Cuando los gatos sueñan, adoptan actitudes augustas de esfinges reclinadas contra la soledad, y parecen dormidos con un sueño sin fin; mágicas chispas brotan de sus ancas mullidas y partículas de oro como una fina arena vagamente constelan sus místicas pupilas. Baudelaire
Capítulo 1 Yidaki Apenas quedaba una semana para Navidad cuando Peter recibió la noticia de que aquel año las vacaciones serían diferentes. Sus padres habían prometido que pasarían a recogerlo esa misma tarde a las seis, delante del internado donde estudiaba. Pero, como de costumbre, faltaron a su promesa. Los esperó durante mucho tiempo, observando cómo los demás internos abandonaban el colegio, cómo se cerraba la vieja verja de hierro y cómo la noche extendía su manto sobre la ciudad. Aquella no era una tarde agradable en la que apeteciese pasear por el parque, sino una húmeda y fría tarde de invierno, de esas en las que la oscuridad devora al día antes de tiempo y el mejor lugar del mundo está en casa junto a la estufa. Peter esperó y esperó sentado en un banco, rodeado de un montón de maletas, encogiéndose de frío y rezando para que la pequeña gota que le había caído en la nariz no fuese el preludio de un chaparrón. Cuando la lujosa limusina familiar por fin llegó para recogerlo, apenas fue capaz de mover un músculo y, entumecido hasta los huesos, subió al coche con los dientes castañeando. Su madre le dio un beso de bienvenida, justificando su retraso con alguna típica disculpa a la que no prestó atención. En realidad, no le importaba, habían pasado más de tres meses sin verse desde que entró por primera vez en el internado. Por lo general la palabra “internado” nos hace pensar en un edificio gris, con aspecto de búnker o de cárcel juvenil, pero nada más lejos de la realidad. Aquel en particular era una prestigiosa escuela situada en un antiguo monasterio de piedra labrada, con cortinas de terciopelo y mesas de roble.
Aunque eso no significa que no hubiese horarios, normas y sanciones, estirados profesores con demasiada cera en los oídos, chicos que no sabían hablar de otra cosa que no fuese de lo rica que era su familia y una desmedida y absurda reverencia a la disciplina más rígida. Así que, dentro de lo malo, Peter estaba feliz de poder salir de allí, aunque solo fuese por unos días, y pasar algún tiempo con sus padres. Fue entonces cuando su madre le dijo, utilizando aquel tono de voz que no presagiaba nada bueno: –Peter. Tu padre y yo tenemos que salir de viaje con urgencia. Aquellas dos palabras, “viaje” y “urgencia”, eran las que más le habían repetido a lo largo de toda su vida. Y es que los padres de Peter tenían muchísimo dinero, pero eso suponía tener poquísimo tiempo, ya que lo empleaban casi todo en impedir que su fortuna se esfumase con alguna mala inversión o algún negocio ruinoso. –Así que hemos pensado que lo mejor para ti será quedarte en casa de mi hermano, el tío Basilius –añadió su madre. Sus padres, como casi todos los padres, hacen siempre lo que ellos consideran mejor para sus hijos. En el caso de Peter esto significaba viajar constantemente, cambiar de colegio cada dos por tres o tener como dormitorio una habitación de hotel distinta cada día. Aquello no ayudaba demasiado a su rendimiento académico, así que al cabo de un tiempo pensaron que lo “mejor para él”, sería recluirlo en un internado la mayor parte del año. –¿El tío Basilius? –preguntó disgustado–. No quiero quedarme en casa de nadie. Para eso estoy mejor en el colegio. –Vamos, Peter –dijo su madre en tono acaramelado–. ¿No recuerdas lo bien que lo pasabas de pequeño en su casa? Estabas todo el día corriendo de arriba para abajo por las escaleras y jugando en el jardín. Su madre era una hermosa mujer que había aprendido a utilizar su poder de persuasión para conseguir lo que quería, pero Peter ya estaba muy escarmentado de su palabrería y sus vacuas promesas, y no pensaba dejarse embaucar. –Mamá… tengo doce años, ya no me divierte correr por las escaleras. Cosa que, además, me parece bastante peligrosa. –Entiéndelo Peter, tenemos un asunto muy urgente que resolver –zanjó la madre, centrando toda su atención en retocarse el maquillaje. –Pero si ni siquiera tiene tele –protestó Peter. 12
–¿Tele, has dicho? –intervino su padre, levantando su pequeño bigote de unos informes, algo que rara vez hacía. Tenía el pelo engominado y cara de pocos amigos–. Jovencito, después de las desastrosas calificaciones que has traído no pensarás que te permitiremos ver la tele. –Tu padre tiene razón –apoyó la madre, mientras se atusaba distraída su espectacular cabello dorado. El padre de Peter, el señor Hillman, era un hombre muy riguroso. No le gustaban los sobresaltos ni la improvisación, todo debía seguir el camino establecido previamente, y no había cosa que más le turbase que las sorpresas o los imprevistos. Así que cuando un tema, como por ejemplo los estudios de Peter, no cumplía sus expectativas, lo zanjaba cuanto antes. –¿Sabes lo que nos cuesta tu estancia en un colegio tan prestigioso? Volvió a centrarse en los papeles sin esperar respuesta. –Pensé que las cárceles las pagaba el Estado… –murmuró Peter por lo bajo, aunque tenía la impresión de que ni gritándolo le habrían oído. Sabía que poco importaba lo que pudiese pensar o decir. Daba la impresión de que a su padre le molestaba más malgastar el dinero que el propio hecho de que hubiera suspendido. Sus padres organizaban eficientemente sus vidas, decidiendo siempre qué era mejor o peor para él. Pero cuando las cosas no funcionaban como habían esperado, lo culpaban diciendo que era un vago y que nunca llegaría a nada. La relación con ellos había cambiado mucho con los años, y sus recuerdos paseando con sus padres, o pasando tardes como aquella todos juntos en casa, eran un espejismo lejano. Decidió no seguir intentándolo. Apoyó la cabeza contra el cristal de la limusina, observando al pasar las casas de piedra y madera que formaban la parte antigua de la ciudad. Las ventanas se iluminaban, anaranjadas, y las mesas estaban preparadas para la cena junto al fuego de las chimeneas. Al cabo de un buen rato llegaron a la casa de su tío. Peter casi no conservaba recuerdos de ella, pues hacía años que no lo visitaban; y no solo porque sus padres habían estado muy ocupados, sino porque al parecer el tío Basilius también viajaba mucho. Pensó que era una casa extraña. A primera vista aparentaba ser la típica construcción de piedra y madera oscura, pero si uno se fijaba con atención advertía que de típica no tenía nada. A lo que hacía tiempo 13
debió ser un clásico caserón, se le habían ido añadiendo balcones, pequeñas buhardillas de redondos ventanucos, galerías e incluso nuevas habitaciones adosadas que se sostenían sobre vigas, como cabañas en un árbol. Exactamente así, como un árbol, daba la impresión de que aquel antiguo palacete crecía con el tiempo, extendiendo sus ramas hacia el cielo estrellado. Peter trató de recordar la última vez que había estado allí, quizá en busca de algún motivo de alegría. Sin embargo, a su cabeza solo acudieron difusas imágenes de comida y libros. Recordó que su tío había celebrado una fiesta al cumplir medio siglo, aunque su madre aseguraba que llevaba años haciendo lo mismo, y desde entonces no habían vuelto a visitarlo. Aquello había sucedido hacía unos tres o cuatro años, un tiempo que para alguien de su edad suponía toda una vida. Resignado, bajó de la limusina y cruzó junto a sus padres un cuidado jardín con cientos de plantas de todas las clases: árboles frutales, coloridas especies floridas en pleno invierno y setos con sorprendentes formas de animales. Cuando llegaron a la gran puerta de roble de la entrada, su madre tiró de una pequeña cadena plateada y un sonido de campanillas se oyó en el interior de la casa. Les abrió la señora Spinelli, todavía con el delantal de cocina puesto. –¡Bienvenidos! ¡Qué puntualidad! –dijo con su cantarín acento italiano. Era una mujer llena de energía, de rojos mofletes y gruesas caderas, para la que no existía la jubilación. Ni se sabía cuántos años llevaba allí trabajando como ama de llaves, cocinera, costurera, recadera y encargada de innumerables tareas. –¡Francesco, ya están aquí! –gritó hacia el interior de la casa. Francesco era su marido, el señor Spinelli: jardinero, chofer, carpintero y chapuzas para todo con la ayuda del cual lograba imponer cierto orden en la excéntrica vida de Basilius Hoffman. El señor Spinelli apareció por el pasillo caminando lenta y cansinamente. Era un anciano al que los años parecían pasarle factura, pues a pesar de ser alto, el peso del tiempo le oprimía los hombros y le hacía inclinarse como las ramas de un sauce. Vestía un pantalón de pana marrón y un jersey gris. 14
–Buona sera, señor y señora Hillman –dijo pausadamente–. Buenas tardes jovencito –añadió dirigiéndose a Peter. –Presto! Sube el equipaje y avisa al profesor –apremió su mujer. El señor Spinelli miró con resignación el montón de pesadas maletas que el chofer de la limusina había llevado hasta el recibidor en varias tandas. Cogió de golpe todo el equipaje con aburrida facilidad y, ante la mirada atónita de Peter, comenzó a subir las escaleras con su paso cansino. –Pero pasen, pasen. No se queden en la puerta, per favore –dijo la señora Spinelli–. Pueden esperar al profesor en la sala de estar. Peter no recordaba nada de aquel sitio, y estaba sorprendido por todo lo que le rodeaba. La casa presentaba un aspecto arcaico pero muy cuidado. Estaba construida en maderas de diferentes tonalidades combinadas con gran acierto. Había alfombras y espejos por todas partes, y también lámparas que emitían una suave y agradable luz, confiriéndole al lugar un aspecto confortable. De la cocina, junto al amortiguado sonido de una radio que retransmitía un partido, les llegó el aroma de un apetitoso festín. La familia Hillman fue conducida a una amplia sala. El padre tomó asiento en un cómodo sillón victoriano junto al fuego de la chimenea y consultó su agenda. En la estancia había varias estanterías con libros de aspecto antiguo, con los títulos impresos en oro y plata, muchos de ellos escritos en idiomas que Peter desconocía. En otras vio infinidad de objetos: flautas de madera y barro, tambores y timbales, curiosos instrumentos musicales, máscaras de todo tipo, pipas grandes y pequeñas, rudimentarias armas de hueso y piedra, espadas medievales y un millar de cosas más que no logró reconocer. De las paredes colgaban cuadros, grabados y tapices con paisajes de tierras lejanas: desiertos ardientes y montañas nevadas, bosques a la luz de la luna e islas tropicales. Le llamó la atención un viejo libro forrado en cuero marrón que reposaba medio abierto sobre un sofá, en cuya portada pudo ver una manzana dorada con una letra A impresa en su interior. Tras curiosear con disimulo entre sus páginas le sorprendió que se tratase de una recopilación de varias páginas sueltas de diferente naturaleza y antigüedad. Algunas eran fragmentos de historias escritas a mano en hojas de libreta, otras dibujos realizados por un niño con ceras escolares, 15
poemas, degradadas fotos en color sepia, anotaciones de diarios, toscos mapas sin referencias ni escalas… En resumen, un montón de documentos que no parecían tener nada que ver entre sí, ni siquiera su autor. –La cena casi está lista –dijo la señora Spinelli, obligando a Peter a dejar el libro en su sitio con disimulo–. El profesor bajará tan pronto como le avise mi marido. Discúlpenlo, hace pocas horas que ha llegado de un largo viaje a Australia y debe estar descansando. Seguro que no ha oído la campana. –La he oído, señora Spinelli, no se preocupe –dijo el tío Basilius, que en aquel mismo instante entraba en la habitación–. El problema es que no encontraba mis dichosas zapatillas. Y, como Peter pudo comprobar, debió desistir de su búsqueda, pues llevaba una de cada color. Aquello acrecentaba todavía más su peculiar aspecto. Era un hombre no muy alto, robusto como un viejo tronco, y de tripa amplia. El pelo, de color anaranjado, le crecía abundante a ambos lados de la calva, y lo sujetaba en coleta mediante una anilla de bronce labrado. Del mismo color lucía la barba y un largo bigote que le caía bajo unas mejillas sonrosadas. Vestía camisa blanca y chaleco marrón, en el que destacaba la cadena dorada de un reloj de bolsillo; los pantalones eran negros y de rayas. Como la guinda de un pastel, remataba tan curiosa indumentaria con una pajarita roja. –Que alegría veros de nuevo –dijo, abrazando a la madre de Peter, que le devolvió el abrazo sin mucho entusiasmo. Después la separó, sujetándola por los hombros, y la observó con sus profundos ojos azules, buscando tal vez reconocer a la niña que un día había sido su hermana y que tanto había cambiado con los años. Tras cruzar un apretón de manos con el señor Hillman, se inclinó para mirar directamente a Peter. –Mmmm… no eres muy alto para tu edad –dijo para sorpresa de todos–. Un auténtico Hoffman, ya lo creo. De postre tenemos tarta de chocolate y plátano. Me parece que era tu favorita, ¿verdad? –Eh… sí claro, gracias –dijo Peter, sorprendido de que alguien recordase un detalle sobre sus gustos. La señora Spinelli les brindó una deliciosa selección de platos: crema de calabaza con picatostes, empanadillas de atún, pollo con champiñones en salsa de nata y, por supuesto, la prometida tarta de chocolate y plátano, coronada como una montaña nevada de dulcísimo merengue. 16
Tras la cena, el tío Basilius se empeñó en enseñarles a todos un nuevo instrumento musical que había traído de su viaje a Australia. Ante la incredulidad de Peter y, a pesar de las prisas y la reticencia de sus padres, consiguió convencerlos para que se quedasen un rato. –Señor Spinelli, ¿podría traernos mi última adquisición? Pasado un rato, el viejo Francesco apareció portando un objeto de lo más peculiar. El instrumento en cuestión no era más que un tronco de madera blanquecina de unos dos metros de largo que serpenteaba suavemente y se iba ensanchando como una trompeta. Estaba cuidadosamente pulido y grabado con incomprensibles signos. Según comentó su tío, era una versión un tanto particular del llamado “yidaki”, un extraño instrumento que utilizan los aborígenes australianos. Siguiendo sus instrucciones, apagaron todas las luces, y la estancia quedó iluminada tan solo por el fuego de la chimenea. El tío Basilius cogió aire y sopló por el extremo más estrecho. El sonido que surgió fue prolongado y grave, semejante al de un enorme cuerno, y a Peter le pareció que se alejaba para luego regresar como un eco. Cerró los ojos. Un fuerte viento rugió a su alrededor, un viento fresco y vigorizador que le susurraba al oído. A medida que fueron saliendo nuevas notas tuvo la sensación de hallarse entre altas montañas, donde el sonido caía por profundos acantilados y resonaba en lo más hondo. Le pareció entonces que todo desaparecía. Igual que en un sueño. Se sintió en lo alto de aquellas montañas, casi tocando el cielo, percibiendo solo su propia presencia, su propio pensamiento, sin que nadie pudiese intervenir diciéndole qué hacer o cómo actuar, y se sintió libre. Así permaneció mientras el eco de la última nota se fue alejando hasta desaparecer y el viento amainó. Abrieron los ojos y se encontraron de nuevo en la habitación. Los Hillman no tardaron ni un segundo en despedirse, recogieron sus abrigos y, ya en la puerta, su padre le recordó a Peter que aprovechase el tiempo para estudiar y recuperar las asignaturas pendientes. Su madre le dio un beso y le prometió que tratarían de estar de vuelta para Navidad. Peter la miró a los ojos y tuvo la sensación de que algo minúsculo había cambiado en ella, casi le pareció que deseaba quedarse allí con él y no ir a aquel viaje, pero algo más fuerte la arrastraba a cumplir con sus obligaciones. 17
–Bueno, Peter, ¿te gustaría aprender a tocar el yidaki? –dijo el tío Basilius cuando sus padres se hubieron marchado–. ¿O tal vez prefieres que comentemos alguno de mis cuadernos de viaje? Tú eliges. ¿Qué te apetece? Tener que oír las batallitas de su tío era lo último que necesitaba para rematar aquel día ya bastante penoso, así que se apresuró a responder: –Gracias, pero estoy un poco cansado y preferiría irme a la cama. –Claro, te entiendo. Con el viaje y todo eso… de acuerdo, recupera fuerzas para mañana. Tengo planeadas unas cuantas cosas que seguro que te gustarán. “Estupendo”, pensó Peter, “solo me faltaba tener que aguantar las fascinantes aventuras de la tercera edad”. –No sé… Tengo bastantes deberes que hacer –se justificó, tratando de evitar semejante compromiso. –Vaya, pues lo siento –dijo su tío apenado–. Los estudios son lo primero. Lo acompañó hasta su habitación, que estaba en uno de los pisos de arriba. No era grande, pero sí acogedora. Todo en ella estaba hecho de madera oscura. Había una cama cubierta con un grueso edredón, un armario, un perchero de pie, un antiguo espejo de cuerpo entero y un lujoso escritorio. Además, una de las paredes, que coincidía con parte del tejado, tenía una ventana con amplias vistas y un pequeño banco para disfrutar de ellas. –Espero que todo esté a tu gusto. Si necesitas algo solo tienes que tirar de esa cadena que hay al lado de la cama. –Gracias, lo único que necesito es descansar –respondió Peter. –Entonces, que descanses –y antes de cerrar la puerta añadió–: Oye Peter, ¿qué sentiste al escuchar el yidaki? Peter pensó un segundo la respuesta. No esperaba una pregunta así. –Pues… no lo sé muy bien. Sentí como si me quitasen un enorme peso de encima, como si… como si mis preocupaciones desapareciesen, creo que fue relajante. –Ya veo –dijo pensativo el tío Basilius–. ¿Crees que tus padres sintieron lo mismo? –No lo sé, tal vez mi madre… Creo que para relajar a mi padre tendríamos que usar cloroformo –respondió riéndose de su propia broma. –Tu madre… ajá. No te molesto más, buenas noches. Cerró la puerta de la habitación. 18
Peter se encontró a solas frente al espejo. Todavía llevaba puesto el uniforme del internado. Apartó enseguida la mirada del espejo y lo giró contra la pared. No le gustaba verse. Lo cierto es que no tenía un cuerpo esbelto y sabía que corría el riesgo de entrar pronto en la categoría de “gordito”. Tenía un bonito pelo cobrizo, pero le caía lacio sobre los ojos. Y para colmo de males su tío consideraba que era “bajo para su edad”. No tardó nada en quitarse esa ropa que tanto odiaba y ponerse el pijama. Luego se tumbó boca arriba sobre la cama. Las notas del yidaki de su tío comenzaron a sonar lejanas desde el piso de abajo, mientras las estrellas y la luna brillaban sobre los tejados al otro lado de la ventana. Se quedó dormido contemplándolas, sin imaginar que aquella misma noche su vida cambiaría para siempre. La primera noche que Peter pasó en casa de Basilius Hoffman sucedieron cosas realmente extrañas, aunque para aquellos que conocen la vida del profesor serían bastante corrientes. Peter dormía a pierna suelta y no se percató de la pequeña figura que se asomaba desde el otro lado de su ventana. Si hubiese podido hacerlo se habría dado cuenta de cómo, con una afilada uña, dibujaba un círculo en el cristal, cortándolo igual que si fuese mantequilla, para luego introducir una pata peluda y abrir el pestillo. A continuación, con sumo cuidado y sin hacer el más leve ruido, saltaba ágil al interior de la habitación con unas patitas almohadilladas de aspecto felino. Vestía unos ropajes aterciopelados de color azul oscuro y, aunque se erguía sobre dos patas, apenas levantaba medio metro del suelo. Con absoluto sigilo, la figura abrió un macuto de cuero que llevaba al hombro y de su interior extrajo un saquito de tela de color púrpura. Aflojó el cordel con que lo cerraba, metió la pequeña zarpa en el interior y sacó un puñado de algo que parecía arena. Luego, con gesto firme, lo lanzó al aire creando una nube de partículas doradas que quedó flotando sobre la cama en la que Peter descansaba. Una imagen apareció reflejada en la nube, como emitida por un proyector de cine invisible: era Peter, cruzando un bosque a lomos de un caballo al galope. Unos ojos felinos brillaron en la oscuridad de la habitación al contemplar la escena y un pequeño ronroneo señaló la buena marcha del asunto. Acto seguido, la figura desenvolvió una tela que protegía un 19
aparato plateado con el aspecto de una jeringa enorme. Apuntó con ella a la nube y comenzó a aspirarla, mientras el objeto adquiría un brillo azulado. Cuando hubo terminado la operación y se disponía a guardar el utensilio, la puerta se abrió de golpe. Peter se despertó sobresaltado, miró a su alrededor y se encontró al tío Basilius, que acababa de entrar. Con la mano derecha hacía girar algo a gran velocidad, y sus ojos escudriñaban la habitación buscando al intruso. En cuanto descubrió la misteriosa figura al fondo, le arrojó el objeto con decisión. Dos bolas metálicas unidas entre sí por una cuerda pasaron girando frente a Peter, y se dirigieron a una sombra que se encontraba a los pies de su cama. Pero no tuvieron oportunidad de atraparla. Emitiendo un bufido de gato enfadado, la criatura dio un rápido salto hacia atrás, rebotó en la pared, en el techo, en el suelo y salió disparada por la ventana, dejando que las bolas chocasen enrollándose en el perchero. –¡Maldita sea! –protestó Basilius tratando de alcanzarlo. Pero aquella cosa ya se perdía en la noche saltando por los tejados. Peter encendió la lamparita mientras su tío cerraba la ventana y las contraventanas. –¡¿Qué ha pasado?! ¡¿Qué era esa cosa?! ¡¿Qué…?! –Tranquilo Peter, cálmate. No pasa nada –le interrumpió el tío Basilius. –¡¿Pero qué era eso?! –insistió. –Hmmm… lo cierto es que no lo sé, pero pienso averiguarlo. Parece que con las prisas se le ha caído esto –dijo Basilius recogiendo del suelo aquel misterioso objeto metálico. –¿Y eso qué es? –preguntó Peter levantándose de la cama. Se acercó al objeto y su rostro se iluminó con el resplandor azulado que emitía. –Tampoco lo sé –respondió, frustrado–. Y este no es el mejor lugar para examinarlo. Vayamos a mi estudio. Peter se puso una bata y unas zapatillas, a pesar de que en aquella casa siempre parecía hacer un calor agradable, y acompañó a su tío. –Oye, tío Basilius. ¿Cómo supiste que alguien había entrado en mi habitación? –preguntó intrigado. –Es sencillo. Ven, te lo enseñaré. El profesor lo llevó hasta su dormitorio y allí le mostró un sistema de alarma de su invención. Consistía en un conjunto de pequeñas campani20
llas etiquetadas con los diferentes lugares de la casa y que, según le explicó, estaban conectadas con puertas y ventanas por finísimos hilos de nailon. –Nunca se sabe quién puede querer entrar en esta casa, ni por dónde. A Peter aquello no le extrañó en absoluto, porque allí dentro había un montón de cosas valiosas. Cuando llegaron al estudio, que se encontraba en lo más alto de la casa, el tío Basilius encendió una lámpara que había sobre su escritorio y situó el objeto bajo la luz. Se colocó un curioso monóculo, que resultó ser una lupa de relojero, y comenzó el examen con minuciosidad. Mientras realizaba aquella operación, Peter trató de curiosear por la estancia, pero la escasa luz le impedía ver a más de tres pasos de la mesa. Tenía la impresión de que el lugar era amplio y supuso que abarcaba una buena parte del desván de la casa. La tenue luz de la luna entraba por unas pequeñas claraboyas, perfilando altas estanterías y extraños aparatos. Incluso le pareció ver unas escaleras que se perdían en la oscuridad. –¡Ajá! –dijo el profesor, interrumpiendo el escrutinio de Peter, –¿Has averiguado qué es, tío Basilius? –En realidad no. No sé para qué sirve, pero creo que contiene algo y que si empujo esta palanca descubriremos de qué se trata. Presionó ligeramente el mecanismo y un montoncito de arena brillante cayó sobre el escritorio. Volvió a utilizar la lupa para examinarla y la removió con un abrecartas. –¡Qué extraño…! –murmuró el tío Basilius–. No parece más que arena común, pero este brillo dorado es inquietante. Cogió un poco con dos dedos para comprobar su tacto. –¡Asombroso! Fíjate Peter –añadió–. Parece que existe una especie de magnetismo entre las partículas. Dividió la arena en dos montoncillos próximos entre sí y observaron atónitos cómo los pequeños granos comenzaban a deslizarse buscando un punto intermedio, donde se juntaron formando un único montón. –¿Puedo? –preguntó Peter. –Adelante –respondió su tío tras meditar un instante si entrañaba peligro–. Dos mentes piensan mejor que una. En cuanto Peter tocó la arena esta dejó de brillar. –¡Vaya! –dijo sorprendido el profesor–. ¿Qué ha sucedido aquí? Peter tenía los ojos muy abiertos, como si acabase de recordar algo importante. 21
–¿Te encuentras bien, Peter? –Sí… sí. Es que de repente he sentido como el flash de una cámara, pero no tiene importancia. –Tal vez sí la tenga. Piensa en cómo te sientes, cualquier cosa que te venga a la mente. Di lo primero que se te ocurra. –Pues… acabo de recordar que hoy soñé que iba montado a caballo, pero no se qué tiene que ver. –Un sueño, dices –meditó el tío Basilius. Vació un poco más de arena sobre la mesa–. Tócala de nuevo Peter, y concéntrate. Peter acercó la mano y, cerrando los ojos, hundió el dedo en aquel polvo resplandeciente. Igual que la vez anterior, la arena perdió su brillo. –¡Sí! –dijo Peter sobresaltado–. Ha sucedido otra vez, ahora recuerdo que cabalgaba por un bosque. Basilius no dudó un segundo. Vació todo el contenido del aparato e invitó a Peter a tocarlo. Nada más meter la mano en la arena su rostro se iluminó. –Es increíble, tío Basilius. Ahora recuerdo perfectamente todo el sueño. El sonido de los pájaros… recuerdo que llegaba al mar y cabalgaba sobre las olas… no entiendo cómo lo he podido olvidar. –No es que lo olvidases, Peter –dijo el profesor, preocupado–. Es que te habían robado el recuerdo. –Y añadió, removiendo de nuevo la arena–: Parece haber perdido sus cualidades de atracción. –¿Robado? ¿Qué quieres decir? ¡Eso es imposible…! –exclamó Peter, siguiendo a su tío que, lámpara en mano, rebuscaba en una estantería. –Aquí está –dijo, sacando un tomo forrado en cuero negro. Le dio la lámpara a Peter. Al acercar la luz al libro, pudo leer el título: Compendio de leyendas anglosajonas. El profesor comenzó a pasar páginas, en las que se podían ver dibujos de criaturas y lugares misteriosos. –Eso es… el Hombre de Arena –dijo el profesor, deteniéndose en una página concreta–. Según la leyenda, este personaje porta un saco de arena mágica; al parecer, la sopla en los ojos de los niños para traerles dulces sueños. –Para traérselos, no para robárselos. ¿Crees que la arena podría hacer ambas cosas? –preguntó Peter. –No lo sé. Pero desde luego esa criatura no se parecía en nada a la descripción del Hombre de Arena. 22
–No –dijo Peter observando el dibujo que traía el libro: era un hombre alto y delgado, pálido como la luna–. Aquello se parecía más bien… a un gato. –Tienes razón –concordó el tío Basilius–. Salvo por el hecho de poder caminar sobre dos patas y doblarle el tamaño, podríamos decir que se trata de algún tipo de felino. Cerró el libro y lo devolvió a su sitio. Luego consultó el reloj de bolsillo, meditó un segundo y dijo: –Voy a tratar de averiguar algo más. Conozco a alguien que podría saber sobre este tema. –¿Ahora? –preguntó Peter–. ¿Piensas salir a estas horas? –Es el momento adecuado. Créeme, esto solo puedo hacerlo de noche. La curiosidad mordió a Peter. El incidente lo había desvelado por completo y, aunque tenía la sensación de que aquello no podía ser real, la emoción por lo desconocido le empujaba a seguir adelante. –Déjame ir contigo, tío Basilius –dijo Peter, y él mismo se sorprendió de su determinación. –No sé, Peter. No creo que sea conveniente. –Por favor, me portaré bien. –No es eso, el lugar al que voy… –midió con cautela sus palabras, miró a los ojos a su sobrino y añadió–: Tus padres no lo permitirían. –Mis padres nunca permiten hacer nada que no sea organizado, supervisado y aburrido. Además, ellos no están, y es de suponer que sabían lo que hacían cuando me dejaron aquí contigo. –¡Ja, ja, ja! –la risa de Basilius Hoffman inundó la estancia–. Tienes un ingenio agudo. Creo que son unos buenos argumentos. De acuerdo, pero si decides acompañarme tendrás que guardar un secreto. –¿Un secreto? ¿A qué te refieres? –El lugar al que vamos permanece oculto para la mayoría, y así debe seguir por el momento. –Entiendo… No contaré nada. Tienes mi palabra. –Parece que eres un auténtico Hoffman. Tal vez… sí, tal vez el destino te ha dado esta oportunidad por un motivo –dijo Basilius, y su mirada se volvió más profunda, como si quisiese entrar en la mente de su sobrino–. ¿Sabes Peter?, el lugar al que vamos podría cambiar tu vida para siempre. Tus preocupaciones, tus problemas, ya no serían una carga para ti. 23
–Si eso es verdad, quiero ir contigo. Estoy cansado de vivir con miedo: a mis padres, a mis compañeros, a no poder tomar una decisión por mí mismo. Quiero esa oportunidad, tío Basilius. Aunque no lo parecía, Basilius Hoffman sabía que aquella sería una de las decisiones más importantes de su vida, y que solo el paso del tiempo desvelaría las consecuencias de su elección. –De acuerdo, Peter. Ponte algo de abrigo: la noche es fría. Espérame preparado en diez minutos. No tardó ni un segundo en llegar a su habitación. Abrió una de las maletas que todavía descansaban en la esquina, sacó unas gruesas botas marrones, unos guantes y un abrigo de plumas. Mientras se vestía no hizo otra cosa que preguntarse cuál sería ese misterioso lugar al que se dirigían. En el fondo –pensó–, quizás su tío no era tan aburrido como había imaginado. Al terminar de ponerse aquellas prendas añadió una bufanda de lana y bajó corriendo. Siete minutos y ocho segundos después de recibir las instrucciones, esperaba a su tío en el recibidor. Una vez cumplido el plazo, una voz surgió desde lo alto de las escaleras. –¿Se puede saber qué haces ahí parado? Vamos, sube ahora mismo. No tenemos toda la noche. Aquello intrigó a Peter todavía más. Subió las escaleras y los dos regresaron al estudio. El tío Basilius vestía un grueso abrigo y portaba una arcaica lámpara de gas con la que iluminaba el camino. El estudio era tan grande como había imaginado, y con aquella luz mortecina le resultó inquietante. Al pasar junto a un perchero el profesor recogió un viejo zurrón que todavía mostraba restos de polvo australiano. “Acaba de llegar del otro lado del planeta”, pensó Peter, “y ya está embarcándose en otra aventura.” Cruzaron el laboratorio y se detuvieron frente a una estantería. Peter miró a su alrededor y se sintió abrumado por el peso de los secretos que aquellos libros debían contener, y por el halo de misterio que envolvía aquel santuario. El tío Basilius sacó un grueso volumen de su sitio e introdujo el brazo en el hueco que este había dejado. Se oyó un clac, y luego el murmullo de un mecanismo. El mueble se hundió un paso y medio en la pared, dejando ver el pasadizo que ocultaba. 24
–No es tan fácil como parece. Si te equivocas al accionar el mecanismo de apertura, despídete del brazo –dijo Basilius de forma sombría. El pasaje apenas avanzaba unos metros, y terminaba frente a unas herrumbrosas escaleras de caracol que ascendían en la oscuridad. Peter subió detrás de su tío, mientras la estructura de metal rechinaba amenazante. Por fin llegaron a la cúspide, abrieron una trampilla que dejó entrar el frío viento de la noche y salieron al exterior. Se encontraban en un pequeño torreón en lo más alto del tejado. No tenía nada de particular, salvo una campana del tamaño de una calabaza que colgaba de un madero. Peter miró a su alrededor hasta donde le permitía la niebla. La ciudad se rendía ante él como un silencioso mar de tejados. Solo el viento y algún ocasional maullido rompían aquella paz. El tío Basilius colocó a un lado la lámpara y, rebuscando en su zurrón, sacó un pequeño martillo dorado, similar a los que usan los geólogos, y golpeó la campana. La nota que surgió fue aguda y clara, y pareció levantar un suave viento que al expandirse sobre los tejados sacudió la neblina, como la onda que se dibuja tras lanzar un guijarro a un estanque. Cuando el silencio apareció de nuevo, repitió la operación; y luego otra vez. Entonces se sentó en el suelo de piedra y encendió una pipa de hueso. –Ahora solo nos queda esperar –dijo Basilius, mientras el humo de la pipa flotaba hacia el cielo nocturno.
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