Kalleby
M
uy lejos, perdida en el campo entre verdes y suaves colinas, se encuentra Kalleby. Kalleby no es muy grande; en realidad ni siquiera es una auténtica ciudad. Es solamente un grupo de casas pequeñas y torcidas, y granjas reunidas alrededor de un estanque para los patos. Kalleby tiene sólo una calle, y esa calle tampoco es una verdadera calle, sino más bien un camino de tierra lleno de baches. Cuando llueve, los baches se llenan de agua y salpican para todas partes cada vez que pasan los carros de caballos y los coches haciendo estrépito. Kalleby también tiene una única tienda. Pero en ella se puede comprar casi cualquier cosa –desde medias de señora y tapas para cacerolas hasta piruletas y tabaco–. Sí, incluso un saco de trigo, o un jamón ahumado bien jugoso se puede comprar en esta pequeña tienda agradable y acogedora como la cocina de una abuela, donde siempre huele a café, a jabón y a manzanas podridas.
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Pero aunque Kalleby no es muy grande, y aunque la calle sólo es un camino de tierra con baches, en esta ciudad hay muchas cosas buenas. En primer lugar tiene muchos jardines llenos de aromáticos cerezos, bancos blancos y cigüeñas de plástico que se balancean cuando hace viento. Después está el estanque de patos, redondo, y los montones de heno amarillo que todos los veranos se llenan de nidos de gorrión. Hay estercoleros, bombas de agua, postes de la luz y ruidosos cubos de leche. Hay perros, gatos y cerdos. Los cerdos son verdaderamente guarros, porque siempre se están revolcando por el lodo, entre las ortigas y entre los pies mustios de los repollos. Hay un río lleno de peces y extraños animales, y al lado está el basurero, lleno de periódicos viejos y latas oxidadas. Está la escuela con el maestro Sakarias y la iglesia con el pastor Emanuel, y también está la explanada verde donde casi todos los veranos se montan atracciones y se pueden encontrar tiovivos, puestos de dulces y gitanos de ojos negros. Y, naturalmente, también están los habitantes y los niños de Kalleby. No podemos olvidarlos, porque sin ellos Kalleby sería un lugar triste y aburrido.
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Albert
F
ue precisamente en Kalleby donde nació Albert. Nació un martes a las siete de la mañana, y cuando su madre le dio a luz, se puso a gritar tanto que todos los habitantes de Kalleby salieron corriendo de sus pequeñas y torcidas casas para saber de dónde procedía aquel griterío. –Seguramente es el herrero Vølle, que estará matando a su cerdo –dijo el tendero. El tendero era el dueño de la única tienda de Kalleby. Casi siempre estaba riendo, porque era un hombre alegre al que le gustaba tomar cerveza y cantar canciones. –Un cerdo no puede gritar tan fuerte –dijo la señora Stampe, que era la mujer más vieja de Kalleby–. En los noventa y siete años que llevo viviendo en esta ciudad nunca he oído a un cerdo gritar tan fuerte. –Ah –dijeron las personas que habían asomado las narices por las puertas entreabiertas de sus casas, para ver qué pasaba–. ¿Entonces qué puede ser?
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–A lo mejor es algo peligroso –dijo una niña, y se escondió debajo del delantal de su madre. Entonces el padre de Albert asomó la cabeza por la ventana y gritó con toda la fuerza de sus pulmones: –¡HURRA! ¡HA NACIDO ALBERT! ¡HURRA! –¿Quién es Albert? –preguntaron los curiosos–. Nunca hemos oído hablar de él. –No –dijo la anciana señora Stampe–. En los noventa y siete años que llevo viviendo en esta ciudad nunca he oído hablar de nadie que se llamase Albert. –Bueno, no es extraño –dijo el padre de Albert–. Porque Albert es mi hijo y acaba de nacer. –¡Oh, no! –dijeron todos, muy decepcionados, ya que esperaban que se tratase de algo realmente emocionante–. Con tantos niños, pronto ya no cabremos en esta ciudad. –Bah –dijo el tendero–. La situación no es tan tremenda. Si en esta ciudad no hubiese niños nos moriríamos de aburrimiento. ¿Quién demonios haría entonces todas las travesuras? Pero el zapatero, que era un hombre tan gruñón y malhumorado que su cara parecía una manzana arrugada, de tanta bilis, no escuchó lo que decía el tendero. En vez de eso empezó a gritar que ya estaba harto de tantos niños, que le entraban en el jardín, le arrancaban los rábanos y dejaban escapar a las gallinas del gallinero.
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–Si esto sigue así –gruñó–, levantaré una valla de madera bien alta alrededor de mi casa. Entonces cerró de un enorme portazo, y poco faltó para que se pillase la nariz. Se sentó en un rincón de su taller y se puso a gruñir, a rezongar y a rechinar los dientes de rabia. Pero un grupo de niños que estaban sentados en su peral y se comían las peras verdes, lo habían oído todo. Entonces se miraron unos a otros y dijeron: –¡Oh!, parece que ese Albert, cuando crezca, será muy bueno arrancando rábanos. Y el tiempo les dio la razón a estos niños.
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