![](https://static.isu.pub/fe/default-story-images/news.jpg?width=720&quality=85%2C50)
4 minute read
Pág
sencilla y magnífica significación. En torno al círculo del escudo y abrazando la totalidad de las escenas, fluye el Océano. La armonía perfecta de la naturaleza y de la vida humana, que se revela en la descripción del escudo, domina la concepción homérica de la realidad. Un gran ritmo análogo penetra la totalidad de su movimiento. Ningún día se halla tan henchido de confusión humana que el poeta olvide observar cómo se levanta y se hunde el sol sobre los esfuerzos cotidianos, cómo sigue el reposo al trabajo y la lucha del día y cómo el sueño, que afloja los miembros, abraza a los mortales. Homero no es naturalista ni moralista. No se entrega a las experiencias caóticas de la vida sin tomar una posición ante ellas, ni las domina desde fuera. Las fuerzas morales son para él tan reales como las físicas. Comprende las pasiones humanas con mirada penetrante y objetiva. Conoce su fuerza elemental y demoníaca que, más fuerte que el hombre, lo arrastra. Pero, aunque su corriente desborde con frecuencia las márgenes, se halla, en último término, siempre contenida por un dique inconmovible. Los últimos límites de la ética son, para Homero, como para los griegos en general, leyes del ser, no convenciones del puro deber. En la penetración del mundo por este amplio sentido de la realidad, en relación con el cual todo «realismo» parece como irreal, descansa la ilimitada fuerza de la epopeya homérica.
El arte de la motivación de Homero depende de la manera profunda mediante la cual penetra en lo universal y necesario de su asunto. No hay en él simple aceptación pasiva de las tradiciones, ni mera relación de los hechos, sino un desarrollo íntimo y necesario de las acciones que se suceden paso a paso, en inviolable conexión de causas y efectos. Desde los primeros versos, la acción dramática se desarrolla, en ambos poemas, con ininterrumpida continuidad. «Canta, oh musa, la cólera de Aquiles y su contienda en al atrida Agamemnón. ¿Qué dios permitió que lucharan con tanta hostilidad?» Como una flecha, se dispara la pregunta hacia el blanco. La narración de la cólera de Apolo que la sigue delimita estrechamente y declara la causa esencial de la desventura y se sitúa al comienzo de la epopeya como la etiología de la guerra del Peloponeso al comienzo de la historia de Tucídides. La acción no se despliega como una inconexa sucesión temporal. Rige en ella siempre el principio de razón suficiente. Toda acción tiene una vigorosa motivación psicológica.
Advertisement
Pero Homero no es un autor moderno que lo considere todo simplemente en su desarrollo interno, como una experiencia o fenómeno de una conciencia humana. En el mundo en que vive, nada grande ocurre sin la cooperación de una fuerza divina, y lo mismo pasa en la epopeya. La inevitable omnisciencia del poeta no se revela en Homero en la forma en que
nos habla de las secretas e íntimas emociones de sus personajes, como si las hubiera experimentado en sí mismo, como es preciso que lo hagan nuestros escritores, sino que ve las conexiones entre lo humano y lo divino. No es fácil señalar los límites a partir de los cuales esta representación de la realidad es. en Homero, un artificio poético. Pero es evidentemente falso explicar siempre la intervención de los dioses como un recurso de la poesía épica. El poeta no vive en un mundo de ilusión artística consciente, tras el cual se halle la fría y frívola ilustración y la banalidad del tópico burgués. Si perseguimos claramente los ejemplos de intervención divina en la épica homérica, veremos un desarrollo espiritual que va desde las intervenciones más externas y esporádicas, que pueden pertenecer a los usos más antiguos del estilo épico, hasta la guía constante de ciertos hombres por la divinidad. Así, Odiseo es conducido por inspiraciones siempre renovadas de Atenea.
También en el antiguo Oriente actúan los dioses no sólo en la poesía, sino también en los acaecimientos religiosos y políticos. Ellos son los que en verdad actúan en las acciones y los sufrimientos humanos, lo mismo en las inscripciones reales de los persas, babilonios y asirios que en los libros históricos de los judíos. Los dioses se interesan siempre en el juego de las acciones humanas. Toman partido en sus luchas. Dispensan sus favores o aprovechan sus beneficios. Todos hacen responsable a su dios de los bienes y los males que les acaecen. Toda intervención y todo éxito es obra suya. También en la Ilíada se dividen los dioses en dos campos. Esta es una creencia antigua. Pero algunos rasgos de su elaboración son nuevos, como el esfuerzo del poeta para mantener, en la disensión que promueve entre los dioses de la guerra de Troya, la lealtad de los dioses entre sí, la unidad de su poder y la permanencia de su reino divino. La última causa de todo acaecimiento es la decisión de Zeus. Incluso en
la tragedia de Aquiles, ve Homero el decreto de su suprema voluntad. En toda motivación de las acciones humanas intervienen los dioses. Ello no se halla en contradicción con la
comprensión natural y psicológica de los mismos acaecimientos. En modo alguno se excluyen la consideración psicológica y metafísica de un mismo suceso. Su acción recíproca es, para el pensamiento homérico, lo natural.
Así mantiene la epopeya una duplicidad peculiar. Toda acción debe ser considerada, al mismo tiempo, desde el punto de vista humano y desde el punto de vista divino. La escena de este drama se realiza en dos planos. Perseguimos constantemente el curso sub specie de las acciones y los proyectos humanos y el de los más altos poderes que rigen el mundo. Así aparece con claridad la limitación, la miopía y la dependencia de las acciones humanas en relación con decretos sobrehumanos e insondables. Los actores no pueden ver esta conexión