedia sean distintas. Voltaire inicia en Francia la tradición de resistencia a Shakespeare en nombre del neoclasicismo y las tragedias de Racine. La tardía llegada del Romanticismo francés tuvo como consecuencia una poderosa influencia de Shakespeare sobre la literatura francesa, particularmente vital en Stendhal y Victor Hugo; y en el último tercio del siglo XIX casi toda la fobia hacia Shakespeare se había desvanecido. Aunque en la actualidad se representa en Francia con no menos frecuencia que Molière y Racine, básicamente ha habido un resurgir de la tradición cartesiana, y Francia conserva una cultura literaria relativamente shakespeariana. Resulta difícil sobrevalorar el continuo efecto de Shakespeare sobre los alemanes, incluso sobre Goethe, tan cuidadoso siempre con sus influencias. Manzoni, el principal novelista de la Italia del siglo XIX, es un escritor muy shakespeariano, como lo fue Leopardi. Y, a pesar de las furibundas polémicas de Tolstói y de sus ataques contra Shakespeare, su propia obra depende de la idea shakespeariana del personaje, tanto en sus dos grandes novelas como en su tardía obra maestra, la novela corta Hadji Murat. Es manifiesto que Dostoievski debe sus grandes nihilistas a sus precursores shakespearianos, Yago y Edmundo, mientras que Pushkin y Turguéniev se hallan entre los más atinados críticos de Shakespeare del siglo XIX. Ibsen se esforzó prodigiosamente en esquivar a Shakespeare, pero no lo consiguió, por suerte para él. Quizá todo lo que Peer Gynt y Hedda Gabler tengan en común sea su intensidad shakespeariana, su inspirada capacidad para cambiar oyéndose casualmente a sí mismos. España, hasta la época moderna, había tenido poca necesidad de Shakespeare. Las principales figuras del Siglo de Oro español —Cervantes, Lope de Vega, Calderón, Tirso de Molina, Fernando de Rojas, Góngora— aportaron a la literatura española una exuberancia barroca que ya era un tanto shakespeariana y romántica. El famoso ensayo de Ortega sobre Shylock y el libro de Madariaga sobre Hamlet son los primeros textos a tener en cuenta; ambos llegan a la conclusión de que la era de Shakespeare es también la era de España. Por desgracia, se ha perdido la obra Cardenio, en la que Shakespeare y Fletcher habían trabajado juntos traduciendo un relato de Cervantes para el público inglés; pero muchos críticos han
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advertido las afinidades entre Cervantes y Shakespeare, y uno de mis más permanentes deseos es que surja un dramaturgo de genio capaz de subir al mismo escenario a don Quijote, a Sancho y a Falstaff. La influencia de Shakespeare en nuestra Era Caótica no ha perdido vigencia, en particular sobre Joyce y Beckett. Tanto Ulises como Fin de partida son esencialmente representaciones shakespearianas, y cada una de ellas evoca a Shakespeare de una manera distinta. En el Renacimiento norteamericano, Shakespeare estuvo palmariamente presente en Moby Dick y en Hombres representativos de Emerson, aunque actuó con más sutileza sobre Hawthorne. Es imposible limitar la influencia de Shakespeare, pero no es esa influencia lo que hace que el canon occidental se centre en él. Si puede decirse de Cervantes que inventó la ironía literaria de la ambigüedad que triunfa de nuevo en Kafka, Shakespeare puede ser considerado el escritor que inventó la ironía emotiva y cognitiva de la ambivalencia tan característica de Freud. Cada vez me sorprende más observar cómo, en presencia de Shakespeare, se desvanece la originalidad de Freud, pero eso no habría sorprendido a Shakespeare, quien comprendió cuán sutil es la frontera que distingue la literatura del plagio. El plagio es una distinción legal, no literaria, al igual que lo sacro y lo laico constituyen una distinción política y religiosa, y ni por asomo son categorías literarias. Sólo un puñado de escritores occidentales poseen un verdadero carácter universal: Shakespeare, Dante, Cervantes, quizá Tolstói. Goethe y Milton han palidecido a causa del cambio cultural; Whitman, tan popular en la superficie, es hermético en su núcleo; Molière e Ibsen todavía se representan, pero siempre después de Shakespeare. Dickinson es asombrosamente difícil a causa de su originalidad cognitiva, y Neruda no llega a ser el populista brechtiano y shakespeariano que probablemente pretendió. El universalismo aristocrático de Dante anunció la era de los más grandes escritores occidentales, desde Petrarca a Hölderling pero sólo Cervantes y Shakespeare alcanzaron una completa universalidad y fueron autores populistas en la más aristocrática de las eras. Quien más se acerca a la universalidad en la Era Democrática es el milagro imperfecto de Tolstói, al mismo tiempo aristocrático y populista. En nuestra época caótica, Joyce y Beckett son quienes más se le acercan, pero las barrocas elaboraciones del primero y los barrocos silencios del segundo frenan su camino a la universalidad. Proust y Kafka poseen la extrañeza de Dante en sus sensibilidades. Estoy de acuerdo con Antonio García-Berrio cuando hace de la universalidad la cualidad fundamental del valor poético. El único papel de Dante ha sido centrar el canon para otros poetas. Shakespeare, en compañía de Don Quijote, sigue centrando el canon para
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un espectro más amplio de lectores. Quizá podamos ir más lejos; para Shakespeare necesitamos un término más borgiano que universalidad. Al mismo tiempo todos y ninguno, nada y todos, Shakespeare es el canon occidental.
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Cervantes: el juego del mundo Por. Harold Bloom en El canon de Occidente
Sabemos más acerca de Cervantes el hombre que acerca de Shakespeare, y sin duda hay mucho más que saber de él, pues su vida fue intensa, difícil y heroica. Shakespeare tuvo un inmenso éxito como dramaturgo y murió en la abundancia, viendo cumplidas todas sus ambiciones sociales (tampoco excesivas). A pesar de la popularidad de Don Quijote, Cervantes no recibió derechos de autor y disfrutó de escasa suerte con sus mecenas. Pocas ambiciones tuvo, aparte de mantener a su familia, y fracasó como dramaturgo. No estaba dotado para la poesía; sí para escribir Don Quijote. Contemporáneo de Shakespeare (murieron, se cree, el mismo día), tiene en común con él la universalidad de su genio, y posiblemente sea el único par de Dante y Shakespeare en el canon occidental. Se le considera en conjunción con Shakespeare y Montaigne porque los tres son escritores de sapienciales; no hay un cuarto tan cuerdo, morigerado y amable hasta Molière, y de algún modo fue como un Montaigne redivivo, aunque en otro género. En cierto sentido, sólo Cervantes y Shakespeare ocupan la más alta eminencia; no se les puede superar, porque siempre van por delante de uno. Al enfrentarse a la fuerza de Don Quijote, el lector nunca se ve denigrado, sólo realzado, cosa que muchas veces no ocurre durante la lectura de Dante, Milton o Jonathan Swift, cuyo
Cuento de una barrica siempre me ha impresionado como la mejor prosa desde Shakespeare, aunque no deje de hacerme reproches. Tampoco ocurre en el caso de Kafka, el escritor central de nuestro caos. Shakespeare es de nuevo el más parecido a Cervantes; nos nutrimos de la casi infinita capacidad para la indiferencia del dramaturgo. Aunque Cervantes siempre se muestra cauteloso a la hora de aparecer como un buen católico, no leemos Don Quijote como si fuera una obra devota. Es de presumir que Cervantes fue cristiano viejo, no descendiente de judíos conversos ni nuevos cristianos, aunque tampoco podemos estar seguros de sus orígenes, al igual que no podemos conjeturar con precisión cuáles eran sus opiniones. Caracterizar sus ironías es una tarea imposible; pasarlas por alto también es imposible. A pesar de su heroica acción en la guerra (perdió para siempre el uso de la mano izquierda en la importante batalla de Lepanto contra los turcos), Cervantes tenía que irse con mucho ojo con la Contrarreforma y la Inquisición. Los aires de loco de don Quijote le garantizan, y también a Cervantes, una suerte de patente de bufón, parecida a la del Bufón en El rey Lear,
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una obra representada simultáneamente a la publicación de la primera parte de Don Quijote. Casi con toda seguridad, Cervantes fue un seguidor de Erasmo, el humanista holandés cuyos textos sobre la interioridad cristiana se dirigían en gran medida a los conversos, atrapados entre el judaísmo que se habían visto obligados a abandonar y un sistema cristiano que les convertía en ciudadanos de segunda clase. Entre los ancestros de Cervantes se contaban numerosos médicos, una profesión popular entre los judíos españoles antes de la expulsión y las conversiones forzadas de 1492. Un siglo después, Cervantes parece un tanto atormentado por ese horrible año, que tanto daño hizo a judíos y moros, así como al bienestar económico y social de España. No hay dos lectores que den la impresión de haber leído el mismo Quijote, y los críticos más distinguidos todavía no han conseguido ponerse de acuerdo en los aspectos fundamentales del libro. Erich Auerbach consideraba que no tenía rival en la representación de la realidad ordinaria como una alegría continua. Tras acabar de releer el Quijote, parpadeo ante mi incapacidad para encontrar lo que Auerbach denominaba «una alegría tan universal, tan ramificada y, al mismo tiempo, tan exenta de crítica y de problemática». «Los términos simbólicos y trágicos», aun cuando se utilicen para clasificar la locura del héroe, le parecen falsos a Auerbach. Contra esa afirmación emplazo al más agudo y quijotesco de todos los agonistas críticos, el vasco Miguel de Unamuno, cuyo «sentido trágico de la vida» se fundamentaba en su íntima relación con la obra maestra de Cervantes, que para Unamuno reemplazaba a la Biblia como la auténtica Sagrada Escritura Española. «Nuestro Señor Don Quijote», le llamaba Unamuno, kafkiano antes de Kafka, debido a que su locura procede de una fe en lo que Kafka iba a denominar «indestructibilidad». El Caballero de la Triste Figura de Unamuno busca la supervivencia, y su única locura es una cruzada contra la muerte: «Grande fue la locura de don Quijote, y fue grande porque la raíz de la que brotaba era grande: el inextinguible anhelo por sobrevivir, fuente de las más extravagantes locuras y de los actos más heroicos». En su opinión, la locura de don Quijote es un rechazo a la aceptación de lo que Freud denominaba «ardua realidad» o principio de realidad. Cuando don Quijote se reconcilia con la necesidad de morir, no tarda en hacerlo, regresando de este modo al cristianismo que los visionarios españoles, y no sólo Unamuno, concebían como un culto a la muerte. Para Unamuno, la alegría del libro pertenece sólo a Sancho Panza, que purga su daimon, don Quijote, y de este modo sigue gustosamente al triste caballero a través de cada extravagante desgracia. Esta lectura está muy cerca de la extraordinaria parábola de Kafka «La verdad
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sobre Sancho Panza», en la que es Sancho quien ha devorado todos los libros de caballerías hasta que su demonio imaginario, personificado en don Quijote, sale rumbo a sus aventuras con Sancho detrás. Quizá Kafka estaba convirtiendo Don Quijote en un largo y bastante agrio chiste judío, pero también puede que eso sea más fiel al libro que leerlo con la simple alegría con que lo hace Auerbach. Probablemente sólo Hamlet da pie a tan variadas interpretaciones como Don Quijote. Nadie de entre nosotros puede purgar a Hamlet de sus intérpretes románticos, y don Quijote ha inspirado escuelas de crítica romántica tan numerosas como contumaces, y también libros y ensayos que se oponen a una supuesta idealización del protagonista de Cervantes. Los románticos (yo incluido) ven a don Quijote como un héroe, no como un loco; se niegan a leer el libro principalmente como una sátira; y encuentran en el libro una actitud metafísica o visionaria en relación con el afán aventurero de don Quijote que hace que la influencia cervantina en Moby Dick parezca completamente natural. Desde el filósofo y crítico alemán Schelling en 1802 hasta el musical de Broadway El hombre de la Mancha en 1966, ha habido una continua exaltación de esa búsqueda de un sueño supuestamente imposible. Los novelistas han sido los principales oponentes de esta apoteosis de don Quijote: entre los copiosos admiradores se incluyen Fielding, Smollett, y Sterne en Inglaterra; Goethe y Thomas Mann en Alemania; Stendhal y Flaubert en Francia; Melville y Mark Twain en los Estados Unidos; y casi todos los escritores modernos hispanoamericanos. Dostoievski, que podría parecer el menos cervantino de los escritores, insistía en que el príncipe Mishkin de
El idiota estaba modelado a imitación de don Quijote. Puesto que muchos le conceden al extraordinario experimento de Cervantes el honor de haber inventado la novela, en oposición a la narrativa picaresca, la devoción de tantos novelistas posteriores resulta perfectamente comprensible; pero las enormes pasiones despertadas por el libro, en Stendhal y Flaubert principalmente, son extraordinarios tributos a ese gran logro literario. Yo mismo gravité hacia la órbita de Unamuno cuando leí Don Quijote, pues para mí el núcleo del libro es el descubrimiento y celebración de la individualidad heroica, tanto en don Quijote como en Sancho. Unamuno, de manera bastante perversa, prefería don Quijote a Cervantes, pero ahí me niego a seguirle, pues ningún escritor ha establecido una relación más íntima con su protagonista que Cervantes. Ojalá pudiésemos saber lo que el propio Shakespeare pensaba de su Hamlet; casi demasiado bien sabemos cómo don Quijote influyó en Cervantes, aun cuando dicha información nos haya llegado a menudo de un modo indirecto. Cervantes inventó infinitas maneras de interrumpir su propia narración para
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obligar a que fuera el lector quien contara la historia en lugar del cauteloso autor. Los astutos y pérfidos encantadores que supuestamente trabajan sin cesar para frustrar al magnífico e indomable don Quijote son también utilizados para convertirnos en lectores activos. Don Quijote supone que los hechiceros existen, y Cervantes, con gran sentido práctico, comprende que son componentes cruciales de su lenguaje. Todo se transforma a través de encantamientos, reitera el lamento quijotesco, y el pérfido hechicero es el propio Cervantes. Cada personaje ha leído su propia historia y la de los demás, y bastante de la segunda parte de la novela trata de las reacciones suscitadas por la lectura de la primera. Se educa al lector para que su reacción sea mucho menos inocente, aunque don Quijote se niegue tercamente a aprender; pero ese rechazo tiene más que ver con su propia «locura» que con el hecho de que los libros de caballerías que le han enloquecido no sean más que pura ficción. Don
Quijote y Cervantes evolucionan juntos hacia un nuevo tipo de dialéctica literaria, una dialéctica que, alternativamente, proclama la fuerza y la vanidad de la narrativa en relación con los acontecimientos reales. Incluso a medida que don Quijote, en la primera parte, llega a comprender gradualmente las limitaciones de la ficción, del mismo modo Cervantes crece en su orgullo como autor y en la satisfacción particular de haber inventado a don Quijote y a Sancho. La relación entre don Quijote y Sancho, cariñosa y a menudo irascible, constituye la grandeza del libro, más incluso que el vigor con que se representan las realidades naturales y sociales. Lo que une a don Quijote con su escudero es tanto su común participación en lo que se ha denominado «el universo del juego» como el afecto mutuo aunque teñido de malhumor. No se me ocurre una amistad comparable en toda la literatura occidental, y desde luego ninguna que descanse de una manera tan exquisita en conversaciones tan hilarantes. Angus Fletcher, en Los colores de la mente, capta el espíritu de esas conversaciones:
Donde don Quijote y Sancho coinciden es en una especie de animación, en el brío de sus conversaciones. Mientras hablan, y a menudo discuten enérgicamente, amplían el ámbito común de su pensamiento. Todo lo que piensa cada uno de ellos es sometido a examen o crítica. Mediante un desacuerdo casi siempre cortés, más cortés cuanto más agudo es el conflicto, gradualmente establecen una zona donde dan rienda suelta a sus pensamientos, y de cuya libertad se aprovecha el lector para reflexionar sobre ellos
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Mi diálogo favorito entre las docenas que mantienen don Quijote y Sancho tiene lugar en la segunda parte, en el capítulo 28, después de que el caballero haya emulado a Sir John Falstaff en la reflexión de que la prudencia es el componente más sabio del valor. Por desgracia, esa decisión ha acarreado abandonar a un aturdido Sancho entre los habitantes furiosos de una aldea. Tras el incidente, el pobre Sancho se lamenta de que le duele todo el cuerpo y recibe este consuelo bastante pedante del caballero:
—La causa dese dolor debe ser, sin duda —dijo don Quijote—, que como era el palo que te dieron largo y tendido, te cogió todas las espaldas, donde entran todas esas partes que te duelen; y si más te cogiera, más te doliera. —¡Por Dios —dijo Sancho—, que vuesa merced me ha sacado de una gran duda, y que me la ha declarado por lindos términos! ¡Cuerpo de mí! ¿Tan encubierta estaba la causa de mi dolor, que ha sido menester decirme que duele todo aquello que me alcanzó el palo? Detrás de este diálogo asoma el vínculo existente entre ambos, que, bajo la superficie, disfrutan de una íntima igualdad. Podemos dejar para más adelante la cuestión de qué figura es más original, y señalar que la figura mixta que ambos componen es más original que cada uno por separado. Sancho y don Quijote son un dúo unido por el afecto y las riñas, y entre ellos hay algo más que el cariño y el respeto que sienten el uno por el otro. En el mejor de los casos, son compañeros en el universo del juego, una esfera con sus propias normas y su propia visión de la realidad: Unamuno nos resulta de nuevo un útil crítico cervantino, pero el teórico es Johan Huizinga, en su sutil libro Homo Ludens (1944), que apenas menciona a Cervantes. Huizinga comienza afirmando que su tema, el juego, debe distinguirse tanto de la comedia como de la locura: «Lo cómico guarda estrecha relación con lo necio. Pero el juego no es necio. Está más allá de toda oposición entre estupidez y necedad». Don Quijote no es un loco ni un necio, sino alguien que juega a ser un caballero errante. El juego es una actividad voluntaria, contrariamente a la locura o la necedad. El juego, según Huizinga, tiene cuatro características principales: libertad, indiferencia, exclusión o límite y reglas. Es posible encontrar esas cualidades en la errancia caballeril de don Quijote, aunque no en el fiel servicio de Sancho como escudero, pues Sancho es más lento a la hora de entrar en el juego. Don Quijote se eleva a un tiempo y un lugar ideales, y se mantiene fiel a su propia libertad, a su indiferencia y apartamiento, y a sus límites, hasta que por fin es derrotado, abandona el juego, regresa a la «cordura» cristiana y, de este modo, muere.
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Unamuno dice de don Quijote que salió a buscar su verdadera madre patria y encontró el exilio. Como siempre, Unamuno comprendía la sustancia más profunda de este gran libro. Don Quijote, al igual que los judíos y los moros, es un exiliado, pero, a la manera de los conversos y moriscos, un exiliado interior. Don Quijote abandona su pueblo para buscar su patria espiritual en el exilio, porque sólo los exiliados pueden ser libres. Cervantes nunca nos dice explícitamente por qué Alonso Quijano (en el libro aparecen diversas variantes ortográficas del nombre) enloqueció tras empacharse de libros de caballerías hasta acabar recorriendo los caminos para convertirse en don Quijote. Alonso, un pobre hidalgo de La Mancha, tiene un solo vicio: es un lector compulsivo de la literatura popular de su época, que destierra la realidad de su mente. Cervantes describe a Alonso como un puro caso de vida no vivida. Es soltero, tiene cerca de cincuenta años, es de presumir que carece de experiencia sexual, está confinado a la compañía de un ama de llaves que está en la cuarentena, una sobrina de diecinueve, un mozo de campo y sus dos amigos: el cura del pueblo y Nicolás, el barbero. No muy lejos vive una campesina, la robusta Aldonza Lorenzo, que, sin saberlo, se ha convertido en el objeto ideal de las fantasías de Alonso Quijano, y en ellas la ha rebautizado como la gran dama Dulcinea del Toboso. No queda claro si ella es el verdadero objeto de la búsqueda del buen hombre. Un crítico ha llegado a sugerir que Quijano se ve impelido a convertirse en don Quijote debido a la lascivia apenas reprimida que siente hacia su sobrina, una idea que no aparece en ninguna parte en el texto de Cervantes, pero que indica hasta qué extremos de desesperación ha llevado Cervantes a sus estudiosos. Todo lo que nos dice Cervantes es que su héroe se ha vuelto loco, y no se nos proporciona ningún detalle clínico. La reacción de Unamuno me parece la mejor en relación con la pérdida del juicio de don Quijote: «Pierde el juicio por nosotros, para nuestro provecho, para dejarnos un ejemplo eterno de generosidad espiritual». Es decir, don Quijote se vuelve loco para expiar nuestra monotonía, nuestra miserable falta de imaginación. El caballero convence a Sancho, un pobre campesino, para que le siga como escudero en su segunda salida, que se convierte en el espléndido episodio de los molinos de viento. El incentivo para el bondadoso y ostensiblemente lerdo Sancho es que gobernará una ínsula, que el caballero conquistará para él. Cervantes se muestra inevitablemente irónico la primera vez que presenta a Sancho, cuyo ingenio es extraordinario y cuyo verdadero deseo es obtener fama y fortuna como gobernador. Pero hay algo más fundamental, y es que una parte de
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Sancho muestra buena predisposición a aceptar el universo del juego, aunque el resto de su persona esté bastante desasosegado ante algunas de las consecuencias del juego quijotesco. Al igual que don Quijote, Sancho busca un nuevo ego, un ideal que Alejo Carpentier cree que Cervantes fue el primero en inventar. Yo diría que Cervantes y Shakespeare son autores simultáneos de ese hallazgo, y la diferencia entre ambos son las modalidades del cambio de sus personajes principales. Don Quijote y Sancho son, el uno para el otro, un interlocutor ideal; cambian al escucharse mutuamente. En Shakespeare el cambio se origina cuando los personajes se oyen a sí mismos casualmente y meditan sobre lo que se desprende de lo que han oído. Ni don Quijote ni Sancho son capaces de oírse a sí mismos; el ideal quijotesco y la realidad pancesca son demasiado fuertes, y quienes los esgrimen no pueden dudar de ellos, de modo que se ven incapaces de asimilar cualquier desvío de su modelo de conducta. Pueden decir blasfemias, pero no las reconocen cuando las sueltan. La grandeza trágica de los protagonistas de Shakespeare se extiende a la comedia, la historia y el amor; sólo en las escenas culminantes de reconocimiento los supervivientes son capaces de escuchar atentamente lo que los otros están diciendo. La influencia de Shakespeare, y no sólo en los países de habla inglesa, ha superado la de Cervantes. El moderno solipsismo emerge de Shakespeare (y de Petrarca antes que él). Dante, Cervantes, Molière —que dependen de los diálogos entre sus personajes— parecen menos naturales que el magnífico solipsismo de Shakespeare, y quizá, de hecho, son menos naturales. Shakespeare no puede igualar los diálogos entre don Quijote y Sancho, pues los amigos y amantes de sus obras nunca acaban de escucharse mutuamente. Pensemos en la escena de la muerte de Antonio, en la que Cleopatra se escucha más bien a sí misma, o en las tentativas de diálogo entre Falstaff y Hal, en las que Falstaff se ve obligado a defenderse ante los incesantes ataques del príncipe. Hay amables excepciones, como Rosalinda y Celia en Como
gustéis; pero no son la norma. La individualidad shakesperiana no tiene parangón, pero conlleva enormes costes. El egoísmo de Cervantes, exaltado por Unamuno, queda siempre atenuado por la libre relación entre Sancho y don Quijote, que abre otro espacio para el juego. Tanto Cervantes como Shakespeare son únicos en la creación de la personalidad, pero las principales personalidades shakespearianas —Hamlet, Lear, Yago, Shylock, Falstaff, Cleopatra, Próspero— al final se marchitan gloriosamente en el aire de una soledad interior. Don Quijote es salvado por Sancho, y éste por don Quijote. Su amistad es canónica y cambia, en parte, la posterior naturaleza del canon.
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¿Qué significa la locura si quienes la sufren no pueden ser engañados por otros hombres y mujeres? Nadie explota a don Quijote, ni siquiera él mismo. Toma a los molinos por gigantes y cree que un teatro de marionetas es la realidad, pero nadie va a burlarse de él, porque él es más listo que los demás. Su locura es una locura literaria, y puede ser útil contrastarla con la locura sólo parcialmente literaria del orador del gran poema caballeresco «El noble Roldán a
la Torre Oscura vino», de Robert Browning. Don Quijote está loco porque su gran prototipo, el Orlando (Roldán) del Orlando furioso de Ariosto, sucumbe a una locura erótica. Igual que, tal como don Quijote le señala a Sancho, le ocurrió a Amadís, otro precursor heroico. El noble Roldán de Browning quiere ser sólo «apto para el fracaso», al igual que, uno por uno, los caballeros poetas fracasaron antes que él en la Torre Oscura. Don Quijote está mucho más cuerdo que él; quiere ganar, no importa cuántas veces lo muelan a palos. Su locura, como él deja claro, es una estrategia poética elaborada por otros antes que él, y él simplemente sigue la tradición. Cervantes procuró marcar distancias con respecto a cualquier posible precursor español; con quien tenía una afinidad más profunda era con Fernando de Rojas, autor de la gran obra dramática La Celestina, una obra no del todo católica en su salvaje amoralidad y su falta de presupuestos teológicos. Cervantes lo consideraba un «libro, en mi opinión, divino, si encubriera más lo humano», dando a entender con ello el rechazo de la sexualidad humana a aceptar cualquier constricción moral. Don Quijote, naturalmente, impone constricciones morales a sus deseos sexuales hasta tal punto que bien podría ser un sacerdote, lo cual, según Unamuno, es lo que era de verdad: un sacerdote de la verdadera Iglesia española, la quijotesca. La perpetua avidez de batallas de don Quijote, a pesar de las circunstancias adversas, es, de modo bastante claro, una sublimación del impulso sexual. El oscuro objeto de su deseo, la encantada Dulcinea, es el emblema de la gloria que conseguirá a través de la violencia, siempre reducida al absurdo por Cervantes. Superviviente de Lepanto y de otras batallas, así como de largos años de cautividad entre los moros y, más tarde, en las prisiones españolas (donde puede que comenzara Don Quijote), Cervantes tenía un conocimiento de primera mano de lo que era la guerra y el cautiverio. Nuestra intención es siempre considerar el chocante heroísmo de don Quijote con gran respeto y considerable ironía, una actitud cervantina que no es fácil de analizar. Por muy extravagantes que sean sus manifestaciones, el valor de don Quijote sobrepasa de un modo convincente el de cualquier otro héroe de la literatura occidental.
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Si uno se enfrenta directamente a Don Quijote sin el valor del crítico, no llega muy lejos. Cervantes, con todas sus ironías, está enamorado de don Quijote y Sancho Panza, al igual que cualquier lector que ame la lectura. Explicar el amor es un vano ejercicio en esta vida, donde la palabra «amor» significa todo y nada, aunque debería constituir una posibilidad racional en relación con la literatura de primer orden. Puede que Cervantes haya alcanzado una universalidad mayor que la de Shakespeare, puesto que siempre me deja perplejo que mi intenso amor por el único rival de don Quijote entre los caballeros andantes, Sir John Falstaff, no sea necesariamente compartido por mis estudiantes, por no hablar de la mayoría de mis colegas. Nadie va por ahí llamando a don Quijote «un desdichado, descerebrado y desagradable anciano», que fue el dicterio de G. B. Shaw en contra de Falstaff, pero siempre hay críticos cervantinos que persisten en colgarle a don Quijote la etiqueta de necio y loco, y que nos dicen que Cervantes satiriza el «indisciplinado egocentrismo» de su héroe. Si eso fuera cierto, no habría libro, pues ¿quién querría leer las aventuras de Alonso Quijano el Bueno? Desencantado al final, fallece en la cordura y en la religión, y siempre me recuerda a esos amigos de mi juventud que se psicoanalizaban durante décadas, sólo para acabar consumidos y encogidos, sin pasión en las entrañas, a punto para morir de una manera analítica y cuerda. Igual que la primera parte de este gran libro no es sino una sátira del héroe, la segunda, casi todo el mundo está de acuerdo en ello, está pensada para causar en el lector una identificación aún más estrecha con don Quijote y con Sancho. Herman Melville, con un entusiasmo verdaderamente norteamericano, llamó a don Quijote «el sabio más sabio que jamás vivió», ignorando felizmente el carácter ficticio del héroe. Para Melville había tres personajes literarios de suprema originalidad: Hamlet, don Quijote y el Satán de El paraíso perdido. Ahab, ay, no acabó de ser el cuarto —quizá porque mezcló los tres—, pero su tripulación adquirió una atmósfera cervantina, por la que Melville reza directamente en una maravillosa perorata que coloca a Cervantes, de un modo memorable y desquiciado, entre el visionario de El peregrino y el presidente Andrew Jackson, héroe de todos los demócratas norteamericanos:
¡Sostenme, oh Tú, gran Dios democrático, que no rehusaste la pálida perla poética al negro prisionero Bunyan; Tú que envolviste, con hojas doblemente martilladas del más fino oro, el brazo mutilado y empobrecido del viejo Cervantes; Tú que elegiste a Andrew Jackson de entre los guijarros, y que le hiciste tronar más alto que un trono! ¡Tú, que en todos tus poderosos recorridos
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por la tierra siempre escoges a tus campeones más selectos entre la realeza de los sencillos; sostenme en esto, oh, Dios! [Traducción de José María Valverde]. Se trata de un éxtasis de la religión norteamericana, que poco tiene en común con el prudente catolicismo de Cervantes, pero mucho con la religión española del quijotismo, tal como la expone Unamuno. El sentido trágico de la vida, descubierto por Unamuno en Don
Quijote, es también la fe de Moby Dick. Ahab es un monomaníaco; también don Quijote, personaje más amable, pero los dos son idealistas atormentados que buscan la justicia en términos humanos, no hombres teocéntricos, sino hombres divinos, impíos. Ahab sólo pretende la destrucción de Moby Dick; la fama no es nada para el capitán cuáquero, y la venganza es todo. Nadie, a excepción de una panoplia de hechiceros míticos, le ha hecho el menor daño a don Quijote, que encaja bofetadas con infinito estoicismo. Según Unamuno, a don Quijote le mueve la fama eterna, interpretada como «una expansión de la personalidad en el espacio y el tiempo». Leo esta frase como un equivalente laico de la Bienaventuranza en el Yahvista: más vida en un tiempo sin límites. La generosidad y la simple bondad son las virtudes quijotescas. Su vicio, si tiene alguno, es la convicción, propia del Siglo de Oro español, de que la victoria por las armas lo es todo; pero puesto que le derrotan tan a menudo, este fracaso, como mucho, es transitorio. Igual que yo, Unamuno se tomaba muy en serio el deseo sublimado de don Quijote por Aldonza Lorenzo y su posterior exaltación a lo Beatriz en forma de la angélica, aunque desgraciadamente hechizada, Dulcinea, lo que nos permite ver al caballero en casi toda su complejidad. Él vive por la fe al tiempo que sabe, como demuestran sus lúcidos arrebatos, que cree en la ficción, y también sabe —al menos por momentos— que es sólo una ficción. Dulcinea es una ficción suprema, y don Quijote, lector compulsivo, es un poeta de la acción que ha creado un gran mito. El Quijote de Unamuno es un agonista paradójico, el ancestro de quienes, en situación precaria, vagan a la aventura en el caos de Kafka y Beckett. Quizá el propio Cervantes no pretendió crear un héroe de la «indestructibilidad» laica, pero él alcanza su apoteosis en el apasionado comentario de Unamuno. Este Quijote es un actor metafísico, capaz de arriesgarse a que se mofen de él con tal de mantener vivo el idealismo. En oposición al caballero idealista cuya fe es esencialmente erótica, Cervantes perfila la figura de un embaucador, un personaje extraordinario y bastante shakespeariano, Ginés de Pasamonte, que se nos da a conocer en la primera parte, en el capítulo 22, como uno de los prisioneros destinados a galeras, y asoma de nuevo en la segunda parte, capítulos 25-27, bajo
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la apariencia del ilusionista maese Pedro, que hace sus predicciones con la ayuda de un mono adivino y a continuación escenifica un espectáculo de marionetas tan vivo que don Quijote, confundiéndolo con su propia realidad, ataca y destroza los muñecos. Con Ginés, Cervantes nos ofrece una figura imaginaria que tan a gusto se encontraría en los bajos fondos isabelinos como entre el hampa del Siglo de Oro español. La primera vez que don Quijote y Sancho se lo encuentran, va por un camino en compañía de una docena de presos, todos ellos condenados por el rey a servir como esclavos en galeras. Los demás culpables van «ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro, por los cuellos, y todos con esposas en las manos». Ginés, el más temible, va encadenado de un modo más extravagante:
Tras todos éstos venía un hombre de muy buen parecer, de edad de treinta años, sino que al mirar metía él un ojo en el otro un poco. Venía diferentemente atado que los demás, porque traía una cadena al pie, tan grande, que se la liaba por todo el cuerpo, y dos argollas a la garganta, la una en la cadena, y la otra de las que llaman guardamigo o pie de amigo, de la cual descendían dos hierros que llegaban a la cintura, en los cuales se asían dos esposas, donde llevaba las manos, cerradas con un grueso candado, de manera que ni con las manos podía llegar a la boca, ni podía bajar la cabeza a llegar a las manos. Ginés, tal como explican los guardas, es conocido por su peligrosidad, y es tan osado y astuto que, incluso encadenado como va, temen que se escape. Su sentencia es a diez años en galeras, lo cual equivale a la muerte civil. La cruel incapacidad de la cabeza y las manos de Ginés para llegarse la una a las otras es, como observa Roberto González Echevarría, una ironía dirigida contra los autores de novelas picarescas, pues el pícaro Ginés ya ha comenzado a escribir su propia historia, hecho del cual se jacta:
—… Señor caballero, si tiene algo que darnos, dénoslo ya, y vaya con Dios; que ya enfada con tanto querer saber vidas ajenas; y si la mía quiere saber, sepa que yo soy Ginés de Pasamonte, cuya vida está escrita por estos pulgares. —Dice verdad —dijo el comisario—: que él mesmo ha escrito su historia, que no hay más, y deja empeñado el libro en la cárcel, en doscientos reales. —Y le pienso quitar —dijo Ginés— si quedara en doscientos ducados. —¿Tan bueno es? —dijo don Quijote.
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—Es tan bueno —respondió Ginés—, que mal año para Lazarillo de Tormes y para todos cuantos de aquel género se han escrito o escribieren. Lo que le sé decir a vuestra merced es que trata de verdades, y que son verdades tan lindas y donosas, que no puede haber mentiras que se le igualen. —¿Y cómo se titula el libro? —preguntó don Quijote. —La vida de Ginés de Pasamonte —respondió él mismo. —¿Y está acabado? —preguntó don Quijote. —¿Cómo puede estar acabado —respondió él—, si aún no está acabada mi vida? El temible Ginés acaba de formular uno de los grandes principios de la picaresca, un principio que no afecta a Don Quijote, aun cuando esa obra también acabe con la muerte del héroe. Pero don Quijote muere metafóricamente antes de que Alonso Quijano el Bueno muera literalmente. La vida de Lazarillo de Tormes, el arquetipo anónimo de la picaresca española publicado por primera vez en 1554, sigue siendo una maravillosa lectura, y fue bellamente traducido al inglés por el poeta W. S. Merwin en 1962. Si la historia del jactancioso Ginés hubiera sido mejor que ésa, a fe mía que habría sido muy buena; y naturalmente que lo es, pues forma parte de Don Quijote. Ginés ya se ha pasado cuatro años en galeras, pero la intervención de la sublime locura de don Quijote le salva de su sentencia de otros diez. Ginés y los demás convictos escapan, a pesar de las advertencias del pobre Sancho a su amo de que su acción es un abierto desafío al rey. Cervantes, que había sido cautivo de los moros durante cinco años y había estado encarcelado de nuevo en España por sus supuestas negligencias en la recaudación de impuestos, expresa claramente una pasión personal que va más allá de la ironía en el discurso de don Quijote, que incluye las plañideras palabras: «Que no faltarán otros que sirvan al rey en mejores ocasiones; porque me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres». Tras una confusa refriega, los guardas escapan, y el caballero instruye a los convictos liberados para que se presenten ante Dulcinea, a fin de narrarle la aventura. Ginés, tras intentar inútilmente hacer entrar en razón a don Quijote, enseguida iracundo, comienza a apedrear a su salvador y a Sancho con la ayuda de los demás convictos, para al final desnudarlos, hasta que:
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Solos quedaron jumento y Rocinante, Sancho y don Quijote; el jumento, cabizbajo y pensativo, sacudiendo de cuando en cuando las orejas, pensando que aún no había cesado la borrasca de las piedras, que le perseguían los oídos; Rocinante, tendido junto a su amo, que también vino al suelo de otra pedrada; Sancho, en pelota y temeroso de la Santa Hermandad; don Quijote, mohinísmo de verse tan malparado por los mismos a quien tanto bien había hecho. El pathos de este párrafo me parece exquisito; es uno de esos efectos cervantinos que nunca se olvidan. Unamuno, tan sublimemente loco como su señor, don Quijote, comenta con mucha gracia: «Todo lo cual debería enseñarnos a liberar galeotes precisamente porque no nos lo agradecerán». El abatido don Quijote se muestra en desacuerdo con el exégeta vasco, y le jura a Sancho que ha aprendido la lección, a lo cual el prudente escudero responde: «Así escarmentará vuestra merced como yo soy turco». Fue Cervantes quien hizo caso de la advertencia, debido a su cariño por ese personaje menor y soberbio, Ginés de Pasamonte, «tan atrevido y grande bellaco». Ginés, estafador y diablillo chamanístico de lo perverso, es lo que podríamos denominar uno de los personajes criminales canónicos de la literatura, como el Bernardino de Shakespeare en Medida por medida o el soberbio Vautrín de Balzac. Si Vautrin es capaz de reaparecer como el abad Carlos Herrera, entonces Ginés puede manifestarse como maese Pedro, el titiritero. Importante cuestión es la de qué motivo, aparte del orgullo de su paternidad literaria, impulsó a Cervantes a hacer reaparecer a Ginés de Pasamonte en la segunda parte de Don Quijote. Los críticos se muestran generalmente de acuerdo en que el contraste entre Ginés y don Quijote, el pícaro embaucador y el visionario caballeresco, simboliza en parte la oposición entre dos géneros literarios, el picaresco y la novela, este último, en lo esencial, inventado por Cervantes, del mismo modo que Shakespeare (que de la tragedia griega sólo conocía los mutilados restos que pervivían en el romano Séneca) inventó la tragedia y la tragicomedia modernas. Al igual que ocurre con los protagonistas shakespearianos, una verdadera interioridad se encarna en don Quijote, mientras que el pícaro Pasamonte es todo exterioridad, a pesar de su inmenso talento para la duplicidad. Ginés es un camaleón; sólo puede cambiar su aspecto externo. Don Quijote, al igual que los grandes personajes de Shakespeare, nunca deja de cambiar: ése es el propósito de sus conversaciones, a menudo irascibles pero siempre finalmente afectuosas, con el fiel Sancho. El universo del juego les obliga a ir siempre juntos, aunque también les une la progresiva humanización que les aporta su mutua compañía. Sus crisis son innumerables; ¿cómo no iban a serlo, en el ámbito de lo
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quijotesco? A veces Sancho está a punto de abandonar esa relación, pero no puede; en parte porque se siente fascinado, aunque al final lo que le retiene sea amor, al igual que ocurre con don Quijote. Quizá el amor no pueda distinguirse del universo del juego, pero así es como debe ser. Sin duda, una de las razones que explican el retorno de Ginés de Pasamonte en la segunda parte es que nunca participa en el juego, ni siquiera como titiritero. Todos los lectores admiten que la diferencia entre las dos parte de Don Quijote es que, de todos los personajes importantes de la segunda, o bien se dice explícitamente que han leído la primera o saben que son personajes en ella. Por ello, el contexto en que aparece el pícaro Ginés, en el capítulo 25 de la segunda parte, es distinto, y allí nos encontramos a un hombre «vestido de gamuza, medias, greguescos y jubón», y que «traía cubierto el ojo izquierdo y casi medio carrillo con un parche de tafetán verde». Así se presenta maese Pedro, como él mismo dice, con el mono adivino y el retablo de la liberación de Melisendra por parte de su marido, el famoso caballero don Gaiferos. Ella es la hija de Carlomagno, hecha cautiva por los moros, y él el principal vasallo de Carlomagno. El ventero de la posada en la que maese Pedro se encuentra con don Quijote y Sancho Panza dice del titiritero que «habla más que seis y bebe más que doce». Tras reconocer a don Quijote y a Sancho, siguiendo el consejo de su mono adivino (cuya adivinación sólo afecta a las cosas pasadas, y algo a las presentes) Ginés-Pedro escenifica el retablo, ciertamente una de las maravillas metafóricas de la obra maestra de Cervantes. La exégesis clásica de este fragmento corresponde a Ortega y Gasset en sus Meditaciones del Quijote, donde compara el retablo de maese Pedro con Las meninas de Velázquez, en el que el artista, al pintar al rey y la reina, hace aparecer al mismo tiempo su estudio en el cuadro. Con toda seguridad, no es un cuadro que don Quijote se hubiera parado a contemplar, al igual que tampoco es el mejor público para ese retablo:
Viendo y oyendo, pues, tanta morisma y tanto estruendo don Quijote, parecióle ser bien dar ayuda a los que huían, y levantándose en pie, en voz alta dijo: —No consentiré yo que en mis días y en mi presencia se le haga superchería a tan famoso caballero y a tan atrevido enamorado como don Gaiferos. ¡Deteneos, mal nacida canalla; no le sigáis ni le persigáis; si no, conmigo sois en la batalla! Y diciendo y haciendo, desenvainó la espada, y de un brinco se puso junto al retablo, y con acelerada y nunca vista furia comenzó a llover cuchilladas sobre la titerera morisma, derribando a unos, descabezando a otros, estropeando a este,
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destrozando a aquél, y, entre otros muchos, tiró un altibajo tal que si maese Pedro no se abaja, se encoge y agazapa, le cercenara la cabeza con más facilidad que si fuera hecha de masa de mazapán. El altibajo, a todas luces intencionado, puede que sea el núcleo de tan graciosa intervención. Maese Pedro es un intruso en el universo del juego, donde no tiene sitio, y el juego procura venganza sobre ese granuja. Un poco antes, don Quijote le ha dicho a Sancho que el titiritero debe de tener hecho algún concierto con el diablo, pues el mono adivino «no responde sino a las cosas pasadas o presentes, y la sabiduría del diablo no se puede extender a más». Las suspicacias del caballero respecto al embaucador prosiguen cuando critica los errores de maese Pedro al atribuir campanas cristianas a las mezquitas moras. La réplica a la defensiva de maese Pedro nos prepara para el destrozo que hará don Quijote en el retablo:
—No mire vuesa merced en niñerías, señor don Quijote, ni quiera llevar las cosas tan por el cabo, que no se le halle. ¿No se representan por ahí, casi de ordinario, mil comedias llenas de mil impropiedades y disparates, y, con todo eso, corren felicísimamente su carrera, y se escuchan no sólo con aplauso, sino con admiración y todo? Prosigue, muchacho, y deja decir; que como yo llene mi talego, siquiera represente más impropiedades que tiene átomos el sol. La réplica de don Quijote es severamente lacónica: «Así es la verdad». En este punto, maese Pedro se ha convertido en el gran rival literario de Cervantes, Lope de Vega, monstruosamente
prolífico
y
dramaturgo
de
renombre,
cuyos
éxitos
económicos
intensificaron la sensación de fracaso comercial de Cervantes como dramaturgo. El posterior asalto del caballero a esas ilusiones de cartón es al mismo tiempo una crítica a los gustos del público y una manifestación metafísica de voluntad quijotesca o visionaria, que desdibuja los límites entre arte y naturaleza. El humor de esa disyunción está aderezado de sátira literaria, apenas mitigada por las secuelas del ataque, cuando el castigado don Quijote tiene que enmendar financieramente su generoso error y culpa de ello a los pérfidos hechiceros de siempre, que le han nublado el ánimo. Entonces, Ginés de Pasamonte se desvanece del relato, pues ya ha llevado a cabo su función de servirle de contraste picaresco al visionario caballero. Nos queda no sólo el encanto de la escena, sino una fábula estética que sigue resonando como epítome de la empresa quijotesca, mostrando al tiempo sus límites y su insistencia heroica al ir más allá de la frontera normativa de la representación literaria. Ginés,
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arquetipo de lo picaresco, no puede competir con don Quijote, que anuncia el triunfo de la novela. Los lectores se dividen a la hora de decantarse por la primera o la segunda parte de Don
Quijote, quizá porque son obras no sólo muy distintas, sino curiosamente independientes una de otra, no tanto en el tono y la actitud como en la relación de don Quijote y Sancho con su propio mundo. En la segunda parte, Cervantes no ofrece ningún síntoma de fatiga (cosa que prefiero), y caballero y escudero tienen que asumir una nueva conciencia de sí mismos, que a veces parece resultarles una carga. Saber que eres personaje de un libro en proceso de escritura no siempre es de ayuda para tus aventuras. Rodeados por los lectores de sus anteriores debacles, don Quijote y Sancho, sin embargo, permanecen desinhibidos. De hecho, Sancho gana en entusiasmo, y hay incluso una mayor intimidad en la amistad entre los dos personajes. Y, lo mejor de todo, tenemos a Sancho en solitario durante los diez días en que actúa de sabio gobernador a quien todos acuden, hasta que juiciosamente dimite y regresa con don Quijote y consigo mismo. Lo que le sucede a Cervantes en esta segunda parte me conmueve más, pues su relación con su propia escritura cambia. Está más cerca de la muerte, y parte de él (y él mismo lo sabe) morirá con don Quijote, mientras que otra cosa distinta, quizá más profunda, pervivirá en Sancho Panza. La relación de Cervantes con su enorme libro nunca es fácil de caracterizar. Leo Spitzer la vio como algo que confería una autoridad nueva, aunque precisamente limitada, al artista literario: Por encima del cosmos universal de su creación el yo artístico de Cervantes queda entronizado, es un yo creativo que todo lo abarca, al modo de la Naturaleza, de Dios, todopoderoso, omnisciente, todo bondad, todo amabilidad este artista es como Dios, pero no está deificado. Cervantes siempre se inclina ante la sabiduría excelsa de Dios, encarnada en las enseñanzas de la Iglesia católica y el orden establecido en el Estado y la sociedad.
Fuera o no descendiente de judíos conversos a la fuerza, no inclinarse habría sido suicida por parte de Cervantes, como Spitzer seguramente sabía. Sea lo que sea Don Quijote, tiene muy poco de novela devota católica, ni de himno a la «razón soberana», como Spitzer también sugirió. La continua carcajada del libro es a menudo melancólica, incluso dolorosa, y don Quijote es un incondicional del afecto humano y un hombre afligido. ¿Podrá definirse alguna
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vez lo «peculiarmente cervantino»? Erich Auerbach dijo que «no podía describirse en palabras», aunque, armándose de valor, lo intentó de todos modos: No es una filosofía, no es una tendencia, ni siquiera una preocupación por la inseguridad de la existencia humana o por la fuerza del destino, como en Montaigne o en Shakespeare. Es una actitud, una actitud ante el mundo, y también ante los temas de su propio arte, actitud en la que se destacan por encima de todo dos cualidades: la valentía y la ecuanimidad. Al lado del goce que le produce el juego multiforme de lo sensible, hay en Cervantes, siempre, un no sé qué de áspero y orgulloso, muy meridional. Este algo impide a nuestro poeta tomar demasiado en serio el juego. [Traducción de I. Villanueva y E. Imaz].
Confieso que estas elocuentes frases no describen el Don Quijote que yo me empecino en leer, aunque sólo sea porque Cervantes parece tomarse simultáneamente en serio y con ironía el juego del mundo, así como el envés de ese juego en el que están inmersos don Quijote y Sancho Panza. Lo cervantino es tan polivalente como lo shakespeariano: nos contiene, con todas las profundas diferencias que nos distinguen de los demás. La sabiduría es un atributo tanto de don Quijote como de Sancho, especialmente cuando están juntos, al igual que la inteligencia y el dominio del lenguaje son cualidades de Sir John Falstaff, Hamlet y Rosalinda. Los dos héroes de Cervantes son simplemente los dos personajes literarios más grandes de todo el canon occidental, si exceptuamos el triple puñado (como mucho) de personajes shakespearianos que están a su altura. Su fusión de necedad y sabiduría y su indiferencia sólo pueden ser igualados por los hombres y mujeres más memorables de Shakespeare. Cervantes ha conformado nuestra naturaleza tanto como Shakespeare: ya no somos capaces de ver qué hace de Don Quijote una obra tan permanentemente original, tan profundamente extraña. Y a la hora de buscar el juego del mundo en la mejor literatura, ésta es la obra en donde siempre lo encontraremos.
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Don Quijote y Sancho Panza por Picasso
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Características de las vanguardias Por. Andrea Imaginario en Significados.com
Qué son Vanguardias artísticas: Se llama vanguardias artísticas a los movimientos rupturistas de las artes plásticas que surgieron a partir del siglo XX, y que tuvieron como objetivo expresar los nuevos tiempos por medio de la innovación del lenguaje pictórico y/o escultórico. Entre ellos podemos mencionar al cubismo, al futurismo, al dadaísmo, al abstraccionismo (con sus diferentes corrientes) y al surrealismo. La palabra vanguardia proviene de la expresión francesa avant-garde y esta del latín ab ante, que quiere decir ‘sin nadie adelante’, y garde, que significa ‘guardar’. Originalmente el término se usaba en la jerga militar para referir a los que encabezan el pelotón abriendo paso en la contienda. Contexto histórico de las vanguardias artísticas En el siglo XIX Europa se movía en un escenario de transformación y tensiones políticas, económicas y sociales derivadas de la revolución industrial, el capitalismo, el imperialismo, el nacionalismo, la masificación de la sociedad y la secularización. Junto a esto, la invención de la fotografía y, más tarde, del cine, supuso un golpe para las artes. Si hasta entonces el arte occidental se dedicaba a la imitación de la naturaleza, ¿a qué se dedicaría en la “era de la reproductibilidad técnica de la imagen”? Para los artistas de finales del XIX crecía la necesidad de encontrar un nuevo sentido al arte, así como la voluntad diferenciadora de estilo. Esto se expresó en el impresionismo, el postimpresionismo, el expresionismo y el fauvismo. Pero, a pesar de sus innovaciones, estos movimientos aún estaban atados a ciertas prerrogativas del arte tradicional. Origen de las vanguardias artísticas En los jóvenes artistas predominaba la percepción del agotamiento del arte tradicional y una actitud crítica frente al orden ideológico reinante (de tipo burgués), que usaba las artes para legitimarse. Valoraban, en cambio, la obra de los artistas fuera de lote como los postimpresionistas (Van Gogh, Cézanne, Gauguin, Matisse, entre otros). Algunos jóvenes artistas en diferentes partes de Europa desarrollaban propuestas escandalosas, ansiosos como estaban por renovar las artes y dar un golpe definitivo al gusto burgués. Uno de los primeros
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fue Pablo Picasso con el lienzo Las señoritas de Avignon, prefiguración del cubismo. A partir de ese momento, comenzaron a surgir las llamadas vanguardias históricas. Vanguardias históricas Vanguardias históricas es una expresión que se usa para referir a las vanguardias artísticas que aparecieron en la primera mitad del siglo XX, las cuales corresponden a la primera ola de vanguardias. Estas son el cubismo (1907), el futurismo (1909), el abstraccionismo lírico (1910), el dadaísmo (1913), el constructivismo (1914), el suprematismo (1915), el neoplasticismo (1917) y el surrealismo (1924). Contextualmente, estas vanguardias abarcan desde el período previo a la Primera Guerra Mundial, hasta el período de entreguerras, es decir, el inicio de la Segunda Guerra Mundial. En el período de entreguerras tuvo mucha importancia la aparición de la Bauhaus, escuela alemana de arquitectura y diseño con vocación internacionalista, en la que se dieron cita importantes artistas de vanguardia que renovaron la cultura visual del siglo XX. Características Propósito de ruptura con el pasado (espíritu revolucionario) Pablo Picasso: Guitarra y violín. C. 1912. Cubismo. Óleo sobre lienzo. 65,5 x 54,3 cm. Museo Hermitage, San Petesburgo.
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El primer elemento característico de toda vanguardia es el rupturismo o espíritu de ruptura con la tradición. Los movimientos vanguardistas cuestionan las tradiciones del arte académico, lo que incluye no solo los temas, sino especialmente los principios de composición, sean plásticos o literarios. Oposición a la representación naturalista Kazimir Malevich: Composición suprematista. 1916. Suprematismo (abstraccionismo geométrico). Óleo sobre lienzo. 88,5 x 71 cm. Colección privada.
Desde la Antigüedad Clásica, el arte occidental se había basado en el naturalismo, es decir, en la imitación de la naturaleza o representación del mundo aparente. Las vanguardias se rebelan contra este principio. Podemos pensar en tres razones elementales: la percepción de que no había nada que pudiera superar a los maestros del pasado; el agotamiento del programa iconográfico y, por último, las transformaciones históricas, especialmente sociales y tecnológicas, que cambiaron la función del arte en la sociedad, por lo que no tenía sentido apegarse a los usos y costumbres del arte decimonónico.
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Valoración de los elementos compositivos en sí mismos Piet Mondrian: Composición nº 10. 1942. Neoplasticismo. Óleo sobre lienzo. 79,5 x 73. Colección privada.
Al romper con el principio de imitación de la naturaleza y promover la originalidad, las vanguardias promovieron la autonomía del lenguaje en sí mismo (plástico o literario), libres de la subordinación al contenido. En las artes plásticas, algunas vanguardias llevaron esto a tal extremo que eliminaron de plano cualquier referencia a los temas o cualquier tentación de “significación” para que pudieran apreciarse valorativamente elementos como las líneas, los puntos o las formas geométricas. De allí la renuncia a titular muchas obras. Por ejemplo, las composiciones numeradas de Piet Mondrian. En la literatura, esto se expresó, entre otras formas, en una disociación entre signo y el referente, lo que permitiría la valoración estética del lenguaje como realidad autónoma, fuera de cualquier obligación significante.
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Búsqueda de la originalidad y la novedad Joan Miró: Paisaje catalán. 1924. Surrealismo. Óleo sobre lienzo. 64,8 x 100,3 cm. Museo de Arte Moderno, Nueva York.
Todos estos elementos se conjugan para proclamar la originalidad como elemento característico de las vanguardias. Cada una de ellas procuró constituir un lenguaje propio, original, marcado por la novedad. Proclamación de la libertad creadora
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El afán por la originalidad exige a las vanguardias la proclamación de la máxima libertad creadora. Si el arte de la academia buscaba de los artistas la asimilación de unas convenciones mínimas en cuanto al manejo de los elementos plásticos y al concepto del arte, las vanguardias fueron expresión de un anhelo de libertad individual y, por lo tanto, derivaron en lenguajes particulares, no convencionales. Esto señalaba la absoluta independencia del encargo y, en consecuencia, la máxima libertad personal en la expresión artística. Espíritu de provocación Marcel Duchamp: L.H.O.O.Q. 1919. Dadaísmo. 19,7 x 12,4 cm. Centro Pompidou, París.
La libertad creadora de las vanguardias es también, y especialmente, una provocación. Los movimientos vanguardistas pretenden conmocionar el statu quo, el orden establecido en el mundo de las artes, al que con frecuencia consideran gastado, agotado o inerte. También buscan provocar a la sociedad en su conjunto, al desafiar sus patrones de gusto, la masificación de la cultura o la moral. Muy especialmente, buscaban provocar la moral y el gusto burgueses.
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Exploración de elementos lúdicos Guillaume Apollinaire: Caligrama del poema del 9 de enero de 1915. Publicado en el libro Caligramas, de 1918. Poesía.
Si la función del arte estaba cambiando, los artistas se encontraron a sus anchas para introducir no solo la clave del humor en sus obras, que en algunos casos del pasado puede registrarse aunque sea marginalmente. También desarrollan una percepción lúdica del arte, ya sea a través de la complicidad del espectador, ya sea a través de su participación o intervención directa. Movimientos con cierta articulación grupal A diferencia del arte occidental que, hasta mediados del siglo XVIII, respondía a tradiciones acrisoladas en el tiempo, las vanguardias eran movimientos, es decir, grupos organizados con vocación expresa de promover un determinado estilo y/o punto de vista. Por ello, las vanguardias podían tener carácter interdisciplinario, pues buscaban expresar por todos los medios y disciplinas posibles sus contenidos programáticos.
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Promulgación de manifiestos Con frecuencia las vanguardias nacían con la publicación de un manifiesto o eran acompañadas por uno. Este resumía un programa estético y, no pocas veces, ideológico. Por ello, muchas veces las vanguardias establecieron una relación de dependencia entre la expresión artística y la palabra, es decir, una subordinación de la obra a la explicación o justificación que la contextualizaba. Algunos ejemplos de manifiestos vanguardistas son: Manifiesto futurista, escrito por Fillippo Tomasso Marinetti (1909) Manifiesto cubista, escrito por Guillaume Apollinaire (1913) Manifiesto suprematista, escrito por Kazimir Malévich (1915) Manifiesto neoplasticista (De Stijl), escrito por Theo Van Doesburg, Piet Mondrian, Bart an der Leck, J.J.P. Oud (1917) Manifiesto 98ltraíst, escrito por Tristán Tzara (1918) Manifiesto constructivista, escrito por Naum Gabo y Antoine Pevsner (1920) Manifiesto 98ltraísta (movimientos estrictamente literario). Hubo varias versiones: Una primera versión colectiva, bajo la orientación de Cansinos Assens (1918) Una segunda versión de Guillermo de Torre (1920) Una tercera versión de Jorge Luis Borges (1921) Manifiesto surrealista, escrito por André Bretón (1924)
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Movimientos políticamente comprometidos Umberto Boccioni: La carga de los lanceros. 1915. Futurismo. Témpera y collage sobre cartón. 32 x 50 cm. Colección privada.
No es extraño que la mayor parte de los movimientos vanguardistas tomaran partido por alguna tendencia política, de derecha o de izquierda, particularmente la vanguardias históricas. En general, los artistas de vanguardia se inclinaban hacia la izquierda. El ejemplo más conocido es, quizá, el de Pablo Picasso, militante del partido comunista francés. La única vanguardia declaradamente derechista fue el futurismo. Necesidad de conocer la historia del arte para comprenderlas Ya que las vanguardias se articulan como movimientos de ruptura con las tradiciones o escuelas artísticas, comprenderlas en todo su sentido pasa, necesariamente, por conocer la historia del arte o la literatura según corresponda. Solo así se puede comprender, por ejemplo, la importancia de movimientos como el cubismo, la abstracción geométrica o el arte pop. Las vanguardias se levantan en contra de la tradición pictórica, sea que se trate del academicismo, o sea que se trate de una ruptura con la vanguardia inmediatamente anterior. Al mismo tiempo, la correcta interpretación de las vanguardias con frecuencia está subordinada a los manifiestos.
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Andy Warhol: Latas de sopa Campbell. 1962. Arte pop. Serigrafía y polímero sintético sobre lienzo.
Ciclos de breve duración La propia sinergia del vanguardismo, caracterizada por la búsqueda de la ruptura y la novedad constante, determina la breve duración de los movimientos. Muchos de ellos duraron apenas una década, aunque ciertamente, artistas como Picasso o Salvador Dalí continuaron con su estilo pictórico una vez desarticulados los movimientos.
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Activities First
Check who they were: Homer, Shakespeare, and Cervantes
Second
Prepare the following expositions: 1. Shakespeare or the invention of the human (Harold Bloom). 2. The Vanguards against the past. 3. Vanguards, madness and Will
Third
What is the ideal of man present in Homer, Shakespeare, and surrealism?
Fourth
Associate each "idea of man" (answer above) with a Vanguard. Represent each "idea of man" with a drawing made according to the guidelines of the Vanguard
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Segundo periodo Ética y Política Figura 2. Contenidos grado noveno segundo periodo
Modernidad Newton Isabel Leonardo
Antigüedad: Aquiles Sócrates El místico
Contemporánea Industriales Tecnólogos Cíborgs
Proyecto: Cómic (creación del mundo del super héroe)
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El periodo anterior estudiamos el fenómeno al cual llamé: “Grecia como raíz de Occidente”. Tuvimos ocasión de ver cómo las vanguardias artísticas representan una ruptura con esa tradición, algo comprensible en una realidad configurada desde el individualismo, la producción en masa y la sensación de ruina cultural debida a la Primera Guerra Mundial. Y entre Homero y André Breton o Antonin Artaud, situamos a Shakespeare y Cervantes, en medio del origen griego y lo que será la ruptura en la cual vivimos. En este segundo periodo, dedicado a la ética y a la política, deseo que pienses en hombres arquetípicos, y que inscribas el arquetipo en el tipo de sociedad a la cual se debe. Ahora bien, como en todo el año deseo mantener la periodización propia de Occidente, comenzamos estudiando a Aquiles y a Sócrates, a la luz de un enamorado de Grecia, a saber, Werner Jaeger (Paideia). Posteriormente, y a través de dos textos más bien anecdóticos, nos adentramos en la Modernidad de la mano de Isabel I y Luis XIV, figuras asociadas respectivamente con la construcción de Inglaterra y Francia como naciones. Usamos la figura de Leonardo para insistir en ese momento en el cual Europa está entre el pasado y el futuro. Concluimos estudiando dos tipos de héroes contemporáneos: en primer lugar, a los industriales que convirtieron a los Estados Unidos en la nación más poderosa del planeta, en segundo lugar, a quienes están configurando el mundo gracias a la creación de ecosistemas digitales. A propósito dejo sin mencionar una extensa lectura sobre la tecnociencia contemporánea.
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Homero el educador Por. Werner Jaeger en Paideia
Cuenta Platón que era una opinión muy extendida en su tiempo la de que Homero había sido el educador de la Grecia toda. Desde entonces su influencia se extendió mucho más allá de los límites de Hélade. La apasionada crítica filosófica de Platón, al tratar de limitar el influjo y la validez pedagógica de toda poesía, no logra conmover su dominio. La concepción del poeta como educador de su pueblo —en el sentido más amplio y profundo— fue familiar desde el origen, y mantuvo constantemente su importancia. Sólo que Homero fue el ejemplo más notable de esta concepción general y, por decirlo así, su manifestación clásica. Haremos bien en tomar esta concepción del modo más serio posible y en no estrechar nuestra comprensión de la poesía griega sustituyendo el juicio propio de los griegos por el dogma moderno de la autonomía puramente estética del arte. Aunque ésta caracterice ciertos tipos y periodos del arte y de la poesía, no procede de la poesía griega y de sus grandes representantes ni es posible aplicarla a ellos. Es característico del primitivo pensamiento griego el hecho de que la estética no se halla separada de la ética. El proceso de su separación aparece relativamente tarde. Todavía para Platón la limitación del contenido de verdad de la poesía homérica lleva inmediatamente consigo una disminución de su valor. Por primera vez, la antigua retórica fomentó la consideración formal del arte y, finalmente, el cristianismo convirtió la valoración puramente estética de la poesía en una actitud espiritual predominante. Ello le hacía posible rechazar la mayor parte del contenido ético y religioso de
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los antiguos poetas como errónea e impía, y reconocer, al mismo tiempo, la forma clásica como un instrumento de educación y fuente de goce. Desde entonces la poesía no ha dejado de evocar y conjurar de su mundo de sombras a los dioses y los héroes de la «mitología» pagana; pero aquel mundo es considerado como un juego irreal de la pura fantasía artística. Fácil nos es considerar a Homero desde esta estrecha perspectiva, pero con ello nos impedimos el acceso a la inteligencia de los mitos y de la poesía en su verdadero sentido helénico. Nos repugna, naturalmente, ver cómo la poética filosófica tardía del helenismo interpreta la educación de Homero como una resaca y racionalista fábula docet o cómo, de acuerdo con los sofistas, hace de la épica una enciclopedia de todas las artes y las ciencias. Pero esta quimera de la escolástica no es sino la degeneración de un pensamiento en sí mismo justo que, como todo lo bello y verdadero, se hace grosero en manos rudas. Por mucho que semejante utilitarismo repugne, con razón, a nuestro sentido estético, no deja de ser evidente que Homero, como todos los grandes poetas de Grecia, no debe ser considerado como simple objeto de la historia formal de la literatura, sino como el primero y el más grande creador y formador de la humanidad griega. Se imponen aquí algunas observaciones sobre la acción educadora de la poesía griega en general y, de un modo muy particular, de la de Homero. La poesía sólo puede ejercer esta acción si pone en vigor todas las fuerzas estéticas y éticas del hombre. Pero la relación entre el aspecto ético y estético no consiste solamente en el hecho de que lo ético nos sea dado como una «materia» accidental, ajena al designio esencial propiamente artístico, sino en que la forma normativa y la forma artística de la obra de arte se hallan en una acción recíproca y aún tienen, en lo más íntimo, una raíz común. Mostraremos cómo el estilo, la composición, la forma, en el sentido de su específica calidad estética, se halla condicionada e inspirada por la figura espiritual que encarna. No es, naturalmente, posible hacer de esta concepción una ley estética general. Existe y ha existido en todo tiempo un arte que prescinde de los problemas centrales del hombre y debe ser entendido sólo de acuerdo con su idea formal. Existe incluso un arte que se burla de los denominados asuntos elevados o permanece indiferente ante los contenidos y los objetos. Claro es que esta frivolidad artística deliberada tiene a su vez efectos «éticos», pues desenmascara sin consideración alguna los valores falsos y convencionales y actúa como una crítica purificadera. Pero sólo puede ser propiamente educadora una poesía cuyas raíces penetren en las capas más profundas del ser humano y en la que aliente un ethos, un anhelo espiritual, una imagen de lo humano capaz de convertirse en una constricción y en un deber. La poesía griega, en sus formas más altas, no nos ofrece
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simplemente un fragmento cualquiera de la realidad, sino un escorzo de la existencia elegido y considerado en relación con un ideal determinado. Por otra parte, los valores más altos adquieren generalmente, mediante su expresión artística, el significado permanente y la fuerza emocional capaz de mover a los hombres. El arte tiene un poder ilimitado de conversión espiritual. Es lo que los griegos denominaron psicagogia. Sólo él posee, al mismo tiempo, la validez universal y la plenitud inmediata y vivaz que constituyen las condiciones más importantes de la acción educadora. Mediante la unión de estas dos modalidades de acción espiritual supera al mismo tiempo a la vida real y a la reflexión filosófica. La vida posee plenitud de sentido, pero sus experiencias carecen de valor universal. Se hallan demasiado interferidas por sucesos accidentales para que su impresión pueda alcanzar siempre el mayor grado de profundidad. La filosofía y la reflexión alcanzan la universalidad y penetran en la esencia de las cosas. Pero actúan tan sólo en aquellos para los cuales sus pensamientos llegan a adquirir la intensidad de lo vivido personalmente. De ahí que la poesía aventaje a toda enseñanza intelectual y a toda verdad racional, pero también a las meras experiencias accidentales de la vida individual. Es más filosófica que la vida real (si nos es permitido ampliar el sentido de una conocida frase de Aristóteles). Pero, es, al mismo tiempo, por su concentrada realidad espiritual, más vital que el conocimiento filosófico. Estas consideraciones no son, en modo alguno, válidas para la poesía de todas las épocas, ni tan siquiera, sin excepción, para la de los griegos. No se limitan tampoco sólo a ésta. Pero la afectan más que a otra alguna y de ella derivan en lo fundamental. Reproducimos, con ellas, los puntos de vista a que llegó el sentimiento artístico griego al ser elaborado filosóficamente en tiempos de Platón y de Aristóteles, sobre la base de la gran poesía de su propio pueblo. A pesar de algunas variaciones en el detalle, la concepción del arte de los griegos permaneció, en este respecto, idéntica en tiempos posteriores. Y puesto que nació en una época en que existía un sentido más vivo de la poesía y específicamente de la poesía helénica, es necesario y correcto preguntarnos por su validez en los tiempos de Homero. En tiempo alguno alcanzaron aquellos ideales una validez tan amplia sobre la forma artística y su acción en la formación de la posteridad como en los poemas homéricos. En la epopeya se manifiesta la peculiaridad de la educación helénica como en ningún otro poema. Ningún otro pueblo ha creado por sí mismo formas de espíritu paralelas a la mayoría de las de la literatura griega posterior. De ella nos vienen la tragedia, la comedia, el tratado filosófico, el diálogo, el tratado científico sistemático, la historia crítica, la biografía, la oratoria jurídica y encomiástica, la descripción de viajes las memorias, las colecciones de cartas, las confesiones
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y los ensayos. Hallamos, en cambio, en otros pueblos en el mismo estadio de desarrollo una organización social de las clases sociales —nobles y pueblo—, un ideal aristocrático del hombre y un arte popular que traduce en cantos heroicos la concepción de la vida dominante, análogos a los de los griegos primitivos. Y de los cantos heroicos surgió, también, como entre los griegos, una epopeya, entre los indios, los germanos, los pueblos romanos, los fineses y algunos pueblos nómadas del Asia central. Nos hallamos en condiciones de comparar la poesía épica de las más distintas estirpes, razas y culturas y llegar así al mejor conocimiento de la épica griega. Se han observado con frecuencia las vigorosas similitudes de todos esos poemas, nacidos del mismo grado de desarrollo antropológico. La poesía heroica helénica de los tiempos más antiguos comparte, con la de otros pueblos, los rasgos primitivos. Pero su semejanza se refiere sólo a caracteres exteriores condicionados por el tiempo, no a la riqueza de su sustancia humana ni a la fuerza de su forma artística. Ninguna épica de ningún pueblo ha acuñado de un modo tan completo y alto aquello que hay de imperecedero, a pesar de todos los «progresos» burgueses, en el estadio heroico de la existencia humana ni su sentido universal del destino y la verdad perdurable sobre la vida. Ni tan siquiera poemas como los de los pueblos germanos, tan profundamente humanos y tan próximos a nosotros, pueden compararse, por la amplitud y la permanencia de la acción, con los de Homero. La diferencia entre su significación histórica en la vida de su pueblo y la de la épica medieval, germana o francesa, se manifiesta por el hecho de que la influencia de Homero se extendió, sin interrupción, a través de más de un millar de años, mientras que la épica medieval cortesana fue pronto olvidada, tras la decadencia del mundo caballeresco. La fuerza vital de la épica homérica produjo todavía en la época helenística, en la cual se buscaba a todo un fundamento científico, una nueva ciencia, la filología, consagrada a la investigación de su tradición y de su forma originaria, la cual vivió exclusivamente de la fuerza imperecedera de aquellos poemas. Los polvorientos manuscritos de la épica medieval, de la Canción de
Rolando, Beowulf y los Nibelungos dormitaban, en cambio, en las bibliotecas y fue necesario que una erudición previamente existente los descubriera de nuevo y los sacara a la luz. La
Divina Comedia de Dante es el único poema épico de la Edad Media que ha alcanzado un lugar análogo no sólo en la vida de su propia nación, sino de la humanidad entera. Y ello por una razón análoga. Él poema de Dante, aunque condicionado por el tiempo, se eleva, por la profundidad y la universalidad de su concepción del hombre y de la existencia, a una altura que sólo alcanza el espíritu inglés en Shakespeare y el alemán en Goethe. Verdad es que los estadios primitivos de la expresión poética de un pueblo se hallan condicionados de un modo
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más vigoroso por las particularidades nacionales. La inteligencia de su peculiaridad por otros pueblos y tiempos se halla necesariamente limitada. La poesía arraigada en el suelo —y no hay ninguna verdadera poesía que no lo esté— sólo se eleva a una validez universal en cuanto alcanza el más alto grado de universalidad humana. El hecho de que Homero, el primero que entra en la historia de la poesía griega, se haya convertido en el maestro de la humanidad entera, demuestra la capacidad única del pueblo griego para llegar al conocimiento y a la formulación de aquello que a todos nos une y a todos nos mueve. Homero es el representante de la cultura griega primitiva. Hemos apreciado ya su valor como «fuente» de nuestro conocimiento histórico de la sociedad griega más antigua. Pero su pintura inmortal del mundo caballeresco es algo más que un reflejo involuntario de la realidad en el arte. Este mundo de grandes tradiciones y exigencias es la esfera de la vida más alta en la cual la poesía homérica ha triunfado y de la cual se ha nutrido. El pathos del alto destino heroico del hombre es el aliento espiritual de la Ilíada. El ethos de la cultura y de la moral aristocráticas halla el poema de su vida en la Odisea. La sociedad que produjo aquella forma de vida tuvo que desaparecer sin dejar testimonio alguno al conocimiento histórico. Pero su pintura ideal, incorporada a la poesía homérica, llegó a convertirse en el fundamento viviente de toda la cultura helénica. Hölderlin ha dicho: «Lo perdurable es la obra de los poetas.» Este verso expresa la ley fundamental de la historia de la cultura y de la educación helénicas. Sus piedras fundamentales se hallan en la obra de los poetas. De grado en grado y de un modo creciente desarrolla la poesía griega, con plena conciencia, su espíritu educador. Podría, acaso, preguntarse cómo es compatible la actitud plenamente objetiva de la epopeya con este designio. Hemos mostrado ya en el análisis precedente de la Embajada a Aquiles y de la «Telemaquia», mediante ejemplos concretos, la intención educadora de aquellos cantos. Pero la importancia educadora de Homero es evidentemente más amplia. No se limita al planteamiento expreso de determinados problemas pedagógicos ni a algunos pasajes que aspiran a producir un determinado efecto ético. La poesía homérica es una vasta y compleja obra del espíritu que no es posible reducir a una fórmula única. Al lado de fragmentos relativamente recientes, que revelan un interés pedagógico expreso, se hallan otros pasajes en los cuales el interés por los objetos descritos aleja la posibilidad de pensar en un doble designio ético. El canto noveno de la Ilíada o la «Telemaquia» revelan en su actitud espiritual una voluntad tan decidida de producir un efecto consciente, que se aproximan a la elegía. Hemos de distinguir de ellos otros fragmentos en los cuales se revela, por decirlo así, una educación objetiva, que no tiene nada que ver con el propósito del poeta,
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sino que se funda en la esencia misma del canto épico. Ello nos conduce a los tiempos relativamente primitivos donde se halla el origen del género. Homero nos ofrece múltiples descripciones de los antiguos aedos, de cuya tradición artística ha surgido la épica. El propósito de aquellos cantores es mantener vivos en la memoria de la posteridad los «hechos de los hombres y de los dioses». La gloria, y su mantenimiento y exaltación, constituye el sentido propio de los cantos épicos. Las antiguas canciones heroicas eran muchas veces denominadas «glorias de los hombres». El cantor del primer canto de la Odisea recibe del poeta, que ama los nombres significativos, el nombre de Femio, es decir, portador de la fama, conocedor de la gloria. El hombre del cantor feacio Demódoco contiene la referencia a la publicidad de su profesión. El cantor, como mantenedor de la gloria, tiene una posición en la sociedad de los hombres. Platón cuenta el éxtasis entre las bellas acciones del delirio divino y describe el fenómeno originario que se manifiesta en el poeta, en relación con él. «La posesión y el delirio de las musas se apoderan de un alma bendita y tierna, la despiertan y la arroban en cantos y en toda suerte de creaciones poéticas, y en tanto que glorifica los innumerables hechos del pasado, educa a la posteridad.» Tal es la concepción originariamente helénica. Parte de la unión necesaria e inseparable de toda poesía con el mito —el conocimiento de los grandes hechos del pasado— y de ahí deriva la función social y educadora del poeta. Ésta no consiste para Platón en ningún género de designio consciente de influir en los oyentes. El solo hecho de mantener, mediante el canto, viva la gloria, es ya, por sí, una acción educadora. Hemos de recordar aquí lo que dijimos antes, sobre la significación del ejemplo para la ética aristocrática de Homero. Hablamos, entonces, de la importancia educadora de los ejemplos creados por el mito, así las advertencias o estímulos de Fénix a Aquiles, de Atenea a Telémaco. El mito tiene en sí mismo esta significación normativa, incluso cuando no es empleado de un modo expreso como modelo o ejemplo. No lo es, en primer término, por la comparación de un suceso de la vida corriente con el correspondiente acaecimiento ejemplar del mito, sino por su misma naturaleza. La tradición del pasado refiere la gloria, el conocimiento de lo grande y lo noble, no un suceso cualquiera. Lo extraordinario obliga aunque sólo sea por el simple reconocimiento del hecho. El cantor, empero, no se limita a referir los hechos. Alaba y ensalza cuanto en el mundo es digno de elogio y alabanza. Así como los héroes de Homero reclaman, ya en vida, el honor debido y se hallan recíprocamente dispuestos a otorgar a cada cual la estimación debida, todo auténtico hecho heroico se halla hambriento de honor. Los mitos y las leyendas heroicas constituyen el tesoro
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inextinguible de ejemplos y modelos de la nación. De ellos saca su pensamiento, los ideales y normas para la vida. Prueba de la íntima conexión de la épica y el mito es el hecho de que Homero use paradigmas míticos para todas las situaciones imaginables de la vida en que un hombre puede enfrentarse con otro para aconsejarle, advertirle, amonestarle, exhortarle, prohibirle u ordenarle algo. Tales ejemplos no se hallan ordinariamente en la narración, sino en los discursos de los personajes épicos. Los mitos sirven siempre de instancia normativa a la cual apela el orador. Hay en su intimidad algo que tiene validez universal. No tiene un carácter meramente ficticio, aunque sea sin duda alguna, originariamente, el sedimento de acaecimientos históricos que han alcanzado su magnitud y la inmortalidad, mediante una larga tradición y la interpretación glorificadora de la fantasía creadora de la posteridad. No de otro modo es preciso interpretar la unión de la poesía con el mito que ha sido para los griegos una ley invariable. Se halla en íntima conexión con el origen de la poesía en los cantos heroicos, con la idea de los cantos de alabanza y la imitación de los héroes. La ley no vale más allá de la alta poesía. A lo sumo hallamos lo mítico, como un elemento idealizador, en otros géneros, como en la lírica. La épica constituye, originariamente, un mundo ideal. Y el elemento de idealidad se halla representado en el pensamiento griego primitivo por el mito. Este hecho actúa en la epopeya aun en todos los detalles de estilo y de estructura. Una de las peculiaridades del lenguaje épico es el uso estereotipado de epítetos decorativos. Este uso deriva directamente del espíritu original de los antiguos κλέα ἀνδρῶν. En nuestra gran epopeya, precedida por una larga evolución de los cantos heroicos, estos epítetos pierden por el uso su vitalidad, pero son impuestos por la convención del estilo épico. Los epítetos aislados no son ya siempre usados con una significación individual y característica. Son, en una gran medida, ornamentales. Constituyen, sin embargo, un elemento indispensable de este arte, acuñado por una tradición de siglos y aparecen constantemente en él aun donde no hacen falta e incluso cuando perturban. Los epítetos han pasado a ser ya un simple ingrediente de la esfera ideal donde es enaltecido cuanto toca la narración épica. Aun más allá del uso de los epítetos, domina en las descripciones y pinturas épicas este tono ponderativo, ennoblecedor y transfigurador. Todo lo bajo, despreciablemente innoble, es suprimido del mundo épico. Ya los antiguos observaron cómo eleva Homero a aquella esfera aun las cosas en sí más insignificantes. Dión de Prusa, que apenas tuvo clara conciencia de la conexión profunda entre el estilo ennoblecedor y la esencia de la épica, contrapone a Homero al crítico Arquíloco y observa que los hombres necesitan, para su educación, mejor la censura que la alabanza[55]. Su juicio nos interesa aquí menos porque expresa un punto
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de vista pesimista opuesto a la antigua educación de los aristócratas y su culto del ejemplo. Veremos más tarde sus presuposiciones sociales. Pero apenas es posible describir, de un modo más certero, la naturaleza del estilo épico y su tendencia idealizadora, que con las palabras de aquel retórico lleno de fina sensibilidad para las cosas formales. «Homero, dice, ha ensalzado todo: animales y plantas, el agua y la tierra, las armas y los caballos. Podemos decir que no pasó sobre nada sin elogio y alabanza. Incluso al único que ha denostado, Tersites, lo denomina orador de voz clara.» La tendencia idealizadora de la épica, conectada con su origen en los antiguos cantos heroicos, la distingue de las demás formas literarias y la otorga un lugar preeminente en la historia de la educación griega. Todos los géneros de la literatura griega surgen de las formas primarias y naturales de la expresión humana. Así, la poesía mélica nace de las canciones populares, cuyas formas cambia y enriquece artísticamente; el yambo, de los cantos de las fiestas dionisiacas; los himnos y el prosodion, de los servicios divinos; los epitalamios, de las ceremonias populares de las bodas; las comedias, de los komos; las tragedias, de los ditirambos. Podemos dividir las formas originarias, a partir de las cuales se desarrollan los géneros poéticos posteriores, en aquellas que pertenecen a los servicios divinos, las que se refieren a la vida privada y las que se originan en la vida de la comunidad. Las formas de expresión poética de origen privado o culto tienen poco que ver con la educación. En cambio, los cantos heroicos se dirigen, por su esencia misma idealizadora, a la creación de ejemplares heroicos. Su importancia educadora se halla a gran distancia de la de los demás géneros poéticos, puesto que refleja objetivamente la vida entera y muestra al hombre en su lucha con el destino y por la consecución de un alto fin. La didáctica y la elegía siguen los pasos de la épica y se acercan a ella por su forma. Toman de ella el espíritu educador que pasa más tarde a otros géneros como los yambos y los cantos corales. La tragedia es, por su material mítico y por su espíritu, la heredera integral de la epopeya. Debe su espíritu ético y educador únicamente a su conexión con la epopeya, no a su origen dionisiaco. Y si consideramos que las formas de prosa literaria que tuvieron una acción educadora más eficaz, es decir, la historia y la filosofía, nacieron y se desarrollaron directamente de la discusión de las ideas relativas a la concepción del mundo contenidas en la épica, podremos afirmar, sin más, que la épica es la raíz de toda educación superior en Grecia. Queremos mostrar ahora el elemento normativo en la estructura interna de la epopeya. Tenemos dos caminos para ello. Podemos examinar la forma entera de la epopeya, en su realidad completa y acabada, sin prestar atención alguna a los resultados y a los problemas
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del análisis científico de Homero; o engolfarnos en las dificultades, inextricables, que ofrece el espesor de las hipótesis relativas a su origen y nacimiento. Ambos procedimientos son malos. Tomaremos un camino medio. Consideraremos, en principio, el desarrollo histórico de la epopeya, pero prescindiremos del detalle de los análisis relativos al asunto. En todo caso, es insostenible, aun desde el punto de vista del absoluto agnosticismo, toda concepción que no tenga en cuenta el hecho claro de la prehistoria de la epopeya. Esta circunstancia nos separa de las antiguas interpretaciones de Homero que, por lo que se refiere al problema de la educación, consideran siempre conjuntamente la Ilíada y la Odisea, en su totalidad. La totalidad debe seguir siendo, naturalmente, el fin, aun para los modernos intérpretes, incluso si el análisis conduce a la conclusión de que el todo es el resultado de un trabajo poético, ininterrumpido a través de generaciones, sobre un material inagotable. Pero aun si aceptamos la posibilidad, que parece a todos evidente, de que el devenir de la epopeya ha incorporado antiguas formas de las sagas. con modificaciones mayores o menores y aun de que, una vez completa, haya aceptado la inserción de cantos enteros de origen más reciente, es preciso realizar un esfuerzo para concebir los estadios de su desarrollo del modo más inteligible. La idea que nos hayamos formado de la naturaleza de los más antiguos cantos heroicos influirá de un modo esencial en aquella concepción. Nuestra idea fundamental del origen de la épica en las canciones heroicas más antiguas, que constituyen, como en otros pueblos, la tradición más primitiva, nos hace suponer que la descripción de los combates singulares, la
aristeia, que termina con el triunfo de un héroe famoso sobre su poderoso adversario, ha sido la forma más antigua de los cantos épicos. La narración de los combates singulares es más fértil, desde el punto de vista del interés humano, que la exposición de luchas de masas, cuyo espectáculo e íntima vitalidad pasa ligeramente sobre la escena. Las descripciones de batallas campales sólo pueden suscitar nuestro interés en las escenas dominadas por grandes héroes individuales. Participamos profundamente en la narración de los combates individuales porque en ellos lo personal y lo ético, que apenas aparece en las batallas de conjunto, se sitúa en primer término y por la íntima vinculación de sus momentos particulares a la unidad de la acción. La narración de la aristeia de un héroe contiene siempre un fuerte elemento protréptico. Episodios de esta índole aparecen todavía, de acuerdo con el modelo épico, en descripciones históricas posteriores. En la Ilíada, constituyen el punto culminante de la acción bélica. Son escenas completas, que aun formando parte de la obra total, conservan una cierta independencia y muestran así que constituyeron originariamente un fin en sí mismas o fueron modeladas en cantos independientes. El poeta de la Ilíada rompe la narración de la batalla de Troya mediante la narración de la cólera de Aquiles y sus
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consecuencias y la de un número de combates individuales tales como la aristeia de Diómedes (E), de Agamemnón (Λ), de Menelao (P), y los duelos entre Menelao y París (Γ) y entre Héctor y Áyax (H). Tales escenas eran la delicia de la raza a la cual se dirigían los cantos heroicos. En ellas veía el espejo de sus propios ideales. La nueva finalidad artística de la gran epopeya, al introducir un gran número de escenas de esta naturaleza y conectarlas a una acción unitaria, consistía no sólo, como antes se usaba, en ofrecer cuadros particulares de una acción de conjunto que se supone conocida, sino en poner de relieve y destacar el valor de todos los héroes famosos. Mediante la conexión de muchos héroes y figuras, ya parcialmente celebrados en los antiguos cantos, crea el poeta un cuadro gigantesco, la guerra de Ilion en su totalidad. Su obra muestra claramente lo que representaba para él la lucha: la prodigiosa lucha de muchos héroes inmortales, de la más alta areté. No sólo los griegos. Sus enemigos son también un pueblo de héroes que lucha por su patria y por su libertad. «Es del mejor agüero luchar por la patria»: son las palabras que Homero pone en la boca no de un griego, sino del héroe de los troyanos, que cae por su patria y alcanza con ello la más alta calidad humana. Los grandes héroes aqueos encarnan el tipo de la más alta heroicidad. La patria, la mujer y los niños, son motivos que actúan menos sobre ellos. Se habla ocasionalmente de que luchan para vengar el rapto de Helena. Hay el intento de tratar directamente con los troyanos el retorno de Helena a su marido legal y evitar así el derrame de sangre, tal como parece aconsejarlo una política razonable. Pero no se hace ningún uso importante de esta justificación. Lo que despierta la simpatía del poeta por los aqueos no es la justicia de su causa, sino el resplandor imperecedero de su heroicidad. Sobre el fondo sangriento de la pelea heroica se destaca, en la Ilíada, un destino individual de pura tragedia humana: la vida heroica de Aquiles. La acción de Aquiles es, para el poeta, el lazo íntimo mediante el cual reúne las escenas sucesivas de lucha en una unidad poética. A la trágica figura de Aquiles debe la Ilíada el no ser para nosotros un venerable manuscrito del espíritu guerrero primitivo, sino un monumento inmortal para el conocimiento de la vida y del dolor humano. La gran epopeya no representa sólo un progreso inmenso en el arte de componer un todo complejo y de amplio contorno. Significa también una consideración más profunda de los perfiles íntimos de la vida y sus problemas, que eleva la poesía heroica muy por encima de su esfera originaria y otorga al poeta una posición completamente nueva, una función educadora en el más alto sentido de la palabra. No es ya simplemente un divulgador
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impersonal de la gloria del pasado y de sus hechos. Es un poeta en el pleno sentido de la palabra: intérprete creador de la tradición. Interpretación espiritual y creación son, en el fondo, uno y lo mismo. No es difícil comprender que la enorme y superior originalidad de la epopeya griega, en la composición de un todo unitario, brota de la misma raíz de su acción educadora: de su más alta conciencia espiritual de los problemas de la vida. El interés y el goce creciente en el dominio de grandes masas de material, que es un rasgo típico de los últimos grados de desarrollo de los cantos épicos y que se halla también en otros pueblos, no conduce necesariamente, en ellos, a la gran epopeya, y cuando esto ocurre, fácilmente cae en el peligro de degenerar en una narración novelesca que comience «con el huevo de Leda», con la historia del nacimiento del héroe, a través de una serie fatigosa de cuentos tradicionales. La exposición de la epopeya homérica, dramática y concentrada, siempre intuitiva y representativa, avanzando siempre in medias res, procede siempre mediante rasgos ceñidos y precisos. En lugar de una historia de la guerra troyana o de la vida entera de Aquiles, ofrece sólo, con prodigiosa seguridad, las grandes crisis, algunos momentos de importancia representativa y de la más alta fecundidad poética, lo cual le permite concentrar y evocar, en un breve espacio de tiempo, diez años de guerra, con todas sus luchas y vicisitudes pasadas, presentes y futuras. Los críticos antiguos se admiraron ya de esta aptitud. Por ella fue Homero, para Aristóteles y para Horacio, no sólo el clásico entre los épicos, sino el más alto modelo de fuerza y maestría poética. Prescinde de lo meramente histórico, da cuerpo a los acaecimientos y deja que los problemas se desarrollen en virtud de su íntima necesidad. La Ilíada comienza en el momento en que Aquiles colérico se retira de la lucha. Ello pone a los griegos en el mayor apuro. Por los errores y las miserias humanas, tras largos años de lucha, están a punto de perder el fruto de sus esfuerzos en el momento en que se hallaban a punto de conseguir su fin. La retirada de su héroe más poderoso alienta a los demás a realizar un esfuerzo supremo y a mostrar todo el resplandor de su bravura. Los adversarios, animados por la ausencia de Aquiles, ponen en la lucha todo el peso de su fuerza y el campo de batalla llega al momento supremo, hasta que el creciente riesgo de los suyos mueve a Patroclo a intervenir. Su muerte a manos de Héctor consigue, al fin, lo que las súplicas y los intentos de reconciliación de los griegos no habían alcanzado: Aquiles entra de nuevo en la lucha para vengar a su amigo caído, mata a Héctor, salva a los griegos de la ruina, entierra a su amigo con lamentos salvajes a la antigua usanza bárbara y ve avanzar sobre sí mismo el destino. Cuando Príamo se arrastra a sus pies, pidiéndole el cadáver de su hijo, se enternece
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el corazón sin piedad del Pelida al recordar a su propio anciano padre, despojado también de su hijo, aunque todavía vivo. La terrible cólera de Aquiles, que constituye el motivo de la acción entera, aparece con el mismo resplandor creciente que rodea a la figura del héroe. Es la heroicidad sobrehumana de un joven magnífico que prefiere, con plena conciencia, la ruda y breve ascensión de una vida heroica a una vida larga y sin honor, rodeada de goce y de paz, el verdadero megalopsychos, sin indulgencia ante su adversario de igual rango, que atenta al único fruto de su lucha: la gloria del héroe. Así comienza el poema, con un momento oscuro de su figura radiante, y el final no puede compararse con el éxito triunfante de la aristeia usual. Aquiles no está satisfecho de su victoria sobre Héctor. La historia entera termina con la tristeza inconsolable del héroe, con aquellas espantosas lamentaciones de muerte de los griegos y los troyanos, ante Patroclo y Héctor, y la sombría certeza del vencedor sobre su propio destino. Quien pretenda suprimir el último canto o continuar la acción hasta la muerte de Aquiles y convertir la Ilíada en una aquileida o piense que el poema era originariamente así, considera el problema desde el punto de vista histórico y del contenido, no desde el punto de vista artístico de la forma. La Ilíada celebra la gloria de la mayor aristeia de la guerra de Troya, el triunfo de Aquiles sobre el poderoso Héctor. En ella se mezcla la tragedia de la grandeza heroica, consagrada a la muerte, con la sumisión del hombre al destino y a las necesidades de la propia acción. A la auténtica aristeia pertenece el triunfo del héroe, no su caída. La tragedia que encierra el hecho de que Aquiles se resuelva a ejecutar en Héctor la venganza de la muerte de Patroclo, a pesar de que sabe que tras la caída de Héctor le espera, a su vez, una muerte cierta, no halla su plenitud hasta la consumación de la catástrofe. Sirve sólo para enaltecer y llevar a mayor profundidad humana la victoria de Aquiles. Su heroísmo no pertenece al tipo ingenuo y elemental de los antiguos héroes. Se eleva a la elección deliberada de una gran hazaña, al precio, previamente conocido, de la propia vida. Todos los griegos posteriores concuerdan en esta interpretación y ven en ello la grandeza moral y la más vigorosa eficacia educadora del poema. La resolución heroica de Aquiles sólo alcanza su plenitud trágica en su conexión con el motivo de su cólera y el vano intento de los griegos de llegar a la reconciliación, puesto que su negativa es la que acarrea la intervención y la caída de su amigo en el momento del descalabro griego. De esta conexión es preciso concluir que la Ilíada tiene un designio ético. Para poner en claro, de un modo convincente, las particularidades de aquel propósito, sería preciso un
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análisis penetrante que no podemos realizar aquí. Claro es que el problema, mil veces discutido, del nacimiento de la epopeya homérica, no puede ser resuelto de golpe ni dejado de lado mediante la simple referencia a aquel designio, que presupone, naturalmente, la unidad espiritual de la obra de arte. Pero es un saludable antídoto contra la tendencia unilateral a desmenuzar el conjunto, el hecho de que aparezcan de un modo claro las líneas sólidas de la acción. Y este hecho debe destacarse con claridad meridiana desde nuestro punto de vista. Podemos prescindir del problema de cuál fue el creador de la arquitectura del poema. Lo mismo si se hallaba vinculada a la concepción originaria que si es el resultado de la elaboración de un poeta posterior, no es posible desconocerlo en la forma actual de la Ilíada y es de fundamental importancia para su designio y su efecto. Lo dilucidaremos sólo en algunos puntos de mayor importancia. Ya en el primer canto, donde se refiere la causa de la discordia entre Aquiles y Agamemnón, la ofensa a Crises, el sacerdote de Apolo, y la cólera del dios, que deriva de ella, toma el poeta un partido inequívoco. Refiere la actitud de ambas partes contendientes de un modo completamente objetivo, pero con claridad las califica de incorrectas, por desmesuradas. Entre ellos se halla el prudente anciano Néstor, la personificación de la sofrosyne. Ha visto tres generaciones de mortales y habla, como desde un alto sitial, a los hombres airados del presente, sobre sus agitaciones momentáneas. La figura de Néstor mantiene la totalidad de la escena en equilibrio. Ya en esta primera escena aparece la palabra estereotipada até. A la ceguera de Agamemnón se junta, en el canto nueve, la de Aquiles, mucho más grave en sus consecuencias, puesto que no «sabe ceder» y, cegado por la cólera, traspasa toda medida humana. Cuando ya es demasiado tarde, se expresa lleno de arrepentimiento. Maldice ahora su encono, que lo ha conducido a ser infiel a su destino heroico, a permanecer ocioso y a sacrificar a su más querido amigo. Asimismo, lamenta Agamemnón, tras su reconciliación con Aquiles, su propia ceguera, en una amplia alegoría sobre los efectos mortales de até. Homero concibe a até., así como a moira, de un modo estrictamente religioso, como una fuerza divina que el hombre puede apenas resistir. Sin embargo, aparece el hombre, especialmente en el canto noveno, si no dueño de su destino, por lo menos en un cierto sentido como un coautor inconsciente. Hay una profunda necesidad espiritual en el hecho de que, precisamente los griegos, para los cuales la acción heroica del hombre se halla en el lugar más alto, experimentaran, como algo demoniaco, el trágico peligro de la ceguera y la consideraran como la contraposición eterna a la acción y a la aventura, mientras que la resignada sabiduría asiática tratara de evitarlo mediante la inacción y la renuncia. La frase de Heráclito, ἦϑος ἀνϑρώπῳ δαίμων, se halla en el término del camino que
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recorrieron los griegos en el conocimiento del destino humano. El poeta que creó la figura de Aquiles, se halla al comienzo. La obra de Homero está en su totalidad inspirada por un pensamiento «filosófico» relativo a la naturaleza humana y a las leyes eternas del curso del mundo. No escapa a ella nada esencial de la vida humana. Considera el poeta todo acaecimiento particular a la luz de su conocimiento general de la esencia de las cosas. La preferencia de los griegos por la poesía gnómica, la tendencia a estimar cuanto ocurre de acuerdo con las normas más altas y a partir de premisas universales, el uso frecuente de ejemplos míticos, considerados como tipos e ideales imperativos, todos estos rasgos tienen su último origen en Homero. Ningún símbolo tan maravilloso de la concepción épica del hombre como la representación figurada del escudo de Aquiles tal como lo describe detalladamente la Ilíada. Hefestos representa en él la tierra, el cielo y el mar, el sol infatigable y la luna llena y las constelaciones que coronan el cielo. Crea, además, las dos más bellas ciudades de los hombres. En una de ellas hay bodas, fiestas, convites, cortejos nupciales y epitalamios. Los jóvenes danzan en torno, al son de las flautas y las liras. Las mujeres, en las puertas, los miran admiradas. El pueblo se halla reunido en la plaza del mercado, donde se desarrolla un litigio. Dos hombres contienden sobre el precio de sangre de un muerto. Los jueces se hallan sentados sobre piedras pulidas, en círculo sagrado, los cetros en las manos, y dictan la sentencia. La otra ciudad se halla sitiada por dos ejércitos numerosos, con brillantes armaduras, que quieren destruirla o saquearla. Pero sus habitantes no quieren rendirse, sino que se hallan firmes en las almenas de las murallas para proteger a las mujeres, niños y ancianos. Los hombres salen, empero, secretamente y arman una emboscada a la orilla de un río, donde hay un abrevadero para el ganado, y asaltan un rebaño. Acude el enemigo y se da una batalla en la orilla del río. Vuelan las lanzas en medio del tumulto, avanzan Eris y Kydoimos, los demonios de la guerra, y Ker, el demonio de la muerte, con su veste ensangrentada, y arrastran por los pies a los muertos y heridos. Hay también un campo donde los labradores trazan sus surcos arando con sus yuntas y a la vera del campo se hallan un hombre que escancia vino en una copa para su refrigerio. Luego viene una hacienda, en tiempo de cosecha. Los segadores llevan la hoz en la mano, caen las espigas al suelo, son atadas en gavillas, y el propietario está silencioso, con el corazón alegre, mientras los sirvientes preparan la comida. Un viñedo, con sus alegres vendimiadores, un soberbio rebaño de cornudos bueyes, con sus pastores y perros, una hermosa dehesa en lo hondo de un valle, con sus ovejas, apriscos y establos; un lugar para la danza donde las muchachas y los mozos bailan cogidos de las manos y un divino cantor que canta con voz sonora, completan esta pintura plenaria de la vida humana, con su eterna,
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sencilla y magnífica significación. En torno al círculo del escudo y abrazando la totalidad de las escenas, fluye el Océano. La armonía perfecta de la naturaleza y de la vida humana, que se revela en la descripción del escudo, domina la concepción homérica de la realidad. Un gran ritmo análogo penetra la totalidad de su movimiento. Ningún día se halla tan henchido de confusión humana que el poeta olvide observar cómo se levanta y se hunde el sol sobre los esfuerzos cotidianos, cómo sigue el reposo al trabajo y la lucha del día y cómo el sueño, que afloja los miembros, abraza a los mortales. Homero no es naturalista ni moralista. No se entrega a las experiencias caóticas de la vida sin tomar una posición ante ellas, ni las domina desde fuera. Las fuerzas morales son para él tan reales como las físicas. Comprende las pasiones humanas con mirada penetrante y objetiva. Conoce su fuerza elemental y demoníaca que, más fuerte que el hombre, lo arrastra. Pero, aunque su corriente desborde con frecuencia las márgenes, se halla, en último término, siempre contenida por un dique inconmovible. Los últimos límites de la ética son, para Homero, como para los griegos en general, leyes del ser, no convenciones del puro deber. En la penetración del mundo por este amplio sentido de la realidad, en relación con el cual todo «realismo» parece como irreal, descansa la ilimitada fuerza de la epopeya homérica. El arte de la motivación de Homero depende de la manera profunda mediante la cual penetra en lo universal y necesario de su asunto. No hay en él simple aceptación pasiva de las tradiciones, ni mera relación de los hechos, sino un desarrollo íntimo y necesario de las acciones que se suceden paso a paso, en inviolable conexión de causas y efectos. Desde los primeros versos, la acción dramática se desarrolla, en ambos poemas, con ininterrumpida continuidad. «Canta, oh musa, la cólera de Aquiles y su contienda en al atrida Agamemnón. ¿Qué dios permitió que lucharan con tanta hostilidad?» Como una flecha, se dispara la pregunta hacia el blanco. La narración de la cólera de Apolo que la sigue delimita estrechamente y declara la causa esencial de la desventura y se sitúa al comienzo de la epopeya como la etiología de la guerra del Peloponeso al comienzo de la historia de Tucídides. La acción no se despliega como una inconexa sucesión temporal. Rige en ella siempre el principio de razón suficiente. Toda acción tiene una vigorosa motivación psicológica. Pero Homero no es un autor moderno que lo considere todo simplemente en su desarrollo interno, como una experiencia o fenómeno de una conciencia humana. En el mundo en que vive, nada grande ocurre sin la cooperación de una fuerza divina, y lo mismo pasa en la epopeya. La inevitable omnisciencia del poeta no se revela en Homero en la forma en que
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nos habla de las secretas e íntimas emociones de sus personajes, como si las hubiera experimentado en sí mismo, como es preciso que lo hagan nuestros escritores, sino que ve las conexiones entre lo humano y lo divino. No es fácil señalar los límites a partir de los cuales esta representación de la realidad es. en Homero, un artificio poético. Pero es evidentemente falso explicar siempre la intervención de los dioses como un recurso de la poesía épica. El poeta no vive en un mundo de ilusión artística consciente, tras el cual se halle la fría y frívola ilustración y la banalidad del tópico burgués. Si perseguimos claramente los ejemplos de intervención divina en la épica homérica, veremos un desarrollo espiritual que va desde las intervenciones más externas y esporádicas, que pueden pertenecer a los usos más antiguos del estilo épico, hasta la guía constante de ciertos hombres por la divinidad. Así, Odiseo es conducido por inspiraciones siempre renovadas de Atenea. También en el antiguo Oriente actúan los dioses no sólo en la poesía, sino también en los acaecimientos religiosos y políticos. Ellos son los que en verdad actúan en las acciones y los sufrimientos humanos, lo mismo en las inscripciones reales de los persas, babilonios y asirios que en los libros históricos de los judíos. Los dioses se interesan siempre en el juego de las acciones humanas. Toman partido en sus luchas. Dispensan sus favores o aprovechan sus beneficios. Todos hacen responsable a su dios de los bienes y los males que les acaecen. Toda intervención y todo éxito es obra suya. También en la Ilíada se dividen los dioses en dos campos. Esta es una creencia antigua. Pero algunos rasgos de su elaboración son nuevos, como el esfuerzo del poeta para mantener, en la disensión que promueve entre los dioses de la guerra de Troya, la lealtad de los dioses entre sí, la unidad de su poder y la permanencia de su reino divino. La última causa de todo acaecimiento es la decisión de Zeus. Incluso en la tragedia de Aquiles, ve Homero el decreto de su suprema voluntad. En toda motivación de las acciones humanas intervienen los dioses. Ello no se halla en contradicción con la comprensión natural y psicológica de los mismos acaecimientos. En modo alguno se excluyen la consideración psicológica y metafísica de un mismo suceso. Su acción recíproca es, para el pensamiento homérico, lo natural. Así mantiene la epopeya una duplicidad peculiar. Toda acción debe ser considerada, al mismo tiempo, desde el punto de vista humano y desde el punto de vista divino. La escena de este drama se realiza en dos planos. Perseguimos constantemente el curso sub specie de las acciones y los proyectos humanos y el de los más altos poderes que rigen el mundo. Así aparece con claridad la limitación, la miopía y la dependencia de las acciones humanas en relación con decretos sobrehumanos e insondables. Los actores no pueden ver esta conexión
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tal como aparece a los ojos del poeta. Basta pensar en la epopeya cristiana medieval, escrita en lengua romance o germánica, en la cual no interviene fuerza alguna divina y todos los sucesos se desarrollan desde el punto de vista del acaecer subjetivo y de la actividad puramente humana, para darse cuenta de la diferencia de la concepción poética de la realidad propia de Homero. La intervención de los dioses en los hechos y los sufrimientos humanos obliga al poeta griego a considerar siempre las acciones y el destino humanos en su significación absoluta, a subordinarlos a la conexión universal del mundo y a estimarlos de acuerdo con las más altas normas religiosas y morales. Desde el punto de vista de la concepción del mundo, la epopeya griega es más objetiva y profunda que la épica medieval. Una vez más, sólo Dante es comparable a ella, en su dimensión fundamental. La epopeya griega contiene ya en germen a la filosofía griega. Por otra parte, se revela con la mayor claridad el contraste de la concepción del mundo puramente teomórfica de los pueblos orientales, para la cual sólo Dios actúa y el hombre es sólo el objeto de su actividad, con el carácter antropocéntrico del pensamiento griego. Homero sitúa con la mayor resolución al hombre y su destino en primer término, aunque lo considere desde la perspectiva de las ideas más altas y de los problemas de la vida. En la Odisea, esta peculiaridad de la estructura espiritual de la epopeya griega se manifiesta todavía de un modo más vigoroso. La Odisea pertenece a una época cuyo pensamiento se hallaba ya en alto grado ordenado racional y sistemáticamente. En todo caso, el poema completo, tal como ha llegado a nosotros, fue terminado en aquel periodo y manifiesta claramente sus huellas. Cuando dos pueblos luchan entre sí y claman el auxilio de sus dioses, con ruegos y sacrificios, ponen a éstos en una difícil situación, sobre todo para un pensamiento que cree en la omnipotencia y en la justicia imparcial de la fuerza divina. Así, vemos en la Ilíada un pensamiento moral y religioso ya muy avanzado luchar con el problema de poner en concordancia el carácter originario, particular y local de la mayoría de los dioses, con la exigencia de una dirección unitaria del mundo. La humanidad y la proximidad de los dioses griegos llevaba a una raza, que se sabía, con plena conciencia de su orgullo aristocrático, íntimamente emparentada con los inmortales, a considerar que la vida y las actividades de las fuerzas celestes no eran muy distintas de las que se desarrollaban en su existencia terrena. Con esta representación, que choca con la elevación abstracta de los filósofos posteriores, contrasta en la Ilíada un sentimiento religioso en cuya representación de la divinidad y, sobre todo del soberano supremo del mundo, hallan su alimento las ideas más sublimes del arte y de la filosofía posteriores. Pero sólo en la Odisea hallamos una concepción del gobierno de los dioses más consecuente y sistemática.
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Toma de la Ilíada, al comienzo de los cantos primero y quinto, la idea de un concilio de los dioses; pero salta a la vista la diferencia de las escenas tumultuosas del Olimpo de la Ilíada y los maravillosos consejos de personalidades sobrehumanas de la Odisea. En la Ilíada, los dioses están a punto de venir a las manos. Zeus impone su superioridad por la fuerza y los dioses emplean en sus luchas medios humanos — demasiado humanos— como la astucia y la fuerza. El dios Zeus, que preside el consejo de los dioses al comienzo de la Odisea, representa una alta conciencia filosófica del mundo. Empieza su consideración sobre el destino presente mediante el planteamiento general del problema de los sufrimientos humanos y la inseparable conexión del destino con las culpas humanas. Esta teodicea se cierne sobre la totalidad del poema. Para el poeta, es la más alta divinidad una fuerza sublime y omnisciente que se halla por encima de los esfuerzos y los pensamientos de los mortales. Su esencia es el espíritu y el pensamiento. No es comparable con las miopes pasiones que acarrean las faltas de los hombres y los hacen caer en las redes de Até. El poeta considera, desde este punto de vista ético y religioso, los sufrimientos de Odiseo y la hybris de los pretendientes expiados con la muerte. La acción trascurre en torno a este problema unitario hasta el fin. Pertenece a la esencia de esta historia el hecho de que la voluntad más alta, que orienta de un modo consecuente y poderoso el conjunto de la acción y la conduce, finalmente, a un resultado justo y feliz, aparezca claramente en su momento culminante. El poeta ordena todo cuanto ocurre en el sistema de su pensamiento religioso. Todo personaje mantiene sólidamente su actitud y su carácter. Esta rígida construcción ética pertenece, probablemente, a los últimos estadios de la elaboración poética de la Odisea. En relación con esto, la crítica ha propuesto un problema que todavía espera resolución: el de comprender desde el punto de vista histórico el progreso de esta elaboración moralizadora, a partir de los estadios más primitivos. Al lado de la idea de conjunto, ética y religiosa, que domina, a grandes rasgos, la forma definitiva de la Odisea, ofrece una riqueza inagotable de rasgos espirituales que van desde lo fabuloso hasta lo idílico, lo heroico y lo aventurero, sin que se agote con ello la acción del poema. Sin embargo, la unidad y la rigurosa economía de la construcción, sentida desde todos los tiempos como uno de sus rasgos fundamentales, depende de las grandes líneas del problema religioso y ético que desarrolla. Con todo, esto es sólo un aspecto de un fenómeno mucho más rico. Del mismo modo que ordena Homero el destino humano en el amplio marco del acaecer universal y dentro de una
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concepción del mundo perfectamente delimitada, sitúa también sus personajes dentro de un ambiente adecuado. Jamás toma a los hombres en abstracto y puramente desde el punto de vista interior. Todo se desarrolla en el cuadro plenario de la existencia concreta. No son sus figuras meros esquemas que ocasionalmente despierten a la expresión dramática y se levanten a extremos prodigiosos hasta caer, de pronto, en la inacción. Los hombres de Homero son tan reales que podríamos verlos con los ojos o tocarlos con las manos. Por la coherencia de su pensamiento y de su acción, su existencia se halla en íntima relación con el mundo exterior. Consideraremos, por ejemplo, a Penélope La expresión del sentimiento hubiera alcanzado una mayor intensidad lírica mediante actividades y expresiones más exageradas. Pero esta actitud hubiera sido insoportable, en relación con el objeto y para el lector. Los personajes de Homero son siempre naturales y expresan, en todo momento, su propia esencia. Poseen una solidez, una facilidad de movimientos y una íntima trabazón a la que nada se puede comparar. Penélope es, al mismo tiempo, la mujer casera, la mujer abandonada del marido ausente, en presencia de sus dificultades con los pretendientes, la señora fiel y afectuosa con sus sirvientas, la mujer inquieta y angustiada por la custodia de su único hijo. No tiene más apoyo que el honrado y anciano porquerizo. El padre de Odiseo, débil y anciano, se halla en un pequeño y pobre retiro, lejos de la ciudad. Su propio padre está lejos y no puede ayudarla. Todo esto es sencillo y necesario y en su múltiple conexión desarrolla la íntima lógica de la figura mediante un efecto reposado y plástico. El secreto de la fuerza plástica de las figuras homéricas se halla en su aptitud de situarlas, de un modo intuitivo y con precisión y claridad matemáticas, en el sólido sistema de coordenadas de un espacio vital. La aptitud de la epopeya homérica para proporcionarnos la intuición del mundo que describe como un cosmos completo que descansa en sí mismo y en el cual se mantiene el equilibrio entre el acaecer móvil y un elemento de permanencia y orden, arraiga, en último término, en una peculiaridad específica del espíritu griego. Maravilla al espectador moderno el hecho de que todas las fuerzas y tendencias características del pueblo griego, que se manifiestan en su evolución histórica posterior, se revelan ya, de un modo claro, en Homero. Esta impresión es, naturalmente, menos evidente cuando consideramos los poemas aislados. Pero si consideramos a Homero y la posteridad griega en una sola vista de conjunto, se pone de relieve su poderosa comunidad. Su fundamento más profundo se halla en cualidades innatas y hereditarias de la sangre y de la raza. Nos sentimos, al mismo tiempo, ante ellas, próximos y alejados. En el conocimiento de esta diferencia necesaria de lo análogo se funda la fecundidad de nuestro contacto con el mundo griego. Sin embargo, sobre el elemento de la
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raza y el pueblo, que sólo podemos aprehender de un modo sentimental e intuitivo y que se conserva con rara inmutabilidad a través de los cambios históricos del espíritu y de la fortuna, no podemos olvidar la incalculable influencia histórica que ha ejercido el mundo humano configurado por Homero sobre todo el desarrollo histórico ulterior de su nación. Por primera vez en él ha llegado el espíritu panhelénico a la unidad de la conciencia nacional e impreso su sello sobre toda la cultura griega posterior Estatua de Homero. Foto: Georgy Markov
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Sócrates, educador Por. Werner Jaeger en Paideia
Toda la exposición anterior nos da el marco dentro del cual estudiaremos a Sócrates en las páginas siguientes: su figura se convierte en eje de la historia de la formación del hombre griego por su propio esfuerzo. Sócrates es el fenómeno pedagógico más formidable en la historia de Occidente. Quien pretenda descubrir su grandeza en el campo de la teoría y del pensamiento sistemático tendrá que atribuirle demasiado a costa de Platón, o dudar radicalmente de su importancia propia. Aristóteles tiene razón cuando considera sustancialmente obra de Platón, en su estructura teórica, la filosofía que éste pone en boca de su Sócrates. Pero Sócrates es algo más que lo que queda en pie como «tesis» filosófica después de descontar de la imagen de Sócrates trazada por Platón la teoría de las ideas y el resto del contenido dogmático. La importancia de esta figura estriba en una dimensión completamente distinta. No viene a continuar ninguna tradición científica ni puede derivarse de ninguna constelación sistemática en la historia de la filosofía. Sócrates es el hombre de la hora, en un sentido absolutamente elemental. En torno a él sopla un aire auténticamente histórico. Asciende a las cumbres de la formación espiritual desde las capas medias de la burguesía ática, de aquella capa del pueblo inmutable en lo más íntimo de su ser, de conciencia vigorosa y animada por el temor de Dios, a cuyo recio sentir habían apelado en otro tiempo sus aristocráticos caudillos, Solón y Esquilo. Pero ahora esta capa social habla por boca de uno de sus propios hijos, del vástago del cantero y la comadrona del demos de
Alopeké. Solón y Esquilo habían aparecido en el momento oportuno para asimilarse los gérmenes del pensamiento de acción disolvente importado del extranjero, y llegaron a dominarlo en toda su profundidad interior, de tal modo que, en vez de descomponerlas, contribuyó a robustecer las fuerzas más vigorosas del carácter ático. La situación espiritual en que aparece Sócrates presenta cierta analogía con ésta. La Atenas de Péneles, que, como dominadora de un poderoso imperio, se ve inundada por influencias de toda clase y procedencia, se halla, a pesar de su brillante dominio en todos los campos del arte y de la vida, en peligro de perder el terreno firme bajo sus pies. Todos los valores heredados se esfuman en un abrir y cerrar de ojos al soplo de una creciente locuacidad. Es entonces cuando aparece Sócrates, como el Solón del mundo moral. Pues es en el campo de la moral donde se ven socavados en estos instantes el estado y la sociedad. Por segunda vez en la historia de Grecia, el espíritu ático invoca las fuerzas centrípetas del alma helénica contra las fuerzas centrífugas, contraponiendo al cosmos físico de las fuerzas naturales en lucha, creación del espíritu investigador jónico, un orden de los valores humanos. Solón había
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descubierto las leyes naturales de la comunidad social y política. Sócrates se adentra en el alma misma para penetrar en el cosmos moral. La juventud de Sócrates coincidió con el periodo de rápido auge después de la gran victoria sobre los persas, que condujo en el exterior a la instauración del imperio de Pericles y en el interior a la estructuración de la más completa democracia. Las palabras pronunciadas por Pericles en la oración fúnebre ante los caídos en la guerra, y según las cuales en el estado ateniense ningún mérito auténtico, ningún talento personal tenía cerrado el camino a la actuación pública, encuentran en Sócrates su confirmación. Ni su linaje ni su clase social ni su aspecto exterior predestinaban a este hombre para congregar en torno suyo a los hijos de la aristocracia ateniense que aspiraban a seguir la carrera de gobernantes o a formar en las filas selectas de los kaloi kagathói áticos. Nuestras primeras noticias lo presentan en el círculo de aquel Arquelao, discípulo de Anaxágoras, como cuyo acompañante figura Sócrates a los treinta años, en la isla de Samos, según contaba en su libro de viajes el poeta trágico Ión de Quío. Ión conocía bien Atenas y era amigo de Sófocles y Cimón. También Plutarco presenta a Arquelao en íntimas relaciones con el círculo de Cimón. Es probable que fuese también Arquelao quien introdujo a Sócrates, en edad temprana, en la casa principesca del vencedor de los persas y caudillo de la nobleza ática partidaria de Esparta. No sabemos si sus ideas políticas fueron determinadas o no por semejantes impresiones. Sócrates vivió en su edad madura el apogeo del poder ateniense y el florecimiento clásico de la poesía y el arte de Atenas, y visitaba la casa de Pericles y Aspasia. Fueron discípulos suyos gobernantes tan discutidos como Alcibíades y Critias. El estado ateniense que por aquel entonces hubo de poner en la más extrema tensión su poder para afirmar en Grecia la posición dominante que acababa de conquistar, exigía de sus ciudadanos grandes sacrificios. Sócrates luchó repetidas veces y se distinguió en el campo de batalla. En el proceso que se le formó se destacó en primer plano su ejemplar conducta militar para compensar los defectos de su carrera política. Sócrates era un gran amigo del pueblo, pero se le tenía por un mal demócrata. No le agradaba la intervención política activa de los atenienses en las asambleas populares o como jurados en los tribunales de justicia. Sólo una vez actuó en público como miembro del senado y presidente de la asamblea popular en que la multitud condenó a muerte en bloque, sin fallo previo, a los jefes de la batalla victoriosa de las Arginusas, por no haber salvado, a causa de la tempestad, a los náufragos que luchaban contra las olas. Sócrates fue el único de los pritanos que se negó a autorizar la votación puesto que era ilegal. Este acto podría invocarse más tarde incluso como
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una hazaña patriótica, pero era indudable que había declarado defectuoso como norma fundamental el principio democrático dominante en Atenas por el que el gobierno incumbía a la mayoría del pueblo mismo, proclamando en vez de esto como norma para la dirección del estado la del conocimiento superior de las cosas. Cabe pensar que este punto de vista se había ido formando en él ante la creciente degeneración de la democracia ática durante la guerra del Peloponeso. Para quien, como él, se había educado bajo el espíritu imperante en la época de la guerra de los persas y había asistido al auge del estado, era aquél un contraste demasiado fuerte para no provocar toda una serie de dudas críticas. Estos puntos de vista le valieron a Sócrates la simpatía de muchos conciudadanos de ideas oligárquicas, cuya amistad habría de reprochársele más tarde al verse procesado. La muchedumbre no comprendía que la actitud personal de un Sócrates era radicalmente distinta de la ambición de poder de conspiradores como Alcibíades y Critias, y que tenía sus raíces en razones espirituales superiores a las causas puramente políticas. Sin embargo, es importante comprender que en la Atenas de aquellos tiempos se consideraba también como una actuación política el hecho de permanecer al margen de los manejos políticos del momento y que los problemas del estado determinaban de un modo decisivo los pensamientos y la conducta de todo hombre sin excepción. Sócrates se desarrolló en una época en que Atenas veía por vez primera filósofos y estudios filosóficos. Aunque no hubiese llegado a nosotros la noticia referente a sus relaciones con Arquelao, tendríamos que dar por supuesto que, como contemporáneo de Eurípides y Pericles, estableció contacto desde muy pronto con la filosofía natural de Anaxágoras y Diógenes de Apolonia. No hay razones para dudar de que los datos que acerca de su desarrollo apunta Sócrates en el Fedón de Platón tenían un carácter histórico, por lo menos en la parte en que habla de sus antiguos contactos con las teorías de los físicos. Es cierto que en la Apología platónica Sócrates rechaza resueltamente la pretensión de poseer conocimientos especiales en esta materia, pero sin duda habría leído, como todos los atenienses cultos, el libro de Anaxágoras, el cual, como él mismo nos dice en este pasaje, podía adquirirse por una dracma en las librerías ambulantes del teatro. Jenofonte nos dice que aún más tarde Sócrates repasaba en su casa, reunido con sus jóvenes amigos, las obras de los «antiguos sabios», es decir, de los poetas y los pensadores, para sacar de ellas algunas tesis importantes. La escena de la comedia aristofánica en que Sócrates aparece exponiendo las doctrinas físicas de Diógenes sobre el aire como el principio primario y sobre el torbellino cosmogónico, no se halla acaso tan alejada de la realidad como suele pensar hoy la mayoría
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de los autores. Pero ¿hasta qué punto se había asimilado Sócrates estas enseñanzas de los filósofos de la naturaleza? Según los datos del Fedón, se entregó con grandes esperanzas a la lectura del libro de Anaxágoras. Alguien se lo había facilitado, dándole a entender seguramente que encontraría en él lo que buscaba. Ya antes se había mantenido escéptico frente a la explicación de la naturaleza por los físicos. Anaxágoras le decepcionó igualmente a pesar de que el comienzo de su obra suscitó en él ciertas esperanzas. Después de hablar del espíritu como el principio sobre el que descansa la formación del mundo, Anaxágoras no recurre para nada en el transcurso del libro a este método de explicación, sino que lo reduce todo a causas materiales, lo mismo que los demás físicos. Sócrates esperaba una explicación de los fenómenos y de su estructura a base de la razón de que «era mejor así». Consideraba lo saludable y lo conveniente como lo característico en la acción de la naturaleza. En el informe del Fedón, Sócrates llega, a través de esta crítica de la filosofía de la naturaleza, a la teoría de las ideas, la cual, sin embargo, no puede atribuirse aún al Sócrates histórico, según los datos convincentes de Aristóteles. Platón se creería seguramente tanto más autorizado a poner en labios de su Sócrates la teoría de las ideas como causa final cuanto que para él esta teoría se derivaba en línea recta de la investigación socrática sobre lo bueno (ἀγαϑόν) en todas las cosas. Indudablemente, Sócrates abordaba también la naturaleza con este punto de vista, como lo demuestra su diálogo sobre la conveniencia de la institución del cosmos en las Memorables de Jenofonte, en el que sigue el rastro de lo bueno y de lo conveniente en la naturaleza con la mira de demostrar la existencia de un principio espiritual constructivo en el universo. Al parecer, las disquisiciones acerca de la estructura técnicamente perfecta de los órganos del cuerpo humano en estos diálogos están tomadas de la obra de filosofía de la naturaleza de Diógenes de Apolonia. Sócrates difícilmente podría jactarse de la originalidad de las observaciones concretas empleadas por él a título de prueba; sin embargo, no hay razón para no considerar este diálogo, en lo sustancial, como histórico. Y si hay en él cosas tomadas de otros, serán todas ellas cosas que encajan especialmente dentro de los puntos de vista de Sócrates. En el libro de Diógenes encontró aplicado el principio de Anaxágoras a los detalles de la naturaleza, como él exige en el Fedón platónico. Pero este diálogo no convierte a Sócrates, por ese solo hecho, en un filósofo de la naturaleza. No hace más que indicar desde qué punto de vista aborda nuestro pensador la cosmología. Para los griegos fue siempre
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evidente que lo que consideraban como principio del orden humano debían buscarlo también en el cosmos y derivarlo de él. Ya hemos comprobado repetidas veces esto y lo encontramos confirmado una vez más en el caso de Sócrates. La crítica de los filósofos de la naturaleza viene a demostrar, pues, indirectamente que la mirada de Sócrates se proyectaba desde el primer momento sobre el problema moral y religioso. En su vida no nos encontramos con ningún periodo que podamos considerar como específico de un filósofo de la naturaleza. La filosofía de la naturaleza no daba respuesta al problema que Sócrates llevaba dentro y del que, según él, dependía todo. Por eso podía dejarla a un lado. Ya la seguridad inquebrantable con que sigue su camino desde el primer momento es el signo de su grandeza. No obstante, la actitud negativa de Sócrates ante la naturaleza —aspecto que se destaca constantemente desde Platón y Aristóteles— nos lleva fácilmente a perder de vista otra cosa. Ya en la prueba acerca de la adecuación del cosmos a un fin, expuesta por Jenofonte, se revela que Sócrates, al revés de la antigua filosofía de la naturaleza, adopta en la consideración de ésta un punto de vista antropocéntrico: el punto de partida de sus conclusiones es el hombre y la estructura del cuerpo humano. Y si las observaciones que pone a contribución para ello fueron tomadas de la obra de Diógenes, tienen el interés de que este filósofo de la naturaleza era precisamente, además, un médico famoso. Por eso, al igual que en algunos otros jóvenes filósofos de la naturaleza —baste recordar el nombre de Empédocles—, la fisiología humana ocupa en él un lugar mayor que en ninguna de las antiguas teorías presocráticas de la naturaleza. Esto respondía, naturalmente, al interés de Sócrates y a su modo de plantear el problema. Aquí nos encontramos con el lado positivo que hay en su actitud ante la «ciencia natural» de su tiempo y que frecuentemente se desconoce. No debe olvidarse que esta ciencia no incluye solamente la cosmología y la meteorología, las únicas en que suele pensarse, sino también el arte de la medicina, que precisamente tomaba por aquel entonces, tanto teórica como prácticamente, el auge que describiremos en el libro siguiente. Para un médico como aquel famoso autor contemporáneo del Corpus Hippocraticum, que escribió sobre la medicina antigua, el arte médico era hasta entonces la única parte de la ciencia de la naturaleza basada en una experiencia real y en la observación exacta. Su punto de vista es que los filósofos de la naturaleza, con sus hipótesis, no pueden enseñarle nada a él, sino que es él, por el contrario, quien puede enseñarles a ellos. Este giro antropocéntrico es muy característico, en términos generales, de la época de la última etapa de la tragedia ática y de los sofistas; se halla asociado a él, como revelan también Heródoto y Tucídides, el mismo rasgo empírico que se manifiesta en la
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emancipación de la medicina con respecto a las hipótesis universales de los filósofos de la naturaleza. Tenemos aquí el paralelo más palmario con la repudiación por el pensamiento de Sócrates de las altas especulaciones de la cosmología, la misma sobria preocupación por los hechos de la vida humana. Al igual que la medicina de su tiempo, encuentra en la naturaleza del hombre, como la parte del mundo mejor conocida de nosotros, la base firme para su análisis de la realidad y la clave para la comprensión de ésta. Como dice Cicerón, Sócrates baja la filosofía del cielo y la instala en las ciudades y moradas de los hombres. Lo cual no representa solamente un cambio de temas y de interés, como ahora se ve, sino que envuelve también un concepto más riguroso del saber, suponiendo que éste exista. Lo que los antiguos físicos llamaban conocimiento era una concepción del mundo, es decir, a los ojos de Sócrates, una grandiosa fantasmagoría, una sublime charlatanería. Las reverencias que de vez en cuando hace a aquella sabiduría inasequible para él son completamente irónicas. El procede, como acertadamente observa Aristóteles, de un modo exclusivamente inductivo. Su método tiene algo de la sobriedad del método empírico de los médicos. Su ideal del saber es la τέχνη, tal como la encarna prototípicamente la medicina, aun en su supeditación del saber a un fin práctico. Aún no existía por aquel entonces una ciencia natural exacta. La filosofía de la naturaleza de aquel periodo era la suma y compendio de lo inexacto. Ni existía tampoco un empirismo filosófico. Toda referencia de principio a la experiencia, como base de toda ciencia exacta de la realidad, iba asociada siempre en la Antigüedad a la medicina, la cual ocupaba por tanto una posición más filosófica dentro del conjunto de la vida espiritual. Fue también ella la que trasmitió estas ideas a la moderna filosofía. El empirismo filosófico de los tiempos modernos es hijo de la medicina griega, no de la filosofía griega. Para conocer la posición que Sócrates ocupaba en la filosofía antigua y su giro antropocéntrico, es importante que no perdamos de vista su relación con aquel gran poder espiritual de sus días. Las referencias al ejemplo de la medicina abundan sorprendentemente en él. Y no son casuales, sino que guardan relación con la estructura esencial de su pensamiento, más aún, con la conciencia de sí mismo y el ethos de toda su actuación. Sócrates es un verdadero médico. Hasta el punto de que, según Jenofonte, no se preocupaba menos de la salud física de sus amigos que de su bienestar espiritual. Pero es sobre todo el médico del hombre interior. La prueba de la adecuación del cosmos a un fin da entender claramente, por el modo como Sócrates enfoca aquí la naturaleza física del hombre, que el giro teleológico coincide también en él, íntimamente, con aquella actitud empírico-médica.
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Actitud explicable a la vista de la concepción teleológica de la naturaleza y del hombre que por primera vez se abría paso conscientemente en la medicina de la época, ganando cada vez mayor precisión a partir de entonces, hasta que encuentra su expresión filosófica definitiva en la concepción biológica del mundo de Aristóteles. Es cierto que la búsqueda socrática de la esencia de lo bueno nace de un planteamiento del problema absolutamente peculiar suyo, no aprendido en parte alguna y, desde el punto de vista de la filosofía profesional de la naturaleza de su tiempo, deberíamos decir que es un problema de diletante, que el escepticismo heroico del investigador físico no sabe contestar. Sin embargo, este diletantismo encierra una indagación creadora y no deja de ser importante el llegar, partiendo del ejemplo de la medicina de un Hipócrates y un Diógenes, a la conclusión de que en su problema encontraba su formulación oportuna la más profunda búsqueda de todo su tiempo. No se sabe a qué edad comenzó Sócrates en su ciudad natal la actividad con que nos lo presentan plásticamente los diálogos de sus discípulos. Platón sitúa el escenario de sus charlas, en parte, hasta en la época de los comienzos de la guerra del Peloponeso, como ocurre, por ejemplo, en el Cármídes, en el que Sócrates aparece como si acabase de regresar de las duras batallas libradas delante de Potidea. Por aquel entonces, tenía ya cerca de treinta y ocho años; sin embargo, los comienzos de su actuación eran seguramente muy anteriores. Platón consideraba tan esencial el fondo vivo de sus diálogos, que hubo de pintarlo repetidas veces con las tintas más amables. Su medio no es el vacío abstracto y sustraído al tiempo de los locales escolásticos. Sócrates se mueve entre el trajín afanoso de la escuela atlética ateniense, del gimnasio, donde pronto se convierte en una figura nueva e indispensable, al lado del gimnasta y del médico. Lo cual no quiere decir que los copartícipes se enfrentasen en aquellos diálogos famosos en la ciudad con una desnudez espartana, usual, por lo demás, en los ejercicios atléticos (aunque también sucedería con frecuencia así). Sin embargo, no era el gimnasio la única escena indiferente de aquellos torneos dramáticos del pensamiento que llenaron la vida de Sócrates. Existe cierta analogía interna entre el diálogo socrático y el acto de desnudarse para ser examinado por el médico o el gimnasta antes de lanzarse a la arena para el combate. Platón pone esta comparación en boca del mismo Sócrates. El ateniense de aquellos tiempos sentíase más en su medio en el gimnasio que entre las cuatro paredes de su casa, donde dormía y comía. Allí, bajo la luz diáfana del cielo griego, se reunían diariamente jóvenes y viejos para dedicarse al cultivo de su cuerpo. Los ratos de ocio en los descansos se dedicaban a la conversación. No sabemos si el nivel medio de aquellas conversaciones sería trivial o elevado; lo cierto es que las más famosas escuelas filosóficas del mundo, Academia y Liceo, llevan los nombres de dos famosos gimnasios de Atenas. Quien tenía algo que decir o
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algo que preguntar que consideraba de alcance general, y para lo que ni la asamblea popular ni el tribunal eran lugares adecuados, acudía a decírselo o a preguntárselo a sus amigos y conocidos en el gimnasio. La tensión de espíritu que se estaba seguro de encontrar allí era un encanto constante. El hecho de frecuentar diversos establecimientos de esta clase procuraba la variación, y en Atenas había muchos gimnasios grandes y pequeños, públicos y privados. Un visitante asiduo de ellos como Sócrates, para quien lo interesante era el hombre en cuanto tal, conocía a todo el mundo, y entre los jóvenes sobre todo era difícil apareciese una cara nueva que no le llamase en seguida la atención y acerca de la cual no se informase. Nadie le igualaba en agudeza de observación para seguir los pasos a la juventud que se iba desarrollando. Era el gran conocedor de hombres cuyas certeras preguntas servían de piedra de toque para pulsar todos los talentos y todas las fuerzas latentes y cuyo consejo buscaban para la educación de sus hijos los ciudadanos más respetables. Sólo los simposios pueden compararse, por su importancia espiritual y en virtud de una antigua tradición, con los gimnasios. Por eso Platón y Jenofonte sitúan los diálogos de Sócrates en ambos sitios. Todas las demás situaciones que se mencionan en ellos eran más o menos fortuitas, como cuando Sócrates aparece manteniendo una ingeniosa conversación en los salones de Aspasia, charlando junto a los puestos del mercado, donde solían reunirse los amigos a conversar, o interviniendo en la conferencia de un famoso sofista en la casa de un rico mecenas. Los gimnasios eran lugares más importantes que cualesquiera otros, pues en ellos se reunía la gente de un modo regular. Aparte de su finalidad peculiar, la intensidad del comercio espiritual que fomentaban entre la gente hacía que se desarrollasen en ellos ciertas cualidades que constituían el terreno más abonado para cualquier siembra de nuevos pensamientos y aspiraciones. En estos sitios reinaba el ocio y el descanso. No podía florecer en ellos, a la larga, nada especial, ni era posible tampoco dedicarse allí a los negocios. En cambio, la atención se abría a los problemas humanos de carácter general. Pero no era el contenido solamente lo que interesaba: el espíritu, con toda su fuerza flexible y su suave elasticidad, podía desplegarse allí y encontraba el interés de un círculo de oyentes en tensión crítica. Surgió así una gimnasia del pensamiento que pronto tuvo tantos partidarios y admiradores como la del cuerpo y que no tardó en ser reconocida como lo que ésta venía siendo ya desde antiguo: como una nueva forma de la paideia. La «dialéctica» socrática era una planta indígena peculiar, la antítesis más completa del método educativo de los sofistas, que había aparecido simultáneamente con aquélla. Los sofistas son maestros peregrinantes venidos de fuera, nimbados por un halo de celebridad inaccesible y rodeados de un estrecho círculo de discípulos. Administran sus enseñanzas por dinero. Éstas recaen sobre disciplinas
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o artes específicas y se dirigen a un público selecto de hijos de ciudadanos acomodados deseosos de instruirse. La escena en que brillan los sofistas, en largo soliloquio, es la casa particular o el aula improvisada. Sócrates, en cambio, es un ciudadano sencillo, al que todo el mundo conoce. Su acción pasa casi inadvertida; la conversación con él se anuda casi espontáneamente, y como sin querer, a cualquier tema del momento. No se dedica a la enseñanza ni tiene discípulos; por lo menos así lo asegura. Sólo tiene amigos, camaradas. La juventud se siente fascinada por el filo tajante de aquel espíritu, al que no hay nada que se resista. Es para ella un auténtico espectáculo ateniense constantemente renovado, al que se asiste con entusiasmo, cuyo triunfo se celebra y que se procura imitar, intentando examinar a la gente del mismo modo en su propia casa que en el círculo de sus amigos y conocidos. Lo más escogido espiritualmente de la juventud ática se agrupa en torno a Sócrates. Nadie que se haya acercado a él puede sustraerse ya a la fuerza de atracción de su espíritu. Y quien crea poder retraerse, huraño, ante él, o alzarse de hombros, indiferente, ante la forma pedantesca de sus preguntas o la trivialidad intencionada de sus ejemplos, no tarda en descender de la pretendida altura de su pedestal. No es fácil reducir este fenómeno a un solo denominador conceptual. Platón parece apuntar con su pintura amorosamente detallada y minuciosa todos estos rasgos, que no es posible definir, sino solamente vivir de un modo plástico. Por otra parte, es explicable que nuestras historias gremiales de filosofía dejen a un lado todo esto, por considerarlo como simples adornos poéticos en la imagen de Sócrates trazada por Platón. Les parece que todo esto queda por debajo del «nivel» de la abstracción en que debe moverse un filósofo. Son rasgos puramente indirectos de carácter para pintar el poder espiritual de Sócrates mediante la representación plástica de su acción superintelectual sobre los hombres de carne y hueso. Pero sin tener en cuenta su preocupación por el bienestar del hombre concreto sobre el que en cada caso actúa no sería posible exponer lo que Sócrates dice. Aunque para la filosofía concebida al modo académico esto no sea esencial, Platón entiende que sí lo es para Sócrates. Y esto suscita en nosotros la sospecha de que corremos constantemente el peligro de enfocar su figura a través del medio de lo que nosotros llamamos filosofía. Es cierto que el propio Sócrates designa su «acción» —¡qué palabra tan significativa! — con los nombres de «filosofía» y «filosofar». Y asegura ante sus jueces, en la Apología platónica, que no se apartará de ella mientras viva y respire. Pero no debemos dar a esas palabras el significado que llegaron a adquirir en siglos posteriores, a la vuelta de una larga evolución: el de un método del pensar conceptual o el de un cuerpo o doctrina formado por tesis teóricas y
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susceptible de ser separado de la persona que lo ha construido. Contra esta posibilidad de separar la doctrina de la persona se manifiesta unánime toda la literatura de los socráticos. ¿Qué es, pues, esa filosofía de que Sócrates era el prototipo según Platón y que este mismo abraza en su defensa? Platón expone en muchos de sus diálogos la esencia de esta «filosofía». En ellos tiende a destacarse cada vez más en primer plano, poco a poco, el resultado de las investigaciones que Sócrates desarrolla con sus interlocutores; pero Platón debía de tener la conciencia de mantenerse siempre fiel en su exposición a la esencia del espíritu socrático. Esta esencia debía de mantenerse fecunda constantemente a través de todas estas investigaciones. Sin embargo, como para nosotros resulta difícil determinar a partir de dónde el Sócrates de Platón tiene más de Platón que de Sócrates, debemos intentar partir de las fórmulas más concluyentes y simples de Platón, que no faltan en sus obras. En la Apología, escrita aún bajo la impresión fresca de la enorme injusticia cometida con la ejecución de Sócrates y con la esperanza de ganar adeptos para el maestro, se exponen en la forma más breve y sencilla la suma y el sentido de su actuación. El arte con que está compuesta la obra no permite, ciertamente, considerarla como inspirada en la defensa improvisada por Sócrates ante sus jueces, pero es indudable que lo que allí se dice acerca de él está maravillosamente tomado de su vida real. Después que Sócrates se despoja de la imagen desfigurada con que lo han revestido la comedia y la opinión pública, viene aquella emocionante profesión de fe en la filosofía que Platón modela como un paralelo consciente de la famosa profesión de fe de Eurípides en la consagración del poeta al servicio de las musas. Lo que ocurre es que la profesión de fe de Sócrates se pronuncia ante la inminencia de una pena de muerte. El poder al que sirve el filósofo no vale tan sólo para embellecer la vida y mitigar el dolor, sino también para sobreponerse al mundo. Inmediatamente después de la confesión: «¡Jamás, mientras viva, dejaré de filosofar!», viene un ejemplo típico de su modo de hablar y de enseñar. Y para comprender el contenido, también nosotros debemos partir de la forma que Platón nos presenta en este pasaje y en muchos otros, como un modelo. Platón reduce aquí el modo peculiarmente socrático a dos formas fundamentales: la exhortación (protreptikós) y la indagación (elenchos). Las dos se desarrollan en forma de preguntas. Éstas se empalman con la forma más antigua de la parénesis, que podemos seguir a través de la tragedia hasta la epopeya. En la conversación sostenida en el patio de la casa de Sócrates con que comienza el Protágoras de Platón, nos encontramos una vez más con la yuxtaposición de aquellas dos formas socráticas de platicar. Este diálogo, que enfrenta a Sócrates con los grandes sofistas, hace desfilar ante nosotros en toda su variedad las formas fijas a través de las cuales se desarrollaba la actividad doctrinal sofística: el mito, la prueba, la explicación de los poetas, el
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método de la pregunta y la respuesta. Y asimismo se trascriben, con el mismo humorismo y la misma fuerza plástica, con toda su pedantería y su irónica insolencia, las peculiares formas socráticas de hablar. Platón expone en dos diálogos, la Apología y el Protágoras, cómo se hallan esencialmente entrelazadas aquellas dos formas fundamentales de la conversación socrática, la protréptica y la elénctica. No son, en realidad, más que dos fases distintas del mismo proceso educativo. Aquí sólo pondremos un ejemplo tomado de la Apología, el pasaje en que Sócrates describe su modo de actuar en las siguientes palabras:
«Jamás, mientras viva, dejaré de filosofar, de exhortaros a vosotros y de instruir a todo el que encuentre, diciéndole según mi modo habitual: Querido amigo, eres un ateniense, un ciudadano de la mayor y más famosa ciudad del mundo por su sabiduría y su poder, y ¿no te avergüenzas de velar por tu fortuna y por tu constante incremento, por tu prestigio y tu honor, sin que en cambio te preocupes para nada por conocer el bien y la verdad ni de hacer que tu alma sea lo mejor posible? Y si alguno de vosotros lo pone en duda y sostiene que sí se preocupa de eso, no le dejaré en paz ni seguiré tranquilamente mi camino, sino que le interrogaré, le examinaré y le refutaré, y si me parece que no tiene areté alguna, sino que simplemente la aparenta, le increparé diciéndole que siente el menor de los respetos por lo más respetable y el respeto más alto por lo que menos respeto merece. Y esto lo haré con los jóvenes y los viejos, con todos los que encuentre, con los de fuera y los de dentro; pero sobre todo con los hombres de esta ciudad, puesto que son por su origen los más cercanos a mí. Pues sabed que así me lo ha ordenado Dios, y creo que en nuestra ciudad no ha habido hasta ahora ningún bien mayor para vosotros que este servicio que yo rindo a Dios. Pues todos mis manejos se reducen a moverme por ahí, persuadiendo a jóvenes y viejos de que no se preocupen tanto ni en primer término por su cuerpo y por su fortuna como por la perfección de su alma.» La «filosofía» que Sócrates profesa aquí no es un simple proceso teórico de pensamiento, sino que es al mismo tiempo una exhortación y una educación. Al servicio de estos fines se hallan asimismo el examen y la refutación socráticos de todo saber aparente y de toda excelencia (areté) puramente imaginaria. Este examen no es más que una parte de todo el proceso, tal como Sócrates lo expone. Una parte que parece ser, ciertamente, el aspecto más original de él. Pero antes de entrar en la esencia de este dialéctico «examen del hombre», que suele considerarse como lo esencial de la filosofía socrática, puesto que contiene el elemento
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teórico más vigoroso de ella, debemos fijarnos más detenidamente en las palabras preliminares de exhortación. La comparación que se establece entre el contenido material de vida del hombre de negocios ávido de dinero y el postulado superior de vida proclamado por Sócrates descansa en la idea de la preocupación o del cuidado consciente del hombre para los bienes más apreciados por él. Sócrates exige que en vez de preocuparse de los ingresos, el hombre se preocupe del alma (ψυχῆς ϑεραπεία). Este concepto, que aparece al comienzo del diálogo, se presenta de nuevo al final de él. Por lo demás, no se dice nada para demostrar el valor superior del alma en comparación con los bienes materiales o con el cuerpo. Se considera como algo evidente, de por sí y que se da por supuesto, por mucho que los hombres lo posterguen en su conducta práctica. Para el hombre de hoy esto no tiene nada de sorprendente, por lo menos en teoría; más bien constituye para él algo trivial. Pero este postulado ¿sería tan evidente para los griegos de aquella época como para nosotros, herederos de una tradición de dos mil años de cristianismo? En el diálogo preliminar del Protágoras platónico, diálogo sostenido en el patio de la casa de Sócrates, la exhortación de éste parte también del «alma en peligro». El móvil del «peligro» es típico de Sócrates en relación con estas otras ideas y se halla íntimamente vinculado con el llamamiento al «cuidado del alma». Sócrates habla como un médico cuyo paciente fuese no el hombre físico, sino el hombre interior. En los socráticos abundan extraordinariamente los pasajes en que se habla del cuidado del alma, o de la preocupación por el alma, como la misión suprema del hombre. Hemos dado aquí con la médula de la propia conciencia que Sócrates tenía de su contenido y de su misión: es una misión educativa, que se interpreta a sí misma como «servicio de Dios». Este carácter religioso de su misión se basa en el hecho de que se trata precisamente de la «cura del alma», pues el alma es para él lo que hay de divino en el hombre. Sócrates caracteriza más concretamente el cuidado del alma como el cuidado por el conocimiento del valor y de la verdad, frónesis y alétheia. El alma se separa del cuerpo con la misma nitidez que de los bienes materiales. La separación entre el alma y el cuerpo traza directamente la jerarquía socrática de los valores y una nueva teoría, claramente graduada, de los bienes, teoría que coloca en el plano más alto los bienes del alma, en segundo lugar los bienes del cuerpo y en último término los bienes materiales como fortuna y poder. Un abismo inmenso separa esta escala de valores que Sócrates proclama con tanta evidencia y la escala popular imperante que se expresa en la hermosa canción báquica antigua de los griegos:
El bien supremo del mortal es la salud; el segundo, la hermosura de su cuerpo;
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el tercero, una fortuna adquirida sin mácula; el cuarto, disfrutar entre amigos el esplendor de su juventud. En el pensamiento de Sócrates aparece como algo nuevo el mundo interior. La areté de que él nos habla es un valor espiritual. Pero ¿qué es el «alma», o la psyché, para decirlo con la palabra griega empleada por Sócrates? Permítasenos que ante todo planteemos este problema en un sentido puramente filológico. Haciéndolo así, nos damos cuenta de que Sócrates, lo mismo en Platón que en los demás socráticos, pone siempre en la palabra «alma» un acento sorprendente, una pasión insinuante y como un juramento. Ninguna boca griega había pronunciado antes así esta palabra. Tenemos la sensación de que nos sale al paso aquí, por vez primera en el mundo occidental, algo que aún hoy designamos en ciertas conexiones con la misma palabra, aunque los psicólogos modernos no asocien a ella la idea de una «sustancia real». La palabra «alma» tiene siempre para nosotros, por sus orígenes en la historia del espíritu, un acento de valor ético o religioso. Nos suena a cristiano, como las frases «servicio de Dios» y «cura del alma». Pues bien, este alto significado lo adquiere por vez primera la palabra «alma» en las prédicas protrépticas de Sócrates. Prescindiremos aquí, por el momento, del problema de saber hasta qué punto la idea socrática del alma ha determinado las distintas fases del cristianismo directamente o a través del medio de la filosofía posterior y hasta qué punto coincide realmente con la idea cristiana. Lo que aquí nos interesa ante todo es llegar a captar lo que hay de decisivo en el concepto socrático del alma dentro de la misma evolución griega. Si consultamos la obra maestra de Erwin Rohde, Psique, llegaremos a la conclusión de que Sócrates no tiene ninguna significación especial dentro de este proceso histórico. Este autor lo pasa por alto. Contribuye a ello el prejuicio contra Sócrates «el nacionalista», que Rohde compartía con Nietzsche ya desde su juventud, pero lo que sobre todo se interpone ante él es el planteamiento especial del problema en su propio libro, pues Rohde, influido contra su voluntad por el cristianismo, pone el «culto» del alma y la fe en la inmortalidad en el centro de una historia del alma que bucea en todas las simas y profundidades de ésta. Hay que reconocer que Sócrates no contribuyó esencialmente a ninguna de las dos cosas. Además, es curioso que Rohde no vea dónde, cuándo y a través de quién cobra la palabra «alma», psyché, esa fisonomía que la convierte en el verdadero vehículo conceptual del valor espiritual ético de la «personalidad» del hombre occidental. Es a través de la exhortación educativa de Sócrates, cosa que nadie podrá discutir si ello se expone claramente. Ya los sabios de la
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escuela escocesa lo habían señalado insistentemente. Sus observaciones no estaban influidas en lo más mínimo por la obra de Rohde. Burnet ha investigado en un hermoso ensayo la evolución del concepto del alma a través de la historia del espíritu griego, demostrando que el nuevo sentido que da Sócrates a esta palabra no puede explicarse partiendo del eidolon épico de Homero, de la sombra del Hades, ni del alma aérea de la filosofía jónica, ni del demonio-alma de los órficos, ni de la psyché de la tragedia antigua. Yo mismo, partiendo del análisis de la forma característica del modo socrático de expresarse, como lo hacía más arriba, hube de llegar pronto al mismo resultado. Una forma como la de la exhortación socrática sólo podía brotar de aquel peculiar pathos valorativo que lleva implícita en Sócrates la palabra «alma». Sus discursos protrépticos son la forma primitiva de la diatriba filosófico-popular de la época helenística, que a su vez contribuyó a modelar la «prédica» cristiana. Sin embargo, aquí no se trata solamente de la trasferencia y la continuidad de la forma literaria externa. Estas conexiones han sido ya frecuentemente estudiadas en este sentido por la filología anterior, siguiendo a través de toda la evolución la incorporación al discurso exhortativo de los diferentes motivos concretos. No; lo que sirve de base a las tres fases de las llamadas formas discursivas es la fe: ¿de qué le serviría al hombre ganar el mundo entero, si ello va en detrimento de su alma? En su Wesen des Christentums (Esencia del cristianismo), Adolf Harnack caracteriza con razón esta fe en el valor infinito del alma de cada hombre como uno de los tres pilares fundamentales de la religión cristiana. Pero antes de serlo de esta religión era ya un pilar fundamental de la «filosofía» y la educación socrática. Sócrates predica y convierte. Viene a «salvar la vida». Tenemos que hacer un pequeño alto en este intento nuestro de destacar con la mayor sencillez y claridad posibles los hechos fundamentales de la conciencia socrática, pues estos hechos exigen una valoración y nos obligan a tomar una actitud, ya que encierran todavía una importancia directa para nuestro propio ser. ¿Era la socrática un anticipo del cristianismo, o puede incluso afirmarse que con Sócrates irrumpe en la evolución del helenismo un espíritu extraño, oriental, que, gracias a la posición de gran potencia educadora de la filosofía griega, se traduce luego en efectos de envergadura histórico-universal, empujando hacia la unión con el Oriente? Podríamos remitirnos en apoyo de esto al movimiento órfico que se manifiesta en la religión griega y que a través de ciertos rastros podemos seguir desde el siglo vi. Este movimiento separa el alma del cuerpo y admite que aquélla mora como un demonio caído en la cárcel del cuerpo, para retornar, después de la muerte de éste y a través de una larga peregrinación de reencarnaciones, a su patria divina. Pero, aun prescindiendo de la oscuridad de los orígenes de esta religión, que muchos
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consideran orientales o «mediterráneos», el concepto socrático del alma carece de todos estos rasgos escatológicos o demonológicos. Fue Platón quien más tarde los entretejió en su adorno mítico del alma y de su destino. Ha querido atribuirse a Sócrates la teoría de la inmortalidad del Fedón platónico, e incluso la teoría de la preexistencia del Menón, pero estas dos ideas complementarias tienen un origen claramente platónico. La posición socrática ante el problema de la perduración del alma aparece seguramente bien definida en la Apología, donde en presencia de la muerte no se nos dice cuál será su suerte después de ésta. Esta posición cuadra mejor con el espíritu críticamente sobrio y ajeno al dogmatismo de Sócrates que las pruebas de la inmortalidad mantenidas en el Fedón; por otra parte, es natural que quien, como él, asigna al alma un rango se hubiese planteado aquel problema como lo hace Sócrates en la Apología, aunque no tuviera ninguna respuesta que darle. Pero este problema no encerraba para él, en modo alguno, una importancia decisiva. Por la misma razón no nos encontramos en él con afirmación alguna acerca de la modalidad real del alma: ésta no es para él, como para Platón, una «sustancia», puesto que no decide si es separable del cuerpo o no. Servir al alma es servir a Dios, porque el alma es espíritu pensante y razón moral, y éstos los bienes supremos del mundo, no porque sea un huésped demoniaco cargado de culpas y procedente de remotas regiones celestiales. No hay, pues, salida posible; todos los rasgos llamativos de la prédica socrática que nos parecen cristianos tienen un origen puramente helénico. Proceden de la filosofía griega. Y sólo una idea completamente falsa de la esencia de ésta puede llevarnos a desconocer este hecho. La evolución religiosa superior del espíritu griego se desarrolla fundamentalmente en la poesía y en la filosofía, no en el culto de los dioses, que solemos considerar casi siempre como el contenido principal de la historia de la religión helénica. Es cierto que la filosofía constituye una fase relativamente posterior de la conciencia y que el mito es anterior a ella, pero para quien esté acostumbrado a captar las conexiones estructurales del espíritu no cabe la menor duda de que tampoco en el caso de Sócrates niega la filosofía de los griegos la ley histórico-orgánica que preside su formación. La filosofía no es sino la expresión racional consciente de la estructura fundamental interna del hombre griego, tal y como podemos seguirla a través de los siglos en los supremos representantes de este género. La religión dionisiaca y órfica de los griegos y la de los misterios presentan, indudablemente, ciertas «fases preliminares» y ciertas analogías, pero este fenómeno no puede explicarse diciendo que las formas socráticas de hablar y de concebir se deriven de una secta religiosa que puede uno desplazar a su antojo como ajena a los griegos o adorar como oriental. Tratándose de Sócrates, el más sobrio de los hombres, el dar por supuesta la existencia de una influencia
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eficaz de estas sectas orgiásticas en las capas irracionales de su alma, sería una empresa verdaderamente desatentada. Por el contrario, aquellas sectas o aquellos cultos son en los griegos las únicas formas de una antigua devoción popular, que denotan ciertos atisbos importantes de una experiencia interior individual, con la actitud individualizada de vida y la forma de propaganda que a ella corresponden. En la filosofía, que es el campo de acción del espíritu pensante, se crean formas paralelas, en parte por sí mismas, como fruto de situaciones análogas, y en parte apoyándose simplemente en cuanto a la expresión en las formas religiosas corrientes, que en el lenguaje de la filosofía aparecen plasmadas en metáforas y que precisamente por ello son formas desnaturalizadas. En Sócrates, aquellas expresiones de apariencia religiosa brotan frecuentemente de la analogía entre su actuación y la del médico (ver supra, p. 410). Es esto lo que da a su concepto del alma el tinte específicamente griego. En la representación socrática del mundo interior como parte de la «naturaleza» del hombre confluyen dos factores: el hábito multisecular del pensamiento y las dotes más íntimas del espíritu helénico. Y aquí es donde nos sale al paso lo que distingue a la filosofía socrática del concepto cristiano del alma. El alma de que habla Sócrates sólo puede comprenderse con acierto si se la concibe juntamente con el cuerpo, pero ambos como dos aspectos distintos de la misma naturaleza humana. En el pensamiento de Sócrates lo psíquico no se halla contrapuesto a lo físico. El concepto de la physis de la antigua filosofía de la naturaleza incluye en Sócrates lo espiritual, con lo cual se trasforma esencialmente. Sócrates no puede creer que sólo tenga espíritu el hombre, que éste lo haya arrebatado como un monopolio suyo, por decirlo así. Una naturaleza en la que lo espiritual ocupa su lugar donde sea, tiene que ser capaz por principio de desarrollar una fuerza espiritual. Pero así como, por la existencia del cuerpo y del alma como distintas partes de una sola naturaleza humana, esta naturaleza física se espiritualiza, sobre el alma refluye al mismo tiempo algo de la existencia física misma. El alma aparece ante el ojo espiritual en su propio ser, como algo plástico por decirlo así y, por tanto, asequible a la forma y al orden. Al igual que el cuerpo, forma parte del cosmos; más aún: es un cosmos de suyo, aunque para la sensibilidad griega no podía caber la menor duda de que el principio que se revela en estos distintos campos del orden es siempre, en esencia, uno y el mismo. Por eso la analogía del alma con el cuerpo tiene que hacerse extensiva también a lo que los griegos llaman la areté. Las aretai o «virtudes» que la polis griega asocia casi siempre a esta palabra, la valentía, la ponderación, la justicia, la piedad, son excelencia del alma en el mismo sentido que la salud, la fuerza y la belleza son virtudes del cuerpo, es decir, son las fuerzas peculiares de las partes respectivas en la forma más alta de cultura de que el hombre es capaz y a la que está
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destinado por su naturaleza. La virtud física y la espiritual no son, por su esencia cósmica, sino la «simetría de las partes» en cuya cooperación descansan el cuerpo y el alma. Partiendo de aquí es como el concepto socrático de lo «bueno», que es el más intraducible de todos sus conceptos y el más expuesto a equívocos, se deslinda del concepto análogo de la ética moderna. Su sentido griego será más inteligible para nosotros si en vez de decir «lo bueno» decimos «el bien», acepción que envuelve a la par su relación con quien lo posee y con aquel para quien es bueno. Para Sócrates lo bueno es también, indudablemente, aquello que hacemos o queremos hacer en gracia a sí mismo, pero al mismo tiempo Sócrates reconoce en ello lo verdaderamente útil, lo saludable y, por tanto, a la par, lo gozoso y lo venturoso, puesto que es lo que lleva a la naturaleza del hombre a la realización de su ser. A base de esta convicción, nos sale al paso la premisa evidente de que la ética es la expresión de la naturaleza humana bien entendida. Ésta se distingue radicalmente de la simple existencia animal por las dotes racionales del hombre, que son las que hacen posible el ethos. Y la formación del alma para este ethos es precisamente el camino natural del hombre, el camino por el que éste puede llegar a una venturosa armonía con la naturaleza del universo o, para decirlo en griego, a la eudemonía. En el sentimiento profundo de la armonía entre la existencia moral del hombre y el orden natural del universo, Sócrates coincide plena e inquebrantablemente con la conciencia griega de todos los tiempos anteriores y posteriores a él. La nota nueva que trae Sócrates es la de que el hombre no puede alcanzar esta armonía con el ser por medio del desarrollo y la satisfacción de su naturaleza física, por mucho que se la restrinja mediante vínculos y postulados sociales, sino por medio del dominio completo sobre sí mismo con arreglo a la ley que descubra indagando en su propia alma. El eudemonismo auténticamente griego de Sócrates deriva de esta remisión del hombre al alma como a su dominio más genuino y peculiar, una nueva fuerza de afirmación de sí mismo frente a las crecientes amenazas que la naturaleza exterior y el destino hacen pesar sobre su libertad. Sócrates no habría encontrado «desaforada», como se la ha tildado por esa profunda desarmonía moderna que existe entre la realidad y la moralidad, la frase de Goethe cuando dice que todo el derroche de sol y de plantas en este cosmos no tendría objeto si estas maravillosas máquinas no sirviesen en último término para hacer posible la existencia de un solo hombre feliz. Y la serenidad perfecta con que Sócrates supo apurar al final de su vida el cáliz de la cicuta demuestra que el «racionalista» Sócrates sabía combinar esta eudemonía moral con los hechos de la realidad que empujan al ánimo moderno al abismo de su disensión moral con el mundo.
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La experiencia socrática del alma como fuente de los supremos valores humanos dio a la existencia aquel giro hacia el interior que es característico de los últimos tiempos de la Antigüedad. De este modo, la virtud y la dicha se desplazaron al interior del hombre. Un rasgo significativo de la conciencia con que Sócrates daba este paso lo tenemos en el hecho de que insistiese en que las artes plásticas no se contentasen tampoco con reproducir la belleza física, sino que aspirasen a reproducir también la expresión del ser moral (ἀπομιμεῖσϑαι τὸ τῆς ψυχῆς ἦϑος). Este postulado aparece como algo completamente nuevo en el diálogo con el pintor Parrasio, que reproduce Jenofonte, y el gran artista expresa la duda de que la pintura sea capaz de penetrar en el mundo de lo invisible y lo asimétrico[447]. Jenofonte presenta la cosa como si la preocupación de Sócrates por el alma fuese la que abre por vez primera este campo al arte de la época. El ser físico, sobre todo la cara del hombre, es para Sócrates el espejo de su interior y sus cualidades, y sólo de un modo vacilante y paso a paso se va acercando el artista a esta gran verdad. La historia tiene un valor simbólico. Cualquiera que sea el modo como concibamos las relaciones entre el arte y la filosofía en aquel periodo, correspondía sin duda a la filosofía, según el criterio de nuestro autor, guiar los pasos por el camino hacia el continente recién descubierto del alma. No es fácil para nosotros medir en todas sus proporciones históricas el alcance de esta trasformación. Su consecuencia inmediata es la nueva ordenación creadora de los valores que encuentra su fundamentación dialéctica en los sistemas filosóficos de Platón y Aristóteles. Bajo esta forma, es la fuente de todas las culturas posteriores que la filosofía griega ha alumbrado. Pero por muy alta que se valore la arquitectónica conceptual de estos dos grandes pensadores, que reducen a una imagen armónica del mundo el fenómeno socrático para hacerlo más claramente visible al ojo del espíritu y que agrupan todo lo demás en torno a este centro, queda en pie la realidad de que en el principio fue la acción. El llamamiento de Sócrates al «cuidado del alma» fue lo que realmente hizo que el espíritu griego se abriese paso hacia la nueva forma de vida. Si el concepto de la vida, del bíos, que designa la existencia humana, no como un simple proceso temporal, sino como una unidad plástica y llena de sentido, como una forma consciente de vida, ocupa en adelante una posición tan dominante en la filosofía y en la ética, ello se debe, en una parte muy considerable, a la vida real del propio Sócrates. Su vida fue un anticipo del nuevo bíos, basado por entero en el valor interior del hombre.
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Y sus discípulos supieron comprender certeramente que era en esta renovación de la antigua idea del arquetipo —del filósofo como encarnación de un nuevo ideal de vida— donde residía la fuerza más importante de la paideia socrática. Intentemos ahora ver un poco más de cerca cuál era el carácter de esta educación. El hecho de que este cuidado del alma se califique de «servicio de Dios», según las palabras que Platón pone en labios de Sócrates en la Apología, no quiere decir que tenga ningún contenido religioso, en el sentido usual de esta palabra. Por el contrario, el camino seguido por él es un camino excesivamente secular y natural desde el punto de vista cristiano. Ante todo, este cuidado del alma no se traduce, ni mucho menos, en el descuido del cuerpo. Esto no sería posible tratándose de un hombre que había aprendido del médico del cuerpo la necesidad de someter a un «tratamiento» especial al alma, lo mismo la sana que la enferma. Su descubrimiento del alma no significa la separación de ésta del cuerpo, como con tanta frecuencia se afirma faltando a la verdad, sino del dominio de la primera sobre el segundo.
Mens sana in corpore sano es una frase que responde a un auténtico sentido socrático. Sócrates no descuidaba su propio cuerpo ni alababa a quienes lo hacían. Enseñaba a sus amigos a mantener su cuerpo sano por el endurecimiento y hablaba detenidamente con ellos acerca de la dieta más conveniente para lograrlo. Rechazaba la hartura, por entender que era perjudicial para el cuidado del alma. Él, por su parte, llevaba una vida de espartana sencillez. Más adelante hablaremos del postulado moral del «ascetismo» físico y del sentido de este concepto socrático. Tanto Platón como Jenofonte explican la acción educativa de Sócrates, como es natural, partiendo de su antagonismo con los sofistas. Los sofistas eran los maestros de este arte que, presentado bajo esta forma, constituía algo nuevo. Sócrates parece enlazarse plenamente a ellos, para seguir luego su camino. Aunque la meta a que él aspira es más alta, parte del mismo valle en que ellos se mueven. La paideia de los sofistas era una mezcla abigarrada de materias de diverso origen. Su meta era la disciplina del espíritu, pero no existía unanimidad entre ellos en cuanto al saber más indicado para conseguir ese objeto, pues cada uno de ellos seguía estudios especiales y, naturalmente, consideraba su disciplina propia como la más conveniente de todas. Sócrates no negaba el valor de ocuparse de todas aquellas cosas que ellos enseñaban, pero su llamamiento al cuidado del alma encierra ya potencialmente un criterio de limitación de los conocimientos recomendados por aquellos educadores. Algunos de ellos reconocían como muy valiosas para la educación las enseñanzas de los filósofos de la naturaleza. Por su parte, los antiguos pensadores no habían formulado esta pretensión
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pedagógica inmediata, aunque también se habían sentido maestros en el alto sentido de la palabra. El problema de la formación de la juventud por medio de estudios científicos constituía algo nuevo. El escaso interés de Sócrates por la filosofía de la naturaleza no se debía tanto, como sabemos, al desconocimiento de los problemas de los físicos como a la imposibilidad de reducir a un criterio común su modo de plantear el problema y el de aquéllos. Si disuadía a otros de ocuparse demasiado a fondo de las teorías cosmológicas, lo hacía por entender que este gasto de energías espirituales estaría mejor empleado en el conocimiento de las «cosas humanas». Además, los griegos consideraban en general el mundo de lo cósmico como algo demoniaco e inescrutable para los simples mortales. Y Sócrates compartía este temor popular, contra el que aún tenía que manifestarse Aristóteles al comienzo de su Metafísica. Reservas parecidas a éstas eran las que hacía también Sócrates con respecto a los estudios matemáticos y astronómicos de los sofistas de orientación más realista por el estilo de Hipias de Elis. Sócrates había cultivado personalmente esta ciencia con gran entusiasmo. Consideraba necesario hasta cierto punto conocerla, pero circunscribía aquella necesidad dentro de límites bastante estrechos. Este utilitarismo ha querido imputarse a Jenofonte, a quien debemos estos informes, y a su orientación unilateral y restringida hacia lo práctico. Y se le ha enfrentado el Sócrates de Platón, que en la República preconiza la educación matemática como el único camino verdadero de la filosofía. Sin embargo, este punto de vista se halla condicionado por la propia evolución platónica hacia la dialéctica y la teoría del conocimiento; el viejo Platón adopta en las Leyes, en que no habla de la cultura superior, sino de la educación elemental, la misma actitud que el Sócrates de Jenofonte. Así, pues, la atención redoblada que Sócrates consagra a las «cosas humanas» actúa como principio de selección en el reino de los valores culturales vigentes hasta allí. Detrás de la pregunta de hasta dónde debe llevarse un estudio, se alza esta otra, más importante: ¿para qué sirve ese estudio y cuál es la meta de la vida? Sin dar una contestación a esta pregunta no sería posible una educación. Por tanto, lo ético vuelve a situarse en el centro del problema, de donde había sido desplazado por el movimiento educativo de los sofistas. Este movimiento había surgido de la necesidad de dar una cultura superior a la alta capa gobernante y de la elevada valoración de los méritos de la inteligencia humana. La finalidad práctica de los sofistas, la formación de hombres de estado y dirigentes de la vida pública, había favorecido esta nueva orientación en una época como aquélla, preocupada fundamentalmente por el éxito. Es Sócrates quien restaura la trabazón entre la cultura espiritual y la cultura moral. Sin embargo, no se crea que opone a la finalidad política de la cultura tal como la concebían los sofistas el ideal apolítico
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de la pura formación del carácter. A la meta como tal no había por qué tocarla. Esta meta, en una polis griega, tenía que ser siempre la misma necesariamente. Platón y Jenofonte coinciden en que Sócrates era un maestro de política. Sólo así se comprenden su choque con el estado y su proceso. Las «cosas humanas» a que dirigía su atención culminaban siempre, para los griegos, en el bien del conjunto social, del que dependía la vida del individuo[458]. Un Sócrates cuya educación no hubiese sido «política» no habría encontrado discípulos en la Atenas de su tiempo. La gran novedad que Sócrates aportaba era el buscar en la personalidad, en el carácter moral, la médula de la existencia humana en general, y en particular la de la vida colectiva. Pero no fue esto precisamente lo que atrajo a su lado a hombres como Alcibíades y Critias y los convirtió en discípulos suyos, sino la ambición de desempeñar un papel dirigente dentro del estado y la esperanza de que encontrarían en él los medios necesarios para satisfacer esa ambición. De lo que se acusaba precisamente a Sócrates era del empleo que aquellos hombres hicieron de su cultura en la vida política. Pero, según Jenofonte, este reproche debía servirle más bien de excusa, puesto que aquel empleo de sus enseñanzas era algo contrario a las intenciones del maestro. En todo caso, sabemos que estos discípulos se sintieron sorprendidos y consternados al descubrir en Sócrates, conforme iban conociéndole más a fondo, el gran hombre que pugnaba apasionadamente por el imperio del bien. Pero ¿cuál era la educación política de Sócrates? No podemos atribuirle la utopía política que aparece proclamando en la República de Platón, utopía basada ya por entero en la teoría platónica de las ideas, ni es verosímil tampoco que Sócrates se considerase en su obra educativa como lo presenta el Gorgias platónico, como el único verdadero estadista de su tiempo, como un estadista al lado de cuyas aspiraciones todas las empresas de los políticos profesionales, encaminadas exclusivamente hacia el logro del poder exterior, era vanidosa obra de artificio. Son éstos acentos patéticos que presta a Sócrates a posteriori la oposición de Platón contra toda la evolución política que condujo a la ejecución de Sócrates. Sin embargo, el problema radica en la contradicción que envuelve el hecho de que Sócrates no participe personalmente en la vida política y, sin embargo, eduque políticamente a otros en el espíritu de sus postulados. A través de Jenofonte conocemos bien la abundante temática de sus diálogos políticos. Su sentido profundo sólo podemos deducirlo de los diálogos socráticos de Platón sobre la esencia de la areté. Jenofonte nos informa de que Sócrates discutía con sus discípulos cuestiones de técnica política de todas clases: la diferencia entre los tipos de constituciones, la formación de instituciones y leyes políticas, los objetivos de la actividad de un estadista y la mejor preparación para ella, el valor de la concordia política y el ideal de la
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legalidad como la más alta virtud del ciudadano. Sócrates trata con sus amigos de la administración de la polis y de la de la casa, la οἰκία. Los griegos consideraban siempre estrechamente relacionadas la política y la economía. Al igual que los sofistas, en cuya enseñanza aparecen también estos temas, Sócrates partía muchas veces de ciertos pasajes de los poetas, especialmente de Homero, para desarrollar o ilustrar a base de ellos los conocimientos políticos. En aquella época se decía de un buen profesor y conocedor de Homero Ὁμήρου ἐπαινέτης, porque su actividad educativa consistía en alabar determinadas fórmulas del poeta. A Sócrates se le reprochaban ciertas tendencias antidemocráticas en la selección de los pasajes de Homero, especialmente ensalzados por él, puesto que trataban de reyes y nobles. Ya hemos hecho referencia a su crítica de la mecanización del procedimiento político electoral a través del sorteo por medio de habas y del principio democrático de las mayorías en las leyes de la asamblea del pueblo. Esta crítica, sin embargo, no obedecía a consideraciones de partido. La mejor prueba de esto la tenemos en la inolvidable escena que figura al principio de las Memorables de Jenofonte, en la que Sócrates, bajo la tiranía de los Treinta, es citado a los locales del gobierno por su antiguo discípulo Critias, actual gobernante supremo de Atenas, para notificarle la prohibición de que siga dedicándose a la enseñanza, bajo amenaza velada de muerte, a pesar de que sus actividades no caían de por sí bajo el veto general de la enseñanza retórica, que se invocaba para perseguirle. Lo que ocurre es que los tiranos comprendían claramente que aquel hombre hablaría de sus abusos con la misma dureza con que antes flagelaba los excesos del imperio de las masas. Los principales testimonios que poseemos están concordes en que Sócrates gustaba también de tratar asuntos militares cuando entraban en el marco de los problemas político-éticos. Claro está que ya no nos es posible determinar en detalle hasta qué punto los informes de nuestras fuentes se aproximan a la realidad histórica. Sin embargo, no es, ni mucho menos, incompatible en principio con el Sócrates histórico el hecho de que Platón le presente en la República manteniendo doctrinas detalladas acerca de la ética y la educación guerreras de los ciudadanos. En el Laques de Platón aparecen dos respetables ciudadanos pidiendo consejo a Sócrates acerca de si deberán instruir a sus hijos en el nuevo arte de la esgrima, y dos famosos generales atenienses, Nicias y Laques, arden en deseos de conocer su criterio acerca de este punto. Pero la conversación no tarda en subir de tono, convirtiéndose en una disquisición filosófica sobre la esencia de la valentía. En Jenofonte nos encontramos con toda una serie de diálogos sobre la educación del futuro estratega. Esta parte de la pedagogía política era tanto más importante en Atenas cuanto que no existía una escuela de guerra del
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estado y el nivel de preparación de los ciudadanos que eran reelegidos todos los años como estrategas era, en parte, muy bajo. No obstante, por aquel tiempo había profesores privados de estrategia que ofrecían sus servicios, lo que era indudablemente un fenómeno de la larga época de guerra. El concepto tan riguroso que tenía de la preparación especial hacía que Sócrates se abstuviese de administrar por sí mismo enseñanzas técnicas sobre materias que no dominaba. En estos casos le vemos inquirir repetidamente por el maestro adecuado para quienes acudían a él ávidos de instruirse en tales conocimientos. Vemos, por ejemplo, cómo envía a uno de sus discípulos a Dionisodoro, un profesor ambulante del arte de la guerra, que acababa de llegar a Atenas. Es cierto que más tarde le critica severamente, al enterarse de que se limitaba a trasmitir al joven ciertos preceptos tácticos sin enseñarle cómo había de aplicarlos, y de que le daba reglas sobre la colocación de las mejores y las peores unidades de tropa, pero sin decirle cuáles eran las mejores y cuáles las peores unidades. En otra ocasión se apoyó en el epíteto «el pastor de pueblos», dado a Agamemnón por Homero, para poner de manifiesto cuál era la verdadera virtud del caudillo. Y aquí le vemos combatir también la concepción puramente externa y técnica de la profesión de general. Así, por ejemplo, pregunta a un oficial de caballería recién elegido por la asamblea del pueblo si cuenta entre sus deberes el de mejorar los caballos de su tropa y, en caso afirmativo, si se considera también obligado a mejorar a sus jinetes y, en este caso, a sí mismo también, puesto que los jinetes se mostrarán propicios a seguir al mejor. Es característico del ateniense el valor que Sócrates atribuye a la elocuencia del general, como vemos confirmado en los discursos que los generales pronuncian en las obras de Tucídides y Jenofonte. El paralelo entre el general, el buen dirigente de la economía y el buen administrador sirve para reducir los méritos de los tres al mismo principio: las cualidades que un buen dirigente debe reunir. El diálogo con el hijo de Pericles, en cuyo talento militar cifraba Sócrates esperanzas durante los últimos años de la guerra del Peloponeso, trasciende de los límites de lo general. Es una época de decadencia incontenible para Atenas, y Sócrates, que había vivido en su juventud el auge que siguiera a las guerras contra los persas, vuelve su mirada hacia atrás, hacia los años de la grandeza ya esfumada. Y traza una imagen ideal de la virtud antigua (ἀρχαία ἀρετή) de los antepasados, como nunca llegará a trazarla más resplandeciente ni con mayor fuerza de amonestación la retórica posterior de un Isócrates o de un Démostenos. ¿Esta imagen es sólo un reflejo de la filosofía de la historia contenida en sus oraciones en la obra posterior de Jenofonte, en la que aparece trazada, o este contraste entre el presente degenerado y la fuerza victoriosa de los antepasados surgió realmente en el espíritu del Sócrates de los años tardíos? No cabe desconocer que la pintura que Jenofonte traza de la
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situación histórica recuerda notablemente los hechos imperantes de la época en que aquél escribió sus Memorables. Todo el diálogo de Sócrates con el joven Pericles tiene para Jenofonte una significación actual. Pero esto por sí solo no demuestra que el verdadero Sócrates no pudiese albergar pensamientos semejantes. El Menexeno de Platón pone en boca de Sócrates, ya mucho tiempo antes de los sueños idealizadores del pasado de un Isócrates, un elogio análogo de la paideia de los antepasados, en forma de un discurso en honor de los guerreros áticos caídos en la lucha, discurso que dice haber escuchado a Aspasia y que en parte se inspira en pensamientos semejantes a aquéllos. Sócrates invoca, precisamente, lo que hay de «espartano» en el espíritu del pueblo de Atenas, frente a aquel desesperado pesimismo tan comprensible tratándose del hijo de Pericles. No cree en una enfermedad incurable de la patria, sacudida por las discordias. Se remite a la rígida disciplina voluntaria de los atenienses en los coros musicales, en los torneos gimnásticos y en la navegación, y ve en la autoridad que sigue ejerciendo el Areópago un signo de esperanza para el porvenir, por mucho que imperen en el seno del ejército la decadencia de la disciplina y la impotente improvisación. A la vuelta de una generación, la restauración de la autoridad del Areópago será un punto esencial del programa de Isócrates para sanear la democracia radicalizada, y la referencia a la disciplina de los coros como modelo para el indisciplinado ejército reaparece en la Primera Filípica de Demóstenes. Suponiendo que Sócrates exteriorizase realmente aquellas propuestas e ideas u otras semejantes, ello querrá decir que los orígenes del desarrollo de aquel movimiento de oposición contra la decadencia política progresiva se remontan en parte hasta el círculo socrático. El problema de la educación de los gobernantes, que Jenofonte sitúa en primer plano, constituye el tema de un largo diálogo con el filósofo posterior del hedonismo Aristipo de Cirene. En este diálogo se manifiesta con colores regocijantes la antítesis espiritual entre maestro y discípulo, que debía destacarse claramente desde el primer momento. La premisa fundamental de que arranca aquí Sócrates es la de que toda educación debe ser política. Tiene que educar al hombre, necesariamente, para una de dos cosas: para gobernar o para ser gobernado. La diferencia entre estos dos tipos de educación comienza ya a marcarse en la alimentación. El hombre que haya de ser educado para gobernar tiene que aprender a anteponer el cumplimiento de los deberes más apremiantes a la satisfacción de las necesidades físicas. Tiene que sobreponerse al hambre y a la sed. Tiene que acostumbrarse a dormir poco, a acostarse tarde y a levantarse temprano. Ningún trabajo, por gravoso que sea,
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debe asustarle. No debe sentirse atraído por el cebo de los goces de los sentidos. Tiene que endurecerse contra el frío y el calor. No debe preocuparse de tener que acampar a cielo raso. Quien no sea capaz de todo esto está condenado a figurar entre las masas gobernadas. Sócrates designa esta educación para la abstinencia y el dominio de sí mismo con la palabra griega ascesis equivalente a la inglesa training. Volvemos a encontrarnos, como cuando se trataba del concepto del cuidado del alma, junto a la fuente de una de las ideas helénicas primitivas de la educación, que, más tarde, fundida con ideas religiosas de origen oriental, influirá enormemente en la cultura del mundo posterior. El ascetismo socrático no es la virtud monacal, sino la virtud del hombre destinado a mandar. No vale, naturalmente, para un Aristipo, que no quiere ser señor ni esclavo, sino sencillamente un hombre libre, un hombre que sólo desea una cosa: llevar una vida lo más libre y lo más agradable que sea posible. Y no cree que esta libertad pueda alcanzarse dentro de ninguna forma de estado, sino sólo al margen de toda existencia política, en la vida de un extranjero y un meteco permanente, que no obliga a nada. Frente a este individualismo modernista y refinado, Sócrates preconiza la ciudadanía clásica del hombre apegado a su suelo y que concibe su misión política como la educación para llegar a ser un gobernante, haciéndose digno de ello mediante el ascetismo voluntario. Los dioses no conceden nunca a los mortales ningún verdadero bien sin esfuerzo y sin una pugna seria por conseguirlo. Sócrates presenta como ejemplo simbólico de esta concepción de la paideia, al modo pindárico, el relato de la educación de Heracles por la señora areté, la famosa fábula del sofista Pródico sobre «Heracles en la encrucijada». El concepto del dominio sobre nosotros mismos se ha convertido, gracias a Sócrates, en una idea central de nuestra cultura ética. Esta idea concibe la conducta moral como algo que brota del interior del individuo mismo, y no como el simple hecho de someterse exteriormente a la ley, como lo exigía el concepto tradicional de la justicia. Pero como el concepto ético de los griegos parte de la vida colectiva y del concepto político de la dominación, concibe el proceso interior mediante la transferencia de la imagen de una polis bien gobernada al alma del hombre. Para apreciar en su verdadero valor esta transferencia del ideal político al interior del hombre, debemos tener presente la disolución de la autoridad exterior de la ley en la época de los sofistas. Fue ella la que abrió paso a la ley interior. En el momento en que Sócrates dirige la vista a la naturaleza del problema moral aparece en el idioma griego de Atenas la nueva palabra ἐγκράτεια, que significa dominio moral de sí mismo, firmeza y moderación. Como esta palabra se presenta simultáneamente en dos discípulos de Sócrates, Jenofonte y Platón, quienes la emplean frecuentemente, y además, de
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vez en cuando, en Isócrates, autor fuertemente influido por la socrática, es irrefutable la conclusión de que se trata de un nuevo concepto que tiene sus raíces en el pensamiento ético de Sócrates. Es una palabra derivada del adjetivo ἐγκρατής, que designa a quien tiene poder o derecho de disposición sobre algo. Y como el sustantivo sólo aparece en la acepción del dominio moral sobre sí mismo y no se encuentra antes de aquella época, es evidente que fue creado expresamente para esta nueva idea, sin que antes existiese como concepto puramente jurídico. La enkratia no constituye una virtud especial, sino, como acertadamente dice Jenofonte, la «base de todas las virtudes», pues, equivale a emancipar a la razón de la tiranía de la naturaleza animal del hombre y a estabilizar el imperio legal del espíritu sobre los instintos. Y como lo espiritual es para Sócrates el verdadero yo del hombre, podemos traducir el concepto de enkratia, sin poner en él ninguna nota nueva, por el giro inspirado en él de «dominio de sí mismo». En el fondo, ese concepto encierra ya el germen del estado ideal de Platón y el concepto puramente interior de la justicia en que ese estado se basa, como la coincidencia entre el hombre y la ley que se alberga dentro de él mismo. El principio socrático del dominio interior del hombre por sí mismo lleva implícito un nuevo concepto de la libertad. Es notable que el ideal de la libertad, que impera como ningún otro en la época moderna desde la Revolución Francesa para acá, no desempeñe ningún papel importante en el periodo clásico del helenismo, a pesar de que la idea de la libertad como tal no está ausente de esta época. La democracia griega aspira fundamentalmente a la igualdad (τὸ ἴσον) en sentido político y jurídico. La «libertad» es para este postulado un concepto demasiado multívoco. Puede indicar tanto la independencia del individuo como la de todo el estado o la nación. Se habla de vez en cuando, indudablemente, de una constitución libre o se califica de libres a los ciudadanos del estado en que esta constitución rige, pero con ello quiere expresarse simplemente que no son esclavos de nadie. En efecto, la palabra «libre» (ἐλεύϑερος) es en esta época, primordialmente, lo opuesto a la palabra esclavo (δοῦλος). No tiene ese sentido universal, indefinible, ético y metafísico, del concepto moderno de libertad, que nutre e informa todo el arte, la poesía y la filosofía del siglo XIX. La idea moderna de la libertad tuvo sus orígenes en el derecho natural. Condujo en todas partes a la abolición de la esclavitud. El concepto griego de la libertad en el sentido de la época clásica es un concepto positivo del derecho político. Se basa en la premisa de la esclavitud como institución consolidada, más aún, como la base sobre que descansa la libertad de la población ciudadana. La palabra ελευϑέριος, «liberal», derivada de aquel concepto, designa la actitud propia del ciudadano libre, tanto en el modo de gastar el dinero como en el modo de expresarse o en cuanto al decoro externo de su modo de vivir,
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actitudes todas ellas que no cuadrarían a un esclavo. Artes liberales son aquellas que forman parte de la cultura liberal, que es la paideia del ciudadano libre, por oposición a la incultura y a la mezquindad del hombre no libre y del esclavo. Es Sócrates quien convierte la libertad en un problema ético, problema que luego las escuelas socráticas desarrollan con diversa intensidad. Sócrates no procede tampoco, ciertamente, a una crítica demoledora de la división social de los hombres de la polis en libres y esclavos. Pero aunque no se toque a esta división, pierde mucho de su valor profundo por el hecho de que Sócrates la transfiera a la órbita del interior moral del hombre. A tono con el desarrollo del concepto del «dominio sobre sí mismo» tal como lo exponíamos más arriba, como el imperio de la razón sobre los instintos, se va formando ahora un nuevo concepto de la libertad interior. Se considera libre al hombre que representa la antítesis de aquel que vive esclavo de sus propios apetitos. Este aspecto sólo es interesante con respecto a la libertad política en cuanto que envuelve la posibilidad de que un ciudadano libre o un gobernante sea, a pesar de ello, un esclavo en el sentido socrático de la palabra. Lo que lleva consigo, además, el corolario de que semejante hombre no puede ser un hombre verdaderamente libre ni un verdadero gobernante. Es interesante ver cómo el concepto de la «autonomía» empleado en este sentido por los filósofos modernos, que tenía una importancia tan grande en el pensamiento político de los griegos y que expresaba la independencia de una polis con respecto al poder de otros estados, no llegó a transferirse nunca a la órbita moral como los conceptos a que acabamos de referirnos. Lo que a Sócrates le interesaba no era, visiblemente, la simple independencia con respecto a cualesquiera normas vigentes al margen del individuo, sino la eficacia del imperio ejercido por el hombre sobre sí mismo. La autonomía moral en el sentido socrático significaría, por tanto, fundamentalmente, la independencia del hombre con respecto a la parte animal de su naturaleza. Esta autonomía no se halla en contradicción con la existencia de una alta ley cósmica en que se encuadre este fenómeno moral del dominio del hombre sobre sí mismo. Otro concepto relacionado con éste es el de la autarquía y carencia de necesidades. Este concepto rige, sobre todo, con gran fuerza, en Jenofonte, tal vez bajo la impresión de las obras de Antístenes. En cambio, en Platón este rasgo es mucho más acusado, a pesar de lo cual no puede dudarse de su autenticidad histórica. Más tarde se desarrolló más bien en la dirección cínica de la ética postsocrática, donde se erige en criterio decisivo del verdadero filósofo; sin embargo, tampoco en Platón ni en Aristóteles deja de aparecer este rasgo en la imagen de la endemonia filosófica. La autarquía del sabio hace revivir en el plano espiritual uno de los rasgos fundamentales del antiguo héroe del mito heleno, encarnado para los griegos, principalmente, en la figura guerrera de Heracles y en sus «trabajos» (πόνοι), en el hecho de «ayudarse a sí mismo». La forma heroica primitiva
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de este ideal descansaba en la fuerza del héroe para salir vencedor en la lucha contra los poderes enemigos, contra los monstruos y espíritus malignos de todas clases. Ahora esta fuerza se convierte en fuerza interior. La cual sólo es posible a condición de que el hombre se circunscriba en sus deseos y aspiraciones a lo que se halla realmente al alcance de su poder. Sólo el sabio, que sabe domeñar los monstruos salvajes de los instintos dentro de su propio pecho, es verdaderamente autárquico. Es el que más se acerca a la divinidad, que carece de necesidades. Este ideal «cínico» lo expresa Sócrates con toda precisión en su diálogo con el sofista Antifón, quien trata de apartar de él a sus discípulos señalándoles irónicamente la situación de penuria económica en que vive su maestro. Parece, sin embargo, que Sócrates no perfila todavía la idea de la autarquía en el sentido radicalmente individualista que los cínicos habían de darle más tarde. Su autarquía carece en absoluto del giro apolítico, del retraimiento y la marcada indiferencia ante todo lo que venga del exterior. Sócrates vive todavía de lleno dentro de la polis. Y en el concepto de lo político se engloba al mismo tiempo, para él, toda forma de comunidad humana. Sitúa al hombre dentro de la vida de la familia y en el círculo de sus parientes y amigos. Son éstas las formas naturales y más estrechas de comunidad de la vida humana, sin las cuales no podríamos existir. Por tanto, Sócrates hace extensivo el ideal de la concordia del campo de la vida política, para el que ese concepto se empezó creando, al terreno de la familia y señala la necesidad de la cooperación en el seno de la familia y del estado tomando como ejemplo la cooperación de los órganos del cuerpo humano, las manos, los pies y las demás partes del hombre, ninguna de las cuales puede existir por separado. Por otra parte, el reproche que se le hacía de minar como educador la autoridad de la familia demuestra la crisis que la influencia de Sócrates sobre sus discípulos podía acarrear en ciertos casos sobre la vida familiar concebida a la antigua. Sócrates se esforzaba por encontrar la pauta moral fija de la conducta humana, la cual no podía suplirse siquiera, en aquella época en que vacilaban todas las tradiciones antiguas, por la aplicación rígida de la autoridad paterna. En sus diálogos se someten a crítica los prejuicios imperantes. Como argumentos en contra tenemos el gran número de padres que iba a pedirle a Sócrates consejo para la educación de sus hijos. El diálogo con su propio hijo Lamprocles, que se rebelaba contra el mal humor de su madre, Jantipa, atestigua cuán lejos estaba Sócrates de dar la razón a quienes condenaban precipitadamente a sus padres o mostraban una impaciencia poco piadosa con el temperamento y hasta con los defectos evidentes de éstos. A un Querécrates, que no acierta a vivir en paz con su hermano Querefón, le hace comprender que la relación entre hermanos es una especie de amistad para la cual llevamos ya en
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nosotros mismos el don natural, puesto que se da ya entre los animales. Para desarrollarla y convertirla en un valor para nosotros necesitamos cierto saber, cierta comprensión, ni más ni menos que para montar un caballo. Este saber no es nada nuevo ni complicado: quien desee que otros le hagan bien tiene que empezar por hacerlo él a los otros. El principio de anticiparse rige para la amistad lo mismo que para la enemistad y para la lucha. Es éste el lugar indicado para hablar del concepto socrático de la amistad. Este concepto no es una simple teoría, sino que tiene sus raíces en la forma de vida socrática. La filosofía y las aspiraciones espirituales van unidas en ella al trato amistoso con los hombres. Nuestras fuentes coinciden en destacar este hecho y en la abundancia de nuevos y profundos pensamientos, que ponen en boca de Sócrates, sobre las relaciones de unos hombres con otros. En Platón, el concepto socrático de la philía aparece exaltado al plano de lo metafísico en Lisis, el Simposio y Fedro. A esta especulación, que habremos de examinar más adelante, podemos enfrentar aquí la imagen de Jenofonte, en la que el problema ocupa una posición no menos descollante. Un buen amigo constituye un bien del más alto valor en todas las situaciones de la vida. Pero el valor de los amigos difiere tanto como el precio de los esclavos. Quien sabe esto se plantea también, a su vez, el problema de lo que él representará para sus amigos y procurará hacer subir todo lo posible este valor. La nueva cotización de la amistad es sintomática de la época de la gran guerra. Se halla en alza continua y desde Sócrates surge en las escuelas filosóficas toda una literatura sobre la amistad. El elogio de la amistad figura ya en la poesía antigua. En Homero la amistad es la camaradería del soldado y en la educación de la nobleza de Teognis se presenta como protección y baluarte contra los peligros de la vida pública en los tiempos de conmociones políticas. Sócrates destaca también considerablemente este aspecto de la amistad. Aconseja a Critón que se busque un amigo que ronde junto a él como un perro fiel y le proteja. La descomposición interior de la sociedad y de todas las relaciones humanas, incluso de la familia, a consecuencia de la disgregación política cada vez más profunda y la acción de los sicofantes acentúa hasta lo insoportable la inseguridad del individuo aislado. Pero lo que convierte a Sócrates en maestro de un nuevo arte de la amistad es la conciencia de que la base de toda amistad verdadera no debe buscarse en la utilidad externa de unos hombres para otros, sino en el valor interior del hombre. Es cierto que la experiencia enseña que hasta entre los hombres buenos y que aspiran a fines altos no
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imperan siempre la amistad y la benevolencia, sino que reina con harta frecuencia un antagonismo más violento que entre las criaturas poco dignas. Es ésta una experiencia especialmente descorazonadora. Los hombres están dotados por naturaleza para los sentimientos amistosos y para los hostiles. Se necesitan unos a otros y necesitan de su cooperación mutua; tienen el don de la compasión; saben lo que son la beneficencia y la gratitud. Pero al mismo tiempo aspiran a gozar de los mismos bienes, y esto los arrastra a la pelea, ya se trate de bienes nobles o simplemente de bienes placenteros; la discrepancia de opiniones siembra entre ellos la discordia; las disputas y la cólera conducen a la guerra; la hostilidad engendra la codicia de poseer más y la envidia es odiosa. Y, sin embargo, la amistad se abre paso por entre todos estos obstáculos y relaciona entre sí a los mejores hombres, los cuales prefieren esta fortuna interior a una suma mayor de dinero o de prestigio y ponen a disposición de sus amigos, desinteresadamente, sus bienes y sus servicios, a la par que disfrutan y se alegran de la propiedad y los servicios de sus amigos. ¿Por qué la aspiración de un hombre hacia fines políticos elevados, hacia el honor de su ciudad natal o hacia la defensa más lograda de sus intereses, ha de impedirle unirse a otro hombre que obre movido por iguales sentimientos, en vez de considerarlo como un enemigo? La amistad comienza por el perfeccionamiento de la propia personalidad. Pero, además, necesita de las dotes del «erótico» que Sócrates gusta de asignarse irónicamente, del hombre que necesita de otros y corre tras ellos, que ha recibido de la naturaleza la gracia, convertida luego por él en el arte, de agradar a quien a él le agrada. No es como la Escila de Homero, que se aferraba inmediatamente a los hombres, los cuales huían de ella al verla de lejos. Semeja más bien a la sirena, que con su canto suave atrae al hombre desde la lejanía. Sócrates pone su genio para la amistad al servicio de sus amigos, cuando éstos necesitan de él, para conquistar nuevas amistades. No conoce la amistad solamente como el aglutinante indispensable de la cooperación política, sino que la amistad es para él la verdadera forma de toda asociación productiva entre los hombres. Por eso no habla nunca, como los sofistas, de sus discípulos, sino siempre de sus amigos. Más tarde, esta expresión, tomada del círculo socrático, se incorpora incluso a la terminología de las escuelas filosóficas de la Academia y el Liceo, en las que perdura, en un sentido casi petrificado, en giros como el de los «amigos matriculados». Para Sócrates, esta palabra tiene un significado pleno. El discípulo está en él constantemente como un hombre completo y el mejoramiento de la juventud, del que se jactaban los sofistas, era para él, que repugnaba todo lo que fuese elogiarse a sí mismo, el sentido profundo y real de todo su trato amistoso con los hombres.
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Constituye una de las grandes paradojas el que este hombre, el mayor educador conocido, no quisiese hablar de paideia con referencia a su propia actividad, a pesar de que todo el mundo veía en él la encarnación más perfecta de este concepto. Claro está que la palabra no podía rehuirse a la larga, y Platón y Jenofonte la emplean con frecuencia para designar las aspiraciones de Sócrates y para caracterizar su filosofía. Sócrates encontraba esta palabra tarada por la práctica y la teoría «pedagógicas» de su tiempo. Quería decir demasiado o decía demasiado poco. Por eso, ante la acusación de que corrompía a la juventud, replicaba que él jamás había afirmado la pretensión de «educar a los hombres». Al decir esto, alude a la actividad técnica de la enseñanza profesional de los sofistas. Sócrates no es un «profesor», pero le vemos incesantemente afanado «en la búsqueda» del verdadero maestro, sin encontrarlo nunca. Lo que descubre siempre es un buen especialista para tal o cual materia, que puede recomendar para su especialidad. Lo que no encuentra nunca es el maestro en el sentido pleno de la palabra. Es un bicho raro. Mientras todo el mundo, los sofistas, los retóricos y los filósofos, pretenden cooperar en las grandes obras de la paideia: en la poesía, en las ciencias, en las artes, en las leyes, en el estado; mientras todo ciudadano ateniense un poco despierto y preocupado por la observancia del derecho y del orden en su ciudad se figura contribuir en algo al mejoramiento de la juventud, Sócrates cree que no comprende siquiera este arte. Le choca, simplemente, que sea él el único que corrompa a los hombres. Mide las grandes pretensiones de los demás por un concepto nuevo de la paideia que le hace dudar de la legitimidad de aquéllas, pero se da cuenta de que tampoco este concepto nuevo corresponde a su ideal. Y a través de esta ironía genuinamente socrática se descubre la conciencia de la misión que tiene la verdadera educación y de la grandeza de su dificultad, de la que el resto del mundo no tiene la menor idea. La actitud irónica de Sócrates ante el problema de su propia obra de educador explica la aparente contradicción de que, a la vez que afirma la necesidad de la paideia, niegue los más serios esfuerzos realizados por los demás en torno de ella. Su eros educativo rige sobre todo para con las naturalezas escogidas, dotadas para la más alta cultura espiritual y moral, para la
areté. Su gran capacidad de asimilación, su buena memoria y su afán de saber claman por la paideia. Sócrates está convencido de que estos hombres, si se les diese la educación adecuada, alcanzarían por sí mismos las cumbres más altas y al mismo tiempo harían felices a otros hombres. A quienes desprecian el saber y todo lo fían a sus dotes naturales les hace comprender que son éstos los que más necesitan de cultivarse, del mismo modo que los caballos y los perros de mejor calidad, dotados por la naturaleza con la mejor raza y el mejor temperamento, necesitan ser amaestrados y disciplinados desde que nacen con el mayor
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rigor, pues, si no se les amaestrase y disciplinase, acabarían siendo peores que los demás. Las naturalezas mejor dotadas son precisamente las que necesitan desarrollar su discernimiento y su juicio crítico, para que puedan dar los frutos que corresponden a su talento. Y a los ricos que creen poder desdeñar la cultura les abre los ojos haciéndoles ver la inutilidad de una riqueza que no sabe emplearse o se emplea en malos fines. Pero con la misma severidad combate las quimeras culturales de quienes envaneciéndose de sus conocimientos literarios y de sus afanes espirituales, se creen superiores a los de su misma edad y seguros de antemano de lograr el mayor éxito en la vida pública. Eutidemo, el joven hastiado, es un representante nada antipático de este tipo de hombres. La crítica socrática de su «cultura general» arranca de su punto más débil: cuando se pasa revista a las distintas ramas sobre las que recaen los afanes literarios de este joven se ve que en su biblioteca están representadas todas las artes y todas las disciplinas, desde la poesía hasta la medicina, las matemáticas y la arquitectura; pero se advierte una laguna: la falta de un buen manual de virtud política. Para un joven ateniense, ésta es la meta natural de toda la formación general del espíritu. ¿Es acaso éste el único arte en que el autodidacto puede alzar la voz, mientras que en medicina se le daría de lado pura y simplemente como un intruso? ¿Acaso en política, en vez de probar los maestros que se han tenido y aportar las pruebas de nuestra capacidad anterior, basta con probar nuestra falta de saber para inspirar confianza a cualquiera? Sócrates convence a Eutidemo de que la profesión hacia la que se orienta es el arte real y de que nadie puede llegar a ser grande en él sin ser justo. Del mismo modo que aquellos que descuidan su cultura son espoleados a hacer algo por sí mismos, a quienes se imaginan que son cultos hay que convencerles de que les falta lo esencial. Eutidemo se ve envuelto en un diálogo sobre la esencia de la justicia y de la injusticia, hasta que se da cuenta de que no ha comprendido nada de una ni de otra. Y en vez del estudio de los libros se abre otro camino para iniciarse en la «virtud política», camino que arranca de la conciencia de la propia ignorancia y del conocimiento de sí mismo, es decir, de sus propias fuerzas. Nuestras fuentes no dejan la menor duda de que éste era el verdadero camino socrático, y la meta a la que se entregaba la pasión de Sócrates, esta virtud política precisamente. Nuestros testimonios están concordes en un todo acerca de esto. Los primeros diálogos socráticos de Platón son los que con mayor claridad nos indican qué debe entenderse por esa virtud. Es cierto que estos valores se califican la mayoría de las veces con el predicado aristotélico de valores «éticos». Pero esta expresión se expone fácilmente a equívoco para nosotros, gente moderna, ya que nosotros no consideramos lo ético sin más —lo que para Aristóteles era aún
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evidente por sí mismo—, como la expresión parcial de la existencia de la comunidad, sino que muchas veces reputamos esencial precisamente la separación entre lo ético y lo político. Esta separación entre el campo interior del individuo y el campo general no solamente es una abstracción de la filosofía moderna, sino que está profundamente arraigado en nosotros. Responde a la secular tradición de la contabilidad por partida doble de nuestro mundo «cristiano» moderno, que mientras reconocía para la vida moral del individuo los severos postulados del Evangelio, medía el estado y sus actos por otros raseros «naturales». Con esto no sólo se separaba lo que en la vida de la polis griega formaba una unidad, sino que se cambiaba incluso el sentido de los conceptos de lo ético y lo político. Esta circunstancia entorpece más que cualquier otra la comprensión acertada de la situación imperante en Grecia. Esto hace que sea igualmente equívoco para nosotros decir que las virtudes de que habla Sócrates son virtudes «políticas». Cuando calificamos la vida entera del hombre griego y su moral, en el sentido de Sócrates o de Aristóteles, con el adjetivo de «política» expresamos algo muy distinto del concepto técnico actual de la política y del estado. Así lo indica ya la simple reflexión acerca de la diferencia de significado que hay entre el concepto moderno de estado, status en el bajo latín, con su sentido abstracto, y con la palabra griega polis, palabra de sentido concreto que expresa plásticamente el conjunto pletórico de vida de la existencia humana colectiva y la existencia individual enmarcada dentro de aquélla, en su estructura orgánica. Por consiguiente, en este sentido antiguo podemos decir que los diálogos socráticos de Platón que tratan de la piedad, la justicia, la valentía y la moderación constituyen investigaciones sobre la virtud política. Como ya dijimos más arriba, el típico número de cuatro que forman las llamadas virtudes cardinales platónicas es ya de por sí una alusión a su entronque histórico con el ideal de ciudadanía de la antigua polis griega, puesto que este canon de las virtudes ciudadanas lo encontramos mantenido ya en Esquilo. Los diálogos de Platón nos revelan uno de los aspectos de la actividad de Sócrates que en el relato de Jenofonte pasa casi a segundo plano ante el aspecto estimulante y exhortativo: el aspecto del diálogo refutador e inquisitivo, el elenchos. Pero este aspecto, como hemos visto al examinar cómo caracteriza Platón las formas típicas del discurso socrático (supra, pp. 414 s.), es el complemento necesario del discurso exhortativo, pues prepara el terreno a sus efectos, removiéndolo con la conciencia que el hombre adquiere de sí mismo y que le dice que en realidad la persona a quien se interroga no sabe nada de lo que cree saber.
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Los diálogos eléncticos discurren en su totalidad bajo la forma del intento repetido de captar el concepto general que sirve de base a la palabra que se usa para expresar un valor moral, tal como valentía o justicia. La forma de la pregunta ¿qué es la valentía?, parece indicar que la finalidad perseguida por ella es la definición de este concepto. Aristóteles dice expresamente que la definición de los conceptos es una conquista de Sócrates, y lo mismo sostiene Jenofonte. Esto, de ser cierto, añadiría un nuevo rasgo esencial a la imagen anteriormente trazada: Sócrates aparecería como creador de la lógica. Sobre este hecho se basa la antigua opinión que presenta a Sócrates como el fundador de la filosofía conceptual. Pero últimamente Heinrich Maier ha puesto en duda el valor de los testimonios de Aristóteles y Jenofonte, creyendo poder demostrar que se basan simplemente en los diálogos de Platón, el cual se limitaba a exponer su propia teoría. Es Platón quien, basándose en los conatos de un nuevo concepto del saber, encontrado por Sócrates, desarrolla la lógica y el concepto; Sócrates fue solamente, según ese autor, el protréptico, el profeta de la autonomía moral. Sin embargo, esta explicación tropieza con dificultades tan grandes como la opinión contraria, la de que en Sócrates aparece mantenida ya la teoría de las ideas. La tesis de que los testimonios de Aristóteles y Jenofonte sólo se basan en los diálogos de Platón no es susceptible de ser probada ni es tampoco verosímil. La tradición que ha llegado a nosotros está concorde en presentar a Sócrates como el maestro insuperable en el arte de la persuasión bajo la forma de preguntas y respuestas, en el arte de la dialéctica, aunque este aspecto quede también en Jenofonte relegado a segundo plano detrás de la protréptica. Problema aparte es el de saber cuáles eran el sentido y la mira de estos intentos de determinación de los conceptos; lo que no ofrece la menor duda es el hecho en sí. Reconozcamos que manteniéndonos dentro de la concepción tradicional de Sócrates como puro filósofo conceptual no podía comprenderse el giro que luego hubo de tomar su discípulo Antístenes hacia la simple ética y protréptica. Pero, a la inversa, si limitamos la personalidad de Sócrates al evangelio de la voluntad moral, resultará inexplicable el nacimiento de la teoría platónica de las ideas y la estrecha relación que el propio Platón establece entre ella y la «filosofía» de Sócrates. Para este dilema sólo hay una salida: debemos reconocer que la forma en que Sócrates aborda el problema ético no era una mera profecía, una prédica destinada a sacudir la moral del hombre, sino que su exhortación al «cuidado del alma» se traducía en el esfuerzo de penetrar en la esencia de la moral mediante la fuerza del
logos. El motivo del diálogo socrático es la voluntad de llegar con otros hombres a una inteligencia que todos deben acatar acerca de un tema que encierra para todos ellos un interés infinito: el
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de los valores supremos de la vida. Para llegar a este resultado, Sócrates parte siempre de aquello que el interlocutor o los hombres reconocen de un modo general. Este reconocimiento sirve de «base» o de hipótesis, después de lo cual se desarrollan las consecuencias derivadas de ella, contrastándose a la luz de otros hechos de nuestra conciencia considerados como hechos establecidos. Un factor esencial de este progreso mental dialéctico es el descubrimiento de las contradicciones en las que incurrimos al sentar determinadas tesis. Estas contradicciones nos obligan a contrastar una vez más la exactitud de los reconocimientos considerados verdaderos, para revisarlos o abandonarlos en su caso. La mira que se persigue es reducir los distintos fenómenos del valor a un valor general y supremo. Sin embargo, Sócrates no parte en sus investigaciones del problema de este «bien en sí», sino de alguna virtud concreta, tal y como el lenguaje la caracteriza por medio de calificativos morales especiales, como es, por ejemplo, ) que llamamos valiente o justo. Así, en el Laques se emprenden toda una serie de intentos para decirnos qué es valentía, pero Sócrates se ve obligado a abandonar una tras otra estas tesis, por formular con demasiada estrechez o demasiada amplitud la esencia de la valentía. El mismo procedimiento se sigue en el diálogo con Eutidemo sobre las virtudes que figura en las Memorables de Jenofonte. Se trata, pues, realmente de saber cuál era el «método» del Sócrates histórico. Claro está que la palabra «método» no basta para caracterizar el estudio ético del procedimiento seguido por él. La palabra tiene, sin embargo, origen socrático y caracteriza certeramente el procedimiento natural que el gran virtuoso del interrogatorio convierte en un arte. Exteriormente, este «método» se parecía a primera vista mucho. hasta exponerse a la confusión, a aquella maestría en la esgrima de las palabras, desarrollada también por aquel entonces hasta convertirse en un arte. Y en los diálogos socráticos no faltan ciertamente los ardides de esgrima verbal, que recuerdan las conclusiones capciosas de este «erístico». En la dialéctica de Sócrates no debe subestimarse tampoco el elemento del puro afán de disputar. Platón lo reproduce con gran fidelidad y de un modo muy vivo, y algunos contemporáneos alejados del maestro
o
competidores
suyos,
como
Isócrates,
presentan
a
los
socráticos,
comprensiblemente, como simples discutidores profesionales. Esto revela hasta qué punto tendían los demás a colocar en primer plano este aspecto del problema. Sin embargo, en los diálogos socráticos de Platón flota sobre estas disquisiciones, pese a todo el sentido del humor de la nueva atlética espiritual y a todo el entusiasmo deportivo por los golpes seguros y victoriosos de Sócrates, una profunda seriedad y una entrega completa a la causa debatida. El diálogo socrático no pretende ejercitar ningún arte lógico de definición sobre problemas éticos, sino que es simplemente el camino, el «método» del logos para llegar a una conducta
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acertada. Ninguno de los diálogos socráticos de Platón llega al resultado de definir realmente el concepto moral que en él se investiga; más aún, durante mucho tiempo existía la opinión general de que todos estos diálogos no llegan en realidad a un resultado. Pero éste se echa de ver, ciertamente, cuando se comparan entre sí varios diálogos y el desarrollo seguido por ellos, para estar en condiciones de captar lo que contienen de típico. Todos estos intentos de «limitar» la esencia de una determinada virtud desembocan, por último, en la conciencia de que esa esencia tiene que consistir necesariamente en un saber, en un conocimiento. Pero a Sócrates no le interesa tanto el carácter diferencial de la virtud concreta que investiga, su definición, como lo que tiene de común con las demás virtudes, como la «virtud en sí». Sobre la investigación flota tácitamente desde el primer momento la intuición o el supuesto de que esta virtud debe buscarse en un saber, pues ¿para qué serviría en última instancia todo el lujo de fuerza intelectual que aquí se despliega para la solución del problema ético, si el investigador no confiase en acercarse prácticamente por este camino a la meta del fomento del bien? Claro está que esta convicción de Sócrates contradice precisamente a la opinión dominante de todos los tiempos. El problema estriba, para ésta, en que el hombre, a pesar de ver claro, se decide con harta frecuencia por el mal. La terminología corriente llama a esto flaqueza moral. Cuanto más imperiosamente parecen demostrar los razonamientos de Sócrates que la areté tiene que ser necesariamente, en último resultado, un saber, y cuanto más espoleado se siente el esfuerzo dialéctico por la perspectiva de alcanzar esa elevada meta, más paradójico se antoja este camino al sentimiento escéptico. La lectura de estos diálogos nos hace testigos de la máxima exaltación a que llegan en Grecia el impulso del conocer y la fe en el conocimiento. Una vez que el espíritu impone su fuerza ordenadora al mundo exterior e ilumina su trabazón, acomete la empresa todavía más intrépida de someter al imperio de la razón la vida humana salida de su quicio. Ya la mirada retrospectiva de Aristóteles, a pesar de compartir la fe audaz en la fuerza constructiva, «arquitectónica» del espíritu, consideraba una exaltación intelectualista la tesis socrática de la virtud como saber y frente a ella intentaba esclarecer debidamente la importancia de los instintos y de su apaciguamiento para la educación moral. Pero con su tesis, Sócrates no pretende proclamar precisamente una visión psicológica. Quien se preocupe de buscar bajo su paradoja la sustancia fecunda que presentimos en ella reconocerá fácilmente la rebelión contra todo lo que hasta entonces se llamaba saber y carecía en realidad de toda fuerza moral. El conocimiento del bien, que Sócrates descubre en la base de todas y cada una de las llamadas virtudes humanas, no es una operación de la inteligencia, sino que es, como Platón comprendió certeramente, la expresión consciente de un ser interior del hombre. Tiene su
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raíz en una capa profunda del alma en la que ya no pueden separarse, pues son esencialmente uno y lo mismo, la penetración del conocimiento y la posesión de lo conocido. La filosofía platónica es el intento de descender a esta nueva sima del concepto socrático del saber y agotarla. Para Sócrates, no es refutar su tesis, del saber en tanto virtud, el que la multitud de los hombres invoque en contra de ella su experiencia de que el conocimiento del bien y la conducta no siempre coinciden. Esta experiencia sólo demuestra una cosa: que el verdadero saber no abunda. El propio Sócrates no se jacta de poseerlo. Pero con la prueba convincente de la ignorancia del hombre que sí cree saber, abre el camino para un concepto del saber fiel a su postulado y que constituye realmente la fuerza de saber más profunda del hombre. La existencia de este saber es para Sócrates una verdad de firmeza incondicional, pues se demuestra como base de todo pensamiento y de toda conducta éticos tan pronto como indagamos las premisas de éstos. Y para sus discípulos la tesis del saber, en tanto que virtud, ya no constituye una simple paradoja, como al principio se creyó, sino la descripción de la capacidad suprema de la naturaleza humana, que en Sócrates se había hecho realidad y que tenía, por tanto, una existencia. El conocimiento del bien, a que se reduce siempre en última instancia la investigación de todas y cada una de las virtudes, es algo más amplio que la valentía, la justicia o cualquier otra areté concreta. Es la «virtud en sí», que se revela de distintos modos en cada una de las diferentes virtudes. Sin embargo, aquí nos encontramos con una nueva paradoja psicológica. En efecto, si la valentía, por ejemplo, consiste en el conocimiento del bien con relación a lo que en realidad debe temerse o no temerse, es indudable que la virtud concreta de la valentía presupone el conocimiento del bien en su totalidad. Se hallará, pues, indisolublemente enlazada a las demás virtudes, a la justicia, la moderación y la piedad, y se identificará con éstas o guardará, al menos, una gran analogía externa con ellas. Ahora bien, habrá pocos hechos con que se halle más familiarizada nuestra experiencia moral que el de que una persona puede distinguirse por su gran valentía o valor personal y, a pesar de ello, ser un hombre injusto, desaforado o impío o, por el contrario, ser un hombre absolutamente moderado y justo y, en cambio, un cobarde. Por consiguiente, aun cuando quisiéramos llegar con Sócrates hasta el punto de considerar las distintas virtudes como «partes» de una sola virtud universal, parece que no podríamos estar de acuerdo con él en la tesis de que esta virtud actúa y se halla presente como un todo en cada una de sus partes. Las virtudes pueden concebirse, a lo sumo, como las diversas partes de una cara, que puede tener los ojos bonitos y la nariz fea. Sin embargo, Sócrates es tan inexorable en este punto como en su certeza inquebrantable de que la virtud es el saber. La verdadera virtud es para él una e
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indivisible. No es posible tener una parte de ella y otra no. El hombre valiente que sea irreflexivo, desaforado o injusto podrá ser un buen soldado en el combate, pero nunca será valiente para consigo mismo y para con su enemigo interior, que son sus propios instintos desenfrenados. El hombre piadoso que cumple fielmente sus deberes para con los dioses, pero sea injusto hacia sus semejantes y desaforado en su odio y fanatismo, no será verdaderamente piadoso. Los estrategas Nicias y Laques se asombran de ver cómo Sócrates les expone la esencia de la verdadera valentía y reconocen que nunca habían ahondado hasta el fondo de este concepto ni lo habían captado en toda su grandeza, ni mucho menos habían llegado a encarnarlo en sí mismos. Y el piadoso y severo Eutifrón se ve desenmascarado en la inferioridad de su piedad orgullosa de sí misma y llena de fanatismo. Lo que los hombres llaman rutinariamente sus «virtudes» resulta ser, en este análisis, un simple conglomerado de los productos de distintos procesos unilaterales de domesticación, y, además, un conglomerado entre cuyas partes integrantes existe una contradicción moral irreductible. Sócrates es piadoso y valiente, justo y moderado a un tiempo. Su vida es a la par combate y servicio de Dios. No descuida los deberes del culto a los dioses, y esto le permite decir a quien sólo es piadoso en este sentido externo que existe un temor de Dios más alto que éste. Luchó y se distinguió en todas las campañas de su patria; esto le autoriza a hacer comprender a los más altos caudillos del ejército ateniense que las victorias logradas con la espada en la mano no son las únicas que puede alcanzar el hombre. Por eso Platón distingue entre las virtudes vulgares del ciudadano y la elevada perfección filosófica. Para él la personificación de este superhombre moral es Sócrates. Aunque lo que Platón diría es que sólo él posee la «verdadera» areté humana. Si examinamos la paideia socrática en el relato de Jenofonte, como lo hacíamos más arriba para echar una primera ojeada a la variedad de su contenido[545], nos parece que está formada por una multitud de problemas prácticos concretos de la vida humana. Si, por el contrario, la enfocamos a la luz de la concepción platónica, se nos revelará de golpe la unidad interior que preside esta diversidad de lo concreto; más aún, nos daremos cuenta por fin de que el saber socrático o frónesis no tiene más objeto que uno: el conocimiento del bien. Pero si toda la sabiduría culmina en un solo conocimiento, al que nos hace remontarnos necesariamente todo intento de determinar y precisar cualquier bien humano, entre el objeto sobre que recae este saber y la naturaleza más íntima de las aspiraciones y la voluntad del hombre tendrá que existir necesariamente una relación esencial. Sólo después de descubrir éstas vemos claramente hasta qué punto la tesis socrática de la virtud como saber tiene sus raíces en toda la concepción socrática del universo y del hombre. Es cierto que Sócrates no
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llegó a desarrollar una antropología filosófica completa, pues esto sólo lo hizo Platón. Sin embargo, a los ojos de Platón esta antropología filosófica se hallaba ya implícita en Sócrates. Bastaba seguir en todas sus consecuencias una tesis sostenida reiteradamente por éste para desarrollarla. En ella, lo mismo que en las dos tesis de la virtud como saber y de la unidad de la virtud, se condensaba toda una metafísica en tres palabras: «nadie yerra voluntariamente». Con esta tesis, el carácter paradójico de la sabiduría educativa socrática llega a su culminación. Y al mismo tiempo explica la dirección en que Sócrates orienta toda la energía de sus esfuerzos. La experiencia del individuo y la de la sociedad humana, recogida en la legislación y en la concepción jurídica vigentes, con su distinción usual entre los actos y las infracciones voluntarios e involuntarios, parece corroborar como exacto lo contrario de la tesis socrática. Esta distinción se empalma también al factor saber de la conducta humana y valora de un modo radicalmente distinto las infracciones cometidas consciente o inconscientemente. En cambio, la idea socrática lleva implícita la premisa de que el desafuero consciente no puede existir, pues ello llevaría aparejada la existencia de desafueros voluntarios. La contradicción existente entre este criterio y la concepción dominante de antiguo sobre la culpa y el delito humanos sólo se resuelve si aquí, como en lo referente al «saber», damos a la paradoja de Sócrates la interpretación de que habla de otro concepto de «voluntad» que el concepto jurídico y moral predominante. Son dos concepciones situadas en dos planos distintos. Sócrates no puede reconocer la distinción entre una conducta ilícita consciente e inconsciente por la sencilla razón de que el desafuero es un mal y la justicia un bien y de que la naturaleza del bien lleva implícito que quien lo reconozca como bien lo apetezca. La voluntad humana se sitúa así en el centro de nuestras consideraciones. Todas las catástrofes que la voluntad ciega y los apetitos del hombre desencadenan en el mito y en la tragedia de los griegos parecen contradecir poderosamente la tesis de Sócrates. Pero éste se aferra a ella de un modo tanto más resuelto, dando con ello al mismo tiempo en el blanco de la concepción trágica de la vida. Esta concepción se revela como nueva apariencia superficial. Para Sócrates constituye una contradicción consigo misma la de que la voluntad pueda querer el mal sabiendo que lo es. Parte, pues, de la premisa de que la voluntad humana tiene un sentido. Y el sentido de la voluntad no es el de destruirse ni dañarse a sí misma, sino el de su conservación y construcción. La voluntad es racional en sí misma, porque se dirige al bien. Los innumerables ejemplos de apetitos locos que acarrean la desgracia humana no contradicen la tesis de Sócrates. Platón le hace establecer entre el apetito y la voluntad la distinción estricta de que la verdadera «voluntad» sólo descansa en el verdadero conocimiento del bien que le sirve de meta. El simple «apetito» es una aspiración
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dirigida al logro de bienes aparentes. Allí donde la voluntad se concibe de este modo profundamente positivo y consciente de su fin, se basa siempre por naturaleza en el saber, y la consecución de este saber, cuando es posible, representa la perfección humana. Desde que Sócrates concibió esta idea, hablamos de un destino del hombre y de una meta de la vida y la conducta humanas. La meta de la vida es lo que la naturaleza quiere por su esencia y su naturaleza: el bien. La imagen de la meta presupone la del camino, imagen mucho más antigua que aquélla en el pensamiento griego y que tiene su historia propia[550]. Pero hubo muchos caminos antes de que se descubriese aquel que conduce a la meta socrática. El bien se representa simbólicamente unas veces como el punto final en que desembocan todos los caminos de las aspiraciones humanas, como telos o teleuté; otras, como el «blanco» (skopós) sobre el que el tirador dispara la flecha y en el que da o yerra. Esta concepción hace que la vida adquiera otra imagen. Ahora aparece como un movimiento encauzado hacia un fin o hacia una altura conscientemente queridos, como el apuntar hacia un objeto. Se convierte en una unidad interna, adquiere forma y tensión. El hombre vive constantemente en guardia, «con la vista en el blanco», como suele decir Platón. Es éste quien desarrolla conceptual y plásticamente en su imagen socrática todos estos efectos de la concepción socrática de la vida, y no resulta fácil trazar aquí la línea divisoria entre Sócrates y Platón. Sin embargo, la tesis de que nadie yerra voluntariamente lleva ya implícita la premisa de que la voluntad se encamina hacia el bien como hacia su telos, y el hecho de que este concepto aparezca no sólo en Platón, sino también en los demás discípulos de Sócrates, indica que se trata manifiestamente de un concepto socrático. La objetivación filosófica y artística de una actitud distinta ante la vida, condicionada por este concepto, es ya obra de Platón, Éste clasifica a los hombres, según su telos, en distintos tipos de vida y transfiere aquel concepto a todos los campos. Con él, Sócrates abre una evolución preñada de consecuencias, que culminará en la concepción teleológica del mundo de Aristóteles. Por muy importante que esta consecuencia pueda ser para la historia de la ciencia, el concepto decisivo para la historia de la paideia es el concepto socrático del fin de la vida. A través de él se ilumina de un modo nuevo la misión de toda educación: ésta no consiste ya en el desarrollo de ciertas capacidades ni en la trasmisión de ciertos conocimientos; al menos, esto sólo puede considerarse ahora como medio y fase en el proceso educativo. La verdadera esencia de la educación consiste en poner al hombre en condiciones de alcanzar la verdadera meta de su vida. Se identifica con la aspiración socrática al conocimiento del bien, con la frónesis. Y esta aspiración no puede circunscribirse a los pocos años de una llamada
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cultura superior. Sólo puede alcanzar su fin a lo largo de toda la vida del hombre; de otro modo, no lo alcanza. Esto hace que cambie el concepto de la esencia de la paideia. La cultura en sentido socrático se convierte en la aspiración a una ordenación filosófica consciente de la vida que se propone como meta cumplir el destino espiritual y moral del hombre. El hombre, así concebido, ha nacido para la paideia. Ésta es su único patrimonio verdadero. El hecho de que en esta concepción concuerden todos los socráticos indica que debió de tener por autor a Sócrates, aunque él dijese de sí mismo que no sabía «educar a los hombres». Podríamos aportar numerosas citas de las que se deduce cómo el concepto y el sentido de la paideia se amplían y se ahondan interiormente con el giro socrático y cómo se exalta hasta el máximo el valor de este bien para el hombre. Pero baste citar en apoyo de esto una frase del filósofo Estilpón, uno de los principales representantes de la escuela socrática de Megara, fundada por Euclides. Cuando Demetrio Poliorcetes, después de la conquista de Megara, quiso demostrar al filósofo su buena voluntad e indemnizarle del saqueo de su casa, le rogó que le presentase una lista de todas las cosas de su propiedad que habían desaparecido. A lo cual contestó irónicamente Estilpón: «La paideia no se la ha llevado nadie de mi casa.» Esta frase es una nueva edición, ajustada al espíritu de los tiempos, del famoso dicho de uno de los siete sabios, Bías de Priene, dicho que todavía hoy circula por el mundo en su forma latina: omnia mea mecum porto. La suma y compendio de «todo lo que poseo» es para el hombre socrático la paideia: su forma interior de vida, su existencia espiritual, su cultura. En la lucha del hombre por su libertad interior en medio de un mundo en que reinaban las fuerzas elementales que la amenazaban, la paideia se convierte en un punto de resistencia invulnerable. Sin embargo, Sócrates no se halla aún situado al margen de la comunidad patria reducida a escombros, como Estilpón, el filósofo de la época de comienzos del helenismo posclásico. Se halla dentro de un estado muy espiritual y, hasta hace poco, poderoso, y cuanto mayor sea la dureza con que éste, durante los últimos decenios de actuación de Sócrates, tenga que luchar por su propia conservación contra todo un mundo de enemigos, más importante es para él la obra educativa de este hombre concreto. No en vano aspira a conducir a los ciudadanos a la «virtud política» y a descubrir un nuevo camino para conocer su verdadera esencia. Aunque exteriormente viva en un periodo de disolución del estado, interiormente se halla todavía de lleno dentro de la antigua tradición griega para la que la polis era la fuente de los bienes
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supremos de la vida y de las normas de vida más altas, como lo atestigua de un modo verdaderamente impresionante el Critón platónico. Pero por muy inconmovible que permanezca en pie para él el sentido político de la existencia humana, su situación ante el quebrantamiento de la autoridad interior de la ley del estado difiere mucho de la de los grandes creyentes antiguos en la ley: de la de un Solón o de un Esquilo. La educación para la virtud política que él pretende establecer presupone en primer lugar la restauración de la polis en su sentido moral interior. Es cierto que Sócrates no parece partir aun fundamentalmente, como Platón, de la idea de que los estados actuales no tienen remedio. No se siente todavía con la parte mejor de su ser ciudadano de un estado ideal creado por él mismo, sino que es en todo y por todo un ciudadano de Atenas. Pero fue de él y sólo de él de quien Platón recibió la idea de que el renacimiento del estado no podría conseguirse por la simple implantación de un poder fuerte exterior, sino que debía comenzar por la conciencia de cada cual, como hoy diríamos, o, como se diría en el lenguaje de los griegos, por su alma. Sólo de esta fuente interior puede brotar, purificada por la indagación del logos, la verdadera norma obligatoria e irrecusable para todos. En este sentido, es de todo punto indiferente para Sócrates que el hombre que ayude al alumbramiento de esta norma se llame Sócrates y sea filósofo de profesión. ¡Cuántas veces insiste en que no es él, Sócrates, sino el logos, quien dice tal o cual cosa! «A mí —dice— podréis refutarme, pero a él no.» Sin embargo, la médula del conflicto con el estado se presenta para la filosofía y para la ciencia, en el fondo, a partir del momento en que la investigación se torna de la naturaleza de las «cosas humanas», es decir, al problema del estado y de la areté, y aparece frente a este problema como razón normativa. Es el momento en que trueca la herencia de Tales por el legado de Solón. Al entregar el cetro de su estado ideal a la filosofía, Platón comprendió e intentó eliminar la necesidad de este conflicto entre el estado, en el que reside el poder, y el filósofo, que investiga la norma suprema de conducta. Pero el estado en que vive Sócrates no es ningún estado ideal. Sócrates fue durante toda su vida el simple ciudadano de una democracia que confería a cualquier otro el mismo derecho que a él de manifestarse sobre los problemas más altos del bien público. Por eso tenía que considerar su mandato especial como recibido de Dios y solamente de él[555]. Sin embargo, los guardianes del estado creen descubrir, detrás del papel que este pensador levantisco se arroga, la rebelión del individuo espiritualmente superior contra lo que la mayoría considera bueno y justo y, por tanto, un peligro contra la seguridad del estado. Tal y como es, éste pretende ser el fundamento de todo y no parece necesitar de ninguna otra fundamentación. No tolera que se le aplique una pauta moral que se considera a sí misma
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como absoluta, y no acierta a ver en él otra cosa que un individuo levantisco que intenta erigirse públicamente en juez de los actos de la colectividad. Nadie menos que Hegel negó a la razón subjetiva el derecho a criticar la moral del estado, que es de por sí la fuente y la razón concreta de ser de toda la moral sobre la tierra. Es éste un pensamiento inspirado de lleno en la Antigüedad, que nos ayuda a comprender la actitud del estado ateniense frente a Sócrates. Considerado desde este punto de vista, Sócrates es un iluminado y un exaltado. Pero no menos inspirada en la Antigüedad se halla la concepción socrática que opone al estado tal como es, el estado tal como debiera ser o, mejor dicho, tal como «era», para luego armonizarlo consigo mismo y con su verdadera esencia. Desde este punto de vista, el estado decadente aparece como el verdadero apóstata y Sócrates no es ya un simple representante de la «razón subjetiva», sino el servidor de Dios, el único cuyo pie pisa terreno firme en medio de una época vacilante. Los discípulos de Sócrates adoptaron distintas actitudes ante su conflicto con el estado, que todo el mundo conoce por la Apología de Platón. La menos satisfactoria de todas es la concepción de Jenofonte, pues no ve lo que hay de fundamental en estos hechos. Habiendo sido desterrado de su ciudad natal por sus tendencias aristocráticas, se esfuerza en presentar la condena y ejecución de Sócrates como resultado del desconocimiento absoluto de sus intenciones de conservación del estado y, por tanto, como obra de un infortunado azar. Entre aquellos que comprendían la profunda necesidad histórica de lo sucedido, algunos abrazaron el camino que veíamos recomendar ya a Aristipo en el diálogo de su maestro con Sócrates acerca de la verdadera paideia. Para ellos, tratábase de un choque inevitable entre el individuo espiritualmente libre y la comunidad y su inevitable tiranía. No era posible sustraerse a ésta, mientras se viviese como ciudadano de una corporación estatal. Esta clase de hombres se retraían porque no sentían vocación de mártires, sino que querían sencillamente pasar inadvertidos y asegurarse una cierta dosis de disfrute de la vida o de ocio espiritual. Vivían como metecos en una patria extraña para poder eximirse de todos los deberes de ciudadanía y, al amparo de esta vida insegura de huéspedes, se construían un mundo artificial aparte. Esta conducta se comprende mejor teniendo en cuenta que no se daban para ellos condiciones históricas análogas a las de Sócrates. Cuando en la Apología Sócrates exhorta a sus conciudadanos a la areté apelando a su orgullo con las palabras: «¡Oh, tú, hijo de la ciudad más grande y famosa por su sabiduría y su poder!», aduce con ello un móvil esencial de su postulado. Con estas palabras, Platón se propone caracterizar indirectamente la posición propia de Sócrates. ¿Cómo habría podido Aristipo experimentar
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una sensación semejante, ante el recuerdo de que era hijo de la rica ciudad colonial africana de Cirene? Platón era el único que sentía bastante en ateniense y en político para poder comprender plenamente a Sócrates. En el Gorgias señala cómo va acercándose la tragedia. Aquí nos damos cuenta de por qué era precisamente el ciudadano ateniense, en el que palpitaba la profunda preocupación por su ciudad y la conciencia de la responsabilidad por ella —y no en los retóricos y sofistas extranjeros sin conciencia, que educaban a sus discípulos para el disfrute del estado y el arribismo político—, quien caminaba hacia la fatalidad de verse repudiado por su estado como un enemigo. Su crítica de una polis degenerada tenía que interpretarse como una conducta hostil al estado, sin ver que en realidad se esforzaba por reconstruirlo. Los representantes de este mísero estado tenían que sentirse atacados, a pesar de que el filósofo encontraba palabras para disculpar la situación forzosa en que aquéllos se encontraban y sólo veía en el estado momentáneo de penuria de su ciudad patria el estallido de una enfermedad larvada durante largo tiempo. El hecho de que busque el germen del mal precisamente en los tiempos que la imagen histórica vigente encumbra como los días de grandeza y esplendor, no hace más que corroborar, con ese duro juicio, la impresión de que obra movido por un afán de destrucción. Ya no es posible distinguir los matices que en este relato pone Platón y los que pertenecen al propio Sócrates, y los juicios nacidos del simple sentimiento a nadie pueden convencer. Pero cualquiera que fuese el modo de pensar de Sócrates, nadie puede desconocer que la voluntad de Platón de lograr la trasformación del estado, que inspira sus obras más importantes, se modeló sobre la experiencia vivida del trágico conflicto con el estado vigente a que Sócrates se vio arrastrado precisamente por su misión educadora llamada a renovar el mundo. En Platón no se dice ni una palabra acerca de que Sócrates hubiese podido obrar de otro modo o de que sus jueces hubiesen podido ser más clarividentes o mejores. Uno y otros eran como tenían que ser y el destino no tenía más remedio que seguir su curso. Platón llegaba, partiendo de aquí, a la consecuencia de que era necesario renovar el estado, para que el verdadero hombre pudiese vivir dentro de él. El historiador sólo puede inferir de esto una cosa, y es que había llegado ya el momento en que el estado carecía de la fuerza necesaria para seguir abarcando en su antigua totalidad griega la órbita de la moral y de la religión. Platón nos dice cómo debería ser el estado para poder seguir cumpliendo su misión primitiva en la época en que Sócrates había venido a proclamar una nueva meta de la vida humana. Pero el estado no era así, y no era posible transformarlo. Era demasiado de este mundo. Por donde el descubrimiento del mundo interior y de su valor
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conduce en Platón no a una renovación del estado, sino al nacimiento de un nuevo imperio ideal en que el hombre tiene su patria eterna. Tal es el significado perenne de la tragedia de Sócrates, tal como se trasluce especialmente a través de la pugna filosófica de Platón con este problema. Sócrates, personalmente, se halla muy lejos de las consecuencias que Platón deriva de su muerte. Y aún más lejos de la valoración y la interpretación histórico-espiritual que se da al suceso de que es víctima. La inteligencia histórica, si hubiese existido en aquel tiempo, habría destruido el sentido trágico de este destino. Habría relativizado aquella experiencia vivida con la pasión de lo incondicional para convertirla en un proceso natural de evolución. Es un privilegio muy dudoso el de ver en enfoque histórico la propia época e incluso la propia vida. Este conflicto sólo podía ser vivido y sufrido con la sencillez con que Sócrates luchó y murió por su verdad. Ya Platón habría sido incapaz de seguirle por este camino. Platón afirma al hombre político en la idea, pero él se retrae por ello mismo de la realidad política, o procura realizar su ideal en cualquier otra parte del mundo en que se den condiciones mejores para ello. Sócrates se siente interiormente vinculado a Atenas. Ni una sola vez abandonó esta ciudad más que para combatir por ella como soldado. No emprende grandes viajes como Platón ni sale siquiera delante de las murallas de los suburbios, pues ni el campo ni los árboles le enseñan nada. Habla del «cuidado del alma» predicado por él a propios y extraños, pero añade: «Mis prédicas se dirigían ante todo a los más próximos a mí por el nacimiento.» Su «servicio de Dios» no se consagra a la «humanidad», sino a su polis. Por eso no escribe, sino que se limita a hablar con los hombres presentes de carne y hueso. Por eso no profesa tesis abstractas, sino que se pone de acuerdo con sus conciudadanos acerca de algo común, premisa de toda conversación de esta naturaleza y que tiene su raíz en el origen y la patria comunes, en el pasado y la historia, en la ley y la constitución política comunes: la democracia ateniense. Este algo común es lo que da su contenido concreto a lo general buscado por su pensamiento. La escasa apreciación de la ciencia y la erudición, el gusto por la dialéctica y por las justas en torno a los problemas valorativos, son cualidades atenienses, ni más ni menos que el sentido del estado, de las buenas costumbres, del temor de Dios, sin dejar en último lugar la charis espiritual que flota en torno a todo. A Sócrates no podía tentarle la idea de huir de la prisión, cuyas puertas habría sabido franquear el dinero de sus amigos, y cruzar la frontera para refugiarse en Beocia. En el momento en que esta tentación llama a su espíritu, ve las leyes de su patria, imprudentemente aplicadas por sus jueces, alzarse ante él y recordarle todo lo que les debía
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desde niño: la unión de sus padres, su nacimiento y educación y los bienes que le había sido dado adquirir en años posteriores. No se había alejado de Atenas antes, aunque era libre de hacerlo, si bien las leyes de su ciudad patria no le placían en todo, sino que se sintió a gusto en ella por espacio de setenta años. Con ello reconoció las leyes vigentes y no podía negarles su reconocimiento ahora. Lo más probable es que Platón no escribiese estas palabras en Atenas. Seguramente huiría a Megara con los demás discípulos de Sócrates, después de la muerte de éste, escribiendo allí o en sus viajes sus primeras obras socráticas. La idea de su propio retorno a la patria le sugeriría dudas. Esto da un acento propio, sordo, al relato que hace de la perseverancia de Sócrates hasta el momento de cumplir con su último deber de ciudadano bebiendo el cáliz de la cicuta. Sócrates es uno de los últimos ciudadanos en el sentido de la antigua polis griega. Y es al mismo tiempo la encarnación y la suprema exaltación de la nueva forma de la individualidad moral y espiritual. Ambas cosas se unían en él sin medias tintas. Su primera personalidad apunta a un gran pasado, la segunda al porvenir. Es, en realidad, un fenómeno único y peculiar en la historia del espíritu griego. De la suma y la dualidad de aspiraciones de estos dos elementos integrantes de su ser brota su idea ético-política de la educación. Es esto lo que le da su profunda tensión interior, el realismo de su punto de partida y el idealismo de su meta final. Por primera vez aparece en el Occidente el problema del «estado y la iglesia», que había de arrastrarse a lo largo de los siglos posteriores. Pues este problema no es en modo alguno, como se demuestra en Sócrates, un problema específicamente cristiano. No se halla vinculado a una organización eclesiástica ni a una fe revelada, sino que se presenta también, en su fase correspondiente, en el desarrollo del «hombre natural» y de su «cultura». Aquí no aparece como el conflicto entre dos formas de comunidad conscientes de su poder, sino como la tensión entre la conciencia de la personalidad humana individual de pertenecer a una comunidad terrenal y su conciencia de hallarse interior y directamente unida a Dios. Este Dios a cuyo servicio realiza Sócrates su obra de educador es un dios distinto de «los dioses en que cree la polis». Si la acusación contra Sócrates versaba principalmente sobre este punto, daba realmente en el blanco. Era un error, ciertamente, pensar a propósito de esto en el famoso demonio cuya voz interior hizo abstenerse a Sócrates de realizar muchos actos. Ello podría demostrar a lo sumo que, además del don del saber, por el que se esforzó más que nadie, Sócrates poseía al mismo tiempo ese don instintivo que tantas veces echamos de menos en el ciego racionalismo. Este don y no la voz de la conciencia es en realidad lo que significa aquel
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demonio, como lo demuestran los casos en que Sócrates lo invoca. Pero el conocimiento de la esencia y del poder del bien, que se apodera de su interior como una fuerza arrolladora, se convierte para él en un nuevo camino para encontrar a Dios. Es cierto que Sócrates no es capaz, por su modo espiritual de ser, de «reconocer ningún dogma». Pero un hombre que vive y muere como vivió y murió él tiene sus raíces en Dios. El discurso en que dice que se debe obedecer a Dios más que al hombre encierra, indudablemente, una nueva religión, lo mismo que su fe en el valor, descollante por encima de todo, del alma. Antes de llegar Sócrates, la religión griega carece de un Dios que ordene al individuo hacer frente a las tentaciones y las amenazas de todo un mundo, a pesar de que no escasean en ella los profetas. De la raíz de esta confianza en Dios brota en Sócrates una nueva forma de espíritu heroico que imprime su sello desde el primer momento a la idea griega de la areté. Platón presenta a Sócrates en la Apología como la encarnación de la suprema megalopsychia y valentía, y en el Fedón ensalza la muerte del filósofo como una hazaña de superación heroica de la vida. Por donde hasta en la fase suprema de su espiritualización permanece la areté griega fiel a sus orígenes y, al igual que de los trabajos de los héroes de Homero, del combate de Sócrates brota la fuerza humana creadora de un nuevo arquetipo que ha de encontrar en Platón su profeta y mensajero poético Sócrates
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La Reina Virgen, el Rey Sol y la creación de dos naciones
El poder, la belleza y la muerte en el Reinado de Isabel I de Inglaterra Por. Aglaia Berlutti
El rostro pálido, rígido y duro de la reina Isabel I de Inglaterra, ha sido durante siglos una incógnita y también, una prueba de la forma en que los diminutos enigmas de la historia detrás de la historia, sostienen lo que después serían mitos de considerable envergadura. Con su extraño aspecto estatuario, manos heladas y según varios indiscretos que visitaban la corte inglesa, su dura mirada “como de vidrio pulido”, la llamada “Reina virgen” no sólo llevó adelante un país en medio de una solapada y virulenta guerra civil que duró casi todo su reinado, sino también, mantuvo sobre sus hombros un tipo de poder que ninguno de sus sucesores supo igualar o sostener. Con su irreal e inquietante estampa de criatura inalcanzable, Isabel I de Inglaterra infundió el terror en los corazones de sus súbditos y sus enemigos, hasta el día de su muerte e incluso más allá. Pero el aspecto de la reina, no fue una decisión para provocar terror —como se especuló por mucho tiempo— , ni tampoco una maniobra política que le permitiera convertirse en un símbolo casi religioso para la feligresía huérfana en medio de la férrea monarquía protestante que representaba. En realidad, se trató de algo más común, pero que analizado a la distancia, no sólo cambió para siempre la forma en que las monarquías comprendían el alcance del poder de sus reinas y princesas, sino también, de la forma como una mujer podía maniobrar sobre el hecho de su supuesto lugar secundario en la historia, debilidad física, moral e intelectual.
Una Reina tenebrosa A pesar de la moderna imagen que la muestra como una mujer impecable y fría, la hija de Enrique VIII, era una mujer sensible y lo suficientemente sagaz como para sobrevivir los primeros años de su reinado, asediado desde los flancos por todo tipo de amenazas. Sus adversarios políticos le consideraban bastarda (como hija de la decapitada Ana Bolena que era), y sus aliados, en exceso débil y sin apoyos nacionales como para mantenerse en el poder. Pero Isabel I, no sólo encontró la forma de vencer la resistencia en su contra, sino además convertir su corte en un brillante ejemplo de pulso político y una impecable capacidad estratégica. Para cuando cumplió 29 años y en pleno enfrentamiento por mantener a los enemigos de su corona y de Inglaterra más allá de las fronteras, la mayoría del país la
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reconocía como símbolo de fortaleza, nobleza y sobre todo, un tipo de crueldad refinada que un país habituado a complicadas intrigas palaciegas, aprecia especialmente. Por entonces, no usaba maquillaje. Muchos de los bardos que visitaban Londres elogiaban su piel pálida y pecosa, su cabello rubio con tonos rojizos y sus ojos azules. De hecho, por algunos años la belleza de Isabel I fue mucho más célebre que sus dotes como gobernante y tal vez por ese motivo, la disyuntiva sobre un posible rey (ya fuera a pleno derecho o consorte), obsesionó a buena parte de las cortes vecinas, que necesitaban sostener una alianza favorable con el Reino Inglés. Pero Isabel no se decidía: rechazó una larga lista de proposiciones y por último, aseguró estar “desposada con su reino”, lo cual no era otra cosa que una excusa para detener la presión interna para evitar un matrimonio que menoscabara su poder en el trono, que ejercía de forma autónoma y sin ningún tipo de restricción. Hubo rumores de amantes, de favoritos e incluso, en una ocasión la tensión de un anuncio de bodas con un príncipe francés llenó las calles de Londres. Pero Isabel seguía sola, radiante de belleza y en palabras de sus contemporáneos, “más robusta y sana que nunca”. Tal vez debido a eso, cuando en 1562 la reina sufrió un acceso de fiebres violentas, la corte y consejeros hicieron un considerable intento por mantener la enfermedad en secreto. Isabel no sólo no estaba casada —lo cual era bastante grave— sino que tampoco tenía herederos, bastardos o adoptados. La situación ponía al reino en una complicada situación que además, le hacía víctima ideal para la avaricia de buena parte de los países enemigos, que observaban con detenimiento las debilidades de un reino gobernado por una mujer. La enfermedad de la reina se convirtió en un asunto de Estado, en un problema que se volvía cada vez más grave a medida que los síntomas se hacían peores e Isabel I se debilitaba con rapidez. No obstante, lo más preocupante estaba por llegar: cuando un médico italiano fue traído desde Nápoles hasta el palacio de Hampton Court, para ocuparse de la salud de la reina, el diagnóstico llenó de terror no sólo a los que habitaban el castillo sino también, a buena parte de la corte. Sin que nadie supiera cómo, Isabel había contraído varicela, lo que no sólo ponía en peligro su vida, sino según las creencias de la época podía poner en peligro sus dos únicas herramientas para reinar: su belleza y su capacidad para concebir. Cuando la eminencia italiana dejó claro que Isabel no sólo agonizaba bajo el peso de la peste sino que sería prácticamente imposible que se recuperara sin sufrir secuelas, los pocos en conocimiento del secreto comprendieron que estaban en medio de una situación de considerable gravedad, tanto como para amenazar no sólo el futuro de la reina sino también, el del país al completo.
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“Este es el castigo que hemos de sufrir por aceptar que una bastarda profana gobierne el
país”, se dice que escribió a un obispo de Roma un acaudalado católico sobreviviente en Londres, que escuchó rumores de la enfermedad de la reina y se preparaba para la sucesión. “Pero Dios está a punto de intervenir a nuestro favor”. Los últimos meses del año transcurrieron en medio de una tensa incertidumbre acerca del futuro del país y en especial, de las posibilidades que España y Francia, pudieran aprovechar la fragilidad del gobierno para atacar a Londres. Pero de alguna forma Isabel I consiguió sostenerse a pesar de la fiebre y la debilidad, hasta convencer a la corte de que a pesar de todo, estaba a la cabeza del gobierno. Hubo escaramuzas, unas cuantas muertes violentas y una docena de oportunas decapitaciones, pero para el invierno de ese año, el país seguía bajo la mano de Isabel y sin que ningún enemigo se atreviera a llegar a sus costas.
Una misteriosa fortaleza Según cuenta la autora Anna Whitelock en su libro The Queen’s Bed, Una historia íntima de
la corte de Elizabeth, en los momentos más complicados de la enfermedad, la Reina desechó al médico italiano e hizo venir al doctor Burchard Kranich, una personalidad del mundo de las ciencias alemanas, reconocida por buena parte de las casas de Europa. La reina escuchó con preocupación el pesimista diagnóstico: sufría viruela y no sólo un caso leve, sino uno que con toda seguridad dejaría secuelas físicas de considerable importancia. Kranich explicó que las pústulas en la piel sólo eran los síntomas más visibles de la enfermedad y que con toda probabilidad, la reina llevaría cicatrices en la piel y no podría alumbrar al futuro heredero inglés. “¡La peste de Dios! ¿Cuál es mejor? ¿Tener la viruela en la mano o en la cara o en el corazón y matar todo el cuerpo?”, exclamó Isabel según Anna Whitelock. Fue la primera vez que sus consejeros o sus damas de compañía, escucharon a la reina llorar de miedo. Unas horas después, enfermó tanto que por siete días apenas pudo hablar o moverse de la cama. Al final, se agravó tanto que incluso comenzó a hablarse entre susurros de la posibilidad de su muerte, lo que se convirtió en una amenaza para buena parte de los nobles protestantes que le apoyaban. El secreto alrededor del padecimiento de la reina se redobló. “Vivirá, pero quien sabe en cuáles condiciones”, escribió Mary Sidney a su amante de la época, aterrorizada por los delirios de Isabel y su piel cubierta de pústulas. “Lo que es
evidente es que su belleza quedará marchita para siempre”. No obstante, luego de casi dos semanas de batallar por su vida, Isabel logró recuperarse. Su fortaleza física fue la suficiente
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para evitar no sólo su muerte, sino los terribles vaticinios de Kranich, que insistió podría perder su voz, la cordura o incluso, ser incapaz de mover su cuerpo debido a las misteriosas secuelas de la viruela. En cambio, Isabel sanó y conservó sus facultades intactas. Pero su célebre belleza, admirada por todas las cortes de Europa, quedó desfigurada por las inevitables cicatrices de la enfermedad. “¿Quién podrá creer en el poder que represento al mirar este rostro?”, dijo Isabel según Whitelock al mirarse por primera vez en uno de sus preciados espejos venecianos luego de abandonar su lecho de enfermedad. “¿Quién podrá creer invencible a Inglaterra al verme de
este modo?”
Una nueva Reina Las preocupaciones de Isabel no eran gratuitas ni tampoco, únicamente radicaban en su vanidad, aunque por años, su atractivo físico había sido una de las cualidades que sostenían el mito de su poder. En realidad, la palidez y las marcas sobre la piel de su rostro eran la prueba no sólo de que había sufrido una enfermedad que podría debilitar su mente, sino además poner aún más en entredicho, su derecho de sucesión al trono, que de nuevo podría encontrarse en medio de discusiones por su incapacidad para concebir. Se trataba de una disyuntiva complicada: Isabel I no deseaba contraer matrimonio —mucho menos ser la madre de príncipes de sangre extranjera— pero dejar claro que no podía concebir, era convertir el dilema de su sucesión en una idea que gravitaría como una amenaza sobre su gobierno. Dos meses después de haber sufrido la viruela, Isabel seguía recluida en un intento de encontrar una solución que pudiera no sólo reforzar su imagen poderosa, sino además cortar de raíz las habladurías sobre su salud. Por extraño que parezca, la solución llegó de la mano de los comerciantes venecianos, que despertaban la suspicacia de buena parte de la corte, pero que la reina admitía a su lado por considerarlos de una rara inteligencia. La escritora Lisa Eldridge narra en su libro Face Paint, que uno de los comerciantes que continuaban trayendo telas y objetos de lujo a la corte, vio por casualidad el rostro cubierto de cicatrices de Isabel I y le recomendó una vieja receta cosmética de la ciudad: el “ceruse veneciano”, una mezcla de vinagre y plomo, que daba a la piel una apariencia cristalina de porcelana y también, era un asesino potencial debido a la alta concentración del metal. El veneciano advirtió a la reina del peligro, pero Isabel I decidió correrlo: para la soberana, era de importancia capital que su piel tuviera un aspecto blanco y
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radiante, en especial porque según creencias de la época, simbolizaba la juventud y la fertilidad. Isabel era muy consciente de la necesidad que sus contrincantes políticos y monárquicos, le vieran por completo recuperada, por lo que un mes después de la entrevista con el mercader veneciano, la soberana apareció frente a la corte, envuelta en sus galas más radiantes y con el rostro cubierto por el maquillaje. Whitelock describe el momento como una gran ceremonia ritual de paso: la joven y hermosa mujer que el reino había conocido hasta entonces, dio paso a una efigie de rara y dura hermosura, con la piel lustrosa como el mármol, una mirada perfilada por polvos orientales y los labios rojos de un carmín italiano que se había hecho traer en secreto. También llevaba una peluca, debido a que su larga cabellera rojiza fue cortada durante la enfermedad. Los mismos largos mechones se usaron para elaborar la primera de la extrañísima colección de trenzas y tocados artificiales que usaría por el resto de su vida. La reina moriría casi cuarenta años después y jamás se le volvió a ver sin el maquillaje, su juego de pelucas, guantes y sus deslumbrantes vestidos, que con el correr del tiempo, se hicieron cada vez más famosos y reconocidos por su calidad, belleza y un extraño poder para asombrar. La reina no sólo afianzó su posición de poder, sino que se convirtió en un símbolo extraordinario de influencia en un continente signado por regentes déspotas, incultos y sobre todo, cortes obsesionadas por la descendencia y los matrimonios de sus monarcas. Pero Isabel jamás se casó, mantuvo las riendas del poder con mano de hierro y se alzó sobre las dudas sobre su capacidad para gobernar para convertirse en la monarca más espléndida de su tiempo. Quizás, el rostro de porcelana —la máscara de dolorosa juventud, como escribió a su querida Mary— siempre metaforizó el poder absoluto y también, un tipo de soledad que nadie comprendió en toda su extraña profundidad. Tal y como diría Whitelock: “Isabel
venció a la peste, a quienes le señalaban, pero nunca al temor de mostrar el rostro que la enfermedad le causó y que mantuvo el secreto cada día de su vida”. Un singular símbolo de fortaleza y por contradictorio que parezca, también de vulnerabilidad.
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Versalles, un día en la corte de Luis XIV, el rey sol Tomado de la página de National Geographic
En 1682, al establecer la corte y el gobierno en Versalles, Luis XIV tomó una decisión fundamental en su reinado: por primera vez en Francia, el ejercicio del poder se identificó con un lugar, Versalles, que de algún modo pasó a ser la segunda capital del país. El palacio, relativamente nuevo, se convirtió en el punto de mira de toda Europa. Abierto de par en par al público, ofrecía a los numerosos visitantes franceses y extranjeros que se apiñaban allí un compendio de la habilidad de los artesanos y los artistas protegidos y empleados por el rey, un escaparate de la riqueza de Francia –desde los mármoles procedentes de las canteras del reino hasta las obras de arte que formaban las colecciones reales–, y una prueba palpable de la gloria de aquel que se imponía como el mayor soberano de Europa. En ese momento, Versalles se encontraba en pleno proceso de acondicionamiento. Las obras se centraban en el palacio, cuyo cuerpo central, reservado a los soberanos y a la familia real, y el ala sur, llamada también de los Príncipes, estaban a punto de terminarse, mientras que las obras del ala norte se iniciarían en 1684. Asimismo se construyeron numerosas dependencias para que los distintos servicios de la corte y los órganos de gobierno pudieran permanecer allí durante todo el año: las alas de los ministros, las dos caballerizas reales, el Gran Común, la Torre del Agua, el huerto del rey. Los jardines fueron objeto de notables remodelaciones, dando relieve a la Gran Perspectiva, el eje este-oeste que atraviesa todo el lugar. Más allá de los jardines, el Pequeño Parque se organizaba alrededor del Gran Canal, mientras que el Gran Parque, rodeado de muros, constituía una inmensa reserva de caza de más de diez mil hectáreas. En ese marco transcurría la jornada del rey, en torno al cual gravitaban todos los cortesanos como los planetas alrededor del sol.
El Rey se levanta La jornada de Luis XIV se encontraba estrictamente planificada desde que se levantaba por la mañana hasta que se acostaba por la noche. El duque de Saint-Simon lo resumió en una frase famosa: «Con un almanaque y un reloj podríamos decir, a trescientas leguas de
distancia, con exactitud, lo que está haciendo» el rey. La jornada empezaba a las ocho y media; el primer ayuda de cámara real se acercaba al lecho del monarca y pronunciaba la famosa fórmula: «Señor, es la hora». Así daba inicio el lever du
roi, la ceremonia, de una hora de duración, en la que el soberano salía de la cama, se aseaba,
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hacía que lo vistieran y lo peinaran y realizaba sus plegarias diarias. Decenas de cortesanos se apelotonaban en las antecámaras a la espera de que se les permitiera entrar en la habitación real. Las diferencias de rango marcaban el orden de acceso a la estancia: primero los príncipes e íntimos del rey, luego los ministros, a continuación los demás cortesanos. En total había seis «entradas». Era la oportunidad para obtener un favor del soberano o comunicarle una información. Algunos obtenían incluso una autorización especial para entrar antes que los demás, mientras el rey estaba sentado en el retrete, la chaise percée. La operación duraba media hora, aunque un testimonio aclaraba que el rey lo hacía «más por ceremonia que por
necesidad». A la salida del lever, el rey se dirigía normalmente a la capilla del palacio, que se encuentra a la entrada del ala norte. Este acto cortesano era muy importante, ya que ponía de manifiesto la devoción pública del Rey Cristianísimo y permitía a cualquiera situarse en el recorrido del rey o en la capilla para ver al soberano y hacerse ver por él. Para llegar a la capilla, el rey tomaba la Gran Galería, ubicada detrás de su habitación, y a continuación las distintas salas del Gran Apartamento. La misa del Rey La Capilla Real es una capilla palatina, es decir, de dos niveles. El superior corresponde a la primera planta del palacio: allí se encuentra la Tribuna Real, desde la cual el rey, arrodillado, asistía a la misa diaria. Se trataba de una misa en voz baja, durante la cual la Música de la Capilla –el conjunto de músicos del rey– ejecutaba uno o más motetes. Esta ceremonia duraba una media hora. Cinco veces al año, en ciertas festividades especiales, el soberano comulgaba. Descendía entonces a la planta baja para asistir a la misa desde el coro, sobre un reclinatorio especialmente instalado a tal efecto. Esos días, al salir de la capilla, el rey realizaba la ceremonia de tocar las escrófulas: procedentes de las provincias y del extranjero, un gran número de enfermos aquejados de escrófula –una forma de tuberculosis ganglionar – se arrodillaban al paso del soberano, que les tocaba la cara uno por uno mientras pronunciaba la fórmula: «El rey te toca, Dios te cura». Al regresar de la misa, o bien inmediatamente después del lever –la misa se celebraba entonces más tarde–, el rey se instalaba en el Gabinete del Consejo, pieza contigua al Salón del Rey (convertido en dormitorio en 1701). Luis XIV presidía el Consejo cada día. Los ministros se sentaban alrededor de la mesa y tomaban la palabra, por turnos, para dar su opinión sobre los distintos puntos de la orden del día. El rey hablaba en último lugar, para arbitrar y tomar las decisiones. A partir de 1686, el rey solía almorzar en su habitación. Comía en una mesa
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cuadrada, según el ritual denominado del «Pequeño Cubierto»: la comida incluía sólo tres servicios de seis platos cada uno, pero se tomaba en público, con las puertas de la habitación abiertas. Si el Consejo no se reanudaba por la tarde, el rey tenía entonces libertad para pasear por sus jardines, donde podía admirar las creaciones de su jardinero real, Le Nôtre, y de su arquitecto Hardouin-Mansart. Luis XIV redactó de su puño y letra la manera de mostrar los jardines de Versalles, un itinerario de visita que permitía recorrer lo esencial: parterres, senderos, perspectivas y bosquecillos. También admiraba las innumerables esculturas que él mismo hacía colocar y cambiar según sus caprichos: al final de su reinado, había casi doscientas en los jardines de Versalles. El soberano también podía ir a cazar, dentro del espacio del Gran Parque y a veces en los bosques colindantes. Estos momentos de diversión, a los que el rey invitaba a los cortesanos que gozaban de su favor, eran muy solicitados, no en vano en la corte todo se medía en función de la proximidad que cada uno mantenía con el soberano. El Versalles más íntimo Si el rey no estaba de humor para salir, o si el tiempo o la salud no se lo permitían, podía refugiarse en su Apartamento Interior, o «apartamento de coleccionista». Ampliado de nuevo en 1693, este espacio privado, situado más allá del Gabinete del Consejo, ocupaba quince habitaciones. Albergaba innumerables obras de arte, que formaban parte de las colecciones reales, pero que se dedicaban al deleite personal del soberano. Allí se encontraban numerosos cuadros –entre ellos la famosa Gioconda de Leonardo da Vinci–, piedras preciosas –o jarrones de piedras duras–, pequeñas esculturas de plata y de bronce, manuscritos ilustrados, medallas... A partir de 1683, por las tardes el rey iba a ver a su esposa secreta, Madame de Maintenon. En el reducido espacio del aposento de ésta, recibía a los ministros para sesiones de trabajo dedicadas a preparar el Consejo. Por entonces el rey empezó a recibir regularmente, varias veces por semana, a los miembros de su corte en unas fiestas que tenían como escenario las salas del Gran Apartamento de Versalles –la parte del palacio más accesible al público y que, durante el día, podía ser recorrida con libertad por los visitantes de Versalles, deseosos de descubrir las condiciones de vida del monarca francés y la riqueza de las colecciones reales de obras de arte–. Durante estas veladas –llamadas soirées d’appartement–, el Gran Apartamento quedaba reservado al rey y a sus invitados, que compartían con él, de manera
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relativamente informal, momentos de diversión que se consideraban privilegios. Así, era posible jugar al billar y a toda clase de juegos de sociedad y de azar, pero también participar en conversaciones, escuchar música, bailar o saborear un dulce. Estas fiestas se instituyeron para manifestar la nueva posición que ocupaba Versalles como residencia habitual del soberano y sede del poder: permitían al rey estrechar sus vínculos con la élite aristocrática, superando la desconfianza que provocó la revuelta nobiliaria de la Fronda, a inicios de su reinado. Las otras noches de la semana se dedicaban a la comedia, francesa o italiana, o a la tragedia, más a menudo teatral que lírica. Durante el carnaval se organizaban también numerosos bailes de disfraces, en el Gran Apartamento o en las habitaciones de algún miembro de la familia real, siempre que fueran lo bastante espaciosas para recibir a una numerosa compañía. A partir de 1683, hacia las diez de la noche, el rey se dirigía a la primera antecámara de sus aposentos para la cena, el souper, que se solía servir según el protocolo del «Gran Cubierto», esto es, con cinco servicios sucesivos. Algunos miembros de la familia real podían tomar asiento en la mesa del rey. La abundancia de los platos indicaba la opulencia real y la buena salud del reino. Como la misa del rey, este acto cortesano era público, pero, a causa del tamaño de la habitación, no siempre estaba garantizado poder asistir a él y ver comer al rey. La ceremonia, que se celebraba con acompañamiento musical, podía durar tres cuartos de hora. El final de la jornada La jornada versallesca de Luis XIV terminaba siempre con la ceremonia del coucher du roi, el acto de irse a la cama, que se desarrollaba, del mismo modo que la de la mañana, en la habitación del soberano. Más sencilla que el lever, no implica entradas sucesivas, sino que permitía que el rey distinguiera a algún cortesano y le concediera un honor ocasional, por ejemplo el privilegio de sostener el candelabro mientras él se desvestía. De esta manera, el Versalles de Luis XIV se impuso como un universo moldeado por el soberano, alrededor del cual y en función del cual se organizaba la vida de la corte. Lejos de ser sólo un sistema político formado por cortesanos sometidos, Versalles era el teatro de una brillante civilización cortesana, destinada a destacar en Francia, pero también, gracias a los numerosos visitantes extranjeros y a los embajadores, en toda Europa. Las soirées d’appartement constituían un símbolo de este nuevo arte de vivir: representaban sin duda un momento privilegiado de la cortesía y la politesse francesas, desplegadas en toda su plenitud en un escenario concebido y realizado por los mejores artistas del reino.
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El genio del Renacimiento
Leonardo da Vinci, un visionario de la ciencia Por. Jordi Pigem para National Geographic - Historia
Leonardo da Vinci, el gran artista del Renacimiento, modelo del uomo universale, fue también un genio científico. Aparte de su obra pictórica, tan exquisita como escasa, hubo un Leonardo dedicado a la observación rigurosa, el experimento y la formulación exacta de principios generales a partir de la experiencia empírica. En los miles de páginas de sus cuadernos de notas, que sólo han empezado a ser estudiados a fondo en las últimas décadas, encontramos anticipaciones de muchos desarrollos posteriores de la ciencia moderna. Sus contemporáneos sabían que Leonardo dedicaba buena parte de su tiempo al estudio de la filosofía natural, que es como se llamaba a la ciencia entonces (el término inglés scientist no apareció hasta 1840) y asimismo tenemos constancia de que Leonardo planeaba publicar numerosos tratados científicos con los materiales recogidos en sus cuadernos. Pero pese a su enorme dedicación, nunca consiguió llevar a buen término su propósito. Se conservan más de seis mil páginas de los cuadernos de Leonardo. Contienen miles de dibujos y gráficos acompañados de textos deliberadamente crípticos; por ejemplo, algunos fragmentos están escritos de derecha a izquierda, de modo que hay que leerlos con un espejo. Estos cuadernos se hallan esparcidos por toda Europa formando parte de colecciones privadas; muchos de ellos fueron a menudo olvidados y más de la mitad se han perdido irremediablemente, aunque alguno ha reaparecido como por milagro, como es el caso de los dos códices que se descubrieron entre polvorientos legajos en la Biblioteca Nacional de Madrid en 1965. Los tratados que Leonardo tenía la intención de publicar abarcan todo tipo de disciplinas, desde las matemáticas a la anatomía. El florentino les puso títulos provisionales como: "Libro sobre perspectiva", "Tratado sobre la cantidad continua" y "La geometría como juego", "Tratado sobre los nervios, los músculos, los tendones, las membranas y los ligamentos", y "Libro especial sobre los músculos y los movimientos de los miembros". En estos tratados también se recogen algunos descubrimientos científicos relativos a materias como la óptica, la acústica, la mecánica, la dinámica de fluidos, la geología, la botánica y la fisiología.
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En sus estudios sobre el dinamismo y la forma, con su extraordinaria capacidad de observar en profundidad y dibujar con absoluta precisión, Leonardo refleja concordancias entre fenómenos y procesos que en apariencia son totalmente inconexos. Los miles de dibujos que recogen sus cuadernos sorprenden en la actualidad por sus numerosos detalles y por su uso de perspectivas múltiples. De hecho, a menudo estos dibujos son modelos teóricos. Como ha señalado el investigador Daniel Arasse, cuando Leonardo quiere crear imágenes realistas difumina los contornos de las figuras con la técnica del sfumato para reflejar cómo se muestran realmente los objetos a nuestra percepción. En cambio, cuando Leonardo dibuja objetos con perfiles nítidos lo que hace es representar procesos naturales, como por ejemplo, la turbulencia que genera un chorro de agua al caer en un estanque. Leonardo sentía una especial fascinación por los movimientos del agua, cuya fluidez consideraba como una característica fundamental de todo lo viviente. Anticipó la dinámica de fluidos, siendo el primero en analizar y describir detalladamente la dinámica de los vórtices de agua. Cabe decir que a día de hoy, ni tan sólo con la ayuda de ecuaciones no lineales podemos simular y analizar completamente la dinámica de los flujos turbulentos.
Mucho más que un pintor Leonardo sintió fascinación por temas muy diversos. Por ejemplo, más de cuatrocientos años antes de que su las obras de Leonardo da Vinci fuera redescubiertas por los estudiosos, el autor estableció los principios básicos de la dendrocronología, es decir, el uso de los anillos de crecimiento de los árboles para determinar su edad y las variaciones climáticas que han experimentado a lo largo de su existencia. En su famoso Tratado de la pintura, único texto de Leonardo en circulación antes del siglo XIX, el artista florentino hace una digresión para dejar constancia de este descubrimiento: «Los círculos de los troncos de los árboles cortados muestran el número de sus años y si han sido más húmedos o secos, según sea su grosor mayor o menor». Leonardo también llegó a entender correctamente la forma en que las plantas despliegan sus formas en respuesta a la gravedad terrestre (geotropismo), así como de qué modo cambian su orientación en función de la luz del sol (fototropismo). Los fósiles llamaron asimismo la atención de Leonardo. En su época, los fósiles marinos que se descubrían en lo alto de las montañas eran comúnmente considerados restos del diluvio universal. Leonardo observó, por ejemplo, que algunos fósiles de moluscos bivalvos mantienen unidas las dos mitades de su caparazón. Dado que en vida ambas mitades se encuentran unidas por un tejido elástico que se descompone rápidamente tras su muerte,
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Leonardo concluyó correctamente que tales moluscos no podían haber sido arrastrados a lo alto de las montañas por el diluvio, pues sus mitades se habrían separado, sino que habían quedado sepultados en el mismo lugar donde vivían, que luego emergería como montaña. De hecho, como explicó el eminente biólogo Stephen Jay Gould, Leonardo anticipó conceptos que la paleobiología sólo ha establecido rigurosamente en el siglo XX. Por otra parte, también describió correctamente el proceso de erosión, sedimentación y acumulación que hoy los geólogos conocen como el ciclo de las rocas. Igualmente, sus observaciones anatómicas fueron rompedoras en su tiempo. Contra el parecer de las autoridades médicas de su época, Leonardo dejó constancia, en el llamado Manuscrito G, de que el corazón es un músculo y de que no tiene dos cavidades, sino cuatro. Desde Galeno, el insigne médico del siglo II d.C., se creía que el movimiento activo del corazón era la diástole, es decir, cuando el corazón se expande, llenándose de aire procedente de los pulmones, según se creía entonces. Leonardo fue el primero en comprender que el movimiento activo del corazón no es su expansión, sino su contracción durante la sístole, que expulsa la sangre hacia los vasos sanguíneos. Dicho movimiento coincide, como observó Leonardo, con el pulso y con la percusión del corazón sobre la pared torácica. Leonardo también describió correctamente el funcionamiento de las válvulas cardíacas, y realizó unos precisos dibujos de la válvula que abre y cierra la arteria aorta, asombrosamente parecidos a las fotografías contemporáneas obtenidas a alta velocidad. Pero pese a todos sus avances, Leonardo no logró analizar la circulación de la sangre como la entendemos desde que el médico británico William Harvey describiera correctamente este proceso en el siglo XVII. El florentino no observó nada que contradijera la teoría imperante establecida por Galeno, que sostenía que tanto venas como arterias llevan sangre del corazón a la periferia y viceversa, en un continuo movimiento de ida y vuelta (al igual que la inspiración y la espiración se llevan a cabo a través de los mismos conductos respiratorios).
Los principios de la naturaleza Leonardo también se sintió atraído por los procesos que rigen la luz y el sonido. Entendió que tanto la luz como el sonido se propagan a través de ondas, y también comprendió correctamente la disipación de la energía, constatando, por ejemplo en el Manuscrito A, cómo una bola en movimiento pierde paulatinamente su potencia. Reconoció la relatividad del movimiento: «El movimiento del aire contra un objeto quieto equivale al movimiento de un objeto móvil contra el aire quieto», escribió en el Códice Arundel. Y en manuscritos como
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el Códice atlántico describió lo que hoy conocemos como tercera ley de Newton: «A cada acción corresponde una reacción igual y opuesta», anotando, por ejemplo, que tanta fuerza ejerce el ala del águila contra el aire como el aire contra el ala del águila. Sin embargo, Leonardo no enunció ninguna de estas observaciones como «ley de la naturaleza», concepto que era completamente extraño a su época. Las llamadas leyes de la naturaleza, como las formularon en el siglo XX filósofos como Whitehead y Wittgenstein, no están en la naturaleza sino en nuestra mente. Históricamente derivan de la creencia en un Dios soberano que decreta «leyes» universales. Ni siquiera Copérnico o Galileo hablan jamás de leyes de la naturaleza: Copérnico habla de simetrías y armonías; Galileo de proporciones y principios. Descartes, en cambio, ya menciona explícitamente las «leyes que Dios ha introducido en la naturaleza». Sólo dos siglos después de Leonardo, cuando los nacientes estados europeos centralizan cada vez más sus leyes políticas, se empieza a hablar de «leyes» para definir los diferentes procesos naturales, como hicieron Robert Boyle para explicar las transformaciones de las sustancias químicas e Isaac Newton para describir el movimiento de los planetas. Vegetariano de mente omnívora, Leonardo se adentró en todo tipo de ámbitos: pintura, escultura, arquitectura, geografía, cartografía, mecánica, geometría, astronomía, anatomía, óptica, botánica… Y aprendió sobre todo de la observación del mundo natural. Pero aunque no habló nunca de «leyes de la naturaleza», en los cuadernos conservados en la biblioteca del castillo de Windsor, Leonardo elogia las «obras maravillosas de la naturaleza» (opere mirabili
della natura) y escribe que «nunca se encontrará invento más bello, más sencillo o económico que los de la naturaleza, pues en sus inventos nada falta y nada es superfluo».
Leonardo, el precursor Como señaló el historiador del arte británico Ernst Gombrich, Leonardo tenía un «apetito voraz de detalles». Dominaba y admiraba la geometría, pero para él la complejidad de la naturaleza no podía reducirse a cifras y análisis mecánicos. Su atención especial a las cualidades, al dinamismo y a la visión de conjunto son una parte esencial de su ciencia, que hoy resuena con los actuales enfoques sistémicos y la teoría de la complejidad. Leonardo describió y dibujó a fondo los mecanismos del cuerpo humano, pero dejó claro que el cuerpo es mucho más que una máquina.
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Lejos de convertir el mundo en algo mecánico, integró principios orgánicos y metabólicos en sus diseños arquitectónicos y urbanísticos. Para él, el mundo no estaba regido por principios abstractos ni por Dios, sino por la incesante creatividad de la naturaleza. Encontró ritmos ondulatorios comunes en el agua, la tierra, el aire y la luz, y reflejó la interdependencia y autoorganización que caracterizan a todo ser viviente. Leonardo llegó a intuir lo que hoy llamamos «cadenas alimentarias» y ciclos tróficos, tal como apunta en este fragmento del Códice atlántico: «El hombre y los animales son un medio para el tránsito y la conducción de los nutrientes». También comparó a los organismos con sistemas abiertos que mantienen su identidad a partir de un continuo intercambio dinámico con el medio, como expresa bellamente en un largo pasaje de sus Estudios anatómicos titulado «Cómo el cuerpo del animal continuamente muere y renace». Por todo ello, hoy se considera a Leonardo un precursor de la percepción cualitativa y holística que resulta esencial para comprender la complejidad y la belleza del mundo. Autorretrato
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El mundo después de la revolución: la física de la segunda mitad del siglo XX Por. José Manuel Sánchez Ron en su libro Fronteras del Conocimiento
Las grandes revoluciones del siglo XX Durante la primera mitad del siglo XX –estrictamente en su primer cuarto– se produjeron dos grandes revoluciones científicas. Fue en la física donde tuvieron lugar tales cataclismos cognitivos, a los que conocemos bajo la denominación de revoluciones relativista y cuántica, asociadas a la formulación de las teorías especial y general de la relatividad (Einstein 1905 a 1915) y de la mecánica cuántica (Heisenberg 1925; Schrödinger 1926).
Relatividad Mucho se ha escrito y escribirá en el futuro sobre la importancia de estas formulaciones teóricas y cómo afectaron al conjunto de la física antes incluso de que la centuria llegase a su mitad. Creada para resolver la «falta de entendimiento» que crecientemente se percibía entre la mecánica newtoniana y la electrodinámica de James Clerk Maxwell (1831-1879), la teoría de la relatividad especial obligó a modificar radicalmente las ideas y definiciones –vigentes desde que Isaac Newton (1642-1727) las incorporase al majestuoso edificio contenido en su
Philosophiae Naturales Principia Mathematica (1687)– de conceptos tan básicos desde el punto de vista físico, ontológico y epistemológico como son espacio, tiempo y materia (masa). El resultado, en el que las medidas de espacio y tiempo dependían del estado de movimiento del observador y la masa, m, era equivalente a la energía, E (la célebre expresión E=m•c2, donde c representa la velocidad de la luz), abrió nuevas puertas a la comprensión del mundo físico; sirvió, por ejemplo, para comenzar a entender cómo era posible que los elementos radiactivos (uranio, polonio, radio, torio) que Henri Becquerel (1852-1908) junto a Marie (1867-1934) y Pierre Curie (1859-1906) habían sido los primeros en estudiar (1896, 1898), emitiesen radiaciones de manera continua, sin aparentemente perder masa. ¡Y qué decir de la teoría general de la relatividad, que explicaba la gravedad a costa de convertir el espacio –mejor dicho, el cuatridimensional espacio-tiempo– en curvo y con una geometría variable! Inmediatamente se comprobó que con la nueva teoría einsteiniana era posible comprender mejor que con la gravitación universal newtoniana los fenómenos perceptibles en el Sistema Solar (se resolvió, por ejemplo, una centenaria anomalía en el movimiento del perihelio de Mercurio). Y por si fuera poco, enseguida el propio Einstein
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(1917) tuvo la osadía intelectual de aplicar la teoría de la relatividad general al conjunto del Universo, creando así la cosmología como disciplina auténticamente científica, predictiva. Es cierto que el modelo que Einstein propuso entonces, uno en el que el Universo era estático, no sobrevivió finalmente, pero lo importante, abrir la puerta al tratamiento científico del universo, constituyó un acontecimiento difícilmente igualable en la historia de la ciencia. Para encontrar la solución exacta de las ecuaciones de la cosmología relativista que utilizó, Einstein (1879-1955) se guio por consideraciones físicas. Otros matemáticos o físicos con especiales sensibilidades y habilidades matemáticas, no siguieron semejante senda, hallando muy pronto nuevas soluciones exactas –que implícitamente representaban otros modelos de universo– recurriendo únicamente a técnicas matemáticas para tratar las complejas (un sistema de diez ecuaciones no lineales en derivadas parciales) ecuaciones de la cosmología relativista. Así, Alexander Friedmann (1888-1925), Howard Robertson (1903-1961) y Arthur Walker (n. 1909) encontraron soluciones que implicaban modelos de universo en expansión. De hecho, hubo otro científico que obtuvo un resultado similar: el sacerdote católico belga Georges Lemaître (1894-1966), pero éste debe ser mencionado por separado ya que al igual que había hecho Einstein con su modelo estático, Lemaître (1927) se basó en consideraciones físicas para defender la idea de una posible, real, expansión del Universo. Ahora bien, todos estos modelos surgían de soluciones de las ecuaciones cosmológicas; esto es, se trataba de posibilidades teóricas. La cuestión de cómo es realmente el Universo – ¿estático?, ¿en expansión?– quedaba aún por dilucidar, para lo cual el único juez aceptable era la observación. La gloria imperecedera de haber encontrado evidencia experimental a favor de que el Universo se expande pertenece al astrofísico estadounidense Edwin Hubble (1889-1953), quien se benefició del magnífico telescopio reflector con un espejo de 2,5 metros de diámetro que existía en el observatorio de Monte Wilson (California) en el que trabajaba, al igual que de unos excelentes indicadores de distancia, las cefeidas, estrellas de luminosidad variable en las que se verifica una relación lineal entre la luminosidad intrínseca y el periodo de cómo varía esa luminosidad (Hubble 1929; Hubble y Humason 1931). Y si, como Hubble sostuvo, el Universo se expandía, esto quería decir que debió existir en el pasado (estimado inicialmente en unos diez mil millones de años, más tarde en quince mil millones y en la actualidad en unos trece mil setecientos millones) un momento en el que toda la materia habría estado concentrada en una pequeña extensión: el «átomo primitivo» de Lemaître, o, una idea que tuvo más éxito, el Big Bang (Gran Estallido).
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Nació así una visión del Universo que en la actualidad forma parte de la cultura más básica. No fue, sin embargo, siempre así. De hecho, en 1948, cuando terminaba la primera mitad del siglo, tres físicos y cosmólogos instalados en Cambridge: Fred Hoyle (1915-2001), por un lado, y Hermann Bondi (1919-2005) y Thomas Gold (1920-2004), por otro (los tres habían discutido sus ideas con anterioridad a la publicación de sus respectivos artículos), dieron a conocer un modelo diferente del Universo en expansión: la cosmología del estado estable, que sostenía que el Universo siempre ha tenido y tendrá la misma forma (incluyendo densidad de materia, lo que, debido a la evidencia de la expansión del Universo, obligaba a introducir la creación de materia para que un «volumen» de Universo tuviese siempre el mismo contenido aunque estuviese dilatándose); en otras palabras: que el Universo no tuvo ni un principio ni tendrá un final. A pesar de lo que hoy podamos pensar, imbuidos como estamos en «el paradigma del Big Bang», la cosmología del estado estable ejerció una gran influencia durante la década de 1950. Veremos que fue en la segunda mitad del siglo cuando finalmente fue desterrada (salvo para unos pocos fieles, liderados por el propio Hoyle)
Física cuántica La segunda gran revolución a la que hacía referencia es la de la física cuántica. Aunque no es rigurosamente exacto, hay sobrados argumentos para considerar que el punto de partida de esta revolución tuvo lugar en 1900, cuando mientras estudiaba la distribución de energía en la radiación de un cuerpo negro, el físico alemán Max Planck (1858-1947) introdujo la ecuación E=h•? donde E es, como en el caso de expresión relativista, la energía, h una constante universal (denominada posteriormente «constante de Planck») y ? la frecuencia de la radiación involucrada (Planck 1900). Aunque él se resistió de entrada a apoyar la idea de que este resultado significaba que de alguna manera la radiación electromagnética (esto es, la luz, una onda continua como se suponía hasta entonces) se podía considerar también como formada por «corpúsculos» (posteriormente denominados «fotones») de energía h•?, semejante implicación terminó imponiéndose, siendo en este sentido Einstein (1905b) decisivo. Se trataba de la «dualidad onda-corpúsculo». Durante un cuarto de siglo, los físicos pugnaron por dar sentido a los fenómenos cuánticos, entre los que terminaron integrándose también la radiactividad, la espectroscopia y la física atómica. No es posible aquí ofrecer ni siquiera un esbozo del número de científicos que
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trabajaron en este campo, de las ideas que manejaron y los conceptos que introdujeron, ni de las observaciones y experimentos realizados. Únicamente puedo decir que un momento decisivo en la historia de la física cuántica se produjo en 1925, cuando un joven físico alemán de nombre Werner Heisenberg (1901-1976) desarrolló la primera formulación coherente de una mecánica cuántica: la mecánica cuántica matricial. Poco después, en 1926, el austriaco Erwin Schrödinger (1887-1961) encontraba una nueva versión (pronto se comprobó que ambas eran equivalentes): la mecánica cuántica ondulatoria. Si la exigencia de la constancia de velocidad de la luz contenida en uno de los dos axiomas de la teoría de la relatividad especial, la dependencia de las medidas espaciales y temporales del movimiento del observador o la curvatura dinámica del espacio-tiempo constituían resultados no sólo innovadores sino sorprendentes, que violentan nuestro «sentido común», mucho más chocantes resultaron ser aquellos contenidos o deducidos en la mecánica cuántica, de los que es obligado recordar al menos dos: (1) la interpretación de la función de onda de la ecuación de Schrödinger debida a Max Born (1882-1970), según la cual tal función –el elemento básico en la física cuántica para describir el fenómeno considerado– representa la probabilidad de que se dé un resultado concreto (Born 1926); y (2) el principio de incertidumbre (Heisenberg 1927), que sostiene que magnitudes canónicamente conjugadas (como la posición y la velocidad, o la energía y el tiempo) sólo se pueden determinar simultáneamente con una indeterminación característica (la constante de Planck): ?x•?p?h, donde x representa la posición y p el momento lineal (el producto de la masa por la velocidad). A partir de este resultado, al final de su artículo Heisenberg extraía una conclusión con implicaciones filosóficas de largo alcance: «En la formulación fuerte de la ley causal “Si conocemos exactamente el presente, podemos predecir el futuro”, no es la conclusión, sino más bien la premisa la que es falsa. No podemos conocer, por cuestiones de principio, el presente en todos sus detalles». Y añadía: «En vista de la íntima relación entre el carácter estadístico de la teoría cuántica y la imprecisión de toda percepción, se puede sugerir que detrás del universo estadístico de la percepción se esconde un mundo “real” regido por la causalidad. Tales especulaciones nos parecen –y hacemos hincapié en esto– inútiles y sin sentido. Ya que la física tiene que limitarse a la descripción formal de las relaciones entre percepciones». La mecánica cuántica de Heisenberg y Schrödinger abrió un mundo nuevo, científico al igual que tecnológico, pero no era en realidad sino el primer paso. Existían aún muchos retos pendientes, como, por ejemplo, hacerla compatible con los requisitos de la teoría de la
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relatividad especial, o construir una teoría del electromagnetismo, una electrodinámica, que incorporase los requisitos cuánticos. Si Einstein había enseñado, y la física cuántica posterior incorporado en su seno, que la luz, una onda electromagnética, estaba cuantizada, esto es, que al mismo tiempo que una onda también era una «corriente» de fotones, y si la electrodinámica que Maxwell había construido en el siglo XIX describía la luz únicamente como una onda, sin ninguna relación con la constante de Planck, entonces era evidente que algo fallaba, que también había que cuantizar el campo electromagnético. No fue necesario, sin embargo, esperar a la segunda mitad del siglo XX para contar con una electrodinámica cuántica. Tal teoría, que describe la interacción de partículas cargadas mediante su interacción con fotones, fue construida en la década de 1940, de manera independiente, por un físico japonés y dos estadounidenses: Sin-itiro Tomonaga (1906-1979), Julian Schwinger (1918-1984) y Richard Feynman (1918-1988). La electrodinámica cuántica representó un avance teórico considerable, pero tampoco significaba, ni mucho menos, el final de la historia cuántica; si acaso, ascender un nuevo peldaño de una escalera cuyo final quedaba muy lejos. En primer lugar porque cuando la teoría de Tomonaga-Schwinger-Feynman fue desarrollada ya estaba claro que además de las tradicionales fuerzas electromagnética y gravitacional existen otras dos: la débil, responsable de la existencia de la radiactividad, y la fuerte, que unía a los constituyentes (protones y neutrones) de los núcleos atómicos. Por consiguiente, no bastaba con tener una teoría cuántica de la interacción electromagnética, hacía falta además construir teorías cuánticas de las tres restantes fuerzas. Relacionado íntimamente con este problema, estaba la proliferación de partículas «elementales». El electrón fue descubierto, como componente universal de la materia, en 1897 por Joseph John Thomson (1856-1940). El protón (que coincide con el núcleo del hidrógeno) fue identificado definitivamente gracias a experimentos realizados en 1898 por Wilhelm Wien (1864-1928) y en 1910 por Thomson. El neutrón (partícula sin carga) fue descubierto en 1932 por el físico inglés James Chadwick (1891-1974). Y en diciembre de este año, el estadounidense Carl Anderson (1905-1991) hallaba el positrón (idéntico al electrón salvo en que su carga es opuesta, esto es, positiva), que ya había sido previsto teóricamente en la ecuación relativista del electrón, introducida en 1928 por uno de los pioneros en el establecimiento de la estructura básica de la mecánica cuántica, el físico inglés Paul Dirac (1902-1984).
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Electrones, protones, neutrones, fotones y positrones no serían sino los primeros miembros de una extensa familia (mejor, familias) que no hizo más que crecer desde entonces, especialmente tras la entrada en funcionamiento de unas máquinas denominadas «aceleradores de partículas». En el establecimiento de esta rama de la física, el ejemplo más característico de lo que se ha venido en llamar Big Science (Gran Ciencia), ciencia que requiere de enormes recursos económicos y de equipos muy numerosos de científicos y técnicos, nadie se distinguió más que Ernest O. Lawrence (1901-1958), quien a partir de la década de 1930 desarrolló en la Universidad de Berkeley (California) un tipo de esos aceleradores, denominados «ciclotrones», en los que las partículas «elementales» se hacían girar una y otra vez, ganando en cada vuelta energía, hasta hacerlas chocar entre sí, choques que se fotografiaban para luego estudiar sus productos, en los que aparecían nuevas partículas «elementales». Pero de esta rama de la física, denominada «de altas energías», volveré a hablar más adelante, cuando trate de la segunda mitad del siglo XX; ahora basta con decir que su origen se encuentra en la primera mitad de esa centuria. Establecido el marco general, es hora de pasar a la segunda mitad del siglo, a la que está dedicada el presente artículo. Y comenzaré por el escenario más general: el Universo, en el que la interacción gravitacional desempeña un papel central, aunque, como veremos, no exclusivo, particularmente en los primeros instantes de su existencia.
El mundo de la gravitación Señalé antes que no todos los físicos, astrofísicos y cosmólogos entendieron la expansión descubierta por Hubble como evidencia de que el Universo tuvo un comienzo, un Big Bang. La cosmología del estado estable de Hoyle-Bondi-Gold proporcionaba un marco teórico en el que el Universo había sido siempre igual, y esta idea fue bien aceptada por muchos. Sin embargo, en la década siguiente a la de su formulación, la de 1950, comenzó a tener problemas. El que fuese así se debió no a consideraciones teóricas, sino a las nuevas posibilidades observacionales que llegaron de la mano del desarrollo tecnológico. Es éste un punto que merece la pena resaltar: eso que llamamos ciencia es producto de una delicada combinación entre teoría y observación. No hay, efectivamente, ciencia sin la construcción de sistemas (teorías) que describen conjuntos de fenómenos, pero mucho menos la hay sin observar lo que realmente sucede en la naturaleza (simplemente, no somos capaces de imaginar cómo se comporta la naturaleza). Y para observar se necesitan instrumentos; cuanto
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más poderosos –esto es, capaces de mejorar las potencialidades de nuestros sentidos–, mejor. Y esto equivale a desarrollo tecnológico. Sucede que la segunda mitad del siglo XX fue una época en la que la tecnología experimentó un desarrollo gigantesco, mucho mayor que en el pasado, y esto repercutió muy positivamente en el avance de la ciencia, en general, y de la astrofísica y cosmología en particular. En lo relativo a los problemas que afectaron a la cosmología del estado estable, a los que antes me refería, tales dificultades nacieron del desarrollo de la radioastronomía, una disciplina que había dado sus primeros pasos en la década de 1930, gracias a los trabajos de Karl Jansky (1905-1950), un ingeniero eléctrico que trabajaba para los laboratorios Bell (estrictamente Bell Telephone Laboratories), el «departamento» de American Telephone and
Telegraph Corporation encargado de la investigación y el desarrollo. En 1932, mientras buscaba posibles fuentes de ruido en emisiones de radio, Jansky detectó emisiones eléctricas procedentes del centro de nuestra galaxia. A pesar de la importancia que visto retrospectivamente asignamos ahora a tales observaciones, Jansky no continuó explorando las posibilidades que había abierto; al fin y al cabo, el mundo de la investigación fundamental no era el suyo. No inmediatamente, pero sí pronto aquellas antenas primitivas se convirtieron en refinados radiotelescopios; habitualmente discos de cada vez mayor diámetro, que recogían radiación electromagnética procedente del espacio. La importancia de estos instrumentos para el estudio del Universo es obvia: los telescopios ópticos en los que se basaba hasta entonces la astrofísica únicamente estudiaban un rango muy pequeño del espectro electromagnético; eran, por así decir, casi «ciegos». Uno de los primeros lugares en los que floreció institucionalmente la radioastronomía fue en Cambridge (Inglaterra). Fue allí donde Martin Ryle (1918-1984), continuó decididamente por la senda esbozada por Jansky. En semejante tarea se vio ayudado por los conocimientos que había
obtenido
durante
la
Segunda
Guerra
Mundial
(trabajó
entonces
en
el
Telecommunications Research Establishment gubernamental, más tarde bautizado como Royal Radar Establishment), así como por la mejora que esa conflagración había significado para la instrumentación electrónica. Utilizando radiotelescopios, algunos de cuyos componentes diseñó él mismo, Ryle identificó en 1950 cincuenta radiofuentes, número que aumentó radicalmente cinco años más tarde, cuando llegó a las dos mil. Uno de sus hallazgos fue descubrir una radiofuente en la constelación de Cygnus, situada a 500 años-luz de la Vía
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Láctea. Al ver más lejos en el espacio, estaba viendo también más atrás en el tiempo (las señales que recibía habían sido emitidas hacía mucho, el tiempo que les había costado llegar a la Tierra). Con sus observaciones se estaba, por tanto, adentrando en la historia pasada del universo. Hubble había dado el primer gran paso en el camino de la cosmología observacional; Ryle –que recibió el Premio Nobel de Física en 1974– el segundo. Gracias a sus observaciones con radiofuentes, Ryle llegó a conclusiones que iban en contra de la cosmología del estado estable, reivindicando así la del Big Bang. Al analizar las curvas que relacionaban el número de radio-estrellas por unidad de ángulo sólido con la intensidad que emiten, Ryle (1955) concluía que no veía la manera en la que las observaciones se pudiesen explicar en términos de la teoría del estado estable». Mucho más concluyente a favor de la existencia en el pasado de un gran estallido fue otro descubrimiento, uno de los más célebres e importantes en toda la historia de la astrofísica y cosmología: el del fondo de radiación de microondas. En 1961, E. A. Ohm, un físico de una de las instalaciones de los laboratorios Bell, situada en Crawford Hill, New Jersey, construyó un radiómetro para recibir señales de microondas procedentes del globo Echo (un reflector de señales electromagnéticas lanzado en 1960) de la NASA. No era una casualidad: los laboratorios Bell querían comenzar a trabajar en el campo de los satélites de comunicación. En observaciones realizadas en la longitud de onda de 11 cm., Ohm encontró un exceso de temperatura de 3,3°K (grados kelvin) en la antena, pero este resultado apenas atrajo alguna atención. Otro de los instrumentos que se desarrollaron por entonces en Crawford Hill fue una antena en forma de cuerno, una geometría que reducía las interferencias. El propósito inicial era utilizarla para comunicarse, vía el globo Echo, con el satélite Telstar de la compañía (la antena debía ser muy precisa, ya que debido a la forma del globo, las señales que incidiesen en él se difundirían mucho). En 1963, sabiendo de la existencia de esta antena, Robert Wilson (n. 1936) abandonó su puesto posdoctoral en el Instituto Tecnológico de California (Caltech) para aceptar un trabajo en los laboratorios Bell. Arno Penzias (n. 1933), un graduado de la Universidad de Columbia (Nueva York) tres años mayor que Wilson, ya llevaba por entonces dos años en los laboratorios. Afortunadamente, aquel mismo año la antena, pequeña pero de gran sensibilidad, pudo ser utilizada para estudios de radioastronomía, ya que la compañía decidió abandonar el negocio de comunicaciones vía satélite. Realizando medidas para una longitud de onda de 7,4 centímetros, Penzias y Wilson
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encontraron una temperatura de 7,5°K, cuando debía haber sido únicamente de 3,3°K. Además, esta radiación (o temperatura) suplementaria, que se creía efecto de algún ruido de fondo, resultó ser independiente de la dirección en la que se dirigiese la antena. Los datos obtenidos indicaban que lo que estaban midiendo no tenía origen ni atmosférico, ni solar, ni galáctico. Era un misterio. Después de descartar que los ruidos proviniesen de la propia antena, la única conclusión posible era que tenía algo que ver con el cosmos, aunque no se sabía cuál podía ser la causa. La respuesta a esta cuestión llegó de algunos colegas de la cercana Universidad de Princeton, algunos de los cuales, como James Peebles (n. 1935), ya habían considerado la idea de que si hubo un Big Bang debería existir un fondo de ruido remanente del universo primitivo, un ruido que, en forma de radiación, correspondería a una temperatura mucho más fría (debido al enfriamiento asociado a la expansión del Universo) que la enorme que debió producirse en aquella gran explosión. Las ideas de Peebles habían animado a su colega en Princeton Robert Dicke (1916-1995) a iniciar un experimento destinado a encontrar esa radiación de fondo cósmico, tarea en la que se les adelantaron, sin pretenderlo, Penzias y Wilson. Aun así, fue el grupo de Princeton el que suministró la interpretación de las observaciones de Penzias y Wilson (1965), que éstos publicaron sin hacer ninguna mención a sus posibles implicaciones cosmológicas. La temperatura correspondiente a esa radiación situada en el dominio de las microondas corresponde según las estimaciones actuales a unos 2,7°K (en su artículo de 1965, Penzias y Wilson daban un valor de 3,5°K). El que Penzias y Wilson detectasen el fondo de radiación de microondas en un centro dedicado a la investigación industrial, en donde se disponía y desarrollaban nuevos instrumentos es significativo. Expresa perfectamente la ya mencionada necesidad de instrumentos más precisos, de nueva tecnología, para avanzar en el conocimiento del Universo. Según se dispuso de esta tecnología, fue ampliándose la imagen del cosmos. Y así llegaron otros descubrimientos, de los que destacaré dos: púlsares y cuásares.
Púlsares y cuásares En 1963, un radioastrónomo inglés, Cyril Hazard, que trabajaba en Australia, estableció con precisión la posición de una poderosa radiofuente, denominada 3C273. Con estos datos, el astrónomo holandés Maarten Schmidt (n. 1929), del observatorio de Monte Palomar (California), localizó ópticamente el correspondiente emisor, encontrando que las líneas del espectro de 3C273 estaban desplazadas hacia el extremo del rojo en una magnitud que
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revelaba que se alejaba de la Tierra a una velocidad enorme: 16% de la velocidad de la luz. Utilizando la ley de Hubble, que afirma que la distancia de las galaxias entre sí son directamente proporcionales a su velocidad de recesión, se deducía que 3C273 estaba muy alejada, lo que a su vez implicaba que se trataba de un objeto extremadamente luminoso, más de cien veces que una galaxia típica. Fueron bautizados como quasi-stellar sources (fuentes casi-estelares), esto es, quasars (cuásares), y se piensa que se trata de galaxias con núcleos muy activos. Desde su descubrimiento, se han observado varios millones de cuásares, aproximadamente el 10% del número total de galaxias brillantes (muchos astrofísicos piensan que una buena parte de las galaxias más brillantes pasan durante un breve periodo por una fase en la que son cuásares). La mayoría están muy alejados de nuestra galaxia, lo que significa que la luz que se ve ha sido emitida cuando el universo era mucho más joven. Constituyen, por consiguiente, magníficos instrumentos para el estudio de la historia del Universo. En 1967, Jocelyn S. Bell (n. 1943), Anthony Hewish (n. 1924) y los colaboradores de éste en Cambridge construyeron un detector para observar cuásares en las frecuencias radio. Mientras lo utilizaba, Bell observó una señal que aparecía y desaparecía con gran rapidez y regularidad. Tan constante era el periodo que parecía tener un origen artificial (¿acaso una fuente extraterrestre inteligente?). No obstante, tras una cuidadosa búsqueda Bell y Hewish concluyeron que estos «púlsares», como finalmente fueron denominados, tenían un origen astronómico (Hewish, Bell, Pilkington, Scott y Collins 1968). Ahora bien, ¿qué eran estas radiofuentes tan regulares? La interpretación teórica llegó poco después, de la mano de Thomas Gold, uno de los «padres» de la cosmología del estado estable, reconvertido ya al modelo del Big Bang. Gold (1968) se dio cuenta de que los periodos tan pequeños implicados (del orden de 1 o 3 segundos en los primeros púlsares detectados) exigían una fuente de tamaño muy pequeño. Las enanas blancas eran demasiado grandes para rotar o vibrar con tal frecuencia, pero no así las estrellas de neutrones. Pero ¿el origen de las señales recibidas se debía a vibraciones o a rotaciones de estas estrellas? No a vibraciones, porque en estrellas de neutrones éstas eran demasiado elevadas (alrededor de mil veces por segundo) para explicar los periodos de la mayoría de los pulsares. Por consiguiente, los púlsares tenían que ser estrellas de neutrones en rotación. En la actualidad, cuando se han descubierto púlsares que emiten rayos X o gamma (incluso algunos luz en el espectro óptico), también se admiten otros mecanismos para la producción de la radiación que emiten; por ejemplo, la acreción de materia en sistemas dobles.
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Además de su interés astrofísico, los púlsares cumplen otras funciones. Una de ellas ha sido utilizarlos para comprobar la predicción de la relatividad general de que masas aceleradas emiten radiación gravitacional (un fenómeno análogo al que se produce con cargas eléctricas: la radiación electromagnética). La confirmación de que, efectivamente, la radiación gravitacional existe derivó del descubrimiento, en 1974, del primer sistema formado por dos púlsares interaccionando entre sí (denominado PSR1913+16), por el que Russell Hulse (n. 1950) y Joseph Taylor (n. 1941) recibieron en 1993 el Premio Nobel de Física. En 1978, después de varios años de observaciones continuadas de ese sistema binario, pudo concluirse que las órbitas de los púlsares varían acercándose entre sí, un resultado que se interpreta en términos de que el sistema pierde energía debido a la emisión de ondas gravitacionales (Taylor, Fowler y McCulloch 1979). Desde entonces han sido descubiertos otros púlsares en sistemas binarios, pero lo que aún resta es detectar la radiación gravitacional identificando su paso por instrumentos construidos e instalados en la Tierra, una empresa extremadamente difícil dado lo minúsculo de los efectos implicados: se espera que las ondas gravitacionales que lleguen a la Tierra (originadas en algún rincón del Universo en el que tenga lugar un suceso extremadamente violento) produzcan distorsiones en los detectores de no más de una parte en 1021; esto es, una pequeña fracción del tamaño de un átomo. Existen ya operativos diseñados para lograrlo: el sistema de 4 kilómetros de detectores estadounidenses denominado LIGO, por sus siglas inglesas, Laser Interferometric Gravitational wave
Observatories. También los cuásares resultan ser objetos muy útiles para estudiar el Universo en conjunción con la relatividad general. Alrededor de uno entre quinientos cuásares se ven implicados en un fenómeno relativista muy interesante: la desviación de la luz que emiten debido al efecto gravitacional de otras galaxias situadas entre el cuásar en cuestión y la Tierra, desde donde se observa este fenómeno, denominado «lentes gravitacionales». El efecto puede llegar a ser tan grande que se observan imágenes múltiples de un solo cuásar. En realidad, las lentes gravitacionales no son producidas únicamente por cuásares; también lo son por grandes acumulaciones de masas (como cúmulos de galaxias) que al desviar la luz procedente de, por ejemplo, galaxias situadas tras ellas (con respecto a nosotros) dan lugar, en lugar de a una imagen más o menos puntual, a un halo de luz, a una imagen «desdoblada». Fueron observados por primera vez en 1979, cuando Walsh, Carswell y
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Weyman (1979) descubrieron una imagen múltiple de un cuásar en 0957+561. Posteriormente, se han tomado fotografías con el telescopio espacial Hubble de un cúmulo de galaxias situado a unos mil millones de años-luz de distancia en las que además de las galaxias que forman el cúmulo se observan numerosos arcos (trozos de aros) que se detectan con mayor dificultad debido a ser más débiles luminosamente. Estos arcos son en realidad las imágenes de galaxias mucho más alejadas de nosotros que las que constituyen el propio cúmulo, pero que observamos mediante el efecto de lente gravitacional (el cúmulo desempeña el papel de la lente que distorsiona la luz procedente de tales galaxias). Además de proporcionar nuevas evidencias en favor de la relatividad general, estas observaciones tienen el valor añadido de que la magnitud de la desviación y distorsión que se manifiesta en estos arcos luminosos es mucho mayor del que se esperaría si no hubiese nada más en el cúmulo que las galaxias que vemos en él. De hecho, las evidencias apuntan a que estos cúmulos contienen entre cinco y diez veces más materia de la que se ve. ¿Se trata de la materia oscura de la que hablaré más adelante? Para muchos —al menos hasta que el problema de la materia y energía oscuras pasó a un primer plano— la radiación de fondo, los púlsares y los cuásares, de los que me he ocupado en esta sección, constituyen los tres descubrimientos más importantes en la astrofísica de la segunda mitad del siglo XX. Ciertamente, lo que estos hallazgos nos dicen, especialmente en el caso de púlsares y cuásares, es que el Universo está formado por objetos mucho más sorprendentes, y sustancialmente diferentes, de los que se había supuesto existían durante la primera mitad del siglo XX. Ahora bien, cuando se habla de objetos estelares sorprendentes o exóticos, es inevitable referirse a los agujeros negros, otro de los «hijos» de la teoría de la relatividad general.
Agujeros negros Durante décadas, tras su formulación en 1915 y haber sido explotadas las predicciones de la teoría einsteiniana de la gravitación con relación al Sistema Solar (movimiento del perihelio de Mercurio, curvatura de los rayos de luz y desplazamiento gravitacional de las líneas espectrales), la relatividad general estuvo en gran medida en manos de los matemáticos, hombres como Hermann Weyl (1885-1955), Tullio Levi-Civita (1873-1941), Jan Arnouldus Schouten (1883-1971), Cornelius Lanczos (1892-1974) o André Lichnerowicz (1915-1998). La razón era, por un lado, la dificultad matemática de la teoría, y por otro el que apenas existían situaciones en las que se pudiese aplicar. Su dominio era el Universo y explorarlo requería de unos medios tecnológicos que no existían entonces (también, por supuesto, era preciso una
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financiación importante). Este problema fue desapareciendo a partir de finales de la década de 1960, y hoy se puede decir que la relatividad general se ha integrado plenamente en la física experimental, incluyendo apartados que nos son tan próximos como el Global
Positioning System (GPS). Y no sólo en la física experimental correspondiente a los dominios astrofísico y cosmológico, también, como veremos más adelante, se ha asociado a la física de altas energías. Y en este punto, como uno de los objetos estelares más sorprendentes y atractivos vinculados a la relatividad general cuya existencia se ha descubierto en las últimas décadas, es necesario referirse a los agujeros negros, que de hecho han ido más allá del mundo puramente científico, afincándose asimismo en el social. Estos objetos pertenecen, como digo, al dominio teórico de la teoría de la relatividad general, aunque sus equivalentes newtonianos habían sido propuestos –y olvidados– mucho antes por el astrónomo británico John Michell (c. 1724-1793) en 1783, y por Pierre Simon Laplace (1749-1827) en 1795. Su exoticidad proviene de que involucran nociones tan radicales como la destrucción del espacio-tiempo en puntos denominados «singularidades». El origen de los estudios que condujeron a los agujeros negros se remonta a la década de 1930, cuando el físico de origen hindú, Subrahamanyan Chandrasekhar (1910-1995), y el ruso Lev Landau (1908-1968), mostraron que en la teoría de la gravitación newtoniana un cuerpo frío de masa superior a 1,5 veces la del Sol no podría soportar la presión producida por la gravedad (Chandrasekhar 1931; Landau 1932). Este resultado condujo a la pregunta de qué sucedería según la relatividad general. Robert Oppenheimer (1904-1967), junto a dos de sus colaboradores, George M. Volkoff y Hartland Snyder (1913-1962) demostraron en 1939 que una estrella de semejante masa se colapsaría hasta reducirse a una singularidad, esto es, a un punto de volumen cero y densidad infinita (Oppenheimer y Volkoff 1939; Oppenheimer y Snyder 1939). Pocos prestaron atención, o creyeron, en las conclusiones de Oppenheimer y sus colaboradores y su trabajo fue ignorado hasta que el interés en los campos gravitacionales fuertes fue impulsado por el descubrimiento de los cuásares y los púlsares. Un primer paso lo dieron en 1963 los físicos soviéticos, Evgenii M. Lifshitz (1915-1985) e Isaak M. Khalatnikov (n. 1919), que comenzaron a estudiar las singularidades del espacio-tiempo relativista. Siguiendo la estela del trabajo de sus colegas soviéticos e introduciendo poderosas técnicas matemáticas, a mediados de la década de 1960 el matemático y físico británico Roger
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Penrose (n. 1931) y el físico Stephen Hawking (n. 1942), demostraron que las singularidades eran inevitables en el colapso de una estrella si se satisfacían ciertas condiciones. Un par de años después de que Penrose y Hawking publicasen sus primeros artículos, la física de las singularidades del espacio-tiempo se convirtió en la de los «agujeros negros», un término afortunado que no ha hecho sino atraer la atención popular sobre este ente físico. El responsable de esta aparentemente insignificante pequeña revolución terminológica fue el físico estadounidense, John A. Wheeler (1911-2008). Él mismo explicó la génesis del término de la forma siguiente (Wheeler y Ford 1998, 296-297):
En el otoño de 1967, Vittorio Canuto, director administrativo del Instituto Goddard para Estudios Espaciales de la NASA en el 2880 de Broadway, en Nueva York, me invitó a dar una conferencia para considerar posibles interpretaciones de las nuevas y sugerentes evidencias que llegaban de Inglaterra acerca de los púlsares. ¿Qué eran estos púlsares? ¿Enanas blancas que vibraban? ¿Estrellas de neutrones en rotación? ¿Qué? En mi charla argumenté que debíamos considerar la posibilidad de que en el centro de un púlsar se encontrase un objeto completamente colapsado gravitacionalmente. Señalé que no podíamos seguir diciendo, una y otra vez, «objeto completamente colapsado gravitacionalmente». Se necesitaba una frase descriptiva más corta. ¿Qué tal agujero negro?, preguntó alguien de la audiencia. Yo había estado buscando el término adecuado durante meses, rumiándolo en la cama, en la bañera, en mi coche, siempre que tenía un momento libre. De repente, este nombre me pareció totalmente correcto. Cuando, unas pocas semanas después, el 29 de diciembre de 1967, pronuncié la más formal conferencia Sigma Xi-Phi Kappa en la West Ballroom del Hilton de Nueva York, utilicé este término, y después lo incluí en la versión escrita de la conferencia publicada en la primavera de 1968. El nombre era sugerente y permanecería, pero la explicación era errónea (como ya he señalado un púlsar está propulsado por una estrella de neutrones). Aunque la historia de los agujeros negros tiene sus orígenes, como se ha indicado, en los trabajos de índole física de Oppenheimer y sus colaboradores, durante algunos años predominaron los estudios puramente matemáticos, como los citados de Penrose y Hawking. La idea física subyacente era que debían representar objetos muy diferentes a cualquier otro
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tipo de estrella, aunque su origen estuviese ligado a éstas. Surgirían cuando, después de agotar su combustible nuclear, una estrella muy masiva comenzase a contraerse irreversiblemente debido a la fuerza gravitacional. Así, llegaría un momento en el que se formaría una región (denominada «horizonte») que únicamente dejaría entrar materia y radiación, sin permitir que saliese nada, ni siquiera luz (de ahí lo de «negro»): cuanto más grande es, más come, y cuanto más come, más crece. En el centro del agujero negro está el punto de colapso. De acuerdo con la relatividad general, allí la materia que una vez compuso la estrella es comprimida y expulsada aparentemente «fuera de la existencia». Evidentemente, «fuera de la existencia» no es una idea aceptable. Ahora bien, existe una vía de escape a semejante paradójica solución: la teoría de la relatividad general no es compatible con los requisitos cuánticos, pero cuando la materia se comprime en una zona muy reducida son los efectos cuánticos los que dominarán. Por consiguiente, para comprender realmente la física de los agujeros negros es necesario disponer de una teoría cuántica de la gravitación (cuantizar la relatividad general o construir una nueva teoría de la interacción gravitacional que sí se pueda cuantizar), una tarea aún pendiente en la actualidad, aunque se hayan dado algunos pasos en esta dirección, uno de ellos debido al propio Hawking, el gran gurú de los agujeros negros: la denominada «radiación de Hawking» (Hawking 1975), la predicción de que, debido a procesos de índole cuántica, los agujeros negros no son tan negros como se pensaba, pudiendo emitir radiación. No sabemos, en consecuencia, muy bien qué son estos misteriosos y atractivos objetos. De hecho, ¿existen realmente? La respuesta es que sí. Cada vez hay mayores evidencias en favor de su existencia. La primera de ellas fue consecuencia de la puesta en órbita, el 12 de diciembre de 1970, desde Kenia, para conmemorar la independencia del país, de un satélite estadounidense bautizado como Uhuru, la palabra suajili para «Libertad». Con este instrumento se pudo determinar la posición de las fuentes de rayos X más poderosas. Entre las 339 fuentes identificadas, figura Cygnus X-1, una de las más brillantes de la Vía Láctea, en la región del Cisne. Esta fuente se asoció posteriormente a una estrella supergigante azul visible de una masa 13 veces la del Sol y una compañera invisible cuya masa se estimó – analizando el movimiento de su compañera– en 7 masas solares, una magnitud demasiado grande para ser una enana blanca o una estrella de neutrones, por lo que se considera un agujero negro. No obstante, algunos sostienen que la masa de este objeto invisible es de 3 masas solares, con lo que podría ser una estrella de neutrones. En la actualidad se acepta generalmente que existen agujeros negros supermasivos en el centro de aquellas galaxias
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(aproximadamente el 1% del total de galaxias del Universo) cuyo núcleo es más luminoso que el resto de toda la galaxia. De manera indirecta se han determinado las masas de esos super agujeros negros en más de doscientos casos, pero sólo en unos pocos de manera directa; uno de ellos está en la propia Vía Láctea.
Inflación y «arrugas en el tiempo» El estudio del Universo constituye un rompecabezas descomunal. Medir ahí distancias, masas y velocidades, tres datos básicos, es, obviamente, extremadamente complejo: no podemos hacerlo directamente ni tampoco podemos «ver» todo con precisión. Con los datos de que se disponía, durante un tiempo bastó con el modelo que suministraba la solución de RobertsonWalker-Friedmann de la relatividad general, que representa el Universo expandiéndose con una aceleración que depende de su contenido de masa-energía. Pero existían problemas para la cosmología del Big Bang que fueron haciéndose cada vez más patentes. Uno de ellos era si esa masa-energía es tal que el Universo continuará expandiéndose siempre o si es lo suficientemente grande como para que la atracción gravitacional termine venciendo a la fuerza del estallido inicial haciendo que, a partir de un momento, comience a contraerse para finalmente llegar a un Big Crunch (Gran Contracción). Otro problema residía en la gran uniformidad que se observa en la distribución de masa del Universo si uno toma como unidad de medida escalas de unos 300 millones de años-luz o más (a pequeña escala, por supuesto, el Universo, con sus estrellas, galaxias, cúmulos de galaxias y enormes vacíos interestelares, no es homogéneo). El fondo de radiación de microondas es buena prueba de esa macro homogeneidad. Ahora bien, en la teoría estándar del Big Bang es difícil explicar esta homogeneidad mediante los fenómenos físicos conocidos; además, si tenemos en cuenta que la transmisión de información sobre lo que sucede entre diferentes puntos del espaciotiempo no puede ser transmitida con una velocidad superior a la de la luz, sucede que en los primeros momentos de existencia del Universo no habría sido posible que regiones distintas «llegasen a un consenso», por decirlo de alguna manera, acerca de cuál debería ser la densidad media de materia y radiación. Para resolver este problema se propuso la idea del Universo inflacionario, según la cual en los primeros instantes de vida del Universo se produjo un aumento gigantesco, exponencial, en la velocidad de su expansión. En otras palabras, el mini Universo habría experimentado un crecimiento tan rápido que no habría habido tiempo para que se desarrollasen procesos físicos que diesen lugar a distribuciones in homogéneas. Una vez terminada la etapa
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inflacionaria, el Universo habría continuado evolucionando de acuerdo con el modelo clásico del Big Bang. En cuanto a quiénes fueron los científicos responsables de la teoría inflacionaria, los principales nombres que hay que citar son los del estadounidense Alan Guth (n. 1947) y el soviético Andrei Linde (n. 1948). Pero más que nombres concretos, lo que me interesa resaltar es que no es posible comprender esta teoría al margen de la física de altas energías (antes denominada de partículas elementales), de la que me ocuparé más adelante; en concreto de las denominadas teorías de gran unificación (Grand Unified Theories; GUT), que predicen que tendría que producirse una transición de fase a temperaturas del orden de 1027 grados Kelvin. Aquí tenemos una muestra de uno de los fenómenos más importantes que han tenido lugar en la física de la segunda mitad del siglo XX: la reunión de la cosmología, la ciencia de «lo grande», y la física de altas energías, la ciencia de «lo pequeño»; naturalmente, el lugar de encuentro ha sido los primeros instantes de vida del Universo, cuando las energías implicadas fueron gigantescas. Bien, la inflación da origen a un Universo uniforme, pero entonces ¿cómo surgieron las minúsculas in homogeneidades primordiales de las que habrían nacido, al pasar el tiempo y actuar la fuerza gravitacional, estructuras cósmicas como las galaxias? Una posible respuesta a esta pregunta era que la inflación podría haber amplificado enormemente las ultramicroscópicas fluctuaciones cuánticas que se producen debido al principio de incertidumbre aplicado a energías y tiempo (?E•?t?h). Si era así, ¿dónde buscar tales in homogeneidades mejor que en el fondo de radiación de microondas? La respuesta a esta cuestión vino de los trabajos de un equipo de científicos estadounidenses a cuya cabeza estaban John C. Mather (n. 1946) y George Smoot (n. 1945). Cuando la NASA aprobó en 1982 fondos para la construcción de un satélite –el Cosmic Background Explorer (COBE), que fue puesto en órbita, a 900 kilómetros de altura, en el otoño de 1989– para estudiar el fondo cósmico de microondas, Mather se encargó de coordinar todo el proceso, así como del experimento (en el que utilizó un espectrofotómetro enfriado a 1,5°K) que demostró que la forma del fondo de radiación de microondas se ajustaba a la de una radiación de cuerpo negro a la temperatura de 2,735°K, mientras que Smoot midió las minúsculas irregularidades predichas por la teoría de la inflación. Diez años después, tras haber intervenido en los trabajos más de mil personas y con un coste de 160 millones de
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dólares, se anunciaba (Mather et al. 1990; Smoot et al. 1992) que el COBE había detectado lo que Smoot denominó «arrugas» del espacio-tiempo, las semillas de las que surgieron las complejas estructuras –como las galaxias– que ahora vemos en el Universo. Podemos captar algo de la emoción que sintieron estos investigadores al comprobar sus resultados a través de un libro de divulgación que Smoot publicó poco después, Wrinkles in Time (Arrugas en el tiempo). Escribió allí (Smoot y Davidson 1994, 336):
Estaba contemplando la forma primordial de las arrugas, podía sentirlo en mis huesos. Algunas de las estructuras eran tan grandes que sólo podían haber sido generadas durante el nacimiento del Universo, no más tarde. Lo que tenía ante mí era la marca de la creación, las semillas del Universo presente. En consecuencia, «la teoría del Big Bang era correcta y la de la inflación funcionaba; el modelo de las arrugas encajaba con la formación de estructuras a partir de la materia oscura fría; y la magnitud de la distribución habría producido las estructuras mayores del Universo actual bajo el influjo del colapso gravitacional a lo largo de 15.000 millones de años». El COBE fue un magnífico instrumento, pero en modo alguno el único. Los ejemplos en los que astrofísica y tecnología se dan la mano son múltiples. Y no sólo instrumentos instalados en la Tierra, también vehículos espaciales. Así, hace ya bastante que el Sistema Solar se ve frecuentado por satélites con refinados instrumentos que nos envían todo tipo de datos e imágenes. Sondas espaciales como Mariner 10, que observó, en 1973, Venus desde 10.000 kilómetros; Pioneer 10 y Voyager 1 y 2, que entre 1972 y 1977 se adentraron por los alrededores de Júpiter, Saturno, Urano y Plutón, o Galileo, dirigido hacia Júpiter y sus satélites. Un tipo muy especial de vehículo es el telescopio espacial Hubble, que la NASA puso en órbita, después de un largo proceso, en la primavera de 1990. Situar un telescopio en un satélite artificial significa salvar ese gran obstáculo para recibir radiaciones que es la atmósfera terrestre. Desde su lanzamiento, y especialmente una vez que se corrigieran sus defectos, el Hubble ha enviado y continúa enviando imágenes espectaculares del Universo. Gracias a él, por primera vez disponemos de fotografías de regiones (como la nebulosa de Orión) en las que parece que se está formando una estrella. No es completamente exagerado decir que ha revolucionado nuestro conocimiento del Universo.
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Planetas extrasolares Gracias al avance tecnológico los científicos están siendo capaces de ver nuevos aspectos y objetos del Cosmos, como, por ejemplo, la existencia de sistemas planetarios asociados a estrellas que no sean el Sol. El primer hallazgo en este sentido se produjo en 1992, cuando Alex Wolszczan y Dale Frail descubrieron que al menos dos planetas del tipo de la Tierra orbitan alrededor de un púlsar (Wolszczan y Frail 1992); tres años después, Michel Mayor y Didier Queloz hicieron público que habían descubierto un planeta del tamaño y tipo de Júpiter (un gigante gaseoso) orbitando en torno a la estrella 51 Pegasi (Mayor y Queloz 1995). Desde entonces el número de planetas extrasolares conocidos ha aumentado considerablemente. Y si existen tales planetas, acaso en algunos también se haya desarrollado vida. Ahora bien, aunque la biología que se ocupa del problema del origen de la vida no descarta que en entornos lo suficientemente favorables las combinaciones de elementos químicos puedan producir, debido a procesos sinérgicos, vida, ésta no tiene por qué ser vida del tipo de la humana. La biología evolucionista, apoyada en los registros geológicos, ha mostrado que la especie humana es producto del azar evolutivo. Si, por ejemplo, hace 65 millones de años no hubiese chocado contra la Tierra, a una velocidad de aproximadamente treinta kilómetros por segundo, un asteroide o un cometa de unos diez kilómetros de diámetro, produciendo una energía equivalente a la que librarían cien millones de bombas de hidrógeno, entonces acaso no habrían desaparecido (no, desde luego, entonces) una cantidad enorme de especies vegetales y animales, entre las que se encontraban los dinosaurios, que no dejaban prosperar a los, entonces, pequeños mamíferos, que con el paso del tiempo terminarían produciendo, mediante procesos evolutivos, especies como la de los homo sapiens. Precisamente por semejante aleatoriedad es por lo que no podemos estar seguros de que exista en otros planetas, en nuestra o en otra galaxia, vida inteligente que trate, o haya tratado, de entender la naturaleza construyendo sistemas científicos, y que también se haya planteado el deseo de comunicarse con otros seres vivos que puedan existir en el Universo. Aun así, desde hace tiempo existen programas de investigación que rastrean el Universo buscando señales de vida inteligente. Programas como el denominado SETI, siglas del Search
of Extra-Terrestrial Intelligence (Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre), que ha utilizado receptores con 250 millones de canales, que realizan alrededor de veinte mil millones de operaciones por segundo.
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Materia y energía oscuras La existencia de planetas extrasolares ciertamente nos conmueve y emociona, pero no es algo «fundamental»; no altera los pilares del edificio científico. Muy diferente es el caso de otros descubrimientos relativos a los contenidos del Universo. Me estoy refiriendo a que tenemos buenas razones para pensar que existe en el Cosmos una gran cantidad de materia que no observamos, pero que ejerce fuerza gravitacional. La evidencia más inmediata procede de galaxias en forma de disco (como nuestra propia Vía Láctea) que se encuentran en rotación. Si miramos a la parte exterior de estas galaxias, encontramos que el gas se mueve de manera sorprendentemente rápida; mucho más rápidamente de lo que debería debido a la atracción gravitacional producida por las estrellas y gases que detectamos en su interior. Otras evidencias proceden de los movimientos internos de cúmulos de galaxias. Se cree que esta materia «oscura» constituye el 30% de toda la materia del Universo. ¿Cuál es su naturaleza? Ése es uno de los problemas; puede tratarse de estrellas muy poco luminosas (como las enanas marrones), de partículas elementales exóticas o de agujeros negros. No podremos entender realmente lo que son las galaxias, o cómo se formaron, hasta que sepamos qué es esa materia oscura. Ni tampoco podremos saber cuál será el destino último de nuestro Universo. Junto al problema de la materia oscura, otro parecido adquirió prominencia en la última década del siglo XX: el de la energía oscura. Estudiando un tipo de supernovas –estrellas que han explotado dejando un núcleo–, un grupo dirigido por Saul Perlmutter (del Laboratorio Lawrence en Berkeley, California) y otro por Brian Schmidt (Observatorios de Monte Stromlo y Siding Spring, en Australia) llegaron a la conclusión de que, al contrario de lo supuesto hasta entonces, la expansión del Universo se está acelerando (Perlmutter et al. 1998; Schmidt et al. 1998). El problema es que la masa del Universo no puede explicar tal aceleración; había que suponer que la gravedad actuaba de una nueva y sorprendente manera: alejando las masas entre sí, no atrayéndolas. Se había supuesto que para propulsar el Big Bang debía de haber existido una energía repulsiva en la creación del Universo, pero no se había pensado que pudiera existir en el Universo ya maduro. Una nueva energía entraba así en acción, una energía «oscura» que reside en el espacio vacío. Y como la energía es equivalente a la masa, esta energía oscura significa una nueva aportación a la masa total del Universo, distinta, eso sí, de la masa oscura. Se tiene, así, que alrededor del 3% del Universo está formado por masa ordinaria, el 30% de masa oscura y el 67% de energía oscura. En otras palabras: creíamos que conocíamos eso que llamamos
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Universo y resulta que es un gran desconocido. Porque ni sabemos qué es la materia oscura ni lo que es la energía oscura. Una posible explicación de esta última se podría encontrar en un término que introdujo Einstein en 1916-1917 en las ecuaciones de campo de la relatividad general. Como vimos, al aplicar su teoría de la interacción gravitacional al conjunto del Universo, Einstein buscaba encontrar un modelo que representase un Universo estático y ello le obligó a introducir en sus ecuaciones un nuevo término, la ya citada constante cosmológica, que en realidad representaba un campo de fuerza repulsiva, para compensar el efecto atractivo de la gravitación. Al encontrarse soluciones de la cosmología relativista que representan un Universo en expansión y demostrarse de manera observacional (Hubble) que el Universo se expande, Einstein pensó que no era necesario mantener aquella constante, aunque podía incorporarse sin ningún problema en los modelos expansivos teóricos. Acaso ahora sea necesario resucitarla. Ahora bien, semejante resurrección no se podrá limitar a incluirla de nuevo en la cosmología relativista; esto ya no basta: es preciso que tome su sentido y lugar en las teorías cuánticas que intentan insertar la gravitación en el edificio cuántico; al fin y al cabo la energía oscura es la energía del vacío, y éste tiene estructura desde el punto de vista de la física cuántica. Y puesto que ha salido, una vez más, la física cuántica es hora de pasar a ella, a cómo se desarrolló y consolidó la revolución cuántica durante la segunda mitad del siglo XX.
Un mundo cuántico La física de altas energías: de los protones, neutrones y electrones a los quarks Antes, al tratar de la revolución cuántica que surgió en la primera mitad del siglo, me referí a la búsqueda de los componentes básicos de la materia, las denominadas «partículas elementales». Vimos entonces cómo ir más allá de protones, electrones y neutrones, las más básicas de esas partículas, requería energías más elevadas de las que podían proporcionar los «proyectiles» –por ejemplo, partículas alfa– que proporcionaban las emisiones de elementos radiactivos (especialmente el radio), y que fue Ernest Lawrence quien abrió una nueva senda introduciendo y desarrollando unos instrumentos denominados aceleradores de partículas (ciclotrones en su caso), cuyo funcionamiento se basa en acelerar partículas a energías elevadas, haciéndolas chocar luego unas con otras (o con algún blanco predeterminado) para ver qué es lo que se produce en tales choques; esto es, de qué nuevos componentes más pequeños están compuestas esas partículas… si es que lo están. La física de partículas elementales, también llamada, como ya indiqué, de altas energías, ha sido una de las grandes protagonistas de la segunda mitad del siglo XX. Se trata de una
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ciencia muy cara (es el ejemplo canónico de Big Science, Gran Ciencia, ciencia que requiere de grandes equipos de científicos y técnicos y de grandes inversiones); cada vez, de hecho, más cara, al ir aumentado el tamaño de los aceleradores para poder alcanzar mayores energías. Después de la Segunda Guerra Mundial contó –especialmente en Estados Unidos– con la ayuda del prestigio de la física nuclear, que había suministrado las poderosas bombas atómicas. Limitándome a citar los aceleradores más importantes construidos, señalaré que en 1952 entró en funcionamiento en Brookhaven (Nueva York) el denominado Cosmotrón, para protones, que podía alcanzar 2,8 GeV; luego vinieron, entre otros, el Bevatrón (Berkeley, protones; 1954), 3,5 Gev; Dubna (URSS, protones; 1957), 4,5 Gev; Proton-Synchroton (CERN, Ginebra, protones; 1959), 7 GeV; Slac (Stanford; 1966), 20 GeV; PETRA (Hamburgo, electrones y positrones; 1978), 38 GeV; Collider (CERN, protones y antiprotones; 1981), 40 GeV; Tevatron (Fermilab, Chicago, protones y antiprotones), 2.000 GeV, y SLC (Stanford, California, electrones y positrones), 100 GeV, los dos de 1986; LEP (CERN, electrones y positrones; 1987), 100 GeV, y HERA (Hamburgo, electrones y protones; 1992), 310 GeV. Las siglas CERN corresponden al Centre Européen de Recherches Nucleaires (Centro Europeo de Investigaciones Nucleares), la institución que en 1954 crearon en Ginebra doce naciones europeas para poder competir con Estados Unidos. Con sus aceleradores, el CERN –formado ahora por un número mayor de países (España es uno de ellos)– ha participado de manera destacada en el desarrollo de la física de altas energías. De hecho, en tiempos difíciles para esta disciplina como son los actuales, el CERN acaba de completar (2008) la construcción de un nuevo acelerador, uno en el que los protones chocarán con una energía de 14.000 GeV: el LHC (Large Hadron Collider). Toma así la vieja Europa la antorcha en mantener el «fuego» de esta costosa rama de la física. ¿Por qué he dicho «tiempos difíciles para esta disciplina»? Pues porque debido a su elevado costo, en los últimos años esta rama de la física está pasando por dificultades. De hecho, hace poco sufrió un duro golpe en la que hasta entonces era su patria principal, Estados Unidos. Me estoy refiriendo al Super colisionador Superconductor (Superconducting Super
Collider; SSC). Este gigantesco acelerador, que los físicos de altas energías norteamericanos estimaban indispensable para continuar desarrollando la estructura del denominado modelo estándar, iba a estar formado por un túnel de 84 kilómetros de longitud que debería ser excavado en las proximidades de una pequeña población de 18.000 habitantes, situada a 30 kilómetros al sudoeste de Dallas, en Waxahachie. En el interior de ese túnel miles de bobinas
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magnéticas superconductoras guiarían dos haces de protones para que, después de millones de vueltas, alcanzaran una energía veinte veces más alta que la que se podía conseguir en los aceleradores existentes. En varios puntos a lo largo del anillo, los protones de los dos haces chocarían, y enormes detectores controlarían lo que sucediera en tales colisiones. El coste del proyecto, que llevaría diez años, se estimó inicialmente en 6.000 millones de dólares. Después de una azarosa vida, con parte del trabajo de infraestructura ya realizado (la excavación del túnel), el 19 de octubre de 1993 y después de una prolongada, difícil y cambiante discusión parlamentaria, tanto en el Congreso como en el Senado, el Congreso canceló el proyecto. Otros programas científicos –especialmente en el campo de las ciencias biomédicas– atraían la atención de los congresistas y senadores americanos; y también, ¿cómo negarlo?, de la sociedad, más interesada en asuntos que atañen a su salud. Pero dejemos los aceleradores y vayamos a su producto, a las partículas aparentemente «elementales». Gracias a los aceleradores, su número fue creciendo de tal manera que terminó socavando drásticamente la idea de que la mayoría pudiesen ser realmente elementales en un sentido fundamental. Entre las partículas halladas podemos recordar, por ejemplo, piones y muones de diversos tipos, o las denominadas ?, W o Z, sin olvidar a sus correspondientes antipartículas. El número –cientos– resultó ser tan elevado que llegó a hablarse de un «zoo de partículas», un zoo con una fauna demasiado elevada. A ese zoo se les unió otra partícula particularmente llamativa: los quarks. Su existencia fue propuesta teóricamente en 1964 por los físicos estadounidenses Murray Gell-Mann (n. 1929) y George Zweig (n. 1937). Hasta su aparición en el complejo y variado mundo de las partículas elementales, se pensaba que protones y neutrones eran estructuras atómicas inquebrantables, realmente básicas, y que la carga eléctrica asociada a protones y electrones era una unidad indivisible. Los quarks no obedecían a esta regla, ya que se les asignó cargas fraccionarias. De acuerdo a Gell-Mann (1964) y Zweig (1964), los hadrones, las partículas sujetas a la interacción fuerte, están formados por dos o tres especies de quarks y anti quarks, denominados u (up; arriba), d (down; abajo) y s (strange; extraño), con, respectivamente, cargas eléctricas 2/3, -1/3 y -1/3 la del electrón. Así, un protón está formado por dos quarks u y uno d, mientras que un neutrón está formado por dos quarks d y por otro u; son, por consiguiente, estructuras compuestas. Posteriormente, otros físicos propusieron la existencia de tres quarks más: charm (c; 1974), bottom (b; 1977) y top (t; 1995). Para caracterizar esta variedad, se dice que los quarks tienen seis tipos de «sabores»
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(flavours); además, cada uno de estos seis tipos puede ser de tres clases, o colores: rojo, amarillo (o verde) y azul. Y para cada quark existe, claro, un anti quark. Por supuesto, nombres como los anteriores –color, sabor, arriba, abajo…– no representan la realidad que asociamos normalmente a tales conceptos, aunque puede en algún caso existir una cierta lógica en ellos, como sucede con el color. Veamos lo que el propio Gell-Mann (1995, 199) ha señalado con respecto a este término:
Aunque el término «color» es más que nada un nombre gracioso, sirve también como metáfora. Hay tres colores, denominados rojo, verde y azul a semejanza de los tres colores básicos en una teoría simple de la visión humana del color (en el caso de la pintura, los tres colores primarios suelen ser el rojo, el amarillo y el azul, pero para mezclar luces en lugar de pigmentos, el amarillo se sustituye por el verde). La receta para un neutrón o un protón consiste en tomar un quark de cada color, es decir, uno rojo, uno verde y uno azul, de modo que la suma de colores se anule. Como en la visión del color blanco se puede considerar una mezcla de rojo, verde y azul, podemos decir metafóricamente que el neutrón y el protón son blancos. En definitiva, los quarks tienen color pero los hadrones no: son blancos. La idea es que sólo las partículas blancas son observables directamente en la naturaleza, mientras que los quarks no; ellos están «confinados», asociados formando hadrones. Nunca podremos observar un quark libre. Ahora bien, para que los quarks permanezcan confinados deben existir fuerzas entre ellos muy diferentes de las electromagnéticas o de las restantes. «Así como la fuerza electromagnética entre electrones está mediada por el intercambio virtual de fotones», utilizando de nuevo a Gell-Mann (1995, 200), «los quarks están ligados entre sí por una fuerza que surge del intercambio de otros cuantos: los gluones (del inglés glue, pegar), llamados así porque hacen que los quarks se peguen formando objetos observables blancos como el protón y el neutrón». Aproximadamente una década después de la introducción de los quarks, se desarrolló una teoría, la cromodinámica cuántica, que explica por qué los quarks están confinados tan fuertemente que nunca pueden escapar de las estructuras hadrónicas que forman. Por supuesto, el nombre cromodinámica –procedente del término griego cromos (color)– aludía al color de los quarks (y el adjetivo «cuántica» a que es compatible con los requisitos cuánticos). Al ser la cromodinámica cuántica una teoría de las partículas elementales con color, y al estar
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éste asociado a los quarks, que a su vez tratan de los hadrones, las partículas sujetas a la interacción fuerte, tenemos que la cromodinámica cuántica describe esta interacción. Con la electrodinámica cuántica –logro, como ya indiqué, de la primera mitad del siglo XX– y la cromodinámica cuántica, se disponía de teorías cuánticas para las interacciones electromagnética y fuerte. Pero ¿y la débil, la responsable de los fenómenos radiactivos? En 1932, Enrico Fermi (1901-1954), uno de los mejores físicos de su siglo, desarrolló una teoría para la interacción débil (que aplicó, sobre todo, a la denominada «desintegración beta», proceso radiactivo en el que un neutrón se desintegra dando lugar a un protón, un electrón y un antineutrino), que mejoraron en 1959 Robert Marshak (1916-1992), E. C. George Sudarshan (n. 1931), Richard Feynman y Murray Gell-Mann, pero la versión más satisfactoria para una teoría cuántica de la interacción débil llegó cuando en 1967 el estadounidense Steven Weinberg (n. 1933) y el año siguiente el paquistaní (afincando en Inglaterra) Abdus Salam (1929-1996) propusieron independientemente una teoría que unificaba las interacciones electromagnética y débil. Su modelo incorporaba ideas propuestas en 1960 por Sheldon Glashow (n. 1932). Por estos trabajos, Weinberg, Salam y Glashow compartieron el Premio Nobel de Física de 1979; esto es, después de que, en 1973, una de las predicciones de su teoría –la existencia de las denominadas «corrientes neutras débiles»– fuese corroborada experimentalmente en el CERN. La teoría electrodébil unificaba la descripción de las interacciones electromagnética y débil, pero ¿no sería posible avanzar por la senda de la unificación, encontrando una formulación que incluyese también a la interacción fuerte, descrita por la cromodinámica cuántica? La respuesta, positiva, a esta cuestión vino de la mano de Howard Georgi (n. 1947) y Glashow, que introdujeron las primeras ideas de lo que se vino a denominar teorías de gran unificación (GUT), que ya mencioné con anterioridad (Georgi y Glashow 1974). El impacto principal de esta familia de teorías se ha producido en la cosmología; en concreto en la descripción de los primeros instantes del Universo. Desde la perspectiva de las GUTs, al principio existía sólo una fuerza que englobaba las electromagnética, débil y fuerte, que fueron separándose al irse enfriando el Universo. Con semejante equipaje teórico es posible ofrecer explicaciones de cuestiones como el hecho de que exista (al menos aparentemente y para nuestra fortuna) más materia que antimateria en el Universo. Esto es debido a que las GUTs tienen en común que en ellas no se conserva una magnitud denominada «número bariónico», lo que significa que son posibles procesos en los que el número de bariones –
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entre los que se encuentran, recordemos, los protones y los neutrones– producidos no es igual al de anti bariones. Utilizando esta propiedad, el físico japonés Motohiko Yoshimura (1978) demostró que un estado inicial en el que exista igual número de materia y antimateria puede evolucionar convirtiéndose en uno con más protones o neutrones que sus respectivas antipartículas, produciendo así un Universo como el nuestro, en el que hay más materia que antimateria. Gracias al conjunto formado por las anteriores teorías, poseemos un marco teórico extraordinario para entender de qué está formada la naturaleza. Su capacidad predictiva es increíble. De acuerdo con él, se acepta que toda la materia del Universo está formada por agregados de tres tipos de partículas elementales: electrones y sus parientes (las partículas denominadas muón y tau), neutrinos (neutrino electrónico, muónico y tauónico) y quarks, además de por los cuantos asociados a los campos de las cuatro fuerzas que reconocemos en la naturaleza; el fotón para la interacción electromagnética, las partículas Z y W (bosones gauge) para la débil, los gluones para la fuerte y, aunque la gravitación todavía no se ha incorporado a ese marco, los aún no observados gravitones para la gravitacional. El subconjunto formado por la cromodinámica cuántica y teoría electrodébil (esto es, el sistema teórico que incorpora las teorías relativistas y cuánticas de las interacciones fuerte, electromagnética y débil) es especialmente poderoso si tenemos en cuenta el balance predicciones-comprobaciones experimentales. Es denominado modelo estándar. De acuerdo al distinguido físico e historiador de la ciencia, Silvan Schweber (1997, 645), «la formulación del Modelo Estándar es uno de los grandes logros del intelecto humano, uno que rivaliza con la mecánica cuántica. Será recordado –junto a la relatividad general, la mecánica cuántica y el desciframiento del código genético– como uno de los avances intelectuales más sobresalientes del siglo XX. Pero, mucho más que la relatividad general y la mecánica cuántica, es el producto de un esfuerzo colectivo». Quiero hacer hincapié en esta última expresión, «esfuerzo colectivo». El lector atento de estas páginas se dará cuenta fácilmente, sin embargo, de que yo únicamente me he referido en estas páginas a unos pocos físicos; a la punta de un gran iceberg. Ha sido inevitable: la historia de la física de altas energías requiere no ya de un extenso libro, sino de varios. Ahora bien, no obstante su éxito obviamente el modelo estándar no es «la teoría final». Por una parte porque la interacción gravitacional queda al margen, pero también porque incluye demasiados parámetros que hay que determinar experimentalmente. Se trata de las, siempre incómodas pero fundamentales, preguntas del tipo «¿por qué?». ¿Por qué existen las
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partículas fundamentales que detectamos? ¿Por qué esas partículas tienen las masas que tienen? ¿Por qué, por ejemplo, el tau pesa alrededor de 3.520 veces lo que el electrón? ¿Por qué son cuatro las interacciones fundamentales, y no tres, cinco o sólo una? ¿Y por qué tienen estas interacciones las propiedades (como intensidad o rango de acción) que poseen?
¿Un mundo de ultra minúsculas cuerdas? Pasando ahora a la gravitación, la otra interacción básica, ¿no se puede unificar con las otras tres? Un problema central es la inexistencia de una teoría cuántica de la gravitación que haya sido sometida a pruebas experimentales. Existen candidatos para cumplir ese espléndido sueño unificador, unos complejos edificios matemáticos llamados teorías de cuerdas. Según la teoría de cuerdas, las partículas básicas que existen en la naturaleza son en realidad filamentos unidimensionales (cuerdas extremadamente delgadas) en espacios de muchas más dimensiones que las tres espaciales y una temporal de las que somos conscientes; aunque más que decir «son» o «están constituidas» por tales cuerdas, habría que decir que «son manifestaciones» de vibraciones de esas cuerdas. En otras palabras, si nuestros instrumentos fuesen suficientemente poderosos, lo que veríamos no serían «puntos» con ciertas características a los que llamamos electrón, quark, fotón o neutrino, por ejemplo, sino minúsculas cuerdas (cuyos cabos pueden estar abiertos o cerrados) vibrando. La imagen que suscita esta nueva visión de la materia más que «física» es, por consiguiente, «musical»: «Del mismo modo que las diferentes pautas vibratorias de la cuerda de un violín dan lugar a diferentes notas musicales, los diferentes modelos vibratorios de una cuerda fundamental dan lugar a diferentes masas y cargas de fuerzas… El Universo –que está compuesto por un número enorme de esas cuerdas vibrantes–, es algo semejante a una sinfonía cósmica», ha señalado el físico, y miembro destacado de la «comunidad de cuerdas», Brian Greene (2001, 166-168) en un libro titulado El Universo elegante, que ha sido un éxito editorial. Es fácil comprender el atractivo que algunos sienten por estas ideas: «Las cuerdas son verdaderamente fundamentales; son “átomos”, es decir componentes indivisibles, en el sentido más auténtico de la palabra griega, tal como la utilizaron los antiguos griegos. Como componentes absolutamente mínimos de cualquier cosa, representan el final de la línea –la última de las muñecas rusas llamadas “matrioskas”– en las numerosas capas de subestructuras dentro del mundo microscópico» (Green 2001, 163). Ahora bien, ¿qué tipo de materialidad es la de estos constructos teóricos unidimensionales? ¿Podemos pensar en ellos como una especie de «materia elemental» en algún sentido parecido a aquel en el que se
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piensa cuando se habla habitualmente de materia, incluso de partículas tan (a la postre acaso sólo aparentemente) elementales como un electrón, un muon o un quark? Decía antes que las teorías de cuerdas son unos complejos edificios matemáticos, y así es. De hecho, las matemáticas de la teoría de las cuerdas son tan complicadas que hasta ahora nadie conoce ni siquiera las ecuaciones de las fórmulas exactas de esa teoría, únicamente unas aproximaciones de dichas ecuaciones, e incluso estas ecuaciones aproximadas resultan ser tan complicadas que hasta la fecha sólo se han resuelto parcialmente. No es por ello sorprendente que uno de los grandes líderes de esta disciplina sea un físico especialmente dotado para las matemáticas. Me estoy refiriendo al estadounidense Edward Witten (n. 1951). Para hacerse una idea de su talla como matemático basta con señalar que en 1990 recibió (junto a Pierre-Louis Lions, Jean-Christophe Yoccoz y Shigefumi Mori) una de las cuatro medallas Fields que se conceden cada cuatro años y que constituyen el equivalente en matemáticas de los Premios Nobel. Fue Witten (1995) quien argumentó, iniciando así lo que se denomina «la segunda revolución de la cuerdas», que para que la teoría de cuerdas (o supercuerdas) pueda aspirar a ser realmente una Teoría del Todo, debe tener diez dimensiones espaciales más una temporal, esto es, once (Witten denominó Teoría M a esa formulación, todavía por desarrollar completamente). Enfrentados con las teorías de cuerdas, es razonable preguntarse si al avanzar en la exploración de la estructura de la materia no habremos alcanzado ya niveles en los que la «materialidad» –esto es, la materia– se desvanece transformándose en otra cosa diferente. Y ¿en qué otra cosa? Pues si estamos hablando de partículas que se manifiestan como vibraciones de cuerdas, ¿no será esa «otra cosa», una estructura matemática? Una vibración es, al fin y al cabo, la oscilación de algo material, pero en cuanto a estructura permanente tiene probablemente más de ente matemático que de ente material. Si fuese así, podríamos decir que se habría visto cumplido el sueño, o uno de los sueños, de Pitágoras. Los físicos habrían estado laborando duramente a lo largo de siglos, milenios incluso, para descubrir, finalmente, que la materia se les escapa de las manos, como si de una red se tratase, convirtiéndose en matemática, en estructuras matemáticas. La teoría de cuerdas, en resumen, resucita viejos problemas, acaso fantasmas. Problemas como el de la relación entre la física (y el mundo) y la matemática. Independientemente de estos aspectos de naturaleza en esencia filosófica, hay otros que es imprescindible mencionar. Y es que hasta la fecha las teorías de cuerdas han demostrado
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muy poco, sobre todo si no olvidamos que la ciencia es explicación teórica, sí, pero también experimentos, someter la teoría al juez último que es la comprobación experimental. Las teorías de cuerdas son admiradas por algunos, comentadas por muchos y criticadas por bastantes, que insisten en que su naturaleza es excesivamente especulativa. Así, Lee Smolin (2007, 17-18), un distinguido físico teórico, ha escrito en un libro dedicado a estas teorías:
En los últimos veinte años, se ha invertido mucho esfuerzo en la teoría de cuerdas, pero todavía desconocemos si es cierta o no. Incluso después de todo el trabajo realizado, la teoría no ha proporcionado ninguna predicción que pueda ser comprobada mediante experimentos actuales o, al menos, experimentos que podamos concebir en la actualidad. Las escasas predicciones limpias que propone ya han sido formuladas por otras teorías aceptadas. Parte de la razón por la que la teoría de cuerdas no realiza nuevas predicciones es que parece presentarse en un número infinito de versiones. Aun limitándonos a las teorías que coinciden con algunos de los hechos básicos observados sobre nuestro Universo, por ejemplo, su vasto tamaño o la existencia de energía oscura, nos siguen quedando algo así como 10500 teorías de cuerdas diferentes. Una cantidad tal de teorías, nos deja poca esperanza de poder identificar algún resultado de algún experimento que no se pudiera incluir en alguna de ellas. Por tanto, no importa lo que muestren los experimentos, pues no se puede demostrar que la teoría de cuerdas sea falsa, aunque lo contrario también es cierto: ningún experimento puede demostrar que sea cierta. Recordemos en este punto que uno de los sistemas metodológicos de la ciencia más influyentes continúa siendo el construido por el filósofo de origen austriaco, instalado finalmente en la London School of Economics de Londres, Karl Popper (1902-1994), quien siempre insistió en que una teoría que no es refutable mediante ningún experimento imaginable no es científica; esto es, que si no es posible imaginar algún experimento cuyos resultados contradigan las predicciones de una teoría, ésta no es realmente científica. Y aunque en mi opinión tal criterio es demasiado exigente para ser siempre verdad, constituye una buena guía. En cualquier caso, el futuro tendrá la última palabra sobre las teorías de cuerdas.
Nucleosíntesis estelar En las páginas anteriores me he ocupado de los aspectos más básicos de la estructura de la materia, pero la ciencia no se reduce a buscar lo más fundamental, la estructura más
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pequeña; también pretende comprender aquello que nos es más próximo, más familiar. Es obligado, en este sentido, referirse a otro de los grandes logros de la física del siglo XX: la reconstrucción teórica de los procesos –nucleosíntesis– que condujeron a formar los átomos que encontramos en la naturaleza, y de los que nosotros mismos estamos formados. De estas cuestiones se ocupa la física nuclear, una disciplina relacionada, naturalmente, con la física de altas energías, aunque ésta sea más «fundamental» al ocuparse de estructuras más básicas que los núcleos atómicos. De hecho, la física de altas energías proporciona las bases sobre las que se asienta el edificio de la física nuclear que se ocupa de la nucleosíntesis estelar. Han sido, en efecto, los físicos de altas energías los que se han ocupado, y ocupan, de explicar cómo de la «sopa» indiferenciada de radiación y energía que surgió del Big Bang fueron formándose las partículas que constituyen los átomos. Al ir disminuyendo la temperatura del Universo, esa sopa se fue diferenciando. A la temperatura de unos 30.000 millones de grados Kelvin (que se alcanzó en aproximadamente 0,11 segundos), los fotones –esto es, recordemos, la luz– se independizaron de la materia, distribuyéndose uniformemente por el espacio. Únicamente cuando la temperatura del Universo bajó a los 3.000 millones de grados Kelvin (casi 14 segundos después del estallido inicial) comenzaron a formarse –mediante la unión de protones y neutrones– algunos núcleos estables, básicamente el hidrógeno (un protón en torno al cual orbita un electrón) y el helio (dos protones y dos neutrones en el núcleo, con dos electrones como «satélites»). Estos dos elementos, los más ligeros que existen en la naturaleza, fueron –junto a fotones y neutrinos–, los principales productos del Big Bang, y representan aproximadamente el 73% (el hidrógeno) y el 25% (el helio) de la composición del universo. Tenemos, por consiguiente, que el Big Bang surtió generosamente al Universo de hidrógeno y de helio. Pero ¿y los restantes elementos? Porque sabemos que hay muchos más elementos en la naturaleza. No hace falta ser un experto para saber que existe el oxígeno, el hierro, el nitrógeno, el carbono, el plomo, el sodio, el cinc, el oro y muchos elementos más. ¿Cómo se formaron? Antes incluso de que los físicos de altas energías hubiesen comenzado a estudiar la nucleosíntesis primordial, hubo físicos nucleares que durante la primera mitad del siglo XX se ocuparon del problema de la formación de los elementos más allá del hidrógeno y el helio. Entre ellos es obligado mencionar a Carl Friedrich von Weizsäcker (1912-2007) en Alemania
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y a Hans Bethe (1906-2005) en Estados Unidos (Weizsäcker 1938; Bethe y Critchfield 1938; Bethe 1939a, b). Justo cuando iba a comenzar la segunda mitad de la centuria, George Gamow (1904-1968) y sus colaboradores, Ralph Alpher (1921-2007) y Robert Herman (19141997), dieron otro paso importante, que fue seguido diecisiete años después por Robert Wagoner (n. 1938), William Fowler (1911-1995) y Fred Hoyle, que armados con un conjunto mucho más completo de datos de reacciones nucleares, explicaron que en el universo el litio constituye una pequeña fracción (10-8) de la masa correspondiente al hidrógeno y al helio, mientras que el total de los restantes elementos representa un mero 10-11 (Wagoner, Fowler y Hoyle 1967). Gracias a aportaciones como éstas –y las de muchos otros– ha sido posible reconstruir las reacciones nucleares más importantes en la nucleosíntesis estelar. Una de estas reacciones es la siguiente: dos núcleos de helio chocan y forman un átomo de berilio, elemento que ocupa el cuarto lugar (número atómico) en la tabla periódica, tras el hidrógeno, helio y litio (su peso atómico es 9, frente a 1 para el hidrógeno, 4 para helio y 6 para el litio). En realidad se produce más de un tipo de berilio; uno de ellos, el isótopo de peso atómico 8 es muy radiactivo, existiendo durante apenas una diez milbillonésima de segundo, tras lo cual se desintegra produciendo de nuevo dos núcleos de helio. Pero si durante ese instante de vida el berilio choca con un tercer núcleo de helio puede formar un núcleo de carbono (número atómico 6 y peso atómico 12), que es estable. Y si las temperaturas son suficientemente elevadas, los núcleos de carbono se combinan y desintegran de maneras muy diversas, dando lugar a elementos como magnesio (número atómico 12), sodio (11), neón (10) y oxígeno (8). A su vez, los núcleos de oxígeno pueden unirse y formar azufre y fósforo. De este modo, se fabrican elementos cada vez más pesados. Hasta llegar al hierro (26). Hechos de este tipo nos llevan a otra cuestión: la de cómo han llegado estos elementos a la Tierra, puesto que el lugar en el que fueron fabricados necesita de energías y temperaturas que no se dan en nuestro planeta. Y si suponemos que no deben existir diferencias grandísimas entre nuestro planeta y los demás –salvo en detalles como composición o posibilidad de que exista vida–, cómo han llegado a cualquier otro planeta. Pues bien, una parte de los elementos (hasta el hierro) que no se produjeron en los primeros instantes del Universo, se han fabricado sobre todo en el interior de estrellas. La emisión al espacio exterior de esos elementos puede tener lugar de tres maneras: mediante la lenta pérdida de masa en estrellas viejas, en la denominada fase «gigante» de la evolución estelar; durante los relativamente frecuentes estallidos estelares que los astrónomos denominan «novas»; y en las
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dramáticas y espectaculares explosiones que se producen en la etapa estelar final que alumbran las denominadas «supernovas» (una de estas explosiones fue detectada en 1987: la supernova SN1987A; la explosión había tenido lugar 170.000 años antes, el tiempo que ha tardado la luz en llegar a la Tierra). Es sobre todo en la explosión de las supernovas cuando los elementos pesados fabricados en la nucleosíntesis estelar se difunden por el espacio. No se conoce demasiado bien por qué se producen estas explosiones, pero se cree que además de expulsar los elementos que acumulaba la estrella en su interior (salvo parte que retiene convertidos en objetos muy peculiares, como estrellas de neutrones), en el estallido se sintetizan elementos todavía más pesados que el hierro; elementos como el cobre, cinc, rubidio, plata, osmio, uranio, y así hasta una parte importante de los más de cien elementos que contiene en la actualidad la tabla periódica, y que son relativamente abundantes en sistemas estelares como el nuestro, el Sistema Solar. Precisamente por esta abundancia de elementos pesados, parece razonable pensar que el Sol es una estrella de segunda generación, formada, algo menos de hace 5.000 millones de años, por la condensación de residuos de una estrella anterior que murió en una explosión de supernova. El material procedente de semejante explosión se agrupó en un disco de gas y polvo con una protoestrella en el centro. El Sol se «encendió» cuando el núcleo central de materia se comprimió tanto que los átomos de hidrógeno se fundieron entre sí. Y alrededor suyo, a lo largo de bandas elípticas, siguiendo un proceso parecido pero menos intenso gravitacionalmente, se formaron los planetas de lo que llamamos Sistema Solar: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón (aunque éste no es desde hace poco considerado en la categoría de «planeta»), y los satélites de éstos, como la Luna. Desde esta perspectiva, la Tierra (formada hace unos 4.500 millones de años), al igual que los demás planetas, es algo parecido a un pequeño basurero (o cementerio) cósmico; un lugar en el que se han acumulado restos de la vida de estrellas, no lo suficientemente importantes como para dar lugar a un astro; esto es, aglomerados de elementos en cantidades tan pequeñas que no han podido desencadenar en su interior reacciones termonucleares como las que se producen en las estrellas. Pero al igual que en los basureros también se abre camino la vida, así ocurrió en esta Tierra nuestra, con su diámetro de, aproximadamente, 12.700 kilómetros y su peso de unas 6•1021 (6 seguido de 21 ceros) toneladas. Nosotros somos testigos y demostración de este fenómeno.
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Dentro de unos 7.500 millones de años, la zona central del Sol, en la que el hidrógeno se convierte en helio, aumentará de tamaño a medida que el hidrógeno se vaya consumiendo. Y cuando ese núcleo de helio alcance un tamaño suficiente, el Sol se dilatará hasta convertirse en una estrella de las denominadas gigantes rojas. Se hará tan gigantesca que su diámetro terminará alcanzando la órbita de la Tierra, acabando con ella. Antes de que suceda esto, la superficie terrestre llegará a estar tan caliente como para que el plomo se funda, hiervan los océanos y desaparezca todo rastro de vida. De esta manera, los procesos nucleares que nos dieron la vida acabarán con ella.
Más allá del mundo microscópico Las teorías físicas de las que he estado tratando en las secciones precedentes son, es cierto, teorías cuánticas; ahora bien, el mundo de la física cuántica no se restringe a ellas y constituiría un grave error no referirse a otras novedades que surgieron en ese mundo durante la segunda mitad del siglo XX. Enfrentado con la difícil cuestión de buscar los avances más importantes, he optado por seleccionar dos grupos. El primero incluye desarrollos que han reforzado a la física cuántica frente a críticas como las que lideró Einstein junto a Podolsky y Rosen. El segundo trata de los trabajos que han puesto de relieve la existencia de fenómenos cuánticos macroscópicos. Una teoría no local: el entrelazamiento cuántico El fin de la ciencia es suministrar sistemas teóricos que permitan relacionar cuantos más fenómenos naturales mejor y que estos sistemas tengan capacidad predictiva. A esto le llamamos «explicar la naturaleza». Ahora bien, «explicar» no quiere decir encontrar respuestas que nos resulten familiares, que no violenten nuestras categorías explicativas más comunes: ¿por qué la naturaleza iba a seguir tales pautas? Ya aludí antes a que la física cuántica muestra con especial virulencia que la realidad nos puede resultar, de acuerdo con algunas teorías de gran éxito, profundamente contraintuitiva. Si este rasgo estaba claro desde que en 1925-1926 se contó con la mecánica cuántica, ahora lo está aún más. Veamos a qué me refiero. En 1935, Albert Einstein, junto a dos colaboradores suyos, Boris Podolsky (1896-1966) y Nathan Rosen (1910-1995), publicaron un artículo (Einstein, Podolsky y Rosen 1935) en el que argumentaban que la mecánica cuántica no podía ser una teoría completa, que era necesario introducir nuevas variables. Sería largo explicar los argumentos que emplearon, que van más allá de lo puramente físico, adentrándose en terrenos claramente filosóficos (daban
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una definición de lo que es la «realidad física»); simplemente diré que su análisis condujo a que un físico natural de Belfast que trabajaba en el División de Teoría del CERN, John Stewart Bell (1928-1990), demostrase que existían unas relaciones (desigualdades) que se podían emplear para decidir experimentalmente qué tipo de teoría era correcta, si una «completa» (que incluyese unas variables «ocultas» para la formulación cuántica) que obedeciese a los requisitos que Einstein, Podolsky y Rosen habían planteado en 1935 o la mecánica cuántica tradicional (Bell 1964, 1966). Provistos del análisis de Bell, John Clauser, Michael Horne, Abner Shimony y Richard Holt (1969) propusieron un experimento concreto para aplicar en él la prueba de las desigualdades de Bell. Este experimento se llevó a cabo en el Instituto de Óptica Teórica y Aplicada de Orsay, en las cercanías de París, por un equipo dirigido por Alain Aspect (n. 1947). Y el resultado (Aspect, Dalibard y Roger 1982) favoreció a la mecánica cuántica. Será rara, contraintuitiva, con variables que no se pueden determinar simultáneamente, socavará nuestra idea tradicional de lo que es la realidad, pero es cierta. El análisis de Bell y el experimento del equipo de Aspect mostraron además un rasgo de la mecánica cuántica que aunque conocido apenas había sido destacado: su no localidad; que todos los elementos de un sistema cuántico están conectados, entrelazados, entre sí; no importa qué tan alejados estén, siempre es posible que se transmita la señal de lo que le ha sucedido a uno de sus elementos a otro con la velocidad de la luz, la máxima permitida por la relatividad especial. En otras palabras, un elemento se «entera» –y reacciona– instantáneamente de lo que le sucede a otro independientemente de la distancia que les separe. La no localidad –que Einstein siempre rechazó, como contraria al «sentido común» físico– plantea, no hay duda, un problema de compatibilidad con la relatividad especial, pero no existe ninguna razón para pensar que no se encuentre en el futuro una generalización de la mecánica cuántica que resuelva esta dificultad. Eso sí, seguro que no será fácil. La no localidad abre, asimismo, posibilidades que parecen pertenecer al dominio de la ciencia-ficción. Utilizaré, en este sentido, lo que ha escrito el divulgador científico Amir Aczel (2004, 20): «Mediante el entrelazamiento puede también “tele portarse” el estado de una partícula hasta un destino lejano, como sucede con el capitán Kirk en la serie televisiva Star
Trek cuando pide ser proyectado de vuelta al Enterprise. Para ser preciso, nadie ha sido todavía capaz de “tele portar” a una persona. Pero el estado de un sistema cuántico ha sido “tele portado” en el laboratorio. Es más, este increíble fenómeno está comenzando a emplearse en criptografía y (podría usarse) en la futura computación cuántica».
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Ideas –y, al menos en parte, realidades– como éstas, muestran que la ciencia puede superar incluso a la ciencia-ficción. En cualquier caso, consecuencias de la física cuántica como éstas pertenecerán más al siglo XXI que al que hace poco se cerró.
Fenómenos cuánticos macroscópicos: «Lo submicroscópico deviene macroscópico» Estamos acostumbrados a pensar que el dominio de la física cuántica es únicamente el microscópico, el de partículas elementales, átomos o radiaciones, pero no es así aunque es cierto que históricamente estos fenómenos fueron los responsables de la génesis de las teorías cuánticas. Las dos manifestaciones principales de esa física cuántica macroscópica son los condensados de Bose-Einstein y la superconductividad.
Condensados de Bose-Einstein Desde el punto de vista de la teoría, los condensados (o condensación) de Bose-Einstein proceden del artículo que publicó en 1924 el físico hindú Satyendranath Bose (1894-1974), en el que introducía una nueva estadística (una forma de contar fotones) para explicar la ley de radiación de un cuerpo negro que había llevado a Max Planck a introducir la primera noción de cuantización en 1900. Fue Einstein quien reconoció el valor (y ayudó a que fuese publicado) del trabajo de Bose (1924), al que completó con dos artículos (Einstein 1924, 1925) en los que ampliaba las conclusiones de Bose. Señaló, por ejemplo, que se podría producir en un gas de fotones una condensación: «Una parte “se condensa” y la restante continúa siendo un gas perfecto saturado» (Einstein 1925). Con la expresión «condensación», Einstein quería decir que un grupo de fotones actúa como si fuese una unidad, sin que entre ellos parezca que existen fuerzas de interacción. Además, predijo que «si la temperatura desciende lo suficiente», se produciría en ese gas «una caída brutal y acelerada de la viscosidad en el entorno de una cierta temperatura», que estimaba para el helio líquido –en el que ya había indicios de tal super fluidez– en unos 2°K. Hubo, no obstante, que esperar hasta el 8 de enero de 1938 para que se produjera un avance en la predicción einsteiniana de la existencia de super fluidez. Fue entonces cuando se publicaron en la revista inglesa Nature dos breves artículos, uno a cargo del Piotr Kapitza (1894-1984), director del Instituto de Problemas Físicos en Moscú y anteriormente (hasta que en 1934 Stalin le retuvo en la Unión Soviética, durante uno de sus viajes de vacaciones) catedrático en el Laboratorio Cavendish de Cambridge, y otro de dos jóvenes físicos canadienses que estaban trabajando en el Laboratorio Mond que la Royal Society patrocinaba
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en Cambridge, Jack Allen (1908-2001) y Don Misener (1911-1996). En ellos (Kapitza 1938; Allen y Misener 1938) se anunciaba que el helio líquido fluía casi sin sufrir la resistencia de la viscosidad por debajo de 2,18°K. Fueron, sin embargo, Fritz London (1900-1954) y Laszlo Tisza (n. 1907) quienes demostraron teóricamente que este fenómeno constituía la evidencia de la super fluidez. Se trataba, por supuesto, de la vieja idea que Einstein había propuesto en 1924, y a la que apenas se había prestado atención, aunque ahora más desarrollada y aplicada a otros sistemas muy diferentes a los gases ideales considerados por el creador de la relatividad. Es preciso señalar, sin embargo, que a pesar de que en la actualidad damos a los descubrimientos de 1938 un gran valor, en la medida en que mostraban macroscópicamente un comportamiento cuántico, en su momento este aspecto no se destacó tanto. Para comprender mejor la relación entre la condensación de Bose-Einstein y los aspectos macroscópicos de la física cuántica, hubo que tratar con átomos, producir «super átomos», conjuntos de átomos que se comportasen como una unidad y fuesen perceptibles macroscópicamente. Semejante logró se alcanzó mucho más tarde, en 1995. Aquel año, dos físicos de Colorado, Eric Cornell (n. 1961) y Carl Wieman (n. 1951), produjeron un super átomo de rubidio, y unos meses después Wolfgang Ketterle (n. 1957), del MIT, otro de sodio (los tres recibieron el Premio Nobel de Física de 2001). Veamos cómo han descrito los dos primeros su aportación (Cornell y Wieman 2003, 82):
Nuestro grupo de investigación del Instituto Conjunto de Astrofísica de Laboratorio (o JILA ahora), en Boulder, creó en junio de 1995 una gota, aunque
minúscula, maravillosa. Al enfriar 2.000 átomos de rubidio hasta una temperatura de menos de 100 milmillonésimas de grado sobre el cero absoluto (100 milmillonésimas de grados kelvin) hicimos que los átomos perdiesen su identidad individual y se comportaran como si fuesen un solo «super átomo». Las propiedades físicas de todos ellos, sus movimientos, por ejemplo, se volvieron idénticas. Este condensado de Bose-Einstein, el primero observado en un gas, viene a ser el análogo material del láser, con la diferencia de que en el condensado son átomos, no fotones, los que danzan al unísono. Y más adelante añadían (Cornell y Wieman 2003, 82-84):
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Raras veces vemos los efectos de la mecánica cuántica reflejados en la conducta de una cantidad macroscópica de materia. Las contribuciones incoherentes del inmenso número de partículas de cualquier porción de materia oscurecen la naturaleza ondulatoria de la mecánica cuántica; sólo podemos inferir sus efectos. Pero en la condensación de Bose la naturaleza ondulatoria de cada átomo está en fase con las demás; y lo está de manera precisa. Las ondas mecano-cuánticas atraviesan la muestra entera y se observan a simple vista. Lo submicroscópico deviene macroscópico. La creación de condensados de Bose-Einstein ha arrojado luz sobre viejas paradojas de la mecánica cuántica. Por ejemplo, si dos o más átomos están en un solo estado mecánicocuántico, y eso es lo que pasa en un condensado, será imposible distinguirlos, se haga la medición que se haga. Los dos átomos ocuparán el mismo volumen de espacio, se moverán a la misma velocidad, dispersarán luz del mismo color, etc. En nuestra experiencia, basada en el trato constante de la materia a temperaturas normales, no hay nada que nos ayude a comprender esta paradoja. Por un motivo: a las temperaturas normales y a las escalas de magnitud en que nos desenvolvemos, es posible describir la posición y el movimiento de todos y cada uno de los objetos de un conjunto… A temperaturas bajísimas o a escalas de magnitud pequeñas, la mecánica clásica va perdiendo vigor… No podemos saber la posición exacta de cada átomo, y es mejor imaginarlos como manchas imprecisas. La mancha es un paquete de ondas, la región del espacio donde cabe esperar que esté el átomo. Conforme el conjunto de átomos se enfría, crece el tamaño de los paquetes de ondas. Mientras cada uno esté espacialmente separado de los demás será posible, al menos en principio, distinguir átomos entre sí. Pero cuando la temperatura llega a ser lo bastante baja los paquetes de ondas de los átomos vecinos se solaparán. Entonces, los átomos «se Bose-condensarán» en el menor estado de energía que sea posible, y los paquetes de ondas se fundirán en un solo paquete macroscópico. Los átomos sufrirán una crisis cuántica de identidad: ya no podremos distinguir unos de los otros.
Superconductividad La superconductividad es otro de los fenómenos físicos en los que la cuantización se manifiesta macroscópicamente. El fenómeno en sí fue descubierto hace mucho, en 1911, cuando el físico holandés Heike Kamerlingh Onnes (1853-1926), el gran pionero y experto mundial en bajas temperaturas, encontró en su laboratorio de Leiden que cuando enfriaba el
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mercurio metal a 4°K, se anulaba por completo su resistencia ante el paso de una corriente eléctrica
(Kamerlingh
Onnes
1911).
Una
vez
iniciada
esa
corriente,
continuaría
indefinidamente aunque no se le aplicase ninguna diferencia de potencial. Más tarde se encontró que otros metales y compuestos se hacían también superconductores a temperaturas cercanas al cero absoluto de temperatura. Ahora bien, una cosa es la evidencia experimental y otra la explicación teórica, y ésta tardó en llegar. Fue, en efecto, en 1957 cuando los estadounidenses John Bardeen (1908-1991), Leon Cooper (n. 1930) y John Robert Schrieffer (n. 1931) dieron con tal teoría (conocida por las iniciales de sus apellidos: BCS). Su explicación (Bardeen, Cooper y Schrieffer 1957) consistía en que a partir de una cierta temperatura los electrones que transportan la corriente eléctrica en un elemento o compuesto superconductor se agrupan en parejas –como había supuesto con anterioridad Cooper (1956); de ahí los «pares de Cooper»– que actúan como bosones; esto es, partículas como los fotones que no están sometidos a ciertos requisitos cuánticos. Este agrupamiento se produce a temperaturas muy bajas y se debe a la interacción entre los electrones y la red de átomos metálicos del compuesto superconductor. En este momento, agrupados, los pares de electrones marchan como un armonioso ejército de bosones que ignoran los impedimentos atómicos. Es así como se manifiesta macroscópicamente este efecto cuántico. La teoría BCS constituyó un éxito formidable de la física cuántica, pero no es totalmente satisfactoria, como se puso en evidencia por su incapacidad de predecir la existencia de superconductividad en materiales cerámicos a temperaturas mucho más elevadas que las que se manejaban hasta entonces. Fue en 1986, en los laboratorios de IBM de Zúrich, donde Georg Bednorz (n. 1950) y Alexander Müller (n. 1927) encontraron que un óxido de lantano, bario y cobre era superconductor a temperaturas tan altas (no, claro, para nuestras experiencias cotidianas) como 35°K. El año siguiente, Paul Chu (1987) elevó la escala de temperaturas superconductoras, hallando un óxido de itrio, bario y cobre que se volvía superconductor a la temperatura de 93°K, una temperatura que se puede alcanzar sin más que bañar ese óxido en nitrógeno líquido que –a diferencia del helio– es abundante y barato. Desde entonces, el número de estos materiales y de las temperaturas a las que se hacen superconductores no ha hecho sino aumentar. El hallazgo de Bednorz y Müller (1986) por el que recibieron el Premio Nobel de Física en 1987, abre nuevas perspectivas no sólo a la física sino también, y acaso sobre todo, a la tecnología: materiales superconductores a temperaturas a las que se puede llegar en el
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mundo cotidiano (esto es, fuera del laboratorio) pueden tal vez revolucionar nuestras vidas algún día.
Artilugios cuánticos: transistores, chips, máseres y láseres El comentario anterior, la relevancia de la física cuántica en la tecnología, va mucho más allá de la superconductividad. Es posible que materiales superconductores cambien en el futuro nuestras vidas, pero de lo que no hay duda es de otros materiales, los semiconductores, ya las han cambiado. La primera gran aplicación de los semiconductores llegó con la invención del transistor, debida a John Bardeen, William Shockley (1910-1989)) y Walter Brattain (19021987), mientras trabajaban en el departamento de física del estado sólido de los laboratorios Bell. En 1956 los tres recibieron el Premio Nobel de Física, el primero de los dos que ganó Bardeen (el segundo, como ya vimos, fue por la superconductividad). Un transistor es un dispositivo electrónico hecho de material semiconductor, que puede regular una corriente que pasa a través de él y también actuar como amplificador o célula fotoeléctrica, y, que comparado con los tubos de vacío que le precedieron, necesita cantidades muy pequeñas de energía para funcionar; además son más estables, compactos, actúan instantáneamente y duran más. Tras los transistores vinieron los circuitos integrados, minúsculos y muy delgados dispositivos en los que se fundamenta el mundo digital. Los circuitos integrados se fabrican sobre un sustrato (habitualmente de silicio) depositando finas películas de materiales que, ora conducen, ora aíslan, la electricidad. Estas películas, ensambladas según patrones elaborados de antemano, forman transistores (cada circuito integrado puede albergar millones de transistores) que funcionan como interruptores encargados de controlar el flujo de electricidad a través del circuito, o chip. Integrados en los chips, los transistores desempeñan funciones básicas en los billones y billones de microprocesadores que, repartidos, controlan, por ejemplo, motores de coche, teléfonos celulares, misiles, satélites, redes de gas, hornos microondas, ordenadores o aparatos para discos compactos. Han cambiado, literalmente, las formas en las que nos comunicamos, relacionamos con el dinero, escuchamos música, vemos televisión, conducimos coches, lavamos nuestras ropas o cocinamos. Hasta la llegada de los transistores y circuitos integrados, las máquinas de calcular utilizadas eran gigantescos amasijos de componentes electrónicos. Durante la Segunda Guerra Mundial
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se construyó una de los primeras máquinas de calcular electrónicas: el Electronic Numerical
Integrator and Computer (Computador Integrador Numérico Electrónico, también conocido por sus siglas inglesas, ENIAC). Tenía 17.000 tubos electrónicos, unidos por miles de cables, pesaba 30 toneladas y consumía 174 kilowatios. Podemos considerarlo el paradigma de la primera generación de computadores. Con los transistores llegó, en la década de 1950, la segunda generación: el primer computador surgido de la física del estado sólido –una rama de la física cuántica– fue el TRADIC (de Transistor Digital Computer), construido en 1954 por los laboratorios Bell para la Fuerza Aérea estadounidense; utilizaba 700 transistores y podía competir en velocidad con ENIAC. A finales de la década de 1960, gracias a los circuitos integrados, llegaría la tercera generación, a la que siguió una cuarta, con computadoras que utilizan microprocesadores y refinados lenguajes de programación. Y ya se habla de los computadores cuánticos, que en lugar de utilizar bits, que toman valores 1 o 0, definidos, recurren a qubits, bits cuánticos, que pueden estar en superposiciones cuánticas de 0 y 1, lo mismo que un fotón puede estar en superposiciones de polarización horizontal y vertical. Pero los computadores cuánticos, si se logran, pertenecerán a, posiblemente, la segunda mitad del siglo XXI. Gracias a todos estos desarrollos nos encontramos sumergidos de lleno en un mundo pleno de computadoras que realizan, a velocidades y fiabilidades extraordinarias, todo tipo de funciones, y sin las cuales nuestra vida sería muy diferente. Y nada de esto, es muy importante destacarlo, se habría producido sin los resultados obtenidos en una rama de la física cuántica: la física del estado sólido (también denominada de la materia condensada). En el haber de esta rama de la física se encuentra también el que ha estrechado las relaciones entre ciencia y sociedad. En 1955, por poner un ejemplo, Shockley, uno de los inventores del transistor, abandonó los laboratorios Bell para fundar su propia compañía en el área de la bahía de San Francisco. El Shockley Semiconductor Laboratory abrió sus puertas en febrero de 1956, reclutando un excelente grupo de profesionales. No tuvo, sin embargo, demasiado éxito, pero a la postre constituyó el germen que condujo al crecimiento de una zona en la que se agruparon diversas compañías tecnológicas en un lugar de California que terminó siendo conocido como Silicon Valley, el Valle del Silicio. Ciencia y técnica se alían en este mundo tecnocientífico de una manera tan, digamos, íntima, que no es cierto que las innovaciones fundamentales se den sólo en los enclaves científicos y los negocios en los tecnológicos. Recordemos, en este sentido, que las técnicas fundamentales
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(proceso «planar») para la fabricación de los chips fueron ideadas en 1957 por Jean Hoerni (1924-1997), de la empresa Fairchild Semiconductors. El primer circuito integrado fue construido allí por Robert N. Noyce (1927-1990) en 1958. Diez años después (1968), Noyce dejó Fairchild para fundar, junto a Gordon Moore (n. 1929), Intel, donde dirigió con Ted Hoff (n. 1937), la invención del microprocesador, que generó una nueva revolución. Quiero mencionar, asimismo, que el desarrollo de los microprocesadores electrónicos ha estimulado –y, a su vez, se ha visto él mismo beneficiado por– la denominada «nanotecnología», cuyo objetivo es el control y manipulación de la materia a una escala del orden de entre 1 y 100 nanómetros (1 nanómetro equivale a 10-9 metros). La nanotecnología es más una técnica (un conjunto de técnicas) que una ciencia, pero de ella cabe esperar (en parte ya lo está dando) desarrollos que no sólo beneficien nuestras posibilidades materiales sino también al conocimiento científico más básico.
Máseres y láseres Aún no he mencionado –aunque cronológicamente precedieron a algunos de los desarrollos anteriores– al máser y al láser, acrónimos de, respectivamente, Microwave Amplification by
Stimulated Emission of Radiation (amplificación de microondas mediante emisión estimulada de radiación) y de Light Amplification by Stimulated Emission of Radiation (amplificación de luz por emisión estimulada de radiación). Desde el punto de vista de la teoría, estos instrumentos-procedimientos para amplificar ondas de la misma frecuencia (longitud de onda) se explican con base en el contenido de dos artículos de Einstein (1916a, b). Sin embargo, su realización práctica, con todos los nuevos elementos teóricos y experimentales que ello conllevó, no llegó hasta la década de 1950. Los responsables de este logro fueron, de manera independiente, los físicos del Instituto Lebedev
de Física de Moscú, Aleksandr M. Prokhorov (1916-2002) y Nikolai G. Basov (1922-2001), y el estadounidense Charles Townes (n. 1915), de la Universidad de Columbia, Nueva York (los tres compartieron el Premio Nobel de Física de 1964). En mayo de 1952, durante una conferencia sobre radio-espectroscopía en la Academia de Ciencias de la URSS, Basov y Prokhorov describieron el principio del máser, aunque no publicaron nada hasta dos años después (Basov y Prokhorov 1954). Y no sólo describieron su principio, sino que también Basov construyó uno como parte de su tesis doctoral, unos pocos meses después de que Townes hiciese lo propio.
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Merece la pena resumir cómo Townes llegó por su parte a la misma idea del máser, ya que ilustra acerca de lo muy diversos que pueden ser los elementos que forman parte de los procesos de descubrimiento científico. Tras permanecer en los laboratorios Bell entre 1939 y 1947, en donde se ocupó, entre otros temas, de la investigación relacionada con el radar, Townes pasó al Radiation Laboratory de la Universidad de Columbia, creado durante la Segunda Guerra Mundial para desarrollar radares, esenciales para el desarrollo de la guerra. Al igual que otras instituciones, este laboratorio continuó recibiendo dinero de los militares después de la contienda, dedicando el 80% de su presupuesto al desarrollo de tubos que generasen microondas. En la primavera de 1950, Townes organizó en Columbia para la
Oficina de Investigación de la Marina un comité asesor para considerar nuevas formas de generar microondas de menos de un centímetro. Tras un año de considerar la cuestión, se le ocurrió un nuevo enfoque antes de asistir a una de las sesiones de su comité: era la idea de máser. Cuando logró, en 1954 y en colaboración con un joven doctor, Herbert J. Zeiger, y un doctorando, James P. Gordon, hacer realidad operacional esa idea utilizando un gas de moléculas de amoniaco (Gordon, Zeiger y Townes 1954), resultó que las oscilaciones producidas por el máser se caracterizaban no sólo por su alta frecuencia y potencia, sino también por su uniformidad. El máser, en efecto, produce una emisión coherente de microondas; esto es, radiación altamente concentrada, de una única longitud de onda. Incluso antes de que los másers empezasen a proliferar, algunos físicos comenzaron a intentar extender su idea a otras longitudes de onda. Entre ellos se encontraba el propio Townes (también Basov y Prokhorov), quien a partir del otoño de 1957 inició trabajos para ir desde las microondas a la luz visible, colaborando con su cuñado, Arthur Schawlow (19211999), un físico de los laboratorios Bell. Fruto de sus esfuerzos fue un artículo básico, en el que mostraban cómo se podría construir un láser, al que todavía denominaban «máser óptico» (Schawlow y Townes 1958). No está de más mencionar que los abogados de los laboratorios Bell, para los que trabajaba Schawlow y con los que Townes tenía un contrato de asesor, pensaron que la idea del láser no tenía interés suficiente como para ser patentada; únicamente lo hicieron ante la insistencia de Townes (Schwalow y Townes 1960). La carrera por construir un láser se intensificó a partir de entonces. Aunque la historia posterior no siempre ha sido lo suficientemente clara en este punto, el primero que tuvo éxito fue Theodore Maiman (1927-2007), de los Hughes Research Laboratories de Malibu (California), que consiguió poner en funcionamiento un láser de rubí el 16 de mayo de 1960. Maiman envió a la entonces recién establecida Physical Review Letters un manuscrito con
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sus resultados, pero su editor, Samuel Goudsmit, lo rechazó como «sólo otro artículo sobre el máser». En su lugar, Maiman recurrió a Nature, en cuyo número del 6 de agosto de 1960 consiguió publicar el resultado de su trabajo (Maiman 1960). Poco después, Schawlow anunciaba –en Physical Review Letters– que había puesto en funcionamiento otro láser, también de rubí (considerablemente más grande y potente que el de Maiman) junto a cinco colaboradores (Collins, Nelson, Schawlow, Bond, Garret y Kaiser 1960). Habida cuenta de estos hechos es cuestionable que fuese Schawlow quien recibiese en 1981 el Premio Nobel (compartido con Nicolaas Bloembergen y con Kai Siegbahn) aunque formalmente fuese por su contribución (y la de Bloembergen) al desarrollo de la espectroscopia láser Los máseres y, sobre todo, los láseres (otro «hijo», por cierto, de la física cuántica que muestra macroscópicamente efectos cuánticos) son instrumentos bien conocidos por el público, en particular algunas de sus aplicaciones (por ejemplo, en operaciones de desprendimientos de retina, en las que se emplean láseres); sin embargo, lo son menos otras de gran importancia científica. Una de ellas es su utilización en espectroscopía. Al ser radiaciones monocromáticas de gran energía es posible dirigirlas con precisión a niveles atómicos determinados; los resultados obtenidos permiten conocer mucho mejor las propiedades de las moléculas, cuya estructura las hace mucho más complicadas de estudiar que los átomos.
Un mundo no lineal Los descubrimientos y desarrollos a los que me he referido hasta ahora son, probablemente, los más sobresalientes desde un punto de vista, digamos, fundamental; no obstante, no incluyen un conjunto de avances que están abriendo nuevas y sorprendentes ventanas a la comprensión científica de la naturaleza. Se trata de los fenómenos no lineales; esto es, los gobernados por leyes que involucran ecuaciones con términos cuadráticos. Si repasamos la historia de la física hasta bien entrado el siglo XX, nos encontramos con que sus teorías más básicas o son esencialmente lineales (los casos de la teoría de la gravitación universal de Newton y de la electrodinámica de Maxwell), o, permitiendo ser utilizadas para sistemas no lineales, como sucede con la mecánica newtoniana, se han aplicado mayoritariamente a sistemas lineales, incluso cuando es transparentemente claro que ello implica una aproximación a la realidad. El ejemplo más sencillo en este sentido es el de un péndulo plano simple. Cualquier estudiante de bachillerato, no digamos de física, sabe que la ecuación diferencial que se utiliza para describir el movimiento de este tipo de péndulo es
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d2?(t)/dt2 + (g/l)?(t) = 0 donde ? representa el desplazamiento angular del péndulo, l la longitud del péndulo, g la aceleración de la gravedad y t el tiempo. Ahora bien, cuando se deduce (no es un problema difícil) la ecuación que debe cumplir el movimiento de un péndulo plano simple, no es ésta la ecuación a la que se llega, sino d2?(t)/dt2 + (g/l)sen?(t) = 0 que es obviamente no lineal, ya que sen(?1+?2)?sen?1+sen?2 Para evitar esta circunstancia, que complica enormemente la resolución del problema, se restringe el problema a oscilaciones pequeñas, esto es, a ángulos pequeños, lo que permite utilizar el desarrollo en serie de Taylor de la función seno sen???-?3/6+… y quedándose únicamente con el primer término, obtener la primera (lineal) de las dos ecuaciones citadas. Lo que este ejemplo tan sencillo nos muestra es que la denominada «física clásica» no es ajena a sistemas no lineales, pero que trata de evitarlos debido a la dificultad matemática de su tratamiento: no existen, de hecho, métodos matemáticos generales sistemáticos para tratar las ecuaciones no lineales. Por supuesto, son numerosos los problemas conocidos de antiguo asociados a sistemas (leyes) no lineales, especialmente los pertenecientes al ámbito de la hidrodinámica, de la física de los fluidos. Así, por ejemplo, cuando el agua fluye con una velocidad pequeña por una tubería, su movimiento (denominado laminar), regular y predecible, se describe mediante ecuaciones lineales, pero cuando las velocidades involucradas son elevadas entonces el movimiento del agua se hace turbulento, formándose remolinos que siguen trayectorias irregulares, aparentemente erráticas, características típicas de un comportamiento no lineal. La aerodinámica, naturalmente, es otro ejemplo de dominio no lineal, como saben muy bien todos aquellos implicados en el diseño de aviones.
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La riqueza de los sistemas no lineales es extraordinaria; la riqueza y las novedades que aportan con respecto a los lineales. Desde el punto de vista matemático (que con frecuencia encuentra su correlato en dominios reales), las ecuaciones-sistemas no lineales pueden mostrar transiciones de comportamientos regulares a aparentemente arbitrarios; pulsos localizados, que en sistemas lineales producen perturbaciones que decaen más pronto que tarde, mantienen su individualidad en los sistemas no lineales; esto es, dan lugar a estructuras localizadas y altamente coherentes, con las obvias implicaciones que este fenómeno puede tener en la aparición y mantenimiento de estructuras relacionadas con la vida (desde las células y organismos pluricelulares hasta incluso, aunque pueda parecer una idea peregrina, pensamientos). Uno de los primeros ejemplos conocidos de este tipo de comportamiento son los célebres «solitones», soluciones de la ecuación no lineal en derivadas parciales denominada de Korteweg-de Vries (o ecuación KdV), desarrollada en 1895 como una descripción aproximada de las ondas de agua que se movían en un canal estrecho y poco profundo. No fue, sin embargo, hasta 1965 cuando Norman Zabusky y Martin Kruskal encontraron una solución de esta ecuación que representa una de las formas más puras de estructura coherente en movimiento (Zabusky y Kruskal 1965): el solitón, una onda solitaria que se mueve con velocidad constante. Lejos de ser entelequias matemáticas, los solitones se manifiestan en la naturaleza: por ejemplo, en las ondas superficiales (que se mueven esencialmente en una dirección) observadas en el mar de Andamán, que separa las islas de Andamán y Nicobar de la península de Malasia.
El caos Un caso particularmente importante de sistema no lineal son los sistemas caóticos. Un sistema caótico se caracteriza porque las soluciones de las ecuaciones que lo representan son extremadamente sensibles a las condiciones iniciales; esto es, son tales que si se cambian un poco, minúsculamente, esas condiciones, entonces la solución (la trayectoria que sigue el objeto descrito por la solución) se ve modificada radicalmente, siguiendo un camino completamente diferente, al contrario que en los sistemas no caóticos, aquellos con los que la física nos ha familiarizado durante siglos, en los que pequeños cambios en las condiciones iniciales no alteran sustancialmente la solución. Es por su extrema variabilidad frente a aparentemente insignificantes cambios en sus puntos y condiciones de partida, que esas soluciones y los sistemas a que pertenecen se denominan caóticos. Pero que sean «caóticos» no significa que no puedan ser sometidos a leyes expresables en términos matemáticos. Es preciso recalcar que los sistemas caóticos están descritos por leyes codificadas en expresiones
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matemáticas, expresiones de hecho similares a las que pueblan el universo de las leyes lineales de la dinámica newtoniana. El tiempo meteorológico constituye uno de los grandes ejemplos de sistemas caóticos; de hecho, fue estudiándolo cuando se descubrió realmente el caos: pequeñas perturbaciones en la atmósfera pueden cambiar el clima en proporciones enormes. Su descubridor fue el meteorólogo teórico estadounidense Edward Norton Lorenz (1938-2008). Estaba trabajando en sus investigaciones sobre el tiempo atmosférico, desarrollando modelos matemáticos simples cuyas propiedades exploraba con la ayuda de ordenadores, cuando, en 1960, observó que algo raro ocurría cuando repetía cálculos anteriores. He aquí como él mismo reconstruyó los acontecimientos y su reacción en un libro que escribió años después,
La esencia del caos (Lorenz 1995, 137-139): En un momento dado, decidí repetir algunos de los cálculos con el fin de examinar con mayor detalle lo que estaba ocurriendo. Detuve el ordenador, tecleé una línea de números que había salido por la impresora un rato antes y lo puse en marcha otra vez. Me fui al vestíbulo a tomarme una taza de café y regresé al cabo de una hora, tiempo durante el cual el ordenador había simulado unos dos meses de tiempo meteorológico. Los números que salían por la impresora no tenían nada que ver con los anteriores. Inmediatamente pensé que se había estropeado alguna válvula o que el ordenador tenía alguna otra avería, cosa nada infrecuente, pero antes de llamar a los técnicos decidí comprobar dónde se encontraba la dificultad, sabiendo que de esa forma podría acelerar la reparación. En lugar de una interrupción brusca, me encontré con que los nuevos valores repetían los anteriores en un principio, pero que enseguida empezaban a diferir, en una, en varias unidades, en la última cifra decimal, luego en la anterior y luego en la anterior. La verdad es que las diferencias se duplicaban en tamaño más o menos constantemente cada cuatro días, hasta que cualquier parecido con las cifras originales desaparecía en algún momento del segundo mes. Con eso me bastó para comprender lo que ocurría: los números que yo había tecleado no eran los números originales exactos sino los valores redondeados que había dado a la impresora en un principio. Los errores redondeados iniciales eran los culpables: se iban amplificando constantemente hasta dominar la solución. Dicho con terminología de hoy: se trataba del caos.
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Lo que Lorenz había observado empíricamente, ayudado por su ordenador, es que existen sistemas que pueden desplegar un comportamiento impredecible (lo que no quiere decir «no sujeto a leyes»): pequeñas diferencias en una sola variable tienen efectos profundos en la historia posterior del sistema. Por eso, por ser un sistema caótico, el tiempo meteorológico es tan difícil de predecir, tan, como solemos decir, imprevisible. El artículo en el que presentó sus resultados (Lorenz 1963) constituye uno de los grandes logros de las ciencias físicas del siglo XX, aunque pocos científicos que no fueran meteorólogos repararon entonces en él, una situación que cambiaría de forma radical a lo largo de las décadas siguientes. No poco tuvo que ver en semejante cambio de actitud la célebre frase «El aleteo de una mariposa en Brasil puede producir un tornado en Texas», que Lorenz incluyó en una conferencia que pronunció el 29 de diciembre de 1972 en una sesión de la reunión anual de la American Association for the Advancement of Science. Cada vez está más claro que los fenómenos caóticos abundan en la naturaleza. Los encontramos ya en dominios propios de la economía, aerodinámica, la biología de poblaciones (en, por ejemplo, algunos modelos «presa-depredador»), termodinámica, química y, por supuesto, en el mundo de las ciencias biomédicas (un ejemplo es el de algunas arritmias). Parece que puede manifestarse incluso en los aparentemente estables movimientos planetarios. Las consecuencias que para nuestra visión del mundo tiene el descubrimiento del caos y su, por lo que parece, ubicua presencia son incalculables. El mundo no es como suponíamos. Y no lo es sólo en los dominios atómicos, descritos por la física cuántica, en los que reinan la probabilidad y la incertidumbre, sino también en aquellos gobernados por las más «clásicas» leyes de tipo newtoniano. Newtonianas, sí, pero no como las que utilizó el gran Isaac Newton y todos sus seguidores, esto es, leyes lineales sino no lineales. La naturaleza no es lineal, sino no lineal. No todos los sistemas no lineales son caóticos, pero sí que todos los sistemas caóticos son no lineales. El mundo es por ello más complicado de explicar; no podemos predecir todo lo que va a suceder siguiendo el viejo, newtoniano, estilo, pero ¿por qué iba a ser la naturaleza tan «sencilla»? Lo maravilloso es que seamos capaces de descubrir tales comportamientos y las leyes matemáticas que subyacen en ellos. Podría, y acaso debería, haber mencionado otros desarrollos que se han producido, o iniciado, durante la segunda mitad del siglo XX, como, por ejemplo, en la termodinámica del no equilibrio, en la que uno de los elementos centrales son los gradientes, diferencias de
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magnitudes como pueden ser la temperatura o la presión. Su importancia reside en que los gradientes son la auténtica fuente de la vida, que tiene que luchar contra la tendencia de la naturaleza a reducir gradientes, es decir, contra la tendencia de la energía a disiparse conforme a la segunda ley de la termodinámica (expresada según la a menudo citada entropía). Para los seres vivos, el equilibrio termodinámico equivale a la muerte, por lo que para comprender la vida es imperativo entender la termodinámica del no equilibrio y no limitarse a la del equilibrio, que dominó gran parte de los siglos XIX y XX. La complejidad de la vida –y de otros sistemas existentes en la naturaleza– es una derivación natural de la tendencia a reducción de gradientes: allí donde las circunstancias lo permiten, surgen organizaciones cíclicas para disipar entropía en forma de calor. Puede incluso argumentarse – es una nueva forma, poco darwiniana, de entender la evolución– que puesto que el acceso a los gradientes se mejora mediante el perfeccionamiento de la percepción, el incremento de la inteligencia es una tendencia evolutiva que promueve selectivamente la prosperidad de aquellos que explotan recursos menguantes sin agotarlos. Esta rama de la física (y de la química) experimentó un gran desarrollo en la segunda mitad del siglo XX, y por ello constituye un magnífico ejemplo de otros avances que han tenido lugar a lo largo de ese periodo en la física y que, como decía, tal vez debería haber tratado aquí, aunque sean en cierto sentido de un carácter «menos fundamental». Pero ya me he extendido demasiado y es hora de poner punto final. SIRIUS – Acelerador de partículas - Brasil
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Los hombres que construyeron América, sus trayectorias y conexiones Tomado de la página Hechos de Hoy
La rápida transformación y el crecimiento que experimentó Estados Unidos tras su Guerra Civil (1861-1865) están relacionadas con el trabajo, la audacia y la visión de futuro de empresarios como Cornelius Vanderbilt, Andrew Carnegie, John D. Rockefeller, John Pierpont Morgan y Henry Ford. La construcción de América debe mucho tanto a la trayectoria individual como a las conexiones que se establecieron entre estos hombres de negocio, pues ellos, de algún modo, forjaron los pilares de Estados Unidos y contribuyeron decisivamente a su consolidación como potencia económica. El escenario histórico para ellos y sus obras arranca en el periodo inmediatamente posterior a la Guerra Civil -que había dejado al país deprimido económica y psicológicamente-, cuando Cornelius “Commodore” Vanderbilt apuesta por conectar el país a través de la expansión del ferrocarril, incrementando la riqueza que amasó con el negocio de transporte marítimo a mediados de los cuarenta. Analizar en profundidad este proceso histórico y las consecuencias que tuvo para la evolución de Estados Unidos, exige abordar las relaciones entre las distintas industrias de la nación. Así, mientras Vanderbilt y Rockefeller se dedicaron al transporte y el petróleo, Carnegie se centró en la construcción mediante el acero. Pero lograr el dominio en la industria norteamericana no fue tarea fácil y el camino para conseguirlo estuvo marcado por una competencia salvaje, el crecimiento de los sindicatos y la experimentación en una economía inestable y en constante cambio. En este contexto, los titanes de los negocios norteamericanos se decantaron en momentos puntuales por la unidad frente a la división para asegurarse la expansión de sus empresas. Sin embargo, el rumbo marcado por estos hombres de negocios se encontró con un giro inesperado cuando el presidente William McKinley fue asesinado en septiembre de 1901 y el vicepresidente Theodore Roosevelt asumió el cargo. Roosevelt, que había puesto trabas al poder de las empresas cuando fue gobernador de Nueva York, promovió las limitaciones en los monopolios. Esta línea restrictiva culminó en 1904, con el caso de Northern Securities
Company (compañía formada por Rockefeller y Morgan -entre otros- que controlaba varios
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de los grandes ejes ferroviarios) contra los Estados Unidos. La Corte Suprema dictaminó que la compañía obstaculizaba la libre competencia, por lo que fue disuelta. Tras el caso
Northern Securities, prosperaron docenas de demandas contra las grandes compañías, muchas de las cuales provocaron la ruptura de conglomerados empresariales. No obstante, las empresas continuaron su camino, encontrando nuevos mercados en el siglo XX.
Los protagonistas Andrew Carnegie (1835-1919) entró en el negocio del acero en la década de 1870 y, gracias a esta industria, amasó una gran fortuna. En 1892 todas sus propiedades constituyeron Carnegie Steel Company, que vendió en 1901 al banquero John Pierpont Morgan por 480 millones de dólares. Ese mismo año, Morgan fusionó la compañía con un grupo de empresas siderúrgicas con vistas a formar U.S. Steel, la primera corporación de miles de millones de dólares. Tras esta operación, Carnegie se dedicó a la filantropía y llegó a donar más de 350 millones de dólares. Henry Ford (1863-1947) construyó su primer motor de gasolina en el cobertizo ubicado detrás de su casa, mientras trabajaba como ingeniero para Edison Illuminating Company. En 1903 fundó la Ford Motor Company, e introdujo nuevos métodos de producción a gran escala que revolucionaron la industria americana, con grandes plantas de producción y la línea de ensamblaje en movimiento. Además, Ford abrió plantas en todo el mundo y llegó a compaginar su gran influencia en el ámbito empresarial con su intento de entrar en la vida política norteamericana. John Pierpont Morgan (1837-1913) fue uno de los banqueros más importantes de su época. En la década de 1850, siguió los pasos de su padre en el negocio bancario y en 1871 formó una sociedad con el banquero Anthony Drexel. Su empresa se reorganizó en 1895 como JP
Morgan & Company, predecesora de la empresa JPMorgan Chase. Morgan estuvo involucrado en la consolidación de una serie de ferrocarriles con problemas financieros y compró Carnegie Steel en 1901, además de participar en el diseño de los acuerdos que establecieron General Electric, International Harvester, American Telephone & Telegraph, entre otros gigantes industriales. En una época en la que Estados Unidos no contaba con un banco central, J. P. Morgan también empleó su influencia para estabilizar los mercados estadounidenses durante varias crisis, pero tuvo que afrontar las acusaciones de ser demasiado poderoso y de manipular el sistema financiero en su propio beneficio.
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John D. Rockefeller (1839-1937), hijo de un vendedor ambulante, comenzó en el negocio del petróleo en 1863 a través de la inversión en una refinería de Cleveland. En 1870 fundó
Standard Oil, que a principios de 1880 contaba con el 90% de las refinerías y oleoductos de Estados Unidos. Distintos sectores le acusaron de incurrir en prácticas poco éticas orientadas a monopolizar la industria y criticaron los métodos que empleó para construir su imperio. En 1911, la Corte Suprema de Estados Unidos concluyó que la Standard Oil había violado las leyes antimonopolio y ordenó su disolución en más de 30 compañías. Uno de los hombres más ricos del mundo, donó más de 500 millones de dólares a causas religiosas y diversos programas educativos y científicos. Tras trabajar como capitán de un barco de vapor, Cornelius Vanderbilt (1794-1877) entró en el negocio de la construcción de barcos de vapor y gestión de líneas de ferry en la década de 1820. Se convirtió en uno de los principales agentes del sector mediante su participación en feroces guerras de tarifas con sus rivales y se ganó la fama de despiadado y competitivo. En la década de 1860 se adentró en un nuevo negocio: la industria del ferrocarril. Se hizo con el control de una serie de líneas que operaban entre Chicago y Nueva York y estableció un sistema de ferrocarril interregional.
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Cinco millonarios del siglo XIX que forjaron EE.UU. Y que siguen siendo referentes en el mundo de los negocios a día de hoy Tomado de Revista GQ
Si Estados Unidos es considerada la primera economía del mundo a día de hoy es gracias a estos cinco millonarios del siglo XIX que, con su ojo para los negocios, levantaron el país con sus propias manos. Podríamos afirmar que los hombres más ricos del mundo son lo que son, en parte, gracias a las lecciones de los millonarios del siglo XIX que lideraron esta misma lista dos siglos atrás. Bill Gates, Jeff Bezos, Elon Musk y Warren Buffet son algunos nombres que cualquiera mencionaría hoy como referentes en los negocios. Amancio Ortega es el español rico que inmediatamente viene a la cabeza, mientas que Mark Zuckerberg sería el nuevo chico que ahora se pasea entre mega millonarios. Cada época cuenta con nombres de grandes fortunas que todo el mundo conoce. En el Siglo I a. C., todos los romanos sabían que Marco Craso era el hombre más rico de la república. Estos cinco empresarios millonarios del siglo XIX, asociados al color del dinero, levantaron Estados Unidos con sus propias manos. Se trata de Cornelius Vanderbilt, John D. Rockefeller, Andrew Carnegie, J.P Morgan, y Henry Ford; cinco nombres que todavía resuenan hasta el día de hoy. No es que Estados Unidos ‘fuera todo campo’: el país había empezado a industrializarse a inicios de aquel siglo. Pero la que es hoy la primera economía del mundo entonces era ‘la tierra de las oportunidades’ en la que los más ambiciosos y agraciados por la fortuna lograron levantar auténticos imperios. Y estos cinco millonarios del siglo XIX jugaron un papel esencial para consolidar al país como una potencia económica e industrial. Cornelius Vanderbilt, el primer hombre en acumular 100 millones de dólares
Conocido como ‘El Comodoro’, Cornelius Vanderbilt fue el primer magnate en acumular más de 100 millones de dólares en su fortuna. El patriarca de la familia Vanderbilt vivió entre 1794 y 1877. Era un inculto hijo de granjeros que llegó a crear un imperio alrededor de la boyante industria naviera y la del ferrocarril.
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¿Cómo empezó a hacer dinero? Con sólo 16 años, 'El Comodoro' compró un barco para transportar pasajeros entre Staten Island y Nueva York. Poco a poco su flota fue creciendo hasta llegar a operar servicios de transporte desde Nueva York y Nueva Orleans hacia San Francisco vía Nicaragua. La 'fiebre del oro' en 1849 provocó un incremento en la demanda de transporte entre costa este y oeste. Fue en la década siguiente cuando empezó a invertir en ferrocarriles, un negocio que creció tanto que Vanderbilt construyó la Grand Central Terminal de Nueva York. La enorme herencia que dejó fue desperdiciada por las generaciones siguientes. 'El Comodoro' tuvo 13 hijos y le legó prácticamente todo a uno de ellos, llamado William Henry, pero el imperio se fue diluyendo con el paso del tiempo. Como dato curioso, un miembro del clan Vanderbilt es Anderson Cooper, un famoso presentador de la CNN.
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John D. Rockefeller, rey entre los ricos Posiblemente el nombre más famoso de la lista. Hasta día de hoy alguna vez se menciona a Rockefeller para definir a alguien al que le sobran los billetes. La riqueza de John D. Rockefeller surgió del petróleo y de su compañía, la Standard Oil, una de las primeras multinacionales de la historia. John D. Rockefeller (1839-1937) también viene de abajo. Su padre era un vendedor ambulante de aceite de serpiente así que pasó su infancia viviendo en varias partes del país. En la década de 1860, el joven John notó que había un gran potencial en la producción petrolera en el oeste de Pensilvania, así que construyó una primera refinería en Cleveland en 1863. A partir de ese momento su nombre estará asociado al naciente sector del petróleo, un combustible cada vez más demandado ante la mayor industrialización que vivía Estados Unidos. Standard Oil creció hasta prácticamente hacerse con el control total de esta industria gracias a un acuerdo secreto con las empresas de ferrocarril que le permitía vender sus productos a los precios más bajos del mercado, por lo que consiguió deshacerse de la competencia. En 1911 la empresa fue desmembrada en 34 empresas más pequeñas, después de que el Tribunal Supremo dictó en una sentencia que Standard Oil era un monopolio ilegal. Se estima que la fortuna de Rockefeller fue tan grande que en un momento llegó a representar un 1,6% de toda la economía estadounidense.
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Andrew Carnegie, el filántropo del acero El acero es uno de los materiales esenciales de la industria actual. También lo fue a partir de mitad del siglo XIX, cuando la industrialización impulsó significativamente la demanda de este material. Y Andrew Carnegie (1835-1919) es el hombre que suplió este material a través de su empresa Carnegie Steel. Nació en Escocia pero emigró con 12 años a Estados Unidos con sus padres. En sus inicios, acumuló un capital importante invirtiendo en varios negocios, pero fue en el acero donde logró su mayor éxito. Y, en gran parte, se debe a que fue una de las primeras compañías manufactureras de Estados Unidos que logró una integración vertical en su organización, un sistema en el que todos los procesos de producción son controlados únicamente por una sola empresa: controlaba las minas donde se extraía el acero, las minas que suplían el carbón, los barcos y los ferrocarriles que los transportaban; y las fábricas en las que eran procesados. Con 65 años, Carnegie vendió su empresa a J.P. Morgan por 480 millones de dólares y dedicó el resto de su vida a financiar diferentes obras en beneficio de la sociedad. Donó 350 millones de dólares a fundaciones, bibliotecas, universidades y organizaciones no gubernamentales.
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J.P. Morgan, la inspiración del ‘Monopoly’ Hay una razón por la que el Tío Rico Pennybags, la mascota del juego ‘Monopoly’, va vestido así. Con su chaqué, bigote y sombrero de copa. Ese personaje —creado en 1936— está inspirado en la imagen de J.P. Morgan, (1837-1913), el poderoso financiero que jugó un papel esencial en la formación de varias compañías multinacionales como US Steel, General Electric, AT&T o Western Union.
John Pierpont Morgan, su nombre completo, nació en una familia acomodada del estado de Connecticut.
A diferencia de los otros millonarios que hemos visto, J.P. Morgan viajó al
extranjero en su juventud y estudió en la universidad. Hablaba alemán y francés y estudió historia del arte. Empezó en el sector bancario en 1857, al trabajar en una empresa de la que su padre era codueño. La Guerra Civil estadounidense duró entre 1861 y 1865, pero Morgan no participó como soldado, ya que pagó 300 dólares a un sustituto a cambio de que lo reemplazara. En cambio, Jorn Pierpont hizo un controvertido negocio durante el conflicto al financiar la compra de 5.000 rifles por 3,5 dólares para luego volver a vendérselos al gobierno por 22 dólares la unidad, un incidente controvertido conocido como el ‘Hall Carbine Affair’. Finalizado el conflicto bélico, Morgan sería uno de los que también se beneficiaria de la expansión de los ferrocarriles en Estados Unidos. En 1907 ocurrió un pánico financiero y Morgan se encargó de formar una colación de banqueros que salvaron a Estados Unidos del colapso. Más adelante tomó control de la compañía Carnegie Steel, como comentamos antes. Siempre estuvo interesado en el arte y fue un mecenas para numerosos artistas y galerías. Su fortuna al fallecer era de 118 millones de dólares, de los que unos 50 millones pertenecían a su colección de arte.
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Henry Ford, el revolucionario de las líneas de montaje Henry Ford (1863-1947) es el fundador de Ford; sí, la multinacional de coches. Ha pasado a la historia por ser el principal desarrollador de la técnica de línea de ensamblaje que permite la producción en masa. Así, Ford logró reducir los costes de fabricación que le permitieron vender el primer automóvil a precios asequibles para los estadounidenses. De hecho, el término 'fordismo' está basado en su nombre para definir un sistema de producción industrial en serie. El punto negro en la biografía de Ford fue su antisemitismo. En 1918, el magnate adquirió un periódico llamado The Dearborn Independent a través del que publicó una serie de textos en contra de los judíos que podrían haber sido una inspiración para el Mein Kampf de Adolf Hitler, publicado en 1925.
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La revolución de todas las industrias Por. Ramón Heredia Jerez
¿Qué entendemos por ecosistema digital? “Es una red de servicios y productos interconectados entre sí que están creados para generar una gran satisfacción y experiencia al cliente”. Hoy en día hay muchos ejemplos, veamos lo que sucede con los ecosistemas digitales que hay en la China, los más grandes son Alibaba, Tencent (Wechat) y Baidu (Google Chino), son gigantes tecnológicos que generan un ecosistema que está extremadamente integrado y combinan los medios sociales, los buscadores, el comercio electrónico y los medios de pagos que están unidos entre sí a través de las principales plataformas en línea. Veamos a los gigantes tecnológicos de América del Norte como el imperio GAFA (Google, Amazon, Facebook y Apple) que también combinan negocios diferentes para ser ecosistemas ya que tienen buscadores, música, aplicaciones, redes sociales, publicidad y medios de pago. Estos ecosistemas digitales tienen un poder adicional, el poder de los datos, saben todo acerca de los usuarios como por ejemplo localización, hábitos de consumo, por donde navegan, cómo pagan, y además cuentan con ventajas tecnológicas muy importantes como la infraestructura en la nube. Viendo este panorama es que las empresas están forzadas de alguna manera a crear un ecosistema propio y a su vez tener alianzas con otros ecosistemas digitales. Hoy y en el futuro vivimos y viviremos en un mundo donde todo va a ser compartido de alguna manera, rara vez evidenciaremos empresas que son las únicas que fabrican todos sus componentes y servicios, todos compartimos y estamos integrados con todos, sino no sobreviviremos y esto es lo que nos lleva a pensar en la supervivencia de las empresas. Si hoy tomamos la lista de empresas en Fortune 500, podemos ver que solamente 60 de las 500 empresas más grandes de USA en 1955 están en la lista hoy en día. Eso evidencia que las empresas que fracasaron no supieron adaptarse al cambio o sucumbieron en el entorno que les tocó vivir, pero evidentemente no fueron capaces de adaptarse al cambio que produjo el invento del transistor en 1947, que fue el comienzo de la revolución digital como hoy la conocemos.
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El desarrollo de Ecosistemas Digitales Cuando Jeff Bezos tuvo la idea de crear Amazon, lo hizo impulsado por una nueva tecnología, Internet, esa tecnología estaba creciendo en forma exponencial y no se quería quedar fuera de esta ola y los negocios que ahí se generaran. Analizó qué tipo de servicio podía desarrollar en Internet y llegó a la conclusión que la venta de libros por medios electrónicos podía ser algo factible de desarrollar, porque la logística no le supondría el despacho de grandes paquetes, era fácil de promocionar en el naciente universo de navegantes de Internet. Mark Zuckerberg partió con la visión de conectar a las personas, por medio de una red social exclusiva, en la que las personas entraran por invitación y pudieran compartir sus actualizaciones, estados de ánimo, situación sentimental, fotografías y algún otro tipo de información. Luego de esos inicios y sin pensarlo, estas empresas se han transformado en gigantes digitales y sus creadores en figuras mundiales, multibillonarias y ejemplo para las nuevas generaciones de emprendedores. Pero ¿cómo han podido generar tanto valor en sus empresas?, ¿por qué se han transformado en los gigantes que son hoy?
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Cuando Facebook compra WhatsApp, cuando Google compra a Waze, Microsoft compra Linkedin o IBM compra The Weather Company, ¿que está comprando? ¿usuarios? ¿personas? ¿Computadoras?, sí y no. Todas esas conexiones, toda esa interacción de las personas, todas esas actividades, todas esas plataformas, computadoras y personas, en el fondo facilitan la generación de datos. El concepto de Customer Centric o de poner al usuario en el centro de nuestros servicios, ha derivado en el concepto más importante para las empresas, el Data Centric. Las personas en el fondo, somos datos, somos información, como cuando Neo en la escena final de la película Matrix, logra detener las balas y derrotar a sus enemigos, descomponiendo todo su universo y transformándolo en datos, datos que una vez que los entendió, los pudo usar a su favor. ¿Para qué IBM va a necesitar el “canal de tiempo”? repetía una y otra vez mi hemisferio izquierdo, no tenía sentido de negocios, hasta que un amigo de IBM en el InterConnect de Las Vegas a inicios del 2016 me dijo, por los datos, porque Watson, nuestro súper cerebro de Inteligencia Artificial, puede con esos datos comenzar a hacer predicciones y vender esas predicciones a las compañías de seguros, empresas agrícolas, proveedores de químicos para la industria agrícola, etc. ¿Le queda claro? ¿Lo puede ver? Lo que buscan los actores de la nueva economía digital, es el petróleo del siglo XXI, los datos.
Estas empresas, que comenzaron con simples visiones en el universo de Internet, incorporando nuevos componentes, comprando empresas y desarrollando otras, han creado Ecosistemas Digitales y casi sin darnos cuenta, saltamos de un componente a otro de sus
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mundos regalando una valiosa huella digital, con nuestro comportamiento. Ya no tienen que esperar millones de años para que los dinosaurios se conviertan en petróleo, hoy el petróleo lo generamos en cada una de nuestras acciones.
Amazon, ya no es la empresa con escritorios creados con puertas y con los equipos de trabajo ordenando libros en el suelo de las oficinas para ordenar los pedidos de los clientes. Hoy es un complejo Ecosistema Digital que está compuesto por una variada gama de componentes, que van desde la inteligencia artificial, supermercados físicos, herramientas digitales, venta de todo tipo de productos por Internet, una empresa de cohetes espaciales y el Washington Post. Facebook no es sólo Facebook, hoy tiene a Instagram, WhatsApp, Oculus, Facebook Messenger, entre otros. La información que estos Ecosistemas Digitales van captando de los usuarios, es cada vez mayor. Desde simples “me gusta”, hasta transacciones financieras de compra realizadas por dispositivos móviles o por instrucciones de voz, como las realizadas por Alexa. Mark Zuckerberg este año, en la conferencia F8 de Silicon Valley, mostró cómo está incorporando las nuevas capacidades de realidad aumentada, realidad virtual y nuevas tecnologías a su Ecosistema. Como se integra Facebook con WhatsApp y a su vez con Instagram. Facebook ya no es la red social favorita de los jóvenes. Lo que pude sonar como una mala noticia para el Ecosistema de Mark, en realidad
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no lo es, porque ahora la red favorita de los jóvenes es Instagram, aplicación que también es de su Ecosistema Digital. Las noticias para la industria financiera tradicional no son tan buenas. Con toda la información financiera y de preferencias de consumo que tiene Amazon, está trabajando para crear servicios financieros en México e India. Que Amazon se transforme en Banco o cree un Banco dentro de su Ecosistema es muy posible. Cuando esto ocurra, ¿Dónde le gustaría tener su cuenta bancaria? ¿En un Banco que lo atiende como hoy atienden los bancos, con varios procesos que causan fricción? ¿O en esta Plaza Digital que me atiende 24x7 y con facilidades para poder operar en todo el mundo, incluso cambiando las transacciones financieras, por transacciones de productos y servicios? Si no ponemos atención a esta nueva configuración de Ecosistemas Digitales, no sólo la industria financiera se verá amenazada, esta revolución impactará a todas las industrias.
El despertar digital de China. Copiar, adaptar, hacerse fuerte y atacar Uno de mis superhéroes favoritos de la innovación es Jack Ma, el fundador de Alibaba. En varias de sus entrevistas, hace referencia a las técnicas del Tai Chi, para el manejo de sus empresas, la flexibilidad, si te atacan por arriba, te agachas y atacas por abajo, si te empujan, usas la fuerza de tu oponente y no ofreces resistencia. Toda esta sabiduría, más un mercado interno de más de mil millones de habitantes, sumados a las barreras que el gobierno chino ha puesto a la entrada de los gigantes digitales como Facebook y Google, crearon un terreno fértil para la creación de empresas digitales que son el clon de las occidentales.
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Muchas de ellas están acercándose rápidamente a la valoración accionaria de sus pares occidentales. Amazon tiene a su clon en Alibaba, Facebook tiene a su par en Tencent y Uber en Didi. Didi que es el Uber chino, ya está incursionando en Latinoamérica, se compró a 99Taxi en Brasil, la principal competencia de Uber en dicho país y comenzó a operar en México. Según el China Internet Network Information Center, los pagos digitales en China el 2016 llegaron a 9 trillones de dólares, que comparados con los 112 billones de dólares en el mercado norteamericano demuestran la fuerte adopción en China de las plataformas digitales. El fuerte crecimiento se produjo entre 2015 y 2016, donde los pagos móviles pasaron de 2 trillones de dólares en 2015 a 9 trillones de dólares en 2016. Los responsables de este explosivo crecimiento no son los bancos son sus App Digitales, ni su Banca Móvil. Más del 90% de los pagos móviles en China, se realizan en WeChat y Alipay, los dos Mega Ecosistemas Digitales que gobiernan las operaciones de los usuarios chinos. WeChat ha superado los mil millones de usuarios, lo que lo transforma en una de las Plazas Digitales más importantes del mundo. WeChat es una creación de la empresa Tencent, especialista en juegos móviles, que centra su modelo de ingresos en los pagos por suscripción. A Tencent se le conoce como el Facebook chino y se acerca a su competidor occidental en valoración accionaria. La diferencia entre ambos es que la principal fuente de ingresos de Tencent viene de pagos por suscripción y recién en 2015 muestra una contribución aceptable en la torta de ingresos por concepto de publicidad. En cambio, Facebook obtiene más del 90% de sus ingresos por el negocio de la publicidad. Esta diferencia le da a Tencent una ventaja importante para las proyecciones futuras de crecimiento. Atenta a las tendencias y a las nuevas tecnologías, Tencent identificó que WhatsApp estaba creciendo enormemente en el mundo. Ellos tenían un servicio de mensajería basado en SMS, que se llama QQ, con el cual eran líderes en China y decidieron responder a la potencial amenaza de WhatsApp. Para esto hicieron una Hackathon interna, donde pusieron a competir equipos, para desarrollar una plataforma inspirada en WhatsApp. El equipo ganador, siguió reforzando el Ecosistema y hoy WeChat, que inicialmente se creó para chatear, ha generado una serie de servicios entre los que se cuentan la comunicación, los grupos, una Wallet que permite hacer pagos, donaciones y compras, una aplicación para buscar amigos, entre otros.
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Muchas de las funcionalidades son propias de la empresa, pero también ha desarrollado las capacidades para integrarse con soluciones de terceros, como poder pedir y pagar el transporte de la Startup Didi, que es la competencia de Uber. Este Ecosistema Digital, es uno de los responsables de que los chinos estén conectados varias horas del día en sus celulares escaneando códigos QR para consultar precios, agitando sus celulares para encontrar amigos o realizando pagos digitales mediante la Wallet digital. El día a día de las personas, se hace en estas Plazas Digitales, día a día que genera una cantidad importante de información para analizar y generar nuevos negocios para el Ecosistema. Una funcionalidad muy popular, es la de realizar pagos, los comerciantes de cualquier nivel sólo deben imprimir o mostrar el código QR de su producto, para que un cliente con su celular lo lea y realice una transferencia en línea desde su Wallet de WeChat a la Wallet de cobro. Esta es clave del éxito de los pagos digitales en China, la simplicidad para las personas, no sólo para el que paga, sino que también para el que cobra. Inicialmente el gobierno chino, no normó este tipo de pagos y tampoco lo cargó con impuestos, los usuarios se acostumbraron a cobrar y a pagar así, palpando los beneficios de no recibir dinero efectivo. Hoy en muchos lugares de China no se acepta efectivo, no por una ley, sino porque las personas se sienten más cómodas con los pagos digitales.
Mercado Libre, el Ecosistema Digital de Latinoamérica En nuestro continente, un actor que está siguiendo los pasos de los Ecosistemas Digitales de Estados Unidos y China, es Mercado Libre. Esta empresa que es una los éxitos digitales de la región y uno de los emblemas del ecosistema de emprendimiento en Argentina, el año pasado lanzó Mercado Crédito, una plataforma que financia a los clientes comercio de Mercado Libre. El lanzamiento de esta unidad de negocios provocó un gran revuelo en el mercado financiero de Argentina. Los bancos, dominadores del negocio de captación y colocación, hicieron un llamado de atención al Banco Central de Argentina, por lo que ellos consideran es un servicio que está fuera de las reglas de la ley de Bancos. El negocio de captación y colocación, por ley, sólo puede ser realizado por instituciones financieras reguladas. Mercado Crédito, no está regulado y no es una institución financiera. La defensa de Mercado Crédito es que no están captando dinero y que los créditos los financian con sus propios fondos y riesgo. El vicepresidente el Banco Central de la época, zanjó el tema diciendo que era su intención regular a las Fintech y que, si esto beneficiaba a las empresas, iba a dejar que continuaran.
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Independiente de la discusión técnica y legal del tema, lo importante es poner atención al hecho de que estos Ecosistemas Digitales, ya no están pidiendo permiso para entrar a otros negocios que en el siglo XX eran impensados. Almacenan datos, analizan la información, crean modelos, investigan, hacen pruebas y se lanzan. No tienen mucho que perder, han incorporado a sus modelos de riesgo información que la industria financiera tradicional se ha tardado mucho en incorporar y que muchas veces, por orden del hemisferio izquierdo, se niegan a utilizar, dejando a clientes lisa y llanamente fuera del sistema formal. La amenaza no es lejana y no es futuro, estos gigantes digitales tienen el petróleo del siglo XXI, tienen una mentalidad diferente para arriesgarse, tiene importantes cantidades de dinero en caja para probar y lo que es fundamental, son relevantes para el día a día de las personas. Su empresa no es inmortal, tal vez sienta que esté a salvo porque no es una institución que vende servicios o productos por medios digitales, pero mire bien, mire en todas direcciones, no sólo adelante y atrás. Hoy las amenazas a la revolución de los modelos de negocios vienen de los actores menos pensados. Pero no sólo amenazas tenemos que mirar, también tenemos oportunidad de aprender de las experiencias de estos gigantes. Sus modelos disruptivos son nuevos y no nacieron grandes. Muchas veces copiaron modelos de otras partes, los adaptaron a su realidad y desde ese punto crecieron. Usted puede usar esa misma técnica, tener una idea, crear, aprender, pivotear y seguir aprendiendo. La tecnología está disponible, solo basta que mire desde otro punto de vista y aproveche su posición actual.
Amazon, el gigante de las ventas, el enano del Net Income Los estados financieros de Amazon son muy particulares. Desde su creación, Jeff Bezos ha estado más preocupado de la innovación que de la rentabilidad. Día a día va experimentando, reforzando plataformas, entrando en nuevos negocios, generando nuevas conexiones y poniendo en práctica sus ideas. En varias ocasiones la presión de los accionistas por mayor rentabilidad ha estresado el modelo de Bezos y creado un grado importante de fricción en la administración. El gráfico de ventas (página siguiente) versus Net Income de Amazon, muestra precisamente esa visión de innovación. Mientras las ventas crecen en forma importante, el Net Income se mantiene muy cerca de cero, ¿Cómo se explica esto? ¿Cómo los accionistas respaldan este comportamiento? ¿Por qué Amazon sigue creciendo en capitalización bursátil? La respuesta estas interrogantes está en el petróleo del siglo XXI. Cada venta de Amazon es más información para sus “tanques petroleros”, muchas veces realiza ventas por bajo el costo, sólo para conocer el comportamiento de compra de los
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usuarios o para controlar un mercado. Es famosa la anécdota de una navidad en que Jeff Bezos mandó a varios de sus ejecutivos los días previos a noche buena, a comprar juguetes en varias tiendas de Toysrus para asegurar de tener stock de los juguetes más populares. Gran parte de las compras se quedaron en las bodegas y se perdieron, pero muchos clientes que fueron a Toysrus por sus juguetes no los encontraron y sí los encontraron en Amazon. Las pérdidas no fueron la preocupación de Jeff Bezos en esa navidad. Esta estrategia ha permitido que Amazon se demore cerca de 15 años en igualar la capitalización bursátil de Wal-Mart, su archienemigo, pero una vez que lo alcanzó se ha demorado solo dos años, en ser 2,5 veces más grande.
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Uber, transportar al mundo Hace unos meses, el nuevo CEO de Uber comentando los resultados a la prensa, le respondió a un periodista que le preguntó por las continuas pérdidas de la empresa, que su foco no era la rentabilidad, su foco es la innovación.
Uber es una empresa de innovación y nuestro objetivo es hacer que las personas no compren automóviles, transportarlos donde quieran y por diversos medios. Si analizamos esta respuesta es una amenaza para varias industrias, no solamente para industria automotriz directamente. De lograr su objetivo, este tipo de servicio hará caer los créditos automotrices, los seguros, el negocio de repuestos y los talleres de mantenimiento y las grandes áreas de estacionamientos, entre otras. Toda la inversión en autos autónomos podrá incluso transportar personas en horarios nocturnos que permitan a los pasajeros dormir mientras van en los autos, lo que afectará a la industria hotelera. Los 4.500 millones de dólares de pérdida del año 2017 no parecen ser un dato relevante para detener el avance de este unicornio. Las cosas están pasando muy rápido y las que hoy vemos como pequeñas empresas, se mueven rápido y pronto se convertirán en dominadores de nuevos mercados o destruirán los mercados en los que hoy disfrutamos de nuestros negocios. Este año Volkswagen, una de las empresas automotrices más importantes del mundo, firmó una alianza con Didi, el Uber Chino. El objetivo de la alianza es compartir la información del comportamiento de los pasajeros de Didi, las rutas y los tipos de transporte entre otros datos, para que la automotriz alemana pueda diseñar autos más acordes a esa realidad. ¿Para qué necesito automóviles con potencia y velocidades de más de 200 kilómetros por hora, si los datos dicen que los coches de Didi nunca sobrepasan los 100 kilómetros por hora? ¿Para qué necesito coches con 5 asientos, si en el 70% de los viajes el pasajero es 1 persona? Toda esta información se traducirá en automóviles y servicios conectados con los comportamientos reales de las personas, evitando cada vez más los Espacios Vacíos. El poder está pasando rápidamente a las empresas que capturan los datos, en la alianza anterior no se distingue si la empresa pequeña es Didi o Volkswagen. Los modelos de negocio, la forma de financiar a las Startups y las variables que determinan la continuidad de un negocio en la revolución digital, ya no son las que acostumbramos a usar en los negocios tradicionales. Es fundamental entender las fuerzas que hoy mueven el mercado, porque estos chicos “locos” de Silicon Valley, China o Seattle, están destruyendo mercados completos y pasando la riqueza de las empresas tradicionales a los Ecosistemas Digitales.
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Activities First
Reply (respond): What are the Absolute State and the Nation State? How are the Absolute State and the Nation State related? Why is it said that Elizabeth I made England? Why is it said that Louis XIV made France?
Second
Prepare an exhibition on the United States before and after the American Civil War
Third
Prepare an exhibition on the origin and importance of unicorn companies (Unicorn Companies or Start-up Company)
Fourth
Write a short text about Newton and Einstein. What is called Newton's physics? What did Einstein change?
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Tercer periodo Filosofía de la Tecnología Figura 3. Contenidos grado noveno tercer periodo
Prometeo Hybris Frankenstein Fausto
Transhumanismo Conquista del espacio Cuántica
Proyecto: elaboración de un cómic (tema: la tecnología)
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En el semestre anterior debiste dar vida a tu super héroe y debiste crear para él una realidad, un mundo. Ahora vas a crear tu primera historieta y en ella el tema de la tecnología será esencial. En los aspectos formales has de recordar la estructura actancial del relato, asuntos relativos al uso de figuras literarias y la importancia de saber elegir las imágenes, los colores, etcétera. En lo relativo al contenido, este tercer periodo te ofrecerá la posibilidad de recordar lo visto en sexto grado, cuando estudiaste la tecnología desde la perspectiva del mito, el cine y la novela. Recordar y profundizar, porque estudiarás el concepto griego de hybris. Habrá tres breves lecturas: una sobre Frankenstein, otra sobre el concepto de Hybris, y una tercera sobre los “Valores Transhumanistas”. Según lo acordado desde el primer periodo, trabajaremos la idea del SARS-CoV-2 como arma biotecnológica, en algunos proyectos, en otros, como fenómeno natural, semejante a los sismos de gran intensidad o a las tormentas de gran magnitud, por tanto como amenaza real cuya solución podría estar en la tecnología, pero también como oportunidad para reflexionar sobre el sentido. Concluyes otro ciclo formativo (Básica) y comienzas el último ciclo (Educación Media). Sea nuestro proyecto una forma de explorar orientaciones profesionales, relacionadas con el diseño gráfico, la publicidad, el marketing y la comunicación. También una ocasión para meditar el significado de vivir en la sociedad de la información y del conocimiento.
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Frankenstein anotado Un clásico de la literatura universal a la luz de la ciencia moderna. Por. Luis Alonso en Revista Investigación & Ciencia
En la novela Frankenstein, or the modern Prometheus, escrita en 1818 por Mary Wollstonecraft Shelley (1797-1851), el protagonista, Víctor Frankenstein, al que nunca se le llamará «doctor» en la ficción, crea un monstruo sin nombre y sufre las terribles consecuencias de su atrevimiento cuando el humanoide mata a su hermano William, a su esposa Elizabeth y a su mejor amigo, Henry Clerval. La acción de la novela se desarrolla en los años finales del siglo XVIII, en los albores de la Revolución Industrial. Siendo una adolescente, Mary abandonó Inglaterra en dirección al continente europeo acompañando a su amante, el poeta Percy Bysshe Shelley. En el verano de 1816, Lord Byron los invitó a la mansión que había alquilado a orillas del lago de Ginebra. Aquel fue el año sin verano, una anomalía climática causada por la erupción del monte Tambora, en Indonesia. Una lluvia pertinaz y unos cielos grises mantenían encerrados a los huéspedes. Para distraerlos, Lord Byron sugirió un juego: cada uno debía escribir una historia de terror. Así nació Frankenstein. Para entonces, Shelley había perdido a su hija Clara, que nació en 1815 y murió con dos semanas. Confesaría que el sueño despierto que la movió a escribir la novela fue su deseo de reanimar a Clara, de devolverla a la vida.
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Víctor Frankenstein, el científico protagonista, vivió una idílica infancia en una Ginebra paradisíaca. Estudió medicina y técnicas avanzadas en la Universidad de Ingoldstadt, de la que salió en 1789, año de la toma de la Bastilla. Pergeñó su criatura monstruosa en 1793. Nada de extraño, en esa atmósfera revolucionaria, que Frankenstein nos presente un mundo de oscuridad, sombras y miedo. Shelley deja sin nombre al monstruo; sin apelativo, queda patente que no posee una identidad clara ni hay forma idónea de definirle una. El drama de Frankenstein y su engendro se ha convertido ya en parábola universal que compendia nuestros miedos ancestrales sobre las promesas, peligros y fracasos de incontables áreas de la ciencia y la técnica. Desde el tiempo de Shelley, la ciencia y la técnica han ido calando profundamente en la sociedad. Nos encontramos hoy ante la fabricación de seres vivos por biología sintética, el diseño de sistemas a escala planetaria mediante ingeniería del clima, y la integración de la potencia computacional en todos los sectores de la sociedad y en las mismas fibras de nuestro ser. Víctor procede de una familia de la alta nobleza. Aplica su preparación científica para crear una nueva vida. Le guían la búsqueda de la gloria y el reconocimiento público a través de la filosofía natural de su tiempo. Se propone crear la inmortalidad, pero luego abdica de la responsabilidad consiguiente. El aviso sobre los peligros de tales pretensiones lo encontramos en numerosos antecedentes de la Grecia clásica. En el mito clásico, Prometeo moldea la arcilla en la que Atenea, diosa de la sabiduría, infunde vida, creando la especie humana. Prometeo dota a los humanos del fuego. Shelley habla de la «chispa» que anima al monstruo y le confiere el aliento de vida. El término refleja la importancia adquirida por la electricidad y su aplicación para reanimar el cuerpo, una idea relativamente nueva en aquellas fechas. Hacia finales del siglo XVIII, Luigi Galvani había demostrado que la aplicación de una corriente eléctrica podía activar el músculo de una rana. Shelley se inspiró en los experimentos del profesor de la Universidad de Bolonia. Hoy, la estimulación eléctrica se aplica a millones de personas en múltiples medios, desde los desfibriladores hasta los tratamientos parciales de parálisis y los marcapasos. El lenguaje religioso que envuelve la ambición de Víctor Frankenstein se inscribe en una larga tradición del hombre que juega a ser Dios. Aunque la hybris es un tema recurrente en psicología y en filosofía, la tentación de igualar a los dioses parece solo aumentar con el poder creciente de la ciencia y la técnica.
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Frankenstein sufre las dolorosas consecuencias de su atrevimiento. A modo de transacción, el monstruo le propone un plan: que le cree una mujer y cesará en su macabra trayectoria. Víctor comienza a trabajar en la compañera, pero a medio camino se percata de que ello podría dar lugar a una progenie que acabase con la estirpe humana, por lo que destruye su proyecto. Una pauta similar la advertimos en muchos relatos sobre los riesgos de la técnica, como en R.U.R., de Karel Čapek (1920), una obra donde los robots confunden las expectativas de sus creadores y se convierten en rebeldes. Este fenómeno se hace hoy evidente en dos campos: la biología sintética y la inteligencia artificial. Objetivo central de la agenda de la biología sintética es el deseo de crear nuevas especies, alzarse con el control genético de los organismos que nos puedan beneficiar con nuevos alimentos, fármacos y combustibles. El peligro es que el comportamiento de esos organismos se torne imprevisible y se vuelvan contra nosotros, como los robots de Čapek. Shelley ofreció pocos detalles sobre las piezas que iba conjuntando y la chispa de vida que infundió en aquella yuxtaposición inerte. Hoy podríamos reconstruir una persona, en parte al menos, con elementos prestados y aprovechando las técnicas disponibles, como trasplantes de riñón, hígado, corazón, pulmones o intestino. Podrían trasplantarse también tejidos de la piel, nervios e incluso un rostro. En 2014 se consiguió con éxito el primer trasplante de pene, y ese mismo año nació en Suecia un niño en un útero trasplantado. Además, se están desarrollando tejidos a partir de células extraídas del propio paciente. A ello cabe sumar las posibilidades que ofrecen los exosqueletos biónicos con control remoto de extremidades artificiales y prótesis, así como los implantes cocleares y órganos mecánicos, corazón incluido, siquiera sean de uso temporal. Y lo que realmente mueve a pensar en Frankenstein: las técnicas de edición génica, capaces de crear un ser humano y manipular el genoma para librarlo de enfermedades y potenciar determinadas capacidades, como la fuerza, la agilidad o la inteligencia.
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ὕβρις El término hybris: significado y discusión en torno a él Por. Pablo Torres París
<<Hubris: Presumption, originally towards the gods; pride, excessive self-confidence>>. Así define el Oxford English Dictionary la hybris. Esta es la visión que se tiene del término en círculos cultos pero no especializados, perpetuada por, o incluso nacida de, autores de tanta influencia como Jaeger, que dice: “La peor ofensa contra los dioses es no pensar humanamente y aspirar a lo más alto. La idea de hybris, concebida originariamente como un modo perfectamente concreto en su oposición a la diké, y limitada a la esfera terrestre del derecho, se extiende, de pronto, a la esfera religiosa” (1957, 166). Esta visión ha perdurado hasta hoy incluso en ambientes académicos (“Hybris significa exceso, traspasar las capacidades humanas.” García Álvarez 2019, 186), y ha llevado a que se le dé una enorme importancia en el análisis de los textos literarios, particularmente en la tragedia. Más aún, a la hybris se le ha asociado un esquema muy concreto, que se considera, en ocasiones, prácticamente el esquema básico de la tragedia: un personaje incurre en hybris, lo que despierta la envidia de los dioses, que lo castigan por ello; tal venganza se llama némesis (“Hybris es, en consecuencia: exceso, desmesura, soberbia, transgresión u orgullo que atraen un castigo. […] transgredir tal mandato antihybrico era atraer la ira de los dioses, la ira de Némesis, y desencadenar situaciones trágicas”, García Álvarez 2019, 187). Este esquema de superar los límites, además, puede extenderse más allá del ámbito divino, pudiendo significar todo tipo de exceso contrario a los mandatos délficos de mesura (Fisher 1992, 2-3). Frente a esta perspectiva, Fisher realizó un estudio exhaustivo del concepto, a partir de su uso en distintos ámbitos, desde los contextos más prosaicos, como cuestiones judiciales, hasta su empleo en diversas obras de carácter literario y filosófico. Fisher parte de la definición de Aristóteles (Rh. 2.2.5-8) del término: καὶ
ὁ
ὑβρίζων
δὲ
ὀλιγωρεῖ·
ἔστι
γὰρ
ὕβρις
τὸ
πράττειν καὶ λέγειν ἐφ᾽ οἷς αἰσχύνη ἔστι τῷ πάσχοντι, μὴ ἵνα τι γίγνηται αὑτῷ ἄλλο ἢ ὅ τι ἐγένετο, ἀλλ᾽ ὅπως ἡσθῇ· οἱ γὰρ ἀντιποιοῦντες οὐχ ὑβρίζουσιν ἡδονῆς
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τοῖς
ἀλλὰ
τιμωροῦνται.
ὑβρίζουσιν,
ὅτι
αἴτιον οἴονται
δὲ
τῆς
κακῶς
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δρῶντες αὐτοὶ ὑπερέχειν μᾶλλον (διὸ οἱ νέοι καὶ οἱ πλούσιοι ὑβρισταί· ὑπερέχειν γὰρ οἴονται ὑβρίζοντες)·
ὕβρεως
δὲ ἀτιμία,
ὁ
δ᾽ ἀτιμάζων
ὀλιγωρεῖ· τὸ γὰρ μηδενὸς ἄξιον οὐδεμίαν ἔχει
τιμήν,
οὔτε
ἀγαθοῦ
οὔτε
κακοῦ·
διὸ
λέγει
ὀργιζόμενος ὁ Ἀχιλλεὺς “ἠτίμησεν: ἑλὼν γὰρ ἔχει
γέρας αὐτὸς” (Hom. Il. 1.356) καὶ “ὡς εἴ τιν᾽ ἀτίμητον μετανάστην”
(Hom.
Il.
9.648),
ὡς
διὰ
ταῦτα
ὀργιζόμενος.
Y también el que comete hybris desprecia: pues hybris es el hacer y decir algo con lo que el que lo padece sufra deshonra, no para que le suceda otra cosa a sí mismo, ni porque ya haya sucedido, sino para disfrutarlo; pues los que actúan en respuesta no cometen hybris, sino que se vengan. Y la causa del placer de los que cometen hybris es que piensan que comportándose de mala forma se engrandecen a sí mismos (de ahí que los jóvenes y los ricos sean hybristai: pues piensan que cometiendo hybris se engrandecen); y la deshonra es propia de la hybris, y el que deshonra desprecia: pues el que no es digno de nada no tiene honra alguna, ni para lo bueno ni para lo malo; de ahí que Aquiles diga, enfurecido, “me ha deshonrado. Pues él tiene el botín tras haberlo tomado” (Hom. Il. 1.356) y “como si fuera un vagabundo sin honra” (Hom. Il. 9.648), como si estuviera enfadado por eso. Esta “nueva” visión del término, visiblemente alejada de la tradicional, tiene la ventaja de que no se trata de una reconstrucción contemporánea del significado de la palabra, sino de la percepción de alguien de la Antigüedad que, además, cuenta con la autoridad de su excelencia como filósofo y su rigor como científico. Además, esta definición permite solventar un problema con el término, ya que unifica dos supuestos significados distintos de la palabra, ya fuera en contextos literarios o bien en contextos legales (“The traditional view
concentrated on hybris in high poetry, but blithely failed to resolve a considerable gap between this, essentially religious, meaning of hybris and the legal action of the graphe hybreos”, Fisher, 1992, 4). Así pues, la definición que da Fisher del término es “the serious assault on the honour of
another, which is likely to cause shame, and lead to anger and attemps at revenge” (1992, 1). El término no tiene un valor religioso en sí mismo (1992, 142). Además, la hybris se refiere,
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según este punto de vista, al acto en sí mismo, y no a la actitud, por lo que concepciones como la de soberbia estarían fuera de lugar (“The center of attention in uses of hybris […] is
beyond any doubt the committing of acts of intentional insult […]. No cases have been found where hybris can plausibly be supposed to mean no more than high spirits, good fun, over-confidence, pride, enjoying success or thinking big”, 1992, 148). Así pues, el supuesto esquema trágico pierde su validez en la visión de Fisher, añadiendo además el hecho de que, por la gravedad de la hybris, “the more hybristic the acts, words and motives of any of his
characters are, proportionately less does our inclinations become to regard them with sympathy and their sufferings as tragic” (1992, 297), con lo que se perdería el valor catártico que al menos Aristóteles asigna a la tragedia (Po. 1452 b30-1453 a12). De hecho, dice a propósito del relato de la caída de Creso en Heródoto: “We have yet to see any warrant in
our texts for describing such over-confidence and unmortal thinking as hybris against the gods, and there is no case for doing so here” (1992, 359). Esto provoca que el concepto sea mucho menos específico en su concepción general y, a la vez, más apegado a lo cotidiano. En la mayoría de las situaciones puede traducirse por ultraje. Por lo tanto, siempre implica una víctima (1992, 148). Dentro de los actos que pueden entrar dentro de esta concepción, están incluidos tanto abusos físicos como verbales, así como violaciones (2019, 438). También puede considerarse hybris la rebelión de sujetos considerados inferiores contra sus superiores (2019, 438), aunque el caso paradigmático es desde una posición de poder (1992, 497). En cualquier caso, lo que constituye la hybris es que se produzca un ataque contra la honra de otro, independientemente de cómo suceda esto y en qué términos. Dentro de su visión, los usos que hace Platón del término son, cuando no exagerados y humorísticos (“One notable feature of the lively and competitive conversation found in many
of the dialogues is the jocular use of hybris-terms to indicate a character’s apparent distaste for another’s irony, sarcasm, insult or mockery”, 1992, 453), significados novedosos, acuñados para adecuarse a su rompedora filosofía (1992, 453). Dado que este uso es como contrapuesto a la sophrosyne (Pl. Phdr. 237 e – 238 c), lo justifica en parte con la relación entre la hybris y el alcohol (“drunkness and symposia are recognised as strong causes or
contributing factors of agressive or violent hybristic behaviour”, Fisher 1992, 468). Esta asociación se repite a menudo en la obra, junto con la relación con los jóvenes y los ricos (ya visible en la definición de Aristóteles).
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Curiosamente, la definición que ofrece el Oxford English Dictionary de hubristic (“Insolent,
contemptous”) es mucho más acorde a la visión de Fisher que a la definición que da de hubris. Así, aun cuando el sustantivo ha sufrido una reconceptualización posterior, el adjetivo habría mantenido con bastante exactitud el significado originario. Anterior en su concepción al estudio de Fisher y enfrentada a este, está la visión de MacDowell, que entiende que “fundamentally it is having energy or power and misusing it self-indulgently” (1976, 30). Así pues, pone el foco no tanto en la acción en sí misma como en el sujeto que ejerce la hybris (Desmond 2005, 44). También señala su relación con kóros, la saciedad, que puede ser causante de la hybris o consecuencia de esta, en un círculo vicioso (1976, 16). Como para Platón, para MacDowell el contrario del término es sophrosyne, que aquí convendría traducir por templanza (1976, 21). No hay en su concepción del término ninguna relación intrínseca con la honra; de hecho, incluso pueden ser perpetradores de hybris los animales (1976, 15), que ni tienen honra ni pueden insultar conscientemente la de otros. A pesar de sus diferencias, nada desdeñables, comparte ciertos puntos en común, como la asociación del término con los jóvenes (1976: 15), con los borrachos (1976: 16) y con los ricos (1976: 16), así como no considerar la hybris un término religioso (1976: 22). Finalmente, la posición de Cairns supone una síntesis de ambas posturas (1996, 32): Thus the reason why MacDowell, Dickie, and others ought to recognize that their accounts of hybris should be firmly located within the concept of honour is also the reason why Fisher should accept that the essential relationship between hybris and dishonour can accommodate purely dispositional, apparently victimless forms of selfassertion.
Así pues, aunque la hybris pueda ser un acto en sí mismo, no tiene por qué serlo, sino que puede ser una disposición por la cual alguien exagere su propia honra y, por tanto, eso afecte negativamente a la de los demás (1996, 8). Al fin y al cabo, la honra no es algo que tenga el individuo aislado, sino que solo existe en el contexto de la sociedad; así, cualquier forma de acrecentarla entre en contacto con la honra de los demás miembros de la comunidad (1996, 32). Por medio de esta visión, al perder su carácter necesario la existencia de la acción en sí misma, vuelve a tener su espacio en el concepto de la hybris la soberbia (1996: 13), siempre y cuando esta se entienda en relación con la honra. Así, el esquema que se atribuía a la tragedia vuelve a ser posible: al exagerar uno su propio honor, puede situarse, a sus ojos o a
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los de los demás, como digno de trato divino o casi divino. Como la honra solo se entiende en términos de relación social, el máximo nivel de autoafirmación supone una afrenta al honor de aquellos que gozan de ella en la mayor medida posible, es decir, los dioses (1996, 19). Así lo refleja el siguiente pasaje (1996, 14): This is readily construed as 'thinking big'; but qua extravagant exaltation of one's own claim to honour, stemming from youth, existing good fortune, inexperience of failure, and blind faith in continued success, it also patently deserves the title of hybris. In this case it is not merely other mortals who are imagined as affronted, but the gods themselves.
Por supuesto, y esto no significa que la hybris sea un término religioso (1996, 17), se supone que los dioses deben desaprobar este tipo de comportamientos y actuar contra ellos (1996, 18): here is in many passages a strong connexion between 'thinking more than mortal thoughts' and divine phthonos.
Así es como se recupera, en definitiva, el supuesto esquema trágico, incluyéndolo en todo un sistema que gira en torno a la honra. Otro aspecto que no refleja Fisher, y relacionado con la visión de MacDowell, es el de la hybris como una energía que, por exceso, se desborda (Cairns 1996, 23-4): This notion of nurture and growth in itself suggests those ideas of 'being full of oneself, 'becoming too great' which I have argued to be important, and surely implies a process in the hybristic organism itself, a process resulting in a condition of satiety in which the potency or energy of the subject exceeds the norm; in a human being this will be the disposition of excessive self-assertion which arises from having had too much of a good thing and entails the feeling that one's own claims are superior to those of others.
Esto se relaciona, entre otras cosas, con la imaginería habitual de la hybris como una planta que crece y el uso metafórico del término aplicado a animales (1996, 23). Así pues, la definición de MacDowell es en gran medida correcta, si no en el núcleo del término, al menos en su fenomenología (1996, 25), siempre y cuando se ponga en relación con la honra (1996, 32). De esta forma, los usos del término en Platón, muy inusuales según Fisher, dejan de serlo tanto (1996: 25). Al fin y al cabo, la falta de sophrosyne (opuesta a hybris ya en la tradición:
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1996, 25) en relación con el sexo acaba por llevar a la hybris, tanto en forma de violaciones como dentro de las relaciones pederastas (1996, 26); la hybris tiene una fuerte relación con la comida y la bebida, lo que suaviza lo inusual de que Platón use el término también para la falta de templanza en el comer y el beber (1996, 25); y, sobre todo, ya que la hybris puede ser meramente una disposición, todo deseo que implique autoafirmación excesiva, tanto del sujeto como, en la concepción platónica del alma, de la parte concupiscible, puede ser calificado como tal (1996, 26). En definitiva, la perspectiva de Cairns tiene la virtud de aunar bajo un mismo sentido los distintos significados que se habían atribuido a la hybris y que, hasta entonces, o bien se habían separado o bien negado en parte. Estudios como el de Canevaro parecen darle la razón: dado que los esclavos no tienen honra, el hecho de que alguien pudiera ser legalmente acusado de hybris contra ellos implica que el término no tiene que ser un ataque directo contra el honor de alguien, sino que puede referirse meramente a una actitud en la que el acusado exagera el suyo propio (2018, 122). En cualquier caso, el término sigue, a día de hoy, en discusión, como lo prueba el hecho de que en la Encyclopedia of Greek Comedy, Fisher no ponga en su definición del término ninguna aportación reseñable de Cairns, aunque sí lo cite (2019, 437-8).
Análisis de la hybris en el discurso de Aristófanes en el Banquete de Platón En este apartado, trataré de analizar la hybris dentro de la intervención de Aristófanes en el Banquete de Platón, explicando en qué consiste y qué implicaciones tiene dentro del discurso y del diálogo en general. En el Banquete de Platón, Aristófanes elabora un mito según el cual los hombres de antaño eran criaturas dobles y portentosas, pero por tratar de asaltar a los dioses fueron partidos en dos. El deseo de unirse con la otra mitad de nuevo y ser otra vez un ser único y completo es el amor. Por tanto, llamamos amor a τοῦ ὅλου […] τῇ ἐπιθυμίᾳ καὶ διώξει (“al anhelo y la persecución de lo completo”, 192 e). Aunque en ningún momento se use el término hybris en este pasaje, sí aparecen términos asociados, especialmente desde la perspectiva de Cairns, que trata de aunar el punto de vista de Fisher de hybris como agresión ultrajante y la posición, más tradicional, de MacDowell y
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Dickie, entre otros, que conciben el término como “having energy or power and misusing it
self-indugently”, (MacDowell 1976, 21). Según esta síntesis, la diferencia entre las dos corrientes estriba en la perspectiva que se toma a la hora de abordar el concepto, por lo que el término puede referirse a ambas realidades como “differents aspects of the same
phenomenon” (Desmond 2005, 45). Así pues, en el discurso se hace referencia a su gran poder (δύναμις) y violencia (ἀσελγία), así como a su soberbia (τὰ φρονήματα μεγάλα εἶχον) (Desmond 2005, 46). Y, aunque no fuera así, no hay duda de que el hecho de que τὸ εἰς τὸν οὐρανὸν ἀνάβασιν ἐπιχειρεῖν
ποιεῖν,
ὡς
ἐπιθησομένων
τοῖς
θεοῖς
(“intentaron ascender al cielo para asaltar a los dioses”, 190 b-c) puede considerarse un acto de hybris desde cualquier perspectiva que se quiera tomar del término. En este relato se sigue el “esquema trágico”, que tradicionalmente se venía atribuyendo al concepto y que Fisher desestimó en tanto que no era, a su juicio, algo verdaderamente asociado a la palabra, sino que simplemente podía, o no, aparecer con ella. Así, llevados por la soberbia, los primitivos hombres ignoraron sus límites y, creyéndose más que la divinidad, trataron de derrocarlos. Esto provocó un castigo o venganza por parte de estos, generalmente llamado némesis, en este caso la división en dos, con la consiguiente pérdida de poder y la irremediable insuficiencia de su nuevo ser. Dentro de este relato, cabría preguntarse si la rebelión de los humanos primitivos está o no justificada. Ludwig, al poner el foco en la injusticia de los dioses (2002, 76) y su dependencia con respecto a los hombres (2002, 77), opina que el Aristófanes platónico simpatiza con los rebeldes (2002, 78). Si los dioses son injustos, ¿por qué iba a suponer una culpa el tratar de derrocarlos, más aún cuando su superioridad, teniendo en cuenta la fuerza prodigiosa de los primeros hombres, no es tan evidente? Sin embargo, estas cuestiones, aunque puedan ser interesantes, no son relevantes para analizar la hybris del asunto. Como ya se ha visto en el artículo de Cairns, la hybris es una cuestión de honra (1996, 32). Así pues, la justicia no es, en principio, algo verdaderamente relevante. Al fin y al cabo, sean justos o no, los dioses gozan del más alto grado de honor existente (1996, 19). Que esto era así ya en el contexto del discurso lo muestra el hecho de que los hombres les hicieran sacrificios (190 c). Se trata de uno de aquellos casos en los que alzarse contra los superiores es considerado hybris (Fisher 2019, 438).
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En cuanto a los motivos de esta hybris, puede considerarse que meramente se trata meramente de esos φρονήματα μεγάλα, de un puro deseo de poder y de llegar a lo más alto posible. Más o menos así lo interpretan tanto Ludwig como Reckford, aunque con matices importantes. El segundo hace referencia a la busca de ser “outrageously happy” (1974, 44), un deseo que lleva incluso a “rival the gods” y se relaciona con el estadio infantil, tanto del individuo como de la especie, y sus fantasías (1974, 45). Este deseo se refleja como catarsis propia en la comedia por medio de fantasías en las que este se ve satisfecho, de imágenes de puro júbilo vital y de lo inmediato (1974, 51-54). Por su parte, la interpretación de Ludwig es mucho más compleja y menos fácil de ver. En primer lugar, para él, los dioses olímpicos, en opinión de Aristófanes, no existen, sino que son meramente proyecciones de las normas de la sociedad (“An atheist deprives the gods of
sustenance by withholding his belief. If everyone did likewise, the gods would die”, “…the city’s gods are […] tools of control in the empire of Nomos. […] the gods are products of the city” 2002, 79-83), aspecto en el que choca frontalmente con la visión de Reckford (“all this wild commentary is sanctioned by religious tradition and the very gods in question!”, 1974, 44). Así, el mito se convierte en un relato del paso del hombre natural al civilizado, y el eros del que se habla no es sino una forma de domesticación de las pasiones desbordadas del hombre primigenio, originariamente incestuoso (“there is enough here to support the
interpretation that […] Aristophanes is suggesting that natural man propagated himself by means of incest”, 2002, 92). El eros originario, sin embargo, estaba dirigido “to rival their elders, to become equals, or even become superiors” (2002, 97). Esta es, entonces, la hybris del hombre natural, “the circle-people’s revolt against their parent-gods, an attemp to deify
themselves” (2002, 101). Estos primeros hombres, rebosantes de libido dominandi (2002, 84), son además comparables con los cíclopes (2002, 93), de los que se sugiere que son ὑβρισταί (Hom. Od. 9. 175). Así pues, además del acto concreto de rebelarse contra el padre, el propio carácter de estos seres puede considerarse en sí mismo proclive a la hybris, y por tanto en su culpa estarían también los casos más cotidianos de esta, los abusos típicos de los poderosos. La visión del amor como un elemento que impulsa a buscar la unión es, desde cierto punto de vista, reconciliable con la visión que refleja el discurso de Sócrates (Moellendorf 2009, 98), si se considera que la belleza última de la que habla Diotima (211. c) es unificadora en tanto
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que participa de todas las bellezas concretas. Además, lo que busca el amor es, en cierto sentido, un remedio para el gran rasgo que hace incompleto al hombre: la mortalidad (Obdrzalek 2017, 75). Este ascenso del filósofo impulsado por el amor puede ser, por otra parte, considerado en sí mismo hybris, algo que ya adelanta el hecho de que Sócrates sea acusado de ello en numerosas ocasiones durante la obra (Desmond 2005, 45-46): En primer lugar, lo es en el sentido tradicional en tanto que desoye los límites impuestos a la humanidad y se lanza en pos a lo divino (Moellendorf 2009, 101); también puede considerarse que lo es en el de Fisher y el de Cairns, ya que es probable que el ignorar así las diferencias entre lo humano y lo divino suponga un insulto a los dioses, una nueva forma de ἐπιθεῖν τοῖς θεοῖς, así como un caso de “excessive selfassertion” (Cairns 1996, 13). No en vano ambos casos se tratan, como dice Sedley, de una forma de divinización (2017, 94), algo que necesariamente entra en conflicto con la honra divina. Por si quedasen dudas de lo osado de la actuación filosófica ante la divinidad, la terminología que usa Sócrates (o Diotima) puede interpretarse sexualmente (Moellendorf 2009, 25). Además, supone, si se toma el mito de Aristófanes como cierto, enfrentarse al actual orden impuesto por la divinidad (Moellendorf 2009, 106), en contra de lo que propone el propio Aristófanes, que, si bien habla del eros como fuerza que impulsa a la reunificación, no concibe más salida para la unión total que la acción de los dioses, por lo que aboga por la piedad (193. d). Así, la acción del filósofo lo convierte en un monstruo (Moellendorf 2009, 103). Por otra parte, la búsqueda de Sócrates supone un agravio contra el orden de pensamiento, moral y social de su momento y contra aquellos que participan de él (Desmond 2005, 63). Esto puede, además, verse desde una perspectiva más crítica: dado que el alcanzar la belleza absoluta supone dejar de amar (Gagarin 1977, 27) y “la ascensión hacia la Belleza en sí exige la renuncia del deseo por las bellezas particulares” (Luri 2011, 33), quien llega a este bien supremo desprecia a sus antiguos amados (Gagarin 1977, 31), causando así daño a sus allegados y haciendo que sea responsable del fracaso de sus alumnos, siendo Alcibíades un ejemplo particularmente notable. (Gagarin 1977, 37). Es señalable que este fuera calificado, precisamente, como “The most hybristic of those who lived under the democracy” (Fisher 1992, 148). La hybris del maestro, al menospreciar a sus alumnos, acaba por engendrar a su vez hybris en estos.
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Valores Transhumanistas Por. Nick Bostrom
Resumen. Supongamos que podemos mejorar la condición humana a través del uso de la biotecnología, pero que esto pueda requerir cambiar la condición de ser humano. ¿Deberíamos? El transhumanismo dice que sí. El transhumanismo es la visión audaz de que los humanos deberían explotar el potencial de los inventos tecnológicos que mejoren, alarguen y posiblemente cambien la vida de la humanidad. Los transhumanistas sostienen que debemos esforzarnos por superar las limitaciones y las debilidades humanas. Quizás, lo más importante es que los transhumanistas creen que debemos desarrollar un nuevo conjunto de valores que están más allá de los valores humanos, lo cual hará que la vida sea mejor en todo el mundo (mejor que lo que hemos podido hacer con los valores humanos actuales). En este artículo, Bostrom brinda un audaz enfoque al posible futuro radicalmente distinto para los humanos y los transhumanos, así como menciona las facultades posthumanas que serán posibles gracias a los avances tecnológicos.
1.
¿Qué es el Transhumanismo? El transhumanismo es un movimiento vagamente
definido que se ha desarrollado gradualmente en las últimas dos décadas. Promueve un enfoque interdisciplinario para comprender y evaluar las oportunidades que nos ofrece el avance tecnológico para mejorar la condición y el organismo humanos. Para ello serán consideradas en la discusión tanto las tecnologías actuales, como la ingeniería genética y las tecnologías de la información, así como las que se hallan en desarrollo, la nanotecnología molecular y la inteligencia artificial. Las opciones de mejoramiento humano que se discuten incluyen la extensión del tiempo de vida, la erradicación de enfermedades, la eliminación de sufrimientos innecesarios y el aumento de las capacidades intelectuales, físicas y emocionales. Otros temas transhumanistas incluyen la colonización espacial y la posibilidad de crear máquinas superinteligentes, junto con otros desarrollos con efectos potenciales para alterar profundamente la condición humana. El enfoque transhumanista no se limita únicamente a gadgets o medicamentos, sino que abarca también diseño de modelos económicos, sociales e institucionales; y el desarrollo de aspectos culturales y habilidades y técnicas psicológicas.
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Los transhumanistas consideran la naturaleza humana como un proceso no concluido, un proceso en desarrollo que podemos aprender a moldear a voluntad a través de diversas maneras. La humanidad actual no es ni debe ser el punto final de la evolución. Los transhumanistas esperan que, mediante el uso responsable de la ciencia, de la tecnología y de otros medios racionales, podamos llegar a convertirnos en posthumanos, seres con capacidades mucho mayores que las que tienen los seres humanos actuales. Algunos transhumanistas toman medidas activas para aumentar la probabilidad de que sobrevivan el tiempo suficiente para convertirse en posthumanos, por ejemplo, eligiendo un estilo de vida saludable o haciendo previsiones para que sean criogenizados en caso de desanimación. A diferencia de muchas otras perspectivas éticas, que a menudo reflejan en la práctica una actitud reaccionaria y contraria hacia las nuevas tecnologías, la visión transhumanista se guía por una visión en evolución para adoptar un enfoque más proactivo sobre políticas tecnológicas. Esta visión, a grandes rasgos, es para crear la oportunidad de vivir vidas más largas y sanas, mejorar nuestra memoria y otras facultades intelectuales, refinar nuestras experiencias emocionales y aumentar nuestro sentido subjetivo de bienestar, y en general lograr un mayor grado de control sobre nuestras propias vidas. Este enfoque sobre el potencial humano representa una alternativa contraria a las habituales objeciones de jugar a ser Dios, experimentar con la naturaleza, manipular nuestra esencia humana o mostrar una arrogancia castigable. El transhumanismo no implica optimismo tecnológico. Si bien las capacidades tecnológicas futuras tienen un inmenso potencial beneficioso, también pueden ser utilizadas de forma indebida para causar un daño enorme, llegando incluso a albergar la extrema posibilidad de extinguir la vida inteligente. Otros posibles resultados negativos incluyen la ampliación de las desigualdades sociales o un daño gradual de los bienes difíciles de cuantificar que son de nuestro profundo interés, pero que tendemos a descuidar en nuestra lucha diaria por acumular riqueza, como las relaciones humanas significativas y la diversidad ecológica. Tales riesgos deben tomarse muy en serio, como reconocen plenamente los transhumanistas. El transhumanismo tiene sus raíces en el pensamiento humanista secular, pero es más radical porque promueve no solo los medios tradicionales para mejorar la naturaleza humana, como la educación y el refinamiento cultural, sino también la aplicación directa de la medicina y la tecnología para superar algunos de nuestros límites biológicos básicos.
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2.
Límites Humanos. El conjunto de pensamientos, sentimientos, experiencias y
actividades accesibles a los organismos humanos constituyen, presumiblemente, solo una pequeña parte de lo que es posible. No hay razón para pensar que los seres humanos posean menos límites impuestos por su biología que otros animales. De la misma manera en que los chimpancés carecen de los medios cognitivos para comprender qué significa ser humano y lo que ello acarrea, nuestras ambiciones, nuestras filosofías, la complejidad de la sociedad humana o las sutilezas de nuestras interrelaciones, nosotros los humanos podríamos carecer también de la capacidad de formar una comprensión intuitiva y realista de lo que sería ser un ser humano mejorado (un "posthumano") y de los pensamientos, preocupaciones, aspiraciones y relaciones sociales que tales entidades puedan tener. Nuestro propio modo actual de ser, por lo tanto, abarca solo un subconjunto diminuto de lo que es posible o permitido por las restricciones físicas del universo (ver Figura 1). No es exagerado suponer que hay partes de este espacio más grande que representan formas extremadamente valiosas de vivir, relacionarse, sentir y pensar. Figura 1.
Figura 1. No hemos visto nada todavía (no está dibujado a escala). El término "transhumano" denota seres en transición, o seres humanos moderadamente mejorados, cuyas capacidades estarían en algún lugar entre las de los seres humanos no aumentados y los posthumanos. (Por el contrario, un transhumanista es simplemente alguien que acepta el transhumanismo).
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Las limitaciones del ser humano nos son tan familiares que a menudo no las notamos, y cuestionarlas requiere manifestar una ingenuidad casi infantil. Consideremos algunas de las más básicas. Esperanza de vida. Debido a las condiciones precarias en las que vivieron nuestros antepasados del Pleistoceno, la esperanza de vida humana ha evolucionado hasta convertirse en una pequeñez de siete u ocho décadas. Esto es, desde muchas perspectivas, un período de tiempo bastante efímero. Incluso las tortugas han superado ese margen ampliamente. No tenemos que usar comparaciones geológicas o cosmológicas para resaltar lo corta que es nuestra vida. Para tener la sensación de que podemos estar perdiendo algo importante por nuestra tendencia a vivir tan poco, solo tenemos que recordar algunas de las cosas valiosas que podríamos haber hecho o intentado hacer si hubiéramos tenido más tiempo. Para los jardineros, educadores, académicos, artistas, urbanistas y aquellos que simplemente disfrutan observando y participando en los espectáculos culturales o políticos de la vida, tres una vida es a menudo insuficiente para completar tan solo un proyecto importante, por no hablar de proyectos. El desarrollo del carácter humano también se ve interrumpido por el envejecimiento y la muerte. Imagina lo que podría haber sido de un Beethoven o un Goethe si todavía hubieran estado con nosotros hoy en día. Tal vez se habrían convertido en viejos gruñones interesados exclusivamente en conversar sobre los logros de su juventud. Pero tal vez, si hubieran seguido gozando de salud y vitalidad juvenil, habrían seguido creciendo como personas y artistas, hasta alcanzar niveles de madurez que apenas podemos imaginar. Ciertamente no podemos descartar eso en base a lo que sabemos hoy. Por lo tanto, hay al menos una posibilidad significativa de que haya algo muy precioso fuera de la esfera humana. Esto constituye una razón para buscar los medios que nos permitirán lograrlo y descubrirlo. Capacidad intelectual. Todos hemos tenido momentos en los que deseábamos ser un poco más inteligentes. La máquina de pensar de tres libras, parecida a un queso, que tenemos en nuestros cráneos puede hacer algunos trucos, pero también tiene notorias deficiencias. Algunas de estas, como olvidar comprar leche o no alcanzar la fluidez nativa en los idiomas que aprendes de adulto, son obvias y no requieren mayor detalle. Estas deficiencias son inconvenientes, pero difícilmente barreras fundamentales para el desarrollo humano.
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Sin embargo, hay un sentido más profundo en las limitaciones de nuestro aparato intelectual y por ende en nuestra actividad mental. Mencioné la analogía del chimpancé anteriormente: tal como es el caso de los grandes simios, nuestra propia composición cognitiva podría excluir todo los niveles de comprensión y actividad mental que existen o puede existir. El punto aquí no tiene que ver con ninguna imposibilidad lógica o metafísica: no debemos suponer que los posthumanos no aprobarían el test de Turing o que tendrían conceptos que no podrían expresarse con oraciones finitas en nuestro idioma, ni nada por el estilo. La imposibilidad a la que me refiero es más como la imposibilidad para los humanos actuales de visualizar una hiperesfera de 200 dimensiones o de leer, con un recuerdo y comprensión perfectos, todos los libros de la Biblioteca del Congreso. Estas cosas son imposibles para nosotros porque simplemente carecemos de la capacidad intelectual. De misma forma, puede que no posea la capacidad de comprender intuitivamente cómo sería ser un posthumano o de asimilar el amplio campo de asuntos de interés posthumanos Además, nuestros cerebros humanos pueden limitar nuestra capacidad para descubrir verdades filosóficas y científicas. Es posible que la incapacidad de la investigación filosófica por llegar a respuestas sólidas, y de aceptación general, para muchas de las grandes preguntas filosóficas tradicionales se deba al hecho de que no somos lo suficientemente inteligentes como para tener éxito en este tipo de investigación. Nuestras limitaciones cognitivas pueden estar condenándonos a yacer dentro de una cueva platónica, donde lo mejor que podemos hacer es teorizar sobre las "sombras", es decir, sobre representaciones que están lo suficientemente simplificadas y reducidas para que quepan dentro de un cerebro humano. Funcionalidad corporal. Nosotros mejoramos nuestro sistema inmunológico mediante vacunas, y podemos imaginar mejoras adicionales en nuestros cuerpos que nos podrían proteger de enfermedades o nos ayudarían a moldear nuestros cuerpos según nuestros deseos (por ejemplo, al permitirnos controlar la tasa metabólica de nuestros cuerpos). Tales mejoras podrían incrementar la calidad de nuestras vidas. Una suposición más radical podría ser posible si suponemos una visión computacional de la mente. De ser así, sería posible cargar (upload) una mente humana a una computadora, replicando detalladamente en circuitos (en silicio) los procesos computacionales que normalmente se ejecutan en un cerebro humano. Cargar la mente o convertirse en un upload poseería muchas ventajas potenciales, como la capacidad de hacer copias de seguridad de
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uno mismo (con un impacto favorable en la esperanza de vida) y la capacidad de transmitirse como información a la velocidad de la luz. Las mentes cargadas o uploads pueden vivir en la realidad virtual o también directamente en la realidad física mediante el control de un robot o avatar. Mecanismos sensoriales, facultades especiales y sensibilidades. Los mecanismos sensoriales que posee el ser humano no son ni los únicos existentes ni se hallan desarrollados plenamente. Algunos animales tienen orientación sonar, orientación magnética, sensores eléctricos y de vibración; muchos tienen un sentido del olfato mucho más agudo, una visión más aguda, etc. El rango de posibles mecanismos sensoriales no se limita a las que encontramos en el reino animal. No hay una razón por la cual no contemplar, por ejemplo, una capacidad para ver la radiación infrarroja o para percibir señales de radio, incluso agregar algo similar a la telepatía como consecuencia de la adición de transmisores de radio con interfaces adecuadas al cerebro. Los humanos también disfrutan de una variedad de facultades singulares, como la apreciación de la música y el sentido del humor, y sensibilidades como la capacidad de excitación sexual en respuesta a estímulos eróticos. Nuevamente, no hay razón para pensar que lo que tenemos agota el rango de lo posible, y ciertamente podemos imaginar niveles más altos y complejos de sensibilidad y capacidad de respuesta ante los mismos o diversos estímulos. Estado de ánimo, energía y autocontrol. A pesar de nuestros mejores esfuerzos, a menudo no nos sentimos tan felices como nos gustaría. Nuestros recurrentes niveles de bienestar subjetivo parecen estar en gran parte determinados genéticamente. Las vivencias tienen poco impacto a largo plazo; los altos y bajos de la suerte nos dan momentos de euforia o nos derriban, pero hay ligero efecto a largo plazo en el bienestar identificado por el individuo. La alegría duradera sigue siendo difícil de alcanzar, excepto para aquellos que han tenido la suerte de haber nacido con el temperamento preciso para ello. Además de que nuestro nivel de bienestar dependa de nuestros genes, estamos limitados en lo que respecta a la energía, la fuerza de voluntad y la capacidad de configurar nuestro propio carácter de acuerdo con nuestros ideales. Incluso los objetivos "simples" como perder peso o dejar de fumar resultan inalcanzables para muchos.
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Algunos problemas de estos tipos podrían ser necesarios en lugar de una infortunada consecuencia dependiente de nuestra composición biológica. Por ejemplo, no podemos poseer ambos, la capacidad de romper fácilmente cualquier hábito y la capacidad de formar hábitos estables y difíciles de romper. (En este sentido, lo mejor que podemos desear es la capacidad de deshacernos fácilmente de hábitos que no elegimos deliberadamente en primer lugar, y tal vez un sistema de formación de hábitos más versátil que nos permita elegir con mayor precisión cuando adquirir un hábito y cuánto esfuerzo debería costar romperlo.
3.
El valor transhumanista central: explorar los dominios del posthumano. La conjetura
de que existen valores mayores de los que actualmente podemos comprender no implica que los valores no se hallen definidos de acuerdo a nuestros rasgos actuales. Tomemos, por ejemplo, una teoría del rasgo de los valores, como la que describe David Lewis. De acuerdo con la teoría de Lewis, algo es un valor para ti si y solo si quisieras desearlo si estuvieras perfectamente familiarizado con él y estuvieras pensando y deliberando lo más claramente posible al respecto. Desde esta perspectiva, pudiera haber valores que no deseamos actualmente, y que ni siquiera deseamos, porque no estamos familiarizados con ellos o porque no somos muy reflexivos. Algunos valores pertenecientes a ciertas formas de existencia posthumana puede que sean de este tipo; podrían ser valores para nosotros ahora, y pueden serlo en virtud de nuestras capacidades actuales, y, sin embargo, es posible que no podamos apreciarlos plenamente con nuestras actuales capacidades de reflexión y nuestra falta de facultades receptivas suficientes para su correcta interpretación. Este punto es importante porque muestra que la visión transhumanista de que debemos explorar el universo de los valores posthumanos no implica que debamos renunciar a nuestros valores actuales. Los valores posthumanos pueden ser nuestros valores actuales, aunque no los hayamos comprendido claramente. El transhumanismo no implica que debamos favorecer a los seres posthumanos sobre los seres humanos, sino que la manera correcta de favorecer a los seres humanos es permitiéndonos realizar mejor nuestras metas e ideales y que algunos de estos pueden estar ubicados fuera del conjunto de conductas que nos son accesibles con nuestra actual constitución biológica. Podemos superar muchas de nuestras limitaciones biológicas. Es posible que haya algunas limitaciones que nos son imposibles de superar, no solo por dificultades tecnológicas sino
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también por razones metafísicas. Dependiendo de cuáles sean nuestros puntos de vista acerca de lo que constituye la identidad personal, podría ser que ciertos modos de ser o vivir, mientras sea posible, resulten imposibles para nosotros porque cualquier ser de aquel tipo sería tan diferente de nosotros que simplemente no podríamos ser nosotros mismos. Las preocupaciones de este tipo son familiares a partir de las discusiones teológicas de la vida futura. En la teología cristiana, Dios permitirá que algunas almas vayan al cielo después de la muerte física. Antes de ser admitidos en el cielo, las almas serán sometidas a un proceso de purificación en el que perderán muchos de sus atributos corporales anteriores. Los escépticos dudan de que las mentes resultantes sean lo suficientemente similares a las mentes actuales como para que sea posible identificarlos como la misma persona. Un problema similar surge dentro del transhumanismo: si la forma de ser de un ser posthumano es radicalmente diferente del de un ser humano, entonces podríamos dudar de si un ser posthumano podría ser la misma persona que un ser humano, incluso si el ser posthumano fue producto de ese mismo ser humano. Sin embargo, podemos imaginar muchas mejoras que no harían imposible que alguien posterior a la transformación sea la misma persona que la persona anterior a la transformación. Una persona puede obtener una mayor esperanza de vida, inteligencia, salud, memoria y sensibilidad emocional, sin dejar de existir en el proceso. La vida intelectual de una persona puede transformarse radicalmente gracias a la educación. La esperanza de vida de una persona puede extenderse sustancialmente al curarse inesperadamente de una enfermedad letal. Sin embargo, estos procesos no se ven como el final de la persona original. En efecto, parece que las modificaciones que aportan a las capacidades de las personas son más sustanciales que las modificaciones que restan, como el daño cerebral. Si la mayoría de las personas que están actualmente, incluidos sus recuerdos, actividades y sentimientos más importantes, se conservan, agregar capacidades adicionales no haría que la persona dejara de existir fácilmente. La preservación de la identidad personal, especialmente si a esta noción se le da una interpretación estrecha, no lo es todo. Podemos valorar otras cosas más que a nosotros mismos, o podríamos considerar satisfactorio si algunas partes o aspectos de nosotros sobreviven y florecen por separado, incluso si eso implica renunciar a algunas características o partes de nosotros de manera que ya no seamos la misma persona o contemos como el
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mismo individuo. Las partes de nosotros mismos que podríamos estar dispuestos a sacrificar pueden no quedar claras hasta que estemos más familiarizados con las implicaciones de las otras opciones. Una exploración cuidadosa del mundo posthumano podría ser indispensable para adquirir tal comprensión, aunque también podríamos aprender de las experiencias de los demás y de la imaginación. Además, si los posthumanos gozarán de vidas más provechosas que los humanos deberíamos promover que las personas futuras sean posthumanas en lugar de humanas. Cualquier razón derivada de tales consideraciones no dependería del supuesto de que nosotros mismos podríamos convertirnos en seres posthumanos. El transhumanismo promueve la búsqueda de un mayor desarrollo para que podamos explorar realidades valiosas que nos son hoy inaccesibles. Para lograr este fin, la mejora tecnológica de los organismos humanos es el medio que debemos perseguir. Existen límites sobre cuánto se puede lograr con medios de baja tecnología, como la educación, la contemplación filosófica, el autocontrol moral y otros métodos similares propuestos por filósofos clásicos con inclinaciones perfeccionistas, incluidos Platón, Aristóteles y Nietzsche, o mediante la creación de una sociedad más justa y mejor, tal como lo previeron reformistas sociales como Marx o Martin Luther King. Esto no es denigrar lo que podemos hacer con las herramientas que tenemos hoy. Sin embargo, en última instancia, los transhumanistas esperan llegar más lejos. 4. Condiciones básicas para realizar el proyecto transhumanista. Si esta es la gran visión, ¿cuáles son los objetivos más particulares a los que se traduce este proyecto cuando se le considera como una guía de políticas? Lo que se necesita para la realización del sueño transhumanista es que los medios tecnológicos necesarios para aventurarse en el posthumanismo se hallen disponibles para quienes deseen usarlos, y que la sociedad esté organizada de tal manera que puedan realizarse tales exploraciones sin causar daño inaceptable al desarrollo de las sociedades y sin imponer riesgos existenciales inaceptables. Seguridad global. Si bien los desastres y las complicaciones son inevitables tanto en la implementación del proyecto transhumanista como en caso de que no se persiguiera el
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proyecto transhumanista, hay una clase de catástrofe que debe evitarse a cualquier costo para lograr la transhumanización del hombre. Riesgo existencial: uno en el que un resultado adverso aniquilaría la vida inteligente originada en la Tierra o restringiría de forma permanente y drástica su potencial. Varias discusiones recientes han argumentado que la probabilidad combinada de los riesgos existenciales es muy importante. La relevancia de la condición de seguridad existencial para la visión transhumanista es obvia: si nos extinguimos o destruimos permanentemente nuestro potencial para seguir desarrollándonos, entonces no se realizará el valor central del transhumanismo. La seguridad global es el requisito más fundamental y no negociable del proyecto transhumanista. Progreso tecnológico. Que el progreso tecnológico sea generalmente deseable desde un punto de vista transhumanista también es evidente. Muchas de nuestras deficiencias biológicas (envejecimiento, enfermedad, débiles recuerdos e intelectos, un repertorio emocional limitado y una capacidad inadecuada para un bienestar sostenido) son difíciles de superar, y para hacerlo se requerirán herramientas avanzadas. Desarrollar estas herramientas es un desafío enorme para las capacidades colectivas de resolución de problemas de nuestra especie. Dado que el progreso tecnológico está estrechamente relacionado con el desarrollo económico, el crecimiento económico, o más precisamente, el crecimiento de la productividad, puede en algunos casos servir como un intermediario del progreso tecnológico. (El crecimiento de la productividad es, por supuesto, solo una medida imperfecta de la forma relevante de progreso tecnológico, que, a su vez, es una medida imperfecta de mejora general, ya que omite factores tales como la equidad de distribución, la diversidad ecológica y la calidad de las relaciones humanas.) La historia del desarrollo económico y tecnológico, y el crecimiento concomitante de la civilización, se considera con admiración, como el logro más glorioso de la humanidad. Gracias a la acumulación gradual de mejoras durante los últimos miles de años, grandes porciones de la humanidad han sido liberadas del analfabetismo, la esperanza de vida de veinte años, las alarmantes tasas de mortalidad infantil, las enfermedades horribles que se soportan sin paliativos, el hambre periódica y la escasez de agua. La tecnología, en este contexto, no abarca a los gadgets únicamente, sino que incluye todos los objetos
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instrumentales y sistemas útiles que se han creado deliberadamente. Esta definición amplia abarca prácticas e instituciones como la contabilidad con doble entrada, la revisión científica por pares, los sistemas legales y las ciencias aplicadas. Amplio acceso. No es suficiente que unos pocos exploren el reino posthumano. La plena realización del valor transhumanista central requiere que, idealmente, todos tengan la oportunidad de convertirse en posthumanos. No sería óptimo si la oportunidad de convertirse en posthumano estuviera restringida a una pequeña élite. Hay muchas razones para apoyar el acceso amplio: para reducir la desigualdad; porque sería un arreglo más justo; para expresar solidaridad y respeto por los demás seres humanos; para ayudar a obtener apoyo para el proyecto transhumanista; para aumentar las posibilidades de que tú tengas la oportunidad de convertirte en posthumano; para aumentar las posibilidades de que aquellos que te importan puedan convertirse en posthumanos; porque podría aumentar el rango del reino posthumano que se explora; y para aliviar el sufrimiento humano en la mayor escala posible. El requisito de acceso amplio subyace a la urgencia moral de la visión transhumanista. El acceso amplio no apoya la duda para actuar. Por el contrario, que todo siga igual es un argumento para avanzar lo más rápido posible. 150,000 seres humanos en nuestro planeta mueren cada día, sin haber tenido ningún acceso a las tecnologías de mejora anticipadas que permitirán que hubieran permitido que se convierta en posthumano. Cuanto antes se desarrolle esta tecnología, menos personas morirán sin acceso a la posthumanidad. Considere un caso hipotético en el que hay una opción entre (a) permitir que la población humana actual continúe existiendo y (b) reemplazar a través de una muerte instantánea e indolora a la humanidad por seis mil millones de nuevos seres humanos que son muy similares pero no idénticos a las personas que existen hoy. Tal reemplazo debe ser fuertemente resistido por razones morales, ya que implicaría la muerte involuntaria de seis mil millones de personas. El hecho de que serían reemplazados por seis mil millones de personas similares creadas recientemente no hace que la sustitución sea aceptable. Los seres humanos no son desechables. Por razones análogas, es importante que la oportunidad de convertirse en posthumano se ponga a disposición de tantos humanos como sea posible, en lugar de que la población existente simplemente se complemente (o, lo que es peor, se
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sustituya) por un nuevo conjunto de personas posthumanas. El ideal transhumanista se realizará al máximo solo si los beneficios de las tecnologías se comparten ampliamente y si se ponen a disposición lo antes posible, preferiblemente dentro de nuestra vida.
4.
Valores Derivados De estos requisitos específicos fluyen una serie de valores
transhumanistas derivados que traducen la visión transhumanista a la práctica. (Algunos de estos valores también pueden tener justificaciones independientes, y el transhumanismo no implica que la lista de valores que se proporciona a continuación sea exhaustiva). Para empezar, los transhumanistas suelen hacer hincapié en la libertad y la elección individuales en el área de las tecnologías de mejora. Los seres humanos difieren ampliamente en sus concepciones de en qué consistirían su propia perfección o mejora. Algunos quieren desarrollarse en una dirección, otros en diferentes direcciones, y algunos prefieren quedarse como están. Tampoco sería moralmente aceptable que alguien imponga una norma única que todos deberíamos cumplir. Las personas deben tener derecho a elegir qué tecnologías de mejora usar, si desearan usarlas. En los casos en que las elecciones individuales impactan sustancialmente en otras personas, este principio general podría ser restringido, pero el simple hecho de que alguien se sienta disgustado o moralmente ofendido por alguien que usa la tecnología para modificarse a sí misma no habrá de ser un motivo legítimo para la interferencia coercitiva, es decir, para evitar la mejora. Además, la mala trayectoria de los esfuerzos planificados centralmente para crear mejores personas (por ejemplo, el movimiento eugenésico y el totalitarismo soviético) muestra que debemos tener cuidado con la toma de decisiones colectivas en el campo de la modificación humana. Otra prioridad transhumanista es ponernos en una mejor posición para tomar decisiones sabias sobre hacia dónde vamos. Necesitaremos toda la sabiduría que podamos obtener al negociar la transición hacia la posthumanidad. Los transhumanistas dan un gran valor a las mejoras en nuestros poderes individuales y colectivos de comprensión y en nuestra capacidad para implementar decisiones responsables. En conjunto, podríamos ser más inteligentes e informados a través de medios como la investigación científica, el debate público y el debate abierto sobre el futuro, los mercados de información, y el filtrado de información colaborativo. A nivel individual, podemos beneficiarnos de la educación, el pensamiento crítico, la mentalidad abierta, las técnicas de estudio, la tecnología de la información y quizás
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las drogas que mejoran la memoria o la atención y otras tecnologías de mejora cognitiva. Nuestra capacidad para implementar decisiones responsables se puede mejorar expandiendo el estado de derecho y la democracia en el plano internacional. Además, la inteligencia artificial, especialmente si alcanza la equivalencia humana o superior, podría dar un enorme impulso a la búsqueda de conocimiento y sabiduría. Dadas las limitaciones de nuestra sabiduría actual, un cierto carácter epistémico es apropiado, junto con una disposición para reevaluar continuamente nuestros supuestos a medida que más información esté disponible. No podemos dar por sentado que nuestros viejos hábitos y creencias serán adecuados para navegar a lo largo de las nuevas circunstancias posthumanas. La seguridad mundial puede mejorarse promoviendo la paz y la cooperación internacionales y contrarrestando fuertemente la proliferación de armas de destrucción masiva. Las mejoras en la tecnología de vigilancia pueden facilitar la detección de programas de armas ilícitas. Otras medidas de seguridad también podrían ser apropiadas para contrarrestar varios riesgos existenciales. Más estudios sobre tales riesgos nos ayudarían a comprender mejor las amenazas a largo plazo para el florecimiento humano y lo que se puede hacer para reducirlos. Dado que el desarrollo tecnológico es necesario para concretar la visión transhumanista, se deben promover el espíritu empresarial, la ciencia y el espíritu ingenieril. Más generalmente, los transhumanistas favorecen una actitud pragmática y un enfoque constructivo de resolución de problemas para los desafíos, prefiriendo los métodos que experimentalmente nos den buenos resultados. Piensan que es mejor tomar la iniciativa de "hacer algo al respecto" en lugar de sentarse a quejarse. Este es un sentido en el que el transhumanismo es optimista. (No es optimista en el sentido de defender una creencia inflada en la probabilidad de éxito o en el sentido Panglosiano de inventar excusas para las deficiencias del status quo). El transhumanismo aboga por el bienestar de toda entidad sintiente, ya sean inteligencias artificiales, humanos y animales no humanos (incluidas las especies extraterrestres, si las hay). El racismo, el sexismo, el especismo, el nacionalismo beligerante y la intolerancia religiosa son inaceptables. Además de los motivos habituales para considerar tales prácticas objetables, también existe una motivación específicamente transhumanista para esto. Con el fin de prepararnos para un momento en que la especie humana pueda comenzar a ramificarse en varias direcciones, debemos comenzar ahora para alentar enérgicamente el
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desarrollo de sentimientos morales que sean lo suficientemente amplios como para abarcar la esfera de las preocupaciones de interés moral que se constituyen de manera diferente a nosotros mismos. Finalmente, el transhumanismo enfatiza la urgencia moral de salvar vidas o, más precisamente, de prevenir muertes involuntarias entre personas cuyas vidas valen la pena vivir. En un mundo desarrollado, el envejecimiento es actualmente el asesino número uno. El envejecimiento también es la principal causa de enfermedad, discapacidad y demencia. (Incluso si todas las enfermedades cardíacas y el cáncer pudieran curarse, la esperanza de vida aumentaría en solo seis a siete años). Por lo tanto, la medicina antienvejecimiento es una prioridad transhumanista clave. El objetivo, por supuesto, es extender radicalmente la vida activa de las personas, no agregar algunos años adicionales a un ventilador al final de la vida. Nick Bostrom
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Como todavía estamos lejos de poder detener o revertir el envejecimiento, la suspensión criónica de los muertos debe estar disponible como una opción para aquellos que lo deseen. Es posible que las tecnologías futuras permitan reanimar a las personas que se han suspendido crónicamente. Si bien la criónica puede ser una posibilidad remota, definitivamente tiene mejores probabilidades que la cremación o el entierro. La siguiente tabla resume los valores transhumanistas que hemos discutido. Figura 2. Tabla de Valores Transhumanistas
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Activities First
What do the expressions "Promethean science" and "Faustian science" mean?
Second
What is technoscience?
Third
Prepare an exposition on SARS-CoV-2 and the human immune system
Fourth
Explain how a virus can be created in the laboratory
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Cuarto periodo Filosofía Ambiental Figura 4. Contenidos grado noveno cuarto periodo
Moderna (cartesiana)
Antigüedad: arjé y physis. Medievo. San Francisco
Contemporánea (GAIA) (Antropoceno)
Proyecto: elaboración de un cómic (tema: medio ambiente)
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Terminamos el curso con un solo texto, para poder comentarlo detalladamente. El ejercicio ha de servir como preparación para metodologías propias de la educación media. Por otra parte, se trata de un documento que examina la forma de pensar la naturaleza propias de cada una de las épocas, tal cual hemos estado haciendo desde el primer periodo. Finalmente, aunque en muchos puntos me distancio de la autora, como tendremos ocasión de ver, el texto se inscribe en aquella perspectiva para la cual Occidente se ha distanciado de su origen (un autor habla de Olvido del Ser y el texto, desde el subtítulo habla de “la pérdida del ser”), Perspectiva que comparto y que ha servido de base para el diseño curricular Con-Sentidos
para la vida buena. Este cuarto y último periodo será ocasión de presentar la segunda historieta, dedicada al tema medio ambiental. El proyecto es ideal para evaluar la comprensión alcanzada en torno al significado de los Objetivos de Desarrollo Sostenible y la Sociedad de la Información y el Conocimiento. También, desde luego, para evaluar las destrezas alcanzadas en la creación de historias y el uso de las imágenes y del lenguaje escrito.
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La relación del ser humano y la naturaleza en Occidente (la pérdida del SER) Por. Ana Alicia Real en XII Jornadas Inter escuelas del Departamento de Historia de la Universidad del Comahue
La relación del ser humano de occidente con el mundo en que vive, ha sido atravesada por la historia del pensamiento y aquí se hace hincapié en esta palabra porque precisamente el pensar, separado del sentir, cosifica todo aquello que pueda objetivar. Al ser humano le costó siglos el verse a sí mismo como tal. En la antigüedad se confundió con la naturaleza; en la Edad Media, con Dios. Es recién con el renacimiento tardío que surge como sujeto del conocer, y se reconoce como “distinto” de la naturaleza y de Dios; se separa de ambos e inventa su propio territorio: la Razón. El pensamiento griego, cuna de la civilización occidental, tuvo –en sus albores- dos características sobresalientes: Panteísmo e Hilozoísmo. Primariamente, durante el período de pensamiento mítico, no existió distinción taxativa entre naturaleza, seres humanos y dioses. Los dioses podían adoptar cualquier forma y, a su vez, la humanidad cohabitaba la totalidad en que se constituía junto con la naturaleza.
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Al comenzar el pensamiento racional, si bien, los primeros filósofos se dedicaron a la observación de la “Physis”, no obstante no tomaron distancia de esta: el “Ser” envuelve a todos por igual. Es necesario recordar que dentro del pensamiento griego no existe la idea de “creación”, por lo tanto, habrá que hacer una diferenciación entre “Physis” –que tenía al menos tres sentidos: a) el aparecer de algo, b) la fuerza interna que impulsa dicho aparecer, c) el conjunto de todo lo que existe y que no surge de la mano del hombre-; y el término “Arjé” -que es el principio originario y primigenio del cual se generan las cosas que componen el mundo-. Otra observación a tener siempre en cuenta, es que la distinción entre “materia” y “espíritu” es ajena al mundo griego: el espíritu es materia más sutil, o sea, que todo es “Physis”. Es a partir del platonismo que se abre una brecha entre dos mundos, perfilándose la humanidad por un lado, y la naturaleza, por el otro. La Edad Media se va a encargar de colocar a la humanidad en manos de Dios, y a la naturaleza como sierva de aquélla, y habrá que esperar el despuntar del renacimiento para ver nacer al Sujeto y con él el abandono definitivo de lazos de amor hacia la naturaleza. En esta historia de Occidente, la naturaleza se encontró tratada como objeto por parte de un Sujeto poderoso y depredador. La relación ser humano-naturaleza llega al siglo XX equiparándose a la relación epistemología-ética. Al rastrearla a través de la historia, se encuentra por un lado una razón hipertrofiada para la cual “conocer es poder”. Solamente en la segunda mitad del siglo XX aparecen voces en busca de lo que Prigogine llamó “una nueva alianza”; lo que llevó a Margulis y Sagan a escribir: “La continua metamorfosis del planeta es el resultado
acumulativo de sus múltiples seres. La humanidad no dirige la sinfonía sensible; con nosotros o sin nosotros la vida seguirá adelante. Pero detrás del desconcertante tumulto del movimiento presente uno puede escuchar, como trovadores medievales subiendo una montaña distante, una nueva pastoral. La melodía promete una segunda naturaleza en la que vida y tecnología juntas dispersen propágulos de multi especies terrenas por otros planetas y estrellas. Desde una perspectiva verde, un vivo interés en la alta tecnología y la alteración del ambiente global, tiene perfecto sentido. Hay una nueva conciencia. La humanidad está en pleno apogeo. La Tierra va a sembrar semillas”. La filosofía presocrática es caracterizada como filosofía de la realidad externa y como cosmología. Del mito a la filosofía no hubo un
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salto brusco; fue más bien una pérdida de fuerza del elemento mítico ante la creciente racionalización. Este proceso en el pensamiento griego tuvo su cuna en Jonia. A los jónicos les impresionó profundamente el hecho del cambio, del nacer y del morir. Es grave error suponer que los griegos fueron felices y despreocupados hijos del sol: fueron también muy conscientes del aspecto sombrío de nuestra existencia sobre este planeta. Si bien es un hecho el ideal griego de la moderación y la armonía, es también un hecho la voluntad de dominio. Con respecto a esto, hay dos vertientes en la cultura de Grecia, la de la moderación, del arte, de Apolo y por el otro lado, la del exceso, de la afirmación desenfrenada de sí mismo, la de Dionisos. La filosofía jonia se aboca a tratar de elucidar qué es ese elemento primordial enfatizando la idea de unidad, y de algo primigenio que siempre permanecía a pesar de los cambios. Vale decir que no podían concebir la diferencia entre dos sustancias (espíritu y materia). Si bien partían de los datos de los sentidos, fueron más allá de las apariencias. Alejándose cada vez más de lo mítico, trataron de diferenciar entre lo divino, lo natural y lo humano, siempre sosteniéndose en un monismo, como por ejemplo, en la indistinción entre evolución y estructura, un principio original está en el fondo, siempre presente; o bien como una ley evolutiva es a la vez una ley estructural (el logos de Heráclito). Esta ley es por primera vez investigada racionalmente. Algunos autores identifican la physis con la sustancia primaria o la materia de la cual todo se hace. El sustantivo φυσιζ physis está relacionado con el verbo φυω que quiere decir “engendrar”, o sea que su primer significado es “lo que engendra”. Esta noción difícilmente pudo haber sido forjada por la mera experiencia sensorial. Implica una intuición metafísica, que –al decir del doctor Cappelletti- tiene antecedentes en antiquísimas ideas religiosas o mejor dicho mágico-místicas. La ruptura entre mitología y filosofía se da porque estos filósofos jónicos no se conforman con dejar librada esta intuición de la physis al mito y tratan de explicarla a través de la experiencia, de la analogía y de la dialéctica. Es importante hablar de Heráclito de Efeso (-545/480) ya que es quien introduce la idea del “logos” como principio ordenador de la physis. Al observar el flujo de la conciencia advierte que el mismo puede ser descrito como una sucesión de actos creadores. La physis en este
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caso –según el doctor Cappelletti- es concebida sobre el arquetipo de la psykhé (alma). El elemento material que elige Heráclito para designar a la physis, es el fuego (πυρ) y esta elección no es azarosa, ya que el fuego es el que cambia los distintos estados de la materia (tierra, agua, aire). Por acción del fuego se cambia uno en otro. El fuego heraclíteo es principio del cambio y del devenir y al mismo tiempo es sustancia que subyace a todo cambio y a todo devenir. De esta manera Heráclito no excluye la pluralidad, sino que el fuego por su propia naturaleza, la exige, vale decir que el fuego representa la necesidad ontológica que lo uno originario tiene de multiplicarse. En su encenderse y apagarse según medida, el fuego recorre un camino cíclico “Vive el fuego la muerte de la
tierra y el aire vive la muerte del fuego; el agua vive la muerte del aire; la tierra, la del agua” (Frag.22-B-76ª). El monismo dinámico de Heráclito se verá enfrentado al monismo estático de la Escuela de Elea. El epicentro del filosofar pasa otra vez del Oriente (Efeso) al Occidente del mundo griego (Elea). Jenófanes de Colofón (-565/470), su primer representante piensa a la physis por primera vez como un Ser único, eterno e infinito y que además es absolutamente inmóvil, ajeno a todo cambio. Este sería el primer paso hacia la brecha entre la unidad del ser y la pluralidad de los seres. Se inicia el divorcio entre lo uno, inmóvil, inteligible y lo múltiple, cambiante, sensible, que eventualmente puede verse como un antecedente a la escisión platónica cuerpo-alma. Parménides (-515/440) toma esta idea del Ser y su originalidad consiste en darle a esta idea una base estrictamente lógico-ontológica: “el Ser es el Pensar” En la segunda mitad del Siglo- V el pensamiento se desplaza desde la naturaleza hacia el ser humano como miembro de la Polis. La nueva época tiene, filosóficamente hablando, un carácter antropológico, ya que hace objeto de estudio al hombre mismo. Frente a las convicciones humanas fundadas en la tradición y la fe, los sofistas tratan de llegar a conclusiones racionalmente aceptadas, dudando de las creencias y costumbres morales de sus conciudadanos. Fueron los sofistas los que introdujeron en el pensamiento dos elementos que nos llegan en la postmodernidad: el relativismo y el escepticismo. Platón (-428/348) es conocido como el padre de la metafísica porque el punto fundamental de su doctrina es el dualismo metafísico. Divide la realidad en dos mundos: el mundo
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inteligible y el mundo sensible, adjudicándole valor de verdad al primero y prácticamente, anulando al segundo. En el ámbito de lo antropológico esta división está representada por el cuerpo y el alma. Desde el ámbito de lo gnoseológico, por la doxa (opinión), y la episteme (conocimiento verdadero). Aquí cabe hacer una aclaración acerca de que el conocimiento verdadero para la antigua Grecia tenía dos partes: el logos (razón) y la gnosis (intuición). No sería ilógico pensar que Platón hubiera incluido ambas partes y que la historia de occidente se quedó solamente con el logos, el tópico más cristalizador y dominador de la mente. Aristóteles (-384/322), en cambio no estuvo de acuerdo con su prestigioso maestro en el punto del dualismo. Negó la dualidad de un mundo cualitativamente diferente, superior y más verdadero que este mundo inmanente. En cambio le dio una fuerte atención a la realidad natural y a la ciencia. De cualquier manera, ya estábamos divididos. Para tratar de subsanarlo insistió en la teoría “hile mórfica”, por la cual todo lo que existe está constituido por dos principios: hile (materia) mórfos (forma): en el ser humano, cuerpo y alma. Fue el gran organizador de las ciencias y con su pensamiento horizontal fragmentó a las mismas, como que cada una es independiente y autónoma con respecto a las otras. En el medioevo, el cristianismo no trató de interpretar al mundo a través de proposiciones teóricas o prácticas, sino de transformar el sentido de la existencia, pues alteró el vínculo “re -ligador” que une al mundo con Dios. El hombre griego se encuentra con la Naturaleza eterna y siempre joven, fuente incesante de existencia, morada del hombre y de los dioses inmortales. El cristiano, por el contrario cree que el mundo está implantado en la nada y que salió de su radical y constitutivo nihilismo por la acción creadora de Dios. La consecuencia que se sigue es que el universo cristiano tiene un profundo sentido histórico. Hay un origen absoluto: la creación, un acontecimiento central: redención y un fin o consumación. El tiempo, dentro del cual se lleva a cabo la existencia, tiene una dirección irreversible y única, contrariamente a las antiguas teorías del retorno cíclico en las que el tiempo no tenía un comienzo. Con respecto a la existencia de Dios como sustancia divina, ahora se convierte no solo en ordenador sino en “testigo” del cumplimiento de ese orden, lo cual trae como consecuencia el traspaso del sentido de la “ignorancia” de Platón, en el “pecado” del cristiano, dando
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origen así a un nuevo concepto. A partir de ahora una nueva clasificación aparece que recae sobre la humanidad: virtud-pecado. Durante la época moderna, en el Renacimiento tardío, las condiciones sociales y culturales van a dar lugar a un cambio que Ortega y Gasset llamó “la anábasis” de Descartes. El universo deja de ser considerado como un conjunto de sustancias con sus propiedades y poderes y es visto como un flujo de acontecimientos que suceden según leyes. Esta nueva concepción del mundo que ya es patente en hombres como Galileo o Bacon, no es metafísica o finalista, sino funcional y mecanicista. No se van a buscar las respuestas del “por qué” o “para qué” de los fenómenos, sino el “cómo”. Los nuevos ojos de la ciencia están transidos de ansias de poder. La mirada del hombre va a cosificar y a reducir a objeto a la naturaleza. El libro de la naturaleza estaba escrito en lenguaje matemático. Galileo cambia las explicaciones físicas cualitativas de Aristóteles por las formulaciones matemáticas de Arquímedes. Al mismo tiempo las condiciones sociales engendradas por el capitalismo incipiente va a dar el marco social para este nuevo poder y va a aparecer una nueva clase social urbana: la burguesía, con su gusto por una cultura más secular y positiva. La nueva ciencia señala una actitud tecnológica del conocimiento. Las hipótesis causalistas van a tener aquí una connotación funcional en un sentido mecanicista más que finalista. Estas hipótesis causalistas vendrán determinadas por el análisis experimental. Toda la ciencia hasta Galileo suponía que el entendimiento gira en torno a las cosas. Galileo invertirá este supuesto y sostendrá que las cosas giran en torno al entendimiento. Es lo que Kant llama la “revolución copernicana en la ciencia”. Así se inventa otra forma de vida. Es muy audaz reducir las diversas corrientes del Renacimiento: las disquisiciones de Maquiavelo nada tienen que ver con la de los humanistas cristianos. La Reforma abre una brecha que en vano el Concilio de Trento trató de reparar. La imagen del mundo ya no vuelve a ser la misma: la Inquisición va a intentar detener el movimiento, pero las ideas están en pleno vuelo. Con Descartes (1596/1650) se inaugura la época del subjetivismo. El Yo Pienso como legitimación última de la verdad va a plantear la distinción ontológica entre dos esferas: el hombre como sujeto (el contenedor del pensamiento) y el mundo como objeto. Descartes cambia el punto de partida de la filosofía: ya no será el mundo sino el pensar y cambia el sentido de la verdad: ya no será lo que se muestra como mundo, sino la idea clara y distinta
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de las cosas. Pero cuando a la certeza última del Yo Soy, le sigue la pregunta ¿qué soy yo?, surge con una intuición intelectual, la respuesta: “Yo Soy una cosa que piensa” (res cogitans) y a su vez el mundo pasa a ser la “res extensa”. La res cogitans tiene su legalidad en sí misma, mientras que la legalidad de la res extensa, Descartes la hace descansar en Dios. Definitivamente Descartes instaura el paradigma: materia frente a espíritu. Nuevamente en la historia de la filosofía reaparece con nueva fuerza un dualismo que ya habíamos visto y que había interpelado a la ética: ¿Se puede cosificar alguna de las partes del hombre si el hombre está hecho de dos cosas totalmente distintas? De Descartes proviene la concepción filosófica del cuerpo como inmensa y complicada máquina. Ya no es el cuerpo principio de individuación, ni es el cuerpo como semilla que al desarrollarse dará como flor el alma y como fruto la inteligencia. El cuerpo es máquina con elementos físicos, regido por leyes matemáticas. En otro nivel funciona el alma, con superioridad sobre el cuerpo y que es el asiento del cogito. Este racionalismo atravesó no solamente el pensamiento científico, sino también la dimensión axiológica. El Cogito hizo que la razón fuera “más valedera” que la materia y provocó la conclusión de que ambas cosas eran básicamente distintas. Afirmó que el concepto de cuerpo no incluye nada que pertenezca a la mente y viceversa. Los efectos de separar de manera dicotómica el cuerpo y la mente, el pensamiento y la materia, se reflejan en todos los aspectos de nuestra cultura y llegamos así a la idea del universo como sistema mecánico, formado de partes aislables y aisladas que a su vez podían reducirse a compuestos básicos, cuyas propiedades estarían siendo la causa de los fenómenos naturales. Estaría operando así el paradigma de la simplicidad y del reduccionismo. La Subjetividad de Occidente es hija del “cogito ergo sum” cartesiano, y lo que es significativo es que Descartes haya usado la palabra “pienso” en lugar de “siento”, característica ésta que expulsó al sentimiento de la esfera de la subjetividad, lo cual atravesó toda la filosofía occidental. Así, el sujeto occidental cartesiano y kantiano quedó equiparado a la Razón fuerte, enalteciéndose categorías como el saber teórico y el saber pragmático, la verdad científica, la lógica, el raciocinio, lo intelectivo, lo cognitivo, lo academicista, lo positivista…
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De las otras esferas de la subjetividad, la esfera volitiva acompañó a esta Razón fuerte de la mano de Kant y su “deber ser”. El aporte de la tradición del Utilitarismo completó el pragmatismo del pensamiento occidental La subjetividad moderna se configura a partir de estos rasgos con omnipotencia en el saber sobre el mundo exterior y sobre el “yo”. Se producirá además, el descubrimiento de un poder que surge como signo mismo de la modernidad: la creencia en el progreso indefinido hacia el ideal de lo humano hacia la perfección, que en principio es indefinida, y que se dirige hacia el imperio de la Razón, y hacia el uso y el abuso de la tecnología sobre la naturaleza. Lo que en el postmodernismo se llamó la desconstrucción del Sujeto, se remonta a Hegel cuando destituye al Sujeto de la “titularidad” de lo Absoluto, narrando la historia de cómo el “Otro”, la sustancia social, desbarata el proyecto de que el Sujeto sea el que contenga la esencia o la sustancia. Para Hegel no hay tal “Sujeto Absoluto” ya que pone todo el acento en lo social. Ese Sujeto fuerte de la modernidad no estaba constituido solamente de Razón y de Voluntad; estaba atravesado por una categoría que acompaña a la cultura occidental desde sus más remotos orígenes míticos: la Hybris. Este concepto griego puede traducirse como “desmesura”, y encierra la idea no solo de un excesivo orgullo, sino también de un desprecio temerario hacia el espacio natural y hacia el espacio ajeno unido a la falta de control sobre los propios impulsos, inspirado por las pasiones exageradas e inútiles que se adosan a la subjetividad y conforman un ego hipertrofiado, como un cáncer, siendo éstas las únicas y olvidadas representantes del emocional del ser humano. Pero ellas eran pasiones, vale decir, emociones atravesadas por la máscara del ego, la construcción por excelencia del hemisferio izquierdo, y que nos impide vernos como parte de una totalidad. Si pudiéramos tomar distancia de la “egoicidad” y pudiéramos desactivar la capacidad de vernos como entidades separadas, podríamos aprender, más que a pensarnos, a sentirnos, a interpretar el surgimiento de las emociones, no para ahogarlas sino para entenderlas y atravesarlas. Existe una vieja tradición de origen sufí que describe las nueve máscaras pasionales del ego: la ira, el orgullo, la envidia, la avaricia, el miedo, la gula, el odio y la holgazanería, tema éste que se repite también en la tradición cristiana en los siete pecados capitales. Esta hybris, entonces, conforma el Sujeto Occidental, aparentemente contradiciendo la mesura de la
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razón, pero en realidad, es una alianza muy fuerte que hacen estas dos categorías con todos los valores plenos como la victoria, la competencia, el liderazgo, el logro de la supremacía, en pocas palabras, el uso del poder. Siguiendo con el derrotero de esta desconstrucción del Sujeto, de la Razón y de la Hybris, nos encontramos con los filósofos que introdujeron el pensamiento oriental, pensamiento éste que no ha tomado distancia de la naturaleza, y que intentaron transpolar categorías de una tradición a la otra. Una consecuencia de este intercambio, es una extensión de la Razón hacia lo irracional, que sería una búsqueda de nuevos caminos, no una ausencia de razón. Pero mientras estos filósofos, basándose en categorías orientales, atacaban todo lo que de cristalizado y dogmático tiene la Razón Occidental, dejaron intacta a la Hybris, como lo demuestra el surgimiento del Nacional Socialismo que tomó como ideólogo a Nietzsche y como protagonista a Heidegger. Estos filósofos, al incursionar en el pensamiento oriental, dieron con una categoría –no ajena a occidente, a través de Aristóteles- cautivante por su misterio y su poder: la “Energeia” y la mixturaron con la Hybris suponiendo como resultado el superhombre nietzscheano. Aunque el origen etimológico de nuestra moderna palabra “energía” deviene de aquélla, el término ha evolucionado tanto que los dos conceptos se distancian uno del otro. Mientras “energía” es una magnitud física, “energeia” es una realidad actuante que extiende su campo de acción tanto dentro como fuera del ser humano. En este sentido, los tres filósofos “des constructores” de la Razón fuerte, que es lo mismo decir el sujeto sapiente cartesiano, más importantes fueron: Schopenhauer, Nietzsche y Freud, quienes adoptaron distintos nombres para esta concepción hecha de “ Hybris” y de “Energeia”. Así, el primero, le llamo “voluntad de vida”. La versión de este concepto se refería al impulso ciego de la vida misma que anida en la parte instintiva de todo ser humano…“La voluntad como cosa en sí jamás está ociosa, jamás se fatiga”… Nietzsche, fue el más ferviente discípulo de Schopenhauer. Toma especialmente la dicotomía dionisíaco-apolínea. Su frase fetiche fue “voluntad de poder”. La voluntad de poder, fuerza vital, energética, psicológica, libidinal, cultural o espiritual –según las distintas lecturasimpulso irresistible que movía a los hombres, no podía considerarse más que la clave última de toda realidad humana. Contra ella no era posible oponerse; por lo tanto, los valores de la moral fuerte kantiana de la época carecían de fundamento. Freud introduce la fuerza del inconsciente como una suerte de sustancia, entidad autónoma y poderosa (como una persona
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dentro de la persona), que determinaría la conducta humana. El sueño sustituía a la vigilia, el dejarse llevar de la libre asociación reemplazaba a la reflexión, y la razón se constituía en un obstáculo para la espontaneidad instintiva que era el medio para el conocimiento de uno mismo. Hasta aquí hemos visto surgir un sujeto omnipotente y fuerte, y lo hemos visto deconstruirse. En la primera instancia, el tratamiento hacia la naturaleza fue del orden de la depredación y veremos a ésta llegar a su más alto grado a través de la razón instrumental devenida en Ciencia. A fines del Siglo XVIII tuvo lugar un acontecimiento que conmovió las bases de la estructura social: la Revolución Francesa. La sociedad europea entró en crisis y tomó conciencia de sí misma. Problematizó su modo de organización y su modo de comprensión y por lo tanto los hombres se enfrentaron a la necesidad de una nueva reordenación social. Para el Siglo XIX nos encontramos, por un lado con una ciencia natural asentada fuertemente sobre los pilares de la tradición cartesiana y una ciencia humana incipiente, con pretensiones científicas. La filosofía que continuó basada en una tradición de ciencia natural y por lo tanto fuertemente galileana, fue la del Positivismo Decimonónico, representado típicamente por Comte y Stuart Mill. Sintetizando sus rasgos característicos son cuatro: 1) monismo metodológico, o sea unidad de método y homogeneidad doctrinal; 2) modelo o canon de las ciencias naturales y exactas (fisicomatemáticas); 3) explicación causal como característica de la explicación científica, vale decir la búsqueda de leyes generales hipotéticas de la naturaleza que subsuman los casos o hechos individuales; 4) interés dominador del conocimiento positivista. El objetivo de este interés es el control y dominio de la naturaleza; su peligro, reducir a objeto todo, hasta el mismo hombre. Este positivismo científico va a pretender hacer ciencia social, histórica y económica. A esta concepción positivista se va a enfrentar, en Alemania, una tendencia contraria. La vamos a denominar “Hermenéutica” por la que se entiende el arte de interpretar y comprender conjuntos simbólicos hablados o escritos. Habrá distintos pensadores de la misma tendencia, pero a todos los va a unificar dos características, el historizar la razón y el oponerse a la filosofía positivista, sobre todo a la reducción de la razón instrumental.
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Para Droysen el ser humano expresa su interioridad mediante manifestaciones sensibles. Este fue el primero que utilizó la distinción entre “explicación” y “comprensión”, adjudicando el primero a las ciencias naturales y el segundo a las ciencias humanas. El concepto de la comprensión como metodología de la hermenéutica, fue variando en distintas formas (empatía, reconstrucción del sentido, etcétera). Dilthey afirmaba que el sujeto kantiano de la razón pura, es un individuo por el cual no corre sangre sino savia filosófica y por eso la epistemología kantiana –según él- solo servía para legitimar y justificar el conocimiento de los objetos naturales. Sin embargo, el conocimiento humano no se agota allí, ya que la vida humana está llena de actos particulares y contingentes, los cuales serían comprendidos por las ciencias del espíritu. Para esto –siguiendo a Hegel- habría que “historizar la razón” o sea introducir la dimensión histórica en la conciencia humana, ya que esta no es solamente una razón pura, repleta de elementos apriorísticos, sino que también es memoria, sentimiento, voluntad, tradiciones. En el período que se encuentra entre las dos guerras, hay un resurgimiento del positivismo en el cual el desarrollo de la lógica se vinculó con aquél y dio como resultado, en la década de los años ’20, el denominado “Positivismo Lógico”. A esta corriente pertenecen B. Russell, el primer Wittgenstein y el denominado neopositivismo del Círculo de Viena. Esta tendencia sostenía que únicamente los enunciados sometidos a la lógica y la verificación empírica, pueden ser calificados como científicos. Desde la filosofía analítica, el pensamiento filosófico y las ciencias humanas son rechazadas como pseudociencias. Solamente el racionalismo crítico de Popper arremete contra el positivismo lógico del Círculo de Viena. Es fácil ver cómo esta filosofía analítica seguía basándose en el paradigma de la simplicidad y de la reducción cartesiana. La ciencia en cambio, para Popper, deja de ser un saber absolutamente seguro para ser hipotético y conjetural y sostiene este autor, que no se puede pretender evitar el lenguaje ordinario y con ello los conceptos “no claros”. La ciencia no es posesión de la verdad, sino búsqueda incesante y crítica de la misma. Y además, éste sería el método al que se someterían también las ciencias sociales humanas.
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Lo que se le escapa al positivista es que su ver y su percibir está mediado por la sociedad en la que vive. Si niega esta mediación de la totalidad social del momento histórico que vive, se condena a percibir apariencias. La Teoría Crítica hace notar que no se puede desvincular la lógica de la ciencia del contexto “sociopolítico económico” y por lo tanto del marco ético donde se asiente tal ciencia. Las decisiones morales estarán íntimamente conectadas con los factores existenciales y sociales y van a penetrar hasta la estructura misma del conocimiento. Quien olvida este entorno, que Adorno y Horkheimer denominan “totalidad social”, desconoce no sólo las funciones sociales que va a poner en juego su teorización, sino la verdadera objetividad de los fenómenos que analiza. Así como para Popper el método científico es el deductivo, para la filosofía crítica, la raíz del método científico es la razón crítica, pero si para Popper “crítica” es confiar en la fuerza de la razón, para Adorno el racionalismo crítico es el interés emancipador, el “interés por la supresión de la injusticia social”. El carácter no ortodoxo de esta teoría es además desideologizador y desenmascara la injusticia como camino, como vía negativa para hacer aflorar la verdad en una deseada sociedad futura. La Escuela Epistemológica Francesa tiene dos vertientes, la de la crítica de la ciencia, cuya principal motivación es la crítica al dogmatismo y la de la epistemología interna a la ciencia, para la cual la ciencia crea filosofía. En el pensamiento crítico, podemos remontarnos como antecedente a Henri Bergson. En su crítica vinculó a la metafísica con la biología, la psicología, la física. Para este filósofo, la filosofía debe participar del progreso de la ciencia porque ésta tiene un origen filosófico. Otro filósofo enrolado en esta tendencia es Gastón Bachelard, quien se basó en una original concepción de la dialéctica, en la que cada noción se clarifique de manera complementaria desde dos extremos diferentes, empirismo y racionalismo. Para Bachelard la filosofía del conocimiento es una filosofía abierta en la cual el “no” a la experiencia anterior dado por la nueva experiencia, es aceptado para dar al conjunto la dialéctica necesaria para hacer surgir un nuevo resultado. En esta dialéctica, los opuestos no se destruyen sino que se complementan. El “no” de Bachelard no es de evolución, sino de revolución; no se refiere a
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registro de datos, sino a interpretación, valoración y juicios; parte de criterios históricos que pide a la actualidad de las ciencias; no traza demarcaciones estáticas, sino inestables, sujetas a transformación; no explica la acumulación de la verdad, sino que narra los infortunios de la razón en la rectificación del error. Así llegamos a la filosofía contemporánea con una epistemología y una ética que parecen dominadas por tres cuestiones sobresalientes: 1. La crítica de la verdad objetiva, universal y necesaria, pasa a dar lugar a múltiples interpretaciones. 2. La crítica del totalitarismo y de las políticas revolucionarias que habrían desembocado en desastres, pasa a dar lugar a democracias consensuales. 3. La crítica de un concepto universal de Bien, dejando de lado la pluralidad de opiniones, pasa a criterios éticos de aceptación y convivencia pacífica. Si ya no existe una verdad que sea válida para todos, pareciera que estamos llegando a la necesidad de un paradigma de complementariedad y de adición más que a uno de supresión y de reducción. Nos inclinamos por el paradigma de la complejidad, que como su nombre lo indica va a intentar integrar lo más posible lo multidimensional de la dimensión humana. Complejidad no quiere decir completitud, ya que como lo indica la frase de Adorno “la totalidad es la no verdad”. O sea que parte del reconocimiento de un principio de incompletitud y de incertidumbre. Este pensamiento complejo consiste en una tensión permanente entre la pretensión de un saber no fragmentado y el reconocimiento de la inevitable incompletitud de todo conocimiento. Pero las verdades profundas y antagonistas entre sí son complementarias. La complejidad se puede definir como un “tejido” de elementos heterónomos ineluctablemente ligados. Indudablemente que esto nos remite a todas esas ideas de las cuales hablamos al principio cuando tratamos de elucidar la verdad de los presocráticos. Para el paradigma de la complejidad, la vida no es una sustancia “sino un fenómeno de “auto eco organización” extraordinariamente complejo que produce la autonomía”. Por lo que vemos, los fenómenos sociales y antropológicos no podrían responder a factores de inteligibilidad menos complejos que aquellos de los fenómenos naturales. En este tejido de la complejidad, por lo tanto, donde hablamos de “incertidumbre” de contradicción, indefectiblemente vamos a estar compenetrados con los comportamientos morales y éticos. Morín sostiene que “aún somos ciegos al problema de la complejidad, porque esa ceguera es
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parte de nuestra barbarie”. La barbarie de las ideas. En este paradigma vamos a necesitar de todos y de cada uno de los elementos que vimos ponderados en cada una de las filosofías que nos antecedieron (physis, eudemonía, teleología, fragmentación, autonomía, sistema, historicidad y acción). En el dinamismo de todos estos elementos encontramos contingencia, azar, iniciativa, decisión, conciencia de las derivas y de las transformaciones, estrategia y también programa. Esta teoría piensa que la razón es evolutiva y que aún va a evolucionar y que hay una perfecta complementariedad entre ella y la intuición. Conceptos e intuiciones mudan entre sí y se intercalan “el concepto de trabajo, de origen “antropológico sociológico” se ha vuelto un concepto físico. El concepto científico de información que surgió del teléfono, se ha vuelto un concepto físico y ha migrado luego a la biología, donde los genes se han vuelto portadores de información”. Y vamos más lejos aún al decir que el concepto de información vuelve casi metafísicamente a las emociones, ya que es la inteligencia emocional la que concentra la mayor cantidad de información. ¿Qué quiere decir barbarie? Quiere decir que las teorías no saben convivir unas con otras y que los humanos tampoco sabemos convivir en el plano de las ideas. Es, por lo tanto, tiempo de intentar esta empresa, tanto en una alianza entre nosotros mismos, como comunidad y como totalidad con el resto del planeta. Como dice Maturana “el conocimiento del conocimiento obliga” y la obligación es la de estar permanentemente atentos a un autocuestionamiento contra la tentación de la certeza y contra la tentación del olvido del amor. ¿Por qué amor? Porque éste es la clave para la comprensión de que el mundo es aquel que traemos a la mano con otros, y que por lo tanto tal perspectiva habrá de ser lo más abarcadora posible. Nos lo demuestra la vida, esa fuerza vital de la que hablaron los presocráticos, los filósofos de la sospecha y los biólogos en nuestros últimos tiempos. Para concluir nuestro discurrir sobre el paradigma de la complejidad, destacamos que para éste todo acto humano tiene sentido ético, ya que la acción misma imprime legitimidad a la presencia del otro. Al hablar de ética contemporánea volvemos a tocar el tema de la desconstrucción del Sujeto. En los países en vías de desarrollo se encuentra que este indicador es sinónimo de seres humanos ignorados, despreciados, negados y devenidos invisibles.
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Deconstruir es descentrar (eidos, arjé, telos, sustancia…). Desde la Filosofía podemos seguir discurriendo indefinidamente, pero que la deconstrucción del Sujeto se transforme en moneda corriente en el discurso es peligroso, al plasmarse en el inconsciente colectivo, ya que si el sujeto deja de existir, dejan de existir sus derechos y su dignidad. En nombre del relativismo ético cualquier actitud que lleve a pensar en contra de la integridad y dignidad del ser humano puede ser racionalizada y admitida. En nuestros tiempos, esta categoría es tomada por los estructuralistas y postestructuralistas para los cuales el Sujeto sería nada más que un constructo-social; lo que llamamos subjetividad, no es más que parte del tejido relacional, y los construccionismos sociales enfatizan el papel determinante que posee lo lingüístico, lo discursivo y el significado en la constitución de nuestros mundos mentales, con lo cual se estaría priorizando el “yo”, en plena crisis del “si-mismo” o del Sujeto. La muerte del Sujeto fascinó a estos filósofos del postmodernismo. Hoy, el Sujeto es construido desde los medios de comunicación manipulados por el Poder. Tal Sujeto “des sujetado” no puede ni sabe tratar bien a su ambiente. No obstante, podemos nombrar éticas de la complejidad que tratan de revertir estas situaciones... Alansdair MacIntyre desarrolla el “paradigma de la comunidad”. La justicia para este filósofo no tiene que ver con la igualdad, sino con que cada uno reciba lo que le corresponda en función del rol social que encarna. Hans Jonas es el filósofo que defiende los derechos humanos sosteniendo como primer principio la responsabilidad ante las generaciones futuras. Llegando un poco más lejos, tanto Badiou como Negri, formulan una ética de la solidaridad. Esta ética sostiene que el otro no sería un límite, sino la condición misma para la realización de mis deseos. Vale decir, que aquella voluntad de poder que habíamos visto en Nietzsche, puede aumentarse con la cooperación, con lo cual la solidaridad lejos de ser un imperativo altruista sería la condición de la realización de mi deseo. En este caso, la comunidad no se confundiría nunca con la etnia o con la hybris. Sustituir estas morales por una ética de la amistad o de la solidaridad, cuyo exponente fue Epicuro, tres siglos antes de Cristo, fue retomada y realzada por Michel Foucault en sus últimos escritos. Foucault insistió en el tema relacional, por ejemplo, de la homosexualidad con respecto a la comunidad diciendo “lo que inquieta a las instituciones son esas relaciones que hacen cortocircuito y que introducen el amor allí donde debería existir la ley, la regla o el hábito”. Y aquí el término relación hace
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referencia a los vínculos activos de un determinado grupo, que por molestar a lo instituido, es lo que queda descalificado. La amistad entonces, es entendida como deseo de comunidad. Y según Foucault, la amistad o la solidaridad son esos vínculos irreductibles a las mediaciones jurídicas, a la ley, a la regla o a la institución. El desarrollo de la humanidad ha encontrado en su camino dos tipos de errores, el error vago, evasivo, frente a una información genética que eventualmente puede dispararse hacia una evolución en mayor grado de complejidad y el error engañoso que acarrea fracaso y desastre. Esto se cumple tanto en epistemología como en ética. La ciencia se introduce en el juego de la conciencia y juegan dialécticamente. Según Morin, estamos en vísperas de un nuevo nacimiento del hombre o de un nuevo advenimiento, que según Badiou sería un nuevo acontecimiento. En ese nuevo acontecimiento se fusionan en el “sapiens demens” el lenguaje, la cultura, el mito, la magia, la desmesura y el desorden, o sea Apolo-Dionisos. La ruptura del pensamiento binario que sólo había conseguido reducir lo sensible, a una pura física sin alma y lo inteligible a una pura lógica sin cuerpo, da paso al reencuentro con el paradigma otrora perdido. Desplazar la intuición del marco de una ética y de una epistemología, no solo es quitarle al hombre la mitad de su humanidad: es quitarle también una porción de su racionalidad, aquélla que dice somos uno: “lo vivo”. Para sintetizar, una ética de la ciencia cognitiva, es una ética de mínimos, o sea que se basa en pautas comunicables y al mismo tiempo compatibles con todas aquellas que no están en abierta contradicción con ella. Para esto hay tres principios fundamentales: 1. Pensar por uno mismo (principio de autonomía de la moralidad) 2. Imaginarse en el lugar del otro a la hora de pensar (principio de reciprocidad) 3. Pensar de forma consecuente con uno mismo (principio de reflexividad). Estos tres principios los podremos aplicar para vivir en sintonía con nuestra propia especie, pero la alianza quedará definitivamente sellada cuando los podamos aplicar más allá de nosotros mismos y seamos capaces de ver nuestra interdependencia con todas las demás formas de vida, así como su belleza. Somos los únicos seres capaces de “erotizar” la realidad, y solamente usamos esa capacidad para nosotros mismos; pero estamos condicionados por la historia y esa historia está compartida con otros seres.
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En algún momento, será posible dejar de lado la obsesión cultural con los seres humanos que raya mucho en la locura del ego del mito de Narciso. Podríamos pensar este paradigma de la Complejidad como la ciencia de Gaia. Al terminar este trabajo y al haber recurrido a los filósofos y epistemólogos tradicionales no nos olvidamos de Krishnamurti, Jung, Fritz Perls, Reich. Ellos hicieron pensar a la humanidad como un tejido vivo e hicieron abrir el cerebro y abrir el cuerpo para que lo que deba circular, circule; para que lo que deba unirse, se una; y tomar conciencia finalmente de que, para vivir debemos entregar la vida. Esta actitud encuentra un eje común en una gran categoría que surge del paradigma hermenéutico y que es la empatía, siendo esta la capacidad de poder situarse en el lugar del Otro. Esta categoría surge del accionar humano como tal. En este accionar Habermas distingue entre “acción instrumental” y “acción comunicativa”. El fundamento de este tipo de acción libre y responsable es la capacidad de comprensión que poseen todos los hombres. La acción comunicativa es la condición esencial de la sociabilidad humana. Finalmente el ideal de todas las acciones humanas es convertirse en acciones comunicativas, o sea en acciones que sean el fundamento de una sociedad en libertad. Lo que ocurre realmente es que la mayoría de las acciones humanas son acciones instrumentales, ya que el ser humano tiende a tomar a los otros hombres y a la naturaleza como medio para realizar sus fines. En este caso estamos ante una relación alienante que es preciso superar. Ahora bien, toda acción comunicativa va a tener base en el aspecto emocional. “No hay acción humana sin una emoción que la funde como tal y la haga posible como acto (…) se requiere de una emoción fundadora particular, sin la cual ese modo de vida en la convivencia no sería posible. Tal emoción es el amor. El amor es la emoción que constituye el dominio de acciones en que nuestras interacciones recurrentes con otro, hacen al otro un legítimo otro en la convivencia (...) finalmente, no es la razón que nos lleva a la acción sino la emoción.” A propósito de estos temas de emociones, virtudes y valores, vamos a citar un pequeño texto de Tzvetan Todorov, acerca de un pacto ignorado que había llevado a cabo el hombre con el diablo. Éste le dice al hombre:
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“Si quieres conservar la libertad, deberás pagar un triple precio separándote primero de tu Dios, luego de tu prójimo y finalmente de ti mismo (...) No más Dios: no tendrás ninguna razón para creer que existe un ser por encima de ti, una entidad cuyo valor sería superior al de tu propia vida; ya no tendrás ideales ni valores: serás un materialista. No más prójimo: los demás a tu lado y nunca más sobre ti, seguirán existiendo por supuesto, pero ya no contarán para ti. Tu círculo se restringirá: primero a tus conocidos, luego a tu familia inmediata, para limitarse finalmente a ti mismo; serás un individualista.
Intentarás entonces agarrarte a tu yo, pero este estará a su vez amenazado de dislocación. Te atravesarán corrientes sobre las cuales no ejercerás ninguna influencia; creerás decidir, escoger y querer libremente, cuando en realidad esas fuerzas subterráneas lo harán en tu lugar; de modo que perderás las ventajas que, a tus ojos, parecían justificar todos esos sacrificios. Ese yo no será más que una colección heteróclita de pulsiones, una dispersión al infinito; serás un ser alineado e inauténtico, que no merece que lo sigan llamando sujeto.” Según el autor:
“hay tres familias que comparten el rasgo común de aceptar y aprobar el advenimiento de la modernidad; (...) estas familias modernas son la de los humanistas, la de los individualistas y la de los cientificistas (…) Para los cientificistas, no hay que pagar un precio por la libertad, porque no hay libertad en el sentido en que se la entiende habitualmente, sino solo un nuevo dominio de la naturaleza y de la historia, fundado en el saber. Para los individualistas no hay que pagar un precio porque lo que hemos perdido no merece que se lo eche de menos y porque nos arreglamos bastante bien sin valores comunes, sin lazos sociales molestos y sin un yo estable y coherente. La última gran familia, los humanistas, piensan por el contrario que la libertad existe y tiene un enorme valor, pero aprecian a sí mismo esos bienes que son los valores compartidos, la vida con los demás hombres y el yo que se considera responsable de sus actos; por lo tanto, pretenden seguir gozando de la libertad sin tener que pagar un precio por ello. Los humanistas toman en serio las amenazas del diablo, pero no
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admiten que se haya establecido alguna vez un pacto con él y a su vez, le lanzan un desafío. Hoy en día, en nuestra parte del mundo vivimos todavía bajo el peso de las amenazas del diablo. Amamos nuestra libertad pero también tememos tener que soportar un mundo sin ideales ni valores comunes, una sociedad de masas poblada de solitarios que ya no conocen el amor; sospechamos secretamente, a menudo sin saberlo, la pérdida de nuestra identidad. Estos temores y cuestionamientos
son
siempre
nuestros.
Para
afrontarlos,
he
escogido
desplazarme hacia la historia del pensamiento. He querido, para defenderme de esas amenazas recurrir a la ayuda del pensamiento, de los autores de esta época un tanto alejada, durante la cual el pacto ignorado se habría cerrado; y contar en cierto modo la novela de la invención de la modernidad, con sus grandes personajes: sus aventuras, sus conflictos y sus alianzas. Creo especialmente, que una de las familias de espíritus modernos, la de los humanistas, podrá ayudarnos, mejor que las demás, a pensar nuestra condición presente y a superar las dificultades.” Podríamos agregar, colaborando con el profesor Todorov que hay aún otro grupo que podría desafiar al diablo y que son aquellos que defienden el ambientalismo por amor a la naturaleza en su primigenia característica de sagrada y por amor a las generaciones que nos siguen.
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Activities
First
Prepare an exhibition on the concepts of arche (Pre-Socratic) and physis Aristotle).
Second
How did nature think the movement called romanticism?
Third
How does nature look from the Cartesian perspective?
Fourth
How is nature seen from the perspective of the Frankfurt School or Critical Theory?
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