El mundo secreto de Basilius Hoffman
Un faro en la oscuridad Fernando M. Cimadevila
Incluso el más pequeño haz de luz sigue brillando en la más profunda oscuridad. Extracto del Diario del Cartógrafo
Prólogo La tarde tocaba a su fin en el viejo caserón Hoffman. El reloj de bolsillo del profesor señalaba exactamente las ocho menos cinco. Pronto estaría preparada la cena y no quería hacer esperar a la familia, así que recogió los libros con los que había estado trabajando y apagó la luz del escritorio antes de salir hacia el comedor. Durante el trayecto fue recogiendo toda clase de juguetes: varias canicas, peluches, patines… un montón de cachivaches que yacían desperdigados escaleras abajo. –¿Se puede saber por qué dejáis siempre todo tirado? –dijo–. Si éste es vuestro plan para que me parta la crisma, lo lleváis claro. Peores trampas nos habían preparado en aquel templo de… –Cariño, no aproveches para sacar tus batallitas y diles a los niños que vayan lavándose las manos –dijo su mujer, asomándose a las escaleras. –¿Batallitas? Bah, algún día escribiré mis memorias y entonces… Una campanilla indicó que alguien llamaba a la puerta. –Ya abro yo –dijo Basilius dirigiéndose al recibidor. Sostuvo con un solo brazo todos los cachivaches que había acumulado por el camino y abrió con la mano libre. –Buenas noches. El profesor Basilius Hoffman, supongo. Un joven muy alto y delgado apareció bajo el dintel. Vestía un traje elegante y exhibía modales refinados. –Permita que me presente –dijo tendiéndole la mano a Basilius–. Me llamo Gabriel. –Encantado de conocerle –respondió el profesor aceptando el apretón a pesar de necesitar de ciertos malabarismos para hacerlo–. Le ruego que me disculpe. Pase… pase, en seguida le atiendo. –¿Quién es, papá? –gritó un niño de unos nueve años que bajaba saltando los escalones de tres en tres. –¿Quién viene? ¿Quién viene? –dijo una niña algo más pequeña que intentaba imitar a su hermano y los bajaba de dos en dos. 9
–Nadie que os interese. Venga, recoged vuestros juguetes y lavaos las manos para la cena –los instó Basilius entregándoles el botín–. Disculpe de nuevo, no esperábamos visita. –Por favor, discúlpeme usted por aparecer a estas horas intempestivas. No quisiera molestar. Si pudiese concederme unos minutos le estaría muy agradecido. –Dígame de qué se trata. Basilius no conocía a aquel hombre. Sin embargo, había algo en él que le resultaba vagamente familiar. –Es un asunto personal que le atañe a usted y a su familia. –De acuerdo, acompáñeme al salón –invitó Basilius al extraño. Tomaron asiento frente al fuego de la chimenea. El joven depositó una pequeña caja de madera sobre sus rodillas y permaneció sin decir una sola palabra. –No quisiera meterle prisa, pero estábamos a punto de cenar –dijo entonces Basilius tratando de romper el hielo–. Si pudiese explicarme qué es lo que desea… –He venido a traerle algo –respondió el hombre levantando ligeramente la misteriosa caja. –¿Puedo preguntarle qué es eso? –dijo el profesor, que comenzaba a sentirse incómodo ante la situación. –Puede, pero creo que ya conoce la respuesta. –¿Disculpe? –preguntó Basilius suspicaz–. ¿Es esto alguna clase de broma? –En absoluto. ¿Sabe?, tiene usted una familia estupenda. ¿Hace mucho que conoce a su mujer? Basilius estaba desconcertado. Pensó en pedirle que se marchara, pero algo en la mirada del desconocido hizo que mantuviera la compostura. –Hace bastantes años. ¿Se puede saber a qué viene todo esto? El joven acariciaba hipnóticamente la caja de madera, trazando círculos con las yemas de los dedos. –¿Y sus hijos? ¿Cómo se llaman? ¿A qué colegio van? Aquello fue demasiado para el profesor. –¿A qué vienen todas estas preguntas? Responda inmediatamente o me veré obligado a…
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El joven se detuvo y descorrió el pestillo de la caja. Un escalofrío subió por la espalda del profesor. A pesar de estar frente al fuego le pareció que el ambiente se volvía gélido. –Sabe lo que hay en la caja –dijo el joven–. Lo sabe perfectamente. –¡Basta! ¡No quiero oír más tonterías! –intentó gritar Basilius, pero las fuerzas le fallaban y su orden sonó casi a súplica. –Lo sabe, porque usted fue quien me la dio. –Yo no le di nada… –Sí lo hizo. De pronto, el fuego dejó de iluminar. Seguía ardiendo, pero no era capaz de enfrentarse a la oscuridad que rezumaba la estancia, como si las sombras fuesen semillas que hubiesen decidido germinar y adueñarse del salón. –Por favor… márchate… no quiero perderlos. –Sabes que así debe ser. –Lo sé, pero no quiero… márchate. La caja se abrió y un brillo dorado inundó la estancia con cegadora intensidad. –¿Por qué me lo arrebatas todo, Duncan? –Al contrario… sólo ilumino tu oscuridad.
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